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Crisis económica y responsabilidad de los políticos

CUADERNO: CUESTIONES ECONÓMICAS Y SOCIALES (II)

 

1. Introducción

La dramática situación económica en que para muchas familias ha desembocado la llamada, en sus orígenes, crisis financiera, que se inició oficialmente en la segunda mitad del año 2007 con el colapso de las denominadas subprime[1] estadounidenses, debería ser materia prima de numerosas reflexiones. Lo que inicialmente se definió como un problema exclusivamente financiero, se contagió rápidamente a la economía real, generando graves problemas de solvencia a muchos Estados occidentales, derivados de la caída de los ingresos públicos, motivada por la ralentización económica que generó el cierre súbito de las vías de crédito de las cuales la economía se alimentaba, poniendo de manifiesto la dificultad para amortizar la deuda que, tanto los entes públicos como las empresas privadas y los particulares, habían asumido durante las últimas dos décadas.

Tras seis años de crisis, la situación se encuentra lejos de ser halagüeña: las economías europeas no consiguen levantar el vuelo del crecimiento económico, crear empleo (en este punto la situación de España es especialmente dramática), y las que se mantienen, como la de Estados Unidos, lo hacen pendiendo del hilo del crédito que recibe del exterior por el residuo de confianza que genera la (todavía) primera economía del mundo.

La cuestión aquí es dilucidar la influencia de las políticas mantenidas durante y, sobre todo, antes del inicio de dicha crisis, y la responsabilidad que dichas políticas han tenido en la coyuntura en que nos encontramos hoy.

 

2. Consideración previa: responsabilidad política y responsabilidad de los políticos

Es importante, a efectos de realizar un correcto enfoque respecto de la cuestión a tratar en el presente artículo, distinguir, de partida, dos conceptos que nos van a permitir discernir el análisis fecundo de la cuestión del puramente retórico. Dicha distinción radica en que cabe separar el concepto responsabilidad política del de responsabilidad de los políticos. Con la primera hacemos referencia a la imputación de las consecuencias que, a nivel electoral y parlamentario, pueda tener la actuación de un determinado gobernante o gobierno para su propio partido, y de la cual no se derivan cuestiones de índole jurídica. Con la segunda nos referiremos a la responsabilidad propiamente jurídica, es decir, a la responsabilidad que ante la sociedad tenga un determinado gobernante por una actuación o programa político concreto.

La importancia de esta distinción radica en que, a menudo, el concepto responsabilidad política queda vacío de contenido, al ser empleado como refugio político de ulteriores responsabilidades. Es más, se maximiza su repercusión insinuando que lo peor que puede ocurrirle a un político es tener que afrontar su responsabilidad política (tanto incluso como la jurídica), pues en última instancia debería rendir cuentas ante su partido por la pérdida de electores, equivaliendo entonces la cuestión a la responsabilidad que un trabajador asume respecto de su pagador por un error cometido en el desempeño de su trabajo, pero siempre excluyendo del análisis una ulterior consideración sobre los perjuicios causados terceros, que sería una cuestión puramente jurídica.

Nosotros nos centraremos en el análisis de la responsabilidad de los políticos, por lo que respecta a las repercusiones, tanto morales como jurídicas, que sus actuaciones puedan tener. Y lo haremos desde el prisma derivado de las consecuencias que la actuación política pueda haber tenido, a nuestro juicio, en la situación económica que ha desembocado en la actual crisis económica y financiera, especialmente en el ámbito geográfico español, sin obviar las influencias que, por efecto propio e inevitable del fenómeno que conocemos como globalización, hayan podido tener las políticas foráneas, tanto a nivel nacional como supranacional (en especial, y por tener una especial influencia en nuestro país, las de la Unión Europea).

 

3. ¿Se podía prever? Una revisión histórica a los orígenes

Erraríamos si afirmásemos que la situación actual es el producto de una especie de «década loca» (aproximadamente comprendida entre 1996 y 2007), de la cual partió, de cero, el problema que hoy sufrimos. De hecho, la situación actual es la consecuencia de las políticas económicas de estímulo ilimitado mantenidas a escala global en los países desarrollados desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial. En aquel momento, la situación de desolación que predominaba en las grandes potencias europeas, junto con el interés norteamericano en mantener a Europa occidental a salvo de las influencias ideológicas soviéticas, propiciaron la primera gran oleada de crédito destinada al crecimiento: el llamado Plan Marshall[2].

Era en aras al mayor crecimiento económico mundial, que interesaba fomentar la inversión pública y privada, y garantizar a una amplísima nueva clase media los recursos económicos (y el tiempo necesario) para poder modificar al alza sus hábitos de consumo, generando la sucesión consumo-ingresos públicos-inversión pública y privada-salarios-consumo. Por tanto, en una primera valoración de dicha estructura, no se puede sin faltar a la justicia y caer en la adulación, piropear al sistema como «humanista» ni preocupado por el desarrollo humano, sino que se trataba claramente de una estrategia de carácter económico e ideológico.

Dicho sistema funcionó satisfactoriamente hasta la década de los años 70 del siglo pasado, concretamente hasta las dos sucesivas crisis del petróleo (1973 y 1979), que pusieron de manifiesto que el coste de tan preciada materia prima podía suponer un freno al crecimiento sine fine que se había proyectado apenas treinta años antes. Fue entonces cuando se optó por un sistema más semejante al que hemos vivido hasta el momento actual: las posibilidades de expansión de la economía mediante recursos exclusivamente propios empezaba a tocar techo, y fue entonces cuando comenzó a introducirse con fuerza la idea del endeudamiento como sistema para ir más allá. El dinero ajeno suponía la entrada de liquidez que se confiaba en poder devolver dadas las magníficas expectativas que despertaba el sistema, cuyo fundamento analizaremos en los parágrafos posteriores.

