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Número 517-518

Serie LI

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La (nueva) democracia «corporativa»

CUADERNO: TECNOCRACIA Y DEMOCRACIAS

 

1. Aclaración preliminar

No voy a abordar la cuestión de la democracia corporativa en sí misma. No examinaré, pues, el problema de la representación política basada en las actividades desarrolladas, los intereses de las corporaciones y las competencias sectoriales. Tampoco examinaré el problema de la corporación tal y como la teorizó Hegel, que entendía que la corporación fuese precisamente aquella realidad creada por el Estado en la que el ciudadano particular, es decir el hombre privado, encontraba asegurada su riqueza[1]. Ni me detendré en el del Estado corporativo que realizó en parte el fascismo italiano y que, contrariamente al corporativismo medieval, afirmaba previamente la inexistencia del individuo: éste, en efecto, para el fascismo, existía en el Estado y subordinado al Estado, que era considerado como la única realidad de la que debía depender todo[2]. Por tanto, no consideraré las doctrinas organicistas modernas para las que el interés supremo es sólo el nacional, al que se sacrifica cualquier otro, empezando por el individual. Teoría que va «más allá» de la misma doctrina hegeliana de la corporación.

El adjetivo «corporativa» del título va entre comillas. Asume por lo mismo un significado particular y da a la misma democracia un significado nuevo. Al hablar de nueva democracia «corporativa» me refiero a las nuevas formas que ha asumido la democracia en la llamada época postmoderna tras haberse perdido no sólo su significado clásico (esto es, la democracia como «forma» de gobierno) sino también el moderno (o sea, la democracia como «fundamento» del gobierno).

En la época postmoderna, es decir, hoy, los conceptos políticos han dejado el puesto a las nuevas exigencias vitalistas de los individuos asociados y/o de los grupos organizados y a modalidades irracionales de regimiento político. Esta no es una novedad absoluta, sino consecuencia de doctrinas que ya en siglos pasados, pero sobre todo a fines del siglo XIX, teorizaron la política como conflicto no «externo» a las instituciones (el que, según las doctrinas constructivistas, sería propio del estado de naturaleza) sino «interno» a las mismas. La novedad radica en el hecho de que hoy este modo de entender la democracia es el único que se considera válido en el mundo occidental, sobre todo a causa de la influencia ejercida por la cultura política norteamericana, hija del protestantismo y de la Ilustración.

 

2. La democracia «corporativa» politológica

En primer lugar debe constatarse un hecho: tras la segunda guerra mundial se ha desarrollado gradualmente en el mundo occidental (entendiendo por Occidente la Europa entonces no comunista y Norteamérica) la doctrina politológica, nacida –aunque quizá fuera más correcto decir asumida conscientemente como forma teórica– en los Estados Unidos de América a fines del siglo XIX. La teoría del Estado como proceso, en efecto, ya se practicaba en los Estados Unidos, cuya cultura política desconoce tanto el concepto clásico de comunidad política como el de Estado elaborado en Europa por la modernidad. La politología acepta primeramente –como todas las doctrinas políticas modernas– el poder no cualificado sustancialmente y, por ello, brutal, como sinónimo de poder político y, en último término, de política[3]. Entiende que las instituciones «públicas» son instrumentos neutrales al servicio de los intereses «privados». Subordina, por tanto, el poder estatal a la llamada sociedad civil. Postula la aparente desideologización de la política. Erige el conflicto como método político, introduciendo así la guerra civil en las instituciones. Considera efímero el orden político-jurídico, consiguiente y necesariamente, siempre en devenir y dependiente estrictamente de las elecciones de las llamadas fuerzas políticas que contingentemente logran adueñarse (aunque respetando los procedimientos o leyes electorales) de él. Peor: considera el orden político-jurídico como meramente instrumental a la consecución de los intereses de los grupos socialmente hegemónicos.

 

3. La democracia «corporativa» nominalista on line (o virtual)

Esta teoría, que se está imponiendo y podría parecer –para una lectura superficial– una forma de democracia directa, en la que el ágora residiría en internet, plaza virtual, representa una evolución de la democracia tal y como la postulaba la politología (no es, por lo mismo, su negación). En otras palabras, la democracia informática permitiría la comprobación de la voluntad de todos y cada uno en tiempo real (como suele decirse) y, por tanto, representaría la expresión máxima de la libertad, entendida como libertad negativa, ya que no estaría «filtrada» ni siquiera por los grupos organizados que se constituyen para la defensa o la promoción de los intereses «corporativos». La democracia on line, en suma, permitiría registrar los deseos y su sucesiva e inmediata realización a partir de su sola manifestación. La democracia on line o virtual, pues, permitiría completar el proceso de inmanentización de la política puesto en marcha por la democracia moderna, es decir, por la democracia como «fundamento» del gobierno, y nunca completamente realizado: incluso Rousseau, en efecto, el teórico más radical de la libertad negativa, se vio obligado a negar la individualidad del ser humano y a hacer del Estado la única realidad capaz de hacer efectiva la voluntad, cualquier voluntad. La democracia moderna, por tanto, se vio forzada a conservar las instituciones no como simple aparato a disposición de quien tiene el poder de turno sino como persona civitatis capaz de querer y de querer eficazmente. Doctrina y realidad, ésta, a la que la teoría politológica se opuso vaciando completamente al Estado –el Estado moderno pero también la comunidad política clásica– de todo poder ordenador y, por tanto, reduciendo el ordenamiento jurídico y cualquier aspecto institucional a instrumento para la realización de proyectos elaborados en función de los intereses de parte.

