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Número 553-554

Serie LV

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Cristo Rey y las apostasías políticas

 

1. Precisión conceptual

En cuestiones que atañen a los errores de la fe, el género es la infidelidad y las especies son la herejía y la apostasía, entre otras. De acuerdo a Santo Tomás[1] la infidelidad se constituye por toda doctrina que se opone a la fe verdadera ya de un modo negativo o por negación (el que no tiene fe), ya de uno positivo por oposición a la fe (sostener una doctrina contraria o no prestar atención a la verdadera). Es un pecado del entendimiento[2], pero como éste dirige y ordena a la voluntad, fallando aquél se tuerce ésta.

En un sentido absoluto y riguroso, cuando la Iglesia habla de apostasía se refiere al abandono de la fe cristiana[3].Constituye un pecado grave contra la fe, porque rechaza la doctrina revelada; contra la religión, porque rehúsa a Dios el culto verdadero; y contra la justicia porque pisotea las promesas del cristiano.

La apostasía es un abandono total de la fe, esto es, una infidelidad positiva, interna y externa[4]. Si el abandono noes total, constituiría una herejía[5], pues ésta importa una elección que «tiene por objeto los medios orientados a un fin», como dice Santo Tomás[6], entendiéndose por «fin» la divina autoridad de Cristo, y por «medios» las verdades reveladas que son sometidas a nuestra inteligencia por la autoridad divina para su aceptación.

La herejía puede ser parcial pues, como afirma Santo Tomás, una verdad pertenece a la fe de dos modos: uno, directo y principal, como los artículos de la fe; otro, indirecto y secundario, como las cosas que conllevan la corrupción de un artículo. Sobre ambos extremos puede versar la herejía.

Así, una vez claras las cosas, en esta colaboración hablaremos en sentido lato de infidelidad y apostasía, como si fuesen sinónimos, aunque en propiedad correspondería referirse a herejías –en la mayoría de los casos a considerar.

2. La enseñanza de la Quas primas

La experiencia de estudiar y enseñar a jóvenes la encíclica Quas primas de Pío XI (1925) me permitió descubrir la gran cantidad de apostasías o herejías en las que, muchas veces involuntariamente, se cae.

Algunos que por vez primera enfrentaban la cuestión, caían en un silencio propio del alma perturbada por un concepto y una realidad que no podían digerir fácilmente. Les era más fácil acusar al profesor –e incluso al Papa– de retrógrados y preconciliares que ocuparse de estudiar la verdad.

Otros –me sucedió con un joven abogado del Opus Dei interesado en la Doctrina social de la Iglesia– levantaban prontamente la voz aduciendo que sería así en teología pero no en la práctica, porque en los días que corren era inconveniente hablar de ese modo a los hombres: la libertad de religión se había impuesto y ella exigía otro tipo de diálogo y sobre otras premisas.

Finalmente, hubo en pequeño grupo que aceptó el concepto pero que renegó de él en los hechos: teniendo que manifestar públicamente la Realeza de Cristo –portando una bandera en una manifestación, por ejemplo, de grupos pro vida– lo consideraban inoportuno. Así se ve como la voluntad se ve también afectada.

Me voy a referir ahora a algunas formas conscientes de apostasía política, tomando como guía aquella carta encíclica de Pío XI.

3. Primera apostasía: un Reino espiritual

Un crítico católico ha podido afirmar que el Reino de Nuestro Señor Jesucristo no es social ni político, porque no siendo de este mundo es simple y solamente espiritual[7].En lo cual coincide con Lutero y Calvino y desprecia la larga tradición de la Iglesia. Ese es el sentido que se da a las palabras del Cristo «mi Reino no este mundo» (Jn. 18, 36), como diciendo Nuestro Señor que su realeza es exclusiva y excluyentemente sobrenatural, celestial, nunca con dimensiones naturales y terrenales, carnales.

Es la repetida lectura liberal de la realeza de Cristo. Mas como enseña Pío XI y han esclarecido diversos teólogos, filósofos y apologistas católicos, el principio de la realeza de Cristo –al que se alude en el pasaje del Evangelio de Juan– no es mundano porque no proviene del mundo ni se funda en las potestades terrenas, sino que es de origen divino; pues «mundo» no designa un lugar opuesto a «cielo» sino el origen y la raíz de su poderío regio. Por ser éste así, se ejerce sobre todo lo creado, incluso sobre el mundo y sobre la vida humana en su plenitud.

Es un reino de y en los corazones, es cierto, pero del corazón que se dice del hombre todo, incluso de la sociedad en la que vive. La recta interpretación no es la intimista protestante, sino la que predicaba el padre Leonardo Castellani: «Su Reino no surge de aquí abajo, sino que baja de allí arriba; pero eso no quiere decir que sea una mera

alegoría, o un reino invisible de espíritus. Dice que no es de aquí, pero no dice que no está aquí. Dice que no es carnal, pero no dice que no es real. Dice que es reino de almas, pero no quiere decir reino de fantasmas, sino reino de hombres»[8].

