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Número 497-498

Serie XLIX

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Las ideologías vistas por Vallet

 

El tema de las ideologías ofrece una de las perspectivas mejores para emprender el estudio de la enfermedad que aqueja a los hombres y a las sociedades de nuestro tiempo. Tiene, por lo mismo, múltiples ramificaciones que, si se las sigue, llevan a la consideración de cada uno de los aspectos de esta enfermedad: sus caracteres y síntomas, sus causas, sus consecuencias o efectos.

Por esta razón, en los escritos en que Juan Vallet trata este tema, van apareciendo, en sucesión continua, todos esos aspectos de la crisis de nuestra civilización: el intelectual, el religioso y el social o político. Y de la misma manera se hacen presente, en relación a cada una de estas dimensiones de la vida de los hombres, los remedios y soluciones, la visión de lo que es el estado de salud al cual se opone, como su contrario, esa enfermedad.

Exponer, en consecuencia, este tema según es visto por Vallet en los múltiples libros y artículos en que lo trata, exige un método que implique el suficiente rigor como para ceñirse a él sin dejarse llevar hacia otros que le están relacionados, pero que, simultáneamente, permite ver la esencial vinculación que existe entre la mentalidad ideológica y esas otras dimensiones de la crisis de la sociedad contemporánea.

De este modo, la exposición que sigue se hallará dividida en cinco puntos: primero trataré acerca de la noción y de la realidad de la ideología; segundo, sobre la ideología como subversión del conocimiento; tercero, acerca de la ideología en cuanto es subversión del Cristianismo; cuarto, en cuanto lo es de toda la vida social y política, y, quinto, sobre los remedios para la enfermedad ideológica. Todos estos puntos se encuentran explicados por Juan Vallet reiteradamente, en diversas obras, y a lo largo de sus páginas aparecen también otros autores, como Marcel de Corte, Michele Federico Sciacca, Rafael Gambra, con los cuales hay una completa identificación de criterios y perspectivas. Por esto, las referencias a ellos, y particularmente a los pasajes citados por Vallet, tendrán para nosotros el mismo valor que lo dicho por éste con sus propias palabras.

 

1. Noción y realidad de la ideología

¿Qué se ha entendido y se entiende por el término ideología? No es, ciertamente, una de esas palabras marcadas por noble tradición semántica. Su nacimiento es bastardo: de ahí que no se la identifique con claridad con algún significado original preciso. Por una parte, tenemos el sentido que da el término Destutt de Tracy, para quien la ideología, de la cual se considera el inventor, viene a ser una especie de ciencia física de las ideas, es decir, una explicación del origen sensible y material —biológico, en suma— de todo nuestro conocimiento intelectual. Por el mismo tiempo, según señala Vallet[1], Napoleón usaba el término para referirse despreciativamente a las teorías elaboradas por cerebros calientes, sin relación con intereses reales. Bajo este prisma peyorativo, en nuestro tiempo, Raymond Aron ha caracterizado a las ideologías por los siguientes rasgos: son doctrinas en que hay menos preocupación por demostrar que por convencer, por lo cual aparecen marcadas por una fuerte carga emotiva; por lo mismo, la parte de ciencia de la cual se apropian tiene como objetivo la persuasión; son, además, justificaciones de intereses de determinados grupos, y, por último "son parciales, porque tienen como centro unos determinados caracteres entre otros muchos posibles, y partidistas, porque ignoran lo que les perjudica e insisten en lo que los favorece"[2].

La visión peyorativa de la ideología se repite, desde distintas perspectivas, según cuál sea la concepción acerca de lo que es el verdadero conocimiento. De este modo, desde una posición nominalista, es ideología toda doctrina que pretenda trascender el orden de lo individual y sensible, es decir, la que admita el valor de las ideas universales: son ideologías, según este criterio, "los sistemas filosóficos que admitan aquellas ideas" y las religiones[3].

En contraposición con esta apreciación negativa de lo ideológico, según la cual se lo identifica con todo lo universal y abstracto, suele darse la tendencia, según lo hace notar Vallet, a una pretendida superación de ello mediante la reducción de los criterios de gobierno al orden de lo puramente pragmático. Así "se superaría la heterogeneidad de culturas, con una homogeneidad técnico-administrativa"[4].

Tal homogeneidad corresponde, sin embargo, a la aplicación del criterio ideológico entendido en su sentido más estricto. Se trata de una acción ejercida sobre la sociedad buscando someterla a un modelo uniforme. Se ve así que la ideología consiste, básicamente, en un proyecto de acuerdo al cual se busca fabricar la realidad, o "construir la sociedad", según la expresión propia de esta mentalidad[5]. En esta concepción poiética del mundo, que es universal y absoluta, es decir, excluyente de cualquier otra y, al mismo tiempo, sin referencia a nada que la trascienda, están comprendidas todas las dimensiones de la vida humana. Así, implica una interpretación del Cristianismo por la cual se constituye —como señala San Pío X en la Encíclica Pascendi, según lo cita Vallet— a "la conciencia religiosa en causa universal, totalmente igual a la Revelación"[6]. Es la subjetividad humana erigida en fuente primera, en principio absoluto de todo: por consiguiente, no existe causalidad final a la cual haya que recurrir para entender el sentido último de las cosas. Todo depende de cómo el hombre lo conciba, y siendo esta concepción independiente de una verdad que la trasciende, es por lo mismo principio del ser de todo. La ciencia, de esta manera, pierde completamente su valor contemplativo o teórico, y reduce su valor al de su aplicación técnica[7].

De esta manera, en la consideración de Vallet aparece muy clara la esencial vinculación del pensamiento ideológico con la tecnocracia. Al recapitular las notas propias del concepto estricto de las ideologías, dice que en cada una de éstas se da "el hecho de sustituir todo intento de lograr una inteligencia ontológica, de la realidad en su conjunto, es decir, del universo, por la pretensión de realizar una racionalización del mundo adecuada a la idea —cerrada o abierta— de cómo éste ha de ser, formada en la conciencia colectiva dominante". Lo cual implica "la utilización mecánica de los materiales extraídos de la realidad y la manipulación de los hechos como instrumentos para llegar al objetivo idealmente apuntado"[8]. Para una mentalidad universalmente técnica, el único valor propio de la realidad es el de ofrecerse como materia prima —y por tanto informe— para que se plasmen en ella las formas proyectadas desde la subjetividad de este demiurgo omnipotente que es el hombre con poder: no hay posibilidad, así, de que se entienda el gobierno de los hombres como una dirección de conductas a un fin común, pues sólo cabe concebirlo como "la racionalización cuantitativa de todas las actividades, desde la enseñanza y la información hasta las económicas, laborales y recreativas, partiendo de una concepción ideológica del mundo que admite su mecanización dirigida centralmente por unos cerebros capaces de impulsarla del modo más eficaz"[9]: es esta, precisamente, la definición más justa de la moderna tecnocracia. Y si la tecnocracia es esencialmente una ideología, según el concepto estricto definido por Vallet, resulta que, en consecuencia, y por la misma razón, toda ideología es, en cuanto tal, tecnocrática. Se explica de este modo un fenómeno que no se entiende si se consideran únicamente los elementos antitéticos que separan entre sí a las diversas ideologías: su necesaria convergencia en la construcción de algo nuevo, lo cual supone la inevitable destrucción de todo lo viejo. Todas las ideologías son por naturaleza revolucionarias, y, aunque difieran en sus métodos, coinciden en su único objetivo real: la destrucción de todo orden humano —moral y social— afincado en una naturaleza cuyas leyes trasciendan lo definido en el modelo. Es el único objetivo real, pues el proyecto ideológico, en lo que tiene de contenido positivo, es esencialmente utópico, es decir, algo cuya concreción se remite a un tiempo que es siempre futuro.

Hemos pasado, así, de la noción de ideología a la cuestión acerca de su realidad. ¿Qué clase de realidad tienen los proyectos ideológicos? ¿Se puede decir que les corresponda algún tipo de existencia propia? No se puede afirmar, desde luego, que las ideologías sean algo ausente del mundo contemporáneo. Pero ¿en qué consiste su presencia?

