Índice de contenidos

Número 541-542

Serie LIV

Volver
  • Índice

Tiranía y derecho en la declamación de Tomás Moro en respuesta al tiranicida de Luciano

 

1. Propósito

Entre 1505 y 1506, Tomás Moro y su amigo Erasmo, entonces en su segunda visita a Inglaterra, tradujeron del griego al latín varios escritos de Luciano de Samosata (ca. 125-190 d.C)[1]. Se trataba a la vez de poner en práctica los conocimientos de griego que Moro estaba aprendiendo, y de difundir obras que eran de interés para el movimiento humanista y renacentista. Respecto de una de estas obras los traductores no se limitaron a poner en latín el texto de Luciano sino que compusieron, cada uno de ellos, una respuesta. La obra de Luciano que mereció esta composición original de los traductores fue el Tyrannicida (Typannoktonos)[2].

El Tyrannicida es un texto breve en que Luciano plantea un caso y luego, haciendo las veces del demandante, ofrece los argumentos para que los jueces acojan su pretensión. Es el estilo retórico conocido en las escuelas clásicas griegas como declamatio[3], del tipo de controversia; estas últimas eran alegatos forenses en los que el orador se ponía en la situación de defender una postura en juicio civil o criminal ante una Corte[4].

El caso planteado por Luciano es el siguiente: «Un hombre irrumpe en la fortaleza de un tirano, con la intención de matarlo. Al no encontrarlo, mata a su hijo, y deja la espada clavada en su cuerpo. El tirano, al venir, descubre a su hijo muerto y se mata con la misma espada. –El que atacó y mató al hijo del tirano pide la recompensa como tiranicida»[5].

En su declamatio Luciano toma el papel del que demanda a la ciudad el otorgamiento de la recompensa, con varios argumentos: que él mató a dos tiranos, al padre y a su sucesor, el hijo; que éste era el verdadero tirano que controlaba a su padre o compartía la tiranía; que dejó su espada en el cuerpo del hijo previendo que el padre se suicidaría con ella, y que no hay una diferencia esencial entre matar al tirano directamente o causar su muerte, lo que habría hecho al matar al hijo que fue la causa de su suicidio.

En la respuesta a Luciano Tomás Moro asume, en cambio, el rol de un ciudadano que se opone a la demanda y expone ante los jueces las razones por las cuales el demandante no debe ganar el pleito ni obtener la recompensa ofrecida a quien comete tiranicidio.

Es efectivo que estamos ante un ejercicio de retórica y no ante un escrito de Moro sobre filosofía política que refleje directamente su pensamiento[6]. Es sabido que Moro gustaba de la representación teatral y aquí también asume, al igual que Erasmo, una posición de abogado de una de las posturas, sin que necesariamente nos diga cuál es su postura personal sobre el problema de la tiranía y del tiranicidio. Con todo, es claro que también el gusto por el Derecho y las disputas jurídicas han determinado a Moro a invitar a Erasmo a contestar esta declamatio de Luciano y añadir esas respuestas a la traducción, desde su primera edición en 1514 (París).

Además, es posible constatar que la tiranía es un tópico recurrente en las obras de Moro. Aparece no sólo en la Utopía, sino en una serie de poemas de su Epigrammata y sobre todo en su History of King Richard III (1514-1518)[7]. En la respuesta a Luciano, Moro se atiene a la imagen clásica del tirano, forjada en la antigua Grecia. Se alude a sus numerosos crímenes (robo, asesinato, violación), a su semejanza con un animal salvaje que hace estragos en su propia familia, a la falta de leyes y al tiranicidio como un acto moralmente valioso[8].

Puede que sea excesivo sostener que Moro aludía a ejemplos contemporáneos de regímenes absolutistas, o que supusiera que Enrique VII, del cual padeció un hostigamiento que lo llevó casi al exilio[9], o incluso Enrique VIII que lo mandó al cadalso, habrían incurrido en un régimen tiránico, y menos que estuviera autorizado contra ellos el tiranicidio[10]. Pero sí podemos ver en su obra una advertencia a los reyes y gobernantes para evitar los vicios, sobre todo el de soberbia, y evitar así que se hicieran culpables de actos despóticos o tiránicos[11].

En todo caso, un análisis de sus afirmaciones sobre la tiranía puede revelarnos algo que sí influyó en el pensamiento y en la práctica de Moro como juez, político y gobernante: la importancia de las leyes y del imperio del Derecho sobre gobernantes y gobernados. Incluso en su comportamiento final ante el tribunal que lo juzgó hizo uso de todos los recursos jurídicos de que disponía para evitar la condena[12]. Para Moro, algo esencial en una comunidad política era la existencia, el respeto y la justicia de las leyes.

En este artículo, pretendemos poner de relieve que la respuesta al Tyrannicida de Luciano es útil para tener presente la estimación que el sistema jurídico, las leyes, poseían en el pensamiento de Moro incluso desde esta una de sus más tempranas obras[13].

Para ello intentaremos comprobar que, aunque incidentalmente, en esta pequeña obra de Moro la tiranía es concebida como un régimen absolutamente incompatible con la vigencia de leyes que merezcan el nombre de tales. En un segundo momento, nos referiremos al tiranicidio para corroborar que su aceptación en este ejercicio retórico depende justamente de que por su intermedio se logra la restauración de la libertad, fundada en un régimen de Derecho.

Ofrecemos, como apéndice, una versión en castellano de la declamatio de Moro, que hasta ahora, que sepamos, sólo se ha traducido al inglés, para incluirla en sus obras completas editadas por la Universidad de Yale.

 

2. Tiranía y Derecho: conceptos incompatibles

Las leyes quedan cautivas por la tiranía

Quizás el punto principal de diferencia que se establece entre Derecho y tiranía en la declamatio de Moro, sea la comparación entre autoridades legítimas (legitimate potestates) y tiranos en cuanto a su actitud frente a las leyes. Alrefutar el alegato del demandante de que el hijo era también tirano, Moro se empeña en hacer ver que jamás un tirano puede estar dispuesto a compartir su poder. En ese esfuerzo, aplicando el argumento a fortiori, señala que incluso las autoridades legítimas son a veces vencidas por la ambición y no perdonan la vida de sus amigos por no querer compartir su gobierno. Al hacer esta comparación, caracteriza a las autoridades legítimas como aquellas que: «[...] no sólo gobiernan por leyes sino que también se someten a ellas, y así son mucho más pacíficas que un tirano [...]»[14].

La diferencia fundamental, en consecuencia, parece residir en que el tirano puede usar las leyes como instrumento para afianzar y asegurar su poder, pero nunca para someterse a ellas. El Derecho rige también a las autoridades legítimas; no rige en cambio para el tirano.

Por eso, señala igualmente que el tirano es alguien: «[...] cuya furia ha pisoteado las leyes de los hombres [...]»[15].

La expresión «pisoteado» (protriverit) es sumamente significativa: las leyes humanas son totalmente privadas de valor y de eficacia, menospreciadas por la furia y la crueldad con la que actúa el tirano.

En otro lugar, se refiere a que las leyes, al igual que las personas, están privadas de su libre eficacia: están cautivas bajo el poder del tirano: «[...] las leyes [...] han caído bajo su cautividad [...]»[16].

De esta manera, puede decirse que el tirano no gobierna tampoco con las leyes sino por el temor y el miedo que infunde su poder absoluto y omnímodo.

 

El poder despótico y el miedo sustituyen la fuerza benéfica de las leyes

La tiranía, al prescindir de las leyes como orientadoras de la conducta hacia el bien común de gobernantes y gobernados, sólo puede sustentar su poder en el terror. No hay matices a este respecto. Dice Moro: «Indudablemente la tiranía es siempre despótica y temible»[17].

Como breve descripción de un tirano indica que es: «[...] por naturaleza feroz y violento, cuya furia ha pisoteado las leyes de los hombres, ha despreciado las de los dioses y ha ignorado la vida [...]»[18].

Por esta razón, un tirano siempre anda armado. Con su característico humor, Moro se mofa del argumento del demandante de que fue su espada la que mató al tirano, invocando que esa arma, encontrada en el cuerpo del hijo, fue la que el tirano ocupó para suicidarse. Moro apunta que con ello el demandante estaría sugiriendo que el tirano no disponía de otro instrumento para cometer suicidio e ironiza: «¡Oh, un nuevo prodigio, jueces, un tirano sin espada!»[19].

Esta característica de la tiranía: el gobierno por el terror, la expone con más detalle cuando imagina qué hubiera sucedido si el tirano, al encontrar a su hijo asesinado, no se hubiere dado muerte (lo que Moro atribuye a la intervención de los dioses). En ese caso, asegura, habría descargado su furia contra la ciudad y la habría destruido:

«Aquello que el tirano hubiere estado dispuesto a hacer, y lo que tú mismo hubieses hecho sin vacilar ¿no es mucho más verosímil que lo que hizo?: llamar a sus guardias, reunir a sus sicarios, dar armas a sus asesinos, y expuesto el cadáver de su hijo ante él, cruel por naturaleza y enfurecido por tan atroz espectáculo, descargar su ira y furor contra aquél por quien su hijo fue asesinado, o sea contra ti; en segundo lugar, contra la ciudad entera por causa de la cual fue asesinado; cosas que si hubiesen sucedido (y gracias a tu locura estuvieron bien cerca de suceder) ni tú, desdichado, vivirías hoy para exigir esta recompensa, ni nosotros tendríamos República a la que podrías demandar»[20].

Aunque la tiranía es siempre opresiva, podía comprenderse que el tirano moderara su rigor para mantener la ciudad para su hijo, pero desaparecido éste, nada le impediría proceder contra ella con toda su furia destructiva:

«En efecto, aunque el tirano era siempre opresivo, durante el tiempo en que su hijo vivía, por esta misma razón hacía sentir menos peso a los ciudadanos, para no dejar a su hijo una ciudad completamente desdichada y agotada. Pero habiendo sido asesinado aquel por el cual se había refrenado, ¿a quién podría caberle la duda de que hubiera hecho pedazos todo desde sus cimientos?»[21].

