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El pueblo de Dios. Síntesis apretada de un lugar común conciliar

CUADERNO: PUEBLO Y POPULISMOS. LOS DESAFÍOS POLÍTICOS CONTEMPORÁNEOS

1. Introducción

A primera vista, el tema del «Pueblo de Dios» en el II Concilio del Vaticano y en su posteridad no tiene sino una relación ocasional con los demás abordados en esta Reunión. El concepto de «Pueblo de Dios» es de orden teológico y sólo guarda relación analógica con el de pueblo al que se han referido las demás intervenciones.

Es cierto es que el Pueblo de Dios del Antiguo Testamento era un pueblo verdadero, en el sentido común del término, aunque tuviera una identidad y una cohesión en su vocación excepcionales. En este sentido puede servir de modelo o de referencia, en distintos modos, para considerar lo que es, o debe ser, un pueblo en general, por oposición a una sociedad contractual y utilitarista. La vocación creadora de una identidad espiritual en el tiempo es un don –de los que Dios no se arrepiente (Rom., 11, 29)– que puede resultar de la historia, es decir de los caminos de la Providencia, o puede constituir una elección explícita (por signos estruendosos) como en el caso del pueblo judío. Se lee así en el Deuteronomio: «Porque eres un pueblo consagrado a Yahveh, tu Dios, quien te ha escogido para que constituyas pueblo de su propiedad entre todos los pueblos que existen sobre la faz de la tierra. No se ha prendado de vosotros Yahveh y os ha elegido porque seáis más numerosos que todos los demás pueblos, pues sois el más insignificante de todos ellos; sino que, por el amor de Yahveh a vosotros y por guardar el juramento que juró a vuestros padres, os sacó Yahveh con potente mano y os rescató de la casa de esclavitud, del poder de Faraón, rey de Egipto» (Dt., 7, 6-8).

No obstante, el Pueblo de la promesa y de la espera de Cristo no era, por definición, sino una preparación y una figura que ha encontrado su realización en la Iglesia, cuerpo de Cristo. Más allá de las analogías posibles se ha operado por tanto una mutación: al Pueblo de Dios del Antiguo Testamento, que es un pueblo entre los demás, aunque elegido para una misión especial, sucede el verdadero Pueblo de Dios, en el que ya no hay «judío ni gentil», porque desde entonces es a todos a los que el Apóstol dice: «Si vosotros sois de Cristo, descendencia sois, por tanto, de Abrahán, herederos conforme a la promesa» (Gal., 3, 28-29). El pueblo judío, sin embargo, subsiste, con su vocación propia, aunque la mayoría de sus miembros estén en la infidelidad; sin que obste a que el Pueblo nuevo trascienda a todos los pueblos de la Tierra, no para reducirlos al olvido, sino para convocarlos a la unidad en Cristo: «Enseñad a todas las gentes» (Mt., 28, 19). Por eso llegará el día en que volverá el «olivo silvestre» (Rom., 11, 24) y entonces «Dios será todo en todos» (1 Cor., 15, 28).

Es cierto que la estructura de la Iglesia, con sus cuatro «notas», esto es, los signos que permiten reconocerla, es muy rica de enseñanzas para todos los pueblos de la Tierra. Es la gloria de un pueblo auténtico que está unido por su vocación (analogía de la unidad y la santidad de la Iglesia), que no se piensa único y encerrado en sí mismo sino hermanado con los otros pueblos (catolicidad) y que practica con todos la caridad del ejemplo y de las obras (apostolicidad). Podrían desarrollarse otras analogías, principalmente desde el punto de vista de la teología de la Historia, a propósito de la caída y elevación de ciertos grandes pueblos. Pero ese no es nuestro tema. Debemos referirnos en cambio al concepto de Pueblo de Dios como lugar común en el II Concilio Vaticano y a la utilización que del mismo se ha hecho en el último medio siglo que le ha seguido.

Por ello, tras considerar cuándo y cómo ha aparecido el tema en cuestión, veremos a qué ha servido y a qué terrenos ha afectado, para finalmente examinar en qué sentido han evolucionado las cosas con el discurrir del tiempo, sea para ponerles freno (como con Juan Pablo II y Benedicto XVI), sea para servir a la revolución política (teología de la liberación primero y teología del pueblo después).

