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Libertad civil y derecho foral

 1. Consideraciones preliminares

El título de este trabajo remite a uno de los temas habituales en la obra de Juan Vallet de Goytisolo. Su primera aproximación a esta cuestión tuvo lugar a finales de la década de los sesenta del pasado siglo, con ocasión de su estudio La libertad civil según los juristas de las regiones de derecho foral, que vio la luz por primera vez en el año 1967[1].

Las obras de los más destacados autores de estas regiones, de Aragón, Cataluña y Navarra especialmente, hablaban, «durante el periodo que precedió y en el que siguió a la codificación civil», de la existencia de «unas libertades civiles concretas, encuadradas en costumbres estimadas socialmente saludables, que el derecho tradicional de su respectiva región había, inmemorialmente, reconocido y consagrado, e intentaban salvarlas de las corrientes racionalistas y uniformistas a la sazón en apogeo»[2].

Estas libertades civiles se desenvolvían en el marco de las relaciones jurídico-privadas y comportaban, «en su esencia» –dice Vallet–, el reconocimiento de «una zona de autonomía de la persona y de la familia»[3] en aspectos tales como el acceso a la propiedad territorial, la celebración de contratos, la organización del régimen económico matrimonial y la determinación de la sucesión hereditaria.

La defensa de estas libertades civiles se hizo especialmente intensa en la época de finales del siglo XIX, por el peligro que para su supervivencia comportaba el sistema de la codificación, de matriz racionalista. En efecto, el derecho codificado, como derecho de creación legislativa, contenía una regulación de los hechos, relaciones e instituciones jurídicas que, por su carácter abstracto y uniforme, fue vista como una amenaza a las libertades civiles hasta entonces reconocidas por el derecho de las regiones forales para ordenar de modo concreto y singular la vida de los individuos y de las familias.

A la postre, el derecho foral sobrevivió a la aprobación del Código Civil de 1889 y ha sido reconocido por la Constitución de 1978 como el derecho civil propio o privativo de determinadas regiones españolas, hoy Comunidades Autónomas, aunque –como veremos– presenta unos rasgos muy diferentes de aquellos que tradicionalmente le caracterizaban, hasta el punto de que, en el momento presente, ya no se le puede atribuir con justicia el calificativo de foral.

2. Génesis y desenvolvimiento del régimen foral

El derecho foral es una de las manifestaciones principales, aunque no la única, del régimen foral, entendido éste como el conjunto de libertades civiles y políticas que determinados territorios españoles han venido ostentado desde antiguo.

Los instrumentos regios de concesión o reconocimiento de estas libertades civiles y políticas tuvieron denominaciones diversas, pero todos ellos respondían al concepto de fuero. La expresión fuero, que proviene del latín forum, fue utilizada, en el curso de una larga evolución, en dos diferentes sentidos: inicialmente, el fuero definía el ámbito competencial propio o privativo de un determinado órgano jurisdiccional; con posterioridad, sin embargo, comenzó a hablarse de fuero en el sentido del derecho peculiar de ciertos municipios, comarcas o regiones. Esta traslación del término fuero desde el plano de la competencia jurisdiccional al del derecho sustantivo se produjo en tiempos de la Reconquista –según explica el profesor Alfonso García-Gallo, en su estudio Aportaciones al estudio de los fueros– en aquellos territorios peninsulares donde, por no existir de normas escritas, se encomendaba a los jueces la misión de fijar el derecho aplicable a través de sus sentencias, depurando los usos y costumbres existentes[4]. De este modo, a partir aproximadamente del siglo X, se generaliza el empleo de la palabra fuero en esta doble acepción procesal y sustantiva: fuero como ámbito de competencia jurisdiccional privativo de un juez o tribunal; y fuero como derecho propio de un determinado territorio.

Producida esta transformación semántica, los reyes y señores comenzaron a utilizar los fueros en un plano diferente al de la creación judicial del derecho, a saber, la regulación de las relaciones con sus súbditos. En este concreto ámbito, el otorgamiento de los fueros obedeció a razones diversas, tales como favorecer el asentamiento en territorios fronterizos o recién reconquistados o, en general, premiar los servicios prestados por determinadas villas o lugares. Su contenido no fue siempre el mismo: unas veces, los fueros suponían la concesión de un régimen jurídico-público singular integrado por una serie de libertades políticas frente al poder regio y señorial; otras, los fueros comportaban el reconocimiento de autonomía privada para regular las relaciones jurídico-civiles, lo que generalmente se traducía también en la recopilación y sanción de validez de las reglas de derecho privado que los moradores de un concreto ámbito territorial habían ido plasmando, en ejercicio de sus libertades civiles, en usos y costumbres; en fin, los fueros conformaban en no pocas ocasiones una amalgama de libertades civiles y políticas y, por ende, de normas encuadrables en lo que, con categorías modernas, se conoce como derecho público y derecho privado.

En un artículo aparecido en el año 1988 bajo el título Libertades civiles y libertades políticas[5], al que se remite –con algún complemento o matización menor– en algún otro posterior[6], Vallet sostuvo que este régimen de libertades concretas fue especialmente vigoroso en el Reino de Navarra y la Corona de Aragón y, dentro de ésta, en el Principado de Cataluña, al calor de la doctrina política del pactismo. En estos territorios, el reconocimiento de sus libertades era fruto de un pacto entre el pueblo y su príncipe, y no una concesión unilateral de éste. Se trataba de un pactismo que –como explica Jaime Vicens Vives– no era «en modo alguno abstracto, sino tallado en la realidad social»[7], es decir, dirigido a preservar las libertades políticas de cada una de los grupos que conformaban el orden social.

El pactismo no es, sin embargo, la única circunstancia que explica el singular florecimiento de las libertades políticas y civiles en Navarra, Aragón y Cataluña. No debe olvidarse, a este respecto, que la monarquía hispánica fue el resultado de la integración de diferentes reinos en torno a Castilla: por tal razón era frecuente que los textos de la época hablasen de «las Españas» para referirse a una realidad que, al mismo tiempo, era única y diversa. El epicentro de la monarquía hispánica se encontraba, sin embargo, en tierras castellanas –escribe Vicens Vives[8]– «por muchas razones: porque era el reino más poblado de todos; porque el descubrimiento de América le había procurado una fortuna inimaginable; porque gozaba de una selección importante de sacerdotes, misioneros, políticos, generales y soldados; porque su impulso vital había justamente coincidido con el disparador del Renacimiento en Europa; porque la reunión de todas estas posibilidades había producido en la corte, en las universidades y en los conventos una cultura considerable, con cosas que decir al mundo». A mediados del siglo XVI, Castilla –escribe Vicens Vives– «era digna de admirar entonces por todo el mundo, y el antiguo pluralismo hispánico iba languideciendo en el crisol de tal admiración». Ante esta dinámica, las reacciones fueron diversas: los navarros se mantuvieron, siempre fidelísimos, detrás de Castilla; los aragoneses, en cambio, se mostraron más recelosos del predominio castellano, optando en ocasiones –como sucedió con los catalanes a finales del siglo XVII– por desentenderse del proyecto español. En cualquier caso, tanto el Reino de Navarra como la Corona de Aragón conservaron una personalidad política y jurídica diferenciada respecto de Castilla, con unas instituciones y un derecho peculiares que los reyes castellanos (también, claro está, de Navarra y Aragón) se obligaban a respetar al subir al trono.

El régimen de libertad política de Navarra, Aragón y Cataluña se evidenció, por encima de cualquier otra consideración, en el mantenimiento de sus propias Cortes, en las que el rey pactaba con sus súbditos los negocios públicos más graves; y sus libertades civiles se tradujeron en que, por contraste con el legalismo característico del derecho castellano, los habitantes gozaban de autonomía para regular sus relaciones jurídico-privadas, con la consiguiente prevalencia de la carta –es decir, de los actos o negocios jurídicos particulares– y de la costumbre sobre la ley, siempre que no fuesen contrarias al derecho natural[9].

En Castilla nunca hubo, en cambio, un régimen foral. Ciertamente, los reyes otorgaron fueros a diversas poblaciones y lugares del reino, pero la tendencia a la unidad política y jurídica cabría prevaleciendo dentro del mismo.

3. El planteamiento de la cuestión foral

La pervivencia del régimen foral de los antiguos reinos comenzó a resultar polémica por la recepción sucesiva de dos doctrinas políticas –el absolutismo monárquico y el liberalismo revolucionario– que, aun cuando resulten ideológicamente opuestas, contribuyeron según Vallet al desmantelamiento de la estructura social en que habían florecido las libertades civiles y políticas características de dicho régimen.

El declinar de las libertades civiles y políticas se inicia –dice– con la difusión y puesta en práctica del absolutismo, que sentó las bases para que el fin de esas libertades se hiciera efectivo con la Revolución Francesa. La desestructuración de la sociedad política, a través la progresiva supresión de los cuerpos intermedios –de aquellos «pouvoirs intermédiaires» entre el rey y el pueblo ponderados por Montesquieu–, y su dilución en un conjunto de individuos aislados y sometidos de forma incondicional a los dictados del poder político, al modo querido por los teóricos absolutistas, prefiguró la obra de la Revolución, como enseña Tocqueville en su obra El antiguo régimen y la Revolución. Esta sumisión incondicionada a la voluntad del príncipe se transformó con la obra revolucionaria en una «aliénation totale» a la «volonté générale» rousseauniana. A partir de este momento, las libertades civiles y políticas concretas de individuos y grupos quedarán incondicionadamente sometidas al grueso juicio de los representantes de esa voluntad. No se trata pues de que, tras el triunfo de las ideas revolucionarias, no exista libertad, pero será una libertad distinta, que no tendrá en cuenta las particularidades del orden social, sino que será la misma, idéntica para todos los ciudadanos, una libertad, por tanto, de carácter abstracto, que se impondrá de modo uniforme e igual[10].