Con las excepciones de 1993 y 1999-2002 (crisis financiera argentina y crisis posterior a los atentados del 11 de septiembre de 2001), la tendencia del sistema económico desarrollado era a mantener expectativas alcistas en términos de Producto Interior Bruto, empleo e inversión. Nada de lo que se había vivido hasta entonces, ni tan siquiera los paréntesis mencionados, implicaban un cambio de tendencia tan drástico como el que se produjo a partir del año 2008.

La cuestión ahora es: ¿qué ocurrió a partir de entonces para que se concibiera la crisis que aún sufrimos en toda su crudeza? La respuesta no es simple, pero se puede llegar a resumir de forma simple con ánimo de divulgación: la economía mundial y todo su ingente aparejo se venía sosteniendo por algo tan inmaterial y frágil como la confianza en que los hilos del crédito que sustentaban el sistema no se romperían; en otras palabras, la confianza en que todo el mundo podía devolver lo que debía. Aunque cada vez se debiese más, la fe en el crecimiento ilimitado era la base de dicha confianza. Cuando cesó la confianza por parte de los prestamistas en que esta cadena de progreso económico se prolongaría sin fecha de caducidad, automáticamente el sistema se quedó sin combustible para seguir funcionando, quedando automáticamente ahogadas entidades financieras que habían asumido importantes riesgos crediticios (ejemplos paradigmáticos fueron la quiebra de Lehman Brothers en EE.UU y Northern Rock en el Reino Unido). Los efectos de dicha situación realimentaron la percepción del riesgo[3], configurándose el pánico inicial como una profecía autocumplida. A partir de aquí, los sucesos posteriores son conocidos y ya hemos hecho mención de ellos: freno en seco de la inversión, desempleo, caída en picado del poder adquisitivo de los agentes económicos, y un largo etcétera de consecuencias en espiral.

Aunque el fenómeno se produjo súbitamente, sus causas no tuvieron, ni mucho menos, esta naturaleza. Los elevados niveles de endeudamiento privado existentes en el año 2007 no se habían generado inmediatamente, sino que eran el producto de unas determinadas políticas sustentadas en la utopía del crecimiento sine fine.

La gran cuestión es: ¿se creía realmente que esa utopía era realizable y, por eso, no se dio importancia a ciertas magnitudes económicas que hacían presagiar, desde tiempo atrás, los riesgos inherentes a esa situación? ¿O más bien se trataba, por intereses políticos y económicos, de prolongar en el tiempo una situación que tenía la fecha de caducidad inscrita en el mismo momento de su concepción?

La respuesta que menos repugna a la razón es que la debacle sufrida es de las mismas proporciones que la utopía que se había fabricado. En otras palabras, técnica y racionalmente era posible predecir, a nivel mundial, los riesgos de llegar a la situación en que hoy nos encontramos[4]: otro asunto es que los intereses partidarios obligasen a asumir ese riesgo, por la conveniencia de mantener una estructura sostenida en la irracionalidad, y que al mismo tiempo generaba pingües beneficios a entes de todo tipo. Un sueño del que no interesaba despertar.

Aplicado a la economía española, muchos indicadores permitían anticipar en buena medida la magnitud del riesgo que se estaba asumiendo, y excede el interés de este artículo analizarlos todos pormenorizadamente, pero pienso que dos de ellos son paradigmáticos, por su relevancia, su llamativa tendencia, y su facilidad de comprensión, especialmente para los lectores legos en la materia: por un lado, el elevado ritmo de crecimiento del endeudamiento privado, y por otro, la escasa productividad del modelo económico español, entendida esta última como un indicador de la capacidad de una economía para rentabilizar las inversiones en los factores capital y trabajo generando valor añadido, y por tanto, como un buen medidor de la capacidad para hacer frente a sus obligaciones frente a terceros.

Los gráficos 1 a 3 muestran que el panorama no puede ser más sombrío: al tiempo que el endeudamiento de la economía española se disparó en apenas una década, su tasa de productividad, en concreto la del factor trabajo, de la cual la estructura económica española es extremadamente intensa, apenas aumentó, no sólo en una década, sino en casi medio siglo, lo que resulta especialmente alarmante, y que no es muestra sino de que el boom de la economía española en las últimas décadas ha venido alimentado por sectores de bajo valor añadido, y por tanto, escasa competitividad, lo cual a su vez desemboca en una mayor vulnerabilidad de la economía española en caso de desaceleración o recesión económica.

Gráfico 1: Evolución y composición del pasivo de los hogares españoles[5]

 

 

Gráfico 2: evolución del balance por cuenta corriente[6] y en endeudamiento de los hogares españoles (2003-2010)[7]

 

 

Gráfico 3: Crecimiento de los salarios reales y la productividad laboral en economías desarrolladas, 1999-2007 y 2008-2011[8]

 

 

Así, la deuda de las Administraciones Públicas españolas, que era relativamente baja comparada con otros países del entorno, se contagió del efecto de la monstruosa deuda privada, ya que la explosión del endeudamiento privado hizo caer en picado los ingresos públicos, al tiempo que no se acomodó la estructura de gasto a la nueva circunstancia, y como consecuencia se disparó el déficit público, poniendo en entredicho la solvencia del nuestro y de muchos otros Estados, y multiplicando el coste de su creciente financiación.