Se ha visto que los contenidos positivos de las ideologías —lo que en ellas se concibe acerca del ser del hombre y de la sociedad— son esencialmente irreales. Sin embargo, tienen presencia en las mentes de los hombres que actúan, de grado o por fuerza, como si fuesen reales. La imposición del modelo ideológico en una sociedad crea un mundo ficticio, que debe ser aceptado dogmáticamente como lo verdaderamente real. Así, por ejemplo, desde el surgimiento de las concepciones liberales y los intentos de aplicarlas, se ha llamado libertad a diversas formas de servidumbre, las cuales tienen en común sólo la negación de las diversas normas y obligaciones que emanen de un fin que trascienda la subjetividad autónoma de los hombres. Las ideologías crean, de esta manera, un lenguaje propio, que no se rige por las leyes de la comunicación normal entre los hombres —y que tiene siempre como punto de referencia lo real—, sino la ficción, en razón de la cual ellos deben vivir. Si bien la "lengua de madera" propia de los regímenes soviéticos es la forma más depurada de este idioma independiente, que debe ser tomado como principio de toda realidad y nunca ordenado a ella, no se da como un fenómeno aislado, y peculiar sólo del marxismo-leninismo: por el contrario, se encuentra presente, por lo menos de manera incipiente, en toda ideología.

Las ideologías, o la mentalidad ideológica —entendida como un fenómeno más difuso, pero cuyo contagio es más extenso que el de las ideologías tomadas según sus determinaciones específicas—, resulta ser, en consecuencia, una enfermedad del espíritu humano. La pérdida del sentido de lo real, y de la natural reverencia hacia ello, crea un vacío en el alma, el cual, al no poder permanecer como tal —es decir, como puro vacío— succiona esas ficciones, sucedáneos de lo real, de las cuales debe esa alma forzosamente aprender a vivir, o a hacer como que vive.

La realidad de la ideología es, por tanto, la realidad del hombre enfermo. Es la realidad de un mal: es la privación del bien más propio de la creatura humana, la perfección de su alma por la verdad conocida y el bien amado. Consiste en un vaciamiento del espíritu del hombre, y en su reemplazo por fantasmas.

Ahora bien, toda enfermedad tiene sus causas, y el padecerla supone un proceso de incubación. ¿Cuáles son las causas de esta esclerosis espiritual del hombre contemporáneo que consiste en la mentalidad ideológica? ¿Cuáles han sido los factores que históricamente, sumándose unos a otros, han dado lugar a este mal?

En varias de sus obras, Juan Vallet señala cuál ha sido el itinerario de la progresiva descomposición sufrida por el orden propio del hombre en cuanto es creatura racional llamada a participar sobrenaturalmente de la vida divina.

El primer paso, y decisivo, es el que dan Guillermo de Ockham y, en general, los nominalistas. Con ellos, "el conocimiento del hombre cambia de perspectiva". "En su virtud, el mundo, la naturaleza, las cosas, que se venía tratando de contemplar en su plenitud, en la universalidad de su orden dinámico trazado por la providencia del Creador, tanto física, con sus causas materiales y eficientes, como metafísicamente, con sus causas formales y finales, deja de contemplarse; y, en adelante, los seguidores de ese nominalismo sólo observan las cosas en su singularidad y en sus fenómenos, empíricamente, con finalidades utilitarias y operativas, y exclusivamente dentro del campo de las ciencias físicas, que son estimadas como las únicas verdaderas ciencias"[10]. El nominalismo comprende, por interna lógica, la doctrina de la primacía de la voluntad sobre el entendimiento: en efecto, en ausencia de formas universales, de naturalezas cuya determinación esencial sea, respecto del sujeto humano, objetiva e independiente, aparece la voluntad autónoma, que determina absolutamente, sin estar sujeta al principio de contradicción, acerca de lo que es y de lo que no es. "La voluntad del hombre podría constituir un mundo a su guisa apoyándose en sus investigaciones experimentales, en cuanto no chocara con el derecho positivo divino"[11]. Es decir, con un derecho positivo divino que es, a su vez, emanación de una voluntad divina superior al entendimiento, capaz de hacer que las cosas que han sido no hayan sido, y viceversa, es decir, de una voluntad de cuya autonomía depende el principio de contradicción de igual modo que las cosas contingentes.

El nominalismo deja a la realidad, en todos sus aspectos —el específicamente humano y el de las demás cosas corpóreas—, inerme ante este demiurgo sin norma que es el hombre con poder. Sin embargo, su influencia se ejerce sólo en el plano intelectual. Faltaba, para darle plena fuerza, el complemento práctico y religioso, que se lo da Lutero: éste consagra "el deterioro de la razón humana, que determina su incapacidad para conocer las primeras verdades, la ciencia especulativa y toda metafísica; pero, en cambio, no la inhabilita para las funciones de tipo práctico en los quehaceres humanos que realiza, dirigida por la voluntad, con el sentimiento del 'yo' hipertrofiado; y (también consagra) la total carencia de valor de las obras del hombre para su salvación eterna, que, sin embargo, no impide que éstas puedan resultar buenas, 'inmensamente buenas', 'para la vida presente' "[12].

Los hitos fundamentales en esta historia del nacimiento de la ideología —o de la tecnocracia, que es la perspectiva de Vallet— son los señalados. Con la Reforma protestante de Lutero, quien asume expresamente las tesis nominalistas, la subjetividad del hombre adquiere una situación de autonomía y de independencia. Es sólo dentro de esa subjetividad, sin referencia a ninguna verdad que la trascienda, donde se decide la salvación del hombre y donde tienen vigencia, por lo mismo, los valores del espíritu. Y así, este mismo hombre recibe patente de corso para habérselas con el mundo en el cual vive. Poco antes de Lutero, ya Maquiavelo anticipaba el divorcio entre la política y la moral, "convirtiendo aquélla en una técnica de poder"[13]. Y más tarde, Descartes reafirma la dicotomía nominalista entre la mente del hombre, la res cogitans, y el mundo corpóreo, la res extensa[14]. Lo que luego se produce es sólo efecto del impulso recibido de estas causas: la independencia de la ciencia económica respecto de la ciencia moral y de la religión; el proyecto tecnocrático ya muy concreto y preciso de Saint-Simon; "la aplicación del método analítico-sintético a las ciencias sociales, para descomponer analíticamente las sociedades reduciéndolas a sus individuos para construir con ellos idealmente la sociedad civil, contrapuesta al desorden de la sociedad histórica"[15]; las concepciones totalitarias de Rousseau, Fichte o Hegel, etc. El proceso —en cuya explicación habría que agregar la soterrada influencia de los movimientos gnósticos— prepara, por una parte, a la mente humana para que se erija en principio absoluto del orden real, y en especial del orden dentro del cual debe necesariamente desarrollarse la vida de los hombres, y, por otra, realiza paralelamente la obra revolucionaria destinada a transformar la sociedad natural en una disociedad, según expresión de Marcel de Corte, es decir, en una termitera de individuos aislados, disponibles para recibir la imposición de cualquier sistema concebido en la subjetividad del ideólogo.

Una consideración de los diversos aspectos propios de la ideología nos permitirá, a continuación, detenernos en la observación de sus proyecciones y consecuencias.

 

2. La ideología como subversión del conocimiento

La mentalidad ideológica es aquello que queda de la inteligencia humana después de haber padecido la subversión completa de sí misma. Es su caricatura. De este modo, y por ser la inteligencia la facultad primera del hombre, aquella de la cual depende en definitiva el orden que ha de imprimir a todas las demás dimensiones de su vida, la consideración de la ideología en cuanto consiste, en su raíz, en esta subversión del conocimiento es básica para entender sus otros aspectos.

"En el siglo XVIII —escribe Vallet— se produce no sólo una inversión, sino una subversión completa del acto de conocer. La inteligencia ya no contempla, para conocerlo, el orden del universo. No cree en su cognoscibilidad, ni siquiera se preocupa de su existencia. De lo que se trata es de construirlo a partir de reglas a priori por la inteligencia y que ésta debe imponer a la realidad. Comprender, en adelante, es dominar. Para ello la naturaleza es tratada parcialmente, mediante el análisis y la síntesis, descomponiéndola en elementos simples y recomponiéndola a partir de esos mismos elementos. Los datos obtenidos por las sensaciones externas son combinados para hacerlos obedientes al hombre, para satisfacer sus necesidades y sus caprichos. Así, poco a poco, se sustituye la naturaleza natural por una naturaleza de laboratorio y de fábrica, que el hombre conoce 'porque es su obra' "[16].

