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Número 491-492

Serie XLIX

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En el centenario de Notre Charge Apostolique

 

1. El año del centenario

Quizá no haya que esperar al próximo 25 de agosto, fiesta de San Luis, Rey de Francia, para advertir que el año 2010, en el que se termina el año sacerdotal, es también por una feliz coincidencia, el año del centenario de la carta Notre charge apostolique, dirigida por San Pío X a los obispos franceses para ponerles en guardia contra los errores y los peligros de la democracia cristiana.

Esta carta apostólica, que hoy parece olvidada, incluso en Roma, recuperó su actualidad tras la II Guerra Mundial entre la generación católica que tenía veinte años entre 1954-1959 y que hoy desaparece poco a poco.

Estas fechas de 1954 y 1959 no están tomadas al azar, no son arbitrarias. 1954 es la canonización de Pío X por Pío XII. 1959 es la confirmación pública del apoyo a Jean Ousset y su movimiento, la Ciudad Católica, por el Arzobispo Marcel Lefebvre, a la sazón delegado general de Pío XII para el África francesa.

Uno de los fundamentos de la Ciudad Católica era la difusión, el estudio, la defensa y la ilustración de la carta Notre charge apostolique de 25 de agosto de 1010. Es en ella donde se contiene la advertencia célebre: “No, la civilización no está por inventar, ni la nueva ciudad por construir en las nubes. Ha existido, existe: es la civilización cristiana, es la ciudad católica”. Sobre el estudio metódico de esta carta de San Pío X se fundó la resistencia católica minoritaria pero feroz a la ideología llamada liberal y profundamente marxistizada que los vencedores de la II Guerra Mundial han impuesto duraderamente en Occidente, principalmente por medio de la ONU y de la equívoca y perversa Declaración de Derechos de 1948. A partir de los años setenta y ochenta la difusión de la carta apostólica de San Pío X poco a poco se ha ralentizado y ha acabado por reducirse a cero hoy.

Este año del centenario será la ocasión de una serie de artículos, porque la carta Notre charge apostolique es bien densa y bastante amplia (27 páginas en la colección de documentos pontificios publicada por los monjes de Solesmes). Será también la ocasión de instruirse con unos y otros, observando de qué manera sobre todo los “hunos” y los “hotros”, que gobiernan nuestros cuerpos y nuestras almas, festejarán, esquivarán o silenciarán el acontecimiento.

 

2. El dilema de Marc Sangnier

Contexto histórico y, más precisamente, doctrinal: seis años antes de la carta apostólica de San Pío X contra la democracia cristiana del Sillon, su fundador Marc Sangnier había proclamado el 25 de mayo de 1904: “Un imperioso dilema debe plantearse pronto o tarde: o el positivismo monárquico de la Acción francesa o el cristianismo social del Sillon”.

Charles Maurras había respondido bien pronto: “¿Por qué oponer? ¿Por qué excluir? La Acción francesa está abierta a los cristianos sociales, además el gran cristiano social La Tour du Pin es de los nuestros. ¿Por qué no vosotros?”.

Siguió un debate público cortés en verdad. Duró dos años (1904-1905) y poco a poco evidenció la razón del dilema: el Sillon de Marc Sangnier no era sólo “cristiano social”, era sobre todo “demócrata cristiano”, quería anudar una alianza política con la modernidad de izquierda y romper por lo tanto con la connivencia natural existente entre la Iglesia y la corriente política contrarrevolucionaria. Marc Sangnier soñaba con convertir a la Iglesia a la democracia.

El obstáculo de Marc Sangnier lo constituía una reciente encíclica del papa León XIII, la encíclica Graves de comunni (1901), que respondía negativamente a los católicos que reclamaban de la Santa Sede una política resuelta, abierta, explícitamente “demócrata cristiana”. La encíclica buscaba “definir cuáles debían ser las ideas católicas en esta materia”: “Sería condenable dar un sentido político al término democracia cristiana”; “en las circunstancias actuales no hay que emplearlo sino quitándole todo sentido político y no dándole otra significación que el de la acción benéfica a favor del pueblo”.

Tras lo que los demócrata-cristianos de Francia murmuraron: “El Papa finalmente se ha tragado la palabra, terminará por tragarse la cosa”.

Pe ro el Papa no se la había “tragado” todavía, y eso es lo que explica por qué en su dilema Marc Sangnier continuaba presentándose modestamente como un simple “cristiano social”. El debate con Maurras le forzó a reconocerse “demócrata cristiano” en un sentido perfectamente político. Y Maurras le anunció cinco años antes que corría el riesgo de ser rechazado por la Iglesia.