En el gráfico 4 puede verse claramente cómo la subida del endeudamiento privado se produce con anterioridad a la del endeudamiento público. Es más, en el periodo 2003-2007, el endeudamiento público desciende al tiempo que el privado se dispara. Esta evolución viene motivada por el hecho de que el crecimiento económico, traducido en mayores ingresos públicos, se estaba produciendo a costa de entrar en circulación dinero cuya propiedad no era de quien lo gastaba o invertía, sino de sus prestamistas.

En el momento que la crisis ataca al consumo y la producción, haciendo que las familias y empresas tengan que destinar una proporción creciente de recursos a amortizar deuda, los ingresos públicos caen en picado y comienza la escalada de la deuda pública.

Llámese la atención, más allá de las tendencias comentadas, que la deuda privada española alcanzó, en 2009, un máximo histórico en más del 200% de nuestro Producto Interior Bruto, cifra que al lector avispado llamará rápidamente la atención, y que puede ser el indicador que mejor refleje la irracionalidad del sistema que nos ha llevado hasta donde hoy nos encontramos.

Gráfico 4: Evolución de la deuda pública y privada en España como % del PIB (1994-2011)[9]

 

 

Mientras tanto, e incluso en medio de la orgía crediticia, la tasa de pobreza de los países llamados desarrollados, y en concreto la de España, seguía siendo alarmantemente alta (gráfico 5) demostrando que, además de irreal y especulativo, el del último medio siglo fue un sistema que únicamente buscó que una mayoría de la población tuviese acceso a todo, pero una mayoría sin ánimo de totalidad, tan sólo una mayoría suficiente para satisfacer los intereses económicos, políticos y de estabilidad social necesarios para continuar realimentando el propio proceso de crecimiento. Que una economía que hasta 2006 presumía de «pleno empleo» cuente a uno de cada cinco habitantes como pobre no deja de ser escandaloso y deja en evidencia que la reducción de las desigualdades sociales no era un objetivo prioritario del modelo de crecimiento.

Es así como se explica la figura del outsider, definida como aquella persona que no forma parte del sistema (entendido éste como la relación existente entre aportaciones económicas, básicamente tributos y cotizaciones sociales, y las prestaciones públicas que como consecuencia de ellas recibe), pero de quien nadie tenía especial interés en que lo integre, por no ser políticamente rentable su integración en relación a los costes que ella supone.

Gráfico 5. Evolución de la tasa de pobreza nacional de España, 2004-2011[10]

 

 

Todo ello viene a demostrar una tesis irrefutable: la falta de moralidad del modelo de crecimiento plasmada en dos variables: de un lado, en el fomento del endeudamiento astronómico como vía de crecimiento sin prevenir sus consecuencias; y de otro, la indiferencia hacia las graves desigualdades existentes en el seno de la sociedad, que no han hecho sino aumentar como consecuencia de la irresponsable gestión económica.

 

4. De la responsabilidad individual a la responsabilidad de los políticos

Valorar la cota de responsabilidad personal que corresponde a los agentes económicos individuales, especialmente a las personas físicas, es especialmente complicado si no se quiere traspasar la frontera de la injusticia, por dos razones fundamentales: la primera, que no tiene demasiado sentido fraccionar la responsabilidad de una serie de actuaciones que se han efectuado a nivel global y que han tenido repercusiones, mayores o menores, sobre la inmensa mayoría de la población; y la segunda, porque ello implicaría dar por supuesto que todas las decisiones económicas tomadas por los agentes económicos individuales se han realizado con plena libertad y otorgando a las mismas un consentimiento excluido de todo vicio.

De esta última observación se están encargando los Tribunales de Justicia, fallando en muchos casos a favor de las personas físicas que contrataron productos financieros, tanto de activo como de pasivo, por lo que respecta a cláusulas abusivas aplicadas por las entidades bancarias, que tienen su fundamento en la asimetría de información existente. No obstante, ante esta cuestión se plantean dos interrogantes: el primero de ellos nos permite analizar la fracción de responsabilidad personal en ciertas decisiones económicas, y es el siguiente: ¿significa esto que deba atribuirse, si no toda, una gran parte de la responsabilidad a las entidades promotoras de este y otros tipos de productos?

A mi entender, la cota de responsabilidad individual es más elevada de lo que la opinión dominante considera, por un motivo de peso: al margen de las posibles situaciones de injusticia provocadas por determinados productos financieros en los cuales el consentimiento del suscriptor pudiese estar viciado, lo que ha provocado la situación de alarma que acecha a numerosas familias en España es un producto con un mecanismo jurídico tan sencillo como los préstamos hipotecarios. Y dicha sencillez tiene una base lógica: todo aquel que firmó un contrato de estas características conocía los rasgos fundamentales del mismo, a saber, que la entidad bancaria no ingresa la cantidad acordada con animus donandi, sino que dichas cantidades son retornables de acuerdo con un determinado plan de amortización; y que la suma de los ingresos de la unidad familiar en aquel momento había de ser suficiente, no sólo en el presente, sino también contando con las incertezas propias del futuro, para atender a las cuotas que de dicho plan de pagos se derivaban.