Desde un punto de vista histórico, la cuestión foral surge en España como resultado de la confluencia de ambas doctrinas:

A) El absolutismo enraizó en España, como doctrina y práctica política, con la llegada al trono de Felipe de Anjou, de la casa de Borbón y segundo hijo del Delfín de Francia, con el nombre de Felipe V. El nieto de Luis XIV asumió la corona tras la muerte de Carlos II, de la dinastía de los Habsburgo, sin descendencia. La sucesión en el trono fue, sin embargo, discutida por el archiduque Carlos de Austria, entablándose una larga contienda con proyección europea entre los partidarios de uno y otro por intereses que no eran meramente dinásticos. La guerra terminó con la firma del Tratado de Utrecht de 1713, que certificó la derrota de los austracistas, por más que quedasen aun importantes rescoldos en la península.

En su testamento, Carlos II dispuso que, en el caso de fallecer sin sucesión legítima, se reconociera como rey al duque de Anjou, «precediendo el juramento que debe hacer de observar las leyes, fueros y costumbres de mis reinos» (cláusula 13), y encargó a su sucesores que mantuvieran la «planta» de la monarquía con «los mismos tribunales y formas de gobierno, y muy especialmente guarden las leyes y fueros de mis reinos, en que todo su gobierno se administre por naturales de ellos, sin dispensar en esto por ninguna causa; pues además del derecho que para esto tienen los mismos reinos, se han hallado sumos inconvenientes en lo contrario» (cláusula 33).

El fundado temor de que Felipe V impondría un régimen de centralización política y administrativa de corte absolutista, al estilo francés, y las mayores garantías que representaba el archiduque Carlos de Austria en orden a la conservación de sus leyes y fueros, determinaron que los reinos de la Corona de Aragón se pusieran (si bien no siempre desde el principio) del lado de éste. Cuando sobrevino la derrota de los austracistas, Felipe V promulgó los Decretos de Nueva Planta, que suprimieron las leyes e instituciones propias de los Reinos de Valencia y Aragón (1707), del Reino de Mallorca (1715) y del Principado de Cataluña (1716) e impusieron las de Castilla. Vascongadas y Navarra no se vieron afectadas por estos Decretos, en razón de su fidelidad a Felipe V.

La abolición de las leyes e instituciones propias de tales territorios tuvo, sin embargo, una incidencia desigual por lo que se refiere a su derecho civil. En Valencia y Aragón, los Decretos de 1707 contemplaban su supresión, si bien cuatro años más tarde, en 1711, se dictó un nuevo Decreto, en exclusiva para Aragón, que lo restablecía. En Cataluña y Mallorca, los Decretos de 1715 y 1716 no afectaron a dicho derecho.

El objeto de los Decretos de Nueva Planta fue, por tanto, la abolición de la organización política, administrativa y judicial de esos reinos, dejando al margen –salvo en Valencia– su derecho civil. También Vascongadas y Navarra mantuvieron su derecho civil por haber permanecido leales a Felipe V.

El derecho civil de estos territorios no se vio pues directamente afectado por los Decretos de Nueva Planta. La supresión de sus Cortes tampoco tuvo un impacto significativo en el derecho foral, al tratarse de un derecho de origen consuetudinario cuyas lagunas se integraban con la aplicación del derecho romano.

B) El liberalismo revolucionario continuó durante el siglo XIX la obra del absolutismo monárquico, manteniendo y aun exacerbando la centralización política y administrativa impuesta en los estertores del Antiguo Régimen. Así, en España, las guerras carlistas fueron, además de un pleito dinástico, una defensa de las libertades políticas amparadas por los regímenes forales de los antiguos reinos frente al impulso jacobino.

La codificación del derecho, y en particular del derecho civil, durante el siglo XIX, por influjo del racionalismo jurídico, constituyó otra de las manifestaciones eminentes de esa tendencia a la uniformidad característica del Estado liberal. El movimiento codificador encontró el rechazo de los juristas de las regiones forales, celosos de la conservación de aquellas libertades civiles que tenían reconocidas por sus derechos históricos y que veían en peligro con la elaboración de un único Código civil para todo el reino.

La cuestión foral adquirió durante esta centuria una nueva dimensión, al ponerse en cuestión –por obra de la codificación– la pervivencia de la autonomía personal y familiar que los habitantes de las provincias forales venían ostentando desde antiguo para la ordenación de sus relaciones civiles en muy diferentes ámbitos.

En su estudio, ya mencionado, sobre La libertad civil según los juristas de las regiones de Derecho foral, desfilan las opiniones de quienes, para Vallet, eran los máximos exponentes de esta libertad civil en aquellos territorios a finales del siglo XIX y principios del XX, concediendo una particular importancia a las consideraciones que sobre el particular desgranó el jurisconsulto y político aragonés Joaquín Costa a lo largo de su extensa obra y, particularmente, en su libro La libertad civil y el Congreso de Juristas Aragoneses, publicado en 1883, así como a los planteamientos realizados, bajo la autoridad de la Escuela histórica alemana de Friedrich Karl von Savigny, por los miembros de la Escuela jurídica catalana, con Manuel Durán y Bas a la cabeza, quien, en un estudio del mismo nombre, publicado en 1891, recogió las ideas jurídicas y políticas defendidas por este grupo de autores.

La expresión libertad civil, aunque utilizada en singular por muchos de estos autores, era, según Vallet, «suma y síntesis de determinadas, ciertas y precisas libertades, concretas –aunque integren un conjunto armónico no fraccionable–, que traduce en dos palabras la posesión de un conjunto de libertades reales»[11]. La doctrina foralista sobre la libertad civil no era una elaboración especulativa o teórica, de tintes ideológicos, destinada a combatir los excesos del racionalismo imperante después de la Revolución, sino que «respondía –escribe Vallet– a una parte sustancial del entramado de una honda y arraigada estructura social»[12]. La libertad civil –nos dice– «requiere una especial estructura de la sociedad», organizada de forma escalonada en diversos grupos o sociedades, en función de sus intereses respectivos, al modo en que lo pensó, con categorías modernas, Enric Prat de la Riba, a quien cita: «Dentro del círculo principal y vastísimo de la sociedad natural por excelencia o nacionalidad –afirmaba este político catalán de fines del XIX en una de sus varias colaboraciones con la Revista Jurídica de Cataluña–, la naturaleza misma ha trazado otros círculos secundarios, agrupaciones dentro del grupo, sociedades dentro de la sociedad, de las cuales el individuo forma parte necesariamente, por un hecho ineludible: sociedades doméstica, comarcal, regional, profesional, etc.»[13].

Este género de libertad se desenvolvía en el marco de las relaciones jurídico-privadas de los individuos, las familias y los grupos, pero, al mismo tiempo, constituía –para los juristas de las regiones de los forales– el presupuesto indispensable de la auténtica libertad política de los pueblos, como resulta de múltiples testimonios que Vallet recoge. Así, la libertad civil era para Durán y Bas «la verdadera condición de los pueblos libres»[14]. Y en el mismo sentido se manifestaba Costa cuando, tras criticar la separación abismal existente –por influjo del doctrinarismo francés– entre el «país legal» de las autoridades y el «país elector» de los súbditos, observó que la soberanía del pueblo, para ser efectiva, exigía, además de la atribución del derecho de sufragio, el reconocimiento de la libertad civil: «Piensan –escribe el autor aragonés– que el pueblo es ya rey y soberano, porque en sus manos han puesto en sus manos la papeleta electoral; no lo creáis; mientras que no se reconozca, además, al individuo y a la familia la libertad civil, y al conjunto de individuos y de familias el derecho complementario de esa libertad, el derecho a estatuir en forma de costumbres, aquella soberanía es un sarcasmo, representa el derecho de darse periódicamente un amo que dicte la ley, que le imponga su voluntad: la papeleta electoral es el harapo de púrpura y el centro de caña con que se disfrazó a Cristo de rey en el pretorio de Pilatos»[15].

Del mismo modo que no podía haber libertad política sin libertad civil, en los términos señalados, tampoco «a la larga» la libertad civil podía «resistir incólume por mucho tiempo –advierte Vallet– la falta de libertades políticas». Las dos libertades, la política y la civil –decía Durán y Bas–, «no pueden vivir largo tiempo en divorcio». Para los juristas de las regiones forales, la libertad política consistía –sigue Vallet– en «la salvaguardia del individuo frente al poder del Estado», de una parte, y en «la participación del pueblo en el gobierno, a través de los grupos sociales de que forma parte», de otra. Este doble aspecto, negativo y positivo, de la libertad política se refleja de manera nítida –observa– en la obra del mencionado Durán y Bas, quien, al referirse a la forma de gobierno tradicional de Cataluña, identifica como principios políticos esenciales que lo inspiran tanto la «limitación de la autoridad real en su potestad legislativa» como «la intervención del país en su gobierno» mediante «la representación de todos los brazos en las Cortes»[16].

Derrotadas las ideas carlistas en el campo de batalla, la defensa de las libertades políticas y civiles se articuló, en lo político, a través de los movimientos regionalistas y protonacionalistas, de singular apogeo en la Cataluña de fines del siglo XIX, que demandaban un régimen de autogobierno; y, en lo jurídico, con la oposición de los juristas de los territorios forales a la codificación del derecho civil.

