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Número 493-494

Serie XLIX

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Roberto De Mattei, Il concilio Vaticano II. Una storia mai scritta; Brunero Gherardini, Quod et tradidi vobis. La tradizione vita e giovinezza della chiesa

Roberto de Mattei: IL CONCILIO VATICANO II. UNA STORIA MAI SCRITTA[1].

Brunero Gherardini: QUOD ET TRADIDI VOBIS. LA TRADIZIONE VITA E GIOVINEZZA DELLA CHIESA[2].

 

El debate recientemente producido de resultas de los comentarios de dos textos de reciente publicación, uno de carácter histórico (Roberto de Mattei, Il Concilio Vaticano II. Una storia mai scritta) y otro de carácter teológico (Brunero Gherardini, Quod et tradidi vobis. La tradizione vita e giovinezza della Chiesa) , ha hecho emerger –junto con una diversidad de valoraciones– un problema central. Se trata de la cuestión de la fundación, esto es, de las categorías intelectuales que gobiernan (y por tanto sustancian y fundan) los juicios. Una cuestión, como se ve desde el principio, que resulta decisiva y que ofrece la oportunidad para algunas reflexiones más allá de la propia ocasión.

Se trata de una cuestión ineludible para el pensamiento y especialmente para el pensamiento católico. Podría decirse que la cuestión preliminar que parece perfilarse –como en casos análogos, relativos, por ejemplo, a la doctrina social de la Iglesia– es el problema epistemológico (y con él el metodológico), precisando sin embargo que equivale esencialmente al problema de la relación entre pensamiento y realidad. Lo que destaca, de modo imprescindible, también cuando la realidad considerada es la de los acontecimientos históricos (en orden, pues, a la historiografía) o de la que trata de las verdades de la Revelación (en orden, pues, a la teología).

Si el pensamiento se sitúa frente a la realidad (la que sea), en actitud contemplativa, esto es, mirando a conocerla en cuanto es y por lo que es, aquél busca conocer las cosas y su esencia (o naturaleza). Pensar en términos de realidad es pensar en términos de verdad. La verdad no es otra cosa que la realidad en cuanto conocida. Si, por el contrario, el pensamiento reduce la realidad a una de sus representaciones no conocerá otra cosa que la misma representación (propia o de otros). Si se reduce la posibilidad de conocer las cosas a la formulación de las teorías que se siguen y se contradicen (en el mismo circuito en que se dan), la realidad se identificará en efecto con un modelo teórico (vaciándose de su ser).

En sustancia, como destaca incluso tras una primera reflexión, toda epistemología (como todo método) remiten (implícita o explícitamente) a una ontología (esto es, a una consideración de la realidad que conocer). Es imposible pensar una epistemología, o una perspectiva intelectual (la que sea) como metafísica y axiológicamente (o sea, respecto a la realidad y al valor) neutral. Toda forma de pensamiento presupone una cierta relación con la realidad. Y todo conocimiento implica (directa o indirectamente) una valoración.

Ahora bien, las diversas actitudes intelectuales que emergen en la contemporaneidad pueden reconducirse esencialmente a t res posibilidades: el pensamiento operativo, el pensamiento tipológico y el pensamiento realista (o teorético). Resulta claro que toda visión filosófica comporta la propia concepción del significado del conocimiento. Pero en tal caso éste viene (más o menos ampliamente) explicitado. Mientras, en este caso, se refiere a planteamientos cognoscitivos sólo implícitamente asumidos. Adoptar uno u otro (como otra cualquiera actitud intelectual) para acercarse a un texto –de historia, de teología o de cualquier otra disciplina– no es, en efecto, indiferente. De la asunción de una cierta actitud de pensamiento –prescindiendo, obviamente, de toda valoración de las intenciones y sin pretensión alguna de juzgar a las personas, depende también consideración respecto de los textos (y de las tesis).