A partir de aquí, y teniendo en cuenta todos estos aspectos, podemos justamente servirnos del recurso jurídico del bonus paterfamilias para referirnos a la diligencia propia requerida en dichas situaciones, a fin de afirmar que una inmensa mayoría de los incumplimientos de las obligaciones derivadas de los contratos de préstamo hipotecario reflejan culpa por parte del deudor. Y la presencia de culpa no exime al deudor del cumplimiento exacto e íntegro de la prestación, es decir, del pago de las cuotas del contrato, y su incumplimiento legitima jurídicamente al acreedor para iniciar los procedimientos de ejecución que estén a su alcance, en este caso la ejecución hipotecaria.

Y es por ello (sin ánimo de caer en la injusticia de la generalización) que la situación de muchas familias se ha debido a una falta de diligencia en la gestión de la economía familiar. Y ello a diferencia de otras épocas recientes de miseria, como la de la posguerra civil española, en que las situaciones de desahucio derivadas de la miseria imperante no eran en absoluto imputables a los sujetos individuales.

Otro recurso habitual es demonizar a las entidades bancarias que ofrecían dichas hipotecas de riesgo y otros productos financieros. Vaya por delante que en absoluto puede considerarse moral la inclusión de cláusulas abusivas en determinados contratos, y que del mismo modo los procedimientos empleados en numerosos procedimientos de desahucio han ignorado los principios más básicos de humanidad, pues la persona debe situarse siempre por delante de cualquier consideración de tipo económico. Pero esto nos hace regresar a la cuestión planteada con anterioridad: ¿qué responsabilidad tiene la persona que se aventuró a solicitar, por ejemplo, un préstamo hipotecario sabiendo que durante al menos 20 años iba a necesitar un volumen de ingresos elevado y constante, similar al que tenía en el momento de su constitución? La lógica más sencilla lleva a pensar que se trató de una decisión irresponsable con consecuencias extensibles a todas las personas a su cargo. ¿Deben, así, los contratantes de préstamos hipotecarios sumirse en el papel de meras «víctimas» del sistema? ¿Se trata, pura y simplemente, de reclamar al «padre Estado» que se limite a castigar a las entidades financieras, y compense por decisiones mal tomadas cuando se disponía de elementos de juicio suficientes para haberlas orientado en otro sentido?

Considerar esta pregunta de manera afirmativa supondría un flagrante quebranto de la seguridad jurídica que en ningún caso podría invocar el principio del favor debitoris contemplado en nuestra legislación civil, pues nada tienen que ver las disposiciones legales tendentes a limitar, a la estrictamente necesaria, la onerosidad para el deudor del incumplimiento de la obligación, con las consecuencias del incumplimiento propiamente dicho. Por tanto, no sólo es de ley, sino también de justicia (y esta precisión no es superflua debido a la frecuente digresión existente entre ambas), que quien libremente asume una obligación frente a un tercero, estando capacitado para ello, afronte las consecuencias de su incumplimiento. Uno de los problemas fue la banalización que, de parte de la opinión pública, se hizo de un producto con tan graves consecuencias en caso de incumplimiento, fruto sin duda de la abrasadora propaganda del endeudamiento y la propiedad, así como del consecuente reflejo de estatus social que esta filosofía implicaba. Posteriormente, la desmesura del endeudamiento se amplió al consumo, incluso al consumo superfluo, cuestión si cabe más grave, aunque de consecuencias más limitadas.

Volviendo al caso de las ejecuciones hipotecarias esta situación ha dado lugar a un vehemente debate acerca de si debía modificarse la Ley hipotecaria para incluir la doctrina de la dación en pago, que según la legislación civil, consiste en la extinción de la obligación contraída, en este caso la devolución del préstamo hipotecario concedido, con la entrega de un bien diferente a aquel que se pactó en el momento de la constitución del mismo, es decir, entregar el inmueble en lugar del dinero correspondiente a las cuotas hipotecarias pendientes, y ello con independencia de que exista acuerdo con la entidad financiera acreedora. La tendencia del legislador español de ejercer su función, en muchos casos, a la estela de la opinión pública o la presión mediática o ideológica en determinados asuntos de alta sensibilidad social, podría hacer pensar que la doctrina de la dación en pago acabaría imponiéndose. Sin embargo, no ha sido así, y los senderos legislativos se han orientado por un sistema mixto, cuasi-salomónico, a mi entender por dos motivos: el primero, porque jurídicamente resulta notoriamente rocambolesco alterar la naturaleza de la obligación hipotecaria, transgrediendo los principios los más básicos del derecho civil de obligaciones a este respecto, a saber, que, salvo pacto en contrario, en caso de ser insuficiente el importe líquido del bien entregado como sustitución de la prestación original, la obligación sólo se entiende extinguida en la parte que corresponde al importe líquido de dicho bien.

La barrera que comporta el requisito de la voluntariedad fue chapuceramente soslayado mediante la introducción del llamado «Código de Buenas Prácticas», cuya síntesis es la promesa de buena publicidad a aquellas entidades que se acogieran voluntariamente al sistema de la dación en pago, que en todo caso sólo sería de aplicación a las familias que no superen un determinado umbral de ingresos en función de las circunstancias personales de sus miembros, y que en la práctica ha tenido una aplicación más limitada.

Por ello, ante todo, la ausencia de una reforma más profunda en el sistema de dación en pago, pese a las demandas sociales, así como a la popularidad que supondría su introducción, parece enraizarse en la alarmante falta de seguridad jurídica que supondría alterar tan profundamente los principios del Derecho civil de obligaciones, consecuencia de la irracionalidad y contrariedad al sentido común que implica que una obligación derivada de un contrato legítimo entre dos partes pueda ser extinguida por disposición legal sin haberse satisfecho íntegramente, alegando causas que son realmente imputables al deudor.