Esta subversión del conocimiento consiste en la primacía absoluta que adquiere el saber poiético o técnico sobre el teórico o contemplativo y el propiamente práctico. A ella se ha llegado, según se ha visto, a causa del escepticismo nominalista acerca de la realidad de las esencias universales. Barridas éstas del entendimiento humano, éste queda sin objetos de contemplación: ante él hay únicamente una pluralidad de individuos, de suyo caótica por no poder ser ordenada según lo que sean tales individuos, pues esto, su quid, el lo que es de cada uno, es lo que el entendimiento no puede aprehender, ya que, de aprehenderlo, lo estaría haciendo según un modo universal. Así, el aparente realismo de la posición nominalista, ese reconocimiento suyo de las cosas en su mera realidad individual, en la consistencia con que se presentan a los sentidos, se esfuma en el momento de contar las ganancias, pues tal pluralidad de individuos ya no es objeto del intelecto, por carecer de la consistencia esencial necesaria para serlo, y es, así, sólo materia que se le ofrece para que él proyecte sobre ella las formas que concibe en su subjetividad.

Y aun en el plano del conocimiento poiético hay una diferencia fundamental entre su absolutización, efecto del nominalismo, y los caracteres que le corresponden de acuerdo al lugar natural que ocupa en el orden del entender de la creatura humana. La creatura poética del hombre —una obra de arte, o de mera artesanía— adquiere, gracias al obrar del agente, una determinación formal propia que la constituye en objeto de contemplación. En cambio, al desaparecer las otras dimensiones del conocimiento intelectual y quedar campeando sólo el saber poiético, no hay posibilidad de reconocer en lo hecho por el hombre, en su creatura, una consistencia independiente, una realidad propia que pueda permanecer una vez acabada la acción del creador. El mundo ante el cual tiene que vérselas el hombre es como el de las imágenes de un telón, que se esfuman cuando dejan de ser proyectadas sobre él. Es decir, que la inteligencia, en el momento de ganar su autonomía frente a la realidad, queda vaciada de todo contenido en el cual puede sustentarse.

Lo único que queda digno de observación, en el mundo, es el cambio, la sucesión, en cuanto tal, de formas que de suyo son inconsistentes. Por lo mismo, la ciencia se reduce a una investigación de las causas eficientes, en cuanto agentes de dicho cambio, es decir, en cuanto explican su fuerza, su velocidad, etc., pero no en cuanto dan lugar a lo que es algo, lo cual implicaría también una necesaria referencia a las causas formal y final. Así, "la naturaleza, desnudada de sus causas formales y finales, es reducida a mera materia manipulable aprovechando el conocimiento de sus causas eficientes"[17]. "Encerrada la mente en su subjetividad, cortada la corriente de la alimentación de que le surtía la realidad —de la cual ya no entiende su conjunto armónico y en la que, por consiguiente, no cree y estima falsa—, El conocimiento —como advierte De Corte— degenera en elaboración de caldo de cabeza y en arquitectura de fórmulas. Los esquemas abstractos reemplazan la energía y el vigor de la conjunción orgánica de la inteligencia y la realidad. En lugar de brotar de la experiencia de los seres y de las cosas y de revituallarse sin cesar en una especie de circuito vital, el concepto deviene un molde fabricado por procedimientos mecánicos en el laboratorio de nuestro cerebro. En lugar de exponer por transparencia la realidad, la encierra detrás de sus lentes opacas"[18].

Michele Federico Sciacca habla de un obscurecimiento de la inteligencia, o stupiditá, que es efecto inevitable de este encerrarse del entendimiento humano en sí mismo, proclamando su autonomía. Tal estupidez es "consecuente con la pérdida del sentido de sus propios límites, por olvido de que somos seres finitos, no autosuficientes, sino tan sólo suficientes dentro de nuestros propios límites. Esa pérdida de los límites ofusca nuestra inteligencia y, con ella, la voluntad y los sentimientos. Obscurecida la inteligencia, la razón deviene estúpida; y el hombre se reduce a la percepción sensible de su vida animal, de una parte, y al cálculo racional de otra"[19].

El hombre puede lograr su natural equilibrio mediante el reconocimiento de su dependencia, tanto en el orden del ser como en el de la conducta. Lo primero se hace patente en el saber contemplativo, en el cual se descubre la trascendencia del ser, o, lo que es lo mismo, la condición de mero partícipe del ser que es propia de quien lo conoce de este modo. Lo segundo en el saber práctico, prudencial, por el cual el sujeto humano reconoce la trascendencia del fin, aquel bien cuya determinación no depende de él mismo, y al cual debe ordenarse para alcanzar su propia perfección. Pues bien, estas dos dimensiones esenciales del entendimiento humano quedan borradas por la revolución racionalista, que, proclama la autonomía del conocer humano. Tal revolución se caracteriza "por la negación de toda trascendencia, es decir, de todo orden dimanante de algo exterior o superior al hombre; de toda ley divina o natural referente al orden social", y "por la destrucción de cuanto es obra de la naturaleza y de la historia, para poder luego edificar libremente, como sobre un solar totalmente desarbolado y aplanado"[20].

La consecuencia de esta subversión del conocimiento es la ideología. El hombre, para ella, "no es causa segunda, sino el demiurgo. Bien sea porque se estima que no existe causa primera, o que no hay más orden en la naturaleza, sino el fabricado por el propio hombre; o porque a éste le resulta aquélla totalmente ininteligible, por lo cual debe dotarle de su propia inteligibilidad; o, en fin, porque Dios ha delegado en él la conclusión de su obra, no según un orden preordenado, sino al arbitrio de su propia creatividad elevada a una nueva mística cósmica"[21].

Esta revolución del conocimiento da lugar, en el seno de toda ideología, a sus dos caras: aquella que tiene, en primer lugar, en los iniciados, en los ideólogos propiamente tales, a quienes compete la función demiúrgica por ser ellos quienes saben cómo debe ser el hombre y la sociedad. Y la otra, aquella con que se presenta en el hombre-masa, en el que dócilmente debe dejarse llevar, bajo la conducción siempre certera del guía, del que sabe, al mundo feliz de la sociedad futura. En este hombre-masa la ideología consiste en algunas frases hechas que debe siempre repetir, de tal modo que mantengan totalmente embotada su capacidad natural de juicio. "Como consecuencia, la sociedad evoluciona hacia su división total en dos grupos de hombres, 'los que saben y mandan' y 'los que no saben' y obedecen. Aquéllos forman la tecnocracia que, a su vez, se descompone en dos tipos de técnicos: los que condicionan las cosas y los que condicionan los espíritus, para que —mediante la propaganda— acepten las cosas tal como van siendo condicionadas por aquéllos. La función consiste en 'manipular, el acontecimiento, prepararlo, disponiendo todo para que se produzca, elaborar un plan, calcular sus fases, concertar los esfuerzos, dirigir las operaciones, guiar las conductas, dominar el saber y los métodos infalibles, disponer de un poder absoluto'. Los tecnócratas poseen 'la ciencia de la eficacia'. Tratan 'al hombre y al mundo como cosas, como una materia a explotar, como un conjunto de ruedas articuladas mecánicamente'. Observan 'la sociedad como la resultante de un organigrama y de una planificación'. Suprimen 'toda tentativa de vuelta a las actividades contemplativas y morales del espíritu'. Instauran 'la primacía sin rival de la actividad productiva'; transforman 'la sociedad en una inmensa fábrica de la que detentarán el gobierno mundial'"[22].

El resultado de todo esto, para el hombre común, es que se ve sometido permanentemente a una presión que lo fuerza a inhibir su juicio y a alimentarse sólo de imágenes. Pero ocurre que el conocimiento sensible, en el hombre normal, se halla naturalmente subordinado a la inteligencia, de modo que su propia perfección la encuentra sólo en su unión a ella. De este modo, este crecimiento de la imaginación a costa de la inteligencia implica su propio empobrecimiento, su reducción a niveles elementales, su progresiva incapacitación para percibir los sensibles per accidens, cuyo conocimiento constituye, precisamente, la mayor perfección de la parte sensitiva del saber humano.

