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Número 583-584

Serie LVIII

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Stephanie DeGooyer, Alastair Hunt, Lida Maxwell y Samuel Moyn, The right to have rights

Stephanie DeGooyer, Alastair Hunt, Lida Maxwell y Samuel Moyn, The right to have rights, posfacio de Astra Taylor, Londres y Nueva York, Verso, 2018, 160 págs.

Stephanie DeGooyer es profesora de Inglés en la Universidad Willamette en Salem, Oregón. Alastair Hunt enseña Inglés en el Colegio de Artes y Ciencias Liberales de la Universidad estatal de Portland. Lida Maxwell es profesora de Ciencia Política y Estudios de Género y Sexualidad en la Universidad de Boston. Samuel Moyn enseña Derecho e Historia en la Universidad de Yale. Los cuatro autores de este libro son jóvenes docentes e investigadores, a quienes se ha unido Astra Taylor, una activista y directora de documentales cinematográficos, para dar final formato a este libro que trata del derecho a tener derechos.

La idea de que los derechos humanos se justifican en un derecho a tener derechos, aunque tautológica, se ha generalizado desde que Hannah Arendt acuñara la frase. Ya en ocasión anterior he comentado la versión castellana del libro del izquierdista italiano Stefano Rodotà, El derecho a tener derechos, una elegía del transformismo humano y jurídico posmoderno. El que ahora informo pertenece a la misma progenie ideológica, el izquierdismo intelectual que hace de los derechos humanos el revulsivo de los sistemas demoliberales socialistas, una especie de elemental piedra de toque con la que hacerlos avanzar a formas democráticas más radicales.

El libro tiene una estructura sencilla: una introducción no firmada, que atribuimos a los cuatro autores, es seguida del primer capítulo «El derecho…» a cargo de DeGooyer; del segundo, «… a tener…», redactado por Maxwell; de un tercero, «… derechos…», del magín de Moyn; del cuarto «… de quiénes?», escrito por Hunt; y un colofón o epílogos que tomó a su cargo Taylor.

El punto de partida es el mentado escrito de H. Arendt sobre Los orígenes del totalitarismo –traducido, al menos, un par de veces al español– en el que la famosa escritora, de cara a la experiencia política que llevó a la segunda gran guerra, percibió que para gozar de derechos no bastaba con la naturaleza humana, no era suficiente con ser simplemente seres humanos; había que ser ciudadanos, pertenecer a un Estado (en esto consistía para ella el derecho a tener derechos, el derecho primario que habilitaba a la posesión de los demás). El inconveniente se ha agravado en el presente y de ello quiere dar cuenta el libro: el problema de los inmigrantes indocumentados, de los refugiados, de los que no tienen «ciudadanía», etc., al que no se puede dar respuesta dentro de los estándares liberales.

Tal el asunto que se estudia en la «Introducción» y que se reitera en cada capítulo: el lugar que ocupa el derecho a tener derechos en la obra de Arendt y cómo se lo ha interpretado a partir de su obra. Destaquemos aquí la tesis de Seyla Benhabib, que adujo que la idea de Arendt debía adscribirse a la metafísica kantiana del hombre libre que es un fin en sí y para sí; con lo que el derecho a tener derechos se convierte en el derecho de todo ser humano con prescindencia de su condición nacional o política.

DeGooyer, en cambio, sostiene que la afirmación de Arendt debe ser entendida en el contexto particular de su escritura: los problemas ya mencionados de las minorías que no poseían derechos y su adhesión personal al conservatismo de Burke, si no filosófica al menos práctica. ¿Por qué radicar la lectura de Arendt en una clave histórica tan acotada por particular? Porque la temporalidad de la narración nos transporta a la actual situación de los que han perdido sus derechos, en el sentido de que la afirmación de Arendt lejos de ser una solución es un aguijón para cuestionarse la problemática contemporánea. En tal sentido, la propuesta de Arendt puede radicalizarse y pensar ese primer derecho como inseparable de todos los otros derechos.

Maxwell, por su parte, entiende que a pesar de que en su contexto Arendt haya pensado que el tener derechos significa una posesión en términos de propiedad personal, en el alcance de la tradición liberal criticada por el marxismo (recuérdese el libro de C. B. Macpherson son el individualismo posesivo); sin embargo, el tener puede imaginarse –incluso en el pasaje de Arendt– como el proyecto colectivo en marcha de una comunidad que se está formando. Admite la autora que este nuevo sentido tiene también un aspecto posesivo, pero comunitario, al mismo tiempo que este último rasgo lo hace más ambiguo y más frágil.

En su contribución Moyn se interesa por la aplicación de la idea de Arendt al rango plural y expansivo de la ciudadanía contemporánea, sabiendo que la escritora judío-americana no era propensa a definir la ciudadanía en término de derechos y que expresamente excluía la cuestión social y el bienestar de los intereses de la política; pero el autor propone que la frase de Arendt –«el derecho a tener derechos»– al finalizar en plural no puede leerse como una negativa a la ciudadanía dotada de derechos. Es decir, Arendt habría imaginado o planteado un derecho primario de inclusión y una pluralidad de derechos subsiguientes, pero, afirma Moyn, no como una verdad normativa sino como una directiva de protección de tales derechos en el marco nacional y también el internacional.

El cuarto capítulo, a cargo de Hunt, trata de lo omitido en las palabras de Arendt: el nombre del poseedor o titular de ese derecho original, descartando que se trata del ser humano por el hecho de ser tal. Para Hunt la ausencia del sujeto es para que se tome con precaución, pero el autor desoye su propia cautela al apoyar una interpretación favorable a titulares de derechos liberados de todo humanismo. El pluralismo del que trata la democracia como proyecto radical obliga a pensar que ese titular puede incluso ser un ente vivo no humano, como los animales.

Finalmente Taylor, en su epílogo plural, abunda en las formas en que podemos ser desposeídos de nuestros derechos, se asombra de la expansión de los derechos paralela a su erosión, acusa al neoliberalismo de esos males, para rematar con un alegato por los derechos sociales.

Presumo que lo único que queda por decir del libro aquí espigado es la fidelidad de los autores para con el pensamiento de Hannah Arendt; y creo que ellos son conscientes de que la respuesta es negativa. Sobran los indicios para creer que la discípula de Heidegger no compartiría la deriva radical de sus afirmaciones, como hay suficientes pistas también para ratificar que las ideas teóricas tienen consecuencias prácticas, aunque no sean las queridas por el teorizador. Eso ha sucedido con esta afirmación de la liberal Arendt.

Juan Fernando Segovia