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Número 517-518

Serie LI

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La Iglesia y las democracias

CUADERNO: TECNOCRACIA Y DEMOCRACIAS

 

1. Introducción

El título de la exposición que presento ahora puede sugerir que se trata de un estudio de tipo jurídico-diplomático. Efectivamente, podríamos observar la manera con la que los papas del periodo revolucionario, y con ellos los obispos, los teólogos y en definitiva la gran mayoría de los católicos, se condujeron para con los Estados que se calificaban de democracias (incluyendo, en este caso, las democracias populares). Tal estudio sería interesante, pero no seguiremos esta pista.

Consideraremos el tema desde las doctrinas, examinando cómo ha sido entendida la democracia en los discursos de los papas de la época moderna, a partir de la Revolución francesa y hasta nuestros días. Sin embargo, ¿por qué hablar de las democracias, en plural? Precisamente veremos que este uso del plural tiene cierta justificación, en cuanto, de modo artificial, se han atribuido varios sentidos a la misma palabra «democracia» en el marco de la llamada «doctrina social de la Iglesia», una pluralidad de sentidos que favorece y al mismo tiempo expresa varias confusiones.

 

2. Los distintos sentidos de la democracia

Con la palabra «democracia», en general y considerada en sí misma, se entiende el modo colectivo de tomar decisiones: nadie en un grupo posee el poder de decidir e imponer la obligación de obedecer a sus decisiones, pues toda decisión resulta sea de la unanimidad o de otra convención (consenso, voto o suerte). Este modo colectivo tiene dos aspectos: uno funcional, el otro ético

El aspecto funcional es sencillo: un sistema de permanente decisión colectiva estricta no puede perdurar, visto que toda decisión se enfrenta en muchos casos a la indeterminación (o sea ausencia de evidencia) y en consecuencia requiere opciones de prudencia, que es una virtud esencialmente personal. En consecuencia, o la democracia directa y permanente se trasforma en régimen mixto, conscientemente o no, delegando el poder de decisión a un individuo cualquiera, o pretende mantenerse absoluta y duraderamente, y termina mal. En la primera opción el control puede ejercerse de manera cuidadosa, dejando sin embargo a los delegados cierto espacio de libertad (un cierto grado de autoridad). La representación es una consecuencia de la importancia numérica del grupo considerado, pero no modifica (en sí) el problema, sino que lo traslada, e introduce nuevas dificultades específicas, concernientes por ejemplo a la naturaleza, imperativa o no, del mandato confiado a los representantes.

Si se pretende mantener una forma estricta de colectivismo decisional, la pretensión de ejercer la democracia directa absoluta y permanente acaba en derrota. Muy interesante al respecto es la película Tierra y libertad, de Ken Loach (1995), donde se ilustra el funcionamiento del POUM y su eliminación por los soviéticos: orden –perverso, pero orden– contra anarquismo[1].

El segundo aspecto es ético y se refiere a la coherencia con los fines de la sociedad considerada. Si el fin es el bien común (que es una noción analógica, pues se realiza de diversos modos y con intensidad diversa según la naturaleza de la comunidad, grupo religioso, sindicato de propietarios, tribu…), éste constituye la norma que funda la autoridad y, al mismo tiempo, el freno para impedir los abusos. Así se verifica el conocido refrán: si Dios no existe, todo está permitido. En la democracia moderna (en cualquier nivel) la norma es absolutamente inmanente, lo que genera muchas consecuencias negativas.

Ahora bien, es sabido lo que ha sucedido con la Ilustración y sus consecuencias políticas: la pretensión de ignorar toda especie de limitación, en nombre de la «autonomía» humana, sea interpretada en un sentido pelagiano y práctico, sea más allá, como hoy vemos, en la locura del «ni Dios ni amo».

A su vez la falta de principios implica consecuencias funcionales, entre las que se hallan primeramente la igualdad envidiosa o la destrucción del sentido del común. La única forma de «justicia» (en realidad, de equilibrio, no de justicia) es la comunitativa, entendida en un sentido estrictamente utilitarista. De donde nace el estado de guerra permanente entre los asociados, típico de la modernidad política, económica, intelectual, social… También la negación absurda del problema de la autoridad o, dicho de otra manera, la negación de la prudencia.

