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Número 497-498

Serie XLIX

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El encuentro definitivo con el Señor

“Ninguno de nosotros vive para sí y ninguno muere para sí. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor. Pues para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos” (Rom 14, 7-9).

El fallecimiento de un ser querido nos produce, además de pena, desconcierto. Jesús nos manda en el Evangelio crear lazos de unión y de amor. Nos esforzamos en ello durante toda la vida, pero llega un momento en que la muerte parece romper de un golpe todos los vínculos. Entonces nos preguntamos si tiene sentido el amor existiendo la muerte.

En estos momentos de desánimo debemos acudir a la Sagrada Escritura en busca de luz. Jesús nos dice: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no da fruto. Pero si cae, da el ciento por uno”. Él nos lo mostró con su ejemplo, pero, además, nos hizo esta gran promesa: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque hubiere muerto, vivirá”. Creer no es sólo aceptar que Dios existe, sino adherirse personalmente a Él, vivir en amistad con Él, cumplir sus mandatos. Cuando una persona lo hace con perseverancia, el Señor le da, al morir, la vida eterna, una forma de vida cualitativamente distinta de la terrena, inmensamente más valiosa. Pero es su vida, la suya, la misma que un día Dios le otorgó. En esa vida nueva, definitivamente liberada de toda caducidad, llevaremos a perfección todo lo bueno que hayamos hecho en nuestro paso por la tierra, sobre todo nuestro empeño en crear relaciones de unidad con los demás. Nada se pierde, pues, de lo que hagamos para cumplir los preceptos del Señor, sobre todo aquel que constituye su “mandato” específico: amarnos unos a otros, crear formas elevadas de unidad.

De aquí se deduce que toda vida acorde a la voluntad de Dios tiene pleno sentido aun existiendo la muerte. Jesús bajó humildemente al surco; compartió la muerte con nosotros, y vivió, en la Resurrección, el gran triunfo de la vida. A esta luz, la muerte pierde su aspecto negativo, para convertirse en un encuentro venturoso con el mejor de los amigos. Lo vio muy justamente mi admirado maestro de la universidad de Múnich, Romano Guardini: “Morir significa para el cristiano que Cristo viene y llama. La vida terrena se quiebra, pero, justamente por eso, se abre la puerta y, al otro lado, está Él” (Cf. El Rosario de Nuestra Señora, Desclée, Bilbao 2009, p. 139).

Esta convicción es para nosotros una fuente de inmenso consuelo, porque bien sabemos que nuestro querido Juan Berschmans vivió la muerte como una entrega al Señor, a quien había servido. A estas horas ya el Señor habrá cumplido su promesa de llevar al paraíso a quien conservó hasta el final su amistad. San Pablo nos lo recuerda en su Segunda Carta a Timoteo: “Es doctrina segura: si morimos con él, viviremos con Él. Si perseveramos, reinaremos con Él. Si lo negamos, también él nos negará. Si somos infieles, Él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo”.

Una vez consolados por esta convicción, debemos ahora realizar brevemente tres tareas:

La primera es dar gracias al Señor por habernos concedido la gracia de tener entre nosotros durante largo tiempo a Juan Berchmans. Cuando perdemos algo, solemos fijarnos más en la pérdida actual que en el don que supuso la presencia de quien se nos ha ido. Bien está que, en estos momentos de despedida, tengamos una palabra de agradecimiento por la existencia de nuestro admirado amigo entre nosotros, muy especialmente en su familia, y luego en su círculo de amigos y en toda la cultura española, donde ha dejado una profunda huella, un surco lleno de semillas de vida intelectual, ética y religiosa.

En segundo lugar, hemos de tomar nota del buen ejemplo que nos ha dado. Si vemos en bloque su vida, observamos que fue fiel a sus convicciones y a su fe religiosa; entusiasta en sus iniciativas y tareas, diligente para la ayuda, lúcido en el estudio, tenaz en sus investigaciones, paciente en las adversidades. Cultivar en alto grado estos valores no es fácil, pero es inmensamente bello.

Debo subrayar que la fidelidad de don Juan a su fe fue inquebrantable, tanto en el ámbito privado como en su actividad pública, en la revista que fundó y sostuvo, en sus múltiples actividades y publicaciones. He podido comprobar esto de cerca como presidente de la Asociación Pontificia Ayuda a la Iglesia Necesitada, a la que atendió solícitamente como Notario durante años, hasta su jubilación.

Por otra parte, don Juan fue una persona muy constructiva. Creó con María Teresa Regí Ribas una estupenda familia, por la que se desvivió hasta el final. Fundó asociaciones y revistas, y publicó una serie de escritos sorprendente, tanto por la cantidad como por la calidad.

Profesionalmente, escaló varias cimas: en la notaría, en dos reales Academias, en el mundo de la investigación filosófico-jurídica. No obstante, su trato fue siempre sencillo, respetuoso, discreto al máximo.

En tercer lugar, hemos de aplicar este ejemplo a nuestra vida y prepararnos, así, para una santa muerte. La muerte es el momento más solemne de nuestra vida, pues en él sellamos para siempre nuestra voluntad de ser amigos del Señor. La fe nos hace ver y vivir la muerte de una manera singular. Dejamos de verla como el final catastrófico de la vida para considerarla como el gozoso encuentro con el Señor que viene a buscarnos, como dijo la joven Teresa de Lisieux en sus últimos momentos. La muerte cobra así un sentido muy positivo. Aunque signifique un trauma duro y amargo, se convierte en un trauma de crecimiento. Pues Jesús no nos redimió del dolor y de la muerte, pero sí del sinsentido de la muerte y del dolor. Al morir cristianamente, llenamos la vida de sentido hasta los bordes, y podemos decir, bien confiados, con la Liturgia: “Es preciosa a los ojos del Señor la muerte de sus santos”.

Alfonso LÓPEZ QUINTÁS