La imaginación independizada de la razón presenta al hombre un mundo constituido por pantallazos que entre sí no presentan ni requieren de ningún orden. Es un mundo caótico, segmentado en múltiples partes sin conexión entre sí, que son únicamente estímulos sucesivos para una sensibilidad que consiste sólo en la aptitud para dar espontánea respuesta a aquéllos. El hombre, así, "ya no se siente integrado en un orden universal del que él y las cosas forman parte. Se siente separado, o siente que su mente está separada de las cosas, que las examina desde su propia perspectiva, es decir, desde un punto de vista exterior a ellas, situado en la propia conciencia del sujeto. Así resulta que la realidad viene siendo objeto de múltiples visiones, todas incompletas y parciales"[23]. Es decir, que el hombre cuyo conocimiento sufre esta subversión, no por ello se transforma en un animal para el cual sea natural valerse sólo de sus sentidos: el entendimiento sigue actuando en él, pero de manera completamente distorsionada, pues lo hace al servicio de la imaginación, o subordinado a un objeto según se lo presente ella. De este modo puede afirmar Vallet que "erigida así nuestra conciencia intelectual en sujeto y reducida la naturaleza a materia de conocimiento empírico, a res extensa, aislada del mundo del pensamiento, de la res cogitans, la función cognoscitiva del mundo se circunscribe tan sólo a lo meramente material excluyendo el conocimiento de las esencias, de los valores, de los fines y de la realidad del ser de orden sobrenatural. Las realidades inmateriales son consideradas como 'abstracciones metafísicas' y, como tales, excluidas por no científicas"[24].

La ideología consiste en esta jibarización del entendimiento humano. Por lo menos, en ella se expresa la quintaesencia del proceso cuya meta es tal jibarización. Por una parte, la fabricación del modelo: "es infinitamente más fácil la construcción de un modelo —cita Vallet a Marcel de Corte—, que se pretende lógico, coherente e infalible, del hombre y del mundo, un especimen de humanidad y de universo debidamente patentado por 'la filosofía' y por 'la ciencia', un patrón con el que se podrán cortar un número ilimitado de ejemplares, que obtener de la experiencia humana las enseñanzas que contiene y que permiten al hombre el realizar su destino de hombre al integrarlas en su esfuerzo personal"[25].

En la obra de masificación del hombre común, la manipulación del lenguaje, el cual siempre codifica la información directa que reciben los sentidos[26], el reemplazo de la alfabetización fonética por los recursos electrónicos[27], la importancia cada vez mayor de la información fílmica sobre cualquier otra, la cual produce una confusión completa entre lo que es real y lo que es imaginario[28], son los medios que, empleados a escala universal, dan el resultado que se busca. Este resultado es el de una "inteligencia divorciada de lo real (que), se ve constreñida a fabricarse a su guisa un mundo imaginado"[29]. En la empresa destinada a fabricarlo las funciones están claramente diferenciadas: la de aquellos que proporcionan las imágenes, y la de aquellos que se alimentan de ellas.

 

3. La ideología como subversión del cristianismo

El sistema ideológico toma forma completa de tal con las concepciones dieciochescas sobre la nueva sociedad democrática. Es indudablemente Rousseau quien lo enuncia de una manera más clara: allí, la voluntad general, inmanente a la sociedad, quiere infaliblemente el bien; los particulares se ligan a ella, comprometiéndose interiormente, mediante la fe civil, luego de haber renunciado a sus voluntades privadas y de haber asumido como propia esa voluntad general única y superior, y el legislador, hombre extraordinario y que se sitúa en cierto modo por encima de la organización social, es el que interpreta infaliblemente el contenido de la voluntad general, que de otra manera habría quedado inevitablemente ignorada por los ciudadanos. Es decir que, con Rousseau, el sistema ideológico, que desde entonces implica como aspecto esencial el ser un sistema democrático, asume los elementos propios del Cristianismo, al cual da, de esta manera, una dimensión absolutamente inmanente a la vida social y terrena del hombre. Esos elementos, ya secularizados, son la omnipotencia y la bondad infinita de la voluntad general; el acto de fe de la persona, como adhesión interior completa a los designios de esa voluntad, y la función pontifical del legislador, quien da a conocer a los ciudadanos aquello en lo cual han de creer con todo su corazón.

A partir de Rousseau y de la Revolución Francesa, la Democracia se ha ido perfilando cada vez con más nitidez como el nuevo Evangelio para la humanidad. Es lo que salva a los hombres, es el modelo de la sociedad perfecta cuyo advenimiento se espera.

La ideología es, por consiguiente, la subversión del Cristianismo, al cual despoja de todo contenido trascedente para traducirlo en el modelo de la sociedad terrena en la cual los hombres deben encontrar su total felicidad. La raíz de esta subversión está en la que afecta a la vida cognoscitiva del hombre, la cual, al verse encerrada en la subjetividad, pierde todo sentido de trascendencia. Así lo expresa Juan Vallet: "La herejía que laiciza la religión, convirtiéndola en impulsora y servidora operativa de las utopías del hombre de hoy, es ciertamente en su aspecto natural una enfermedad de la mente. La ha originado la ruptura por el hombre, de su pacto nupcial con la naturaleza, ruptura por la que han quedado destruidas las raíces que le permitían sorber los jugos nutricios de la tierra y han resultado incapaces sus ramas de aspirar la clorofila del cielo. En consecuencia, privada la mente del alimento de lo real, el hombre ha perdido la noción del lugar que ocupa en el orden de la naturaleza, tanto respecto del Creador como de sus semejantes y del mundo que le rodea"[30]. Con palabras de Rafael Gambra agrega: "En un mundo que sólo valora la eficacia en la acción, que sólo conoce problemas económicos —y 'sociales' en tanto que económicos—, que sólo aspira a producir más en un ambiente progresivamente tecnificado, ¿qué sentido puede tener la vida contemplativa o el sacrificio expiatorio? En una mentalidad racionalista y planificadora, ¿qué valor cabe otorgar al misterio y a la gracia? En una 'sociedad de masas' en la que sólo existen individuos número frente al Estado tecnocrático, ¿qué lugar conceder a los ritos, la comunión de las almas, la unción del sacerdote? En una moral de situación o de eficacia, ¿cómo mantener la rigidez preceptiva de una moral de principios o de re-Iigación?"[31].

Aunque podría parecer paradojal, la reclusión en la subjetividad cultiva en los hombres, sin embargo, un interno afán por sustituir el mundo de Dios por el propio, prevaleciendo, en consecuencia, una intención de omnipotencia y de universalidad que es, justamente, la que se traduce en la religión inmanente construida a imitación del Cristianismo. "Las nuevas religiones se caracterizan porque sustituyen la trascendencia divina y el cielo, más allá de este mundo, por la hazaña de que el hombre trascienda la historia. En este sentido, el mito del marxismo explota más allá del determinismo de su dialéctica materialista, con una fe en un futuro feliz, en una sociedad homogénea"[32].

Es promovida, con un encarnizamiento que es un remedo del celo apostólico, "la libertad absoluta de conciencia", la cual implica la abolición de "todo pensamiento dogmático", según expresa Jacques Mitterand, dos veces gran maestro del Gran Oriente de Francia, en La Politique des francmaçons, quien añade que "en democracia como en masonería, la filosofía y la acción rechazan a la vez la verdad impuesta y el maestro que la impone"[33]. Es decir, rechazan toda trascedencia. Pero ese pensamiento dogmático es reemplazado por otro, el de la fe civil de Rousseau, cuyo trasgresor, según éste mismo expresa, debe ser "condenado a muerte; ha cometido el más grande de los crímenes, ha mentido ante la leyes"[34].