 

3. La actitud de los papas del siglo XIX

Los papas del siglo XIX, con especial mención de León XIII, entendieron perfectamente la malignidad y los vicios fundamentales de la filosofía política moderna. (Nótese que antes no tenía mucho sentido para ellos intervenir en cuestiones de este tipo, lo que demuestra la absoluta novedad de la modernidad política y su manifestación a partir del fin del siglo XVIII).

Ya desde el inicio, Pío VI (Bula Quod aliquantum, 1791) había colocado en el concepto de «libertad» («desenfrenada») el corazón del problema, y más precisamente hecho hincapié en la libertad religiosa, de manera muy sugestiva para nuestros tiempos del posconcilio. Pío VI llama «derecho monstruoso» la concepción de los constituyentes franceses, en estos términos: «Esta libertad religiosa, que no sólo asegura el derecho de no ser molestado por las propias opiniones religiosas sino también el de pensar, decir, escribir e imprimir en materia religiosa todo lo que pueda sugerir la imaginación más inmoral».

Dan por totalmente irracional esta fundamentación del orden público en cuanto destruye la unidad y el orden de las cosas. No se trata directamente de democracia, sino de su fundamento último que es la falsa noción de libertad. En consecuencia, de la filosofía subyacente.

Del mismo modo, Pío IX en el Syllabus (1864) condena la siguiente proposición (39): «El Estado, como quiera que es la fuente y origen de todos los derechos, goza de un derecho no circunscrito por límite alguno». Y en la encíclica que acompaña el texto, Quanta cura, dice también: «La voluntad del pueblo, manifestada por la que llaman opinión pública o de otro modo, constituye la ley suprema, independiente de todo derecho divino y humano, y que en el orden político los hechos consumados, por lo mismo que han sido consumados, tienen fuerza de derecho». (Lo que ilustra el precepto de Hobbes: Auctoritas [poder] non veritas fecit legem).

León XIII dedicará varios textos al mismo tema, con mucho más detalle, pero siempre enfocando la negación de la autoridad, tanto la de Dios como la de los hombres quienes reciben su autoridad de Él. Son las encíclicas Quod apostolici muneris (1878), Diuturnum Illud (1881) Immortale Dei (1885), Libertas praestantissimum (1888). Cuando se lee esos textos, se pueden comprobar dos hechos: 1) La gran relevancia dada a la cuestión de los fundamentos del derecho, del orden establecido por Dios y, en contraposición, la monstruosidad de la pretensión moderna que busca construir una sociedad autónoma, «independizada». Es ante todo una visión religiosa, la denuncia de una impiedad. 2) La ausencia de análisis del sistema político, sino de modo indirecto, concentrándose en la noción de igualdad, vista como destructora de la organicidad social, o también en las consecuencias negativas para la paz social. Así, por ejemplo, leemos en Quod Apostolici muneris: «[…] el Creador y Gobernador de todas las cosas las ha dispuesto con su providente sabiduría de tal manera que las cosas ínfimas alcancen sus fines respectivos a través de las intermedias, y las intermedias a través de las superiores. Pues así como en el mismo reino de los cielos ha establecido la diversidad de los coros angélicos y la subordinación de unos a otros, y así como en la Iglesia ha instituido variedad de grados jerárquicos y diversidad de ministerios, para que no todos fuesen apóstoles, ni todos doctores, ni todos pastores, así también ha determinado que en la sociedad civil haya distinción de órdenes diversos en dignidad, en derechos y en poder, para que el Estado, como la Iglesia, forme un solo cuerpo, compuesto de gran número de miembros, unos más altos que otros, pero todos necesarios entre sí y solícitos del bien común».

Y contrastando con esta clásica visión del orden natural y cristiano, León XIII expone los principios modernos, en la Immortale Dei: «[…] todos los hombres, así como son semejantes en especie y naturaleza, así son también en los actos de vida; que cada cual es de tal manera independiente, que por ningún concepto debe estar sometido a la autoridad de otro; que puede pensar libremente lo que quiera y obrar lo que se le antoje acerca de cualquiera cosa; en fin, que nadie tiene derecho de mandar sobre los demás. En una sociedad informada por tales principios no hay otro origen de autoridad sino la voluntad del pueblo, el cual, como único dueño que es de sí mismo, es también el único que puede mandarse a sí mismo. Y si elige personas a las cuales se someta, lo hace de suerte que traspasa a ellas, no ya el derecho, sino el encargo de mandar, y éste para ser ejercido en su nombre».