Frente a esta situación, la carta Notre charge apostolique de Pío X es un documentos esencial de la doctrina política de la Iglesia. El término político choca a un gran número de timideces pastorales que (con razón) no quieren “hacer política” (electoral). Se prefiere hablar de doctrina “moral”, de virtudes “cívicas”, de enseñanza “social”, que son otras tantas maneras de girar en torno de la palabra. ¡Como si la Iglesia no tuviera nada que decir a los gobernantes y como si la ley natural no tuviera ninguna significación política!

La carta apostólica a los obispos franceses no es una suerte de invención personal y solo circunstancial de Pío X. Se apoya en las grandes encíclicas políticas de su predecesor inmediato, León XIII: Quod apostolici (1878), Diuturnum (1881), Immortale Dei (1885), Libertas (1888), Sapientiae christianae (1890) y Graves de communi antes citada. Estas encíclicas de León XIII son el desarrollo explicativo y pedagógico, en el terreno político, de la encíclica Quanta cura y del Syllabus de Pío IX. A través de circunstancias y de contextos variables, se trata siempre de principios políticos i n variables que la tradición católica enseña como consustanciales a la fe cristiana. El año del centenario nos va a ofrecer la ocasión y la oportunidad de volverlos a encontrar con precisión tal y como fueron enunciados por la carta Notre charge apostolique de San Pío X.

 

3. Una mirada sobre cien años de democracia cristiana

La carta Notre charge apostolique de San Pío X conserva una actualidad profunda en razón de los principios permanentes que enuncia. Pe ro encuentra, además, a los cien años, una actualidad visible por el hecho de que ha descrito lo que efectivamente ha sido la democracia cristiana desde 1910 hasta nuestros días: de acuerdo con la fórmula de San Pío X, “ha escoltado al socialismo, fija la vista en una quimera”.

Escoltar (el verbo que se utiliza en francés en la carta es convoyer [nota del traductor]) no es simplemente acompañar: es –según el Diccionario Robert– “acompañar para proteger” y es “transportar”. Transportar el socialismo a la Iglesia.

Como lo ha destacado más de una vez Emile Poulat, los católicos de la Acción francesa y los católicos demócrata cristianos de la primera mitad del siglo XX tenían el mismo origen y el mismo objetivo: una reconquista cristiana de la sociedad, rehacer una (nueva) cristiandad. Se oponían, en suma, respecto del camino que había que tomar para llegar a ella.

Pero los dos caminos han divergido crecientemente. Con una sonrisa un punto burlesca o quizá melancólica, Emile Poulat observa que ninguna de las dos corrientes lo ha logrado: ni la una ni la otra han podido detener o siquiera frenar la descristianización de la sociedad.

Sobre este punto, Marc Sangnier ha obtenido lo que quería, ha logrado crear una oposición radical, irreductible, cada vez más viva, entre la Acción francesa y el “cristianismo social” demócrata cristiano. Entre ambas corrientes ha habido violencias, muertos y, finalmente, Maurras era condenado a prisión perpetua mientras que los demócrata cristianos accedían al gobierno en compañía de comunistas y socialistas.

El partido demócrata cristiano, en efecto, se convirtió en un gran partido gobernante durante la IV República. Cuando ésta se hundió en 1958, todavía un demócrata cristiano era el jefe de gobierno. El gran político que consulta y estima la Comisión permanente del Episcopado es Jacques Delors, militante demócrata cristiano que a partir de 1974 pasó al partido socialista. Simultáneamente la democracia cristiana desaparecía poco a poco como partido político, reemplazada por una nueva generación de católicos, los católicos practicantes “no confesionales” en toda la extensión de la vida política, social y escolar.

En la Iglesia permanece poderosa la democracia cristiana. Desde los años sesenta es la corriente intelectual e incluso el partido informal mejor instalado. Giovanni Battista Montini, salido de una familia democristiana, ha sido hasta la muerte un demócrata cristiano militante y el partido montiniano, aunque en retroceso en la jerarquía eclesiástica, no permanece menos temible. La casi totalidad del clero actual se ha formado, al menos en parte, bajo su influencia.

Reducida visiblemente a cero la democracia cristiana en la vida política francesa, no presentándose nadie –ni siquiera Jacques Delors– bajo la etiqueta, recientemente Christine Boutin ha levantado la bandera y la denominación, o casi, fundando un “partido cristiano-demócrata” todavía modesto. Pa rece menos izquierdista, más centrista que la democracia cristiana surgida de Marc Sangnier, menos individualista, más familiar y patriota. Me gustaría interrogar a Christine Boutin sobre su relación con el dilema de Marc Sangnier y la carta Notre charge apostolique.