El rechazo a la codificación y la reivindicación de las libertades civiles de las regiones forales no se basó tanto en la reinvidicación de tal o cual institución concreta como en una concepción del derecho y de sus fuentes diferente a la existente en Castilla y, sobre todo, a la propugnada por el idealismo jurídico subyacente. La correcta comprensión de la polémica de la codificación en España exige detenerse, con carácter previo, en el examen de las notas que –según Vallet– dotaban al derecho de un carácter singular y le hacían susceptible de ser conservado.

4. La singularidad del derecho foral

En un original estudio publicado en 1968, bajo el título Plenitud y equilibrio de percepción sensorial en las antiguas fuentes de derecho foral[17], Vallet examinó los rasgos distintivos del derecho de las regiones forales. A la vista de las conclusiones a que llega en dicho trabajo, estos rasgos podrían serían: el equilibrio de las fuentes del derecho foral, por una parte, y el respeto a la libertad civil en el ámbito personal y familiar, por otra, siempre en el marco del orden natural.

La ordenación de las fuentes en los derechos forales no se basaba en la existencia de una rígida prelación entre ellas predeterminada de modo apriorístico sobre la base de planteamientos voluntaristas, sino en la prevalencia de aquella que permitiera un acercamiento realista al orden natural y en la complementariedad de las restantes.

El reconocimiento de la libertad civil, como modo preferente de regular las relaciones jurídico-civiles, fue, por su parte, el más importante de los principios informadores del derecho foral, dentro de los límites marcados por el orden natural.

El equilibrio de las fuentes del derecho foral

La visión del derecho foral que se ha ofrecido habitualmente es la de un derecho singular o especial de determinadas regiones españolas cuyo contenido difiere del derecho común contenido en el Código civil aplicable en el resto del país. De acuerdo con este planteamiento, el derecho foral se caracterizaría por una regulación de determinadas instituciones jurídico-privadas propia o distinta de la que existe en el derecho común. Sin embargo, la singularidad o especialidad del derecho foral no es propiamente –como enseña Vallet– una cuestión de contenido sino de fuentes, es decir, las diferencias de contenido entre el derecho común y el derecho foral obedecen en última instancia a una diversa concepción de las fuentes del derecho: «El problema del derecho foral en relación al derecho codificado, contenido en el Código civil español, se ha planteado generalmente como una cuestión de contenido y, sin embargo, creemos que tanto o más que un problema de contenido es un problema de fuentes»[18].

A este respecto, cabe recordar que el sistema de la codificación prescinde del orden natural de las cosas en el proceso de elaboración del derecho, entendiendo que éste debe adecuarse, única y exclusivamente, a la voluntad del legislador. Con este punto de partida, el orden de prelación de las fuentes del derecho codificado sitúa a la ley como la primera y principal de ellas, relegando a la costumbre a un plano secundario y privando a los principios generales del derecho de toda fundamentación metafísica. En tal sentido, Vallet señala que «la codificación fue impulsada por el idealismo racionalista, encarnado en la voluntad general y delegado por el sufragio universal al Parlamento», observando que, para los autores que propugnan el positivismo legalista, «la ley ha de ser por definición necesariamente racional, ya que, al faltar toda pauta en el orden de la naturaleza, sólo la voluntad general, teóricamente encarnada en el mismo poder legislativo, puede decidir lo que es racional»; en consecuencia «las costumbres quedan reducidas a la función supletoria de llenar el vacío de las lagunas de la ley, mientras el propio legislador no los llene», y «los principios generales ya no son trascendentes, sino inmanentes a la ley positiva, han de abstraerse de ésta en lugar de tomarse del orden natural»[19].

El derecho foral, por contra, tenía siempre presente, como fundamento inexcusable de su racionalidad, la existencia de un orden natural de las cosas. Con este planteamiento, los juristas de la regiones forales otorgaron un valor preeminente a la costumbre, por considerar que ésta era el mejor mejor medio de aprehender ese orden natural, aunque sin menospreciar la función de la ley, en cuanto ésta debía ser un instrumento de expresión de la costumbre. Los principios generales del derecho foral se extraían, por lo demás, de ese mismo orden natural, por deducción de sus primeros principios, y no eran el resultado de un proceso de abstracción del derecho creado.

Esta diferente concepción de las fuentes en el derecho foral pervivió –según Vallet– mientras hubo una estructura política y, sobre todo, social que permitió una aproximación realista al orden natural de las cosas, ajena a cualquier tentación idealista. Por influjo de la lectura del libro La galaxia Gutenberg, de Marshall McLuhan, en el que se expone la relación existente entre la percepción sensorial predominante a lo largo de la historia y el modo de pensar y actuar de los hombres, Vallet llegó a la conclusión de que dicha relación había favorecido el realismo jurídico subyacente en la concepción de las fuentes del derecho foral. De acuerdo con las enseñanzas del profesor canadiense, recuerda que en las sociedades tradicionales, de carácter predominantemente rural, los hombres captaban, a través de una interacción de todos sus sentidos, la realidad circundante que la costumbre convertía en norma. El mundo moderno, en cambio, se caracteriza por un predominio del sentido visual, consecuente a la invención de la imprenta y –cabría añadir– de los medios de comunicación de masas, que permite conocer la realidad con mayor extensión, pero dificulta su comprensión, produce su distorsión y conduce al idealismo que encuentra reflejo en muchas de las leyes aprobadas en sede parlamentaria. Desde este planteamiento, y con apoyo en unas de las más conocidas obras del filósofo roncalés Rafael Gambra, alerta del peligro de incurrir en un excesivo idealismo que haga perder todo sentido de la realidad y que se traduzca, en el concreto ámbito de la elaboración del derecho, se traduzca en un artificioso predominio de la ley sobre la costumbre: «La maduración cultural de un pueblo –puede leerse en El silencio de Dios– se realiza en un lento predominio del derecho escrito sobre la costumbre, de la unidad o estructuración sobre el localismo tribal, del plano teórico sobre la pura adaptación al medio. Sin embargo, también en este orden la salud consiste en una tensión y equilibrio entre lo ideal y lo real, en una permanente toma de contacto con la realidad en la que no se abstractice el saber ni se reduzca la vida y las relaciones de los hombres a esquematismos artificiales e infecundos»[20].

La correcta determinación de las fuentes del derecho sólo puede conseguirse –a juicio de Vallet– a partir de un equilibrio de los medios de percepción sensorial que permita aprehender el orden natural de las cosas. De este modo, defiende la existencia de un «natural equilibrio de las fuentes», cuya prelación estará en función –dice– de su mejor adecuación al orden natural. Por tanto, no cabe sostener la supremacía general de la ley sobre la costumbre, ni viceversa, pues la ordenación entre ellas «sólo puede depender de una fuente jurídica superior a la positiva, del propio orden de las cosas, al que deben someterse tanto la ley como la costumbre»[21].

El derecho de la codificación no respeta –para Vallet– ese equilibrio de los medios de percepción sensorial, incurriendo en un exacerbado legalismo que hace de la ley, de una ley ajena a la realidad vivida, la fuente principal y casi única del Derecho: «Un derecho totalmente legislado, como el que pretendió imponer la escuela francesa de la exégesis y en términos generales el racionalismo jurídico –sostiene–, ha de sufrir las limitaciones de una percepción recibida únicamente por medio de la letra impresa de la ley: abstracción, generalización, visión segmentada [...] y falta de vivencia de la realidad»[22].

No sucedía lo mismo en las regiones forales, pues, mientras en ellas hubo estructuras sociales de corte tradicional, su derecho fue el resultado de una observación integral, directa y cercana de la realidad natural de las cosas, expresado a través de la costumbre y completado por la ley, entre otras diversas fuentes: «Nuestro derecho foral en toda su historia, mientras es derecho vivo, completa armoniosamente sus medios de percepción jurídica. El derecho se vive táctilmente, se oye y se lee. En efecto, el orden de la naturaleza, la conducta que debe seguirse para pervivir en contacto con ésta, llega a exteriorizarse por una fuente táctil, que se percibe y siente con todos los sentidos, con todo el ser, al contacto con la realidad [...]. Los usos y costumbres también se viven y, además, se enseñan oralmente, transmitiéndose de ese modo de generación en generación. Se conserva, a través de la tradición, el sentido de su finalidad, verbalmente explicada de padres a hijos. Y la ley escrita impone los límites, fija mojones, hace de pretil que impide todo desvío del derecho necesario; y establece las determinaciones que el mismo orden de las cosas exige [...]»[23].

De cuanto se lleva expuesto resulta que, en el estudio de las fuentes del derecho foral, debe distinguirse –como hace Vallet– entre sus fuentes materiales, contenidas en el orden natural de las cosas tanto universal como del ámbito geográfico particularmente considerado, y unas fuentes formales –singularmente, aunque no sólo, la costumbre y la ley– que, para ser racionales, deben necesariamente adecuarse a ese orden natural[24]:

A) Las fuentes materiales del derecho foral se encontraban, en efecto, en la naturaleza de las cosas, que es lo que Joaquín Costa calificó como derecho necesario, por cuanto «afecta a la esencia de la institución» y «no puede revestir sino una forma única» que debe ser en todo caso aceptada por el legislador[25].

Dentro de esta categoría, el jurista aragonés incluyó no sólo el derecho que dimana del orden natural universal de origen divino, sino también –según deduce Vallet de una lectura sistemática de su obra– toda aquellas «normas fundadas en las condiciones del medio natural concreto en las que el pueblo vive»[26].