En consecuencia, y esto constituye un argumento subordinado al precedente, León XIII rechaza el contractualismo, que traduce, más allá del igualitarismo, el primado de la voluntad «libre». Concluye esa crítica, en Diuturnum Illud, observando que «[…] negar que Dios es la fuente y el origen de la autoridad política es arrancar a ésta toda su dignidad y todo su vigor. […] [las nuevas teorías] dejan la soberanía asentada sobre un cimiento demasiado endeble e inconsistente».

Este «cimiento», más bien este veneno, es la construcción ideológica destructora a que el papa llama el «derecho nuevo». Más de un siglo después, podemos en efecto verificar lo que ha resultado de la aplicación de estas concepciones: el «derecho nuevo» ha generado la destrucción de la vida en común, la masificación de los individuos sin raíces, la anomia.

 

4. Balance de la actitud de los papas del siglo XIX

El análisis presentado por los papas del siglo XIX, y León XIII en particular, se atuvo al despliegue de una lógica de los principios abstractos, con evidente razón, pero curiosamente sin prestar atención a los instrumentos concretos del poder, tampoco a los métodos políticos y a los apoyos sociales del «derecho nuevo», a excepción de la política escolar y de la actividad de la Masonería (aunque sin ponerlas en relación con un sistema institucional completo). San Pío X, por ejemplo, dedicó la encíclica Notre charge apostolique (1910) a la crítica del movimiento de Marc Sangnier, Le Sillon. Pero también en este texto expone la misma doctrina que León XIII, siempre desde un punto de vista exclusivamente filosófico. Después, tanto Benedicto XV como Pío XI dejaron de lado el problema, concentrándose el segundo en el tema del estatismo.

Nunca los papas del periodo efectuaron un análisis del sistema político-social, de la estructura específica que permitió a los enemigos que se apoderasen de los medios adecuados para destruir el orden natural, de su propensión a transformarse en tecnocracia socialista. El hecho sorprende tanto más cuanto desarrollaron una crítica relativamente detallada y válida del sistema económico (véase las encíclicas Rerum novarum, del mismo León XIII en 1891, más tarde, Quadragesimo anno, de Pío XI, en 1931); del mismo modo también vimos denunciar los sistemas comunista y nazi por Pío XI y Pío XII, ciertos aspectos muy específicos de la medicina (por Pío XII en particular), etc. Mientras que en materia política, la «doctrina social de la Iglesia» no se benefició de una atención comparable[2]. Ahora bien, varios autores habían analizado detalladamente el sistema político-social moderno, su funcionamiento, su evolución mecánica hacia consecuencias totalitarias (sin usar la palabra, inventada después), sus efectos destructores del cuerpo social sometido al igualitarismo y al conformismo (cfr. Tocqueville por ejemplo). También se había puesto en evidencia la realidad del gobierno ideológico, la selección humana realizada por la «máquina» de los partidos y sociedades de pensamiento (Taine, más tarde Augustin Cochin, Roberto Michels, Maurras, etc.), la mentira fundamental de la «representación», el papel de la opinión pública y su fabricación, la función de los intelectuales y tantos otros aspectos.

Los papas del periodo tampoco se interesaron por la base social que soportaba el «derecho nuevo»: la burguesía. En consecuencia, prestaron la mayor atención a los hombres (adherentes más o menos fieles de los principios revolucionarios), sin dedicarla en cambio a los aspectos institucionales del proceso revolucionario y su base social, sin embargo objeto de muchos estudios, socialistas o no.

El desconocimiento de los aspectos estructurales, junto a la focalización sobre las doctrinas y los individuos condujo a adoptar tácticas a veces ofensivas, pero al servicio de una estrategia defensiva – lo que indudablemente es una de las raíces del cambio de rumbo conciliar.