4. Pío XI refuta la primera apostasía

Cuando Pío XI instituyó la Fiesta de Cristo Rey, explicó que el reinado de Nuestro Señor no era solamente espiritual sino también temporal y social. Veámoslo.

«Temporal», porque «erraría gravemente –dice el Pontífice– el que negase a Cristo Hombre el poder sobre todas las cosas humanas y temporales, puesto que el Padre le confirió un derecho absolutísimo sobre las cosas creadas, de tal suerte que todas están sometidas a su arbitrio». Quiere decir: Jesucristo es rey en tanto que Cristo es Señor de la historia[9] y también Señor de la creación, porque en Él y por Él todo fue creado, como enseña San Juan en el prólogo de su Evangelio.

Pero añade Pío XI: y «social», pues siendo Cristo «la fuente del bien público y privado», siendo Él «quien da la prosperidad y la felicidad verdadera, así a los individuos como a las naciones», es Jesucristo –agregaba– la firme roca de la paz, la concordia, la estabilidad y la felicidad de las naciones[10].

En consecuencia, como la Iglesia siempre ha sostenido, hay un orden social y político querido por Dios (al que normalmente damos el nombre de «orden natural»), orden que corresponde a nosotros los hombres ponerlo en obra y que tiende, como fin natural y sobrenatural, a instaurar el Reinado de Nuestro Señor Jesucristo.

En otros términos, el orden social y político católico tiene a Cristo Rey como fundamento y como ápice o corona: porque se asienta en la realeza temporal de Nuestro Señor (Él es el pilar de las sociedades y de la sociedad política católica) y culmina en el notorio reconocimiento y en el culto público a Cristo Rey que es culto debido a Dios, fin del hombre. La realeza de Jesucristo está en los comienzos y en el fin de la sociedad humana.

Por tanto, apostata quien en nombre de la democracia, de la libertad religiosa, de la sana laicidad o de cualquier otra patraña renuncia al reinado político-social del Verbo Encarnado reduciéndolo a la comodidad de la profesión privada. Es cierto aquel aserto evangélico que la boca habla de lo que hay en el corazón (Mt. 15, 18; Lc. 6, 45): si no se confiesa con la lengua lo que en el corazón se cree y ame, difícilmente puede decirse que se tienen tales fe y amor. En verdad, un reino intimista y privado, es una suerte de egoísmo espiritual, pues no se comparte nada más que consigo mismo.

 5. Segunda apostasía: una Realeza parcial

La apostasía de la espiritualidad del Reino llega al punto de hacer del Verbo de Dios un Rey para ciertas cosas y no para otras, un Rey en ciertas horas y en otras no, porque es fin de las instituciones mas no de todas. El argumento suele tomarse de lo que Nuestro Señor dijo: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt. 22, 21). Un liberal entiende estas palabras como la proclamación de la separación de lo natural de lo sobrenatural, incluso la separación de la Iglesia del Estado, y ve en ellos el origen cristiano de la «laicidad». Así es como se interpreta corruptamente la fórmula de «la autonomía de lo temporal».

¿Quién no descubre en esta lectura sesgada la herejía actual que deja a Cristo Rey fuera de las sociedades democráticas, ajeno a la vida política, que es el imperio del César? Otra vez la perfidia protestante ampara esta apostasía. Porque para Lutero, Cristo es rey y sacerdote, sí, pero en un sentido puramente espiritual, pues Él separó los dos reinos (el del mundo del suyo), «porque su reino no es de la tierra ni sobre lo terreno, sino que es rey de bienes espirituales como la verdad, la sabiduría, la paz, el gozo, la bienaventuranza, etc. […] De donde se deduce que su gobierno es espiritual e invisible»[11].

6. Refutación de la segunda apostasía

Pero nuevamente hay una mala lectura: Cristo no dice que las obligaciones humanas estén divorciadas de las divinas, ni que lo natural está separado de lo sobrenatural. En sus palabras está implícito que el César tiene deberes para con Dios como todo ser humano: incluso a Dios debe el César. Luego, lo natural está ordenado a lo sobrenatural y el que existan poderes temporales no significa que Cristo no sea Rey incluso en el orden social y político.

Porque los títulos de Rey los posee Nuestro Señor Jesucristo en razón de su divinidad, de modo tal que el origen o el principio de su Reino y su realeza no son terrenales sino sobrenaturales, divinos en esencia. El arzobispo Marcel Lefebvre dijo en cierta ocasión que «si Nuestro Señor Jesucristo es Dios, como consecuencia es el dueño de todas las cosas, de los elementos, de los individuos, de las familias y de la sociedad. Es el Creador y el fin de todas las cosas»[12].

Santo Tomás[13], confirma el razonamiento deteniéndose en su alcance: porque el poder de Cristo es general, universal, sobre todas las criaturas (Mt. 26, 18); sin embargo, es un poder especialmente espiritual sobre los santos (en la vida presente por la gracia y en la futura por la gloria), pues los santos no son de este mundo (Jn. 18, 36). Por tanto, el reino de Cristo comienza acá abajo y se consuma en la vida futura cuando todo le sea sometido como escabel de sus pies (Sal. 109, 1).