 

Las leyes del tirano no son leyes

Un punto muy interesante, desde el punto de vista jurídico, es la respuesta que da Moro al argumento del demandante de que él merece la recompensa por tiranicidio en cuanto ha asesinado al heredero del tirano. Moro hace ver que la sucesión hereditaria es una institución propia de un sistema jurídico legítimo y que éste no existe cuando la República está siendo subyugada por un tirano.

De manera dura increpa al demandante: «¿Por qué mientas leyes en una tiranía? Esas leyes de leyes sólo tienen el nombre»[22].

Diríamos que Moro concede que existen estatutos que son formalmente leyes: disposiciones positivas, pero que, al no cumplir con la finalidad y el contenido sustancial de una regla de Derecho, que rige para el bien común y se aplica a gobernantes y gobernados, no contiene lo que realmente se espera del Derecho.

Prosigue explicando que la sucesión hereditaria sólo puede funcionar en un régimen auténticamente jurídico y no bajo apariencias de leyes como las que operan en una tiranía:

«La sucesión es propia del derecho [Iuris est ista successio]. ¿Acaso alguien diría que el hijo de un pirata que ocupa el lugar de su padre muerto, es su heredero? Un tirano siempre muere intestado, ya que las leyes, que son las únicas que permiten otorgar un testamento válido, han caído bajo su cautividad»[23].

Una importante conclusión saca Moro de esta afirmación, pues en su concepción el título de tirano no es susceptible de transmisión hereditaria. Siempre que un tirano muere, la ciudad recupera su libertad (y de allí que pueda ser eficaz el tiranicidio); el que alega el título de heredero para ocupar el lugar del tirano fallecido no es más que un nuevo tirano que puede ser rechazado legítimamente por la fuerza:

«Por eso quien ocupa el lugar del tirano muerto, no es heredero, sino un nuevo tirano. En efecto, no es un sucesor sino un usurpador. “Estaríamos sujetos a su poder ahora”: ¿por qué se asume esto? Por el contrario sostengo que el pueblo se libera inmediatamente al morir el tirano. Si no fuera así, la ley que otorga una recompensa por el tiranicidio sería inútil: con la muerte de un tirano vendríamos a caer bajo el poder de otro»[24].

 

Poder absoluto y excluyente del tirano

La inexistencia de un régimen de Derecho supone que el ejercicio del poder por parte del tirano no puede ser compartido ni moderado por ninguna otra persona u órgano público: ni un Consejo de hombres sabios, un Parlamento o un sistema de Cortes de justicia.

En esto Moro es muy insistente en la declamatio, ya que el demandante ha argumentado en su favor que el hijo del tirano era también un tirano, es decir, que en la misma ciudad gobernaban como tiranos conjuntamente el padre y el hijo:

«¿Quién puede creer esto, jueces: que una sola ciudad haya sido suficiente para dos tiranos? ¿Que dos tiranos concordes entre sí hayan habitado dentro de las mismas murallas? ¿Que hayan podido mantenerse juntos en el espacio de una sola ciudad, cuando ni el orbe entero podría ser bastante para uno u otro de ellos? Quien creyera esto no considera la naturaleza de la tiranía»[25].

Para dar más fuerza a su argumentación, se aviene a conceder que hasta las autoridades legítimas incurren a veces, cegadas por la ambición, en ejecuciones de amigos cuando ven que pueden convertirse en amenazas contra su régimen. Si así sucede con ellas, ¡con cuánta mayor razón no actuará así un tirano!:

«Incluso las autoridades legítimas, que no sólo gobiernan por leyes sino que también se someten a ellas, y así son mucho más pacíficas que un tirano, a tal punto, sin embargo, son vencidas por la ambición que no perdonan la vida de sus amigos íntimos, antes que permitirles compartir su gobierno. ¿Quién puede creer que un tirano, por naturaleza feroz y violento, cuya furia ha pisoteado las leyes de los hombres, ha despreciado las de los dioses y ha ignorado la vida, podría admitir un consocio de su poder?»[26].

Más adelante, compara al tirano con un ave de rapiña que incluso disputa con sus hijos las presas de caza:

«Es más, por lo común, las bestias que viven de la rapiña –lo que es propio de tiranos– en las cuales el hambre ha dejado ciertos vestigios de la naturaleza tiránica, se muestran despiadadas contra sus propias crías, antes que aceptarlas como aliadas de caza. ¿Y puede pasarnos por la mente que un tirano humano a quien la soberbia hincha, la ambición estimula, la concupiscencia urge, el afán de fama incita, llegue a compartir su poder tiránico con otro?»[27].

De ninguna manera, la tiranía concibe que las leyes puedan admitir que se controle, limite o modere el poder del tirano, mediante la intervención de otras personas en la gestión de los asuntos públicos.

 

Los criminales impunes como cómplices del tirano

Al analizar los crímenes y ultrajes que se atribuyen al hijo, y que según el demandante acreditan su calidad de tirano, Moro sostiene que no es así, ya que cometía tales actos por órdenes o por tolerancia de su padre, que era el verdadero tirano. Pero más allá extiende esta conclusión para denotar que todos quienes cometen delitos bajo la tiranía y quedan impunes, son en realidad cómplices del tirano. La tiranía impide el buen funcionamiento de las leyes penales y convierte a los criminales que no son castigados en agentes del tirano.

Alega Moro:

«De este tipo de personas, ¿cuán pocas habría que no robarían, violarían matrimonios, saquearían hogares, despojarían templos, matarían a sus oponentes y asesinarían a los ciudadanos más destacados? Pero dado que hay un único hombre bajo cuyo poder y protección cometen esos audaces crímenes –los que podrían ser penados por sus actos, ya sea por él o por las leyes, como ladrones, homicidas, bandidos o adúlteros– él solo, única cabeza de los crímenes, bajo cuyo nombre todos impunemente cometen los delitos, es tirano»[28].

 

El tirano desprecia el Derecho divino

Finalmente, Moro hace hincapié en que el tirano no respeta la voluntad ni las reglas que emanan de los poderes divinos. Poniéndose en la composición de lugar de Luciano, Moro alude en plural a los dioses, pero es obvio que ello se aplica también a la concepción monoteísta del cristianismo profesada por el humanista.

Hay algunos párrafos de la declamatio que revelan que el tirano no sólo atenta contra los ciudadanos y sus bienes, sino también contra la religión. Así afirma:

«No ignoráis lo cuantiosa que es la recompensa por tiranicidio, y no cabe duda que con razón, pues ¿qué precio podría bastar para que sean recuperados campos, hogares, bienes, hijos, esposas, la seguridad y libertad de todos y hasta los mismos altares y templos de los dioses?»[29].

El menosprecio a la voluntad de los dioses y sus leyes, queda más claro cuando Moro imagina la razón por la cual el tirano quiso quitarse la vida, en vez de perseguir al asesino y volcar su ira contra la ciudad:

«Cuando al principio, después de haber entrado, descubrió a su hijo asesinado, ¿qué podríamos imaginar que habría hecho y exclamado? ¿Qué otra cosa que, más que impío y demente como estaba, haber vomitado con un gesto de extrema inmundicia locas imprecaciones contra los dioses?: “¡Oh ira de los dioses, oh envidia de los númenes! Veo las manifestaciones celestes de vuestro odio; veo las huellas de vuestra negra malignidad. No existe nadie más inicuo, nadie más ambicioso, nadie más envidioso que vosotros. Queréis gobernar solos, reinar solos y no suficientemente contentos con vuestra propia felicidad os comsumís de envidia por lo ajeno. ¿Por qué no descendieron a la tierra para luchar conmigo? ¿Por qué enviaron a un cobarde traidor contra mi hijo? Cualquiera que fuera, no se atrevió a trabar lucha con el tirano y ciertamente me alegro siquiera de esto: que nadie pueda autodenominarse tiranicida y nadie pueda exigir la recompensa por el tiranicidio. En efecto, nadie hoy matará a un tirano, excepto el tirano mismo. Yo moriré como tirano contra la voluntad de los dioses”. Así habiendo balbucido sus desvaríos, loco y fuera de sí, se arrojó contra la espada»[30].

Se observa la extrema impiedad y soberbia del tirano que, frente a la disposición de los dioses de permitir el asesinato de su hijo, se quita la vida como acto de rebeldía y de protesta: «Moriré como tirano contra la voluntad de los dioses». Es decir, hasta en mi muerte despreciaré las disposiciones divinas.

Por cierto, Moro hace ver lo fatuo del comportamiento del tirano, puesto que su propia muerte estaba siendo causada por los dioses (no por el demandante), como una respuesta a los ruegos y súplicas de la ciudad oprimida[31].

 

3. Derecho y tiranicidio

En esta materia es donde más cuidado debe ponerse en distinguir el discurso de Moro y su pensamiento moral y político. En la época en la que escribe, la doctrina de la licitud del tiranicidio ha sido discutida, apoyada y refutada por diversos autores, incluyendo a Tomás de Aquino y un pronunciamiento del Concilio de Constanza (1415)[32].

Pero Moro debe discurrir sobre los hechos que ya están fijados en el caso planteado por Luciano[33]. Y allí se trata de una ciudad cuyas leyes, de tiempos de libertad, establecían no sólo que era lícito y no punible el asesinato del tirano, sino una acción loable y patriótica por la cual se prometía una recompensa.

En su discurso Moro justifica plenamente que la recompensa sea cuantiosa: «No ignoran ustedes lo cuantiosa que es la recompensa por tiranicidio, y no cabe duda que con razón [...]»[34].

Pareciera que lo que se busca es incentivar a alguien de fuera, que no está sometido al tirano, para que libere a la ciudad asesinándolo: «En efecto, la ley contempla contratar a un tiranicida de alguna parte: le promete determinada recompensa para después de que haya asesinado al tirano»[35].

Pero para tener derecho a ella es necesario matar al mismo tirano: «El mismo tirano es el único cuya muerte la República compra con tal alta recompensa»[36].