León XIII hizo culminar esta desproporción al lanzar la consigna del Ralliement (1892), minimizando las instituciones (consideradas de modo neutral) y buscando orientar el orden social gracias a la elección de diputados católicos. Si intentamos entender el motivo teórico de esta opción, y no solamente la oportunidad o la táctica, parece que el papa reducía el sistema político (y su soporte sociocultural) a la mera potestad legislativa. Para él, el sistema del «derecho nuevo» (la República, en Francia) significaba la presencia activa de los enemigos de la Iglesia, con sus falsos principios, su feroz hostilidad anticatólica y sus actividades subversivas, pues se trataba de un conjunto de individuos nocivos que actuaban en un marco neutro en si mismo. Eso resalta del texto de Au milieu des sollicitudes. Nuevos hombres, concretamente los católicos unidos más allá de la división de sus opiniones, debían cambiar las cosas, orientando la legislación en sentido opuesto y favorable a la Iglesia. El Estado democrático como tal era para León XIII un puro aparato técnico ante todo orientado a la producción de leyes, y no un instrumento de poder al servicio de la oligarquía. Lo que era considerablemente reductor.

Surge una aparente objeción: en un pasaje ya citado de la encíclica Immortale Dei, León XIII había escrito que «si [el pueblo] elige personas a las cuales se somete, lo hace de suerte que traspasa a ellas, no ya el derecho, sino el encargo de mandar, y éste para ser ejercido en su nombre». Parece así criticar el mismo principio democrático, o mejor, la relación entre éste y las instituciones. Pero en realidad se limita a considerar la filosofía vigente detrás del sistema. Es una cuestión de inspiración. El mismo aparato de Estado podría ser conservado, sólo sería bueno que cambiase de inspiración.

Otra objeción: al acabar su argumentación, siempre en la Immortale Dei, León XIII presenta otros motivos de rechazo de la democracia moderna: 1) La soberanía del pueblo así definida genera sediciones, tanto más que la sedición se ve considerada como un derecho. Sin decirlo así, es el principio de la «guerra civil perpetua» a la cual estamos acostumbrados en la vida social y política de nuestros tiempos. 2) La indiferencia en materia de religión –la laicidad– conduce directamente al ateísmo. 3) La libertad de opinión y prensa desenfrenada es fuente y origen de muchos males, porque es irracional. Podemos hoy en día apreciarlo en un juicio como este: «Por consiguiente, no es lícito publicar y exponer a la vista de los hombres lo que es contrario a la virtud y a la verdad, y es mucho menos lícito favorecer y amparar esas publicaciones y exposiciones con la tutela de las leyes». 4) Una sociedad sin religión se destruye a si misma.

Como podemos comprobar, todos estos argumentos sólo atañen a los principios y sus consecuencias últimas, sin considerar los mecanismos del poder, las luchas concretas, etc. Pese a todo eso se presenta una última objeción: León XIII publicó dos encíclicas contra la Masonería, que es el principal órgano de control y de animación del sistema democrático moderno. Pero la encíclica Humanum genus (de 1884) tampoco constituye una excepción a lo recién observado: reduce el interés al examen de los principios, aunque incluya la descripción de ciertos métodos de la secta. En primer lugar León XIII ilustra, detalladamente, los principios o la filosofía de la Masonería, en todo idénticos a los de la filosofía moderna (falsa noción de libertad, igualitarismo, ateísmo, etc.); en segundo lugar sigue con la descripción de los objetivos políticos y sociales de la secta, también muy conocidos –perversión de las costumbres, en particular de la juventud, destrucción de la familia, de las jerarquías naturales, odio a la Iglesia, monopolio de la educación, etc. Pero entre ambos polos (doctrina y objetivos concretos) se interesa poco por los métodos y aún menos por las estructuras que aseguran su éxito (redes transpolíticas, decisiones previas, listas negras, corrupción multiforme…). Más tarde, en la encíclica Annum ingressi de 1902, León XIII irá un poco más lejos en el análisis, pero a modo de sencilla alusión, denunciando la «inmensa red» masónica, aludiendo a sus métodos de corrupción y su infiltración «en todos los órdenes sociales», formando «un Estado invisible e irresponsable en el Estado legítimo».