¿Está sujeto a la historicidad humana este principio teológico? No. No se trata de un punto de vista que cambia conforme las épocas cambien; quienes así lo creen producen una ruptura en el concepto y una quiebra en la doctrina que lo enseña. Porque hay que convenir que si Cristo es Rey espiritual únicamente, si sólo impera en el interior del hombre, en su alma, ninguna cosa exterior a ésta, sea la familia, la sociedad, el Estado o la Iglesia, tienen razón de ser en orden a la salvación: esta es la lógica protestante a la que por fuerza conduce el argumento espiritualista del reino de Cristo. Lógica protestante que conduce también a la afirmación de Su realeza «a tiempo parcial» o «segmentada socialmente».

Es esta una forma de apostasía en la que el intelectual católico cae frecuentemente, como si fuera posible dividirse en católico para las cuestiones de fe y filósofo, científico, profesional o profesor para nuestras actividades particulares.

Pero no es así: primero, porque no podemos establecer fines naturales que entren en contradicción el fin del hombre que es sobrenatural, la bienaventuranza.

Segundo, porque no se puede cambiar el orden de bienes establecido por Nuestro Señor, no podemos invertirlo: debemos buscar primero el Reino de Dios y su justicia y lo demás se nos dará por añadido (Mt. 6-33). Santo Tomás de Aquino ha explicado en referencia a I Co. 10, 11, que en tiempo de gracia no hay promesas temporales, como las hubo en tiempos de la Ley, ni hay alianza en el nuevo tiempo que contenga tales promesas (Is. 1, 19)[14].

Tercero, porque, bien lo sabemos, no se puede servir a dos señores (Mt. 6, 24), y sostener que Jesús es Rey en algunos casos o momentos y en otros no, es lo mismo que volverse siervos de ese «no».

Por lo tanto, debemos servir con nuestra inteligencia y todo nuestro ser al Reinado de Cristo, porque en este campo no hay neutralidad dado que la Verdad no es neutra[15]. Recordemos que el tibio será vomitado de la boca de Dios (Ap. 3, 16). En las fiestas de la Virgen María la Iglesia pone en boca de Nuestra Señora las palabras de la Sabiduría: «Los que me den a conocer conseguirán la vida eterna» (Ecli. 24, 31). Por eso Nuestro Señor puede sentenciar que «a quien me niegue delante de los hombres, Yo también lo negaré delante de mi Padre celestial» (Mt. 10, 33).

7. Tercera apostasía: ¿en verdad es Rey?

Podríamos llamarla «la apostasía de la inactualidad». He contado en otras oportunidades esta anécdota, pero vale repetirla para ponernos en materia. Escuché una vez decir a un sacerdote jesuita, viejo ya, en el sermón de la Fiesta de Cristo Rey, que era una celebración que pertenecía a la época en que la Iglesia era monárquica, con lo cual la desautorizaba

Le faltó decir que siendo la Iglesia hoy democrática, Cristo sería un ciudadano más, con derecho a voto, con opciones de ser presidente, si se quiere, pero no rey. ¡El neto presentismo sanciona la inactualidad!

Lo extraño de esto es que si se profundiza en la democratización del Reino se puede llevar la herejía a términos verdaderamente absurdos (más heréticos todavía), haciendo de la democracia el quid de la cuestión y desplazando la monarquía de derecho divino, que a Cristo corresponde, por una utopía cósmica semejante a la del gran arquitecto masónico que nos encomienda construir una mansión humanitaria.

Así, un sacerdote ha podido afirmar: «Pablo Suess viene proponiendo la expresión “democracia participativa del RD [Reino de Dios]” para corregir la evocación que el término clásico conlleva. Ya sabemos que no se puede simplemente sustituir una expresión por otra, pero es evidente que es bueno aludir con frecuencia a esa insuficiencia de la expresión clásica, para hacer caer en la cuenta a los oyentes, y para liberar al contenido (el reino mismo, el significado), de las limitaciones del significante (la palabra no completamente adecuada). Para hablar del Reino puede ser mejor hablar del Proyecto, de la Utopía de Dios... que hacemos nuestra: queremos “construir la Democracia de Dios, cósmica, pluralista e inclusiva, y por eso, amorosa, encarnación viva del Dios de los mil rostros, colores, géneros, culturas, etnias, sentidos”»[16].

Sin palabras.

8. Refutación de la tercera apostasía

Todo católico sabe o debería saber que Cristo es Rey de la creación como se afirma en el Antiguo Testamento y en el Nuevo. Por eso decía el Cardenal Pie que «no hay ni un profeta, ni un evangelista, ni uno de los apóstoles que no le asegure su cualidad y sus atributos de rey»[17]. Y el P. Castellani lo ha resumido así: «Cristo es Rey, por tres títulos, cada uno de ellos de sobra suficiente para conferirle un verdadero poder sobre los hombres. Es Rey por título de nacimiento, por ser el Hijo Verdadero de Dios Omnipotente, Creador de todas las cosas; es Rey por título de mérito, por ser el Hombre más excelente que ha existido ni existirá; y es Rey por título de conquista, por haber salvado con su doctrina y su sangre a la Humanidad de la esclavitud del pecado y del infierno»[18].