A esta misma meta, la abolición de todo pensamiento dogmático, es decir, de todo conocimiento fundado en una verdad trascendente, en la Revelación divina, es a la que tiende el llamado progresismo cristiano. La vía es inversa, pues parte de los dogmas cristianos y los despoja de contenido. "Comienza con una transposición de las bienaventuranzas que, negándose a sí mismas, deben realizarse aquí en este mundo. Compadecen (los progresistas cristianos) más al bienaventurado que al pecador, y más les preocupa el futuro de aquéllos en este mundo que el de éstos en el otro. Unen esta transposición con una fe beatífica en el futuro material del hombre en este mundo, en las transformaciones de las estructuras sociales, gracias a las cuales llegará a producirse aquí abajo la 'liberación' del hombre de todas las opresiones y desventuras. Por esta liberación muestran más preocupación que por la salvación eterna de las almas. ¿Será así, tal vez, porque ya no creen en el pecado individual, sino en el pecado social con el que funden el dogma del pecado original? Pero este cambio implica necesariamente la eliminación como un estorbo de la fijeza de los dogmas revelados y todo orden natural. Y requiere el recurso a la conciencia colectiva —en la que, sin embargo, luchan por influir― y la remisión a la democracia como decisiva definidora de las relativas verdades circunstancialmente vigentes"[35]. Todo esto, expresado hoy en las múltiples formas de la ideología demócrata- cristiana, del personalismo cristiano, de las "teologías de la liberación" o "de la revolución", etc., es lo que el Papa San Pío X, según lo hace notar Vallet, expresamente condenó como contrario a la verdad católica en las Encíclicas Pascendi Dominici Gregis y Notre Charge Apostolique.

La ideologización del Cristianismo, buscada cada vez con mayor fuerza desde el mismo interior de la comunidad cristiana, implica una secularización completa de las virtudes teologales. Estas son las virtudes especificamente sobrenaturales, que no tienen correspondencia en el orden natural. Por ello, al despojarlas de su contenido y dejar sólo su cáscara, un lenguaje de reminiscencias evangélicas, se altera totalmente al Cristianismo por dentro, quitándole todo lo que le es esencial, que es reemplazado por algo que le es directamente contrario: es el príncipe de las tinieblas disfrazado de ángel de luz.

Hay una fe nueva, cuyo objeto ya no es Dios y su Revelación, sino el mismo devenir, la evolución en que todo es repensado. Es lo que se halla descrito en la "teología-ficción" de Teilhard de Chardin: "Si la primera humanización se produjo al centrarse la conciencia en el cerebro, la segunda humanización consistirá en que la conciencia 'subentre en el crisol de una Humanidad totalmente reflexiva sobre sí misma'. Así, estimando que el 'espíritu de la Evolución' es una masa humana con un flujo de fuerzas 'sympáthicas' 'nos personalizaríamos' siempre más (...), e incluso nos divinizaríamos por accesión a algún Crisol Supremo de convergencia universal"[36]. "La fe nueva se despliega 'hacia adelante', en la noosfera, hacia 'un Cristo Omega de la Evolución', repensándose a Dios en términos de Cosmogénesis: 'un Dios que no se adora ni se alcanza sino por el acabamiento que él llena de luz y de amor (e irreversiblemente desde dentro)' "[37].

Hay también una nueva esperanza. Cita Vallet el documento redactado por el Cardenal Joseph Ratzinger, La ambigüedad de una "teología de la liberación", en que éste dice que "La esperanza es interpretada como confianza en el futuro y como trabajo para el futuro; y, por ello, se la somete de nuevo a la dominación de la historia de las clases"[38]. Esta nueva esperanza que hacen suya muchos cristianos es la que, desde fuera del Cristianismo, propone como la única auténtica Ernst Bloch: "Sólo con el abandono del concepto concluso-estático del ser aparece en el horizonte la verdadera dimensión de la esperanza. El mundo está, al contrario, en una disposición hacia algo, en una latencia de algo, y este algo que se persigue se llama la plenitud del que lo persigue: un mundo que nos sea más adecuado, sin sufrimientos indignos, sin temor, sin alienación de sí, sin la nada"[39].

Y existe, por último, la nueva forma del amor, que suplanta la caridad teologal. "El amor —Vallet cita nuevamente a Ratzinger— consiste en la opción por los pobres, es decir, coincide con la opción por la lucha de clases"[40]. Es, por tanto, la praxis marxista, la acción revolucionaria, la agudización de los conflictos de clase, lo que se coloca en el lugar del amor a Dios y al Prójimo. Esto aparece latamente analizado en el examen que Juan Vallet hace del "documento de trabajo" sobre cuya base se realizó, del 23 al 30 de abril de 1972 en Santiago de Chile, el "Primer Encuentro Latinoamericano de Cristianos por el Socialismo", y del "Documento final" en que se expresan sus conclusiones. Dice la Introducción de este último: "Queremos identificamos claramente como cristianos que a partir del proceso de liberación que viven nuestros pueblos latinoamericanos y de nuestro compromiso práctico y real en la construcción de una sociedad socialista, pensamos nuestra fe y revisamos nuestra actitud de amor a los oprimidos"[41].

Todo este "nuevo Cristianismo" se ordena hacia el advenimiento de la Democracia universal, la sociedad perfectamente justa y fraterna que se construye mediante la acción revolucionaria. La clave para entender toda esta versión infernal del Cristianismo la da una cita de Hans Kelsen: "De hecho, la causa de la democracia resulta desesperada (es decir, indefendible) si se parte de la idea de que el hombre puede acceder a verdades y captar los valores absolutos"[42].

 

4. La ideología como subversión de la sociedad

Se ha visto que toda ideología es un modelo según el cual la sociedad humana, en todos sus aspectos, debe ser construida. Esto supone que el ideólogo tiene como válido únicamente el conocimiento técnico, aquel que consiste en saber hacer algo. Lo social, y en general el vivir de los hombres en todas sus dimensiones u órdenes, es juzgado sólo en cuanto se muestra apto o inapto para recibir las formas proyectadas en la ideología.

Que existan algunas ideologías más consecuentes que otras respecto de este carácter suyo, no quita que éste sea esencial a todas. Desde el liberalismo, por ejemplo, se critica al socialismo su índole constructivista. Pero se le critica no porque se estime que sea contrario al orden propio de la vida humana en sociedad el concebir a ésta en términos de realidad por construir, sino porque se sostiene que, debido a la ignorancia en que estamos acerca de todos los factores complejos que condicionan extrínsecamente la conducta de los hombres, debemos abstenemos de intervenir directamente en ella mediante planificaciones globales, ya que éstas, en tal situación, más impiden que promueven los mejores resultados [43].

El hecho es, pues, que toda ideología es por esencia tecnocrática. Que en sus inicios se hayan manifestado más como ideales románticos de sociedad, muestra únicamente que les faltaba el desarrollo exigido por la lógica interna que las ha definido desde sus comienzos. En este sentido, es tan tecnocrático el proyecto de "sociedad abierta" promovido por Hayek, aunque proponga sólo ciertas líneas generales y no la programación pormenorizada de la nueva sociedad, como las planificaciones de las nuevas sociedades socialistas.

Por esta razón, resulta carente absolutamente de sentido la proposición de un sistema tecnocrático como remedio a la inestabilidad de las ideologías. Si éstas son causa de inestabilidad y de incertidumbre en la sociedad, no es porque no sean tecnocráticas, sino porque no han dispuesto del poder suficiente —que para serlo requiere ser total— como para aplicar su modelo sin interferencias. La aparente superación, mediante la tecnocracia, de las divergencias entre las distintas ideologías —por ejemplo, la liberal y la socialista— no consiste en otra cosa que en llevarlas hacia aquello en que necesariamente convergen: no se las supera, sino que se las instaura en plenitud. La solución tecnocrática, escribe Vallet, "consiste en identificar 'verdad' con racionalidad meramente cuantitativa, que relegue al mundo de lo irracional todo lo puramente cualitativo, es decir, no cuantificable. El primado de la economía, indiscutido tanto por el liberalismo como por el socialismo, es la base de la superación de sus antagonismos que, según la tesis tecnocrática, se logrará mediante una racionalización que supere la oposición entre capitalismo y socialismo y resuelva el antagonismo entre burgueses y asalariados. En resumen, la respuesta tecnocrática representa un retorno neoiluminista a la pureza del cientifismo originario, por encima de las construcciones políticas de los pactistas de los siglos XVII y XVIII y de los teóricos posteriores, de los socialismos utópicos y de sus secuelas, penetradas en el joven Marx y mantenidas, como fermento dialéctico, en la praxis del marxismo"[44].