La última fórmula («Estado legítimo») crea dificultades, sobre todo si se refiere al Estado republicano francés y a sus réplicas en otros países. Ahora bien, desde el punto de vista práctico, hubiera sido de suma importancia estudiar de qué manera la forma constitucional moderna y la oligarquía partitocrática que resulta de ella, favorecen al máximo la captación del poder por las logias. Entonces, podría entenderse un poco más cómo León XIII llegó a imaginar la operación del Ralliement (1892), en términos puramente instrumentales. La forma de gobierno de la República francesa forma parte, tanto con sus principios fundadores como en sus modalidades de funcionamiento, de la concepción moderna del poder, apoyada sobre el dogma de la soberanía absoluta de la «Nación». Por cierto, el papa no se contradice en la materia, pues no deja de condenar este principio. Pero al no considerar la forma jurídica y sociológica coherente con estos principios, ve (o quiere ver) sólo a los hombres, estén completamente impregnados de las falsas ideas, aunque sea sólo en parte, o sean buenos. Y concluye con la consigna de «entrar» en el sistema, creyendo posible cambiar las leyes sin cambiar las reglas del juego.

Es de notar que después no fue modificado este enfoque leoniano, ni siquiera bajo el pontificado de san Pío X. Se mantuvo como constante de la dicha doctrina social de la Iglesia del siglo XX.

Una de las consecuencias del Ralliement ha sido la promoción de la democracia cristiana, en la línea de Lamennais y de sus discípulos, doctrina y tentativa condenada a partir de Gregorio XVI. Para oponerse a la difusión de esta categoría particular de modernismo, el mismo León XIII intentó una curiosa operación de voluntarismo semántico, dando a la expresión «democracia cristiana» un sentido apolítico, eso en la encíclica Graves de communi (1901): «No sea empero lícito referir a la política el nombre de democracia cristiana; pues aunque democracia, según su significación y uso de los filósofos, denota régimen popular, sin embargo en la presente materia debe entenderse de modo que, dejado de todo concepto político, únicamente signifique la misma acción benéfica cristiana en favor del pueblo».

Pero fue en vano. Como se sabe, gracias a Maritain y a sus secuaces, la democracia cristiana ha vencido antes de venir a menos. No es necesario aquí recordar las circunstancias que permitieron la aceptación ineludible del concepto moderno de democracia en la doctrina social de la Iglesia (la acción antimodernista de san Pío X, la reacción bajo Benedicto XV, la promoción de la Acción católica por Pío XI, la aparición del progresismo…). Pero así fueron las cosas.

 

5. La transición y el cambio conciliar

Entonces llegó el momento de la transición, desafortunadamente (aunque tímidamente) favorecido por Pío XII, aceptado en su principio por el Concilio Vaticano II y ahora completamente integrado en la doctrina de la Iglesia posconciliar. Sin embargo, la democracia hoy honrada como el mejor régimen y hasta el único pensable por todo católico choca con la realidad, de modo que más que nunca aparece lamentable que se mantenga la distinción sin fundamento entre la democracia moderna abstracta (equiparada con la forma del gobierno popular antigua) y la democracia moderna real, distinción debida a la carencia de análisis político que acabamos de recordar.

El primer paso se debió a la política internacional de Pío XII y a su opción a favor del mal menor americanista frente a la amenaza comunista. La clave ha sido desvelada en el radiomensaje de Navidad de 1944, cuando la Segunda Guerra Mundial no estaba aún acabada.

