Índice de contenidos

Número 545-546

Serie LIV

Volver
  • Índice

¡Oh lámparas de fuego! El ser y el conocer en San Juan de la Cruz

 

1. Introducción

Es consabido que el vate de Fontiveros ha sido reconocido a lo largo de las edades merced a una serie de impresionantes logros[1]. A nivel popular, a San Juan de la Cruz (1542-1591) se le rememora como santo, factor que corresponde a la realidad histórica. Muy de paso, es de reparar que se involucró y ejerció un significante papel en la Reforma Teresiana.

Pero el objetivo del presente estudio atañe a su formación intelectual y a su pensar filosófico. Sin duda, la especulación de aquel entonces giraba en torno a la Universidad de Salamanca[2].

Esos años en que fray Juan se educaba en Salamanca, coincidían, en lo estético-artístico, con el tránsito del Renacimiento al Barroco. Hay autores que identifican al joven carmelitano con el Plateresco[3]. Mientras que hay quienes, por otra parte, en base a sólidas razones, lo asocian con un incipiente Barroco[4].

El biografiado hubo de obtener una sólida educación de fondo en la Universidad. Un particular que nos ha parecido siempre discernir en su pensar es una mayor influencia, tanto en lo metafísico como en lo epistemológico, de Santo Tomás de Aquino, de lo que se viene reconociendo[5].

 

2. Un texto clave

A fin de ubicarse uno inicialmente, en cuanto al tema cognoscitivo-noético, incumbe percatarse del siguiente esquema de san Juan de la Cruz, de la Subida del Monte Carmelo II, capítulo 10, § 3-4, «en que se hace distinción de todas las aprehensiones e inteligencias que pueden caer en el entendimiento»:

«[…] por dos vías puede el entendimiento recibir noticias y inteligencias: la una es natural y la otra sobrenatural. La natural es todo aquello que el entendimiento puede entender, ahora por vía de los sentidos corporales, ahora por sí mismo. La sobrenatural es todo aquello que se da al entendimiento sobre su capacidad y habilidad natural.
Destas noticias sobrenaturales, unas son corporales, otras son espirituales. Las corporales son en dos maneras: unas que por vía de los sentidos corporales exteriores las recibe, otras por vía de los sentidos corporales interiores, en que se comprende todo lo que la imaginación puede comprender, fingir y fabricar.
Las espirituales son también en dos maneras: unas distintas y particulares, y otra es confusa, oscura y general».

Este texto sugiere un acercamiento aristotélico al conocer humano, por cuanto a que este autor reconoce que la noesis comienza «desde abajo».

Por ende, al alma «si no es lo que por los sentidos se la comunica [...] naturalmente por otra vía nada alcanzaría»[6]. Se expande en otro pasaje: «Como dicen los filósofos, el alma, luego que Dios la infunde en el cuerpo, está como una tabla rasa y lisa en no está pintado nada; y, si no es lo que por los sentidos va conociendo, de otra parte naturalmente se la comunica nada»[7].

En su particular contexto histórico, el texto precedente conlleva más peso de lo que se podría encarecer, por cuanto a que, son casi región los analistas y comentaristas que han preferido ver en el fontivereño a un heredero de varias suertes de Neoplatonismo[8].

Fray Juan, en los textos recién citados, se hace heredero de la noción de que la mente humana, inicialmente, es una «tabla rasa», conforme a Aristóteles, Acerca del alma, libro III, capítulo 4, línea 430a1[9]. Simultáneamente, el carmelitano recoge y se hace eco de la refundición de idéntico concepto a manos de Santo Tomás de Aquino, quien profiere que «cum cognitio hominis a sensu incipiat quasi ab exterior [...]» en la Summa Theologiae, II-II, 8, 1[10].

Juan de Yepes, heredero efectivo de San Agustín, reseña la memoria como «un archivo y receptáculo del entendimiento, en que se reciben todas las formas y imágenes, y así, como si fuese un espejo, las tiene en sí»[11]. Para el carmelita, la memoria es de tal temple que, todo lo que ha experimentado uno –ya personalmente, ya por mediación de otros– se encuentra almacenado en ella. Sin duda, el croquis de esta potencia como «receptáculo de [...] formas e imágenes» que conserva la psique, se asienta en que, una amplia gama de estratos de conciencia opera a base de imágenes sensibles. Y, en este particular, no se da discrepancia entre Juan y los escolásticos.