Esta esencial relación entre ideología y tecnocracia es lo que nos permite considerar los efectos de aquélla sobre la sociedad mediante un estudio de lo que Vallet escribe sobre ésta, tema en el cual se detiene largamente y en distintas obras.

La tecnocracia, ya se ha visto, consiste básicamente en una reducción de todo criterio de gobierno político al de una racionalización cuantitativa de todo el universo de las conductas humanas. De este modo, comprende una concepción cientifista, entendida la ciencia como el instrumento técnico, sin límites en su aplicabilidad, que permite construir la nueva sociedad; es, además, totalitaria, "en el sentido de que todas las actividades de la sociedad sean asumidas por el Estado", y es operativa, pues implica el uso "de los mejores adelantos técnicos para ordenar —planificar— centralmente..., ya sea impulsando el desarrollo y el consumo, o bien frenándolo y planificando los nacimientos, distribuyendo la riqueza y las rentas, el bienestar o la escasez, la cultura y las informaciones de masa". De esta manera supone la necesidad de centralizar el poder suficiente para "racionalizar el mundo cuantificándolo", y para "operar técnicamente la racionalización predeterminada"[45].

La praxis tecnocrática se desarrolla, en su proceso de progresivo dominio sobre la sociedad, de acuerdo a una sucesión de etapas que ha descrito Julio Garrido y que cita Juan Vallet: "La primera etapa consiste en denigrar el pasado, buscar defectos reales o ficticios en lo existente, señalar injusticias e irregularidades y crear una psicosis de cambio... La segunda etapa se esfuerza en convencer de la necesidad de organizar algo más perfeccionado y sobre todo diferente a lo que existe y de que para esto es indispensable un estudio 'exhaustivo' del estado actual de la cuestión. Estudio que debe ser rápido, cuantitativo y con utilización de encuestas, computadoras y una terminología nueva que con vocablos esotéricos supla la pobreza de sus conceptos. La tercera etapa es la de la planificación. Admite ésta como evidente que los encargados de ella son de una inteligencia superior a la de todos sus antecesores y el proyecto ideal que elaboran es infinitamente superior a lo que existe en la actualidad... La cuarta etapa es la de la destrucción, pues para desarrollar el proyectado plan de la tercera etapa es necesario eliminar las instituciones y estructuras anteriores... La quinta etapa, cuando llega (pues en el transcurso de las cuatro etapas anteriores pueden ocurrir cambios que obliguen a un nuevo replanteamiento de los planes) trata de realizar el plan previsto. Pero como la realidad tiene sus leyes complejas..., se llega en verdad a algo diferente de lo que existía al principio del proceso, pero que se aleja a menudo del plan previsto. Pero como la realidad tiene sus leyes complejas..., se llega en verdad a algo diferente de lo que existía al principio del proceso, pero que se aleja a menudo del plan previsto y que en el mejor de los casos no tiene todos los defectos de la situación anterior, sino otros diferentes. Estos nuevos defectos obligarán a un nuevo replanteamiento en manos de nuevos planificadores todavía más inteligentes que los anteriores que empezarán de nuevo el ciclo con sus cinco etapas. Claro es que, en este nuevo ciclo, la cuarta etapa, o sea la de la destrucción, será mucho más fácil por la fragilidad e inconsistencia de las nuevas estructuras creadas en el primer ciclo"[46].

Este esquema describe simplificadamente, pero de manera precisa, el proceso que se lleva a cabo, en grande o pequeña escala, según cuál sea la sociedad a la cual se aplique, para lograr la perfecta racionalización cuantitativa de la vida humana en comunidad. Es un intento de construir una nueva sociedad, más perfecta, a partir de la vivisección de la anterior. En todos estos procesos, por esto, lo único que siempre se repite de la misma manera es esa cuarta etapa: cualquier plan se puede replantear, pero exige —como condición sine qua non la destrucción de la realidad anterior. Consiste, en consecuencia, esta nueva organización de la sociedad en una aniquilación sistemática de la sociedad real, creando lo que Marcel de Corte llama la disociedad.

Esta disociedad, explica él, consiste en la construcción de una sociedad "con individuos dispersos y separados los unos de los otros, libres de todo y respecto a todo, y sin, disponer para lograr este fin más que de su razón y de su voluntad subjetivas, privadas de las enseñanzas políticas y sociales que les suministraban la experiencia y la tradición. Se trata de unir entre sí a los hombres, partiendo de su misma desunión y conservándola intacta... Si yo elaboro el modelo de una sociedad de seres humanos, todos igualmente razonables, ese modelo sólo puede existir en el seno de mi pensamiento individual, como todo pensamiento"[47]. La sociedad masificada, o disociedad, da lugar a ese mito llamado opinión pública: "Se proclama su omnipotencia y, a la vez, se le prepara, se le excita, se hace que pida lo que quiere imponérsele. El universo político no es universo real, sino con relación a una neorrealidad táctica superpuesta: es un universo psicológico, creado a fuerza de slogans e imágenes en negro y blanco, de palabras clave —'pueblo', 'raza', 'proletariado', 'trabajo', 'colaboración', 'diálogo', 'facismo', 'democracia', 'libertad', 'capitalismo'— que abren o cierran el paso a la aceptación de cualquier sugerencia, que hacen vivir al hombre en un universo singular que posee su lógica, su coherencia y que hace al hombre cada vez más incapaz de alcanzar el mundo material por sí mismo"[48].

"Esta falta de sociedad —escribe en otro lugar Vallet— produce la ausencia de costumbres y usos sociales y requiere como sustitutivo una fábrica de leyes, reglamentos, órdenes y circulares, una burocracia cada vez más numerosa y complicada, una propaganda que alimenta una mística entre sentimental y puramente mental, concretada en slogans, repetidos por todos los medios de comunicación de masa, y, para ello, sobre todo, es precisa una gigantesca máquina estatal, con sus expertos en aparatos de prótesis social y en el mantenimiento de una pseudomística del progreso, del aumento del nivel de vida y de la nivelación social"[49].

De esta manera, en consecuencia, "a través de un ideologismo abstracto nacido precisamente de la negación del 'intelecto' con fundamento in re, la tecnocracia del esquema y del impreso conduce a nuestra sociedad a la masificación cuantitativa, a un mundo uniforme gobernado por reflejos condicionados del que la figura humana y su ámbito vital tienden a desaparecer"[50].

Desde Rousseau y la Revolución Francesa, todo sistema ideológico es necesariamente democrático. No en el sentido de preferir esta forma de gobierno a otras posibles, sino en cuanto la nueva sociedad debe estar constituida por las leyes que emanen de la voluntad autónoma del pueblo, es decir, de la voluntad no sometida a norma superior a ella. Se entiende fácilmente, por esto, que el sistema tecnocrático, fundado en la racionalización que brota de la mente autónoma del sujeto, se presente siempre como acabadamente democrático[51]. Es la democracia en la cual, según la expresión rousseauniana, a los hombres "se les fuerza a ser libres"[52]. Esta libertad impuesta por el poder centralizado no es, por cierto, la del albedrío, cuya existencia se niega —pues la conducta de los hombres está toda determinada por causas extrínsecas, aunque éstas nos sean desconocidas[53]―, sino aquella que es contraria a la necesidad impuesta por los fines de la existencia humana. Al hombre se le fuerza a liberarse de Dios y de toda ley moral trascendente: he aquí a lo que se reduce la democracia moderna, forma ideal de la sociedad sustentada por todas las ideologías en presencia. El liberalismo, matriz común de las ideologías contemporáneas, "tras liberar al individuo de su sumisión a un orden natural y divino, le despojó de las barreras naturales que protegían su ámbito civil, pues, al considerarlo sin vínculos sociales naturales, le dejó aislado frente a un Estado omnipotente"[54].

