Índice de contenidos
Número 493-494
- Textos Pontificios
-
Estudios
-
Reflexiones no celebraciones. A los 150 de la unidad de Italia
-
Examen crítico de «a la busca de una ética universal: nueva mirada sobre la ley natural»
-
Revolución contra Dios y soledad del hombre
-
Los caminos de la Fe. A propósito de un texto de Jacques Maritain
-
A los XL años de la Representación política de José Pedro Galvão de Sousa
-
- Notas
- Crónicas
- Información bibliográfica
La persecución contra la Iglesia en España: Una visión histórica
El tema que nos ocupa esta mañana puede centrarse a partir del ámbito conceptual más amplio y complejo de las relaciones Iglesia-Estado. En este terreno cabe reducir las muchas cuestiones que podrían plantearse a dos referencias fundamentales:
— Si el Estado o poder público debe profesar la religión católica e inspirar en ella sus leyes y fines de acción o, por el contrario, debe adoptar una posición que oscila entre la neutralidad o la positiva hostilidad ante las materias religiosas.
— Qué consideración jurídica debe recibir la Iglesia Católica y en que términos legales tiene que encauzarse el desarrollo de su actividad. Cuestión esta que, en buena medida depende de cómo se solucione la primera parte del problema aunque no deje por ello de ser conflictiva.
A la primera cuestión, la respuesta de la teología católica y de la práctica promovida por la Iglesia en las relaciones Iglesia–Estado sostiene que el Derecho y el Estado son sujeto capaz de una inspiración religiosa adecuada a su propia naturaleza. El Derecho positivo debe concretar un Derecho natural que se asienta en la suprema ley divina y el bien común que la autoridad civil reconoce como fin no es ajeno al destino sobrenatural del hombre sino que se debe ordenar a él.
Por el contrario, las ideologías dominantes en el mundo moderno parten de presupuestos muy distintos que pueden pasar por considerar a la religión como un asunto meramente privado o como algo que hay que eliminar para permitir el progreso del hombre.
Sentado este imprescindible marco teórico, podemos entender mejor lo específico de las persecuciones religiosas sufridas por la Iglesia en el ciclo del mundo contemporáneo que se inicia con la Revolución Francesa. Proceso que adquiere un carácter peculiar en el caso español que se deriva del protagonismo que la religión católica ha tenido en la creación, desarrollo, mantenimiento y crisis de nuestra identidad nacional.
Si es verdad que Europa fue en gran parte obra de la Iglesia y de la Religión Católica, en el caso de España tal obra fue determinante para su ser hasta el punto que desde que existe como entidad política diferenciada, se la encuentra vinculada a la tradición católica como parte constitutiva de su tradición política, plasmada en leyes, en instituciones, en formas de vida y de comportamiento. (“La implantación de los Mandamientos de Cristo como ley para la vida social”, en expresión de Elías de Tejada). De esta manera, España y los españoles se forjan y maduran en la lucha secular contra el Islam y el protestantismo; en la defensa y en la difusión de la fe católica.
Con la escisión filosófica de Occam, religiosa de Lutero y político-moral de Maquiavelo, Bodino y Hobbes; se produce en el resto de Europa la ruptura de la Cristiandad, culminada en la paz de Westfalia (1648). Mientras el mundo moderno se dispone a seguir el criterio de Locke y a configurar el orden socio-político a espaldas de la religión, España se mantenía en el camino que Europa había seguido hasta entonces y ahora abandonaba. Pero este panorama empieza a cambiar radicalmente a comienzos del siglo XIX.
Después de la guerra de la Independencia en la cual se combate por la religión, por la Patria y por el rey legítimo, el liberalismo naciente se impone en Cádiz y da origen una situación que hará del siglo XIX el siglo del laicismo al mismo tiempo que el siglo de una resistencia indomable de lo español ante la revolución que se pretendía imponer por la fuerza. Es el período que Menéndez Pelayo definió como de “dos siglos de incesante y sistemática labor para producir artificialmente la revolución aquí donde nunca podía ser orgánica”[1].