Pío XII encuentra la diferencia entre «buena» democracia y «falsa» democracia en otra diferencia, entre el «pueblo» (que reúne la diversidad de hombres libres) y la «masa» fácilmente manipulada por los demagogos o por la tecnocracia. Y expone que el respeto del pueblo, por parte de los gobernantes que elige, presupone el reconocimiento de la Ley de Dios, el respeto de las reglas morales, etc. Y finalmente concluye exactamente igual que León XIII a propósito de la importancia de los hombres, y le supera hasta minimizar explícitamente la consideración de la estructura jurídico-política: «[…] Con claridad […] la solícita preocupación de la Iglesia se dirige no tanto a la estructura y organización exterior de la democracia –las cuales dependen de las aspiraciones peculiares de cada pueblo– cuanto al hombre como tal […]. El sentimiento profundo de los principios de un orden político y social sano y conforme a las normas del derecho y de la justicia es de una particular importancia en aquellos que, en cualquier forma de régimen democrático, tienen como representantes del pueblo, total o parcialmente, el poder legislativo. Y como el centro de gravedad de una democracia normalmente constituida reside en esta representación popular, de la cual irradian las corrientes políticas por todos los sectores de la vida pública –tanto para el bien como para el mal–, la cuestión de la elevación moral, de la aptitud práctica, de la capacidad intelectual de los diputados en el parlamento, es para todo pueblo organizado democráticamente una cuestión de vida o de muerte, de prosperidad o de decadencia, de salud o de perpetua enfermedad. […] Tiene que reunir [...] una selección de hombres de sólidas convicciones cristianas, de juicio justo y seguro, de sentido práctico y recto, consecuentes consigo mismos en todas las circunstancias; hombres de doctrina clara y sana, de propósitos firmes y rectilíneos […]», etc. Las cursivas son nuestras.

Desde aquel momento, la aceptación del régimen occidental era necesaria, así como la puerta estaba abierta al éxito de los partidos democristianos. El papel (o mejor, la función) que ellos desarrollarán va a ser esencial para transformar el mundo político y social católico en auxiliar o hasta vanguardia de la modernización. De modo que las posiciones adoptadas por el Concilio en dicha materia no pueden asombrarnos.

Pasamos al tiempo del Concilio. La palabra «democracia» está ausente de los documentos de Vaticano II, pero la realidad se encuentra en muchas partes de los mismos documentos. Y ante todo se realiza un completo cambio de criterio. Es el problema de la definición de la libertad religiosa, documento clave en la materia.

Hasta Pío XII la referencia de la libertad religiosa era la verdad. Había sido el criterio de Pío VI, citado al inicio del presente texto. Libertad para la verdadera religión, posible prudente tolerancia de las falsas. Con el Concilio, se deja ese criterio para reemplazarlo con el de la dignidad intrínseca y permanente de la persona. En pocas palabras se introduce un elemento esencial de donde sale justificada la democracia moderna: «[…] El derecho a la libertad religiosa no se funda en la disposición subjetiva de la persona, sino en su misma naturaleza. Por lo cual, el derecho a esta inmunidad permanece también en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y de adherirse a ella, y su ejercicio, con tal de que se guarde el justo orden público, no puede ser impedido». Las cursivas añadidas son de nuevo nuestras.

A partir de esta afirmación se justifica el principio democrático moderno de la pluralidad de opiniones y su consecuencia, la aceptación de la democracia moderna como régimen normativo (en cuanto sería más favorable a la libre expresión de la libertad individual), canonizándose así el llamado «Estado de derecho», etc.

 

6. Las democracias del periodo posconciliar

El mejor instrumento para estudiar la cuestión, es el Compendio de la doctrina social de la Iglesia, que fue redactado en homenaje a Juan Pablo II y concentra y clasifica su doctrina.

La misma palabra «democracia», esta vez, aparece con frecuencia (22 veces), por ser expuesta con detalles en diversas partes, y en especial en una sección entera.

En primer lugar, encontramos dos definiciones: «[395] El sujeto de la autoridad política es el pueblo, considerado en su totalidad como titular de la soberanía. El pueblo transfiere de diversos modos el ejercicio de su soberanía a aquellos que elige libremente como sus representantes, pero conserva la facultad de ejercitarla en el control de las acciones de los gobernantes y también en su sustitución, en caso de que no cumplan satisfactoriamente sus funciones». En otro párrafo, la definición de Lincoln (la democracia, poder del pueblo, por el pueblo y para el pueblo) se ve apenas reformulada: «[190] El gobierno democrático, en efecto, se define a partir de la atribución, por parte del pueblo, de poderes y funciones, que deben ejercitarse en su nombre, por su cuenta y a su favor».

Después, el Compendio precisa los derechos y deberes de los miembros del pueblo soberano, a partir del concepto de «participación en la vida comunitaria», al mismo tiempo «una de las mayores aspiraciones del ciudadano» y «uno de los pilares de todos los ordenamientos democráticos» (ibid.).

