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Número 497-498

Serie XLIX

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El iusnaturalismo de Juan Vallet

 

1. Un hombre clásico

Los hombres clásicos, aquellos que nos legaron lo mejor y más grande de nuestro patrimonio cultural, fueron todos —teólogos, filósofos, juristas o poetas— hombres ubicados.

Ubicados con respecto a la peculiar naturaleza de la criatura humana, es decir, en sus relaciones fundamentales con Dios, con los otros hombres, con las sociedades humanas, con los animales, los vegetales y las cosas inani madas.

"Todo en su medida y armoniosamente" y "recuerda tu condición de mortal respecto a los inmortales" son apotegmas que acuñados en la antigua Grecia conservan su valor para todos los hombres de todos los tiempos. Para todos los hombres que tengan la docilidad suficiente para recibir esa herencia tantas veces secular, que tengan la inteligencia para entenderla y que quieran transitar el camino de su vida a partir del lugar que les corresponde.

Sin embargo, en estos tiempos se multiplican los hombres que desprecian el legado clásico y "el número de los necios es infinito". Hombres emborrachados por el poder, el dinero o la técnica quienes en forma cotidiana reiteran el pecado de Adán: pretenden erigirse en absoluto, olvidan su condición y sus límites, quieren endiosarse enfrentados a Dios.

Hombres que intentan determinar desde sí mismos y por sí mismos lo que es bueno y lo que es malo, lo justo y lo injusto. Hombres cuyo intento termina signado por la angustia que preside su itinerario entre la nada inicial y la nada final; hombres para quienes los otros son "el infierno", hombres encerrados en su individualismo y su egoísmo que sirven para atomizar las sociedades y para degradar sus relaciones con los animales, los vegetales y las cosas inanimadas, pues renuncian a su vocación de señorío para tiranizar y explotar, para transformarse de jardineros en piratas.

Ante tanto desvarío que devasta hoy nuestro planeta aparecen algunas voces que claman en el desierto, que ya no es un desierto físico, sino un desierto urbano conformado por multitudes amontonadas y a la vez solitarias, uniformadas pero no unidas.

Una de esas voces es la de nuestro amigo Juan Vallet de Goytisolo, un hombre clásico.

Y la prueba del clasicismo de Vallet se puede encontrar a lo largo de su extensa obra, pero como este trabajo tiene también sus límites, sólo haremos referencia a unos de sus estudios, en el cual recurre al mito de furo para "iluminar el drama del hombre de hoy, en su intento de alcanzar el conocimiento total universal y singular, pleno y absoluto de lo justo".

Ese drama surge del olvido de la herencia de los clásicos. La peculiar naturaleza de la criatura humana le abre múltiples posibilidades que se actualizan con el ejercicio de su inteligencia y de su razón. El hombre parte de la experiencia sensible, pero es capaz de trascenderla, y mediante la abstracción llegar al conocimiento de los universales. Pero esa inteligencia razonadora tiene sus límites. Límites que si son reconocidos contribuyen a la ubicación del hombre que se—abre al misterio, pues, como señala el poeta argentino Rafael Jijena Sánchez, "la razón razona que hay razones superiores a la razón". Límites en cuya consideración también hay que tener en cuenta las consecuencias del pecado original que afectan a la naturaleza y a las facultades del hombre. Es verdad que lo último lo conocemos por la Revelación, pero también es cierto que los clásicos paganos intuyeron el problema y trataron de darle una explicación (por ejemplo, aquella que aparece en el El político o del reinado, de Platón, con las épocas de Cronos y de Zeus).

En el tema concreto del conocimiento de lo justo, el drama oscila entre la renuncia a esas posibilidades de conocimiento universal que genera los historicismos y sociologismos y el olvido de los límites de ese conocimiento que genera los subjetivismos divorciados de Dios, de la naturaleza y de la historia.

Vallet nos ilustra el drama actualizando el mito: Dédalo conocía los límites de su hijo Ícaro y le aconsejó que siguiera la vía media: "Si rozas las olas del mar, ellas te impedirán el vuelo; si te remontas hacia el cielo azul, el fuego quemará tus alas."

Los positivismos de tipo historicista o sociologista se encuentran simbolizados por el vuelo demasiado bajo que moja sus alas en el río que siempre fluye de la historia o de la sociedad, del que ya no puede remontarse.

La desmesura de los subjetivismos se encuentra representada por el vuelo impetuoso, soberbio, de un Ícaro que desconoce sus límites y no escucha con docilidad los consejos paternos: remonta el vuelo, el sol derrite sus alas de cera, cae y muere.

 

2. Un hombre arraigado

Los hombres vitales son hombres con raíces. Esas raíces los unen con Dios, con los otros hombres, con las sociedades humanas, con los animales, los vegetales y las cosas inanimadas. Esas raíces los vivifican.

Las raíces con Dios se manifiestan a través de la religión. El hombre es una criatura que debe y puede tener conciencia de su creaturidad. De allí el deber moral que tiene de establecer vínculos con su Creador y de rendirle el culto de adoración porque es Principio absoluto de ser y de gobierno.