Durante este período hubo desamortizaciones, supresión de órdenes religiosas, exclaustraciones de frailes y monjas en despiadadas condiciones, destierros, prohibición de conferir órdenes o de publicar documentos, detenciones por simple motivo de “opinión”, o asesinatos por el mismo “motivo”, a veces asesinatos en masa, como los de religiosos en Madrid, Barcelona y otras ciudades en 1834 y 1835…
Pero lo ocurrido se entiende mal, si junto al avance del proceso revolucionario silenciamos, como hace la manualística historiográfica al uso, la resistencia manifestada en la guerra contra la Convención de 1793, especialmente en Cataluña y Navarra, y también la de la Independencia a partir de 1808, por todo el territorio nacional. En estas dos guerras España combatió las ideas de la revolución francesa en sus dos fases jacobina y napoleónica, ambas radicalmente descristianizadoras. Igualmente ha de situarse en ese contexto la guerra realista durante el trienio liberal, una de las que presenta de modo más puro el móvil religioso como ha demostrado acertadamente Rafael Gambra[2]. En la misma estela se sitúan las guerras carlistas y la de 1936, aunque todos estos conflictos también se hicieran presentes otros significados[3].
Los amantes de libertad hicieron sufrir mucho a la Iglesia pero, probablemente, el daño mayor se produjo cuando el secularismo, agresivo y triunfante desde los orígenes del liberalismo, consiguió alcanzar un modus vivendi con la Iglesia al lograr un reconocimiento de la Jerarquía a cambio del Concordato de 1851. Es verdad que este acuerdo permitió a la Iglesia restaurar en alguna medida su labor pastoral pero pagando el alto costo moral de la vinculación al Estado liberal y en un escenario de proliferación de sectas, libertad de propaganda para el más corrosivo laicismo y progresiva descristianización contra la que podía muy poco la buena voluntad de beneméritos eclesiásticos, muchos de ellos fundadores e impulsores de nuevas órdenes religiosas masculinas y femeninas. Una vez más se reprodujo la situación que denunciaba Ramón Nocedal: “No, ni el mundo en general, ni España especialmente se pierden sólo por culpa del liberalismo; se pierden también, y muy principalmente, por culpa de los que abandonan la lucha, y entienden que cumpliendo sus obligaciones particulares ya pueden dejar que azoten a Cristo y crucifiquen a la Patria, y aun ayudar a los sayones, o al menos guardarles la ropa, por un pedazo de pan o por no reñir con nadie”[4].
Pese a todo, para el radicalismo liberal y el obrerismo revolucionario aquella situación era un clericalismo en el que la Iglesia debería sucumbir entre las ruinas del Estado y la sociedad. Por eso Vicente Palacio Atard habla de una doble cuna del laicismo en España: “La raíz intelectual, fruto del subjetivismo liberal y del positivismo científico, considera a la Iglesia enemiga del progreso; y la raíz popular, con una enorme fuerza pasional, descarga sus emociones en un enconado odio a la Iglesia”[5].
A lo largo de este tiempo, la Jerarquía española y aun la Santa Sede no eludieron su opinión sobre esta situación que denunciaron con claridad, haciendo notar también las causas internas de la crisis analizando los fallos del catolicismo español y sugiriendo posibles remedios. De estos aspectos, creo importante resaltar un aspecto que, por ser constante en años posteriores, ilustra y facilita la comprensión de posturas y hechos: la crítica al laicismo de Estado entendido como separación hostil y rechazo de la herencia espiritual y católica de España. Esta crítica estará presente en todos los pronunciamientos públicos de la Iglesia española, en las manifestaciones de la Santa Sede y en la línea de actuación de los comportamientos inspirados en el catolicismo.