 

2. La aparición del término en su sentido moderno

La expresión se usaba en su sentido tradicional ya antes del Concilio, como testimonia por ejemplo la publicación del libro de un benedictino, Dom Anscar Vonier, en 1937, titulado The People of God. Pero es verdaderamente en tiempos del Concilio cuando irrumpió, por las razones que vamos a recordar, y en particular para hacer de menos a la doctrina de la encíclica Mystici Corporis (1943). El desafío era, como el propio Concilio en general, teológico y político a la vez. La Iglesia se había presentado con frecuencia durante el siglo XIX como una societas perfecta, es decir, un todo coherente que poseía los medios de su existencia y desarrollo, por simetría con las sociedades políticas, y con voluntad de autonomía respecto de los Estados. Era la época, atacada por el liberalismo católico, de la política de la «fortaleza asediada». Ahora bien, esta presentación, además de que podía correr el riesgo de poner a la Iglesia en pie de igualdad con los Estados, era sobre todo jurídica y tendía a reforzar la imagen de la jerarquía –y la práctica del clericalismo– en detrimento de otros aspectos. Pío XII, con su Mystici Corporis, restableció el equilibrio, en el sentido de una comprensión teológica profunda del carácter sobre todo sobrenatural de la Iglesia, ciertamente humano-divino, en el que la Cabeza es Cristo, el Alma el Espíritu Santo y cada cristiano una piedra del edificio que se mantiene unido. Pío XII, que no hacía en verdad sino explicitar lo que siempre se había profesado, se vio esta vez criticado por no haber insistido sino en el aspecto místico, olvidando a los ojos de algunos la relación con lo temporal. Hay que comprender, pues, a la luz de lo que ha seguido, la razón de esta oposición por parte del medio liberal. El acento anterior, que insistía en la realidad jurídica, obstaculizaba la aceptación completa del orden social y político moderno. Pero la visión demasiado religiosa de Pío XII tampoco ofrecía mayores posibilidades para ello, al no atender a la apertura más que benévola respecto del mundo exterior en la que los liberales soñaban participar. Y, sobre todo, la reafirmación de la identidad entre la Iglesia (católica) y el Cuerpo (místico) de Cristo constituía un obstáculo a sus pretensiones ecuménicas, pues la encíclica calificaba a los disidentes de ordenados al Cuerpo místico y no –como hará el Concilio– de miembros en comunión imperfecta[1].

La introducción del «Pueblo de Dios» en el debate conciliar corrió a cargo del obispo de Bressanone[2], con un motivo que traducía la intención de sus inspiradores: « […] para que los cristianos tomen conciencia y prueben una alegría íntima de su dignidad y de su elección por la Gracia de Cristo en este mundo». La proposición provocó la crítica de los cardenales Siri y Bueno Monreal, pues la noción era a sus ojos inusitada, imprecisa e inadecuada para dar razón del carácter jerárquico de la Iglesia. Pero nadie les escuchó y de inmediato aparecieron las diferentes «ventajas» de la expresión: para los más tradicionales permitía mostrar la continuidad entre la promesa y el cumplimiento; mientras que para los más abiertos suponía un avance del ecumenismo, pues el Pueblo de Dios supera las fronteras de la Iglesia Católica y autoriza a calificar de Iglesias a las comunidades cismáticas o heréticas, así como incidía en el sentido en el que comprender las relaciones entre la Iglesia local y la Iglesia universal, con el reflejo inmediato en la liturgia y su asamblea celebrante, la «promoción» de los laicos, la «función profética del Pueblo de Dios», las relaciones con el judaísmo… Desde entonces el asunto siguió su curso en todas las direcciones de la «revolución copernicana», según la imagen del padre Emmanuel Lanne, popularizada por Yves Congar. Este último llegará a hablar también de «pueblo mesiánico».

El primer texto salido del Concilio en el que se recogía la expresión que nos interesa es Sacrosanctum concilium, la constitución sobre la liturgia (4 diciembre de 1963), en el número 41: «Por eso, conviene que todos tengan en gran aprecio la vida litúrgica de la diócesis en torno al Obispo, sobre todo en la Iglesia catedral; persuadidos de que la principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto al único altar donde preside el Obispo, rodeado de su presbiterio y ministros». Este breve parágrafo, que está preñado de consecuencias, ilustra el éxito de la campaña en favor del término. Indica igualmente el sentido general en el que se extraerán las numerosas implicaciones de la nueva terminología: el teocentrismo va a ceder el paso a una forma de antropocentrismo. La verdadera consagración de la nueva manera de presentar el Pueblo de Dios se va a producir, sin embargo, en las constituciones Lumen gentium (cuyo capítulo II se titula precisamente «El pueblo de Dios», completado por otro capítulo IV, «Los laicos») y Gaudium et spes. A partir de ahí el «Pueblo de Dios» se convertirá en una expresión banal recibida comúnmente en otros documentos como designación ordinaria de la Iglesia[3]. Pensemos por ejemplo en el Credo del Pueblo de Dios de Pablo VI (1968). El Catecismo de la Iglesia Católica (1992), también denominado Catecismo del Pueblo de Dios, ilustra la perpetuación de este uso, sin que resulte evidente qué aporta de nuevo para la comprensión (cfr. §§ 751 a 870). Si bien es cierto que Juan Pablo II intentó minimizar el alcance del concepto, sobre todo ante el uso que del mismo hacían los teólogos de la liberación.