Merece pernotarse que el segundo sustantivo al que recurre Juan en el citado fragmento para esbozar la memoria –«archivo»– es coherente con otra descripción suya de la misma como instrumento de posesión: posesión de todas las cosas que se han aprehendido y experimentado, que vale tanto como decir posesión de nosotros mismos, toda vez que nos conocemos sola y exclusivamente por medio de nuestras experiencias históricas[12]. Lo cual, a su vez, entraña relación a su insistencia en que a la memoria incumbe someterla a un arduo proceso de purificación.

Por otra parte, la memoria nos obliga a orientarnos hacia el futuro, a valorar los sucesos y a tomar decisiones en términos del pasado tal cual lo rememoramos, refiriendo una y otra vez aquello-que-ha-de-ser a aquello-que-ha-sido. El pretérito –cúmulo de vivencias recientes y añejas que se proyectan en la pantalla de la conciencia– modela la fundación para las configuraciones que proyectamos hacia un futuro. En el fontivereño, la memoria estrecha o anuda pasado, presente y futuro en una unidad experiencial.

En cuanto a la trayectoria o teleología general del sujeto humano, a nivel universal, el mismo místico desvela que le es indispensable proceder, no conforme a las pautas habituales, sino «creyendo el Ser de Dios, que no cae en entendimiento [...]».

Ahora, se da alguna investigación reciente que coloca el énfasis en momentos o dimensiones «apofáticas», si bien en la andadura existencial del actante son susceptibles de destacarse, no menos, las «teofáticas»[13].

 

3. La llama de amor viva

El postrimer poema mayor del fontivereño es la Llama de amor viva. En ella, la voz poética exclama con una intensidad sin par:

«¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
pues ya no eres esquiva,
acaba ya, si quieres;
rompe la tela de este dulce encuentro.

¡Oh cauterio suave!
¡Oh regalada llaga!
¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado!,
que a vida eterna sabe
y toda deuda paga;
matando, muerte en vida la has trocado.

¡Oh lámparas de fuego,
en cuyos resplandores
las profundas cavernas del sentido,
que estaba oscuro y ciego,
con extraños primores
luz y calor dan junto a su querido!

¡Cuán manso y amoroso
recuerdas en mi seno
donde secretamente solo moras,
y en tu aspirar sabroso
de bien y gloria lleno
cuán delicadamente me enamoras!»[14].

Estos incomparables renglones –desbordamiento de un «éxtasis trinitario» vivido en Granada, antiguo reino nazarí– ostentan por tema la presencia o inhabitación trinitaria en el alma. Destáquese que la última se correlaciona, tanto a nivel de estructuras artístico-formales como al de las operaciones raciones, con la división tripartita del alma humana:

«En esta canción da a entender el alma cómo las tres personas de la santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, son los que hacen en ella esta divina obra de unión; así la mano y el cauterio y el toque, en sustancia son una misma cosa. Y pónelos estos nombres por cuanto por el efecto que hace cada una las conviene: el cauterio es el Espíritu Santo, la mano es el Padre, y el toque el Hijo»[15].

Ahora, tocante a la forma estrófica empleada en la Lama, señala fray Juan que:

«La compostura de estas liras son como aquéllas que en Boscán están vueltas a lo divino, que dicen: La soledad siguiendo, / llorando mi fortuna, / me voy por los caminos que se ofrecen, etc. en los cuales hay seis pies, y el cuarto suena con el primero, y el quinto con el segundo, y el sexto con el tercero»[16].

Conviene rememorar que la obra de Garcilaso (1499-1536) había sido publicada en 1542 conjuntamente a la de Juan Boscán, por lo que no eran infrecuentes las confusiones entre una y otra. Los versos «vueltos a lo divino» a los que alude nuestro autor, empero, son de Sebastián de Córdoba, «divinizador» de Garcilaso; el cual refunde la «Canción IIa» del toledano en su propia composición homónima. El volumen de Córdoba había visto la luz del día en la antigua Iliberis en 1575.

He aquí el esquema métrico de la «Canción» de Garcilaso: 7ª, 7b, 11C, 7ª, 7b, 11C, 7c, 7d, 7f, 11F, 11F, 7d, 11G.