No basta con querer haber asesinado al tirano, como afirma el demandante. Si así fuera todos los ciudadanos podrían reclamar el premio: «[...] bajo esa razón todos pediríamos una recompensa por el tiranicidio. ¿Quién, en efecto, habría sido de ánimo tan frío para con la República, como para que no hubiese querido eliminar voluntariamente a tan cruel tirano?»[37].

Se ve que Moro, compenetrado en su papel de defensor de la ciudad y sin negar la legitimidad de la ley que premia el tiranicidio, supone que cualquier ciudadano cometería gustoso el asesinato como una manera de liberar a la patria sometida.

La finalidad que Moro ve en el acto, no es tanto privar de la vida a la persona del déspota, sino defender a la ciudad frente a la esclavitud violenta a la que ha sido sometida. El objeto o finalidad (la ratio legis) de la ley que premia el tiranicidio es que la ciudad pueda quedar libre de la opresión que experimenta: «[...] la libertad en la ciudad [...] ha sido el único fin que el legislador tuvo en vista al establecer esta ley»[38].

Interpretando la ley, Moro afirma que la recompensa sólo se debe a aquel que consciente y directamente ha causado la muerte del tirano, y no al que sin conciencia e involuntariamente la haya provocado:

«En efecto, si alguien hubiera asesinado al tirano por accidente o en un rapto de locura, no le habrían dado la recompensa por el tiranicidio ¿Y eso por qué? Ciertamente porque uno lo ha asesinado sin conocimiento y el otro estando fuera de sus cabales»[39].

¿Y qué sucede si el que intenta el tiranicidio no logra matar al tirano pero lo derroca de su poder, enviándolo al exilio? Moro utiliza una interpretación estricta, pero a la vez equitativa. Sostiene que en tal caso no se debe la cuantiosa recompensa ofrecida al tiranicida, pero sí una menor por el beneficio obtenido: «Aquel que, en el empeño de matar al tirano, lo fuerza al exilio, merecería una recompensa, aunque no tanta ni del mismo tipo que la del tiranicida»[40].

Para justificar esta conclusión recurre al ejemplo del médico y del cuerpo humano enfermo. El médico hace las veces del pretendido tiranicida y el cuerpo enfermo el de la ciudad sometida a la tiranía:

«En efecto, si padeciendo alguna enfermedad, anunciara: “cualquiera que me sane, recibirá de mi parte tres talentos”, y alguno viniera a encargarse de mi salud incentivado por la esperanza de una recompensa, si después de haberme suministrado ciertos medicamentos, se da cuenta de que se ha esforzado en vano y habiendo confesado que su arte ha sido vencido por la enfermedad, me abandona desesperado, aunque me haya aliviado en parte de mi enfermedad, no le debo una recompensa por mi sanación, porque no me sanó; pero como me benefició no sería justo despedirlo sin darle algo»[41].

Como se ve, aunque no pueda sostenerse que el pensamiento de Moro justificaba el tiranicidio y, más aún, que se recompensara al asesino del tirano, es claro que apreciaba la deposición del tirano ya sea por su derrocamiento o su exilio, al punto de pensar que quien lo había logrado había realizado un acto meritorio. La razón sigue siendo no el espíritu de venganza o de encarnizamiento contra el tirano, sino el restablecimiento de la libertad y del Derecho[42].

El Derecho, en la concepción de Moro, intenta impedir la corrupción del gobernante y que devenga en tirano, mejor que conseguir su deposición. De allí su interés en la formación moral y humanística de los príncipes y su aprecio por las labores del Parlamento y de las Convocaciones de la Iglesia. Wegemer escribe en este sentido que el Richard III de Moro «muestra, por lo tanto, que las leyes no son suficientes para detener al tirano. Son necesarios también estadistas vigilantes con un fuerte y arraigado amor la libertad, un amor suficientemente probado y educado para resistir el poder, el engaño y el ingenio del mal»[43].

 

4. Conclusión

De nuestro análisis puede concluirse que, de manera indirecta e implícita, la respuesta de Moro al Tiranicida de Luciano plantea la importancia (si bien, no decisiva) que se atribuye al Derecho para neutralizar la posibilidad de que un Estado venga a caer en la tiranía. La tiranía es totalmente incompatible con la vigencia del Derecho, en cuanto las leyes propias de un régimen tiránico no son auténticas leyes ni conforman un régimen jurídico, las leyes propiamente están tan cautivas como la misma ciudad, las leyes divinas son despreciadas, y el tirano mantiene el poder por el terror y por la violencia, sin permitir ningún control de su poder por otras autoridades u órganos gubernamentales, y haciendo de los criminales que cometen fechorías con impunidad, sus cómplices.

Aunque no pueda sostenerse, por la naturaleza retórica de la pieza, que Moro apruebe el tiranicidio moral y políticamente, puede conjeturarse que en todo caso lo que valora no es la muerte del tirano sino la recuperación de la libertad, en cuanto ella supone la recuperación y restablecimiento del imperio del Derecho.

 

ANEXO

DECLAMACIÓN DE TOMÁS MORO EN RESPUESTA A LA DE LUCIANO[44]

 

No había pensado, jueces, que aquél que ha aceptado defender una causa pública (lo que yo hago ahora) tuviera que dar explicaciones de por qué decidió hacer tal cosa: tampoco, ciertamente, había pensado que hubiera peligro de parecer que la ha abordado por malicia más que por rectitud, siendo que ofrece, como certísima prueba de su alta integridad, que por decisión personal ha optado por servir en beneficio de todos los demás. Si bien creo que todos los defensores de causas de este tipo pueden defenderse dignamente de toda sospecha de calumnia, no sólo me he hecho cargo de este trabajo en sumo beneficio de todos, para ser útil a todos, sino que también me he ganado la enemistad de este hombre que se jacta de haber dado muerte a tiranos.

Pero puesto que nada se ha iniciado con tanta rectitud que la iniquidad de los perversos no critique con palabras mordaces ni corrompa –y precisamente en este instante estoy oyendo a algunos que murmuran, porque han sido persuadidos por el discurso de la defensa y le dan una interpretación torcida a mi deber–, he decidido, jueces, exponeros los motivos de mi proceder, para que ningún detractor malicioso de mi causa intente atribuirlo a dolor, odio o envidia.

Primero, ¿por qué debería dar impresión de sentir dolor por la muerte del tirano? De esto me ha acusado hace poco mi adversario, pero no ha aducido prueba alguna. Se satisface con declararlo y pretende que se le crea sin testigos ni razonamientos: más bien sostiene: «si no sintieras pesar ni desearas vengar la muerte del tirano, no litigarías en mi contra». Entonces, ¿pruebas que yo lamento la muerte del tirano por el solo hecho de haberme opuesto con justicia a ti que solicitas injustamente una recompensa por su asesinato? ¿Quieres comprobar que no estás diciendo nada? Si hubieras probado que tú mataste al tirano, no querría litigar contigo aunque pudiera. Pero ¿qué otra cosa he de decir contra ti salvo que no lo mataste? Si tú le hubieras asesinado, no te demandaría; por el contrario, te alabaría, te admiraría y yo el primero te otorgaría la recompensa. Pero dado que no mataste al tirano, te contradigo, te deniego el honor y vengo contra ti en juicio.

¿Acaso parezco experimentar dolor por el occiso? Mi adversario, jueces, debió haber demostrado que yo era pariente consanguíneo o por afinidad del tirano o le estaba subordinado por causa de favores o por haber sido cómplice en sus crímenes. No obstante, ni siquiera ha podido dar credibilidad a alguna de esas posibilidades; por consiguiente, si no fui pariente consanguíneo ni afín del tirano, si jamás se sirvió de mi actividad en perjuicio de alguien, si no he recibido beneficio alguno de parte suya, si me oprimió con amarga esclavitud juntamente con los demás, si su muerte me ha devuelto a la libertad al mismo tiempo que vosotros, ¿qué razón podría haber para que sintiera dolor por su muerte que fue auspicio de mi seguridad y libertad?

Menos razón hay para que le odie. En efecto ¿qué hizo que pudiera provocar mi odio en su contra? En primer lugar, asesinó al hijo del tirano y después de que el tirano se suicidó, pidió una recompensa en calidad de tiranicida; consideremos cada uno de estos dos supuestos: asesinó al joven: aunque lo haya hecho con escasa premeditación y sin beneficio para el bien común, si los dioses no nos hubieran favorecido, en la medida en que yo puedo conjeturar con certeza lo llevó a cabo no por un motivo torcido. Segundo: pide una recompensa que no ha merecido; tal como es la índole de los hombres de los tiempos que vivimos, no me causa extrañeza, incluso de verdad lo excuso, en la medida en que hubiera podido obtenerla. Ninguno de estos dos hechos puede provocar mi odio en contra suya. Fuera de esto no ha hecho nada que de alguna manera tenga relación conmigo; en consecuencia, ¿a tal extremo sería injusto yo, para perseguir con un odio gratuito a un hombre poco conocido para mí de cara o reputación, que no me ha ofendido por acto ni me ha lesionado de palabra?

Queda por aclarar la sospecha de envidia, que es de tal naturaleza que de ningún mal quisiera estar liberado con más gusto. Porque aunque todos los vicios son destructivos por naturaleza propia, sin embargo ninguno es tan letal como la envidia, que atormenta con violentos sufrimientos a todo corazón en el que queda impresa una vez para siempre. ¿Acaso considerar la buena fortuna de alguien como mala fortuna propia, consumirse de deseo por la prosperidad de otros, atormentarse por las alabanzas ajenas, experimentar sufrimiento por la felicidad de otro, no es una miseria suma? ¿No es una locura extrema?