 

3. Las «expectativas» del medio liberal-católico

Antes de volver a leer esos textos debe añadirse una observación sobre las «expectativas» del medio liberal-católico de la época, especialmente el de tendencia progresista, respecto del estatuto de los laicos en la Iglesia. Es claro, de una parte, que sufría desde antiguo el clericalismo, con el matiz autoritario que le había dado Pío XI, así como que seguía los rasgos particulares propios de las diferentes situaciones nacionales. Se trataba, en Francia como en otros lugares, de prohibir cualquier iniciativa abiertamente católica de los laicos si éstos no habían recibido un «mandato» episcopal: consecuencia de la concepción abusiva de una Acción Católica convertida en un corsé para el uso electoral y en un medio para mantener lo que se ha denominado la equidistancia, o peor, de permitir la libertad del oportunismo como disciplina colectiva bajo dirección episcopal o pontificia. Si bien el clericalismo no sólo no ha desaparecido después del Concilio, sino que al contrario se ha agravado aunque por otras vías, esta situación anterior supuso el terreno fértil en el que iba a arraigar la idea de una emancipación del laicado y su inserción en la temática del «Pueblo de Dios». A su vez los teólogos-vedettes de los años inmediatamente anteriores al Concilio elaboraron toda una teología del laicado, en primer término Yves Congar, autor sobre todo de un libro publicado en 1954 y titulado Jalons pour une théologie du laïcat. Hay que recordar además que la elaboración de este tema había comenzado, paradójicamente, durante los años anteriores a la guerra, en el seno de los movimientos de Acción Católica, con la iniciativa de los capellanes y algunos teólogos, y con la colaboración –si hablamos de Francia– de intelectuales como Emmanuel Mounier y Jacques Maritain, o de activistas como Marc Sangnier. En teoría severamente controlados por el Episcopado, los organismos de la Acción Católica se independizaron entonces, convirtiéndose en focos de experimentación y difusión de las ideas del catolicismo abierto. La aceptación de la «mano tendida» por los comunistas en la época del Frente Popular (1936 para Francia), la guerra de España, después la Resistencia en Francia y en Italia sobre todo, finalmente el nacimiento y crisis de los curas obreros serán otras tantas ocasiones favorables para un clima muy particular, en el que los teólogos (como el padre Marie-Dominique Chenu, O. P.) se harán promotores de un laicado lanzado a hacer oír su voz así como a participar en la «construcción de un mundo nuevo» al lado de los marxistas y, por tanto, a afirmar su total libertad de acción política. Antes incluso de que el pluralismo de opciones fuera refrendado por el Concilio, la coyuntura política favorecerá la aparición de partidos tanto demócrata-cristianos como progresistas (los llamados en Italia cattto-comunisti).

A estas preparaciones del terreno tocantes al estatuto de los laicos –considerado no sólo a través del prisma de la reducción del poder excesivo de los clérigos, sino sobre todo del de la emancipación de la «política de Cristiandad»– se añadirán paralelamente otras tendencias, sea en el marco de la fase más arriesgada del Movimiento litúrgico, o también en el del movimiento ecuménico (otro terreno privilegiado de Yves Congar).

Hay que añadir a estos antecedentes intelectuales un dato humano: muchos de los obispos participantes en el Concilio provenían de las filas de la Acción Católica y habían en buena medida participado más o menos en las actividades políticas de izquierda, entre otros un tal Giovanni Battista Montini. Tenían igualmente el recuerdo doloroso de las condenas pronunciadas por Pío XI (contra el ecumenismo, en 1928, con la encíclica Mortalium animos) y sobre todo por Pío XII (el fin de la experiencia de los curas obreros, la encíclica Humani generis de 1950, la condena de toda participación en los movimientos marxistas, etc.). Es claro que un buen número albergaba manifiestamente sentimientos de revancha.