Así es como parece haber encontrado el legislador un quimérico equilibrio entre el respeto al principio de seguridad jurídica y la respuesta a la presión social que pretende difuminar una responsabilidad que en parte proviene de los propios individuos, como hemos argumentado anteriormente. No obstante, y amén de la tremenda conflictividad social que causaría al Estado el no poner medios para resolver los graves problemas humanos que se derivan de los desahucios, no hay que desechar un segundo objeto a nuestro análisis, enlazando con el debate acerca de procedencia de la imputación «abstracta» de la responsabilidad a los entes privados por haber asumido un riesgo financiero desorbitado que ha puesto en evidencia su solvencia, parece adecuado plantear ahora si desde los poderes públicos la reacción habría de ser un laissez faire o, por el contrario, asumir subsidiariamente esa responsabilidad destinando partidas presupuestarias a paliar los problemas derivados del endeudamiento, que, por falta de recursos, deberán cubrirse mediante subidas de impuestos que afectan tanto a quienes se endeudaron en exceso como a quienes hicieron uso de la prudencia y por ello mantienen sus economías familiares a flote. A este respecto, caben dos comentarios:

El primero tiene que ver con un componente fáctico: el carácter global y estructural de las causas de esta crisis, pues el grado de afectación es tal y tiene unas consecuencias tan catastróficas que no es fácticamente posible dejar el barco a la deriva. El ingente número de familias afectadas hace que no sea posible mirar a otro lado, pues ello implicaría dejar a su suerte a un sector nuclear de la economía como es el financiero-bancario, y a millones de familias en una situación dramática, pues sus ahorros se verían seriamente comprometidos (si no lo están ya igualmente). Además, la inestabilidad social añadida que eso generaría alcanzaría niveles insostenibles.

El segundo tiene un componente netamente moral: ningún partido político del arco parlamentario español está legitimado moralmente para exigir que cada palo aguante su vela. Y no lo están porque los poderes públicos han sido los primeros en fomentar la situación que nos ha conducido hasta donde nos encontramos. Y como hemos verificado en el epígrafe 3, lo hicieron conocedores de que se estaba entrando en un callejón sin salida, sin más motivaciones que las puramente electoralistas. Recordemos que saturar de crédito la economía española era electoralmente bueno por varias razones, en línea con lo expuesto en los antecedentes históricos de la crisis (todas ellas con suculentas consecuencias electorales), entre las cuales estaban:

– Permitir a un mayor número de personas el acceso a un mayor número de bienes y servicios, con independencia de su capacidad para generar recursos propios.

– Incrementar la recaudación impositiva derivada del consumo y las operaciones inmobiliarias.

– Permitir generar empleo, reduciendo así las partidas presupuestarias destinadas a las prestaciones por desempleo e incrementando las cotizaciones sociales.

– Generar en la opinión pública la vertiginosa sensación de la riqueza súbita.

Para argumentar este interés del poder político en mantener a toda costa el status quo del boom, basten un puñado de ejemplos paradigmáticos:

Paradigma 1: El afán descontrolado de los poderes públicos por fomentar el endeudamiento como medio para incrementar la inversión y el consumo. Como ejemplo especialmente llamativo, la derogada ley 40/1998, de 9 de diciembre, del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, en su artículo 55.1.1º b) establecía un tipo incrementado de deducción fiscal por adquisición de vivienda habitual cuando ésta se realizaba mediante financiación ajena, en perjuicio de la que resultaba de aplicación si la adquisición se realizaba con capitales propios. En resumidas cuentas, si a los bajos tipos de interés aplicables a las hipotecas durante la primera década del siglo XXI, añadimos el «efecto descuento» fiscal, el resultado es que, incluso disponiendo del capital líquido para realizar dicha adquisición, podía resultar incluso más rentable adquirir el inmueble con financiación ajena.

Paradigma 2: Las negación continuada de los riesgos presentes y futuros de la situación en España, por boca de personalidades a la sazón con responsabilidades de gobierno, con finalidad electoralista, y a fin de mantener la cadena de confianza virtual en la economía española. Entre otras muchas:

«No veo para nada afectado al sector de la construcción específicamente. Sigue funcionando igual, con una ligera desaceleración que le permite ajustarse a una realidad»[11].

«Estoy absolutamente tranquilo respecto al futuro. No hay crisis y España está en la mejor de las situaciones posibles para afrontar la desaceleración»[12].

«No hay razones objetivas, no hay ninguna razón objetiva y fundada que permita sostener con honestidad un mensaje pesimista, mucho menos catastrofista. Ni sobre la situación actual ni, aun con mayor fundamento, sobre el futuro»[13].

«En España no hay crisis económica»[14].

Paradigma 3: la falta de voluntad en la adopción de medidas para controlar la situación de crédito inflacionario que sufrió la economía durante casi una década, pese a las advertencias que, desde numerosas instituciones, se vertían[15], en especial destacan las advertencias (muchas de ellas, eso sí, ex post), realizadas por el Banco de España y su entonces Gobernador, Miguel Ángel Fernández Ordóñez[16]. Pero al margen de ello, el Banco de España no deja de ser una entidad manejada por los hilos de la política, al ser su gobernador nombrado por el Rey a propuesta del Presidente del Gobierno, y por tanto, la dejación en su función de controlar la solvencia de las entidades financieras es directamente atribuible al poder político.