En este perspectiva de reflexión emerge con claridad, antes que nada, una cuestión de pertinencia: según se trate, respectivamente, de un texto histórico o teológico, las reflexiones y las valoraciones acerca de los argumentos y las conclusiones de ambos evidencian su pertinencia si se sitúan –material y formalmente– respectivamente sobre el plano histórico o el teológico. En el primer caso, las cuestiones pueden tener que ver con lo genuino y probado de la documentación y el rigor argumental de la reconstrucción. En el segundo caso, las cuestiones pueden referirse tanto a la fundación –respecto a las fuentes de la Revelación– y a la corrección (formal y sustancial) de las tesis, como al ejercicio de la recta razón, incluso de la ratio manuducta per fidem y, por tanto, del intellectus fidei. De otro modo, pretender valorar un trabajo histórico o teológico con categorías (y teorías) extrañas a tales disciplinas, termina en sustancia por superponer criterios extrínsecos a la índole (y por ello al contenido) de los textos.

Viniendo a la primera de la perspectivas indicadas, es preciso decir que el pensamiento operativo se caracteriza por una racionalidad subordinada a un objetivo que conseguir (en el orden de la praxis). En este sentido, lo que dirige al pensamiento no es la realidad que conocer (y que valorar), sino el fin que alcanzar, la justificación (o negación) de una tesis o la modificación (en cualquier dirección) de un cierto estado de cosas. Tal actitud es la propia de las ideologías, pero se manifiesta (objetivamente y con d i versos grados de conciencia) todas las veces que una cierta praxis se convierte en el criterio de un cierto conocimiento (aunque surgido de las mejores intenciones). Ahora bien, valorar un complejo de tesis (en cualquier ámbito de discurso) en términos de pensamiento operativo configura una opción intelectual que perjudica en la raíz toda conclusión que derive de ella, ya que lo que resulta dirimento no es en este caso el reconocimiento de la realidad (por tanto, la verdad), sino la ventaja o desventaja para este o aquel proyecto, este o aquel sujeto (individual o colectivo), esta o aquella opción. Pensar de tal modo, en el fondo, significa sustituir la indagación propia de la disciplina por la preocupación del resultado que obtener (“a favor”, “en contra”...).

Por otra parte, el pensamiento que puede llamarse tipológico reconduce la experiencia a su representación a través de tipos, modelos o paradigmas. Éstos tienen que ver con teorías, que –en cuanto tales– si miran a llevar a la unidad y a la regularidad una determinada categoría de hechos, no ponen en discusión teoréticamente (es decir, esencialmente) las propias premisas. Tal perspectiva intelectual se sirve de generalizaciones empíricas, en lugar de conceptos (aunque debe recordarse que, en tal caso, los conceptos o son dados como presupuestos, o subrepticiamente las generalizaciones empíricas vienen consideradas “como si” fueran conceptos). Mientras los conceptos piensan la realidad que es esencialmente en lugar de la que de ella prevalece empíricamente. Tal actitud es (ejemplarmente) la de la metodología propia de la sociología o de la psicología. Estas disciplinas, como es sabido, p restan atención a la experiencia, reconduciéndola al resultado de la elaboración de modelos, fruto de la aplicación de los mismos métodos de tales análisis (sobre los que, como también es sabido, sus cultivadores distan de concordar). Los datos y las situaciones se reconducen, así, según tipos o paradigmas (o prevalencias cuantitativas), a la representación que deriva de tal tipificación o teorización.

Ahora bien, si se asume tal perspectiva (más allá de su especificidad y por ello de sus límites) como criterio autoreferencial (o exclusivo), tiende (coherentemente) a subrogar y por lo mismo sustituir la realidad con su particular representación. Además, si tal tipificación se asume como fundamento de otros ámbitos de conocimiento, acabará lógicamente por depender (bajo el ángulo de la argumentación) propiamente de tales tipologías o teorías, que no podrán reconducir todos los demás campos de conocimiento al propio modo. Así, la opinabilidad de las teorías, tipologías y paradigmas no podrá sino reconducir así toda conclusión que derive de ella (sea cual fuere su contenido).