 

4. El Pueblo de Dios en los documentos conciliares

Pero, como ya se ha dicho, hay que esperar a los capítulos II y IV de Lumen gentium para la implantación del nuevo concepto de Pueblo de Dios. El capítulo II no es un texto revolucionario y se sitúa tras un recordatorio doctrinal deudor en gran medida de Mystici Corporis. Recuerda la doctrina de San Pablo al decir que la Iglesia es «el nuevo Israel, que caminando en el tiempo presente busca la ciudad futura y perenne (cfr. Heb. 13,14)» (núm. 9). Así pues, a la definición tradicional, reforzada incluso por Pío XII, se añade la nueva presentación, lo que resulta sorprendente desde el punto de vista de la composición. La doctrina expuesta es de hecho la de la comunión de los santos (aunque en ella no se encuentre la expresión), es decir, la doctrina de la unidad entre todos los miembros del Cuerpo, más allá de la diversidad de estados y funciones. Nada nuevo. A partir del parágrafo 10 se encuentra la opción de comenzar por evocar lo que es común a todos los miembros antes de hablar de la jerarquía y de su función ministerial, opción que se ha solido presentar no sin exageración, salvo al ver en ella una suerte de signo, como revolucionaria. Se trata de la jerarquía en el capítulo siguiente (el 3). A lo sumo hay un inciso ambiguo: «Hay, en efecto, entre sus miembros una diversidad, sea en cuanto a los oficios, pues algunos desempeñan el ministerio sagrado en bien de sus hermanos, sea en razón de la condición y estado de vida, pues muchos en el estado religioso estimulan con su ejemplo a los hermanos al tender a la santidad por un camino más estrecho» (núm. 13). De las dos direcciones inherentes a la función mediadora del sacerdote, aquí sólo se señala el servicio a los fieles, pero no la oración en nombre de los fieles. Pero el equilibrio se restablece más adelante (en el número 28 del capítulo 3). Este capítulo 2 sobre el Pueblo de Dios, además, dedica dos parágrafos a los no católicos, cismáticos, herejes, judíos, mahometanos (núms. 15 y 16). Pero unos y otros no se integran en el Pueblo de Dios sino en el deseo.

El capítulo IV, «Los laicos», viene a completar el cuadro. No aparece realmente en él nada susceptible de revolucionar la Iglesia, salvo de vez en cuando fórmulas que van a ser ampliamente explotadas, pero que pueden entenderse en continuidad con los discursos pontificios de la primera mitad del siglo XX, con las ideas de reconquista de la sociedad por los católicos: así, por ejemplo, los laicos «están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento» (número 31). Se encuentra igualmente una prohibición del clericalismo, que no será seguida en lo que tenía de bueno, sino que por el contrario servirá a numerosos desórdenes, desde la creación de jerarquías paralelas locales que dictan sus leyes al clero hasta el Somos Iglesia: «Por su parte, los sagrados Pastores reconozcan y promuevan la dignidad y responsabilidad de los laicos en la Iglesia. Recurran gustosamente a su prudente consejo, encomiéndenles con confianza cargos en servicio de la Iglesia y denles libertad y oportunidad para actuar; más aún, anímenles incluso a emprender obras por propia iniciativa. Consideren atentamente ante Cristo, con paterno amor, las iniciativas, los ruegos y los deseos provenientes de los laicos [119]. En cuanto a la justa libertad que a todos corresponde en la sociedad civil, los Pastores la acatarán respetuosamente»[4].

En total, lo que Congar ha celebrado como una «revolución copernicana», provocando su entusiasmo, parece hasta ahora muy exagerado. A lo sumo puede decirse que algunas fórmulas dar pie a una interpretación coherente con el clima general del acontecimiento conciliar.

¿Qué decir del otro gran texto conciliar, Gaudium et spes?