Es de reparar que el refundidor lo reproduce verbatim en la suya, tal como puede verificarse consultando las ediciones de mayor autoridad de ambos poetas[17].

Juan, en el fragmento recién citado, le reconoce a Córdoba el uso de una estrofa de seis versos cuyo esquema métrico es: 7a, 7b, 11C, 7a, 7b, 11C.

Importa intercalar a esta altura que fray Luis de León había manejado una lira de seis versos y tres rimas, pero con la configuración de: 7a, 11B, 7a, 11B, 7c, 11C[18].

Por lo que se puede determinar, Juan es el primero en emplear la lira de seis versos con la «compostura» que señala: la cual deriva de escindir los primeros seis versos de la canción de Sebastián de Córdoba, omitiendo el resto. Modestamente, no se adjudica a sí mismo el mérito por lo que el paso conllevaba de innovador.

Enfocando de momento sólo lo comprendido cronológicamente dentro de los parámetros del periodo granadino (1581-1586), Juan, en cuanto artista, exhibe una versatilidad digna de mención. Recuérdese que hay una corriente poética clásico-cultista de élite en que privan los versos endecasílabos y heptasílabos, sobresaliendo las combinaciones estróficas del soneto, la lira, la canción petrarquista y la octava real. Son hitos señeros de esta escuela Garcilaso, Fernando de Herrera (1534-1597) y Luis de Góngora (1561-1627).

Paralelamente, existe una segunda corriente poética con hondas raíces en el pueblo que muestra proclividad por los versos de arte menor como el octosílabo. Esta última corriente forja estrofas como el romance, el zéjel y la letrilla. En ella descuellan, amén de un vasto caudal de composiciones anónimas, poetas conocidos del «dieciséis» como Ambrosio Montesino (c. 1444-1514), Juan del Encina, Cristóbal de Castillejo (1490-1550), así como la madre Teresa y sus hijas de orden.

 

4. «Lámparas de fuego»

Juan, insertándose en el seno de la primera escuela poética, la cultista, revela una gradación de estilos contiguos: tiene un momento renacentista en El pastorcico; redacta el Cántico, composición que corresponde estilísticamente al Manierismo, en otros términos, a la fase intermedia en la secuencia Garcilaso-Herrera-Góngora. Pero repárese que desemboca en el Barroco, el cual coadyuva a consolidar.

Con la Llama el de Yepes se pone a la vanguardia estética. Es indubitable que la lira garcilasiana convencional –7a, 11b, 7a, 7b, 11B– fluye suave y sedosa, como una límpida corriente[19]. A diferencia de ella, esta estrofa alirada de seis renglones –7a, 7b, 11C, 7a, 7b, 11C– integra una secuencia de tres versos con tres rimas distintas –¿escogida para correlacionarse con el tema de la Trinidad?–, estructura que se repite simétricamente in toto.

Adentrándonos, pues, en lo que es claramente lo más sustancioso e inefable de la este incomparable poema, consta que en ella protagonizan las «lámparas de fuego», ese fuego de amor divino, incandescente, que irradian «luz y calor», sus entrambas propiedades naturales.

La Llama compendia toda la obra del santo por cuanto a que atañe a esta etapa cimera. A lo largo de la misma se expone la insondable transfiguración de las tres potencias del alma por la acción del Espíritu Santo[20]. Hay que reincidir en el mensaje trinitario, abisalmente profundo, de este poema junto con su comentario.

Ineludiblemente, «el alma más vive donde ama que en el cuerpo donde vive», por lo cual surge el elemento de trayectoria, de teleología, de pondus, en la terminología de San Agustín.

Importa tener presente que la trayectoria mística consiste en dos purgaciones paralelas simultáneas, que corresponden a las dos potencias racionales reconocidas por «las escuelas», el entendimiento y la voluntad. En efecto, «estas dos potencias van purgando a la par»[21].

Toda vez que la «fuente» en cuestión consiste en la misma divina naturaleza, Luz y Amor, es forzoso, en efecto, que entrambas potencias se transformen, se transfigures, hasta encontrarse incandescentes, refulgentes, de luz y calor. Ubi caritas et amor, Deus ibi est.

