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Número 547-548

Serie LIV

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Carlos A. Casanova, El republicanismo español en América: una evaluación

Carlos A. Casanova, El republicanismo español en América: una evaluación, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2015, 147 págs.

Son poco frecuentes los textos que hacen una reflexión filosófica de un tema histórico. Por cierto no han dejado nunca de existir, y el autor que presentamos comparte un ejercicio que han hecho en épocas recientes autores tan disímiles como Bobbio, Voegelin, Strauss, o Weber, que menciona en algunas oportunidades, y que fueron antecedidos por Smith, Tocqueville, etc. Bajo esta mirada la historia se transforma en objeto de un debate más profundo acerca de qué es lo histórico, y que aporta la historiografía como forma específica de reflexión sobre ese pasado. El autor nos advierte en efecto de la tentación de creer que la historiografía consiste simplemente en presentar documentos, actividad no exenta de erudición pero plana, y también de pensar que esa reflexión es completamente aséptica. Más bien, plantea que todo autor mira al pasado desde aporías, es decir desde sus convicciones y paradigmas. El análisis filosófico político y filosófico histórico son formas de ayudar a mirar cómo se forma ese juicio histórico que acompaña la escritura del pasado.

Consecuente con estas ideas, el autor, que fue catedrático de la Universidad Simón Bolívar, actualmente exiliado en Chile y profesor de la Universidad Santo Tomás de Santiago, sostiene la existencia de una res publica en América entre los siglos XVI, XVII y XVIII. Es decir de la res publica o república clásica, aquella dotada de leyes, criterios y principios racionales. La adhesión, lo repetirá a lo largo del texto, no fue irracional, aunque así lo mencionen autores como Prescott u otros. Especial importancia fundacional para entender por qué este texto funciona como separador de dos tesis contrastantes pero distorsionadoras de la mirada sobre la identidad hispanoamericana: el liberalismo al estilo de Carlos Rangel y el marxismo predicado por Pablo Neruda.

Pero, ¿por qué traer a dos autores que manifiestamente no son historiadores? Para el autor la explicación es simple: ellos han forjado una imagen del pasado que aparte de no ser científica, desvirtúa los principios fundacionales de Hispanoamérica. Una imagen que se ha traspasado, sugiere, a los textos de los historiadores, que no escriben desde el vacío sino desde ciertas premisas espirituales. En la versión liberal, la de Rangel, el Catolicismo es proveedor de miseria (sic, una idea que es repetida por muchos) (pág. 10 y sigs.) y por tanto es connatural la pobreza y el subdesarrollo para esta parte de América. Frente a la conversión por otro lado de los naturales, argumenta que ello es fruto de la peste (pág. 12), sí de la peste…, una explicación tan milagrosa como gratuita. Aunque luego agrega que la existencia de Hispanoamérica se explica porque respecto de la Corona española se rigió por la irracionalidad de los americanos (pág. 13).

Alternativamente Neruda, portavoz de cierta visión marxista muy «latinoamericana», se presenta como español pobre, indio, patriota, proletario y comunista (pág. 14). Bajo esas múltiples identidades esconde la única que le pertenece, la de criollo, descendiente de españoles. Nefatlí Reyes Basualto, que por más que se oculte con un seudónimo checo, no borra esa impostura inicial de su identidad. Neruda dice que lo único bueno fue la ciencia y la tecnología, aunque hace aparecer a todas de la nada y no de la mano de los españoles. Neruda sigue su labor de demolición diciendo que Pedro de Valdivia, el conquistador, despedaza la Patria. Pero ¿qué Patria? Patria hay cuando Valdivia unifica y compone una unidad de un archipiélago de etnias y sociedades muy diversas sin conexión. Valga como ejemplo de esa falta de unidad, que las tropas del Incario fueron destrozadas en los bosques de la Araucanía antes que la conquista. Aunque se pretenda prolongar la idea del buen salvaje, la conquista no habría exitosa sin la opresión que los imperios ejercieron contra otros (pág. 15).