Las raíces con los otros hombres se manifiestan a través de la práctica de las virtudes sociales, en especial de las virtudes unitivas, la afabilidad, la amistad y en el orden sobrenatural la caridad.

Las raíces con las sociedades humanas se anudan desde los círculos más próximos hacia los más lejanos; comienzan por la familia, continúan en las pequeñas comunidades territoriales, profesionales, culturales, etc., para insertarse en forma ordenada en las sociedades mayores. Esto es lo natural, pues, como ya advirtió Aristóteles en sus viajes: "Todo hombre es para todo hombre algo familiar y querido."

Pero estas raíces sociales no se agotan en un fugaz presente, sino que se extienden hacia el pasado y hacia el futuro, pues las sociedades muchas veces permanecen a pesar del cambio de generaciones.

Las raíces con lo infrahumano se anudan cuando el hombre cultiva un lugar, construye o inventa algo como continuando la obra de Dios, se siente responsable de un animal domesticado, o de un árbol, o de una rosa o de un jardín.

Sin embargo, un signo de nuestro tiempo es el desarraigo, la ruptura de las raíces y como consecuencia la desvitalización que afecta como una plaga a tantos contemporáneos, vaciados por dentro, heterodirigidos como si fueran robots.

La ruptura de las raíces con Dios tiene como resultado la "apatridia religiosa que desarraiga al hombre de un orden eterno". El hombre pierde toda referencia al centro divino, se queda sin el Arquetipo que le sirve de modelo y lo invita a la perfección, prueba la amargura de una orfandad elegida.

La ruptura de los vínculos con los otros hombres conduce a la desaparición del prójimo, a la crisis de la amistad, a la soledad en medio de la multitud, a la aparición del "hombre lobo del hombre".

La ruptura de los vínculos con las sociedades humanas promueve su desintegración, que comienza con un renegar de los lazos con el pasado, única base sólida para construir un futuro mejor, y continúa con la disolución de los grupos infrapolíticos, en primer lugar, la familia, creando un vacío social que facilita el desarrollo del Estado totalitario.

Finalmente, la ruptura de las raíces con lo infrahumano genera los "nuevos nómades", la civilización de lo fungible, del "úselo y tírelo", el alejamiento de la tierra y de la vida vegetal, animal y humana que en ella se enraíza y el desastre ecológico.

Ante tanta ruptura se alzan voces que recuerdan a los hombres la necesidad imperiosa de volver a establecer los vínculos perdidos, de "crear lazos", en la expresión de Saint-Exupéry.

Y aquí Juan Vallet aparece no sólo como un abogado de los vínculos perdidos, sino como un ejemplo de un hombre que vive a partir de sus raíces.

Raíces con Dios, siempre presente como Alfa y Omega, Principio y Fin en la obra de nuestro amigo, raíces con sus "próximos", su familia, sus amigos que se extienden a lo largo y lo ancho del orbe, lejos, tal vez, muchos en una consideración física, pero muy unidos en un común sentir y en un común pensar, su Patria, a la que sirvió y sirve, la que le dolió y hoy particularmente le duele.

Raíces con el pasado, con la tradición cultural griega, romana e hispánica.

Raíces con una profesión ejercida con inteligencia y honestidad, con vocación de servicio, con tantos colegas de quienes ha ganado el aprecio, el respeto y la amistad.

Raíces con la tierra "soberanamente justa" y con todo ese patrimonio natural y cultural necesario para la vida humana que hoy se encuentra en peligro.

 

3. Un hombre cristiano

Juan Vallet es un cristiano cabal. Por tradición y por convicción pertenece a la Iglesia Católica, Apostólica y Romana y es un miembro vivo de la misma.

Como cristiano cabal sabe que esa Iglesia tiene una tradición de muchos siglos de la cual somos herederos y depositarios sin ningún derecho a despreciar o dilapidar. Tradición que entronca con la Ley antigua, se apoya en la Buena Nueva y es enriquecida por el aporte de los doctores y las doctoras de la Iglesia, de Pontífices y grandes teólogos. Un patrimonio de belleza, verdad y santidad.

Como cristiano culto conoce la concordancia entre el derecho natural y la revelación, conformidad que destaca el Papa Pío XII el 1 de junio de 1941: "Los dictámenes del derecho natural y las verdades de la revelación nacen, por diversa vía, como dos arroyos de agua no contrarios, sino concordes, de la misma fuente divina".

Como cristiano responsable sufre con los errores que pululan en estos tiempos. Errores que se traducen no sólo en la renovación del naturalismo que niega o reduce al ámbito privado la presencia de lo sobrenatural, sino también en ciertos sobrenaturalismos que intentan edificar lo sobrenatural prescindiendo o en oposición a lo natural, ignorando que, como enseña Santo Tomás, "la gracia perfecciona a la naturaleza sin destruirla" (Suma Teológica, 1,q.1 a.8 ad.2).