El título hace a la persona, en este caso al Verbo divino que es Rey y no ciudadano, guste o no. Pero hay más: no es Nuestro Señor Jesucristo un rey facultativo en el sentido que dependa Su reinar de nuestra voluntad; su realeza no depende de consensos ni de pactos humanos. San Pablo lo dice categóricamente: oportet illum regnare (I Co., 15, 25). Cristo debe reinar porque Él ya es rey; no es una posibilidad, es una necesidad que engendra una obligación de parte nuestra. No es un Rey en potencia, lo es acto en su misma esencia divina; y nosotros debemos hacerlo reinar en todo aquello de nosotros depende.

9. Sentido práctico de la realeza de Cristo

El sentido de la realeza de Cristo es también práctico, consiste en la adopción de un principio directivo, montado sobre las bases perennes de todo recto orden político cristiano, que por cristiano está coronado en y por Cristo Rey; principio rector que no congela los medios e instrumentos –así, por caso, los sistemas o regímenes políticos–, sino que se abre a la consideración de las situaciones particulares conforme a la prudencia. Es un aquí y ahora que se toma como punto de partida y que será punto de llegada por obra de nuestra colaboración.

Me parece que el Reinado Social de Nuestro Señor Jesucristo se expresa fundamentalmente de dos maneras o dimensiones que acaban sintetizándose en una tercera.

Primero, es el «reinado discreto de Nuestro Señor», que predicara, entre otros, Garrigou-Lagrange[19], que es el reinado en el corazón humano y que, por tal medio, permea sutilmente toda la sociedad; es el imperio de la fe en Cristo que se proyecta en nuestra conducta y nos lleva a «convertir la sociedad», a transformarla al modo de Cristo.

Segundo, es el «reinado expreso de Nuestro Señor», que es el imperio manifiesto a través de las leyes de la sociedad, que de tal modo llegan al corazón del hombre. Es la instauración de una sociedad cristiana, ese orden natural querido por Dios.

La afirmación de la Realeza Social, temporal, política, de Nuestro Señor, resulta de la afirmación católica tradicional de los fines del hombre o, mejor dicho, de la ordenación de los fines temporales al fin sobrenatural y último. Es la doctrina de Santo Tomás: la vida en la tierra es preparación para la vida eterna, de modo que el orden temporal ha de servir al fin último y supremo del hombre. Luego, como insiste el P. Phillippe, «todas las instituciones divinas o humanas tienen como fin último la gloria de Dios y la salvación de las almas. Así todas las instituciones sociales, todas las acciones y directivas políticas deben tener cuenta de esta verdad fundamental, de que el hombre no ha sido hecho para este mundo, sino para la Eternidad». No resulta infundado, entonces, que el orden concreto de las sociedades, en sus dimensiones políticas, jurídicas, morales, económicas, culturales, etc., deba considerar «primeramente y antes de cualquier otra cosa, el fin último de toda existencia humana»; y, si así lo hace, afirmará la realeza de Jesucristo[20].

Volveré en la parte final sobre este punto porque es de gran actualidad.

Estas dos formas, que se compenetran auxiliándose mutuamente al mismo orden y fin, confluyen en una tercera: el «culto público a Nuestro Señor, Rey de los corazones y de las sociedades».

Hay que recordar con Pío XI que el Reinado social de Nuestro Señor Jesucristo no se impone por sí, antes al contrario requiere que los hombres reconozcan, pública y privadamente, «la regia potestad de Cristo»[21]. Porque Cristo reina en la sociedad a través de los hombres, lo que exige, como afirma el P. Phillippe, que «toda política debe estar sumisa a Dios», es decir, «debe reconocerse en lo que expresa una realidad dependiente de Dios», especialmente en atención al fin último del hombre y de toda la Creación[22].

Se ven así las razones para negar un Reino puramente intimista y espiritual, una realeza «moral» que escapa a la sociedad, e incluso –como venimos exponiendo– una realeza que no es tal por devenir principio democrático pluralista. La realeza del Verbo Encarnado es espiritual y social, y por serlo es también pública en el sentido señalado por Pío XI: exige y reclama el reconocimiento público por los gobernantes a través del culto que a Él le es debido.

10. A quién compete establecer al Reinado Social de Nuestro Señor Jesucristo

Los apóstatas niegan, de una manera u otra, su compromiso con establecer el Reinado de Nuestro Señor, como si fuera competencia de otros. Pero Pío XI ha sido clarísimo a la hora de establecer el carácter universal de la obligación que deviene del oportet illum regnare.

A la Iglesia Católica, corresponde la primera obligación, porque ella es el Reino de Dios y en tanto que el Reinado es primeramente espiritual. El Profeta lo afirma (Ez. 47) al decir que el río vivificante de la Palabra divina debe brotar del Templo.