Al respecto, debe destacarse todavía que quienes cultivan tal perspectiva de encuadramiento de la experiencia a menudo invocan o presuponen (en manera más o menos explícita), como imprescindible a ella, la avaloratividad axiológica, o la pretensión de indagar hechos y contextos humanos (individuales o sociales) prescindiendo –más aún, excluyendo temáticamente– de todo juicio de valor. Ahora, es necesario observar que la avaloratividad es imposible en todo campo de indagación, tanto respecto al conocer como al obrar. No hay nada de avalorativo en la experiencia, en la ciencia, en la moral, en el derecho, en la política. La avaloratividad es imposible tanto en el orden del obrar (en el que se precisa en todo caso hacer propio un fin), como en el del conocer (en el que se precisa en todo caso asimilar intelectualmente lo que es como es). Todo saber presupone e implica el valor de lo verdadero, sin el que (implícita o explícitamente) ninguna proposición podría ser acogida. Incluso lo dudoso, lo opinable o lo probable son tales en relación con lo verdadero y, sin él, simplemente pierden su significado. Toda acción presupone e implica el valor del bien (que, real o aparente, se verifica en todos los casos). El obrar humano es obrar moral. No hay actos humanos en concreto que no sean buenos o malos (cfr. Tomás de Aquino, S. Th., I, II, q. 18, a. 9; Duns Scoto, Opus Oxo n., II, d. 7; ibid., II, d. 40). También la negación de un juicio de valor es un juicio de valor. También la avaloratividad presupone la valoratividad, por la que justamente aquélla se valora como válida en lugar de inválida. La misma autodeterminación del juicio presupone el juicio de valor por el que la autoprohibición pretende justificarse.

Finalmente, en cuanto al pensamiento realista, debe decirse que es tal el que se acerca auténticamente a la realidad, la reconoce como es, y no como aparece o como querría que fuese. En tal sentido, es siempre realista. Se abre a la realidad, sin ningún otro objetivo que el de comprender y, por tanto, de valorar. En esto reside la premisa de todo saber y de toda ciencia. Y no registra sino dos posibilidades: lo verdadero y lo falso. Como para el pensamiento práctico (o de argumento moral y también, con él, jurídico y político) no hay sino dos resoluciones valorativas: la bondad o la malicia. En ambos casos, tertium non datur. Un texto de historia o de teología podrá sostener tesis verdaderas o falsas. Todo otro aspecto es objetivamente irrelevante. La validez de la argumentación se mide por la realidad de las cosas, no por su funcionalidad (incluso al más noble de los objetivos). Por otra parte, ninguna catalogación puede sustituir a la valoración. Ningún modelo agota la concreción (y la responsabilidad) de la experiencia. El pensamiento realista no retrocede frente a ninguna pregunta. Más aún, propiamente porque se dispone a conocer hasta el fondo la realidad, no puede sino excluir la prohibición de preguntar. Finalmente, es propio del pensamiento que reconoce la realidad como es interrogarse sobre la naturaleza de las cosas, y por tanto pensar teorética y axiológicamente, esto es, mirando a conocer la esencia y el valor (de las cosas y las acciones).

En definitiva, en su complejidad, las diversas consideraciones propuestas a partir de la publicación de los dos volúmenes que figuran en cabeza de estas líneas parecen ver aflorar, como desde el fondo, una cuestión ineludible y actualísima. Podría sintetizarse en estos términos: ¿qué categorías de pensamiento son objetivamente idóneas para argumentar y así descubrir lo verdadero (empírico o esencial) o para pensar lo verdadero acogido mediante la fe? En sustancia, para considerar el aspecto teológico, es el problema afrontado tanto por la encíclica Pascendi, que trata el núcleo filosófico del modernismo (individuado en el agnosticismo fenoménico), cuanto por la encíclica Fides et ratio, que indica la necesidad (teorética) –para pensar rectamente– de ir del fenómeno al fundamento (y no viceversa).

Si la fe (cristiana) es rationabile obsequium y una fides quaerens intellectum, exige ser pensada en términos teoréticos (esto es, en términos de verdad esencial). El praxismo o el fenomenismo (aun con las mejores intenciones que, por lo demás, no destacan bajo el ángulo del valor de los juicios) no permiten –propiamente porque son tales– pensarla en términos de verdad.

Por otra parte, si algunos documentos plantean problemas, ¿por qué sería obligado ignorarlos? Encontrar problemas significa encontrar preguntas que exigen respuesta. Toda oportunidad para tratar hechos y cuestiones no puede sino ser considerada propicia para la exigencia de entender –esto es, de penetrar intelectualmente–, yendo más allá del simple opinar. Buscar las respuestas, en términos de verdad, con sagacidad y agudeza, con generosidad y valentía, constituye la única auténtica vía (racional y teologal) para satisfacer la exigencia de comprender y también la de dar razón bajo el ángulo histórico, filosófico y teológico.

Giovanni TURCO

 

 

[1] Lindau, Torino 2010.

[2] Casa Mariana, Frigento 2010.