La más acabada expresión del último error apareció a la luz durante este año en Argentina con el Libelo contra natura, de Eduardo Manuel Solari.

"Libelo" o sea, "escrito en el que se denigra o infama a personas o cosas", según el Diccionario de la Real Academia.

¿A quién se denigra o infama? A la naturaleza reducida a una ordenación de bestias para oponerle después el cristianismo, regla de conductas individuales.

Y no exageramos nada; como botón de muestra vaya la referencia a la ley que gobierna el ámbito político: "Lo político está dentro del orden natural. Es el plano de la convivencia humana y, por tanto, se rige por las leyes que rigen el Universo, por la ley de la selva."

Tal vez Solari ignore que ya el antiguo Hesíodo —de quien se ocupó Vallet en su artículo "Derecho y fuerza" (ABC 26-6-84)— distingue entre el "nomos" de los animales regidos por la ley de "Bía", la fuerza, y el "nomos" de los hombres, quienes en virtud de su peculiar naturaleza están llamados a regirse por la justicia, aunque, de hecho, a veces no lo hagan y se animalicen.

Más grave es que ignore la verdad ínsita en la tradición cristiana. Esa verdad que hace afirmar a Tertuliano que el alma humana es "naturalmente cristiana", que aparece en San Pablo cuando habla de la ley natural conocida por los gentiles "guiados por su razón natural" (Epístola a los Romanos, 2,14) o cuando previene: "¡No os engañéis!... ni los afeminados ni los homosexuales… heredarán el reino de Dios" (Epístola a los Corintios, 6,9).

Esa verdad respeta a la naturaleza y la complementa y plenifica con la sobrenaturaleza, pues como escribe Gilson: "Aunque el Dios viviente de la Teología sea infinitamente más que el 'Autor de la Naturaleza', es, al menos, esto... El Dios de la Teología siempre aboga por la Naturaleza; el Dios del teologismo prefiere de ordinario abolirla".

En la obra de Vallet siempre brilla la armonía entre lo natural y lo sobrenatural. No pretende extender las exigencias evangélicas más allá de lo preceptuado por Cristo, negando que de las premisas de la Revelación se pueda deducir el derecho, a la vez que critica la visión cosmogénica de Teilhard de Chardin que disuelve el orden natural en el seno de la evolución.

 

4. Un hombre perseverante

Siempre existieron los hombres veletas y los hombres mojones; pero en estos tiempos signados para su desgracia por la velocidad, los continuos cambios y la agitación permanente, se destacan más y mejor los perfiles de ambas categorías.

El hombre veleta, siempre atento a la renovación y al cambio, es una renovada versión de los "borregos de la historia". Se preocupa por las encuestas, por la previsión de los eventos futuros, para no quedar nunca descolocado. Cambia al compás de los regímenes políticos, de los gobiernos, de las modas, de los gustos. Su compromiso siempre es provisorio, precario. Su pluma, que evita abordar los temas fundamentales donde no caben medias tintas, se alquila porque es mercenaria.

El hombre mojón, en cambio, es un hombre con raíces y principios. Desde allí escruta los "signos de los tiempos" y discrimina lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto. La ley natural y la tradición histórica son sus grandes cartabones. Le preocupa el futuro porque no es imparcial ante el bien o el mal que se encarnará en la vida. Es independiente de los vaivenes de la política, de las modas y los gustos. Su compromiso es permanente, definitivo. Su palabra es "sí, sí, no, no".

Juan Vallet es un hombre mojón, es un punto de referencia que permanece firme a pesar de los cambios, de las novedades, de los avatares de la existencia. Unas palabras de Saint-Exupéry expresan en forma poética la radiografía de nuestro amigo: "Permanente como la roda de un navío que a pesar de la demencia del mar retorna inexorable a su estrella" (Citadelle, LXX).

A Vallet le interesa la verdad. Ama las profundidades. Busca los cimientos, oscuros y sólidos. No le interesa la originalidad, no es ningún exquisito del lenguaje ni un picaflor de la inteligencia. No le interesa deslumbrar al lector ni al oyente.

No le interesa la novedad por la novedad, pero sí la actualidad: para analizarla y juzgarla, para asumir sus aspectos positivos, para enriquecer la tradición, porque el homenajeado es un hombre vigoroso y no una momia.

Vallet es un ejemplo de firmeza y de perseverancia. Años y años de transitar por el mismo camino, de sembrar y sembrar, de insistir "a tiempo y destiempo", de machacar en lo elemental y en lo fundamental, de contribuir a la formación y a la información de tanta gente.

 

5. El tema de la naturaleza

No se puede hablar de derecho natural, sin una previa indagación del tema de la naturaleza y del tema del derecho.

Juan Vallet aborda estos temas desde su perspectiva de jurista práctico, de hombre experto en justicia, poseedor de una rica y larga experiencia. No hay, pues, en él ningún filosofismo, ningún abuso de abstracciones divorciadas de lo real.

