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El modernismo filosófico

EL MODERNISMO FILOSÓFICO
POR
JOSÉMIGUELGAMBRA
Celebrar hoy el centenario de la Pascendipuede par ecer tan
oportuno como paradójico . Quizás porque los cien años r epresen-
tan un límite casi infranqueable de la vida humana, asociamos los
centenarios con la celebración de lo pasado, con la memoria de los
hombres ilustr es o de las guerras que, a nuestr o parecer, con cien
años sólo pueden per vivir en el recuerdo. Dentro de cien años,
todos calvos. P ero la Historia Sagrada no se atiene a los prejuicios
cr onológicos del hombre y una batalla centenaria puede estar en sus
primeras escaramuzas. Eso nos ocurr e, en cierto modo, al rememo -
rar los cien años que ya tiene la encíclica de San Pío X, por que, a
pesar de haber transcurrido ese lapso temporal, aún no ha logrado,
como pr etendía, acabar con la herejía modernista.
D ebemos, sin duda, celebrar la esclarecida condena, llena de
sabia doctrina, que con motivo del modernismo apor tó la Pascendi.
Oportet haereses esse, dice la famosa sentencia paulina (1). P ero no
por ello celebramos una victoria, pues de esa herejía es de donde ha
manado la actual decadencia de la civilización cristiana y de la
Iglesia misma, tras eso que, con piadoso eufemismo, llaman los
católicos españoles “ postconcilio”.
T raer a la memoria las enseñanzas de la Pascendies hoy cosa
mucho más opor tuna que cualquier celebración de glorias pr etéri-
tas, pues siempre resulta mucho más urgente reavivar un azaroso
combate que gozarse en la victoria. Sin embargo, con ser tan per ti-
nente acordarse de esa encíclica, las autoridades eclesiásticas parecen,
Verbo, núm. 455-456 (2007), 395-419. 395
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(1) ICor. 11, 20.
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con llamativa unanimidad, haberse olvidado de ella. Las razones
probablemente se pueden reducir a dos, diferentes entre sí, aunque
no incompatibles.
1) P ara muchos teólogos y jerarquías de la Iglesia lo que ocurre
es que las condenas del modernismo car ecen de vigencia hoy en día.
B asta con oír al P . Valverde:
El P apa G regorio XVI, primer o, y Pío IX, después, procur aron cor-
tar estos brotes de liber alismo que, en aquellos momentos, par ecían
inconciliables con el pensamiento católico (...) E l lema de ese cato-
licismo liber al era “la Iglesia libre en un Estado libr e”. P roponían,
pues, la separ ación de Iglesia y E stado; además la toler ancia para
con el culto y las prácticas religiosas, la libertad de pensamiento y
expresión, la posibilidad de encontr ar la salvación en otr as religio -
nes, etc.
Para compr ender por qué la Iglesia rechazó entonces el liber alismo,
algunos de cuyos postulados nos par ecen hoy perfectamente acepta -
bles, hay que tener en cuenta que entonces el pr oblema se plantea-
ba en un nivel pur amente ideológico (...). H a sido, pues, una pr o -
fundización en el concepto de persona lo que ha hecho que se v ean
más claros los fundamentos de la toler ancia y de la recta libertad,
y que la Iglesia haya admitido principios liber ales que, tal como se
veían en el siglo XIX, par ecían inadmisibles (2).
o a ese eminente car denal que hace unos años decía:
“hay decisiones del Magisterio que (...) son sobr e todo una expre -
sión de pr udencia pastor al y una especie de disposición pr ovisional
(...). Se puede pensar al r especto en las declaraciones de los Papas
del siglo pasado sobre libertad r eligiosa, así como en las decisiones
antimoder nistas de comienzos de este siglo (...). E n los aspectos de
sus contenidos, [estas declaraciones y decisiones] fuer on superadas,
después de haber cumplido su deber pastor al en un determinado
momento histórico ”(3).
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(2) VAL VERDE C., Génesis, estructur a y crisis de la moder nidad, BAC, Madrid 1996,
p . 234.
(3) RA TZINGER J., O. R. 27.6.1990.