El pensar de fray Juan sobre la unión mística parece ser susceptible de compendiarse en esta sucinta formulación: «Consumado este matrimonio espiritual entre Dios y el alma, son dos naturalezas en un espíritu y amor»[22]. «Así, pues, de donde puede al alma muy bien decir aquí aquello de San Pablo: “Vivo yo, ya no yo, mas vive en mí Cristo”»[23].

Por audaz que pueda parecer, Juan no deja de describir su experiencia en términos de una participación en las mismas Procesiones Intratrinitarias: «no sería verdadera y total transformación si no se transformase el alma en las tres Personas de la Santísima Trinidad en revelado y manifiesto grado»[24].

Lo más audaz del testimonio del autor, y lo que pudiera ser piedra de escándalo, es que en la aludida unión transformante, «[...] mi entendimiento [...] ya no entiende por su vigor y luz natural, sino por la divina Sabiduría con que se unió»[25].

La frase clave es «unión transformante». Habiendo penetrado, o, hallándose virtualmente «fundido» con la misma Esencia Divina es este estado de rapto –o, en efecto, más allá de la misma, toda vez que el autor describe un estado cimero, sostenido– el alma hace o realiza en Dios la misma obra de éste, su misma acción.

La penúltima estrofa del Cántico, reitera el mensaje de la Llama, 2, siendo tan asombrosa como o más:

«El aspirar del aire,
el canto de la dulce filomena
el solo y su donaire,
en la noche serena,
con llama que consume y no da pena»[26].

«Este “aspirar del aire” es una habilidad del Espíritu Santo, que pide aquí el alma para amar perfectamente a Dios. Y llámale “aspirar del aire”, porque es un delicadísimo toque y sentimiento de amor que ordinariamente en este estado se causa en el alma en la comunicación de el Espíritu Santo. El cual, a manera de aspirar con aquella su aspiración divina, muy subidamente levanta al alma y la informa para que ella aspire en Dios la mesma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mesmo Espíritu Santo que a ella la aspira en la dicha transformación. Porque no sería verdadera transformación si el alma no se uniese y transformase también en el Espíritu Santo como en las otras dos Personas divinas [...].
Pero el alma unida y transformada en Dios aspira en Dios la mesma trasformación divina que Dios –estando en ella– aspira en si mesmo a ella»[27].

Por lo que se puede determinar, en esta unión transformante de las tres potencias con el Verbo, mientras que el entendimiento y la voluntad prevalecen, continuándose el estado en la visión beatífica, la memoria como tal, parecerse casi desvanecer, en virtud de que esta potencia, a nivel ontológico, no goza de igualdad isométrica con las otras dos potencias[28].

«Gocémonos, Amado,
y vámonos a ver en tu Hermosura
al monte o al collado,
do mana el aire pura;
entremos más adentro en la espesura»[29].

En el comentario a esta última lira se desvela que los referentes de «monte» y «collado», son respectivamente, la visión de Dios vespertina mediante las criaturas así como la matinal mediante el Verbo[30].

Procediendo, «creyendo el ser de Dios», existencialmente se funde con el mismo, en una unión en que participa nada menos que en los actos intratrinitarios de la Generación del Hijo por el Padre, y la Spiratio del Paráclito por las otras dos Personas. Y así lo reconocen conocedores modernos de rango.

Todo lo precedente, insistiendo en el carácter «participado» de la insondable unión, con lo cual pudo evitar el tropiezo de Meister Eckhart de interpretar la misma como una comunión sustancial o esencial.

En todo caso, ante tales observaciones, enmudece cualquier lengua. Sobre todo de cara a la eternidad, con la cual todos hemos de confrontarnos sin demora.

 

[1] Se citan las obras del santo por Obras completas de San Juan de la Cruz, Lucinio Ruano (ed.), 9ª ed., Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1975.
Usamos las siguientes abreviaturas, S (Subida del Monte Carmelo), N (Noche oscura del alma), C (Cántico espiritual, L (Llama de amor viva).

[2] Para una orientación general, cfr. las obras de Vicente Beltrán de Heredia; así como Guillermo Fraile, Historia de la filosofía española, t. I: Desde la época romana hasta fines del siglo XVII; t. II: Desde la Ilustración, Teófilo Urdánoz (ed.), Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1985, t. I, págs. 334-401.

[3] Eugenio D’Ors, Estilos de pensar, Madrid, Ediciones y Publicaciones Españolas, 1945, págs. 121-39.