Estas dos corrientes, la Acción francesa y la democracia cristiana, ciertamente no agotan la historia política del catolicismo francés durante el siglo XX, pero constituyen los dos puntos fijos por su identidad invariable. Encarnan e ilustran la oposición entre dos filosofías políticas: de una parte, aquella para la que la sociedad es una reunión de individuos, según los Derechos del Hombre de 1789 y 1948; y de otra, aquella para la que la sociedad, según la ley natural, es una jerarquía de familias.

 

4. La cuestión previa

Por el modo de expresarse, la carta de San Pío X puede herir inicialmente la mentalidad actual, incluso de muchos católicos. Comenzando esta serie de artículos, he citado la frase en que anuncia claramente su color: “civilización cristiana” y “ciudad católica”. De la que se burlará un Bayrou y dejará estupefactos a nuestros cofrades de La Croix. Releamos esta proclamación inicial, citándola esta vez en su contexto inmediato. San Pío X tenía conciencia de que hablaba en 1910 “en estos tiempos de anarquía social e intelectual”. Qué diría hoy. He aquí lo que declaraba entonces: “No se edificará la ciudad de un modo distinto a como Dios la ha edificado (…). No, la civilización no está por inventar, ni la nueva ciudad por construir en las nubes. Ha existido, existe: es la civilización cristiana, es la ciudad católica. No se trata más que de instaurarla y restaurarla, sin cesar, sobre sus fundamentos naturales y divinos, contra los ataques siempre nuevos de la utopía malsana, de la revolución y de la impiedad”.

Como los católicos practicantes no son sino, según se dice, el 4% de la población francesa, no ven cómo podrían poner en obra un programa tal. Les parece salido de otra época y completamente extraño a la situación actual. E ininteligible para electores y elegidos de la República.

Pero tomemos las cosas al revés. No se trata de indagar qué es inmediatamente aceptable para la opinión, los medios, el clero diocesano, las comisiones y comités episcopales. No faltan los sociólogos, politólogos y psicólogos para hacérnoslo saber, incluso aunque no les preguntemos nada. Se trata de otra cosa. Se trata de saber lo que piensa la Iglesia. De saber, en primer lugar, qué piensa que es inmutable. Las bases, los fundamentos, los principios. A continuación podremos volvernos hacia lo mudable, lo cambiante, el color del tiempo, la mentalidad del momento, el terreno: no se entrará en ellos a ciegas. Además, se quiera o no, tienen que ver con ellos y desgraciadamente mucho más de lo que se cree.

Nuestros buenos cofrades de La Croix opinan a menudo que conviene explicar al lector el sentido de las palabras que se emplean, sobre todo cuando son extrañas y poco usadas, como la palabra “cristiandad”. Lo que está a cargo de Nicolas Senèze, su especialista en combate permanente con el “integrismo”. Y, día memorable, este 21 de mayo, mejor inspirado que de costumbre, ha definido el término “cristiandad” con una cita de Gustave Thibon: “Un tejido social en el que la religión [cristiana] penetra hasta el menor rincón de la vida temporal (costumbres, usos, distracciones y trabajo…), una civilización en la que lo temporal es impregnado sin cesar por lo eterno”.

¿Puede imaginarse una Iglesia católica que deje de querer esto, que no trabaje por esto, que no tenga “a tiempo y a destiempo” una tal cristiandad como ardiente deseo?

La verdad es que el clero y su jerarquía, que no lo ignoran, ya no tienen la tranquila seguridad de San Pío X frente a la invasora laicidad moderna e incluso hacen creer perezosamente que son las ideas de otro siglo. En el nuestro, sin embargo, se puede conservar este lenguaje, como acaba de hacerlo en sustancia Benedicto XVI en la República de Malta, que no lo ha llevado mal, sino al contrario (cfr. Présent de 20 y 21 de abril).

Las antiguas naciones cristianas han sido sistemáticamente cegadas desde hace dos siglos por los progresos constantes y cada vez más rápidos de la “civilización material”: descubrimientos científicos, innovaciones técnicas, rapidez creciente de transportes y comunicaciones, perfeccionamiento de la medicina y de la cirugía, etc. Pero una “civilización”, ¿es única o principalmente material? La moral y la religión, ¿debieran evolucionar en seguimiento e imitación de los ferrocarriles o los teléfonos? Le Play, uno de los más grandes espíritus del siglo XIX, lo había advertido: “En ciencia, descubrir verdades nuevas; en moral, practicar la verdad conocida”, porque “el espíritu de innovación es tan estéril en el orden moral como fecundo en el material”.