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Uno y otro mantienen sin tapujos que las condenas del moder-
nismo y del liberalismo han caducado en nuestros días. Declaración\
de caducidad que entraña su vigencia, porque pr ecisamente una de
las características del modernismo está en admitir la evolución\
de la
doctrina eclesiástica y la consiguiente transitoriedad de las conde-
nas dadas por la jerarquía. En otras palabras, el argumento según el
cual la Pascendi es doctrina obsoleta no hace mas que confirmarnos
en la necesidad de recor darla.
2) H ay, sin embargo otra razón que algunos esgrimen para tra-
tar a la P ascendi como si fuera, por ejemplo, el concilio de
Calcedonia que condenó la herejía monofisita. Algunos, en efecto,
cr ee que la pretensión de hallar hoy modernistas tal como los des-
cribe la Pascendi es tan poco probable como toparse en el metro con
un monofisita, un nestoriano o un monotelita. Entre los caracteres que S an Pío X atribuye a los modernistas se
halla su empeño en el estudio profundo de complicadas disciplinas,
cosa que en ellos no va unida a la humildad propia del sabio cris -
tiano, sino que la emplean descaradamente para granjearse una
reputación de sabios frecuentemente justificada. D esde la atalaya de
esa sabiduría tienden a defender sus posturas más ideológicamente
comprometidas y discutibles r ecurriendo a la autoridad que han
adquirido en las disciplinas de las que son verdaderamente especia -
listas. P ues bien, historiadores afamados de la I glesia, como Daniel
R ops, han declarado, desde la atalaya de su sabiduría, que es un
err or craso del ignorante integrismo la pretensión de extender fuera
de su contexto la condena del modernismo. Esa condena se r efería
a los excesos exegéticos de Loisy , Tyrrel y un gr upúsculo de influ-
yentes amigos en los primeros años del XX. Pero sólo la malevolen-
te actitud integrista de, por ejemplo, La Sapinière,siempre a la caza
de brujas, pueden hacer extensiv as esas condenaciones a autores
como Theilar d de Chardin o M ounier y a activistas políticos como
M arc S agnier que, si sufrieron condenas, fue por razones ajenas al
modernismo stricto sensu (4).
Para responder a esta objeción conviene primero repasar las doc-
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(4) DANIEL-R OPS, L’église des Rev olutions, un combat pour Dieu, F ayard, P Aris
1963, cap .VI, p. 374.
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trinas filosóficas que ofrece la Pascendiy ver, luego, si exponen ade-
cuadamente la corriente de pensamiento que aboca al “ postconci-
lio ”, o si sólo constituyen una de las muchas desviaciones ya olvida -
das que se han pr oducido en el seno de la Iglesia.
E l modernismo según la Pascendi
El núcleo del modernismo, tal como lo pr esenta la Pascendi,
está constituido por tr es doctrinas procedentes de la filosofía
moderna. La primera, el idealismo, viene a coincidir con el horizon-
te filosófico común a todo el pensamiento moderno . Las otras dos,
agnosticismo e inmanentismo religioso, sitúan, negativa y positiva-
mente el llamado hecho religioso en consonancia con ese hori zo nte.
I.- Idealismo: El punto de partida del sistema modernista con-
siste en adoptar la perspectiva que caracteriza todo el pensamiento
moderno . Esa perspectiva se puede llamar idealismo, aunque la
encíclica lo denomina inmanentismo . Según ella, nuestras sensacio-
nes no alcanzan el ser de las cosas de manera inmediata. Lo que se
per cibe no son cosas sino repr esentaciones que, en principio, no se
nos ofr ecen como manifestación de las cosas o de la realidad. E l ide-
alismo, en este sentido se opone al r ealismo, entendido a su vez
como doctrina que mantiene el ser como evidencia primera. S i para
el idealismo, tomado en el sentido mencionado, el ser fuera de
nuestra r epresentación es el problema primero de la filosofía, para
el r ealismo es todo lo contrario de un problema, ya que lo tiene
como lo más evidente y como aquello a lo que se ha de recurrir para
r esolver cualquier problema.