Allí el discurso es bien diferente, no solamente por su estilo lírico –hoy en desuso– sino también por sus ambiciones. En primer lugar, el Pueblo de Dios, del que el Concilio afirma que es «testigo y guía de la fe» (3.1), se presenta como solidario del mundo. Para poder ejercer esta solidaridad debe primeramente «escrutarlos signos de los tiempos» (3.1.): «El Pueblo de Dios, movido por la fe, que le impulsa a creer que quien lo conduce es el Espíritu del Señor, que llena el universo, procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios» (11.1). Podrá también «juzgar bajo esta luz los valores que hoy disfrutan la máxima consideración y enlazarlos de nuevo con su fuente divina» (11.2). Lo que abre un largo desarrollo sobre la «dignidad eminente» de la persona humana y la «legítima autonomía de las realidades temporales». Pero es en el capítulo IV –«Misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo»– donde se encuentra lo que incumbe al Pueblo de Dios (el texto emplea aparentemente de manera indiferente y equivalente esta expresión junto con la de la Iglesia). Y a partir de ahí, del número 40, se manifiesta más netamente el espíritu conciliar, que parte de una celebración de las aspiraciones del mundo (pero, ¿qué es concretamente este «mundo»?) a la libertad, la dignidad, la organización, las conquistas materiales…, y propone perfeccionarlas en nombre de lo que Pablo VI llamará, en su Discurso a la ONU de octubre de 1965, pericia en humanidad que la Iglesia ofrece al resto del mundo. Se trata entonces de un intercambio de servicios, los que la Iglesia toma del mundo (núm. 44) y los que le aporta al mundo (núm. 43). Aquí se sitúa el lugar del Pueblo de Dios, llegando sin embargo la aportación principalmente a través de los laicos, que deben implicarse en el mundo, ya que –se lee en el número 43.1– no hacerlo sería un «grave error de nuestro tiempo» y un «escándalo»: «Cuando actúan, individual o colectivamente, como ciudadanos del mundo, no solamente deben cumplir las leyes propias de cada disciplina, sino que deben esforzarse por adquirir verdadera competencia en todos los campos. Gustosos colaboren con quienes buscan idénticos fines» (núm. 43.2).

Este fragmento, como otros, podría interpretarse de otra manera a como lo ha sido, pero lo cierto es que ha servido para justificar la colaboración con los no cristianos, incluidos los ateos, para construir un mundo más justo, etc.

Una expresión que había sido utilizada por Pío XII, la consecratio mundi, va a volver a utilizarse, en definitiva, pero en un sentido que facilita la transición. Se encuentra en el número 34 de Lumen gentium, a propósito del sacerdocio común de los laicos. Se dice ahí que la vida de los fieles, cuando es conforme a la Ley de Cristo, es testimonio de Él, y por tanto «profética», dando culto a Dios: «De este modo, también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran el mundo mismo a Dios». La potencialidad de una nueva interpretación es grande. El padre Chenu[5] cita a este respecto a Pío XII: «La consecratio mundi es esencialmente la obra de los mismos laicos, de hombres que se involucran íntimamente en la vida económica y social, y participan en el gobierno y las asambleas legislativas»[6]. Aunque apunta el cambio de sentido: «Hace no tanto la expresión habría parecido banal […], más “piadosa” que doctrinalmente estructurada. Hoy adquiere un sentido firme, en desidad técnica como en alcance eclesial: feliz efecto de una toma de conciencia de la Iglesia como comunidad de cristianos comprometidos en el mundo, en reacción contra el corte entre la Iglesia y la sociedad civil que había sido provocado por múltiples causas»[7].

Inserción en la Historia, signos de los tiempos y profetismo, participación en la transformación del mundo, fin de la Cristiandad… Ahí tenemos lo esencial de la nueva misión confiada al «Pueblo de Dios» para los «nuevos tiempos».

 

5. Algunas consecuencias de la opción terminológica

Examinar de modo exhaustivo las consecuencias resultantes de esta opción lingüística inicial nos llevaría demasiado lejos. Baste mencionar, entre las interpretaciones que se alejan más de la doctrina católica, la ecuménica abierta por el «hallazgo» del padre Congar, según el cual la Iglesia de Cristo «subsiste en la Iglesia Católica» (Lumen gentium, número 8), o incluso el movimiento por el que se ha terminado creando en la práctica una doble legitimidad entre las dos ramas simultáneas de un mismo Pueblo de Dios, judíos y cristianos. Debe también indicarse la tendencia para borrar las diferencias entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de los fieles, llegando en la práctica a identificar sacerdote (católico) y pastor protestante, fenómeno agravado en el terreno litúrgico, sea con las «eucaristías domésticas» del primer período postconciliar, en el curso de las cuales sacerdote-presidente y la asamblea «concelebran», sea con la aparición de formas de culto sin sacerdotes[8], sea incluso con el movimiento subversivo nacido en el mundo germánico, Wir sind Kirche, en continuidad con el surgimiento de las primeras comunidades de base.