Esta participación consiste en votar, opinar y controlar, tres derechos que fundan la legitimidad del sistema: «Es evidente, pues, que toda democracia debe ser participativa» (ibid.). Y los ciudadanos deben ser «informados, escuchados e implicados» y hasta educados a esta forma de participación.

En otro párrafo se trata de los partidos políticos, en términos que recuerdan la hipócrita definición de la Constitución de la V República francesa: «[413] Los partidos políticos tienen la tarea de favorecer una amplia participación y el acceso de todos a las responsabilidades públicas. Los partidos están llamados a interpretar las aspiraciones de la sociedad civil orientándolas al bien común, ofreciendo a los ciudadanos la posibilidad efectiva de concurrir a la formación de las opciones políticas. Los partidos deben ser democráticos en su estructura interna, capaces de síntesis política y con visión de futuro». (La Constitución francesa de 1958 dice, reconociendo por la primera vez la existencia de los partidos: «Los partidos y grupos políticos contribuyen a la expresión del voto».)

La sección dedicada al «sistema de la democracia» (cap. 8, sección 4) empieza citando la encíclica Centesimus annus, de Juan Pablo II (1991), donde se afirma que «la Iglesia aprecia el sistema de la democracia», sin embargo «en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica. Por esto mismo, no puede favorecer la formación de grupos dirigentes restringidos que, por intereses particulares o por motivos ideológicos, usurpan el poder del Estado. Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la “subjetividad” de la sociedad mediante la creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad» [cit. in Compendio, núm. 406].

Dos restricciones pretenden evitar las desviaciones mencionadas: 1) La subordinación de la sociedad política a la dicha «sociedad civil», y de ésta a la persona humana, a sus derechos y en primer lugar a la libertad religiosa: «[418] La comunidad política está esencialmente al servicio de la sociedad civil y, en último análisis, de las personas y de los grupos que la componen. La sociedad civil, por tanto, no puede considerarse un mero apéndice o una variable de la comunidad política: al contrario, ella tiene la preeminencia, ya que es precisamente la sociedad civil la que justifica la existencia de la comunidad política». 2) La necesidad de referirse a principios superiores. Sobre este punto aparece una pequeña diferencia entre Wojtyla y Ratzinger.

En efecto, el Compendio resume las ideas del primero: «En los derechos humanos están condensadas las principales exigencias morales y jurídicas que deben presidir la construcción de la comunidad política» [398]. «La comunidad política tiende al bien común cuando actúa a favor de la creación de un ambiente humano en el que se ofrezca a los ciudadanos la posibilidad del ejercicio real de los derechos humanos y del cumplimiento pleno de los respectivos deberes» [389]. En la encíclica Evangelium vitae (1995), núm. 70, Juan Pablo II ha extendido el alcance de los argumentos contra la «cultura de la muerte», y sostenido el viejo discurso con fórmulas nuevas. En primer lugar, confirma su aceptación de la democracia: «Si hoy se percibe un consenso casi universal sobre el valor de la democracia, esto se considera un positivo “signo de los tiempos”, como también el Magisterio de la Iglesia ha puesto de relieve varias veces». Sin embargo, la democracia no es un bien en si: «Su carácter “moral” no es automático, sino que depende de su conformidad con la ley moral a la que, como cualquier otro comportamiento humano, debe someterse; esto es, depende de la moralidad de los fines que persigue y de los medios de que se sirve». El argumento podría llevarnos muy lejos. Pero resulta en realidad muy limitado, siempre con el mismo motivo, eso es la distinción entre institución neutra y fines concretos: «Fundamentalmente, es un “ordenamiento” y, como tal, un instrumento y no un fin. […] el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve: fundamentales e imprescindibles son ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables […]».

En cuanto a Benedicto XVI, él no ha cambiado el discurso del personalismo y de los derechos humanos, pero ha insistido en la necesidad de fundar la democracia sobre principios estables. El tema del «cuatrivalor» y los debates en torno al «teorema de Böckenförde» (la democracia liberal y su Estado se nutren de supuestos normativos que ellos mismos no pueden garantizar) han ocupado siempre más espacio en sus discursos –sin ningún éxito, como podemos comprobarlo hoy.