El autor enfrenta ambas tesis, la liberal y la marxista en su proyección historiográfica confrontándola con dos documentos de la época: los informes de Polo de Ondegardo para el Perú y del Obispo Martí para Venezuela. Casanova dedica 62 páginas al documento del Obispo Martí y 32 al de Ondergado. Como venezolano tiende a enfocarse en la situación de Venezuela, haciendo uso del testimonio del prelado citado, y que incluye una parte secreta que había ordenado destruir por consignar pecados y menciones personales, pero que el encargado de hacerlo no concluyó de expurgarlo.

El autor dedica grandes espacios al tema indígena. Desde luego en la res publica española los indios son guardados en sus fueros porque así conviene y es una experiencia natural en su forma de ser. Sobre todo porque hay una razón teológica para los fueros (pág. 46) que extiende al diferente influjo de Locke en las colonias anglosajonas respecto de los indios, frente a las españolas, aunque se diga lo contrario (el exterminio, el genocidio, etcétera).

Lo natural del régimen refrendado por los españoles son los fueros de los indios y contrariar ese principio provoca «notables daños de no guardar a los indios sus fueros» (Polo de Ondegardo, pág. 45). En oposición la liberación de las tierras, de los empleos, de los salarios, fue un salto atrás, porque el liberalismo fue una forma de opresión (págs. 40-41). Recuerda que para los dos autores analizados la propiedad y la convivencia indígenas se daban en comunidades (pág. 51 y sigs.), que por eso era necesario mantener el orden antiguo (pág. 56) versus la idea de indios autónomos y las ideologías que así lo postulaban (pág. 57). Como resultado lógico, Ondegardo prescribe las comunidades como una experiencia política valida en la res publica de la Monarquía en América.

La historiografía liberal del XIX y del XX llegó al extremo de hablar de la brillante y avanzada civilización amerindia, versus la oscura y retrógrada cultura española. No obstante la ciencia y la filosofía, las universidades la educación, llegaron con los españoles. Incluso el significado de Patria, ya que es imposible como dice Neruda que la Patria antecediera a los españoles, y menos a Valdivia. Como dice Jaime Eyzaguirre, Chile entra a la historia por el verbo imperial de España, que da forma de una colección de paisajes y pueblos muy distintos, una Patria con identidad espiritual que no étnica, climática, paisajística o poblacional. Añado que sólo la teología y la fe como principio operador podían gestar de esa simiente de vocación universal, católica, una nación, un pueblo y una identidad.

Es cierto que esa inclusión fue parte de un proceso de incorporación que fue violento. En este sentido se entiende por qué critica a Las Casas, y la tesis de que la búsqueda de riquezas es lo fundamental de la expansión en América. Eso sólo es una parte del impulso de la conquista, entre los que deseaban dejar memoria de sí como Pedro de Valdivia; expandir la fe católica; obtener mercedes y títulos en una nueva tierra. Pero los motivos espurios también tenían conciencia de serlo, así «aun cuando (los conquistadores) cometían injusticias, sabían bien que lo eran» (pág. 34). No otra explicación yace en los testamentos a favor de los indios y de los débiles, la donación de bienes, la conversión violenta de vida, y la entrada en vida conventual de muchos de aquéllos.

Por contraste se tiene una idea de qué beneficio trae la nueva vida: Polo de Ondergardo lo dice así: «La abolición del más pesado de los tributos incaicos (los sacrificios humanos), por sí sólo hacen de la conquista y el régimen español un estado mucho más beneficioso para los indios que el dominio del imperio incaico» (pág. 72). Se refiere al fin de los sacrificios humanos y el sacrificio de los vivos por honor a los muertos (los entierros) evidentemente perjudiciales para los naturales.