La democracia on line se propone llevar a las últimas consecuencias el proceso de inmanentización de la política, teorizando el ejercicio de la soberanía individual solipsista como ideal. Aquélla, por tanto, debe contentarse con las manifestaciones de las «decisiones» y de los deseos individuales sin requerir argumentaciones. En otras palabras, la verdadera confrontación dialéctica se proscribe sustancialmente por la discusión, que aparentemente se hace con la red y en red. Esto es coherente y natural desde el momento en que el deseo no tiene necesidad de ser justificado: viene, en efecto, solamente registrado. La nueva democracia on line o virtual, por esto, postula de una parte la legitimación apriorística de cualquier instancia y de cualquier «decisión», mientras que –de otra– realiza el nihilismo político, presupuesto en ella y presente en las doctrinas políticas constructivistas modernas y en la teoría politológica. La democracia on line puede definirse como «corporativa» si se usa este adjetivo en el sentido más absurdo y negativo posible: el de permitir al individuo reivindicar como derecho la realización de cualquier «decisión» o interés suyos, por el solo hecho de entenderse y manifestarse como tal.

Resulta significativo lo que está sucediendo ante nuestros ojos. Las campañas electorales demuestran, en efecto, la superación de la doctrina politológica y de la metodología que impuso. La negociación de las leyes que imponía la politología antes de elegir el Parlamento y para su elección no se da (rectius: no se da solamente) con los grupos que detentan los votos (vendidos a cambio de ventajas económicas aseguradas o, al menos, favorecidas por la legislación), sino que se realiza con la propaganda generalizada que tiende a asegurar la realización de uno u otro interés: se prometen generalmente desgravaciones fiscales, contribuciones, concesión de privilegios a diversas categorías o a las nuevas «corporaciones» habilísimas técnicamente para obtener beneficios sin realizar aportaciones o, peor, sin actividad laboral: la riqueza se distribuye, no se produce. En otras palabras, la «contratación» de las leyes se produce a partir de una oferta pública aceptada con el voto.

 

4. Los «pasos» obligados que favorecen a la politología

La doctrina politológica del Estado ha marcado primeramente el paso del bien (del bien moral) a lo útil. Ha sido expulsado el mismo concepto de bien común. Tanto que hoy se entiende que la política debe promover solamente la riqueza material, preocuparse del aumento del PIB (producto interior bruto), asegurar la satisfacción generalizada de los deseos. Hasta los llamados a ser guías morales enseñan que la política debe prestar atención a los más débiles económicamente, transformando así la ciencia y el arte políticos en instrumentos para alcanzar el bienestar social y haciéndola dependiente de la economía.

La doctrina politológica, a continuación, ha marcado el paso de lo público (que es la categoría privilegiada por la «modernidad política fuerte») a lo privado (que es la categoría de la postmodernidad política, o sea, de la «modernidad política débil»), poniendo entre paréntesis o ignorando lo político. Sólo a partir de aquí puede entenderse la transformación radical de la función del ordenamiento jurídico, convertido en instrumento para la realización de cualquier proyecto privado.

La doctrina politológica ha marcado, además, el paso del partido ideológico al partido territorial y, finalmente, al partido como movimiento contingente cuyo programa se determina a posteriori con la democracia on line, es decir, sobre la base de la convergencia de intereses y ventajas individuales.

El partido ideológico era ya epifanía de la aceptación del relativismo: la verdad se convertía en y se hacía depender de una perspectiva (particular) que pretendía ser el todo. Sin embargo, conservaba en su origen, al menos de hecho, la nostalgia de la verdad y, aunque equivocadamente, reconocía a la teoría un primado sobre la praxis. El partido ideológico sufrió gradual y rápidamente una transformación esencial: se convirtió bien pronto en portador sólo de intereses, engalanados por la ideología. Todo partido ideológico, en efecto, se hizo representante y tutor de las categorías que les aseguraban los votos y, por tanto, el poder. Se dio un reparto de la representación de los intereses que condujo a la negociación de las leyes, como ya hemos dicho, antes incluso de elegir al Parlamento. El partido ideológico, en otras palabras, se convirtió en un lobby para la promoción o defensa, en fin para la realización, de ventajas «corporativas» que marcaron el fin incluso formal de la ideología. A este propósito resulta significativa, por ejemplo, la evolución sufrida en Italia por los partidos durante la «Primera República» (1945-1992).