Por consiguiente, jueces, si carezco de cualquier otro vicio, con más certeza estoy sumamente lejos de éste. ¿Contra la fortuna de quién alguna vez he arremetido? ¿Los éxitos de quién he desacreditado? ¿A quién he privado alguna vez de alabanzas? ¿La reputación de quién he mancillado? Sin duda que si esta modesta fortuna mía –que no es tan escasa como para que envidie las riquezas y recompensas de otros– no me declara libre de la sospecha de este vicio, si no me reivindica mi vida pasada –que a tal punto no está necesitada de logros como para que tenga que consumirme de envidia por la alabanza a otro–, ¡por Hércules!, al menos derechamente el mismo pleito me absuelve, ya que aunque merece la venia de todos no la envidia nadie.

Os pregunto, jueces, ¿qué signo de odio, qué prueba de envidia puede darse como evidencia? No provoco, no desato mi ira, no acuso, sólo defiendo a la ciudad arrastrada a los tribunales por éste. Pero, entonces, ¿por qué mientras los demás están sentados, y todos callan, y entre estos hay muchos distinguidísimos varones, insignes por su autoridad y más eruditos que yo en el arte del discurso, yo entre todos ellos me levanto y contradigo a quién demanda recompensas? No dudo de que ellos sienten como yo ni de que una mayoría voluntariamente habría asumido este deber, en caso de que yo no lo hubiera hecho; no debo ser culpado por haberme ofrecido primero para defender la patria. No estoy obligado a justificar las causas del silencio ajeno, cualesquiera que sean. A mí me impele a hablar no sólo la causa de la República sino también el respeto a los dioses inmortales. Cuando vi los exiguos fondos de nuestro erario público, la escasez actual de recursos y que nos urgen muchas ocasiones de expensas necesarias, no podía permitir que la ciudad padeciese este gasto innecesario.

No ignoráis lo cuantiosa que es la recompensa por tiranicidio, y no cabe duda que con razón pues ¿qué precio podría bastar para que sean recuperados campos, hogares, bienes, hijos, esposas, la seguridad y libertad de todos y hasta los mismos altares y templos de los dioses? Por eso, cuanto más alto y oneroso sea el precio para la ciudad, tanto más debemos cuidar que no se invierta irreflexivamente. Son suficientes, jueces, las expensas y gastos que nos apremian para vaciar nuestro erario, sin considerar a éste a quien nada debemos.

Además, puesto que el tiranicidio ha ocurrido por la sola clemencia de los dioses, los que, después de ser tantas veces invocados, finalmente se apiadaron de nuestras calamidades y quisieron soltar el yugo del crudelísimo tirano y devolvernos la libertad, juzgo inaceptable que la ciudad en vez de dar el honor y la gratitud debida a los dioses, que los merecen, los otorgue a un hombre que no los merece. Demostraré con argumentos solidísimos que todo el asunto se debe al destino y a la benignidad de los dioses, y que ninguna gratitud se le debe a este hombre. Mientras hago esto pido, jueces, vuestra más diligente atención.

Tres son las razones por las que este hombre considera que, sobre la base de cualquiera de ellas, debe obtener este honor: o porque mató al hijo del tirano, o porque intentó asesinar al tirano o porque el padre conmovido por el asesinato de su hijo se suicidó con la espada que éste había dejado al alejarse.

Veamos, ¿es tiranicidio el asesinato del joven?: «¿Por qué no? seguramente él también era un tirano». ¿Quién puede creer esto, jueces: que una sola ciudad haya sido suficiente para dos tiranos? ¿Qué dos tiranos concordes entre sí hayan habitado dentro de las mismas murallas? ¿Que hayan podido mantenerse juntos en el espacio de una sola ciudad, cuando ni el orbe entero podría ser bastante para uno u otro de ellos? Quien creyera esto no considera la naturaleza de la tiranía. Incluso las autoridades legítimas, que no sólo gobiernan por leyes sino que también se someten a ellas, y así son mucho más pacíficas que un tirano, a tal punto, sin embargo, son vencidas por la ambición que no perdonan la vida de sus amigos íntimos, antes que permitirles compartir su gobierno. ¿Quién puede creer que un tirano, por naturaleza feroz y violento, cuya furia ha pisoteado las leyes de los hombres, ha despreciado las de los dioses y ha ignorado la vida, podría admitir un consocio de su poder? Es más, por lo común, las bestias que viven de la rapiña –lo que es propio de tiranos– en las cuales el hambre ha dejado ciertos vestigios de la naturaleza tiránica, se muestran despiadadas contra sus propias crías, antes que aceptarlas como aliadas de caza. ¿Y puede pasarnos por la mente que un tirano humano a quien la soberbia hincha, la ambición estimula, la concupiscencia urge, el afán de fama incita, llegue a compartir su poder tiránico con otro?

Pero este hombre [mi adversario] no sólo concibe a dos tiranos sino también quiere hacer aparecer al adolescente más que tirano: ya que, dice, cometió atroces injurias contra los ciudadanos: homicidio, robo, violación, en fin, todas las formas de crímenes conocidas. Ciertamente habría evitado el título [de tirano] pero en realidad habría sido la cabeza de la tiranía y más poderoso que su padre, al que controlaba como quería.

Pero la verdad es totalmente distinta, jueces. Indudablemente la tiranía es siempre despótica y temible. Ni el hijo, por cierto, hubiera soportado a su padre en caso de haber conseguido más poder, ni el padre hubiera permitido al hijo ganar mayor poder que el suyo. Ninguno es más sospechoso para el tirano que su heredero, el que mientras más reproduce su índole feroz y sus costumbres tiránicas, mayor miedo infunde a su padre. Por consiguiente, reprimía las ansias de poder de su hijo y refrenaba al adolescente antes que soltarle las riendas, para que el joven, no robusteciéndose en exceso de fuerzas, ávido de poder y acostumbrándose a las riquezas, y sin poder autodominarse, finalmente ni siquiera respetara su padre, a tal punto que los dioses prefiriesen a Júpiter antes que a Saturno. Porque si durante ese tiempo el adolescente cometió fechorías ¿de qué otra manera las hizo sino como cómplice de su padre? De este tipo de personas, ¿cuán pocas habría que no robarían, violarían matrimonios, saquearían hogares, despojarían templos, matarían a sus opositores y asesinarían a los ciudadanos más destacados? Pero dado que hay un único hombre bajo cuyo poder y protección cometen esos audaces crímenes –los que podrían ser penados por sus actos, ya sea por él o por las leyes, como ladrones, homicidas, bandidos o adúlteros– él solo, única cabeza de los crímenes, bajo cuyo nombre todos impunemente cometen los delitos, es tirano.

Mientras que el joven adolescente cuando cometía alguna atrocidad, siempre decía que su padre se la había ordenado. Y no dudo de que lo haya hecho, puesto que aunque el hijo fue de tal naturaleza que prometía durante su adolescencia, si llegaba a la edad, equiparar a su padre en infamias y crímenes, en razón de la crueldad e inhumanidad de éste con las que desde niño y mientras crecía se acostumbró, era todavía un soldado inexperto, apenas principiante y no se ocupaba casi de nada importante que no fuera mandado u ordenado por su padre.

Pero si no hizo esas cosas sino por un mandato o si se dio a hacerlas sin órdenes, pero en todo caso, dado que actuó como si lo hiciera siguiendo órdenes, dado que nunca usurpó el título de tirano, ni se comportó como un tirano, e hizo claro que actuaba obedeciendo a su padre y atribuía a éste las razones de sus audacias; desde que él reconocía que otro (en cuyo poder confiaba) era más fuerte y de quien dependía su propia impunidad, llámalo ladrón o sacrílego si quieres, o dale el nombre que quieras, lo que es indudable es que es alguien contra el cual no podía cometerse tiranicidio.

Si alegas que él solo tenía el poder absoluto y era el verdadero tirano y que, como te has jactado hace poco, la República fue libre inmediatamente después de su muerte, déjanos imaginar, te ruego, que su padre vive todavía y no ha sido puesto en fuga; no sé porqué fingiste eso, cuando tú no lo habías puesto en fuga ni hiciste nada para que tuviese que huir. Habiendo sido el hijo asesinado en una emboscada, las fuerzas restantes quedaron incólumes, no veo qué otra razón tendría el padre para desesperarse o huir, lo mismo que si no hubiera tenido ese hijo o que el hijo hubiera muerto por una peste. Déjanos, en consecuencia, como he pedido, imaginar que el padre sigue vivo: privado de su hijo único, rodeado de una muchedumbre de guardias, llora el asesinato de su hijo y amenaza al asesino con todo tipo de suplicios. Con el rostro demudado, corre al foro con aspecto feroz, y mostrando la espada que tú dejaste abandonada, promete una cuantiosa recompensa para aquel que delate al dueño de la espada. Ahora tú, en aquel foro ocupado por él y sus guardias, dirigida la investigación contra ti, lánzate en público, valeroso tiranicida, e irrumpiendo en medio de la muchedumbre, proclama que tú has matado al tirano, anuncia la libertad a todos y pide la recompensa por el tiranicidio. ¿Por qué huyes? ¿Por qué buscas lugares ocultos? ¿Por qué temes, tiranicida? ¿Acaso no está libre la República? ¿Acaso el tirano no ha sido asesinado? No ha sido así, porque el que mataste no era el tirano sino uno de los cómplices del tirano; no se ha restaurado la libertad en la ciudad con la muerte de aquél, lo cual, como tú has dicho, ha sido el único fin que el legislador tuvo en vista al establecer esta ley.

Pero dice, «¿yo maté al heredero?» ¿Por qué me mencionas a los herederos? ¿Por qué mientas leyes en una tiranía? Esas leyes, de leyes sólo tienen el nombre. La sucesión es propia del derecho. ¿Acaso alguien diría que el hijo de un pirata que ocupa el lugar de su padre muerto, es su heredero? Un tirano siempre muere intestado, ya que las leyes, que son las únicas que permiten otorgar un testamento válido, han caído bajo su cautividad. Por eso quien ocupa el lugar del tirano muerto, no es heredero, sino un nuevo tirano. En efecto, no es un sucesor sino un usurpador. «Estaríamos sujetos a su poder ahora»: ¿por qué se asume esto? Por el contrario sostengo que el pueblo se libera inmediatamente al morir el tirano. Si no fuera así, la ley que otorga una recompensa por el tiranicidio sería inútil: con la muerte de un tirano vendríamos a caer bajo el poder de otro.