Pío XI lo ha sostenido con singular vigor deteniéndose en el sacerdocio universal del Salvador: «Habiendo Cristo, como Redentor, rescatado a la Iglesia con su Sangre y ofreciéndose a sí mismo, como Sacerdote y como Víctima, por los pecados del mundo, ofrecimiento que se renueva cada día perpetuamente, ¿quién no ve que la dignidad real del Salvador se reviste y participa de la naturaleza espiritual de ambos oficios?»[23].

No hay que olvidar que la Iglesia es el Reino de Dios, como han sostenido tradicionalmente los teólogos; que hay una identidad entre Iglesia y Reino, como el propio Cristo dijo a Pedro al darle las llaves del Reino que es la Iglesia[24], pues sólo a ella se ha revelado «el misterio del Reino de Dios» (Mc. 4, 11).

En la homilía del P. Castellani, se lee: «Por encima del clamor de la batalla en que se destrozan los humanos, en medio de la confusión y de las nubes de mentiras y engaños en que vivimos, oprimidos los corazones por las tribulaciones del mundo y las tribulaciones propias, la Iglesia Católica, imperecedero Reino de Cristo, está de pie para dar como su Divino Maestro testimonio de Verdad y para defender esa Verdad por encima de todo»[25].

Establecer el Reinado social de Nuestro Señor Jesucristo es, pues, obra principal, prioritaria, primordial de la Iglesia, que debe convertir los corazones a Cristo. La Iglesia no puede dejar de predicar y enseñar la Realeza de Nuestro Señor en todas las ocasiones y en todas sus dimensiones, como que no puede dejar de rendir culto a Nuestro Rey. Por eso mismo el papa Pío XI estableció la Fiesta de Cristo Rey; y lo hizo, entre otros fines, con el noble propósito de combatir el laicismo que, enemigo de la Iglesia, la reduce a sirviente del poder civil[26].

Lo que significa, por otra parte y de manera fundamental, que la Iglesia exalta la realeza de Jesucristo especialmente en la Santa Misa, que es la proclamación de Su Reino[27]. De donde se sigue que a Nuestro Señor se lo destrona cuando se abandona la Misa, cuando se la vuelve mera conmemoración o cena recordatoria, cuando ya no envuelve la repetición del sacrificio redentor. ¿No será por esto que, habiéndose perdido la Santa Misa hoy, el Verbo ha devenido ciudadano de la democracia y comensal de la comida dominical?

En segundo lugar, establecer el Reinado social de Nuestro Señor compete a todos los fieles, a los laicos también, en la misma medida que Cristo ha de reinar en los corazones y en las familias. Decía Pío XI: «Este reino únicamente se opone al reino de Satanás y a la potestad de las tinieblas; y exige de sus súbditos no sólo que, despegadas sus almas de las cosas y riquezas terrenas, guarden ordenadas costumbres y tengan hambre y sed de justicia, sino también que se nieguen a sí mismos y tomen su cruz»[28].

Está en cada fiel católico el llevar una vida acorde a las enseñanzas de Nuestro Señor y de su Iglesia y, con su ejemplo, entronizar a Cristo Rey en sus corazones, en sus familias y en la sociedad. Obra difícil a naturalezas desfallecientes pero no imposible con el auxilio de la gracia santificante que mana de cada Santa Misa. O, como decía Pío XI, está en nosotros reparar la apostasía y hacer volver a los hombres a Nuestro Salvador: «Preparar y acelerar esta vuelta con la acción y con la obra sería ciertamente deber de los católicos; pero muchos de ellos parece que no tienen en la llamada convivencia social ni el puesto ni la autoridad que es indigno les falten a los que llevan delante de sí la antorcha de la verdad. Estas desventajas quizá procedan de la apatía y timidez de los buenos, que se abstienen de luchar o resisten débilmente; con lo cual es fuerza que los adversarios de la Iglesia cobren mayor temeridad y audacia. Pero si los fieles todos comprenden que deben militar con infatigable esfuerzo bajo la bandera de Cristo Rey, entonces, inflamándose en el fuego del apostolado, se dedicarán a llevar a Dios de nuevo los rebeldes e ignorantes, y trabajarán animosos por mantener incólumes los derechos del Señor»[29].

Finalmente, compete a los poderes públicos, al Estado si se quiere. En tal sentido, al instituir la Fiesta de Cristo Rey, Pío XI procuraba que ella enseñara «también a las naciones que el deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo no sólo obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes». Y agregaba: «A éstos les traerá a la memoria el pensamiento del juicio final, cuando Cristo, no tanto por haber sido arrojado de la gobernación del Estado cuanto también aun por sólo haber sido ignorado o menospreciado, vengará terriblemente todas estas injurias; pues su regia dignidad exige que la sociedad entera se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos, ora al establecer las leyes, ora al administrar justicia, ora finalmente al formar las almas de los jóvenes en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres. Es, además, maravillosa la fuerza y la virtud que de la meditación de estas cosas podrán sacar los fieles para modelar su espíritu según las verdaderas normas de la vida cristiana»[30].