El partido territorial postula, desde su constitución, el abandono (al menos aparente) de cualquier ideología. Lo que lo mueve es principalmente el interés «egoísta», enmascarado y justificado por la justicia y por el rechazo del parasitismo y asistencialismo. El partido territorial (encarnado en Italia por la Liga Norte) se funda sobre el interés del territorio, término usado para identificar colectividades humanas que habitan en determinadas regiones y «unidas» sobre todo por el interés material y la búsqueda (con frecuencia la pretensión) de la riqueza. Representa la evolución coherente de la transformación sufrida por el verdadero partido ideológico, que ha dejado de ser considerado idóneo para asegurar la obtención de las ventajas «corporativas» que constituyeron la premisa del consenso, más aún su garantía, convirtiéndose en un partido ideológico vuelto a pensar y utilizado según los criterios de la doctrina politológica de derivación norteamericana.

El partido como movimiento contingente rechaza, por su parte, tanto al partido ideológico como al partido territorial. Más aún, rechaza la representación política en sí misma. No es casual que se haya ido difundiendo la convicción de que la representación política está destinada en poco tiempo a desaparecer como en el pasado desapareció la monarquía absoluta. Bajo este ángulo, el partido como movimiento contingente recoge las indicaciones russonianas (pero que Rousseau no desarrolló coherentemente, pues habrían llevado en último término a la identificación de su democracia con la anarquía) según las cuales «quien delega, abdica». El partido como movimiento contingente (representado en Italia, por ejemplo, por el Movimiento 5 Estrellas de Grillo) pretendería desarrollar la democracia moderna, entendida como «fundamento» del gobierno, que hasta Rousseau hubo de reconocer que no ha existido y no puede existir (Del contrato social, libro III, capítulo IV) al ser contraria al orden natural: su realización exigiría siempre la unanimidad, ya que de otro modo una mayoría impondría sus propias decisiones (es decir, la voluntad propia) a la minoría. Ahora bien, si se considera que el partido como movimiento contingente intenta la conciliación del problema político de la democracia moderna con la realización de los deseos (que, en la efectividad de las cosas, encuentran expresión «concreta» en los intereses), se comprende que aquél presta su voz a las instancias más radicales del «corporativismo» contemporáneo, entendido como la praxis más radical de la doctrina de la «ventaja» individual.

Sin embargo, ya Cicerón había observado que si se entendiera que la ventaja es la regla de la ciudad o la razón de la res publica, la comunidad política se disolvería y las leyes se observarían sólo cuando garantizaran una utilidad material[4]. Es a lo que empujan la doctrina politológica, al teorizar la lucha entre los grupos en nombre de su interés, y la nueva democracia on line o virtual, que de hecho expulsa incluso la trascendencia del interés del grupo para afirmar solamente el individual.

 

5. El nuevo corporativismo como egoísmo: la disolución nihilista de la política a través de la democracia on line o virtual

Podrá parecer una contradicción hablar de corporativismo egoísta, ya que el corporativismo no debería llevar al individualismo solipsista. La efectividad de nuestro tiempo nos muestra, en cambio, que el mismo, interpretado tal y como es practicado, concluye en el nihilismo más radical. Deja el puesto, en último término, al método, es decir, a la técnica, entendida no como aplicación de la ciencia sino como ciencia (de la política) en sí misma. El método, en suma, se torna en contenido. La democracia se erige en bien en sí misma. El procedimiento, que debería servir para alcanzar un objetivo, se convierte él mismo en objetivo. Se camina para caminar, no para alcanzar una meta. A la política viene a faltarle la esencia y su razón de ser. Es el drama del mundo contemporáneo, que desemboca en una crisis profunda de la que no sabe cómo salir. Por ello confía cada vez más en «técnicos» que no saben ni usar la técnica ni por qué ésta debería ser usada.

 

[1] Cfr. G. W. F. HEGEL, Enciclopedia de las ciencias filosóficas, § 534.

[2] Sobre esta cuestión resulta útil la lectura del trabajo de Carlo COSTAMAGNA, La dottrina del fascismo, Editrice «La tavola rotonda», sin fecha ni lugar de edición. Costamagna muestra cómo voluntad individual y Estado son incompatibles entre sí para la doctrina fascista. Con referencia a Stirner afirma, incluso, que se trata de dos potencias eternamente enemigas (cfr. ibid., pág. 355).

[3] Para una primera aproximación a la doctrina politológica resulta útil la lectura de las páginas 23-101 de la obra de Alessandro PASSERIN D’ENTREVÈS, La dottrina dello Stato, Turín, Giappichelli, 1967. Puede verse, además, Danilo CASTELLANO, «La non-politique de la modernité», en La guerre civile perpétuelle, a cargo de Bernard Dumont, Gilles Dumont y Christophe Réveillard, Perpiñán, Artège, 2012, págs. 37-49.

[4] Cfr. CICERÓN, De Legibus, I, 15-16.