Como no tiene "complejo de descubridor", no reniega de la tradición y en ella encuentra guía y ayuda.

Su gran maestro en la materia es Santo Tomás de Aquino. Pero no es un Santo Tomás "exclusivista", sino integrado con aquellos que le preceden y aquellos que le suceden. Así, entre los primeros, aparecen Aristóteles, Cicerón, San Agustín, San Isidoro de Sevilla... y, entre los segundos, Vitoria, Soto, Molina, Suárez..., añadiendo una veta complementaria muy interesante Mieres, Vico, Durán y Bas, Joaquín Costa, Pía y Deniel...

El concepto de naturaleza que utiliza Vallet es el de los clásicos, un concepto amplio y comprensivo, dinámico, teleológico, el único que por su sentido debe tener cabida en el ámbito moral y jurídico.

Así, afirma que "no podemos reducir la naturaleza a un concepto material y estático. Hay que ver la naturaleza viva... y en ella, la naturaleza humana situada en este mundo... Lo justo no puede deducirse sólo de las puras causas materiales y eficientes, sino también de las causas formales y, especialmente, de las finales. El hombre ha sido creado por Dios y dotado de un alma inmortal destinada a la vida eterna, a salvarse. Todos somos iguales en esencia, aunque la naturaleza nos enseña que somos, y que es bueno y hasta necesario que así sea, diferentes en circunstancias y accidentes".

"Dios hizo al hombre rey de su creación. Puede, por tanto, el hombre utilizar, ordenar y mejorar la naturaleza, pero no puede desconocerla ni sustraerse a ella, es decir, obrar como si estuviera en el vacío. La fórmula básica ars addita naturae expresa claramente esta posición, que las tendencias revolucionarias desprecian, pretendiendo cambiarla total y radicalmente, construyendo un mundo artificial. ¡Vano sueño o segura catástrofe!".

Esta naturaleza humana debemos observarla con atención en el orden social y político, en el cual "hay instituciones corruptoras, que dan malos resultados materiales y morales y hay instituciones fructíferas socialmente para el bien espiritual y temporal de los pueblos".

Y como esos resultados a veces no se producen inmediatamente es necesaria una perspectiva histórica que permita aprender de anteriores experiencias propias y de experiencias ajenas, porque es muy probable que similares causas produzcan parecidos efectos.

 

6. El tema del derecho

Pero como el adjetivo natural aparece unido al sustantivo derecho, es preciso también indagar en el sentido del último.

El derecho, en primer lugar, es para Vallet lo que era para sus maestros: la cosa justa, lo justo y, aplicando la misma palabra a su conocimiento, es el arte con el que se discierne lo que es justo; y por extensión la sentencia que lo reconoce.

La ley no es derecho, sino cierta razón del derecho, ya que es una regla y las reglas no se confunden con el ius, sino que deben traslucirlo. Pero por extensión se puede llamar derecho a la ley "en cuanto sea justa".

Otra extensión analógica, dentro de la escuela, "la añadiría el jesuita Francisco Suárez, intentando asimilarla de la escolástica franciscana a la tomista, como la facultad moral que cada cual tiene, ya sea sobre la cosa suya o a la cosa que le es debida".

Y agrega Vallet que las extensiones "del concepto genuino del derecho, como lo justo, no son sino aplicaciones suyas:

        al arte que lo discierne;
        a la sentencia que lo reconoce;
        a la ley justa, asimismo aplicable a las costumbres justas...
       y a la facultad sobre lo que es de cada uno o, bien, a lo que le es debido. Con lo cual tenemos prefigurado el concepto moderno de derecho subjetivo —real y personal—, aunque circunscrito por el requisito de corresponder a lo que justamente sea suyo o le sea debido".

 

7. El tema del derecho natural

Numerosos trabajos dedica Vallet al derecho natural. Son elaboraciones pacientes, progresivas, sólidas, en las que machaca e insiste en los conceptos fundamentales.

Entre esos trabajos se destacan el libro En torno al derecho natural (Organización Sala Editorial, 1973), que abarca los siguientes estudios: "El orden natural y el derecho" (amplía el ya publicado en la revista Verbo núms. 53-54); "Controversia en torno al derecho natural"; "¿Puede discernirse el orden natural y con qué alcance? ¿Qué incidencia en él tiene la acción del hombre?"; "De la virtud de la justicia a lo justo jurídico" y "La percepción sensorial y las fuentes del derecho"; y los artículos: "Las fuentes del derecho según Santo Tomás de Aquino" (Anuario de Derecho Foral I, Pamplona, 1975); "Observaciones en torno a la concepción del derecho natural en Santo Tomás de Aquino" (Anales de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, núm. 3, Madrid, 1975); "La ley natural según Santo Tomás de Aquino", en Verbo núms. 135-136; "La indisolubilidad del matrimonio según el derecho natural", en la misma revista, núms. 163-164, y también en esa publicación un reciente estudio, "Introducción al derecho y a los derechos humanos" (núms. 259-260).