Si este panorama describe de alguna manera lo ocurrido durante el siglo XIX y el primer tercio del XX; la situación se hará especialmente dramática cuando nuestra nación conoció a mediados de los años treinta un proceso revolucionario del que formaba parte inseparable una sangrienta. Del total de los casi siete mil (6.832) eclesiásticos asesinados –obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas– más de cinco mil lo fueron en los meses de julio a diciembre de 1936, a los que hay que añadir los miles de laicos, también sacrificados por razón de su fe.
No entro en el análisis de las manifestaciones de la persecución religiosa durante la Segunda República y la Guerra Civil por las limitaciones que nos impone el tiempo y porque las considero bien conocidas del auditorio. He preferido exponer por eso con más detalle las vicisitudes de nuestro en tantas cosas ignorado siglo XIX.
En todo caso, de toda esta trayectoria histórica podemos deducir las siguientes conclusiones:
1.º) El factor religioso, constituye uno de los elementos sustanciales de los enfrentamientos que se han producido en España durante los siglos XIX y XX. La íntima relación religión-sociedad no es algo impuesto artificialmente sino hondamente radicado en la entraña de cualquier comunidad; el intento de provocar la ruptura, de desarraigar lo religioso será siempre un fenómeno conflictivo en todos los lugares donde la revolución moderna pretenda aplicar sus criterios y necesariamente desestabilizador y traumático en aquellas ocasiones en que logre alcanzar su objetivo. La historia española ha estado atravesada en los siglos XIX y XX por esta importante fuente de inestabilidad y desequilibrio.
2.º) En varios momentos históricos como la revolución liberal y la segunda República la situación de hecho de la Iglesia y los católicos fue de acoso y persecución abierta, situación que algunos sectores justificaban por considerarla necesaria para la renovación de España porque atribuían a la Iglesia ser una de las principales causas de los males de la sociedad española. En algunos partidos, casi era convicción obligada, debido a sus propios presupuestos ideológicos en los que la religión constituía un elemento alienante que había que destruir.
3.º) La experiencia demuestra que la respuesta al laicismo agresivo, nunca será eficaz desde la propuesta de una presunta autonomía de las realidades temporales, de la separación Iglesia-Estado, o de la presunta neutralidad de este último.
Los principios de la Doctrina Católica y el Reinado Social de Jesucristo son la única referencia capaz de asentar sobre bases sólidas la verdadera política que busca el bien común, mucho más allá de las visiones parciales propuestas por ideologías como el socialismo o el liberalismo.
La única alternativa posible a la persecución religiosa es la recristianización que pasa por el reconocimiento de lo que el pensamiento tradicional español llama ortodoxia pública, es decir, el establecimiento de un régimen político “que afirma un contenido de principios, verdades o valores de carácter superior e inmutable como base de su convivencia moral y de sus leyes”[6].
Se trataría así de poner en práctica el atractivo programa que se describe con estas palabras en la Sagrada Escritura: “Levantemos a nuestro pueblo de la ruina y luchemos por nuestro pueblo y por el Lugar Santo” (1Mac 3, 43).
Ángel David MARTÍN RUBIO
[1] Marcelino MENÉNDEZ PELAYO, Historia de los heterodoxos españoles, Madrid, BAC, 1967, pág. 1038.
[2] Cfr. Rafael GAMBRA, La primera guerra civil de España (1821-1823), historia y meditación de una lucha olvidada, 3.ª ed., Buenos Aires, Ediciones Nueva Hispanidad, 2006.
[3] Miguel AYUSO, Las murallas de la ciudad, Buenos Aires, Ediciones Nueva Hispanidad, 2001, pág. 117.
[4] Cit. por Jaime DE CARLOS GÓMEZ-RODULFO, Antología de Ramón Nocedal y Romea, Madrid, Editorial Tradicionalista, 1952, pág.27.
[5] Vicente PALACIO ATARD, Cinco historias de la República y de la Guerra, Madrid, Editora Nacional, Madrid, 1973, pág. 41.
[6] Rafael GAMBRA, Tradición o Mimetismo, Madrid, IEP, 1976, pág. 94.