Pero el caso es muy distinto, jueces. Una vez muerto el tirano por cualquier hecho, mientras sus amigos se ven invadidos por el dolor y sus cómplices están golpeados por su muerte, el pueblo, ya libertado, inmediatamente habría proclamado la libertad. Entonces el hijo no habría podido resistir su fuerza más que cualquiera lo puede hacer ahora, incluso el más poderoso de los amigos del tirano o su familiar más cercano después del hijo, al que si el título de herencia y sucesión fuera considerado, le pertenecería la tiranía tal como le hubiera pertenecido al hijo. Por consiguiente, quien haya matado al cómplice, al amigo, al pariente, al hijo del tirano, se ufanaría de tiranicidio en vano. El mismo tirano es el único cuya muerte la República compra con tal alta recompensa.

«Pero quise hacerlo», dice él, «lo intenté, corrí el peligro, y no puede negarse que una vez asesinado el hijo del tirano, se eliminó la expectativa de la futura tiranía, he dado una clara prueba de mi resolución, y esto solo, pienso, es suficiente para que se me otorgue este honor». Pon atención en este punto, te lo ruego: cómo he examinado los pros y los contras de todo este asunto con total buena intención, con cuánta sinceridad, con cuánta conveniencia hacia ti expongo todo este proceso sin aparecer de ningún modo sospechoso. Puesto que si otro defendiera esta causa, no uno de tus enemigos sino alguno de esos acusadores encarnizados, que examinan todos los razonamientos, agobian con sus suposiciones, oprimen con un peso insoportable, como Hércules, trataría el punto para argumentar que tú nunca intentaste ni planeaste hacerlo [el tiranicidio]. Si tú vociferaras asombrado de que alguien, con tan incomparablemente impudicia, se atreviera a afirmar tales cosas toda vez que el hijo del tirano murió a raíz de ese preciso intento, en seguida, te respondería que eso no habría sucedido para liberar la patria (cosa que no cumpliste), ni para asesinar al tirano (al que no tocaste), sino más bien para matar al joven mismo al que asesinaste con el propósito de tomar revancha o venganza de una ofensa inferida contra ti. Si éste insistiera, te apremiara, te presionara y te pidiera algunas otras pruebas de aquella intención y propósito, te darás cuenta, supongo, a cuántas complicaciones te verías arrastrado.

Pero yo no te trato de esa manera, puesto que en asuntos sumamente oscuros (como lo es este), siempre he tenido por principio inclinarme por la posición más benévola. Así que te concedo que parecieras haber llevado a cabo tales cosas con una disposición favorable a la República. En consecuencia, quisiste y también intentaste derechamente eliminar el poder tiránico. ¿Te parece que eso tiene que serte gratificado con esta recompensa? Ante todo: quisiste hacerlo, ¿quién no advierte lo débil de esta razón? Efectivamente, bajo esa razón todos pediríamos una recompensa por el tiranicidio. ¿Quién, en efecto, habría sido de ánimo tan frío para con la República, como para que no hubiese querido eliminar voluntariamente a tan cruel tirano? En realidad al intentarlo, ¿qué otra cosa pusiste en evidencia, sino que tuviste la voluntad de ser un tiranicida? Si te has expuesto a peligros y si eso merece alguna recompensa, podemos ponderarlo después. Yo espero que sea claro para vosotros, jueces, de la sola lectura en voz alta de la ley, que ella no establece una recompensa si no para un tiranicida, y puesto que él no mató al tirano, no puede ser tiranicida; por mucho que lo haya intentado y se haya expuesto a grandes peligros, inútilmente pedirá recompensa por el tiranicidio, a no ser que hubiera asesinado al tirano.

Aquel que, en el empeño de matar al tirano, lo fuerza al exilio, merecería una recompensa, aunque no tanta ni del mismo tipo que la del tiranicida. En efecto, si padeciendo alguna enfermedad, anunciara: «cualquiera que me sane, recibirá de mi parte tres talentos», y alguno viniera a encargarse de mi salud incentivado por la esperanza de una recompensa, si después de haberme suministrado ciertos medicamentos, se da cuenta de que se ha esforzado en vano y habiendo confesado que su arte ha sido vencido por la enfermedad, me abandona desesperado, aunque me haya aliviado en parte de mi enfermedad, no le debo una recompensa por mi sanación, porque no me sanó; pero como me benefició no sería justo despedirlo sin darle algo. Pero si después de miles de remedios, me deja en peor estado de salud, no merecería ninguna recompensa, porque no me ayudó en nada; merecería la gratitud del que intentó curarme en beneficio propio y no mío. Pero si totalmente ignorante en el arte de la medicina, se hubiera atrevido a atacar la enfermedad, y poco tiempo después me abandona desdichadamente envenenado, puesto que ya no sólo no me ha prestado ayuda, sino que me ha incrementado el dolor: aunque se haya ofrecido gratis para sanarme: ¿será digno de amor, porque me maltrató tan cortésmente con su práctica médica por tanto tiempo sin ninguna esperanza de recompensa? ¿O más bien digno de odio sumo, porque se entrometió imprudentemente con daño mío en un campo en el que era inexperto?

El caso presente, jueces, no me parece tan distinto al anterior. La ley contempla contratar a un tiranicida de alguna parte: le promete determinada recompensa para después de que haya asesinado al tirano. Pero cuando se habla de un tiranicida, jueces, se busca a un hombre que domine ese arte: no sólo de mano eficaz, sino también más valeroso de corazón, más sobresaliente por su talento resolutivo que por su fuerza, creativo en tender emboscadas, disimular trampas, espiar ocasiones. Por consiguiente, si alguien asume una tarea de esa envergadura, atenta contra el tirano mediante el arte de armar emboscadas, de modo de subyugarlo una vez atacado, y una vez subyugado matarlo; no desiste de su acción una vez iniciada hasta que quede terminada, éste puede reclamar derechamente una recompensa por el tiranicidio. Si no pudiere hacer aquello, pero realiza algo parecido o semejante, es decir, fuerza al tirano a retirarse al exilio o lo obliga a rendirse perdonándole la vida, o lo fuerza a deponer el poder tiránico bajo ciertas condiciones, yo opino que este hombre merece recompensa, pero de ninguna manera la recompensa por tiranicida. Pero si alguien de mano poderosa, pero falto de razón, completamente ignorante de las artes que un tiranicida debe poseer, considera que puede ejecutar la acción únicamente con fuerza bruta, y no planificadamente, de un modo más parecido a Ayax que a Ulises (más parecido a Ayax en estado demencial por la adjudicación de las armas y asesinando animales en lugar de hombres); si, de ese modo, digo, alguien asume la ejecución de un objetivo tan grande y, entonces, sin preparar una estratagema, sin elegir el momento ni la ocasión apropiados, se apresura en atacar a los guardias en vez de comenzar por el tirano mismo, dándole oportunidad para buscar protección; y, después de que el tirano ha escapado, iniciada temerariamente la acción y ejecutada estúpidamente, cobardemente dejada inconclusa, piensa en su sola salvación, incluso abandonando su espada; y, más tarde, cuando el tirano ha muerto o ha sido asesinado, se presenta ante el público para solicitar la recompensa en calidad de tiranicida, y hace un discurso de este tipo: «Yo quise, jueces, yo hice un intento, yo traté, yo corrí el peligro» ¿Acaso, jueces, decidirían otorgarle recompensa por un tiranicidio porque «intentó» asesinar al tirano? ¿O más bien lo verían con malos ojos y lo juzgarían como merecedor de suplicio, porque con su temeridad no sólo se expuso él en vano a los peligros, sino que juntamente con ello precipitó a la ciudad entera a un peligro extremo, dado que al irritar estúpidamente al tirano, lo hizo más agresivo contra los ciudadanos y más receloso ante las emboscadas?

Veis entonces, jueces, cómo lo que él confió ser suficiente en sí mismo, lejos de ayudar más bien daña considerablemente su caso. Si el hombre que asesinó no fue el tirano, ni fue suficiente haber matado al hijo del tirano y haberlo intentado temerariamente fue en vano, ha quedado para que examinemos el último punto: la muerte del tirano mismo, la cual sostiene que nosotros se la debemos a él. Este es el punto central de toda la discusión: si él lograra persuadirles de ello, ninguna objeción en su contra podría salir victoriosa, y si, por el contrario, yo venciera en esta parte y, como dicen, al quitarle su tabla de salvación, ¿no sería de inmediato objeto del vaivén de las olas y perecería en el naufragio? Por eso, jueces, en este instante os ruego encarecidamente que estéis lo más atentos posible, mientras pruebo que la muerte del tirano, del que depende toda esta controversia, en nada se relaciona con mi adversario. Por consiguiente, jueces, recordad que todo este asunto ha sido tratado de tal manera por éste, como si quisiera persuadiros que creáis que ya en el momento de asesinar al hijo, ya había previsto de antemano lo que el padre haría posteriormente. «Sabía –dijo– que asesinar al hijo era suficiente, sabía que el padre se suicidaría inmediatamente después de la muerte de su hijo». No: di más bien que sabías ciertamente que para defender tu causa era necesario presentarte como si hubieras previsto esos hechos. Más aún: sabías que en vano pedirías la recompensa por tiranicidio si tú mismo no hubieras asesinado al tirano o, al menos, hubieras hecho algo por lo cual su muerte resultaba inminente. Por esa razón, jueces, ha querido que el resultado de su acción parezca tan verosímil, al punto de que incluso pudiera deciros a vosotros que lo oís, que él por eso mismo se abstuvo de matar al tirano, y lo dejó actuar a él mismo dejándole su propia espada. Si no hubiera sido así, no le habría costado nada asesinarlo, dice, y lo habría hecho si no fuera porque al estar seguro de su muerte, se inhibió de asesinarlo, para que el tirano muriera poco después pero con mayor sufrimiento.