También cabe destacar "El derecho natural como arte jurídico", que es su contribución a la obra El derecho natural hispánico (Ed. Escelicer, Madrid, 1973), y el capítulo "Propiedad y justicia a la luz de Santo Tomás de Aquino", integrante de su obra Estudios sobre el derecho de cosas (Ed. Montecorvo, Madrid, 1975).

Cabe aclarar que esta enumeración es simplemente enunciativa y no pretende agotar todo el aporte de Juan Vallet al tema, ya que en otros estudios suyos encontramos muchas e importantes contribuciones al esclarecimiento del tema. Hemos elegido lo más específico y lo más saliente.

Las elaboraciones de Vallet, hombre clásico y con múltiples raíces, parten del reconocimiento de la existencia de un orden natural objetivo, establecido por Dios, que el hombre recibe y discierne en sus grandes líneas.

Este punto de partida lo enfrenta con el subjetivismo tan difundido en estos tiempos que erige al hombre de espaldas al universo como centro del mundo, como suprema medida de la realidad. Por eso escribe que "es perfectamente explicable que cuando un hombre deja de creer en la existencia, o en la cognoscibilidad de un orden coherente en la naturaleza, busca la coherencia en su propio pensamiento".

Esto repercute en la doctrina jurídica moderna, que al igual que el hombre desarraigado, vaga a la deriva, pues también ha perdido su quicio; es que "el derecho queda seccionado de sus raíces en el orden divino y de su reflejo en el orden natural, y con ello de continuo a la deriva de los impulsos pujantes de la fuerza sea del poder o de la revolución".

Aquí también urge restaurar los vínculos, recuperar el quicio, recurrir a la "fuente ontológica" del derecho natural trasunto de la ley eterna que establece el orden de la creación, pues el universo manifiesta un gobierno, se expresa a través del orden y no del caos.

De ese orden participan todas las criaturas, pero de diverso modo según su peculiar naturaleza.

La participación del hombre es mediante su inteligencia capaz de discernir, su libre albedrío, capaz de ponerlo en obra en forma libre y responsable. Esto es lo específicamente humano; en el resto del orden su participación es común con la de las otras criaturas.

Ese es el orden al cual debemos interrogar si queremos obtener respuestas objetivas para encarar los grandes problemas humanos; como señala Vallet "es el orden ínsito por Dios en su obra creadora. No lo conocemos en su totalidad... Lo estamos descubriendo siempre y, a veces, olvidándolo. Pero sí Io conocemos en lo indispensable para regular el orden provisorio de este mundo; distinguiendo lo universal y lo particular, lo que permanece y lo que cambia, el ser y el devenir, lo sustancial y lo accidental".

Este es el único remedio para no caer en el voluntarismo y para conservar la cordura como ya lo expresa el clásico texto de Cicerón: "Si el derecho se fundara en la voluntad de los pueblos, en los decretos de los príncipes o en las sentencias de los jueces, entonces sería derecho el latrocinio, derecho el adulterio, derecho la confección de testamentos falsos, con tal que estos actos recibieran los sufragios o la aprobación de la masa. Pues si tanto poder tiene la opinión o la voluntad de los insensatos, como para poder, por sus votos, transformar la naturaleza de las cosas, ¿por qué no habrían de decidir que lo malo y lo dañino se tuviera por bueno y saludable? O ¿por qué aun, ya que la ley podría crear el derecho de la injusticia, no podría crear el bien con aquello que es mal? En cuanto a nosotros, no es imposible distinguir la ley buena de la mala de otro modo que con la naturaleza como norma... pensar que todo esto se funda en la opinión y no en la naturaleza, es propio de un demente" (De Legibus, 16,44).

El texto de Cicerón también sirve para iluminar el tema del derecho natural en su primer sentido: el de lo justo natural. Allí las leyes, los decretos o las sentencias no determinan lo que es justo, sino sólo lo manifiestan porque la determinación, la respuesta, es previa, dada por la naturaleza.

Ahora bien, ¿cómo se discierne lo justo natural? El discernimiento arranca de la sindéresis, el hábito de los primeros principios prácticos que permite captar lo bueno y distinguirlo de lo malo. Es el conocimiento proporcionado por la ley natural que, según Vallet, "se realiza en dos planos paralelos que podemos representar como superpuestos: el de las normas o reglas o leyes en sentido lato, que nos ayudan a determinar lo que es justo; y en el del juicio concreto acerca de lo que es justo".

"El primer plano, que proyecta su luz al segundo, es el de la ley natural".

"El segundo es, propiamente, el de la realización del derecho natural, para la determinación de la ipsa res iustam, mediante el arte qua cognoscitur quid sit iustum, es decir, el derecho natural como método y como arte".

 

8. La ley natural

Vallet estudia en forma prolija y detallada el tema de la ley natural, cuyos primeros preceptos o preceptos de primer grado se conocen por la sindéresis considerando a las cosas absolutamente en sí mismas.