Estas normas son las denominadas leyes de la tierra, o leges terrae, así llamadas –escribe el que fuera obispo de Vich, Josep Torras i Bages, en su obra La tradición catalana, escrita en 1882– «porque lo son, como son de la tierra las montañas y los ríos y las costas; producto e imagen de su sustancia, nacidas de la misma entraña de la sociedad, no del cerebro del principio o de una cámara legislativa»[27].

La importancia de estas leyes de la tierra era tanto mayor en las regiones forales, que eran sociedades esencialmente rurales cuyo derecho se centraba fundamentalmente en dar respuesta a las necesidades planteadas por la explotación económica del medio físico circundante, conformando un auténtico estatuto agrario[28].

B) Las fuentes formales del derecho foral, a través de las cuales se expresaban las reglas jurídicas emanadas del orden natural, eran la ley y la costumbre.

A diferencia de lo que sucede en los sistemas jurídicos de corte racionalista, en lo que existe una clara prelación de la ley sobre la costumbre, cuando no una completa exclusión de ésta, los derechos forales se caracterizaban por otorgar a la costumbre un valor preeminente, hasta el punto de llegar a admitir la costumbre contra ley, aunque atribuyendo a esta última un papel también relevante como instrumento de recepción, aclaración, concreción o corrección de la costumbre.

La razón de la supremacía atribuida a la costumbre sobre la ley en las regiones forales no debe buscarse –dice Vallet– en que aquella sea expresión directa de la voluntad popular, sino en la evidencia de que un pueblo orgánicamente constituido puede aprehender el orden natural de las cosas de modo más realista que cualquier legislador: «Admitido un orden jurídico natural –escribe–, no es en el poder de la voluntad donde debe buscarse principalmente el predominio de la costumbre sobre la ley», sino en su adecuación a dicho orden.

La prioridad otorgada a la ley y la admisión de la costumbre contra ley no se traducía, en el derecho de las regiones forales, en una exclusión de la ley como fuente del derecho. La costumbre y la ley no eran incompatibles entre sí, sino complementarias. Las costumbres «elevaban el derecho, desde la realidad vivida, a su expresión legal», mientras que las leyes debían limitarse –como señalara Costa– a recoger y velar por el cumplimiento del derecho necesario y, al margen del mismo, a reconocer el valor y eficacia de las costumbres, con preferencia sobre lo dispuesto en ellas mismas[29].

Más concretamente, la promulgación de una ley podría obedecer a varias razones, que Vallet ilustra en cada caso con ejemplos reales, a saber: escribir y recopilar las costumbres, depurándolas y ordenándolas; corregir las costumbres que eran contrarias al derecho natural; elevar a norma general, por vía de abstracción, aquellas decisiones judiciales adoptadas en casos dudosos o controvertidos; determinar la regla de derecho aplicable en aquellos supuestos en que no haba una communis opinio en el pueblo; ofrecer, con carácter supletorio, un cuerpo de soluciones legales entre las que los jueces pudieran escoger la más adecuada –es el caso de los derechos romano y canónico–; y, por último, proteger las costumbres propias frente a una indebida aplicación del derecho considerado supletorio.

De este modo, la ley actuaba en las regiones forales en estrecha colaboración con la costumbre, pero con una clara dependencia de ésta: en efecto, la costumbre era el origen de la ley y, por tal razón, podía imponer también su derogación; y «si la costumbre puede ser germen o muerte de una ley [...], es lógico –dice Vallet– que la interpretación de las leyes que debía prevalecer fuera aquella vivida en las costumbres»[30].

La importancia concedida a las costumbres por los juristas de las regiones forales no les hizo incurrir, sin embargo, en los excesos del historicismo. El valor de las costumbres en el derecho foral no residía en el simple hecho de que hubieran sido sancionadas por la tradición histórica, sino en que respondiesen al orden natural de creación divina. Esta observación resulta necesaria para acotar la influencia de la Escuela histórica alemana de Savigny en la Escuela jurídica de Cataluña de Duran y Bas. A diferencia de los autores tudescos, que concedieron a la costumbre un valor autónomo respecto de la propia naturaleza de las cosas, aquellos juristas aceptaron y defendieron –observa Vallet– la existencia de un derecho natural anterior y prevalente al consuetudinario y, por ello, guía para corregir los excesos de éste. En tal sentido, recuerda que el entonces presbítero Enrique Pla y Deniel en la Revista Jurídica de Cataluña criticó que la Escuela histórica alemana hubiera concedido «demasiada independencia a la costumbre respecto de la autoridad social erigida por la misma naturaleza» y, con ello, quitado «base sólida a todo derecho, aun el consuetudinario y tradicional, negando el derecho natural o prescindiendo de él»[31]. Vallet considera que la Escuela jurídica catalana no cayó en tal desviación: a su juicio, los autores catalanes de finales el siglo XIX y principios del XX «se ampararon en el prestigio de la Escuela Histórica» –escribe– con el sólo objeto de «oponerse», utilizando un «ropaje doctrinal moderno», al «racionalismo de la Escuela francesa de la exégesis, entonces dominante», pero, «en el fondo», todos ellos «reflejaron una realidad social, anterior a todas esas doctrinas, que no pasan de ser vestidos y adornos añadidos a una sustantividad real y viva que todos querían defender»[32]. En otras palabras, la apelación a las doctrinas de la Escuela histórica alemana constituyó el instrumento, estrategia o táctica empleado por los juristas de las regiones forales para la defensa, frente a la ideología racionalista, de las instituciones jurídicas que dimanaban de las relaciones naturales providencialmente determinadas y expresadas en la costumbre.

El respeto a la libertad civil en el ámbito personal y familiar

Junto al derecho necesario, dimanante del orden natural de las cosas, al que debían adecuarse las leyes y costumbres, existía en las regiones forales –siguiendo la terminología empleada por Joaquín Costa– un derecho voluntario, que Vallet dice coincidir con la «esfera de la libertad civil»[33].

Para los juristas forales, el reconocimiento de esta libre iniciativa de la persona, de la familia y de las corporaciones o asociaciones de derecho privado no depende de la ley positiva sino que, antes bien, deriva del orden natural de las cosas. Las libertades civiles respondían «a un sentido estructural de solidaridad social vivida y obedecen a una norma», es decir, no eran «fruto de la libérrima voluntad del Estado, del pueblo o del padre de familia o del individuo», ni habían sido idealmente intuidas o deducidas de «principios abstractos»[34], sino que resultaban del orden mostrado por Dios al hombre en su obra creadora[35]. Por tanto, leyes y costumbres están obligadas a respetar la libertad civil en las relaciones entre particulares.

Este principio de libertad civil se reflejaba diversos adagios, como el «cartas rompen fueros» –standum est chartae– del derecho aragonés o el «paramiento fuero vienze» del derecho navarro, que consagraban la libertad de pactos, otorgando a éstos un valor jurídico prevalente que no podía ser desconocido por leyes o costumbres y que tenía como único límite el orden natural de las cosas[36].

De este modo, el derecho natural se convierte –observa Vallet– en un «contrapeso» que, de una parte, «evita el totalitarismo estatal invasor de la esfera privada», y de otra, impide el liberalismo y todo libertinaje en el uso de aquella[37].

5. El derecho foral en la época de la codificación

A principios del siglo XIX, el derecho foral era un derecho vivo. Ya se ha dicho que, por tratarse de un derecho eminentemente consuetudinario, la supresión de las Cortes de los reinos de Aragón, Valencia y Mallorca y del Principado de Cataluña, a resultas de los Decretos de Nueva Planta de Felipe V, no había tenido un impacto significativo en el derecho foral, que pervivió gracias a la vitalidad y dinamismo social de aquellas regiones y, en definitiva, a la resistencia que ofrecieron a la aplicación del derecho de Castilla.

La verdadera amenaza para el derecho foral con la codificación civil, iniciada en Francia al amparo de la ideología de la Ilustración con la aprobación del Code civil des français de 1804 y secundada luego en otros países de continente europeo –el último de ellos Alemania, con su BGB de 1896– y aun americano. En realidad, dicha amenaza no provenía del hecho mismo de la codificación, generalmente aceptado por razones de sistemática y claridad, sino del método que se emplease en la misma. En diversos trabajos[38], Vallet observó la oposición entre las que denomina escuela filosófica y escuela histórica respecto de la conveniencia de la codificación y el modo en que debía llevarse a cabo:

– La escuela filosófica, escribe, «lo propugnaba como algo necesario y urgente» y pretendía que «se efectuara de acuerdo con la razón abstracta, prescindiendo de cuanto procede de la historia, mediante códigos completos que, por lo tanto contuvieran explícitamente todo el derecho».

– La escuela histórica, en cambio, «si bien no excluía la conveniencia de la codificación, pretendía que ésta se efectuara recogiendo el derecho que había venido forjándose en la historia, y que los códigos no fueran cerrados sino que hubieran de complementarse a la luz de los principios de justicia o del derecho natural, la propia tradición por las costumbres, que debían mantenerse en evolución viva, y la jurisprudencia»[39].

Partiendo de esta distinción, Vallet precisa que la escuela filosófica «era siempre uniformista», lo que no sucedía en la escuela histórica, dentro de la cual cabía apreciar dos tendencias: una, la de «respetar la tradición histórica pero unificando el derecho traído por la historia»; y otra, la de «respetar las costumbres con todas sus peculiaridades locales y todas las variedades normativas traídas por la historia en los distintos territorios y comarcas»[40].