Estas frases despiertan el espíritu del sueño artificial al que le ha llevado el evolucionismo material. Se puede entonces comprender en qué sentido “la civilización no está por inventar” Existe una naturaleza humana, una ley natural, una redención sobrenatural. Que son contradichas, contrariadas, revueltas, sumergidas por toda suerte de ideas nuevas que se presentan como progresos de la democracia, pero que no son –importa bien discernirlo– sino “ataques siempre nuevos de la utopía, de la revolución y de la impiedad”. Por eso, la civilización cristiana, la cristiandad, la ciudad católica, deben siempre “instaurarse y restaurarse sin cesar”, “sobre sus fundamentos naturales y divinos”. Tenemos todo el año para leer y estudiar punto por punto esta centenaria carta apostólica de 25 de agosto de 1910.

 

5. San Pío X, pero no todo

Accidente de nuestros amigos de L’Homme nouveau, que en su número de 5 de junio han confiado a un colaborador externo honrar a San Pío X.

El artículo de este colaborador no es una tribuna libre. Ocupa dos páginas grandes del periódico. So b re volado en una rápida ojeada parece que lo dice todo, y con buen espíritu, comprendido que San Pío X fue “un pastor bien atento a las realidades de su tiempo”.

Pero, en este año del centenario, no dice una palabra sobre su carta apostólica especialmente atenta a las realidades de la democracia cristiana, de sus errores, de sus peligros.

La carta de 25 de agosto de 1910 se dirigía a los obispos franceses. El colaborador de L’Homme nouveau no se olvida de Francia en sus dos páginas. Menciona con exactitud el gran alcance de la separación (entre la Iglesia y el Estado). Pe ro eso es todo. Y no solamente está el asunto francés de la democracia cristiana. También está Juana de Arco, que merecería al menos dos o tres líneas, y a la que no dedica una sola palabra. En enero de 1904, en ocasión del decreto sobre la heroicidad en las virtudes, San Pío X invitó solemnemente a Francia al culto de Juana de Arco. Llamada que no dejó de tener consecuencias históricas de primera magnitud para nuestra patria. Pe ro, quizá, el colaborador exterior que firma “monje benedictino”, sería su excusa, no es francés.

Se añade que en 1908-1909 se produjo el anuncio y después la publicación del decreto de beatificación. Fueron la ocasión de los discursos de Pío X de 18 de diciembre de 1908 y de 19 de abril de 1909 a los peregrinos franceses y, al día siguiente, a los obispos franceses. San Pío X manifestaba una inolvidable esperanza en nuestro país y profetizaba que un día llegaría su renacimiento cristiano. Desde entonces, varias generaciones de franceses no se han descorazonado, en medio de tantas tragedias, porque conservaban en la memoria las palabras de San Pío X como una promesa. Y esta memoria permanece siempre viva en algunas familias y algunas escuelas católicas. ¿Pero en la prensa?

¿Signo de los tiempos? Un artículo así en L’Homme nouveau nos da una primera advertencia de las dificultades que sin duda hemos de encontrar para que se celebre, con seriedad y brillo, el centenario de esta carta apostólica contra la democracia cristiana.

En todo caso, sí, es un signo del tiempo que pasa y de las memorias que se apagan. El mismo “monje benedictino” describe bastante exactamente el modernismo, pero asegura temerariamente que “las medidas adoptadas por Pío X (…) producen algunos años después el declive del modernismo”. ¡El declive! No era, sin embargo, el parecer de San Pío X, que ha dicho exactamente lo contrario. En Pascendi, en 1907, decía: “El mal se ha ido agravando de día en día”. Tres años más tarde, según el motu propio de 1 de septiembre de 1910, después y a pesar de Pascendi, continúa “creciendo de día en día”, los modernistas no han cesado de “agrupar en una sociedad secreta nuevos adeptos”. Es cierto que este motu propio de 1910 ha pasado en silencio para la casi totalidad de los historiadores. También él merece ser celebrado en este año de su centenario.