Estas interpretaciones y actividades se manifestaron desde el inicio del período conciliar y no han cesado. La reacción institucional se limitó, sin cuestionar jamás las opciones iniciales, a limitar sus «derivas». Sólo en 1985, con ocasión del Sínodo extraordinario reunido en el vigésimo aniversario del fin del Concilio, se apuntó la rectificación, con el término de la Iglesia-comunión, impulsado por el cardenal Ratzinger, que era consciente de los desórdenes introducidos. Esto nos lleva a la manera en que las distintas asambleas sinodales se han dirigido para amortiguar el movimiento. La práctica de muchos sínodos diocesanos oscilará entre el debate democrático y el procedimiento consultivo controlado. La llegada de Jorge Mario Bergoglio y su equipo de apoyo ha dado lugar a una tercera solución: creación de las condiciones de promoción e impulso del «debate democrático», «transparencia» frente a los medios y voluntad autoritaria que impone una línea preestablecida. Esta original concepción de la sinodalidad se inscribe así, en esta nueva etapa, en la larga serie de equilibrios precarios que ha conocido la aplicación del concepto de «Pueblo de Dios» en el sentido conciliar del término y en realidad hace aparecer su carácter abstracto aunque modulable. En Evangelii gaudium (2013) hallamos setenta alusiones al «pueblo de Dios» y hace incluso de él el sujeto colectivo de la evangelización: «[…] Este sujeto de la evangelización es más que una institución orgánica y jerárquica, porque sobre todo es un pueblo en marcha hacia Dios» (núm. 111).

 

6. Consecuencias político-ideológicas

Vayamos ahora a las consecuencias propiamente político-ideológicas. Pueden recordarse dos, disímiles en apariencia y que sin embargo manan de la misma fuente: la inserción de los católicos en el sistema político llamado democrático y la teología de la liberación con su epígono hoy familiar constituido por la teología del pueblo.

La aceptación de la secularización de las sociedades occidentales y occidentalizadas viene considerada como un hecho positivo. El padre Chenu lo explica en su comentario de la consecratio mundi que, dice, «debe comprenderse de manera que no implica la sacralización del mundo» y sin que, por tanto, «el mundo salga de su orden temporal»[9]. Se refiere a Edward Schillebeeckx, para quien lo profano y lo temporal «no se sacralizan sino que se santifican por esta presencia [la de los cristianos comprometidos en el mundo], por la vida teologal de Cristo y sus fieles»[10]. Así, por el hecho de que los católicos participen en todas las estructuras existentes (políticas, económicas, sindicales, etc.), y de que participen «en católicos», como quería Maritain, el mundo se encuentra santificado incluso en lo que tiene de profano.

Se supone que el Pueblo de Dios, disperso en la masa de los hombres, ha de convertirse en la levadura que hace fermentar la masa. Es fácil comprender entonces que el profetismo (o la utopía) casa bien con la desaparición de la visibilidad (la kenosis). Tales ideas han conocido versiones distintas según los períodos, desde el enterramiento del primer decenio posterior al Concilio, con su abandono rabioso de todos los signos y manifestaciones públicas de pertenencia cristiana, hasta la política episcopal de una Iglesia que se presenta «de paso» en el seno de un país de Cristiandad inmemorial con su lenguaje especioso: «La Iglesia que está en Francia o en España», etc. La aceptación general del laicismo, la adhesión explícita a la separación de la Iglesia y el Estado (y el lamento de haberla resistido en el quicio entre los siglos XIX y XX) son algunas de las consecuencias de la extraña manera de concebir el carácter misionero del Pueblo de Dios que acaba de evocarse. Es también una contradicción, puesto que el Pueblo supuestamente en movimiento de éxodo permanente pretende al mismo tiempo que sus miembros se integren –se encarnen– en su medio para darles un alma (o un suplemento de alma…). En fin, mientras que los cristianos pierden su visibilidad social en el anonimato, o al menos en el pluralismo de los «estilos de vida» y de los «valores» privados, vuelven a ser pueblo –«hacen Iglesia»– en el seno de «comunidades celebrantes», lo que confiere a la liturgia una función social tanto más deseada que se ha reorientado en esta dirección por las reformas de la misa de 1969-1970[11].