El resultado de todo ello es que nos encontramos ante multitud de situaciones que requieren una actuación política regida por el principio de humanidad, pero donde no se puede, desde el poder político, ni tan siquiera insinuar la existencia de una fracción de responsabilidad individual de los entes privados, porque la responsabilidad primera en el tiempo corresponde a quienes ejecutaron (y de igual manera a quienes no se opusieron a ellas) políticas económicas únicamente destinadas a convertir la economía española en un estómago al que se alimentó compulsivamente hasta causarle el vómito sin darle tiempo a hacer la digestión, estómago al cual ha habido que hacerle un lavado y mantener a dieta, manifestada en las severas políticas de austeridad y de reducción del déficit, que desembocan en un menoscabo de la calidad de muchos servicios públicos básicos, al tiempo que se reniega, por oportunidad política, del adelgazamiento de ciertas estructuras administrativas del Estado.

Tampoco se puede predicar una exención de culpa por parte de las instituciones europeas, en concreto de la Unión Europea: como botón de muestra, los estrictos requisitos impuestos a los futuros miembros de la denominada «zona Euro» quedaron licuados una vez se produjo la creación de esa primera área. Después, ni tan sólo para los nuevos candidatos se volvieron a exigir criterios similares de déficit público o inflación. El caso más sonado es el de Eslovenia, país situado actualmente al borde del rescate financiero, pero que sin embargo accedió a la moneda única europea el 1 de enero de 2007, lo cual demuestra el carácter eminentemente especulativo del proyecto de la moneda común, especulación especialmente grave si tenemos en cuenta que la moneda única unificaba, o igualaba en cierta medida, los atributos de todas las economías que de ella formaban parte con el aval de las economías europeas más potentes, aval que no era gratuito, pues su contrapartida era la apertura para ellos de nuevos mercados financieros y de nuevas posibilidades de especulación[17].

 

5. Las debidas consecuencias jurídicas de la irresponsabilidad política

Después de haber envenenado la conciencia social con el mensaje de que todo era accesible, de que todo era posible sin esfuerzo, ahora los gobernantes de las naciones desarrolladas van transmitiendo con cuentagotas la idea de que todo tiene un límite, de que hay condiciones, requisitos, restricciones, limitaciones, cortapisas a todo lo que antes se consideraba universal y gratuito (sanidad, educación), cuestión que daría para muchas más disquisiciones que, por razones de extensión, no podemos abordar ahora.

Y todo ello por no hablar de un asunto que nos llevará al siguiente epígrafe del presente artículo: aún no se ha dicho oficialmente desde ningún poder político de entidad que la situación de la que venimos no se podrá repetir jamás, es decir, que el paraíso terrenal de consumo y disfrute que nos ha costado a todos la cuasi-quiebra de los sistemas públicos de cobertura social (sanidad, educación, pensiones), ha sido para gozo de unos cuantos durante un corto periodo de tiempo, mientras que la herencia que se deja a las generaciones futuras no sólo no es mejor que la que ellos recibieron, sino que es un desierto minado de incertidumbres y lastres concebidos fruto de la orgía de irresponsabilidades cometidas.

Los argumentos expuestos anteriormente son, a nuestro juicio, suficientes para dar lugar, en caso que existiere, a un mecanismo de responsabilidad penal para aquellas personas con cargos políticos, en los casos en que quede probada la mala gestión de los recursos públicos, y no sólo su malversación en sentido estricto, entendida como apropiación, para uso particular, de caudales públicos.

El actual proyecto de reforma del Código Penal esboza la tipificación del delito de malversación ampliado a la simple mala gestión de los caudales públicos, si bien está por ver cuál será la pena impuesta, temiéndonos que ésta se limite a la de inhabilitación para el ejercicio de cargo público, eludiendo así la pena privativa de libertad para conductas tan sumamente perjudiciales para el denominado, en terminología liberal, interés general.

Además, dicha reforma, por el principio de irretroactividad de la norma penal perjudicial al reo, no depurará las responsabilidades penales incurridas, por lo que de poco servirá su aplicación futura, debido a que es de esperar que el propio escarmiento, a todos los niveles, sea la mejor prevención contra futuras situaciones similares. La inexistencia de dicha tipificación, concurrente en pocos otros Estados (como por ejemplo, Finlandia, donde ha sido aplicada por primera vez con motivo de la presente crisis, pese a contar con un siglo de historia), no hace sino demostrar que la entelequia de los recursos crecientes nunca hizo necesario juzgar a quienes gestionasen sin la diligencia debida.

Incido en el término necesario, declinando conscientemente el uso de otros términos que podrían resultar más apropiados, como justo, pertinente, ético, y lo hago introduciendo el sentido peyorativo del término necesidad aplicado a lo político: es decir, no necesario, en este contexto se podría definir como: no incidente en la opinión pública ni en los sondeos electorales. Y eso sucedía de tal manera porque quien contaba, o esperaba contar, con recursos crecientes, no prestaba especial atención a si sus recursos crecientes fuesen mejor o peor invertidos, y qué papel ocupaba la gestión económica de los políticos en dicha graduación.

En definitiva, ni la sociedad civil demandó nunca una legislación en esos términos, ni mucho menos la clase política osó insinuar la tipificación de las mencionadas conductas. ¿Debemos, pues, aplaudir a quienes pretenden lucirse a posteriori con una reforma del Código Penal motivada a golpe de descontento popular, que no les afecta en nada, ni a ellos ni a sus predecesores, y que difícilmente encontrará el contexto para su aplicación, y mucho menos a quienes la censuran por considerar que la responsabilidad política (a la que hacíamos mención en el punto primero) es más que suficiente?