No, San Pío X no ha visto el “declive” del modernismo, ha visto lo contrario. En su alocución a los nuevos cardenales, de 27 de mayo de 1914, observa que continúan propagándose “las ideas de conciliación de la fe con el espíritu moderno”, deplora a este propósito el “naufragio” en la Iglesia de numerosos “navegantes” y también de muchos “pilotos” e incluso de muchos “capitanes”. ¿Hay que traducir estas metáforas? Son bien claras. Y, contrariamente a la costumbre pontificia de decir “Nos”, que llegará hasta Pablo VI, dice “yo”, lo que era totalmente insólito en la época. Y dice “yo” para precisar que su palabra sobre el modernismo no ha sido ni bien entendida ni bien interpretada, y este “yo”, en su último discurso público, le da un carácter personal y en cierto sentido testamentario.

 

6. La democracia obligatoria

El reproche principal, lógicamente el primero que San Pío X lanza en 1910 a la democracia cristiana de Marc Sangnier es el de querer imponer la democracia como el único régimen político aceptable. Y, por tanto, de unir ideológicamente la Iglesia al advenimiento y desarrollo de la democracia en Francia y en el mundo.

Es, en primer lugar, una cuestión de lenguaje (pero las ideas siguen a las palabras). Con independencia de la idea que se tenga de la democracia, de la definición que se dé de ella, los términos demócrata, democrático, democracia son empleados para designar forzosamente algo de bueno; y la ausencia de democracia es algo malo. Dicho de otro modo, la distinción entre lo que es democrático y lo que no lo es toma la autoridad (esto es, el lugar) de la distinción entre el bien y el mal.

Sobre este punto, pese a la oposición de San Pío X, la democracia cristiana ha ganado sin duda. Hay que decir que fue grandemente ayudada por el mundo profano y por la dominación ideológica de los vencedores de la II Guerra Mundial. A imitación de los políticos de todas las orillas y de los medios de todas las naturalezas, la jerarquía eclesiástica a todos los niveles poco a poco ha adoptado esta manera de hablar. Antes de toda discusión sobre la “verdadera” democracia, nada que no sea calificado de democrático es moralmente aceptable y, en fin, puede tener derecho de ciudadanía.

Con una excepción notable, pero que ha permanecido demasiado aislada hasta en su propio discurso: Juan Pablo II empleando la expresión de “democracia totalitaria” para calificar lo que la “cultura de la muerte” hace de la democracia.

En su carta apostólica de 25 de agosto de 1910 San Pío X se ha atenido a la distinción clásica de los tres regímenes que, con matices diversos, viene de Aristóteles, ha sido adoptada por la filosofía cristiana y había sido recordada algunos años antes en las encíclicas políticas de León XIII: la monarquía (que puede corromperse en tiranía), la aristocracia (caricaturizada en oligarquía) y la democracia (que degenera en demagogia). Estas distinciones pueden parecer un poco elementales en tanto no se advierta que todo régimen político es, en suma, un “régimen mixto”, con dosis sutilmente diferentes de monarquía (jefe de Estado), de aristocracia (senado, cámara de los lores…), de democracia (sufragio más o menos universal). Para Maurras: democracia en el municipio, aristocracia en la providencia y monarquía en el Estado.

Como quiera que sea, San Pío X, tras León XIII, afirma con fuerza que “no está prohibido a los pueblos darse el gobierno que mejor responda a su carácter o las instituciones y costumbres que han recibido de sus antepasados”. Pretender que “sólo la democracia inaugurará el reino de la justicia perfecta”, es “una injuria hecha a las otras formas de gobierno, que se rebajan de esta suerte al rango de gobiernos impotentes y peores”.

Efectivamente la democracia cristiana, a partir del “dilema de Marc Sangnier” (cf. Présent de 22 de mayo), inaugura y sistematiza en la Iglesia una actitud de injuria, de desprecio, de exclusión –por lo menos intelectual– respecto de los católicos que rechazan la democracia en todo caso y sea cual sea el sentido que se da al término. Ahora bien, circunstancia agravante cualificada, la democracia cristiana da a este término un sentido moral, doctrinal y gravemente inaceptable.

 

(N. de la R.). El filósofo y escritor Jean Madiran es una de las firmas legendarias de los primeros años de Verbo. Desaparecida hace años su trinchera privilegiada de la revista Itinéraires, sigue sin embargo al pie del cañón en la también por él fundada de Présent. Precisamente en este diario, en sus ediciones de 21, 22, 28 y 29 de mayo, y 5 y 12 de junio pasados, ha publicado una serie de breves artículos con ocasión del centenario de la carta Notre charge apostolique de San Pío X. Autorizados por el autor, los ofrecemos a nuestros lectores, en traducción de M.A., convencidos de la necesidad de recordar su doctrina en nuestros días aunque haya pasado “el año del centenario”