Este comunitarismo del éxodo no se ha desarrollado sino dentro de la teología de la liberación en los territorios o condiciones sociales que se prestaban a la acción revolucionaria, condiciones evidentemente bien diferentes de las de los países occidentales desarrollados económicamente. El Pueblo de Dios se convierte, en la representación ideológica cristiano-marxista, en animador del proletariado mundial, vanguardia del pueblo que se hace cargo de su propia liberación, etc. Son sabidas las manipulaciones de la Sagrada Escritura realizadas por la teología de la liberación para reinterpretar los conceptos revolucionarios en términos de inspiración cristiana. Como el pueblo judío prisionero en Egipto y resignado a su suerte de esclavo tomó conciencia de su identidad y se convirtió en un verdadero pueblo que se libraba de sus cadenas, así debe ocurrir con los pueblos oprimidos y sin tierra de Hispanoamérica. En definitiva, a causa de la acusación lanzada contra la connivencia de la jerarquía eclesial y los «poderosos», se llega a oponer como contradictorios el Pueblo de Dios y la Iglesia institucional, «carisma» y « poder», en palabras de Leonardo Boff[12]. El Pueblo de Dios no es un hecho sino una praxis. Es lo que significa el título de otro libro del mismo autor, E a Igreja se fez povo[13], y la Iglesia se hizo Pueblo. Pero entonces «Pueblo de Dios» no es más que una representación ideológica, una denominación tomada del lenguaje sagrado para designar de otra manera la toma de conciencia revolucionaria y/o mesiánica de un grupo humano que se presenta como o está oprimido[14].

La «teología del pueblo» a la que se adhiere Jorge Mario Bergoglio no es sino una rama de la teología de la liberación, posterior al fracaso del recurso a la lucha armada en el continente hispanoamericano. Aunque expresada en términos menos brutales y con otros medios de acción, brota sin embargo de la misma inspiración inicial y de un mismo método de razonamiento, simplemente más adaptado a la coyuntura posterior a la desaparición de la Unión Soviética[15]. Esta teología elaborada en la Argentina manifiesta ante nuestros ojos, con los discursos y los actos del papa Francisco, la mayor parte de los signos que la caracterizan. Es además sobre lo que insisten repetidamente sus adeptos a través de diversos órganos de prensa, tales como La Civiltà cattolica o Il Regno. Digamos que parece que se llega a una suerte de síntesis de contrarios (y no de contradictorios), en la medida en que las corrientes que fueron subversivas se institucionalizan. Se pasa entonces del modelo de la revolución popular más o menos violenta al del despotismo ilustrado, alcanzando la integración en el sistema dominante.

 

7. Conclusión

Al término de esta breve síntesis puede concluirse que si la nueva fortuna de la expresión «Pueblo de Dios», relanzada hace medio siglo, no ha aclarado la realidad interna de la Iglesia del nuevo día –como prueba el hecho de que se le haya buscado un sustituto, no necesariamente más eficaz, con la noción de Iglesia-comunión–, ha alimentado en cambio muchos desórdenes, permitiendo en particular el trastorno de la unicidad católica de la Iglesia de Cristo a partir de la distinción especiosa entre Pueblo de Dios (el todo) e Iglesia Católica (como parte, ciertamente la más acabada, pero no exclusiva). Pero es sin duda en el terreno político en el que el nuevo concepto ha servido, de una parte, para permitir la dispersión de los católicos en el seno de los partidos que componen la modernidad política (bajo pretexto de ser levadura para la masa del mundo), la aceptación del laicismo (con su separación entre vida religiosa individual y vida colectiva «neutra») y finalmente –en muchos casos– el abandono de la fe cristiana; y, de otra parte, la democratización de la vida intra-eclesial, en nombre de una promoción de los laicos que ha consistido sobre todo en la creación de contra-poderes sin fundamento teológico, la legitimación del libre examen, la ingobernabilidad, que han obligado a distintos intentos de reorganización de eficacia desigual en cuanto que le principio permanece, pero suficientemente a contra-corriente como para hacer aullar contra la involución y el regreso del clericalismo. Respecto a la interpretación más radical, tras haberse situado en posición instrumental respecto del comunismo tercermundista, reaparece últimamente en el centro mismo de la Iglesia para alienarse con las exigencias de la cultura dominante atea. La aventura termina pues en la vía muerta.

En cuanto a saber que podría retirarlo, para una mejor comprensión de lo que es un pueblo auténtico, de la elaboración del concepto de Pueblo de Dios tal y como se la ha llevado a cabo en el período postconciliar, podría decirse que hay ciertos elementos que han sido utilizados, pero que provienen simplemente de la tradición del Pueblo original y se encuentran en mayor o menor medida en la historia y la vida de los pueblos dignos de este nombre: el sentido del honor, la fidelidad a la herencia recibida, la humildad y la voluntad de vivir y por tanto de durar. En cuanto a «la unidad del Espíritu por el vínculo de la paz» (1Ef., 4, 3), el bien supremo de toda comunidad humana, cómo aspirar a él mejor que recitando la oración del Ubi Caritas:

«Ubi caritas et amor, Deus ibi est.
Congregavit nos in unum Christi amor.
Exsultemus, et in ipso jucundemur
Timeamus, et amemus Deum vivum.
Et ex corde diligamus nos sincero.
Ubi caritas et amor, Deus ibi est.
Simul ergo cum in unum congregamur:
Ne nos mente dividamur, caveamus.
Cessent iurgia maligna, cessent lites.
Et in medio nostri sit Christus Deus.
Ubi caritas et amor, Deus ibi est.
Simul quoque cum beatis videamus,
Glorianter vultum tuum, Christe Deus:
Gaudium quod est immensum, atque probum,
Saecula per infinita saeculorum. Amen».