Esos primeros preceptos son paralelos a las primeras inclinaciones naturales. Todas ellas, incluso las concupiscibles e irascibles, pertenecen a la ley natural por estar sujetas a la razón.

Los segundos preceptos son obtenidos mediante la razón humana por vía de conclusión y considerando a la cosa en relación con sus consecuencias.

Aquí Vallet aclara que "si bien aquello que es natural considerada la cosa en sí misma sin duda predetermina, en cierto modo, las conclusiones ulteriores, sin embargo, dada la racionalidad y conformidad de lo deducido de sus consecuencias, esto se le sobreañade... En este aspecto estos preceptos secundarios se superponen a los primarios. Así, v. gr., el coito entre varón y mujer es justo, y es injusta la homosexualidad, considerando la cosa en sí misma; y esto predetermina que, aun en relación con sus consecuencias, no puedan considerarse lícitos los coitos si no son entre seres de sexos distintos. En cambio, ese segundo examen de la cosa en relación a sus consecuencias, impone la exclusión de la licitud —mayor o menor según las circunstancias— fuera del matrimonio de esos coitos intersexuales".

Las conclusiones remotas o preceptos de tercer grado requieren una amplia consideración de los sabios y los prudentes, son mudables y conviene que sean recogidos por la ley humana.

La ley natural es fundamentalmente una ley moral que excede y desborda el ámbito jurídico; es por eso que algunos hablan de "ley natural jurídica" o, tomando el derecho en sentido derivado, de "derecho natural normativo", con el objeto de precisar más sus contornos.

Vallet, tomando como criterio el de la justicia general ordenada al bien común político, señala las exclusiones de ciertas exigencias de la ley natural respecto a un orden jurídico concreto:

― "unos preceptos de la ley natural no son jurídicos porque no se refieren a la justicia;
― otros aun refiriéndose a la justicia, no afectan inmediatamente al bien común humano; y
― otros que, aun refiriéndose al bien común humano, ese mismo bien requiere que no se impongan jurídicamente para no impedir otros mayores bienes o no producir un mayor mal".

 

9. El derecho natural como arte

El derecho como la medicina constituyen conocimientos prácticos cuya finalidad es influir sobre la realidad; el primero, para protegerla contra las inclemencias del entuerto; la segunda, para auxiliarla contra los ataques de la enfermedad.

Es entonces el momento de esa acepción derivada pero importante, cuyo papel destaca en forma reiterada Juan Vallet: el derecho como arte, como conocimiento de las cosas divinas y humanas, ciencia de lo justo y lo injusto, según el legado de los romanos.

Así, el derecho natural aparece como arte jurídico, como un medio para la búsqueda de lo justo, de las soluciones justas.

El derecho natural así entendido "debe ser repensado sin cesar conforme a los hechos sociales... requiere una continua búsqueda... Lo que sea más adecuado a la situación o al caso contemplado debe ser objeto de una lectura que recoja las conclusiones resultantes de la incidencia en el mismo orden natural. Otras veces, ese orden requiere unas determinaciones que, dentro de ciertos límites, fijen lo que será justo... Y ese mismo orden que el derecho natural trata de captar y defender, a la vez, reclama que estas determinaciones y aquellas conclusiones sean efectuadas por aquellas personas a quien competa".

Y aquí es necesario un breve análisis del tema de las "lecturas" del orden natural que puede servir para iluminar el tema que, por lo general, se aborda bajo el título de "fuentes del derecho" o "fuentes formales o materiales de producción jurídica".

La principal de esas fuentes, y para algunos la única, es hoy la ley. Pero la misma ley puede entenderse de dos maneras totalmente distintas: en sentido clásico o en sentido voluntarista.

Para los clásicos, ley es lectura, el legislar es legere. Es por eso que las Partidas la definen como "leyenda en que yace enseñamiento", pues viene del latín legere, leer, que tiene igual raíz que el griego logos, que descubre y dice la verdad de lo que es.

Para el voluntarismo nominalista, en cambio, el derecho queda divorcia- do del orden natural y el legislar se convierte en un facere, en un velle, en un producto de la voluntad del Príncipe o del pueblo. Como señala Vallet, el Estado transforma en derecho todo cuanto dispone, como el rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba.

Pero, además, para el pensamiento clásico que reconoce la importancia del pluralismo social y del principio de subsidiariedad, el legislador no es el único "lector". También efectúan sus lecturas las diversas autoridades socia- les en la órbita de su competencia y formulan conclusiones y determinaciones, pues como bien afirma Santi Romano "existen tantos ordenamientos jurídicos como instituciones".

Y como agrega Vallet, "también el pueblo, guiado por sus juristas, en forma de costumbres locales, comarcales o generales, debe poder hacer también sus lecturas, formular conclusiones y efectuar determinaciones, que el legislador debe respetar en cuanto no sean contrarias a la moral o al bien común... En fin, los jueces y los tribunales de justicia deben realizar sus lecturas de lo justo, para administrar justicia en el caso contemplado en concreto, pero circunscritas a la más estricta solución de éste".