La pervivencia del derecho foral en España estaba seriamente comprometida tanto si la codificación civil se realizaba siguiendo los postulados de la escuela filosófica, como si triunfase aquella corriente que, dentro de las escuelas históricas, defendía la unificación del derecho tradicional en un sólo cuerpo legal.

No obstante, el mayor peligro para la concepción del derecho auspiciada por los juristas de las regiones forales provenía de los teóricos de la corriente filosófica, para quienes el derecho se reducía fundamentalmente a las leyes aprobadas por los parlamentos, en cuanto expresión de la voluntad general del pueblo expresada a través de sus legítimos representantes. Esta concepción del derecho tenía, entre otras, las siguientes consecuencias: la primera de ellas era que la racionalidad de la ley no provenía de su adecuación al orden natural de las cosas, sino del mero hecho haber sido aprobada por los representantes de la soberanía popular; la segunda era que, en la prelación de las fuentes del derecho, la ley se anteponía a la costumbre, quedando ésta reducida a un papel meramente residual; y la tercera y última era su carácter uniformista y, por ende, contrario a la conservación de las normas peculiares existentes a nivel regional, comarcal o local.

Pues bien, al menos inicialmente, la codificación compatibilizó los elementos históricos, que predominaron en el contenido de los códigos, con los elementos filosóficos, que tuvieron un mayor reflejo en el sistema de fuentes introducido en los mismos y, por ende, en la concepción misma del derecho todo.

El contenido de los primeros códigos respetó, en efecto, la regulación de las instituciones existente en el momento de su aprobación, dado que «los juristas que los realizaron, como buenos juristas prácticos la mayor parte de ellos –escribe Vallet– más que crear un derecho nuevo, articularon en la mayoría de los códigos el derecho tradicional, y recogieron en fórmulas la secular sabiduría jurídica que había sido forjada, desde Roma al Renacimiento, por el método realista»[41]. Poniendo su atención en la primera y más famosa de las obras de la codificación, el Code civil des français de 1804, observa que sus redactores «recogieron el derecho que tradicionalmente se vivía en Francia»: precisamente, en su célebre discurso preliminar a este proyecto, Jean-ÉtienneMarie Portalis había advertido de los riesgos de «dar a este pueblo instituciones totalmente nuevas», desdeñando «el aprovechamiento de la experiencia del pasado y de esa tradición de buen sentido y de reglas y de máximas que han llegado hasta nosotros y que forma el espíritu de los siglos»; las leyes –dijo– «no son meros actos de poder», sino «actos de sabiduría, de justicia y de razón»; por esta razón –observó–, el legislador «no debe perder de vista» que «las leyes se hacen para los hombres y no los hombres para las leyes», que «éstas deben adaptarse al carácter, a los usos, a la situación del pueblo para el cual se dan», que «es preciso ser sobrio en cuanto a novedades en materia de legislación, porque si ante una institución nueva es posible calcular las ventajas que la teoría nos ofrece, no lo es conocer todos los inconvenientes que solo a práctica puede descubrir», que «hay que mantener lo bueno, si lo mejor es dudoso», que, «al corregir un abuso, deben tomarse también en cuenta los peligros de la propia corrección», que «sería absurdo entregarse a ideas de perfección absoluta en cosas que no son susceptibles sino de una bondad relativa», que, «en lugar de cambiar las leyes, es casi siempre más útil brindar a los ciudadanos nuevos motivos para que las amen», que «la historia apenas nos ofrece dos o tres leyes buenas en el transcurso de muchos siglos», y, en fin, que «el proponer cambios no corresponde más que a aquellos que han nacido para penetrar de un golpe de genio y por suerte de una iluminación repentina, toda la Constitución de un Estado»[42].

Este predominio de los elementos históricos sobre los filosóficos en el contenido del Code civil des français de 1804 también se aprecia en el de otros países. En España, a lo largo, del siglo XIX, hubo diversos intentos de codificación civil, ninguno de los cuales puede considerarse un producto genuino de la escuela filosófica. Pese a la existencia de una generalizada opinión de que el código que finalmente se aprobase debía recoger el derecho histórico español, no hubo el mismo consenso acerca de si debía procederse a una unificación de dicho derecho, bien mediante la imposición del derecho castellano en todo el reino bien mediante la síntesis de todos los derechos hispánicos, o si, por el contrario, debía conservarse el derecho de las regiones forales.

El proyecto de Código Civil de 1851, obra de Florencio García Goyena, recogía el derecho histórico de Castilla y se «desentendía totalmente de las instituciones peculiares de los antiguos reinos, señoríos y territorios»[43], imponiendo la aplicación de aquel derecho en las regiones forales.

Fracasado este proyecto, y con ocasión del Congreso de Jurisconsultos celebrado en Madrid en 1863, sus asistentes, entre los que figuraban jurisconsultos procedentes de provincias castellanas y aforadas, defendieron la necesidad de una síntesis de los diferentes derechos históricos hispánicos en la que ninguno de ellos se impusiera sobre los demás. El político y jurista Pedro Gómez de la Serna, que fuera Ministro de la Gobernación y Presidente del Tribunal Supremo, se encargó de resumir la opinión de los congresistas, coincidente en sostener que «en la obra de nuestra codificación no prevalezca determinadamente una de las antiguas legislaciones sobre las otras» y en el deseo de que «se fundan todas, para que de su comparación salga la obra con la perfección posible». En sus conclusiones, el relator señaló que «esta unidad debe verificarse huyendo del extremo de hacer prevalecer una legislación de las diferentes que rigen en España sobre todas las otras, adoptando con racional criterio el más aceptable de cada una»; que «el modo de obtener que la codificación civil sea recibida [...] sin repugnancia [...] es que vaya precedida de leyes especiales que le preparen el camino»; y que, en el supuesto de que «desde luego se quisiera codificar», «convendría, al lado de las disposiciones generales, colocar otras especiales que dejaran libertad sobre puntos determinados, para poder seguir la ley antigua de cada provincia hasta que el legislador creyera suficientemente prepara la opinión para adoptar la ley general»[44].

Este criterio fue acogido por Manuel Alonso Martínez en el proyecto de Ley de Bases de 1881, pero luego abandonado en la definitiva Ley de Bases de 1888, que –como dice Vallet– «difirió indeterminadamente el momento de dar el paso definitivo hacia la unidad de la legislación civil y limitó el proyecto de Código Civil tan sólo al derecho común de Castilla», manteniendo la vigencia de las instituciones de derecho foral[45]. En tal sentido, el artículo 5 de esta Ley disponía que «las provincias y territorios en que subsiste derecho foral lo conservarán por ahora en toda su integridad, sin que sufra alteración su actual régimen jurídico por la publicación del Código, que regirá tan solo como supletorio», y su artículo 6 contemplaba la aprobación de unos «apéndices» al Código Civil «en los que se contengan las instituciones forales que conviene conservar en las provincias o territorios donde hoy existen». En los mismos términos se pronunció el artículo 12, párrafo segundo, del Código Civil de 1889.

Este reconocimiento de los derechos forales tenía un carácter provisional –la cláusula «por ahora» así lo indica– y, en cualquier caso, no evitó la colisión entre dos concepciones del derecho contrapuestas, evidenciada con el establecimiento en el Código Civil de 1889 de un orden de prelación de fuentes de aplicación en toda España, también por tanto en las regiones forales, que difería del históricamente observado en éstas y respondía a los postulados del racionalismo jurídico.

Con carácter general, el sistema de fuentes de la codificación partía de la negación, o cuando menos del desconocimiento, de un orden natural de las cosas, y consagraba una clara prelación de la ley sobre la costumbre, sentando las bases para que, andando el tiempo, el idealismo filosófico y, por ende, la razón abstracta acabara imponiéndose, como método de elaboración del derecho codificado, sobre los elementos históricos que predominaban en el contenido de los primeros códigos.

El Código Civil español de 1889 no fue en este punto una excepción, introduciendo un orden de prelación de fuentes del derecho que, de acuerdo con la concepción racionalista imperante, otorgaba prevalencia absoluta a la ley y, consecuentemente, prohibía la costumbre contra ley: en tal sentido, su artículo 5 dispuso que «las Leyes sólo se derogan por otras Leyes posteriores, y no prevalecerá contra su observancia el desuso, ni la costumbre o la práctica en contrario». Esta prelación de fuentes del derecho se impuso «en todas las provincias del reino», de acuerdo con el artículo 12, párrafo primero, del propio Código, también por tanto en las regiones forales, quedando con ello cegada la que hasta entonces había sido la fuente prevalente de su derecho –la costumbre– en beneficio de la ley.

La elaboración de una serie de apéndices al Código Civil que contuvieran todas las instituciones forales que procedía conservar, prevista en la Ley de Bases, era coherente con la aplicación de este nuevo sistema de fuentes en las regiones forales. La oposición de los juristas de las regiones forales determinó, sin embargo, que sólo llegara a aprobarse el Apéndice al Código Civil del Derecho Foral de Aragón, en el año 1925.