Por consiguiente, ¿qué he de hacer con esta historia? ¿Hacia dónde me dirigiré? ¿Dónde encontraré argumentos para demostrar que este hombre no tiene capacidad para predecir el futuro? Mejor será que le interroguemos y le exijamos algunas de las razones por las cuales nos quiere hacer creer algo de tan escasa credibilidad; de dónde le nace esa sorprendente destreza en el arte de la profecía; no sea que la haya aprendido de alguien que se la haya enseñado, o quizá la haya recibido de un numen que se la haya inspirado. Dinos, entonces, Tiresías, ¿de qué manera probarás esto, para que quede en evidencia que posees un acabado conocimiento de las realidades futuras? Desentierra un tesoro enterrado en alguna parte, lleva a la luz nuestros pensamientos, pon al descubierto lo que está oscuro y oculto, para que todos quedemos admirados: ya que imagino que es propio de este arte, tanto predecir las cosas que son futuras como hacer saber las cosas presentes que están ocultas. O si tú tienes poder al menos para las cosas futuras, pon de manifiesto ahora con detalle algunas cosas que ocurrirán de aquí a unos años más: o si te place, las cosas que van a suceder en unos siglos más; después que todas las cosas hayan ocurrido de acuerdo con tu vaticinio, entonces finalmente vuelve, y proclama solemnemente que vaticinaste cosas futuras. Mientras tanto, tendrás dificultad, sospecho, al tratar de persuadirnos que tú conocías antes de que sucediera lo que ocurrió sin tu conocimiento. Si, entonces, cuando mataste al hijo, ignorabas que el padre se suicidaría, lo cual hizo posteriormente: ¿por qué ahora exiges la recompensa por su muerte, la cual, a menos que quieras ser impúdicamente mentiroso, debes confesar ocurrió sin que tú lo supieras ni lo hubieras considerado?

Pero quizás la verdadera razón por la que se considera él mismo responsable por la muerte del tirano, es porque el asesinato que él cometió fue de alguna manera (aún más allá de toda expectativa) la causa de aquella. En cuanto a este punto, opino, que vosotros, jueces, tenéis un criterio bien distinto. En efecto, si alguien hubiera asesinado al tirano por accidente o en un rapto de locura, no le habrían dado la recompensa por el tiranicidio ¿Y eso por qué? Ciertamente porque uno lo ha asesinado sin conocimiento y el otro estando fuera de sus cabales. La alegación de este hombre me parece más débil. Puesto que si cualquiera de éstos pidiera una recompensa, pese a que por haber matado no intencionalmente pediría en vano la recompensa, el que la demanda, empero, después de todo, le habría matado. Pero en el presente caso el tirano murió sin conocimiento ninguno y sin ningún acto de este hombre.

«Pero yo, dice, no he hecho nada por accidente o desconocimiento. He asesinado al hijo deliberadamente, y con ello planificada y conscientemente proveí al padre de una razón para morir –quien, si yo no hubiere matado a su hijo, estaría todavía viviendo como tirano–». Me dedicaré entonces más de cerca al asunto. Si tú hubieras atacado al tirano para asesinarlo y a continuación vencido por él, y una vez ya arrojada la espada huyeras, y habiéndote perseguido a caballo, y su caballo habiendo caído, y precipitándose cayera tan oportunamente sobre tu espada, al punto de que fuera traspasado por ella, ¿acaso no habrías querido decir todas esas mismas cosas en tales circunstancias, es decir, que tú quisiste atacarlo voluntariamente y por consiguiente que tú voluntariamente y en tus cabales alegarías ser el causante de su muerte, puesto que a no ser que tú lo hubieras atacado aquél no habría muerto? ¿Pero no te das cuenta de que de esa misma manera sería más apropiado ufanarte de tu fuga y pedir la recompensa por tu cobardía? Ya que si tú no hubieras huido, él no hubiera caído y a no ser que tú no hubieras arrojado deshonrosamente la espada él no hubiera sido traspasado por ella. Así, siguiendo este razonamiento ¡también los cobardes podrían ser tiranicidas! Justo como ocurrió en este caso, en que atacaste para matar, pero huiste sin consumar lo intentado y lo que siguió después no puede serte atribuido; y aunque no hubiera ocurrido, por mucho que tú ya hubieras hecho algo antes: así aunque hayas escalado la ciudadela para asesinar al tirano y mientras buscabas al padre asesinaste al hijo, lo que emprendiste no lo hiciste, sea por temor, por negligencia o por el acaso, y volviste con el cometido completamente inconcluso. Entonces, ocurrió algo que tú ignorabas y no esperabas, y no podrías haber dicho que iba a ser ejecutado por ti, puesto que si algo puede decirse respecto de ti, terminó en el momento en que tú renunciaste a tu propósito.

Pero puede ser que, no concediendo que esta sea una adecuada representación de lo que hizo, me contradiga una vez más del modo siguiente: «El hombre que tú presentas, no atacó al tirano con el pensamiento de que el victorioso tirano al perseguir a sus enemigos derrotados y fugitivos, encontraría en ello la muerte. Por eso no puede serle atribuido, ya que no fue pretendido por él. Pero no fue así conmigo: yo maté al hijo con la intención de que el padre, conmovido por el dolor, se suicidara, y así lo percibí en mi mente». ¿Os dais cuenta, jueces, de que nuevamente nos sale con esa adivinación tan propia de él? Entonces, preguntémosle, ¿de qué manera percibió lo que iba a suceder? ¿Hizo previsión de ello? ¿Lo infirió? Si responde que lo previó, confío en que nadie le creerá; si por el contrario dice que lo infirió, confiesa que no lo sabía sino que solamente lo supuso, esto es, confiesa que estaba dudoso, en estado de incertidumbre, y ¿qué es esto finalmente sino que él no lo sabía del todo? Pero, veamos, sin embargo, por medio de qué indicios, con qué claras pruebas podría deducir que una cosa tan inesperada iba a suceder de tal modo y que lo que ningún otro habría podido esperar, éste se lo imaginó como seguro e inevitable: «Me había dado cuenta, afirma, cuán excesivamente amaba a su hijo». ¿Esto te hizo tan confiado y seguro al punto de decidir que la muerte de él no iba a seguir como accidente sino que iba a ocurrir por necesidad? Sé, jueces, que los afectos que la naturaleza sembró en los corazones de los padres para con sus hijos no son despreciables, sin embargo, no los creo tan grandes, o tan profundamente probados, que alguien podría asegurarse a sí mismo, como este hombre dice que hizo, de que un padre querría voluntariamente acompañar a su hijo en la muerte. ¿Cuántos de aquellos cuyos hijos, incluso únicos y amadísimos, mueren cada día por enfermedad, perecen por un acto de traición, sucumben en la guerra o mueren por un accidente, a tal punto quedan consternados por el dolor, que cometen suicidio? «Pero, dice él, al amor hay que agregar la desesperación, causa no menor para desearse la muerte». Si es así, entonces, te pregunto, ¿cuando asesinaste al hijo, mataste a la vez a todos los restantes guardias? No declararás, opino, que perpetraste tan gran matanza. Por consiguiente, aún mantenía a los demás: tenía suficiente apoyo, suficientes fuerzas. Luego, cuando fue asesinada una sola persona, y todas las demás quedaron indemnes: y entre ellas la más importante: el tirano, ¿por qué hubo de invadirle la desesperación al punto de que tuvo que salir precipitadamente, no de la ciudad, sino de este mundo? ¿Podemos creer que existe alguna persona en el mundo que hubiera hecho lo que este tirano hizo? Pero por qué indagar acerca de otros, más bien preguntémoste a ti, porque probablemente tú has hecho esta suposición sobre ti mismo y viste al tirano a la luz de tu propio carácter. Si tu hijo fuera asesinado y tu vida y fortuna parecieran amenazados ¿elegirías seguir a tu hijo antes que vengar su muerte? ¿Te suicidarías para que no fueras asesinado por otros? Ciertamente, no lo harías: respondo por ti. Por tanto ¿de qué modo pudo ocurrírsete que el tirano haría lo que otros no harían, lo que nadie quisiera hacer, y lo que tú mismo no harías?

«Pero sin duda, replica, yo lo pensé así, si no ¿por qué habría dejado ahí mi espada?» Con indudable razón nos previenes de tu cobardía. Puesto que cuando declara esto, jueces, ¿no os parece que dice: «ciertamente lo he previsto, si no ¿por qué habría huido de ahí?» En efecto, qué diferencia hay entre decir: «¿por qué habría dejado ahí mi espada?» y «¿por qué, habiendo lanzado vergonzosamente mi espada, me habría fugado de ahí?». Pues ¿qué necesidad tuvo el tirano de que dejara la espada? ¿Carecería de algún instrumento para suicidarse? ¿Nos está diciendo que aquel que temía la espada de cualquier otro no tenía una espada propia? ¿El que adquirió cosas por la espada, guardó sus posesiones a espada y mató por la espada, no tenía una espada? ¡Oh, un nuevo prodigio, jueces, un tirano sin espada! No: no le ha faltado espada, ni éste se ha alejado dejando atrás la espada, sino que la ha arrojado: ni previó con la más insignificante conjetura lo que iba a suceder. Pero después de haberse introducido serpenteando temerariamente en la ciudadela, no sé de qué manera, y después de haber caído ahí sobre el joven solo, confiado y no menos desprevenido (cosa propia de la juventud, siempre incauta), lo atacó imprevistamente; y avanzando más allá, quizá podría haber sido capaz de enfrentar al tirano de la misma manera, pero en ese momento el miedo se apoderó de él, temiendo que, ya entonces delatado por el grito o gemido del que estaba muriendo, fuese capturado por los guardias del tirano que vendrían corriendo. Ante su mirada desfilaron las cadenas, la cárcel, los tormentos, y también mil muertes y mil torturas. Aterrorizado por la vana visión de esas imágenes, retrocedió por el terror ante todo ruido, ante todo sonido, y hasta de su propia sombra. Tan temeroso como antes temerario, se lanzó precipitadamente fuera de la ciudad; ni siquiera se atrevió a llevar consigo la espada: ya sea para que no hiciera más lenta su huida, ya sea para que no fuera tomado prisionero con la espada, y se le acusara de haber formado parte de un complot contra el tirano. Y ahora, una vez muerto, regresa arrogante, exige la recompensa por el tiranicidio, ¡cómo si él lo hubiese asesinado!