El pluralismo proclamado como cualidad propia de los sistemas liberales no es más que pluralismo ideológico, es decir, que consiste en la opción de adherir a diversas ideologías, las cuales, aunque posean algunos elementos contrapuestos, coinciden en su principio fundamental, que es el propio de toda ideología: el de que la sociedad es algo por construir de acuerdo a un modelo, en el cual, por lo mismo, todo está determinado internamente por la subjetividad del hombre, liberada de la verdad que la trasciende. Es el único plano, por lo demás, en que es sostenido un pluralismo, en el sentido estricto de la palabra, por principio. Esto, que en cualquier orden natural aparece como algo de suyo absurdo, por oponerse directamente al principio de unidad gracias al cual dicho orden es orden, en el plano de las ideologías no lo es, por ser éstas sólo relativamente diversas, y absolutamente idénticas. Su oposición mutua es dialéctica, es decir, que se oponen entre sí como los diversos grados de un mismo proceso: el de la liberación del hombre respecto de todo aquello a lo cual está natural y sobrenaturalmente sujeto.

"El pluralismo ideológico —escribe Vallet— lo es de meras concepciones mentales, y no es armónico, sino dialéctico... Cada ideología representa mentalmente una concepción unilateral y, por lo tanto, parcial, de ese mundo real; concepción que se convierte en totalizante y que trata de imponerse en una constante confrontación dialéctica con las demás ideologías y con la propia realidad. En esa confrontación ideológica ya no se busca la armonía de las partes en un orden objetivo y justo con visión universal, sino que se trata de lograr el triunfo total de la respectiva ideología en una lucha dialéctica en la que cada consenso no constituye sino una síntesis provisional, con una toma de posición para desarrollar, desde ella, nuevas síntesis.

La democracia moderna, organizada en partidos políticos no representativos de la realidad social sino de las distintas ideologías, es el campo de juego de la lucha dialéctica entre éstas. Por eso no trata de armonizar la vida social del pueblo, sino que enfrenta las distintas concepciones mentales, intentando cada partido imponer la suya, es decir, su respectivo modelo ideológico de cambio social. Los dirigentes de cada uno luchan por ser la res cogitans del país en cuya res extensa es subsumida la masa de ciudadanos, meros votantes, sometidos al implacable bombardeo de la propaganda, difundida sin tregua ni descanso, a través de los mass media.

Las ideologías, por tanto, al enfocar la realidad como res extensa a la que debe dársele forma y hacerla mover de acuerdo con el modelo ideado por la res cogitans, monopolizada por las mentes autoras del programa que trata de operarse, ineluctablemente intentan masificar esa sociedad que, ya a priori, conciben como un objeto de cálculo y racionalización sobre el cual han de operar. Ahogan sus formas espontáneas y su propio movimiento en su vida real para sustituirlos por las formas programadas, sólo configurables en una materia moldeable y con el movimiento impulsado desde fuera y desde arriba por la tecnocracia dirigente. A medida que la participación va atenuándose y desvaneciéndose se produce y asienta la masificación"[55].

La constitución de un Estado de acuerdo a criterios ideológicos implica una consecuencia necesaria: se trata de un Estado totalitario, en el sentido más propio de este término. El poder central es un poder total para el cual no hay límites impuestos por un orden natural. Por lo mismo, es un poder que inevitablemente debe penetrar en las conciencias de los hombres, manipulándolas y condicionándolas[56], organizando todo el sistema de educación y enseñanza en conformidad con los principios tecnocráticos[57], e interviniendo directamente también en la procreación, planificándola según los objetivos del gobierno ideológico[58].

Se puede afirmar, con Bernanos, que "el Estado totalitario es menos una causa que un síntoma. No es él quien destruye la libertad, se organiza sobre sus ruinas"[59]. Surge como consecuencia necesaria de la destrucción de la sociedad real, único ámbito en que la verdadera libertad tiene consistencia.

La opresión a la cual se somete a los hombres en nombre de las ideologías, con la finalidad de hacerlos plenamente libres, no tiene límites. "Mientras un hombre no explota a sus semejantes más que para procurarse bienes humanos —escribe Gustave Thibon—, bienes reales (ocio, lujo en la alimentación o en el alojamiento...), la explotación, salvo raras excepciones, permanece limitada en rigor y en extensión... El cuadro se ensombrece cuando el hombre explota a su semejante, no ya para Satisfacer sus apetitos individuales, sino para provecho de mitos de cosas abstractas... La explotación malsana y monstruosa comienza cuando el hombre explota al hombre en provecho de una cosa irreal, de un signo muerto, de un fantasma, al cual adscribe su avaricia y su orgullo desnaturalizados. Estas abstracciones sí que tienen un estómago sin límite"[60].

 

5. Los remedios para la enfermedad ideológica

La ideología afecta a la sociedad porque afecta a las personas. Si éstas conservaran su salud espiritual y moral, la sociedad de la cual forman parte sería inmune a esta infección. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la sociedad, o más bien las sociedades de las cuales, naturalmente, cada hombre forma parte, constituyen el apoyo normal para su maduración interior. Y más que apoyo —lo cual podría tomarse en un sentido de recurso accidental o accesorio—, la sociedad —o los otros a los que cada uno está unido por vínculos naturales— es aquello de lo cual cada individuo depende para adquirir lo que le perfecciona.

Por esto, hablar de los remedios contra la enfermedad ideológica implica la necesidad de referirse tanto a lo que constituye la salud interior de las personas, como a aquello que es su condición ordinaria: sociedades, desde la familiar a la política, existiendo con vitalidad propia, y no por obra de las infinitas prótesis que le impone el poder tecnocrático. La ideología ataca directamente la mente de las personas, haciéndolas incapaces de reconocer su propia realidad y la que las circunda. Se incuba primero lo que se puede llamar una actitud ideológica, que es base y caldo de cultivo para que allí se asiente luego cualquier ideología particular. Desde allí, desde ese espíritu que padece ya la esclerosis ideológica, la enfermedad se comunica a la sociedad, convirtiéndose ésta en el objetivo sobre el cual se desatan los afanes de destrucción y de cambio. Y luego, a su vez, esa sociedad, transformada en disociedad, mediante la imposición de las imágenes y fantasmas que la suplantan, se convierte en agente poderoso y temible de una masificación cada vez mayor de los hombres. Lo cual cierra así el círculo.

Juan Vallet trata en múltiples pasajes y obras acerca de los remedios para este mal que, con distintos nombres y caras, destruye el espíritu del hombre y toda la cultura de la cual, por siglos, se ha alimentado. No es lugar aquí para entrar a una consideración detenida de lo que expone sobre este tema, pues esto es objeto de otros trabajos. Baste señalar que, para Vallet, el remedio en el orden personal se puede resumir en la responsabilidad que cada persona debe reconocer como propia, para actuar en consecuencia: "Primero, responsabilidad en el pensar: para contrarrestar los efectos que sufrimos hoy al confundir la información, sin orden ni criterio objetivo, acerca de teorías y más teorías, sin un análisis riguroso y a fondo de las mismas, que exige el verdadero conocimiento reflexivo, razonado y crítico de la realidad concreta, efectuado en contacto directo con el orden de las cosas... Segundo, responsabilidad en el obrar. En nuestros años escolares nos invitaban a colocar nuestro granito de arena de modo real en la obra de mejorar, de hacer progresar este mundo, y nos explicaban que la acumulación de granitos de arena de generación en generación ha formado la civilización en que vivimos. Hoy, en cambio, se nos incita a promover un cambio de estructuras, planteándolo con ideas abstractas... Tercero, responsabilidad en el querer y en el sentir. Hoy esta responsabilidad también se halla afectada, pues en lugar de pensar con la cabeza y sentir con el corazón, nos acostumbramos a pensar movidos por nuestros sentimientos, y no siempre los mejores..., y, en cambio, utilizamos demasiado la cabeza cuando se trata de repartir nuestro amor y nuestra ayuda. Así, hemos sido inundados por una gran preocupación por el prójimo lejano, respecto al cual poco podemos hacer, pero se nos pide que contribuyamos a crear un estado de opinión, una mala conciencia colectiva; mientras que soslayamos cada vez más al prójimo-próximo, al que vemos cerca de nosotros representado por múltiples personas de carne y hueso —padres, hijos, hermanos, vecinos, afines, compañeros y amigos—, porque pensamos que de éstos quien se ha de ocupar es el Estado y, para ello, ¡proveerá el cambio de estructuras!"[61].