 

10. Un ejemplo de armonía: el derecho foral

En estos tiempos, en los que para desgracia de los hombres concretos, se encuentran en auge el positivismo jurídico, en especial en su versión legalista-normativista —reducción del derecho a la norma y de ésta a la ley positiva dictada por los órganos públicos correspondientes— y eI Estado totalitario, con sus diversos disfraces democratistas —populares o no—, Vallet nos propone un modelo distinto, abierto al orden natural que tiene a Dios por autor, a la tradición histórica, celoso defensor de las libertades concretas y de las legítimas autonomías de los grupos sociales: el derecho foral.

Escribe que ese derecho "tuvo una clara visión de un orden natural, en el cual Dios puso al hombre como señor, encuadrado en la familia y en las comunidades menores y mayores donde le concedió nacer, y tuvo una amplia visión espacial y temporal al enlazar las libertades civiles y políticas, de modo inseparable, y al mirar a la familia en su terruño de un modo dinámico, contemplando el relevo de las sucesivas generaciones con previsión de todos sus problemas y dificultades".

Pero, además, el derecho foral es un arquetipo de una concepción plural, armónica, de las fuentes de producción jurídica y su riqueza y amplitud contrastan con la pobreza y cerrazón de los esquemas modernos.

Así lo describe Vallet, con detalle y enjundia: "Nuestro derecho foral, en toda su historia, mientras es derecho vivo, completa armoniosamente sus medios de percepción jurídica. El derecho se vive táctilmente, se oye y se lee. En efecto: el orden de la naturaleza, la conducta que debe seguirse para pervivir en contacto con ella, llega por una fuente táctil, que se percibe y siente con todos los sentidos, con todo el ser en contacto con la realidad... Los usos y costumbres se viven y, además, se enseñan oralmente, transmitiéndose de ese modo de generación en generación... Y la ley escrita impone límites, fija mojones, hace de pretil, que impide todo desvío del orden necesario y establece las 'determinaciones' que el mismo orden de las cosas exige (edades, plazos, cuantías, distancias). La jurisprudencia y la doctrina enseñan a razonar y relacionar unas percepciones con otras, unas fuentes con las demás".

 

11. El matrimonio indisoluble y el derecho natural

Pero Vallet no reduce sus preocupaciones a una exposición teórica de los principios o a recuerdos de mejores tiempos pretéritos. El derecho natural no es para él arqueología jurídica. Es, en cambio, la clave para el verdadero progreso, que como enseña el modelo de los romanos no puede desvincularse de la tradición. El derecho natural sirve de guía hoy como ayer a la obra bien hecha, duradera, sólida, benéfica para el hombre y para la sociedad, beneficios que en especial en el caso de esta última deben estimarse a largo plazo.

Y también el derecho natural sirve hoy para fundamentar la crítica a tantos desvaríos que circulan en los ambientes jurídicos: la pérdida del sentido de la objetividad, la borrachera de los derechos subjetivos fuera de su quicio, la confusión de las aspiraciones con los derechos, el olvido del carácter de "todo", de orden, relacional o accidental, pero de "todo" al fin que tienen las sociedades y de la inserción en ellas del hombre como "parte"; "parte" que es una persona y que no desaparece en ese "todo", pero que se realiza con él y a través de él.

Vallet no duda en utilizar el derecho natural como arte y enfrenta con la serenidad y ecuanimidad de los juristas clásicos las cuestiones que presenta la actualidad jurídica: sociedad de masas, tecnocracia, descolonización, pro- piedad, familia, aborto, ideologías, etc.

Entre ellas, glosaremos su trabajo relativo al matrimonio y su indisolubilidad a la luz del derecho natural.

La primera parte del estudio se refiere a los argumentos invocados a favor del divorcio y la segunda consiste en un enfoque del tema de la indisolubilidad a la luz del derecho natural.

Un argumento parte del derecho subjetivo a la libertad religiosa extendido al ámbito de la moral social. La Iglesia no debería intervenir en el ámbito de la organización familiar y el Estado no podría imponer a todo el pueblo obligaciones ajustadas a las creencias de los católicos. Incluso algunos invocan argumentos históricos de "tolerancia" de situaciones irregulares.

Respecto a lo primero Vallet recuerda que la libertad religiosa se encuentra limitada por la "ley moral" y las "exigencias del bien común" y que el deber de salvaguardar el "orden moral objetivo" y de "promover el bien común constituyen la finalidad primordial de la autoridad civil, al cumplimiento de la cual no debe disuadirle la Iglesia, sino estimularle".

Con relación a lo segundo, aclara que "no se discierne suficientemente entre el contenido de la institución y la tolerancia de situaciones de hecho no consideradas como matrimonios verdaderos (concubinato, barraganía)... junto a esa tolerancia se mantenían las cualidades esenciales de la propia institución conyugal, mientras hoy se propugna su debilitamiento.., por lo tanto... legalizar el divorcio no sería un mero tolerar un mal social si con ello se degrada la institución del matrimonio y se contribuye a la disolución de las costumbres".