Por tanto, pues, no te pregunto si mataste al tirano, únicamente te pregunto lo siguiente: ¿habrías tenido la capacidad de haberlo asesinado? Si no, entonces no esperaste el momento, no escogiste el lugar adecuado, no mediste el instante apropiado, sino que audazmente, sin planificación, sin razonamiento, comenzaste precipitado lo que no podías llevar a término. Por consiguiente, no te jactes de haber asesinado a quien, según tu confesión, no hubieras podido matar. Si hubieras sido capaz de hacerlo, entonces ha sido por gran negligencia o cobardía que no lo hiciste. «Más bien», dice, «he sido capaz, no obstante me he abstenido deliberadamente. Suficiente ya había hecho, asesinando al hijo; dejé al padre con su dolor y con mi espada con la que preví que él iba a darse muerte». ¡Impúdico, si estás diciendo mentiras! ¡Demente, si no estás mintiendo! Si has inventado cosas tan increíbles, estamos admirados de tu indecencia. Si has planificado cosas tan absurdas, nos admiramos de tu insensatez. ¿Tú estabas tan demente que cuando pudiste de un solo golpe poner a salvo no sólo tu vida sino también la salvación de la República, preferiste dejar expuesto todo al dudoso azar de la fortuna y prometerte un futuro que nadie en su sano juicio se atrevería a esperar? Aquello que el tirano hubiere estado dispuesto a hacer, y lo que tú mismo hubieses hecho sin vacilar ¿no es mucho más verosímil que lo que hizo?: llamar a sus guardias, reunir a sus sicarios, dar armas a sus asesinos, y expuesto el cadáver de su hijo ante él, cruel por naturaleza y enfurecido por tan atroz espectáculo, descargar su ira y furor contra aquél por quien su hijo fue asesinado, o sea contra ti; en segundo lugar, contra la ciudad entera por causa de la cual fue asesinado; cosas que si hubiesen sucedido (y gracias a tu locura estuvieron bien cerca de suceder) ni tú, desdichado, vivirías hoy para exigir esta recompensa, ni nosotros tendríamos República a la que podrías demandar.

Pero, ¡los dioses inmortales!, jueces, se han acordado de nuestras ofrendas y súplicas; los dioses se han apiadado de los males de nuestra esclavitud; los dioses nos han auxiliado en los máximos y extremos peligros. Habiendo siempre determinado socorrer a esta ciudad, han elegido el momento más adecuado para ofrecernos máximamente su favor. En efecto, aunque el tirano era siempre opresivo, durante el tiempo en que su hijo vivía, por esta misma razón hacía sentir menos peso a los ciudadanos, para no dejar a su hijo una ciudad completamente desdichada y agotada. Pero habiendo sido asesinado aquel por el cual se había refrenado, ¿a quién podría caberle la duda de que hubiera hecho pedazos todo desde sus cimientos? Por consiguiente, luego que la República había caído en ese peligro extremo, primero por la audacia de éste y luego por su cobardía, los dioses, pensando que el tiempo era propicio para darnos perpetua memoria de su favor, todos los males que amenazaban tan cerca nuestras cabezas de improviso se volvieron contra la cabeza misma del tirano y eso ocurrió tan rápido que nos dimos cuenta de que habíamos quedado liberados antes de tomar conciencia de que estuvimos en peligro y antes de sentir temor por el gran riesgo de lo que podía pasar. ¿Quién hubiera pensado, jueces, que el tirano después de descubrir el cadáver de su propio hijo, iba a dirigir la espada contra sí más que contra esta ciudad, si nuestros dioses no hubieran planificado su propia destrucción enviando las Furias en su contra? Incluso ahora me parece ver los ojos refulgentes del bandido, sus cejas contraídas, la frente arrugada, las mejillas empalidecidas, sus dientes rechinantes, sus labios hinchados; en síntesis, como los poetas describen a Penteo mostrando la locura de su mente en su boca y en todo su rostro. Cuando al principio, después de haber entrado, descubrió a su hijo asesinado, ¿qué podríamos imaginar que habría hecho y exclamado? ¿Qué otra cosa que, más que impío y demente como estaba, haber vomitado con un gesto de extrema inmundicia locas imprecaciones contra los dioses?: « ¡Oh ira de los dioses, oh envidia de los númenes! Veo las manifestaciones celestes de vuestro odio; veo las huellas de vuestra negra malignidad. No existe nadie más inicuo, nadie más ambicioso, nadie más envidioso que vosotros. Queréis gobernar solos, reinar solos y no suficientemente contentos por vuestra propia felicidad os consumís de envidia por lo ajeno. ¿Por qué no descendisteis a la tierra para luchar conmigo? ¿Por qué enviasteis a un cobarde traidor contra mi hijo? Cualquiera que fuera, no se atrevió a trabar lucha con el tirano y ciertamente me alegro siquiera de esto: que nadie pueda autodenominarse tiranicida y nadie pueda exigir la recompensa por el tiranicidio. En efecto, nadie hoy matará a un tirano, excepto el tirano mismo. Yo moriré como tirano contra la voluntad de los dioses». Así habiendo balbucido sus desvaríos, loco y fuera de sí, se arrojó contra la espada.

El tirano, jueces, por consiguiente, yace tendido atravesado por la espada de este hombre, más bien no la suya, puesto que antes la había arrojado, no por su propia mano sino por obra de los dioses. Pero ahora éste que no ha tenido intervención alguna en el suceso reclama para sí el protagonismo. Tú que me has llamado calumniador te ruego que consideres quién de nosotros está más cerca de este vicio; si acaso yo que hoy estoy litigando contigo en favor de la República y de los dioses, y no exijo recompensa como vencedor, o tú que, como desertor y fugitivo, pretendes el triunfo cuando son otros, ciertamente estos dioses, los vencedores. Deja, deja de arrogarte una victoria lograda por la fuerza de otro. Deja de nublar un beneficio tan claro de los dioses para con esta ciudad. Deja de oponerte a nuestras alabanzas a los dioses y desiste de esta exigencia temeraria.

Porque si éste, jueces, continúa molestando, examinad atentamente en equitativa balanza. En efecto, ¿qué otra cosa hizo éste más que advertir al tirano que se precaviera? Los dioses provocaron que el tirano no se cuidara a sí mismo e hicieron innecesarias las conspiraciones. ¿Qué otra cosa hizo éste más que haber armado con su propia espada al tirano contra todos nosotros? Los dioses desviaron de nosotros aquella espada dirigiéndola contra la garganta del tirano. Por último, ¿qué otra cosa hizo éste más que con su locura haber arrojado a la ciudad entera al más grave peligro? Los dioses, corrigiendo su demencia, súbitamente transformaron ese riesgo en la más próspera seguridad. Por consiguiente, jueces, os suplico, por los dioses inmortales, por los dioses que tutelan esta amadísima libertad, autores de esta inesperada felicidad, que no nos ocurra que el designio y potestad de todos los dioses sea atribuido a la locura de este único hombre, ni que esta ciudad sea tan ingrata para con los dioses liberadores, ni aceptemos confesar que su salvación se debe más a la temeridad humana que a la benevolencia de los dioses, de los cuales nosotros podemos esperar que serán siempre propicios a esta ciudad si, acordándonos de los bienes concedidos, los reconocemos, (como es justo), como autores de sus beneficios. Por el contrario, si nosotros –ojalá no suceda– nos mostramos ingratos, atribuyendo sus actos a otros y damos a los hombres las gracias debidas a los dioses, ¡por Hércules!, debemos temer a su vez que los dioses disminuyan también su favor hacia nosotros y dejen de cuidar nuestra República como indigna de ser protegida por ellos.

Por esta razón, y para poner fin de una vez por todas a mi discurso; desde el momento en que éste erró tratando de hacer algo justo y cometió un mal con buena intención y que los dioses, sin embargo, convirtieron su error en un beneficio para nosotros; y desde que fueron los dioses indudablemente los que causaron la muerte del tirano, que se suicidó; y más aún, ya que ellos que provocaron esto no buscan una recompensa, y el que cometió el asesinato no puede pedirla, en vuestra sentencia, jueces, ofreced indulgencia a éste, agradeced a los dioses y absolved a la ciudad, que los dioses quisieron liberar, de la obligación de pagar esta recompensa. He dicho.

FIN DE LA DECLAMACIÓN DE TOMÁS MORO CONTRA EL TIRANICIDA

 

[1] Luciano fue un escritor satírico nacido en Siria y perteneciente a la llamada segunda sofística. Sus escritos en griego fueron redescubiertos en el siglo XV, y, según Craig R. THOMPSON, «Introduction», en ID. (ed.), The Complete Works of St. Thomas More, vol. 3, 1, New Haven y Londres, Yale University Press, 1974, pág. XVIII, al final del siglo se transformó en uno de los autores favoritos del movimiento humanista, atrayendo a muchos traductores e imitadores.

[2] La iniciativa para escribir esta respuesta, como lo atestigua la correspondencia de Erasmo, fue de Tomás Moro: cfr. Craig R. THOMPSON, op. cit., pág. XXX.

[3] Cfr. Uwe BAUMANN, «Thomas More and the Classical Tyrant», Moreana (París), núm 86 (1985), pág. 113.

[4] THOMPSON, op. cit., pág. XXXII.

[5] LUCIANO, «Luciani declamatio pro Tyrannicida» (texto original griego y traducción al latín por Thomas More), en Craig R. THOMPSON (ed.), op. cit., pág. 79.