Fue la propia bonanza la que obnubiló las mentes e hizo olvidar acerca de la necesidad de enfocar la política como gestión global en aras al progreso presente y futuro, pues era el interés económico de aquel lugar y momento precisos lo que permitió recibir la bendición, desde la ciudadanía hasta las más altas instancias supranacionales, a políticas que estaban perpetrando grave daño a la prosperidad material de las naciones.

 

6. Concluyendo: del materialismo del boom al nihilismo del post-boom

La promesa del progreso eterno alimentó una cultura materialista, hija de la cual ha sido la generación que ha dado por sentado que todo vendría hecho, rodado. Al abrigo de esa creencia se ha construido todo un sistema de vida centrado en el consumo como modo de realización personal. Como prueba de ello valga un solo dato: en plena crisis económica, el gasto medio por hogar en 2012 fue de 28.152 euros, según publicó recientemente el Instituto Nacional de Estadística[18]. Esta cifra puede resultar anodina si no se analiza con frialdad matemática, que trataremos de abordar a continuación como preludio a la conclusión final.

Siempre siendo conscientes de las inexactitudes que pueden implicar el uso generalizado de parámetros de carácter promedio, creo que vale la pena asombrarse con un último análisis: supongamos que el hogar medio en España está compuesto por alrededor de tres personas de las cuales dos (en un supuesto positivo) obtienen ingresos: ello quiere decir que cada uno de los miembros en activo percibe un sueldo neto medio de 14.000 euros anuales, es decir, 1.000 euros netos mensuales en catorce pagas, cifra que viene a asimilarse con el salario anual más frecuente en España, según el propio Instituto Nacional de Estadística. En otras palabras, un hogar medio consume, en plena crisis económica, el equivalente a dos sueldos medios. Si tenemos en cuenta que casi dos millones de familias tienen todos sus miembros en paro, por pura lógica resulta que la inmensa mayoría de las familias no pueden ahorrar porque su estándar de consumo es demasiado elevado, y en muchos casos dará lugar a tasas de ahorro negativos.

Que una familia media necesite 28.000 euros anuales para vivir debería resultar, a ojos no viciados por los excesos consumistas de los últimos tiempos, una auténtica barbaridad, más aún sabiendo que las circunstancias económicas han obligado a muchas familias a un ejercicio extraordinario de austeridad, por lo que podemos deducir que el concepto gasto medio por hogar viene a asemejarse al concepto gasto necesario por hogar (no podría predicarse lo mismo de épocas de bonanza), y da que pensar sobre el carácter esclavizante en que el consumo desaforado ha sumergido a las familias españolas. Y todo ello debe despertarnos una alarma adicional: la necesidad imperiosa del trabajo remunerado puede obligar, en muchos casos, a desatender otras obligaciones de carácter familiar, como el cuidado y la educación de los hijos o mayores dependientes[19]. Y es que, al tiempo que por motivos ideológicos se transmite «la noción de que la domesticidad es sosa y aburrida. Dentro del hogar (dicen) no hay más que decoro mortecino y rutina; fuera está la aventura y la variedad»[20], el trabajo extradoméstico tiene un componente de gran interés político-electoral.

Quizá una de las razones de peso que explican una organización familiar tal y como se plantea por las sociedades de consumo contemporáneas es la gran implicación que tiene en los llamados «macro-indicadores», que se puede resumir de manera somera como sigue: un hogar donde todos sus miembros trabajan remuneradamente fuera del hogar están percibiendo rentas que les permiten consumir bienes y servicios, generando empleo, y ello incide en los cálculos del Producto Interior Bruto y de la ocupación. Al mismo tiempo, se produce un efecto multiplicador ya que las tareas desatendidas a causa del empleo extra-doméstico han de «subcontratarse» en muchos casos (valgan los ejemplos de los cuidadores de niños, guarderías, personal de limpieza, etc.), generando a su vez más empleo que conlleva que más personas puedan consumir más bienes y servicios[21]. Al tiempo, este planteamiento deja al descubierto el reduccionismo al que ha sido sometido la ciencia económica, cuyo estudio se circunscribe exclusivamente al ámbito de la onerosidad, y convirtiéndose (en línea con la tendencia cientifista que ha inundado las ciencias sociales) en un área de conocimiento totalmente estanca, donde la lógica coste-beneficio es el principio insoslayable del análisis económico, y la maximización del beneficio, la única razón de ser de la propia economía.

Este postrero análisis nos lleva a nuestra conclusión con pregunta retórica final: en un sistema que en los últimos tiempos ha sacralizado los datos de crecimiento, en que la política se ha reducido a la gestión de los grandes indicadores económicos, y la propaganda electoral se ha circunscrito a la promesa de mejores condiciones materiales de vida, ¿será la sociedad capaz de digerir el fracaso de la utopía materialista y reorientarse hacia una nueva concepción, moderada, sostenible y redistributiva de la riqueza? ¿O más bien la resaca del materialismo será el nihilismo de quienes, viéndose hijos náufragos de quienes abandonaron el barco a la deriva por sus ínfulas de grandeza económica, mendigan por la mera subsistencia como animales arrastrados por la corriente tras lluvia torrencial?