Por fin, y para resumir: a partir del Concilio la democracia moderna ha sido aceptada en su principio y en buena parte de sus usos, pero sin concluir aceptando sus «valores» últimos, que se identifican con el mismo núcleo de la Weltanschauung moderna. Finalmente, la situación objetiva del discurso eclesiástico sobre el sistema político moderno no ha cambiado de sustancia, ha continuado con su desconocimiento de los procesos reales, aunque ha sido ampliamente penetrado por la filosofía moderna (a través del personalismo) y en consecuencia ha debilitado mucho la fuerza que tenía en su inicio. Esa es la probable explicación de la incapacidad de andar más allá de una crítica de la supuesta desviación totalitaria de la democracia moderna. Como si no fuera como tal totalitaria.

 

7. Las consecuencias nocivas de una evolución

Finalmente, nos quedará constatar los daños causados en el mismo seno de la institución eclesial por la contaminación de las normas democráticas.

La situación presente demuestra la realidad de la democratización mental de gran parte de los católicos (lo que equivale a la protestantización de los espíritus), incluso de muchos obispos; y la contradicción evidente entre esa mentalidad y las necesidades del «rol», para usar una palabra de la psicología, o de la lógica convencional de la institución eclesial (a menos que se acepte su destrucción completa).

Es útil recordar que el Concilio ha jugado con las palabras a fin de complacer a la opinión dominante (ya anteriormente interiorizada por muchos obispos participantes). Es curioso notar que Ratzinger, en 1970, había pronunciado una conferencia en Alemania para afirmar que habían sido mal entendidas ciertas expresiones: «Pueblo de Dios», estructura «sinodal», «colegialidad», o también una concepción funcional del ministerio sacerdotal, episcopal y del papado[3]. En aquella época, Ratzinger quería replicar a las reivindicaciones de los años 68 y siguientes, las mismas que hoy conocemos, por ejemplo, con el grupo «Somos Iglesia».

El problema es que tras haber aceptado una alianza con la democracia moderna, además sin entender la coherencia entre principios y modalidades jurídico-políticas, resulta difícil frenar su expansión ad intra. Porque, como decía Georges Burdeau, la «democracia “es una filosofía, una forma de vida, una religión”, y casi de manera accesoria representa la expresión de una forma determinada de concepción estatal»[4]. Suena entonces patética la sentencia de un autor «moderado», Jean-Luc Chabot: «La democracia no funda los derechos fundamentales de la persona, los reconoce, porque preexisten a toda definición social bajo una forma jurídica»[5]. Podría ser verdad, en el caso de que la filosofía moderna no fuese lo que es.

A modo de conclusión, se puede afirmar que la incomprensión de la realidad democrática moderna, además de haber facilitado la apostasía de muchos, parece provocar en nuestros días la parálisis mental de otros, enfrentados a la evolución nihilista y violenta del sistema dominante, por estar incapaces de entenderlo.

 

[1] Cf. Ronald RADOSH, Mary R. HABECK y Grigory SEVASTIONOV (eds.), España traicionada. Stalin y la guerra civil, Barcelona, Planeta, 2002, pág. 220 y sigs.: «Barcelona: guerra civil dentro de la guerra civil».

[2] En lo que hace a León XIII, el hecho sorprende tanto más cuanto era discípulo del jurista jesuita Luigi Taparelli D’Azeglio, quien había publicado textos muy pertinentes sobre el funcionamiento del sistema democrático moderno. Véase, a este respecto, el artículo de John Rao en este mismo número.

[3] Cfr. Josef RATZINGER, Hans MAIER, ¿Democracia en la Iglesia?, Madrid, ed. San Pablo 2005, passim.

[4] Ibid., pág. 3. Cfr. Georges BURDEAU, La democracia, trad. esp., Barcelona, Ariel, 1959.

[5] «La démocratie selon le magistère de Jean-Paul II», Anales Theologici (Roma), núm. 22 (2008), pág. 126. Texto publicado en francés en esta revista de la Facultad de Teología de la Pontificia Università della Santa Croce (Roma).