Después de la guerra civil, el Congreso Nacional de Derecho Civil celebrado en Zaragoza en 1946 abordó nuevamente el problema de la coexistencia en España de diferentes legislaciones forales. La solución que se aconsejó fue la de elaborar de un «Código civil general» para toda España, volviendo así a la idea auspiciada por el Congreso de Jurisconsultos celebrado en Madrid en 1863 y recibida en el proyecto de Ley de Bases de 1881. En consecuencia, el Ministerio de Justicia, en un Decreto del año 1947, inició el proceso de elaboración de dicho Código, «cuya primera etapa –decía su preámbulo– ha de ser la compilación de las instituciones forales, lo que dará lugar a la comunicación de los distintos derechos hispánicos». Hubieron de transcurrir casi treinta años antes de que se culminase este proceso: primero se aprobó la Compilación de Vizcaya y Álava (1959), después de la Cataluña (1960) y más tarde vinieron las de Baleares (1961), Galicia (1963), Aragón (1967) y Navarra (1973).

En estas Compilaciones, sus redactores trataron de conservar, pese a lo dispuesto en el Código Civil, el valor relevante de la costumbre y el respeto a la libertad civil que siempre había existido en los territorios forales, aunque el resultado final fue muy desigual.

El reconocimiento de la costumbre se produjo en la mayoría de las Compilaciones, pero no en todas con la misma intensidad, pudiendo distinguirse diversos grados: así, en la primera de ellas, que fue la Compilación de Vizcaya, no se establecía un orden de prelación de fuentes del derecho foral ni se contenía mención alguna a la costumbre; las Compilaciones de Baleares y Galicia, por su parte, se limitaron a otorgar a la costumbre, como parte de la tradición jurídica de ambas regiones, un valor meramente interpretativo –no integrador– de sus disposiciones (artículo 2, párrafo segundo); prácticamente en la misma línea se encontraba la Compilación de Cataluña, que atribuía a la costumbre, como parte de la tradición jurídica catalana, un función interpretativa de sus preceptos (artículo 1.1), si bien imponía –y esto es un plus, aunque modesto– la observancia del derecho consuetudinario local o comarcal en aquellos supuestos en que la compilación se remitiese al mismo (artículo 2); las Compilaciones de Aragón y Navarra, en fin, serían las únicas en otorgar a la costumbre la prelación que le habían correspondido en el derecho histórico: en la aragonesa se dispuso que «la costumbre tendrá fuerza de obligar cuando no sea contraria al Derecho natural o a las normas imperativas o prohibitivas aplicables en Aragón» (artículo 2.1) –es decir, se admitió la costumbre contraria a norma dispositiva– y se otorgó a la costumbre una función de integración de las disposiciones legales (art. 1.1); y en la navarra se situó a la costumbre como la primera de las fuentes del derecho (ley 2), previéndose que «la costumbre que no se oponga a la moral o al orden público, aunque sea contra ley, prevalece sobre el derecho escrito» (ley 3, párrafo segundo).

El principio de libertad civil fue, por su parte, expresamente recogido en la Compilaciones de Aragón y Navarra: en la primera de ellas se estableció que «conforme al principio standum est chartae se estará en juicio y fuera de él a la voluntad de los otorgantes, expresada en pactos y disposiciones, siempre que no resulte de imposible cumplimiento o resulte contraria al derecho natural o a norma imperativa aplicable a Aragón» (artículo 3); y en la segunda se dispuso que, «conforme al principio paramento fuero vienze o paramiento ley vienze, la voluntad unilateral o contractual prevalece sobre cualquier fuente del derecho, salvo que sea contraria a la moral o al orden público, vaya en perjuicio de tercero o se oponga una precepto prohibitivo de esta Compilación con sanción de nulidad» (Ley 7), añadiéndose que «por razón de la libertad civil, esencial en el derecho navarro, las leyes se presumen dispositivas» (ley 8). En las restantes Compilaciones no hay una explícita recepción de este principio, que, sin embargo, inspiraba en mayor o menor medida la regulación de sus instituciones.

Mención especial merece que las Compilaciones navarra y aragonesa hacían referencia expresa al orden natural como fuente material del derecho foral a la que deben adecuarse sus fuentes formales y como límite de la libertad civil: en Navarra, los principios generales del derecho, considerados fuente del derecho (artículo 2.3), eran «los de Derecho natural o histórico que informan el total ordenamiento civil navarro y los que resultan de sus disposiciones» (ley 4); y en Aragón se admitía la libertad de pactos –el principio standum est chartae– siempre que «no resulte contraria al derecho natural» (artículo 3). Esta llamada al Derecho natural debía entenderse –como Vallet señaló– «de acuerdo con los principios generales en que tradicionalmente se inspiraba su ordenamiento jurídico, es decir, ciñéndola al derecho natural clásico, no al de la escuela moderna idealista y racionalista, sino al inducido de modo realista del orden de la naturaleza»[46].

De lo expuesto se deduce que las Compilaciones de Aragón y Navarra fueron las que mejor conservaron los rasgos del derecho foral histórico, lo que probablemente vino motivado por el hecho de que fueran las últimas que se aprobaron y en esos momentos –finales de los sesenta, principios de los sesenta– las circunstancias políticas eran más proclives a su conservación.

6. El declive del derecho foral en la moderna sociedad de masas

La codificación del derecho civil y su sistema de fuentes no impidieron que el derecho foral perviviera y continuase aplicándose, como derecho vivido, en aquellos territorios en que siempre había existido. El derecho foral mantuvo en gran parte su vigor gracias a la convicción existente en las regiones forales de que las costumbres, en cuanto nacidas de los usos propios de la comunidad, se adecuaban a los intereses propios de sus miembros mejor que las leyes y, por tanto, debían ser aplicadas antes que éstas para regular las relaciones jurídicas privativas de aquellos. Tal convicción se mantuvo mientras los territorios forales conservaron una sociedad orgánica que, por su propia naturaleza, era proclive a la aparición de tales costumbres como medio de resolver los problemas particulares de cada comunidad. Si la codificación no pudo en un primer momento con el derecho de las regiones forales fue porque –como dice Vallet– «sus pueblos conservaban su vitalidad propia, que se traducía en la vivencia de los usos y costumbres peculiares», y porque, «aunque los tribunales impusieron en ocasiones la aplicación de la ley, existía una presión, una coacción y hasta una represión social que llegaba a expulsar al miembro que usara la ley contra las costumbres realmente vividas»[47].

El surgimiento de la moderna sociedad de masas fue el punto de inflexión que marcó el inicio de la severa decadencia en que hoy se encuentra el derecho foral. La masificación provocó el desarraigo personal y familiar de un medio físico o social determinado y, en particular, el predominio de la vida urbana sobre la rural, dejando paso, con ayuda de los grandes medios de comunicación de masas, a una sociedad desmedulada en la que el hombre ha perdido todo contacto con un orden concreto y se encuentra solo ante la acción uniformadora del Estado[48].

Aunque esta sociedad de masas no se consolidó plenamente hasta bien entrado el siglo XX, los primeros indicios de este fenómeno ya fueron percibidos en las regiones forales –como nota Vallet– desde finales de la centuria anterior: así, ya en 1882, el obispo Josep Torras i Bages, en su obra La tradición catalana, oponía «los pueblos que tuvieron verdadera civilización», constituidos por hombres que «no eran granos de arena movedizos, sino que, unidos entre sí, formaban el organismo social, en relación con las circunstancias del tiempo y de país, y constituían un terreno firme sobre el cual se podía edificar a largo tiempo«, a los «pueblos modernos», formados por un «conjunto de innumerables individuos sin ligamen» que dan lugar a «masas fáciles de ser trastocadas por las pasiones sociales», en una «continua mudanza y falta de fijeza», hasta el punto de que «dentro de poco tiempo ni pueblos podrán ser llamados sino turbas»; igualmente, un año más tarde, en 1883, Joaquín Costa, en su obra La libertad civil y el Congreso de Jurisconsultos Aragoneses, subrayó las diferencias existentes entre un pueblo orgánicamente constituido y dotado de libertad civil y la «masa inorgánica» sometida a los dictados de los poderes oficiales; y en fin, una década después, en 1895, Enric Prat de la Riba, en un estudio titulado La psicología de las multitudes. La era de las multitudes, contrapuso las «colectividades organizadas» a las turbas[49].

El derecho de las sociedad contemporáneas fue objeto de una conocida obra de Vallet, Sociedad de masas y derecho, dada a la imprenta en el año 1968. En este libro y en otros estudios coetáneos y posteriores atribuye al derecho de masas unas notas distintas y aun opuestas a las del derecho foral, caracterizándolo como un derecho abstracto, coercitivo y legislado.

El derecho de masas se formula, en efecto, sin atender al orden concreto de las cosas, dado que la relación entre el hombre y la naturaleza que era propia de las sociedades rurales de las regiones forales ha sido sustituida por una percepción de la realidad circundante que carece de matices y tiende a la uniformidad: «Nuestro derecho tradicional –escribe Vallet– partía del conocimiento y aprovechamiento de una naturaleza, que podía ser utilizada, ordenada, mejorada» –de ahí la fórmula clásica ars addita naturae–, «pero de la que no podíamos sustraernos y de la que, por tanto, no era posible prescindir»; por el contrario, el actual derecho de masas va «dirigido a multitudes desarraigadas y sin tradición» y «generalmente pretende cambiar la naturaleza totalmente, radicalmente, para adaptarla a su pretendido orden artificial»[50].

El derecho de masas es, asimismo, un derecho que «no puede ser creado por las costumbres de un pueblo ni brotar de abajo hacia arriba», como sucedía en las regiones forales, «pues, dado el carácter amorfo de la masa, o su falta de responsabilidad y de iniciativa, ha de ser un derecho legislado, emanado del poder público, que atienda a la dirección y a la protección de esa masa»[51]. De este modo, el derecho de masas no sólo tiene a la ley como primera fuente del derecho sino que priva a la costumbre de toda relevancia en el orden de prelación de tales fuentes.