En lo que respecta directamente a la sociedad, el único remedio contra su desnaturalización, que es efecto de la masificación y de la esclerosis ideológica, es el fortalecimiento de su entramado natural. Es ilusorio pensar que se pueda restaurar el orden propio de la sociedad humana únicamente desde el gobierno político, determinando mediante disposiciones legislativas un orden en el cual lo básico es que disfrute de su propia vitalidad. Siendo, para la restauración del orden social, condición indispensable el adecuado orden político, esto no es de ninguna manera suficiente: sobre lo cual Juan Vallet insiste reiteradamente. Lo fundamental es vigorizar todas aquellas sociedades en que se desenvuelve directamente la vida de las personas, comenzando por la sociedad familiar, y siguiendo con todos los cuerpos sociales intermedios entre ella y la comunidad política.

Ahora bien —volviendo al primer remedio contra la enfermedad ideológica—, para que se fortalezca el entramado social natural, es menester que nosotros, asumiendo nuestras responsabilidades, cumplamos con todo nuestros deberes de estado. "Nunca las estructuras de la administración del Estado —escribe Vallet—, socialistas o tecnocráticas, han dejado menos margen a la propia iniciativa personal y a los cuerpos sociales naturales y jamás, al mismo tiempo, se ha hablado más de participación. Pero lo curioso es que se llama a todos a participar en la cumbre, donde no es posible que participen todos aunque estuvieran capacitados para ello, lo cual tampoco en la inmensa mayoría de los casos es así. La participación exige libertad y responsabilidad allí donde puede desarrollarse la propia competencia. Cada uno en su sitio"[62].

El principio de solución es simple. Con la simplicidad de todo lo que pertenece al orden vital propio de la creatura humana, aunque en su realidad concreta posea la inagotable diversidad que impide anticiparlo en la fórmula o el esquema. Es decir, que lo opuesto a la enfermedad ideológica no es otra afección de signo contrario, sino la salud, el orden natural de una sociedad de hombres.

 

[1] Juan Vallet de Goytisolo: Ideología, praxis y mito de la tecnocracia, Ed. Montecorvo, Madrid, 1975, págs. 19-20.

[2] Ibídem, pág. 20.

[3] Ibídem, págs. 25-26.

[4] Ibídem, pág. 22.

[5] Ibídem, pág. 42.

[6] Ibídem, pág. 36.

[7] Ibídem, pág. 37.

[8] Ibídem, págs. 53-54.

[9] Ibídem, pág. 181.

[10] «Teocracia y tecnocracia», en En torno a la tecnocracia, Speiro, Madrid, 1982, páginas 19-15.

[11] Ideología, praxis y mito de la tecnocracia, pág. 144.

[12] Ibídem.

[13] Ibídem.

[14] «Teocracia y tecnocracia», op. cit., pág. 15.

[15] Más sobre temas de hoy, Speiro, Madrid, 1979, cap. XVII, "El hombre ante el totalitarismo", pág. 369.

[16] Sociedad de masas y derecho, Taurus, Madrid, 1968, págs. 425-426.

[17] Ideología, praxis y mito de la tecnocracia, pág. 165.

[18] Más sobre ternas de hoy, cap. II, "Utopía y realidad", pág. 28 (subrayado por Vallet).

[19] «Teocracia y tecnocracia», op. cit., págs. 10-11.

[20] «Revolución, historicismo y tradición en el hallazgo, conservación y progreso del Derecho», en Revolución; conservadurismo; tradición (varios autores), Speiro, Madrid, 1974, pág. 178.

[21] «Ideología o participación», en revista Verbo, Madrid, núms. 215-216, págs. 583-584.

[22] Sociedad de masas y derecho, págs. 426-427; las citas son de Marcel de Corte: "L'intelligence en péril", nn. 9 y ss., en revista Itinèraires. París, núm. 122, abril 1968, págs. 200 y ss.

[23] «Perspectivas parciales y acción uniformante total», en La sociedad a la deriva (varios autores), Speiro, Madrid, 1977, pág. 10.

[24] Ibídem.

[25] Sociedad de masas y derecho, pág. 149; Marcel de Corte: «La educación política», en revista Verbo, Madrid, núm. 59, pág. 647.

[26] «La masificación de la cultura», en revista Verbo, Madrid, núms. 231-232, págs. 60-61.

[27] «Teocracia y tecnocracia», op. cit., pág. 39.

[28] Sociedad de masas y derecho, pág. 142.

[29] Más sobre temas de hoy, cap. XVI, "Tecnocracia", pág. 361.

[30] Ibídem, cap. II, "Utopía y realidad", pág. 23.

[31] Sociedad de masas y derecho, pág. 92; Rafael Gambra. El silencio de Dios, Ed. Prensa Española, Madrid, 1968, pág. 151.

[32] «Teocracia y tecnocracia», op. cit., págs. 27-28.

[33] Cit. En Más sobre temas de hoy, cap. VI “Los caminos de la 'liberación' del hombre”, pág. 97.

[34] J. J. Rousseau: Du Contrat Social, IV, cap. 8.

[35] Más sobre temas de hoy, loc. cit., págs. 102-103.

[36] «Tecnocracia, totalitarismo y masificación«, en En torno a la tecnocracia, pág. 100; cita de Teilhard de Chardin: L'avenir de l’homme, Ed. du Seuil, París, 1959, págs. 167 y ss.

[37] «Cambio y esperanza», en revista Verbo, Madrid, núms. 237-238, págs. 873-874; cita de Teilhard de Chardin: «Carta al Padre G.», de 12 de agosto de 1950, en revista Verbo, Madrid, núm. 9, págs. 574 y ss.

[38] Ibídem, pág. 870.

[39] «Das Prinzip Hoffnung», Frankfurt, 1959; cit. en Ibídem, pág. 864.

[40] Ibídem, pág. 870.

[41] Cit. en Datos y notas sobre el "cambio de estructuras", Speiro, Madrid, s.d., pág. 144.

[42] "La démocratie. Sa nature. Sa valeur", Sirey, París, 1932, pág. 110; cit. en Cambio y esperanza, loc. cit., pág. 857.

[43] Vid. F. von Hayek: Fundamentos de la libertad, trad. castellana de José Vicente Torrente, Unión Editorial, Madrid, 1978, págs. 55-59.

[44] «Teocracia y tecnocracia», op. cit., págs. 26-27.

[45] «La tecnocracia: sus objetivos unidimensionales», en revista Verbo, Madrid, núms. 205- 206, pág. 474.

[46] Ideología, praxis y mito de la tecnocracia, págs. 183-185.

[47] Sociedad de masas y derecho, pág. 173; Marcel de Corte: «La educación política», loc. cit., pág. 647.

[48] Ibídem, págs. 69-70.

[49] «La Revolución Francesa y los municipios», en El municipio en la organización de la sociedad (varios autores), Speiro, Madrid, 1971, pág. 133.

[50] Rafael Gambra: "El silencio de Dios", cap. VIII, pág. 124; cit. en Sociedad de masas y derecho, pág. 429.

[51] Vid. Ideología, praxis y mito de la tecnocracia, Epílogo, sección II, cap. 2, págs. 283-293.

[52] J. J. Rousseau: Du Contrat Social, 1, cap. 7.

[53] Vid. Hayek: op. cit., págs. 111-112

[54] Más sobre temas de hoy, cap. VIII, "Las libertades y el liberalismo", págs. 127-128.

[55] «La masificación de la cultura», loc. cit., págs. 53-54.

[56] Ideología, praxis y mito de la tecnocracia, III parte, sección III, cap. 1, págs. 189-192.

[57] Ibídem, cap. 2, págs. 193-197.

[58] Ibídem, cap. 4, págs. 205-209.

[59] G. Bernanos: "La libertad, ¿para qué?", Buenos Aires, 1974, pág. 136; cit. en "Tecnocracia, totalitarismo y masificación", op, cit., pág. 84.

[60] Gustave Thibon: "Diagnósticos de psicología social", trad. castellana de Miguel Arazuri, Madrid, 1958, págs. 110 y ss.; cit. en Sociedad de masas y derecho, pág. 58.

[61] Ideología, praxis y mito de la tecnocracia, págs. 297-303.

[62] Ibídem, pág. 311.