Este es el centro del problema y no hay que engañarse a pesar que abundan los ciegos que no quieren ver y los sordos que no quieren oír. El papel de la autoridad política es promover el bien común, uno de cuyos capítulos fundamentales es la vida buena de la multitud. Mediante la palabra y el ejemplo debe inducir a la virtud y tolerar el mal para evitar mayores males o para conseguir algún bien.

Pero aquí no se trata de tolerar el mal, sino de inducir a obrar mal. Un ejemplo en nuestra Argentina doliente es muy claro: ante la amenaza del SIDA el Gobierno decide prevenir a la población. ¿Qué debería haber hecho? Además de ciertas recomendaciones técnico-higiénicas para evitar contagios por medio de agujas y transfusiones, inducir a practicar la templanza y a tener relaciones sexuales exclusivamente en el matrimonio. ¿Qué hizo? Recomendar tener relaciones sexuales sólo con gente conocida y usar preservativos; y ¿qué proyecta hacer en su segunda y costosa campaña SIDA es VIDA pagada por todos los contribuyentes? Recomendar la venta de "preservativos en los supermercados y que las mujeres los lleven en sus carteras (para cuando el hombre se olvida)" (La Nación, 20-3-1988). ¿Alguna consideración moral? ¿Alguna referencia a los frenos interiores? Ninguna. Todo se agota en una visión técnica y deshumanizada.

Volviendo a los argumentos divorcistas, Vallet analiza otro de raíz individualista, pero "característico no sólo de los países liberales, sino también de las socialdemocracias, que conjugan un intervencionismo económico creciente con un liberalismo desenfrenado en las costumbres".

Ellos propondrán un "nuevo modelo de familia basado en la provisionalidad y en su revocabilidad, que inevitablemente minará, desde su formación, la solidez del núcleo familiar, debilitándolo gravemente". Lo patológico será considerado normal, y como expresa el diputado argentino Jaroslavsky: "Impedir un nuevo casamiento es antinatural. Creo que de tal modo se atenta contra la familia, núcleo básico de la sociedad". Lo que sucede es que el diputado cree que la naturaleza depende de su voluntad. Y actualizando lo dicho por Cicerón en el texto ya citado, nos viene a la memoria la frase de Chesterton: "La razón del loco está de acuerdo con ella misma, pero está en desacuerdo con la realidad." Tal vez sea el caso del representante radical.

El tercer argumento es sociologista: los hechos mandan y ellos nos indican "que la familia debe democratizarse y que esto es incompatible con una vinculación perpetua, pues requiere continua confrontación de opiniones, criterios y actitudes".

En la segunda parte de su estudio Vallet se dedica a buscar lo justo natural en la materia y para ello "examina en forma comparativa las cosas en relación a sus consecuencias".

Sigue a Santo Tomás de Aquino, quien enseña que la comunicación intersexual "es natural a los animales"; que "el macho se acomoda a la hembra para engendrar de ella" y "que los padres deben alimentar y educar a los hijos". Todo esto es válido para el hombre, concretizado de acuerdo a su naturaleza específica y entonces tenemos al matrimonio ordenado a la procreación y educación de los hijos y al bien de los cónyuges.

La crianza, educación y formación de los hijos se extiende en el tiempo. Y la relación paterno-filial en esta tierra sólo concluye con la muerte. Según Santo Tomás de Aquino, es natural que los padres atesoren para los hijos y que los hijos hereden a los padres, y, como comenta Vallet, "no se refiere sólo al patrimonio económico ni a cosas materiales, sino también, y principalmente, a aquel acopio de experiencias y conocimientos de todo orden que por tradición se transmiten y que siempre hicieron especialmente valioso el consejo de los ancianos".

Pero incluso la unión de los cónyuges no termina sino con la muerte, existan o no hijos. Deben continuar en las dificultades, en el dolor, en el sacrificio, en la hora de la declinación física o mental... Pero para ello hace falta ese amor verdadero que se cultiva y se cuida todos los días, ese amor paciente y sosegado, comprensivo y fiel. Ese amor que tanto escasea en este mundo contemporáneo de egoísmos yuxtapuestos y al que alude con su prosa poética Saint-Exupéry: "El amor verdadero no se gasta. Más da, más queda. Y si vas a extraerlo a la fuente verdadera, más tú sacas, más generosa es" (Citadelle, CXXIII).

Finalmente, Vallet hace un análisis de las consecuencias tremendas de disolución social que el divorcio produce en nuestra época para concluir afirmando que "las sencillas pero claras y certeras observaciones de Santo Tomás de Aquino acerca de la indisolubilidad del matrimonio, a la luz del método del derecho natural clásico, se ven tanto más confirmadas cuanto más se profundiza, examinando la cosa ―el divorcio— en relación a las consecuencias que produce".