El derecho de masas suele ser, en fin, «un derecho coercitivo que obedece a un orden planificado más o menos imperativamente que, en general, arranca de ideales abstractos, que trata de imponerse con técnicas especializadas, teniendo una visión parcial delimitada»[52]. No es un derecho que, como el foral, surja espontáneamente y sea expresión de la libertad civil de los pueblos, sino un conjunto de normas que se imponen desde los poderes públicos con un criterio tecnocrático.

En definitiva, las causas que han contribuido al arrinconamiento del derecho foral no fueron sólo las de orden político –la aprobación de los Decretos de Nueva Planta y la centralización del Estado liberal– o ideológico –el racionalismo de la codificación– que suelen barajarse en las exposiciones al uso. Las transformaciones sociales de las comunidades en que dicho derecho se practicaba han sido –como observó Vallet– un factor tanto o más decisivo en su declive.

7. El tránsito desde el derecho foral al derecho civil autonómico tras la Constitución de 1978

La última fase en la evolución del derecho foral, que le ha dejado en trance de desaparición, se corresponde con los últimos cuarenta años. Por más que la aprobación del nuevo título preliminar del Código Civil en 1974 y la promulgación de la Constitución de 1978 parecían apuntar en la dirección contraria, la evolución política y social ha determinado que el derecho foral pierda los rasgos que le distinguían históricamente.

La reforma del título preliminar del Código Civil fue sancionada en cumplimiento al mandato contenido en una Ley de bases de 1973. Uno de sus objetivos –confesado en el preámbulo de la Ley– era avanzar en el proceso de elaboración de un Código general para toda España, procediendo a la regulación de los conflictos interregionales: «Partiendo de las conclusiones del Congreso de Derecho Civil de Zaragoza, recogidas en el Decreto de 1947 –decía el preámbulo–, se ha dado cima a las Compilaciones referidas a los distintos regímenes civiles coexistentes en el territorio nacional, que constituyen la primera etapa que ha de facilitar el logro de un Código general para España. Completada la labor compiladora, procede cumplir el mandato de regular los conflictos interregionales». Pese a que la Ley de Bases de 1973 no era precisamente favorable a la pervivencia de los derechos forales, el texto articulado de título preliminar, aprobado por Decreto de 1974, modificó el artículo 12 del Código Civil, con el fin de evidenciar un compromiso firme, y no meramente temporal, con el mantenimiento de los derechos forales. La redacción dada a este precepto en 1889 disponía que «las provincias y territorios en que subsiste derecho foral lo conservarán por ahora en toda su integridad». Con la reforma del título preliminar se suprimió la cláusula «por ahora» y se introdujo una mención al «pleno respeto» de los derechos forales. El preámbulo del Decreto de 1974 justificó esta reforma señalando que «la fortaleza de la integración histórica y política de España, lejos de resentirse, alcanza su completa realización con el reconocimiento de los derechos forales, que no son formas privilegiadas ni meros residuos personalistas de normas anacrónicas, sino verdadero y actual reflejo jurídico de realidades perceptibles en nuestro propio modo de ser y existir colectivos».

En la misma línea, la Constitución de 1978 asumió la existencia de un régimen foral, tanto en su vertiente política, mediante la declaración de que «la Constitución ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales» y el compromiso de que «se llevará a cabo» la «actualización general de dicho régimen foral en el marco de la Constitución y de los Estatutos de Autonomía» (disposición adicional primera), como en su faceta civil, mediante el reconocimiento de competencia a las Comunidades Autónomas para la «conservación, modificación o desarrollo de los derechos civiles, forales o especiales, allí donde existan» (artículo 149.1.8º).

La referencia a los «derechos históricos de los territorios forales», como expresión de la libertad política de las comunidades que los pueblan, era, por su calculada ambigüedad, susceptible de una interpretación estrictamente foral y de otra en clave liberal y, por ende, nacionalista, siendo esta última la que se ha terminado imponiendo.

Por su parte, el reconocimiento de la competencia autonómica para la «conservación, modificación y desarrollo» de los derechos forales fue considerada por Vallet, al poco tiempo de promulgado el texto constitucional, como «la mayor amenaza política» para su supervivencia, por cuanto –a su juicio– lo abocaba a convertirse en un derecho de matriz racionalista emanado de los parlamentos autonómicos de espaldas a la realidad social: en este sentido –escribe– «todas las regiones con derecho especial o foral son comunidades autónomas que tienen hoy sus parlamentos basados en la ley de las mayorías y estructurados en partidos políticos, con mentalidad racionalista y voluntarista, idealista e incluso utópica», por lo que «es de temer que quieran regularlo todo, organizarlo y transformarlo de acuerdo con los modelos mentales creados con caldo de cabeza y que sean puestos de moda por los medios de comunicación de masas», es decir, «lo contrario de lo que ha sido tradicional en el derecho de los territorios denominados forales»; de este modo –añade–, «el derecho espontáneo, formado en un ambiente de libertad civil, mediante costumbres adecuadas a las necesidades reales sentidas en cada localidad y en cada comarca, fácilmente puede ser acotado, acorralado o sustituido por leyes emanadas por esos parlamentos de conformidad con la ideología en ellos domine en el momento de su aprobación», y también «podrá ocurrir que esas nuevas leyes –no sin provocar trastornos e inseguridades– acaben cayendo en el vacío; o bien que –aliadas de las circunstancias que antes hemos observado– destruyan los modos de pensar, de vivir e incluso, de ser que engendraron el derecho tradicionalmente vivido»[53].

El peligro para la pervivencia del derecho foral no era menor, en opinión de Vallet, por el hecho de que su conservación, modificación o desarrollo no quedara en manos del legislador estatal y se atribuyera a las asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas, ya que las normas aprobadas por tales asambleas –escribe– «serán aún más difíciles de resistir, porque no provocarán la reacción que suele producirse contra todo lo que estime impuesto desde fuera»[54].

En el momento actual, casi cuatro décadas después del presagio realizado por Vallet, los hechos han terminado por darle la razón. El tradicional derecho foral ha sido sustituido por un derecho civil autonómico –así lo llama la moderna doctrina civilista, muy significativamente– integrado por un sinfín de normas legislativas que acometen una ordenación abstracta de las relaciones civiles que guardan poca o nula conexión con las instituciones forales de origen consuetudinario. Este proceso de suplantación del derecho foral por el derecho civil autonómico, a resultas de la acción de las asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas, se evidencia en los siguientes hechos o circunstancias:

i) En primer lugar, la alteración de las fuentes tradicionales del derecho foral, ya iniciada por las Compilaciones, se ha visto agudizada con sus últimas reformas, que, en consonancia con las transformaciones sociológicas e ideológicas acontecidas en el último medio siglo, otorgan a la ley prelación sobre la costumbre y reducen el papel de ésta como fuente del derecho a su mínima expresión.

En tal sentido, resulta significativo que en una región con la tradición jurídica de Cataluña se disponga que la costumbre sólo regirá en defecto de ley aplicable (artículo 111- 1, apartado segundo) y que no se la incluya siquiera entre los principios de la tradición jurídica catalana que deben tenerse en cuenta para interpretar e integrar las disposiciones legales (artículos 111-1, apartado segundo, y artículo 111-2 del Libro primero del Código Civil de Cataluña de 2002); en una situación similar se encuentra el País Vasco, que se limita a mencionar a la costumbre como fuente del derecho, después de la ley (artículo 1.1 de la Ley de Derecho Civil Vasco de 2015).

En Galicia y en Baleares, el orden de prelación de fuentes sitúa a la ley como la primera de ellas, antes que la costumbre, otorgando a ésta un valor meramente interpretativo (artículos 1.2 y 2.2 de la Ley de Derecho Civil de Galicia de 2006 y artículos 1.1 y 1.3.4º de la Compilación de Derecho Civil de Baleares de 1990).

Sólo Aragón y Navarra han resistido en sus planteamientos tradicionales. El derecho aragonés sigue contemplando la regla de que «la costumbre tendrá fuerza de obligar cuando no sea contraria a la Constitución o a las normas imperativas del Derecho aragonés» (artículo 2.1 de la Compilación de Derecho Foral de 1967), aunque se ha suprimido la referencia al «Derecho natural» como fundamento de la racionalidad de la costumbre que se contenía en la redacción originaria de este precepto. El derecho navarro, en cambio, se ha mantenido incólume y sigue contemplando a la costumbre como la primera de las fuentes del derecho, admitiendo la costumbre contra legem y disponiendo que los principios generales del derecho navarro son «los de Derecho natural o histórico» (leyes 2, 3 y 4 de la Compilación de Derecho Foral de Navarra de 1973).

La postergación de la costumbre como fuente del derecho contrasta con un mayor reconocimiento –al menos nominal– del principio de libertad civil, que ya no sólo se recoge de forma expresa en Aragón (artículo 3 de la Compilación de Derecho Foral de 1967) y Navarra (leyes 7 y 8 de la Compilación de Derecho Foral de 1973), sino también en el País Vasco (artículo 4 de la Ley de Derecho Civil Vasco de 2015) y Cataluña (artículo 111-6 del Libro primero del Código Civil de Cataluña), donde antes no existía una asunción expresa y positiva de este principio, por más que fuera –de esto no hay duda– la columna vertebral de su derecho.