El Estado colabora con la Iglesia, porque los hombres somos de naturaleza social y política y, si bien peregrinos, es el Estado o la comunidad política el medio en el cual vivimos. Si ese medio, el Estado, no se adecua a que los hombres alcancen su fin último, actúa como obstáculo al Reinado de Nuestro Señor y a la salvación de las almas.

Corresponde que la comunidad política «con sus leyes y preceptos, penas y premios, aparte de la maldad a sus súbditos y los mueva a las obras virtuosas», según afirma Santo Tomás[31]. Que es lo mismo que afirmar que las leyes humanas han de promover la justicia y, por el ejemplo de ésta, mover prudentemente a los ciudadanos a la justicia y a las demás virtudes[32]. La justicia política es por ello causa ejemplar de la vida virtuosa, pues procura y premia la vida buena y castiga y corrige el vicio y la maldad[33].

Lo que no resulta indiferente, pues el trono de Cristo Rey es un trono de gracia según se dice en Heb. 4, 16; más también lo es de justicia (Sal. 9, 5). «Gracia», expone Santo Tomás, por referirse al tiempo presente que es de misericordia; y «justicia» en cuanto a lo venidero, al tiempo futuro[34].

11. Conclusión: de la doctrina tradicional a la apostasía de la apoliticidad del Reino

Místicos, anacoretas y ermitaños católicos, abandonando órdenes, familias o monasterios han visto en la negación del mundo y de la carne el más elevado sendero de la vida espiritual y la salvación del alma, pero su renuncia no era entendida como un vaciamiento de la realeza social y política del Verbo Encarnado

No trato de ellos ahora, sino de otros –muy frecuentes en ámbitos tradicionalistas– que escapan de la política y la descalifican porque son incapaces de levantar la vista más allá de la ordinaria política democrática. A éstos me voy a referir

Lo he oído y leído, ayer y hoy, muchísimas veces: no hay más que dos cosas necesarias al católico de nuestros días, la familia y la capilla. Ser buen católico es ser buen padre de familia (si numerosa, mejor) y participar de la vida de la capilla o priorato. Por tanto, nada de política, nada de entreverarse con las cosas políticas en y de este tiempo, pues es inútil y peligroso. «Inútil» pues se cree que nada puede cambiarse en estas democracias corruptas en su substancia; «peligroso» para el alma y la salvación ya que la corrupción obra por contagio y todo aquel que se meta en política terminará infectado.

No importa si quien profiere estas sentencias lo haga en público o en privado; tampoco que sea laico o cura. Hay una mentalidad que repudia toda intromisión de los católicos tradicionalistas en la actividad política. Esta forma de huida ha calado hondo en cierto tradicionalismo religioso católico de nuestros días. Se va formando una mentalidad perversa que cree que basta con tener hijos y educarlos, pues para lo demás es suficiente con la capilla y los curas.

De más está decir que es ésta una variante de la segunda apostasía aquí considerada, la de la «Realeza parcial de Nuestro Señor», pero sus fundamentos no parecen provenir del liberalismo católico ni de la lógica protestante, ya que se afirma como doctrina católica verdadera si bien, al menos, de verdad relativa a los días que corren.

Quiero, al final de esta colaboración, demostrar la incorrección de la impostura, esto es, que esta directiva del entendimiento configura una especial «apostasía de la apoliticidad».

Por lo pronto, olvidan sus promotores que el hombre es un ser social que en su actividad forma diversos grupos sociales y vive en un entramado de cuerpos intermedios muy diversos. ¿Qué decir, por ejemplo, de las actividades profesionales en las que cotidianamente nos movemos? ¿Es que Nuestro Señor no debe reinar entre los abogados o los futbolistas, por caso? «Ah, sí», me contestó un sacerdote, que no por casualidad daba lecciones de moral profesional al gremio de los médicos.

Algunos estarían dispuestos a dar este paso, pero no a ir más allá. Por eso rechazan toda posibilidad de una política católica y, al hacerlo, anuncian una suerte de nueva Cristiandad apolítica en la que Jesucristo reina en todo menos en el gobierno de la cosa pública, que queda así en manos del Enemigo.

Olvidan estos señores que el hombre es un ser político y que esa dimensión es perfectiva de su naturaleza, y que negarla o amputarla es tanto como truncar la perfección que Dios quiere y a la que estamos llamados.

Se creen «realistas» porque se oponen a toda actividad en la democracia, confundiendo la política católica con los partidos políticos. En su pretendido realismo exhiben una doble ceguera: metafísica primero, pues diciéndose tomistas seleccionan unos pasajes del Aquinate y desmerecen otros; ceguera histórica además, pues ¿para qué hablar de la Cristiandad?, ¿qué valor tiene el que haya existido un orden político cristiano?

Puedo convenir en un punto: nuestras democracias son inmundas y es muy posible que sin la formación y el temple necesarias naufraguemos en el intento de cristianizarlas y acabemos descristianizados. Era lo que el P. Feijoo había ya marcado en una de sus consejas: la política es ocasión de pecado. Pero para ser pecado es imprescindible que el hombre intervenga y con torcida voluntad.