 

[1] «Pues, aunque por cierto inconsciente deseo y aspiración están ordenados al Cuerpo místico del Redentor, carecen, sin embargo, de tantos y tan grandes dones y socorros celestiales, como sólo en la Iglesia Católica es posible gozar. Entren, pues, en la unidad católica».

[2] Georges DEJAIFVE, S.J., L’Eglise dans le monde de ce temps. Constitution «Gaudium et Spes». Commentaires du schéma XIII, París, Mame, 1967, pág. 859.

[3] Dos ejemplos entre muchos. Se lee en el núm. 8 de la Declaración sobre la educación cristiana, Gravissimum educationis: «Siendo, pues, la escuela católica tan útil para cumplir la misión del pueblo de Dios y para promover el diálogo entre la Iglesia y la sociedad humana en beneficio de ambas, conserva su importancia trascendental también en los momentos actuales». O incluso el Decreto sobre el ministerio y la vida de los sacerdotes, Presbyterorum ordinis, donde la expresión se halla dieciséis veces: «El Pueblo de Dios se reúne, ante todo, por la palabra de Dios vivo, que con todo derecho hay que esperar de la boca de los sacerdotes» (núm. 4), etc.

[4] En las circunstancias presentes, la nota 118, inserta poco antes de este pasaje, con cita de Pío XII, adquiere un sentido que debe apreciarse: «En las batallas decisivas, es muchas veces del frente, de donde salen las más felices iniciativas».

[5] Marie-Dominique CHENU, Peuple de Dieu dans le monde, París, Editions du Cerf, 1966. Este pequeño libro reúne los artículos sobre Lumen gentium publicados durante e inmediatamente después del Concilio.

[6] PÍO XII, Discurso al Congreso Mundial de Apostolado Seglar, 5-13 de octubre de 1957. Véase CHENU, op. cit., pág. 70.

[7] Ibid., pág. 71.

[8] Llamadas en Francia ADAP (Assemblées dominicales en l’absence de prêtre). La evidente deriva protestante obligó a la Congregación para el Culto Divino a aprobar una Instrucción sobre la materia, Redemptionis Sacramentum (2004), en la que por ejemplo se lee: «Hay que evitar con todo cuidado toda forma de confusión entre reuniones de oración de este tipo y la celebración de la Eucaristía. En consecuencia, los obispos diocesanos deben evaluar con prudencia si debe distribuirse la sagrada comunión en el seno de tales reuniones» (núm. 165).

[9] M.-D. CHENU, op. cit., pág. 94. La cita está tomada, según el autor, de un informe particular preparatorio de la discusión en la comisión de septiembre de 1964.

[10] Ibid., pág. 95, nota. La cita procede de una conferencia del padre Schillebeeckx de 1964.

[11] Puede consultarse, como ejemplo tardío de esta tendencia postconciliar, la producción colectiva típica de un grupo de reflexión preparatorio del sínodo de una diócesis francesa (Le Mans): https://ccbfsarthe. files.wordpress.com/2011/04/brainstorming.pdf.

[12] Cfr. su libro Igreja, carisma e poder (Petrópolis, Vozes, 1981).

[13] Edición española: Y la Iglesia se hizo pueblo, Santander, Sal Terrae, 1986.

[14] Véase sobre el tema Cláudio Roberto Santos CRUZ, Une nouvelle interprétation de l’eschatologie chrétienne en Amérique latine à partir du Concile Vatican II et des Conférences du CELAM à Medellín, Puebla et Santo Domingo, París, UCO/L’Harmattan, 2004.

[15] Cfr. la buena síntesis de Juan Carlos SCANNONE, SJ, «Perspectivas eclesiológicas de la “Teología del Pueblo” en la Argentina», en la Biblioteca Católica Digital (www.geocities.com/teologialatina/ ). Cfr. Igualmente Carlos María GALLI, «Il ritorno del popolo di Dio. Ecclesiologia argentina e riforma della Chiesa», Il Regno-Attualità, núm. 5 (2015).