[6] Tal vez por eso, Alistair FOX, Thomas More: History and Providence, New Haven y Londres, Yale University Press, 1983, pág. 44, sostiene que la traducción del Tyrannicida y la declamación en respuesta, «no son inmediatamente relevantes para una comprensión del desarrollo intelectual de Moro».

[7] Gerard B. WEGEMER, Thomas More on Statemanship, Washington D.C., The Catholic University of America Press, 1996, pág. 23, sostiene que «La naturaleza de la tiranía y el peligro siempre presente de su desarrollo son los temas más distintivos de sus escritos de juventud». Por su parte, Craig R. THOMPSON, op. cit., pág. XXXIX, aunque en general sostiene que hay más literatura que filosofía política en estas obras, reconoce que «Considerando sus lecturas y escritos de 1506 a 1520, se justifica decir que algunos de sus más tempranos poemas latinos, sus obras sobre Luciano, su Richard III y Utopía establecen suficientemente que –para no ponerlo en términos fuertes– él tuvo un interés perceptible en el tópico de la tiranía». Más recientemente, Carson HOLLOWAY, «Statesmanship, tyranny, and piety», en Travis CURTRIGHT (ed.), Thomas More: why patron of statesmen?, Lanham, Lexington Books, 2015, págs. 18-19, señala que la declamatio de Moro, si bien no es un tratado sobre la tiranía sino un discurso o argumento legal sobre una situación concreta ficticia, «adelanta en el curso de su argumentación un diagnóstico de la tiranía y una explicación de cómo tratar mejor con ella».

[8] Uwe BAUMANN, op. cit., págs. 116-117.

[9] Cfr. William ROPER, The Mirror of Virtue in Worldly Greatness: Or the Life of Sir Thomas More, Knight, Londres, Alexander Moring the De La More Press, 1903, reimp., LaVergne, Kessinger Publishing’s Legacy Reprints, 2010, pág. 8.

[10] THOMPSON, op. cit., pág. XXXIX, núm. 2, sostiene que «más aún debemos resistir cualquier tentación, al leer su declamatio de 1506, si pensamos en la carrera de Moro al servicio de la Corona. El tirano de Luciano no es Enrique VII ni Enrique VIII». Sin embargo, parece tener razón HOLLOWAY, op. cit., pág. 30, cuando sostiene que la declamatio anticipa los principios de resistencia firme pero cauta con los que Moro enfrentó los ataques contra la Iglesia emprendidos por Enrique VIII, al que vería como un tirano, al menos potencial.

[11] Gerard B. WEGEMER, op. cit., pág. 33, sostiene que «uno de los peores desarrollos de orgullo descontrolado se evidencia en el tirano, que Moro analiza en el Tyrannicida». Según Wegemer, hay una unión inextricable entre el afán literario y el político-educativo en estas obras de Moro (pág. 25). Se constata que ya en su oda a la Coronación de Enrique VIII, le advierte que «el poder ilimitado tiene una tendencia a debilitar las buenas mentes, incluso de los hombres más dotados»: Thomas MORE, «Latin Poems», en Clarence H. MILLER, Leicester BRADNER, Charles A. LYNCH and Revilo P. OLIVER (ed.), The Complete Works of St. Thomas More, vol. 3, 2, New Haven y Londres, Yale University Press, 1984, 19, pág. 105.

[12] Cfr. Hernán CORRAL TALCIANI, El proceso contra Tomás Moro, Madrid, Rialp, 2015.

[13] La vinculación parece mantenerse en sus obras de controversia religiosa, cuando se opone a la idea luterana de que las leyes no serían necesarias si hubiera jueces buenos cristianos: Thomas MORE, Responsio ad Lutherum, en John M. HEADLEY (ed.), The Yale Edition of the Complete Works of St. Thomas More, vol. 5, 1, New Haven y Londres, Yale University Press, 1969, cap. 18, págs. 275-279. Para Moro sin la guía y la restricción de las leyes, todos los hombres pueden devenir en verdaderos tiranos: al comentar los horrores del saqueo de Roma (que Moro atribuye a los soldados reformistas), describe los terribles tormentos a los que fueron sometidos los ciudadanos, por parte de quienes, en el caos y la anarquía, se habían convertido en «abominable beasts... wretched tyrants... [bestias abominables... miserables tiranos...]»: Thomas MORE, «A Dialogue concerning Heresies», en Thomas M. C. LAWLER, Germain MARC’HADOUR y Richard C. MARIUS (ed.), The Yale Edition of the Complete Works of St. Thomas More, vol. 6, 1, New Haven y Londres, Yale University Press, 1981, pág. 370.

[14] Thomas MORE, «Declamatio Thomae Mori Lucianicae respondens», en Craig R. THOMPSON (ed.), The Complete Works of St. Thomas More, vol. 3, 1, New Haven y Londres, Yale University Press, 1974, pág. 100, 13-14. En adelante, citamos esta obra según el canon moreano que alude a las obras completas editadas por la Universidad de Yale con la abreviatura CW (Complete Works), seguida del número del tomo, del volumen, la página y el número del o los pasajes citados según el texto latino.

[15] CW, 3, 1, pág. 100, 19.

[16] CW, 3, 1, pág. 104, 22.

[17] CW, 3, 1, pág. 100, 32.

[18] CW, 3, 1, pág. 100, 18-20.

[19] CW, 3, 1, pág. 118, 24.

[20] CW, 3, 1, pág. 120, 21-29.

[21] CW, 3, 1, págs. 120, 34; 122, 1-4.

[22] CW, 3, 1, pág. 104, 19. HOLLOWAY, op. cit., pág. 24, destaca que según Moro, el tirano puede llamar leyes a sus directrices pero ellas no merecen realmente ese nombre ya que son revisables a su voluntad.

[23] CW, 3, 1, pág. 104, 19-23.

[24] CW, 3, 1, pág. 104, 23-28. THOMPSON, op. cit., pág. XXXVII, aunque enfatiza la función retórica del conjunto de la declamatio, sostiene que este punto es uno de los «pocos pasajes en los cuales el lenguaje parece expresar un sentimiento genuino».

[25] CW, 3, 1, pág. 100, 9-14.

[26] CW, 3, 1, pág. 100, 14-18.

[27] CW, 3, 1, pág. 100, 20-26.

[28] CW, 3, 1, pág. 102, 9-15.

[29] CW, 3, 1, pág. 98, 23-27.

[30] CW, 3, 1, pág. 122, 18-33.

[31] HOLLOWAY, op. cit., págs. 31-33 hace un interesante análisis de la declamatio en cuanto a la forma como Moro concibe a la divinidad y como la entiende el tirano, coincidiendo ambos en que se trata de un poder superior al hombre. Pero para Moro los dioses son benevolentes y desean la felicidad de los seres humanos, el tirano los ve como maliciosos y hostiles a la felicidad humana. Esta creencia es la que justifica esa ansia de poder que caracteriza al tirano. De esta manera, «como alternativa al desesperado y nefasto culto al poder del tirano, Moro enseña la piedad, la confianza en la bondad de los dioses o del todo» (pág. 33).

[32] Una relación del pensamiento moral y político sobre el tiranicidio, puede verse en Craig THOMPSON, Commentary, en CW, 3, 1, pág. 149-152.

[33] Ya lo advirtió uno de sus primeros biógrafos modernos: Thomas Edward BRIDGETT, Life and Writings of Thomas More: Lord Chancellor of England and Martyr under Henry VIII, Londres, Burns and Oates, 1891, reimp., LaVergne, Kessinger Publishing’s Legacy Reprints, 2010, pág. 81, según el cual: «sobre el tema del tiranicidio en general Moro no escribió nada. Como Luciano, él presupone la legitimidad y el excelente mérito de asesinar un tirano; pero si hace esto, es simplemente como un ejercicio literario».

[34] CW, 3, 1, pág. 98, 23-24.

[35] CW, 3, 1, pág. 108, 24-26.

[36] CW, 3, 1, pág. 106, 4-5.

[37] CW, 3, 1, pág. 106, 29-33.

[38] CW, 3, 1, pág. 104, 17-18.

[39] CW, 3, 1, pág. 114, 5-9.

[40] CW, 3, 1, pág. 108, 4-6. Más adelante aclara el punto: «Si no pudiere hacer aquello, pero realiza algo parecido o semejante, es decir, fuerza al tirano a retirarse al exilio o lo obliga a rendirse perdonándole la vida, o lo fuerza a deponer el poder tiránico bajo ciertas condiciones, yo opino que este hombre merece recompensa, pero de ninguna manera la recompensa por tiranicida» (CW, 3, 1, págs. 108, 33-35; 110, 1-3).

[41] CW, 3, 1, pág. 108, 7-14.

[42] Según HOLLOWAY, op. cit., pág. 29, Moro hace ver que el tiranicidio, como la cura de una enfermedad, no lo puede acometer cualquiera, sino alguien que tenga la inteligencia y competencia apropiadas porque se trata de una empresa peligrosa, que puede dejar a la ciudad peor de como estaba, por ejemplo, si los favorecidos por el tirano reaccionan para impedir la liberación y reemplazan al líder depuesto por otro más opresivo, o si no producirá derramamiento de sangre inocente, con tantas probabilidades de que se establezca un orden público libre como que se desate una guerra civil. Este pensamiento estaría subyacente en la conducta que Moro seguiría para oponerse a las medidas despóticas de Enrique VIII, evitando participar en cualquier complot o rebelión en su contra e incluso de denunciarlo abiertamente y limitándose prudentemente a hacer lo que se podía para contrarrestar o controlar los abusos del gobernante.

[43] WEGEMER, op. cit., pág. 36.

[44] Versión adaptada (traducción dinámica) al castellano moderno realizada por Hernán Corral Talciani, sobre la traducción formal del latín al castellano realizada por María de Jesús Serrano Loff y Patricio Serrano Guevara, considerando también la traducción al inglés de Craig R. THOMPSON, en The Complete Works of St. Thomas More, vol. 3, 1, New Haven y Londres, Yale University Press, 1974, págs. 95-126.