Cabe observar, sin embargo, que la libertad civil no tiene ahora otros límites que los derivados de las normas imperativas. A diferencia de lo que sucedía en el derecho histórico, el orden natural no es un parámetro que deba tenerse en cuenta para calibrar el recto ejercicio de la libertad civil. Ciertamente, en las compilaciones de los años sesenta, la referencia al orden natural ya brillaba por su ausencia, de acuerdo con el signo de los tiempos: únicamente, el artículo 3 de la Compilación aragonesa mencionaba el derecho natural como límite al principio standum est chartae. Pues bien, con la reforma operada en 1985, dicha mención fue suprimida, infligiéndose –a juicio del profesor Lacruz Berdejo– «un daño gratuito, por motivos ideológicos mal entendidos, al derecho aragonés»[55].

ii) En segundo término, las Comunidades Autónomas ha hecho un uso en ocasiones desviado de su competencia de desarrollo del derecho foral, prevista en el artículo 149.1.18ª de la Constitución, regulando relaciones civiles que tienen una muy remota o nula conexión con las instituciones forales existentes o con los principios generales del derecho foral y que ya se encuentran reguladas en el derecho civil común, con el único objetivo es excluir la aplicación del Código Civil español.

De acuerdo con la jurisprudencia constitucional, esta competencia autonómica de desarrollo del derecho foral permite «una ordenación legislativa de ámbitos hasta entonces no normados por aquel derecho», siempre y cuanto se trate de «instituciones conexas con las ya reguladas en la Compilación dentro de una actualización o innovación de los contenidos de ésta según los principios informadores peculiares del Derecho foral» (Sentencia 88/1993, de 12 de marzo, FJ 3º).

Pero esta doctrina no ha sido siempre observada en la práctica: buena prueba de ello es que la Comunidad Autónoma de Cataluña haya conseguido aprobar un Código Civil de alcance general, inspirado en criterios metodológicos –los propios del racionalismo jurídico– y en motivaciones –de tipo nacionalista– completamente ajenos al derecho foral.

iii) Por último, todas las Comunidades Autónomas, también aquellas que no tuvieron derecho foral en el pasado, han asumido competencias, de acuerdo con el artículo 148 de la Constitución, en materias –como el «urbanismo y la vivienda», «agricultura y ganadería», «montes y aprovechamientos forestales», «caza y pesca fluvial» y «ferias interiores»– cuya regulación exige tener en cuenta aspectos de índole civil: así, por solo poner algún ejemplo, la competencia autonómica en materia de agricultura ha llevado a que las Comunidades Autónomas aprueben leyes de reforma y desarrollo agrario que regulan la función social del derecho de propiedad de la tierra y contemplan supuestos de expropiación por incumplimiento de tal función (Sentencia 37/1987, de 16 de marzo). Con base en estos títulos competenciales, la competencia autonómica sobre determinadas cuestiones de derecho civil se ha generalizado, ofreciendo un panorama uniforme que contrasta con la singularidad característica de los derechos forales.

En definitiva, y a resultas de las consideraciones que se han venido realizando, no cabe atribuir al derecho civil emanado de los parlamentos autonómicos los caracteres propios de un auténtico derecho foral. Ni por la ordenación de sus fuentes, ni por las materias en que recae, ni por los intereses a los que sirve, puede merecer en justicia el calificativo de foral. De ahí que, cada vez con más frecuencia, se hable de derecho civil autonómico para referirse a esta nueva realidad.

 

[1] Conferencia leída en la Universidad de La Laguna el 11 de diciembre de 1967, que es revisión del discurso inaugural del Curso 1967- 1968 de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación pronunciado en Madrid el 4 del mismo mes y año. Esta conferencia fue publicada en el año 1968 en los Anales de la Universidad de La Laguna (1968) y, cuatro años más tarde, en los Anales de la Academia Matritense del Notariado, tomo XVII.

[2] Ibid., pág. 291.

[3] Ibid., pág. 292.

[4] Juan Vallet de Goytisolo, Metodología de la determinación del derecho, Centro de Estudios Ramón Areces, t. I, págs. 170-172.

[5] Juan Vallet de Goytisolo, «Libertades civiles y libertades políticas», Verbo (Madrid), núm. 265-266 (1988), págs. 699 y sigs.

[6] Juan Vallet de Goytisolo, «El tejido social y su contextura», Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada (Madrid), año VI, 2000, págs. 103 y sigs.

[7] Jaime Vicens Vives, Noticia de Cataluña, Barcelona, Destino, 1954; primera edición en castellano, 2012, págs. 125-126.

[8] Ibid., pág. 161.

[9] Juan Vallet de Goytisolo, «Libertades civiles y libertades políticas», loc. cit., págs. 708-712.

[10] Cfr. José Joaquín Jerez Calderón, «Libertad civil, subsidiariedad y foralismo en Vallet de Goytisolo», Fuego y Raya (Córdoba de Tucumán), núm. 12 (2016), págs. 129-133.

[11] Juan Vallet de Goytisolo, «La libertad civil según los juristas de las regiones de Derecho foral», loc. cit., pág. 295.

[12] Ibid., pág. 304.

[13] Ibid., págs. 317-318.

[14] Ibid., pág. 292.

[15] Ibid., pág. 294.

[16] Ibid., pág. 320.

[17] Este trabajo fue redactado para el «Homenaje en memoria de Manuel Alonso Lambán» realizado en el Anuario de Derecho Civil Aragonés (Zaragoza), vol. XIV (1968-1969), págs. 59-124; después fue publicado en el Anuario de Derecho Civil (Madrid), vol. XXIII-III (1970), págs. 459-518; y en los Estudios sobre fuentes del derecho y método jurídico, Madrid, Editorial Montecorvo, 1982, pág. 543.

[18] Ibid., pág. 474.

[19] Ibid., págs. 473-474.

[20] Ibid., págs. 473-474.

[21] Ibid., págs. 477-478.

[22] Ibid., págs. 485.

[23] Ibid., pág. 486.

[24] Juan Vallet de Goytisolo, «La libertad civil según los juristas de derecho foral», loc. cit., pág. 307.

[25] Ibid., págs. 310-311.

[26] Juan Vallet de Goytisolo, «Plenitud y equilibrio de percepción sensorial en las antiguas fuentes de derecho foral», loc. cit., págs. 487 y 490-494.

[27] Ibid., pág. 491.

[28] Ibid., pág. 487.

[29] Juan Vallet de Goytisolo, «La libertad civil según los juristas de derecho foral», loc. cit., pág. 315.

[30] Ibid., págs. 533 a 535.

[31] Juan Vallet de Goytisolo, «La libertad civil según los juristas de derecho foral», loc. cit., pág. 303.

[32] Ibid., pág. 302-304. Las diferencias entre una y otra escuela fueron analizadas por Vallet, desde una perspectiva más amplia, en su estudio «La escuela jurídica catalana del siglo XIX», Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada (Madrid), núm. 12 (2006), págs. 123-145; y en su Metodología de la Ciencia expositiva y explicativa del Derecho, t. I., Madrid, Centro de Estudios Ramón Areces, 2000, págs. 768-792.

[33] Juan Vallet de Goytisolo, «Plenitud y equilibrio de percepción sensorial en las antiguas fuentes de derecho foral», loc. cit., págs. 494 y 495.

[34] Juan Vallet de Goytisolo, «La libertad civil según los juristas de derecho foral», loc. cit., pág. 307-308.

[35] Ibid., pág. 308.

[36] Juan Vallet de Goytisolo, «Plenitud y equilibrio de percepción sensorial en las antiguas fuentes de derecho foral», loc. cit., pág. 495.

[37] Ibid., págs. 500 a 505.

[38] En otros, vid. Juan Vallet de Goytisolo, «La polémica de la codificación: la escuela filosófica y la escuela histórica», Anales de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación (Madrid), núm. 19 (1988), págs. 61-109; o «Influjo de la Revolución Francesa en el Derecho Civil. Su incidencia en la codificación española», Anuario de Derecho Civil (Madrid), vol. 52, núm. 2 (1969), págs. 261-316.

[39] Juan Vallet de Goytisolo, Metodología de la determinación del derecho, cit., t. I, pág. 907.

[40] Ibid., pág. 914.

[41] Juan Vallet de Goytisolo, «Plenitud y equilibrio de percepción sensorial de las antiguas fuentes de derecho foral», loc. cit., pág. 473.

[42] Juan Vallet de Goytisolo, Metodología de la determinación del derecho, t. I, cit., pág. 911.

[43] Ibid., pág. 915.

[44] Ibid., págs. 916 y 917.

[45] Ibid., pág. 917.

[46] Juan Vallet de Goytisolo, «Plenitud y equilibrio de percepción sensorial en las antiguas fuentes de derecho foral», loc. cit., pág. 496.

[47] Ibid., pág. 543.

[48] Ibid., págs. 545-552.

[49] Ibid., págs. 553-554.

[50] Ibid., pág. 555.

[51] Ibid., pág. 555.

[52] Ibid., pág. 555.

[53] Ibid., pág. 556; asimismo, Juan Vallet de Goytisolo, Reflexiones sobre Cataluña. Religación, interacción y dialéctica en su historia y en su derecho, Barcelona, Fundación Caja Barcelona, 1989, pág. 320; Metodología de la determinación del derecho, t. I, cit., pág. 1136.

[54] Ibid., pág. 557; en el mismo sentido, Reflexiones sobre Cataluña. Religación, interacción y dialéctica en su historia y en su derecho, cit., pág. 321.

[55] Juan Vallet de Goytisolo, Metodología de la determinación del derecho, t. I, cit., págs. 1106 y 1107.