Las democracias difícilmente permitirán usar de sus instrumentos a fin de que Jesucristo reine; pero Él no reina si nos refugiamos en nuestras casas o asilamos en nuestros prioratos. Si los primeros cristianos hubieran cedido al error de ver a Roma como un poder diabólico (como algunos creían), permaneciendo en las catacumbas no hubieran logrado la conversión del Imperio. Y si, tras las invasiones bárbaras, los cristianos hubieran desistido de combatir y convertir a sus jefes y pueblos, la Cristiandad naciente no se hubiese consolidado y expandido.

Aún peor, estos señores reniegan del magisterio que ellos mismos defienden, el sano y tradicional preconciliar. Muchos son los textos de ese magisterio que afirman la conveniencia y la necesidad de una política católica, de un orden político católico, etc. Citaré un solo pasaje de Pío XII que lo reafirma: «De la forma dada a la sociedad, conforme o no a las leyes divinas, depende y deriva el bien o el mal de las almas, es decir, el que los hombres, llamados todos a ser vivificados por la gracia de Jesucristo, en los trances del curso de la vida terrena respiren el sano y vital aliento de la verdad y de la virtud moral o el bacilo morboso y muchas veces mortal del error y de la depravación»[35].

¿Es que esta doctrina ya no es actual? ¿Acaso el magisterio está todo sometido a la historicidad de modo que lo que era verdad doctrinal hace sesenta años ya no lo es? ¿No es contradictorio que al tiempo que se afirma la imposibilidad de la Realeza social y política de Cristo –que es doctrina tradicional– se argumente contra las doctrinas postconciliares por haber abandonado la tradición?

Los que así piensan amputan la naturaleza en razón de la actualidad: del hecho que la política democrática sea mala caen en el dictum de que toda política hoy es mala[36]; ergo, sólo hace falta la capilla que puede inclusive hacer las veces del Estado.

No se rechaza únicamente la acción política católica, se denigra también a los que quieren defenderla. Me ha tocado, por ejemplo, atender a las injurias ventiladas por un crítico al libro Iglesia y política, mostrando no solamente sus mentiras y lecturas sesgadas sino además los improperios que se nos aplicaba.

Todo católico que hable de política –se aducía– se vuelve sospechoso de ser liberal; y si insiste en el intento, ya no es sospechoso, la prueba está consumada: es un liberal, un democristiano. Se nos acusa de liberales por buscar transigir con el mundo moderno, como si fuéramos unos sobrevivientes del ralliement, una suerte de personalistas inconfesos, seudo tomistas, contrarrevolucionarios pervertidos, maritenianos disfrazados. Hay más: se nos imputa el «entrismo», como si fuésemos sujetos extraños, venidos de afuera, que amenazamos la tradición, una quinta columna que quiere romper la unidad de las familias de esa tradición[37].

Ellos dicen defender la «gracia» al atacar la política y a quienes la procuran, porque está ajena a la gracia. Seríamos como los defensores de una politique d’abord que descuida el aspecto sobrenatural de toda obra humana. Su sobrenaturalismo tiende a imputarnos un naturalismo maltraído.

Nuestros críticos no quieren ver, porque no entienden ni quieren entender, que la restauración de la política católica tradicional no niega la obra de la gracia; por el contrario, se somete a ella; y que no se dirige a desfondar las familias tradicionales sino a defenderlas, porque junto al auxilio de la divina gracia, ¿qué mejor reaseguro para las buenas familias que un orden político católico?, ¿qué mejor método que acompañe la acción de la Iglesia que ese orden católico tradicional?

Concluyo. La negación de la naturaleza es el comienzo de muchas herejías, pues ya en sí misma es una apostasía, un insulto a Dios al despreciar su obra[38]. La apostasía de la apoliticidad del Reino de Cristo niega la naturaleza humana cuando menos en lo que ella tiene de política y rechaza el orden natural de la política como creado y querido por Dios mismo. Al hacerlo, quita del medio las causas segundas que pueden instaurar el Reino de Nuestro Señor y lo deja a merced del demonio.

En este caso, nuestros detractores dicen: «Cristo fue Rey» en otros tiempos, pero hoy «es imposible que Cristo sea Rey». Frente a ellos, repitamos con San Pío X: instaurare omnia in Christo. Repitamos a San Pablo: oportet illum regnare.

 

[1] S. th., II, II, q. 11, a. 2 resp; I, II, q. 32, a. 4 resp.

[2] S. th., II, II, q. 10, a. 2.

[3] SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. th., II, II, q. 12, a. 1 resp.; A. BEUGNET, «Apostasie», en Alfred VACANT, Eugène MANGENOT y Émile AMANN (ed.), Dictionnaire de théologie catholique, París, Libriarie Letouzey et Ané, 1926, t.I, 2.ª parte, col. 1602-1612.

[4] Albert MICHEL, «Apostasie», en Dictionnaire de théologie catholique,cit., Tables générales, 1951, t. I, col. 209-212.

[5] Albert MICHEL, «Hérésie», en Ibid., t. VI, 2.ª parte, 1947, col. 2208-2257.

[6] S. th., II, II, q. 11, a. 1 resp.