Aquellos en quienes se ha depositado el ejercicio de la autoridad deberían saber reconducir esta situación para evitar el advenimiento de una depresión social que hunda aún más las posibilidades de regeneración social y moral de esta sociedad que está viendo agonizar el sistema que la ha traicionado en sus afanes terrenos, a fin de sostenerse en fundamentos más sólidos.

 

[1] Un crédito subprime es una modalidad crediticia, especialmente hipotecaria, del mercado financiero de Estados Unidos que se caracteriza por tener un nivel de riesgo de impago superior a la media del resto de créditos, debido a la relación existente entre el importe concedido y los recursos económicos del prestatario.

[2] Programa denominado oficialmente European Recovery Program o ERP.

[3] Solamente se alteró la percepción de dicho riesgo, pues éste racionalmente era patente desde años atrás, como demostraremos a continuación.

[4] El catedrático de Estructura Económica de la Universidad Ramon Llull, de Barcelona, Santiago NIÑO BECERRA, explica en El crash de 2010, Ed. Los libros del lince, 2006: «Cuando acaba la primera Guerra del Golfo que coincide también con el derrumbe de la Unión Soviética, todo esto creó una problemática realmente muy fuerte. En Estados Unidos algunos se preguntaban cómo demonios un presidente que había ganado una guerra perdió las elecciones. Resultó que era tal como decía aquella frase: “es la economía, estúpido”, ¿no? Entonces supuso que alguien tenía que inventarse otra cosa...y se la inventaron: el megacrédito. Ya no estaba basado en las tarjetas de crédito, como en la década del setenta, sino que también y fundamentalmente en el crédito inmobiliario. Allí se entró en una burbuja inmobiliaria con todo lo que ello supone, las suprimes y los CBS y toda esta historia, evidentemente, que tiró totalmente del consumo, pero ya no solamente del consumo de coches sino del consumo de todo. Hemos ya llegado a un agotamiento del modelo. Entonces ahora usted dirá: “bueno, pero a alguien se le ocurrirá otra cosa”. No, ya no se puede. ¿Por qué? Porque ya hemos llegado a agotar físicamente el modelo. Es un tema físico el de la capacidad de endeudamiento. España, por ejemplo, tiene una deuda total que equivale al 369% de su Producto Bruto Interno (PBI). Eso es insostenible».

[5] Fuente: Ana DEL RÍO, El endeudamiento de los hogares españoles, Servicio de Estudios del Banco de España, Documento de trabajo 0228 (2002)

[6] El balance por cuenta corriente expresa, en términos generales, si un país ha gastado (saldo negativo) o no (saldo positivo) más de lo que su capacidad de renta le permite, por lo que tiene que acudir bien a préstamos o a reducciones de activos en el exterior.

[7] Extraído de Organización Internacional del Trabajo. Informe mundial sobre salarios 2012/2013, pág. 92.

[8] Ibidem, pág. 22.

[9] Fuentes: OCDE, FMI y Banco Mundial. Extraido de http://www. elblogsalmon.com/economia/la-deuda-espanola-en-cuatro-graficas.

[10] Extraído del segundo informe Impactos de la Crisis, European Anti Poverty Network, pág. 7.

[11] Pedro SOLBES, vicepresidente segundo y ministro de Economía (25 abril de 2007).

[12] Pedro SOLBES, vicepresidente segundo y ministro de Economía (10 enero de 2008).

[13] José Luís RODRÍGUEZ ZAPATERO, presidente del Gobierno (6 de febrero de 2008).

[14] José Antonio ALONSO, portavoz del Grupo Socialista en el Congreso (10 de junio de 2008).

[15] Destacan, a este respecto, las cartas enviadas por la AIECA (Asociación de Inspectores de Entidades de Crédito del Banco de España) a quien era, a la sazón, ministro de economía, Pedro SOLBES (Ministro de Economía y Hacienda) el 22 de abril de 2005 y 26 de mayo de 2006, es decir, cuando existían objetivamente motivos más que razonables para la preocupación.

[16] Miguel Ángel FERNÁNDEZ ORDÓÑEZ, «La desconfianza es total», El País, entrevista de 21 de diciembre de 2008.

[17] Caso paradigmático es el de Alemania, que exporta prácticamente la mitad de su Producto Interior Bruto, y a la cual la expansión del área de la moneda única ha generado pingües beneficios.

[18] Instituto Nacional de Estadística. Encuesta de Presupuestos Familiares.

[19] Ya se hacía eco de esta problemática más de treinta años atrás Juan Pablo II, en su Exhortación Apostólica Familiaris Consortio (1981), donde en su número 31 afirmaba que «si se debe reconocer también a las mujeres, como a los hombres, el derecho de acceder a las diversas funciones públicas, la sociedad debe sin embargo estructurarse de manera tal que las esposas y madres no sean de hecho obligadas a trabajar fuera de casa y que sus familias puedan vivir y prosperar dignamente, aunque ellas se dediquen totalmente a la propia familia».

[20] Gilbert Keith CHESTERTON, Lo que está mal en el mundo, Madrid, Ciudadela, 2006, pág. 50.

[21] Pese a la dificultad de sus cálculos, una amplia mayoría de fuentes valora el trabajo doméstico en el equivalente al 45,2% del Producto Interior Bruto español. El problema es que este parámetro no computa para las estadísticas oficiales, en las cuales cada centésima de crecimiento económico o del empleo se convierte en un argumento electoral, y su ralentización o disminución, en un arma arrojadiza en el debate político.