[4] Emilio Orozco Díaz, Manierismo y Barroco, Madrid, Cátedra, 1975; Estudios sobre San Juan de la Cruz y la mística del Barroco, I-II, José Lara Garrido (ed.), Granada, Universidad, 1994; por la infrafirmante, San Juan de la Cruz y su identidad histórica: los «telos» del león yepesino, 2 ed., Madrid, Fundación Universitaria Española, 2012, págs. 352 y sigs.

[5] Cfr. por quien suscribe estas líneas, Knowledge and Symbolization in St. John of the Cross, 2 ed., Frankfurt, Perter Lang, 1993, págs. 4 y sigs.; «La memoria como potencia del alma en San Juan de la Cruz», Carmelus (Roma), vol. 37(1990), págs. 88-145; así como «Percepción espiritual e imagen poética en San Juan de la Cruz», Bulletin Hispanique (Burdeos), t. 86 (1986), págs. 293-319. Los tres disponibles en Digital Commons@University of Nebraska-Lincoln.

[6] S, I, 3, § 3.

[7] S, I, 3, § 3.

[8] Sirva de ejemplo Eugene Maio, The Imagery of Eros, Madrid, Playor, 1973.

[9] Jonathan Barnes (ed.), The Complete Works of Aristotle, The Revised Oxford Translation, I-II, 6ª reimpresión, 1995, Princeton, Nueva Jersey, U. Press, 1984, t. I.

[10] Roma, Marietti, 1952.

[11] S, II, 16, § 2.

[12] S, III, 2, § 3; S, III, 7, § 1-2; S, III, 11, § 1; S, III, 15, § 1; L, 2, § 34, L, 2, § 21. Cfr. mi citado estudio, Knowledge and Symbolization, págs. 19-24, y notas correspondientes.

[13] Yves Fouchat, «The Christian Mysticism of Saint John of the Cross and the Metaphysics of Being», en Kevin White (ed.), Hispanic Philosophy in the Age of Discovery, Washington, D.C., Catholic University of America, 1997, págs. 160-180.

[14] Ed. cit.

[15] L, 2, 1. Desafortunadamente, banaliza un tanto el sentimiento, José María Javierre, San Juan de la Cruz: un caso límite, Salamanca, Sígueme, 1992, págs. 65-67.

[16] L, a continuación de la transcripción inicial de las cuatro estrofas.

[17] La «Canción IIa» de Garcilaso de la Vega figura en sus, ed. crítica Elias Rivers, Ohio State U. Press, 1974, págs. 176-180.

Para la del imitador, cfr. Sebastián de Córdoba, Garcilaso a lo divino: introducción, texto y notas, ed. crítica Glen R. Gale, Madrid, Castalia, 1971, págs. 123 y sigs.

[18] Obras completas castellanas, I-II, prólogos y notas Félix García, 5a ed., Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1991, t. II, «Imitación de la Oda XII, lib. II de Horacio», págs. 804-805.

[19] Destaca algunas de estas cualidades Dámaso Alonso, La poesía de San Juan de la Cruz: desde esta ladera, Madrid, Aguilar, 1966, pág. 121.

[20] Efrén Montalva de la Madre de Dios, «La Trinidad: venero espiritual en San Juan de la Cruz», Estudios trinitarios (Salamanca), vol. 13 (1979), págs. 202-219; Eulogio de San Juan de la Cruz, La transformación total del alma en Dios según San Juan de la Cruz, Madrid, Editorial de Espiritualidad, 1963, págs. 194-208.

[21] N, II, 13, § 3.

[22] C, 22, § 3.

[23] L, 2, § 34. La referencia escrituraria a Gal 2, 20.

[24] CA, 38, § 3; así como L, prólogo, § 2; L, 1, § 6; L, 2, § 1 y sigs. Para una reseña de los comentaristas —Maritain, Efrén, Eulogio— que se hacen eco de esta osada doctrina a lo largo del siglo XX, cfr. mi Knowledge and Symbolization, págs. 112-113, y notas correspondientes.

[25] N, II,4,2.

[26] CA, 38.

[27] C, 38, § 3.

[28] Cfr. mi citado artículo, «La memoria...», págs. 139 y sigs.

[29] CA, 35.

[30] C, 35, § 6, 7.