[7] Por ejemplo y recientemente, Thibaud COLLIN en su reseña de la obra de Bernard DUMONT, Miguel AYUSO y Danilo CASTELLANO (eds.), Eglise et politique: changer de paradigme, aparecida en L’Homme Nouveau, París, núm. 1609 (2016), págs. 10-11.

[8] Leonardo CASTELLANI, «Cristo Rey», en Cristo ¿vuelve o no vuelve?, 2.ª ed., Buenos Aires, Dictio, 1976, págs. 164-165.

[9] «El Hijo del hombre es dueño también del sábado», dice Él en Mc. 2, 27.

[10] Quas primas, núm. 15, 16, 17 y 18.

[11] Martín LUTERO, La libertad del cristiano (1520), núm. 14, en Obras, ed. T. Egido, 4.ª ed., Salamanca, Ed. Sígueme, 2006, págs. 161-162.

[12] http://www.statveritas.com.ar/Cartas/Lefebvre-CristoRey.htm.

[13] Santo TOMÁS DE AQUINO, Expositio super II Epistolam S. Pauli Apostoli ad Timotheum, versión bilingüe en lengua francesa: Commentaires sur la Seconde Épitre de S. Paul a Timothée, t. V, París, Luis Vivès, 1874, c. IV, lect. I, págs. 451-452.

[14] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Expositio super Primam Epistolam S. Pauli Apostoli ad Corinthios, versión bilingüe en lengua francesa: Commentaires sur la Première Épitre de S. Paul aux Corinthiens, t. II, París, Luis Vivès, 1870, c. X, lect. 2, págs. 347-348. En igual sentido se pronuncia San AGUSTÍN en su comentario al versículo 2 del Salmo 73: Enarraciones sobre los Salmos (2.º), Madrid, BAC, 1955 (tomo XX de las Obras de San Agustín), pág. 931.

[15] Véase el estupendo librito de Étienne GILSON, Le philosophe et la théologie (1960), París, Vrin, 2005 (hay edición española), especialmente los cap. IV y V.

[16] ) Sobre el sacerdote Pablo Suess, véase http://paulosuess. blogspot. com.ar. La cita está tomada del P. Felipe SANTOS CAMPAÑA, en http://www.autorescatolicos.org/felipesantosmeditaciondiaria0385.htm.

[17] P. Théotime DE SAINT-JUST, La royauté sociale de N. S. Jésus-Christ d’après le Cardinal Pie, 2ª ed., París, Société et Librairie S. François d’AssiseLibrairie G. Beauchesne, 1925, pág. 31.

[18] Leonardo CASTELLANI, «Cristo Rey», loc. cit., pág. 164.

[19] Reginald GARRIGOU-LAGRANGE, O. P., «La Royauté universelle de Notre-Seigneur Jésus-Christ», La Vie Spirituelle (París), núm. 73 (1925), págs. 5-21.

[20] P. A. PHILLIPPE, Catecismo de la Realeza Social de Jesucristo, 1926, pregunta 15; en http://ar.geocities.com/doctrina_catolica/catecismos/ catecismo_realeza.html.

[21] Quas primas, núm. 17.

[22] Catecismo de la Realeza Social de Jesucristo, pregunta 15.

[23] Quas primas, núm. 14.

[24] Mt. 16, 18-19: «Y Yo, te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia... Y te daré las llaves del reino de los cielos...».

[25] CASTELLANI, «Cristo Rey», loc. cit., pág. 167.

[26] Quas primas, núm. 23-24.

[27] Marcel LEFEBVRE, La Messe de toujours (2005), citado de una de sus ediciones en castellano: La Misa de siempre. El tesoro escondido, Buenos Aires, Ed. Río Reconquista, 2005, pág. 178.

[28] Quas primas, núm. 14.

[29] Quas primas, núm. 25.

[30] Quas primas, núm. 33.

[31] SANTO TOMÁS DE AQUINO, De regimine principum, I, XV.

[32] S. th., I-II, q. 96, a. 2 y 3.

[33] Cfr., entre otros, Josef PIEPER, Über die Gerechtigkeit (1955), versión en inglés, The four cardinal virtues, Nueva York, Harcourt, Brace & World, 1965, págs. 70 y sigs. (hay versión en español).

[34] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Expositio super Epistolam S. Pauli Apostoli ad Hebraeos, versión bilingüe en lengua francesa: Commentaires sur la Épitre de S. Paul aux Hébreux, t. VI, París, Luis Vivès, 1874, c. IV, lect. 3, págs. 219- 220.

[35] PÍO XII, Radiomensaje La solennità, 1.º de junio de 1941, núm. 5.

[36] Es lo mismo que decir que el fruto natural del parto es el aborto y de aquí concluir que es mejor no tener hijos.

[37] Nos descalifican todavía por ser «universitarios» y ellos ejercen la docencia del blog.

[38] Véase mi trabajo «Infidelidad, idolatría y derechos humanos. Una nota sobre las consecuencias del error religioso en moral y derecho», Verbo (Madrid), núm. 551-552 (2017), págs. 7 y sigs.