Sobre el tema de la fidelidad Casanova sostiene que el principio vitalizador de esa comunidad es la razón teológica. Es curioso, pero llega, de hecho, a las mismas conclusiones que Néstor Meza Villalobos para Chile en su texto clásico La conciencia política de la Monarquía en Chile, donde fustiga a la historiografía liberal, o La actividad política en el reino de Chile en 1808, donde demuestra que contrariamente a lo que decían los historiadores liberales hubo una activa participación de la población en las cuestiones políticas tratadas en Cabildos y gobernaciones. Como dice taxativamente la fidelidad de los americanos depende de la «sabiduría, mas no la flota [...] marítima española [...] por tres siglos» (pág. 42).

El principio unificador, la fe, fue el elemento visible de una unidad espiritual que se evidenció por ejemplo en la acción de los militares para evangelizar a los indios contraponiéndose a los holandeses que amenazaban Venezuela en la Guayana Esequiba (pág. 75). La conversión de los indios motilones fue pacífica y los convirtió en pueblos agrarios (pág. 91): lo mismo ocurrió con coyanos, macoaes, cozinas, guajiros… El nuevo mundo surge del mestizaje. Por eso se extinguen los pueblos de indios, no por las pestes sino por la mezcla. Un informe dice «este pueblo es de indios, que no saben de qué nación sean. Todos hablan español» (pág. 89). la nueva sociedad adquirió su propia identidad y el secreto fue el tipo de régimen establecido, que el autor compara con ventaja al de Kentuky en la misma época (págs. 136-137).

La misma unidad que permitió a los venezolanos de esa época rechazar dos invasiones inglesas, especialmente la de 1743. Lo mismo que hicieron los chilotes con el coronel Francisco del Campo en 1600 y 1643 frente a los piratas y marinos holandeses; los colombianos en 1743 en Cartagena con el incombustible Blas de Lezo; y los criollos argentinos acaudillados por un francés, Liniers, en Buenos Aires en 1806 y 1807. Pero la unidad del mundo hispanoamericano fue destruida, dice el autor, citando a David Brading, The First America, porque esa civilización católica y barroca «fue perturbada por las políticas de los Borbones que siguieron a Felipe V» (pág. 77), y también como dice Maeztu por la expulsión de los jesuitas que destruyó la unidad espiritual, el muro invisible de la Monarquía Católica en América, lo mismo en Tejas, California, Bolivia, Chiloé o Paraguay. Su derrumbe permitió a los portugueses, los franceses y los británicos un avance significativo respecto de las fronteras mutuas, y en América del Sur la destrucción de la Conquista espiritual del Paraguay, las más grande obra de los jesuitas.

La decadencia de esa experiencia fue la reforma borbónica. América empezó a sentir extraño el cuerpo administrativo, a los peninsulares, y las tesis que transformaban la relación desde Reinos más o menos equivalentes, a una Metrópoli con dominios. El cambio fue espiritual y fue decisivo en la desafección posterior, ayudada por la expulsión de los jesuitas. Esto se reflejaba en el día a día en la decadencia de los pueblos de indios según el Obispo Martí en sus reportes fechados en el año 1781, incluyendo la desafección política como consecuencia final del proceso (págs. 78-79).

Llegando a las conclusiones destaco dos. La que sostiene que la América de Locke y la América de Vitoria marchan por senderos diferenciados, siendo la segunda experiencia más beneficiosa para los pueblos indígenas, pues en el primer caso fueron barridos y reducidos a puntos minúsculos de población. Y la que recalca que la obra de los españoles en América fue una adhesión consciente a las bases de la monarquía como base del sistema civil. Fue la res publica, el republicanismo de la Monarquía tradicional. En suma estamos ante un gran libro, que en ciento cuarenta y siete páginas y 277 notas (muchas de las cuales discuten y describen tesis acerca de la condición de la Monarquía en América) resulta más que recomendable.

Cristian GARAY