Esta contraposición radical entre idealismo y realismo, destaca-
da por Gilson y cuya radicalidad ha sido magníficamente puesta de
r elieve por P alacios (5), no debe confundirse con la contraposición
ontológica entr e realismo e idealismo en sentido absoluto . Realismo
e idealismo difier en en que el primero identifica la r ealidad con las
ideas y afirma, por tanto, que no hay nada fuera de ellas, mientras
que el segundo admite otras cosas fuera, o más allá, de las ideas. Se r
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(5)Cf. estudio preliminar de Leopoldo E ulogio Palacios a GILSON E., El realismo
metódico , Rialp, M adrid 1952.
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realista de esta última manera no ha sido históricamente incompa-
tible con el idealismo radical que se ha expuesto. A pesar de la
incongruencia que ello entraña, no ha sido pequeño el númer o de
los modernos que han pretendido partir de los pr esupuestos del ide-
alismo radical para defender luego que, de manera mediata o por
un razonamiento, se puede alcanzar el ser r eal.
Ese idealismo radical nació de D escartes cuando ex cogitó la
hipótesis según la cual podríamos haber sido engañados desde\
nues -
tro nacimiento por un poderoso genio maligno cuy o entreteni-
miento habría sido distorsionar todo cuanto normalmente tenemos
por conocimiento . Tanto lo que captamos por medio de los senti-
dos, como lo que nos han enseñado habría sido engaño . El hombre
estaría encerrado en sí mismo y sería incapaz de conocer la realidad
exterior , como un niño al que hubieran encerrado nada más nacer
en uno de esos aparatos de r ealidad virtual que ho y se producen.
Lo del genio maligno sólo era para D escartes un suponer , útil
para alcanzar luego certezas definitivas. P ero esa hipótesis ha valido
más que todo el r esto de su filosofía. Descartes creía saber de un
procedimiento para concluir , razonando desde este punto de par ti-
da radical, tanto la existencia de Dios y sus atributos como la del
mundo material del que tratan las ciencias físicas y matemáticas.
P ero, como en la situación descrita por la hipótesis del genio mali\
g -
no, sólo se dispone de datos sensible y otras afecciones que a nada
remiten fuera de ellos mismos, es evidente que su intento necesaria-
mente abocaba al fracaso . Porque cualquier punto de apoy o en que
se pretenda basar una argumentación de ese tipo entra en la catego -
ría de r epresentación o idea que no es manifestación más que de sí
misma. Las hipótesis tienen sus peligros porque aparentan una neu-
tralidad que no tienen. Y, en este caso, la posibilidad del engaño
conllevaba la proscripción de la evidencia del ser .
Con ello se metió a la filosofía por un camino que ha marcado
todo el pensamiento moderno, sobre todo no católico . Partir de la
presencia inmediata del ser era considerado acrítico o ingenuo y , en
líneas generales, se daba por evidente el punto de par tida cartesia-
no. Así nacieron los diversos sistemas filosóficos racionalistas y
empiristas que culminan con el pensamiento de Kant. El mundo en
sí (es decir fuera del sujeto que es el hombre) es inasequible, es una
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mera suposición; lo único que alcanzo es el mundo en mí. En esta
filosofía, la ciencia se entiende como si versara acerca de los fenó-
menos, esto es, acer ca de lo que se me apar ece: sus leyes no enseñan
qué son las cosas, como pr etendía el pensamiento realista de
Aristóteles y de S anto Tomás, sino sólo como se conectan entre sí
los acontecimientos apar entes.
II.- Agnosticismo: P uesto que los seres y los acontecimientos
sobr e los que trata la religión no son inmediatamente accesibles a
nuestr os sentidos; es decir , puesto que Dios no es un fenómeno, no
puede ser objeto de ciencia. La metafísica, una de cuyas partes lla-
mada la teología natural, que pr etende, entre otras cosas, alcanzar
por medios naturales la existencia y de Dios, carece, según esta filo\
-
sofía, del carácter de ciencia. S us contenidos no son más que fan -
tasmagorías de la razón. Tampoco la historia sir ve de auxilio para conocer aquello de
que habla la r eligión, pues este saber se basa en esos datos sensibles
que se llaman documentos históricos, los cuales, si se consideran
desde el punto de vista que llaman científico, sólo manifiesta las
concepciones de quien los escribió, pero en modo alguno nos dan
a conocer a D ios (6). Lo mismo ocurr e con la revelación externa,
igualmente r educible a documentos históricos, es decir a datos
fenoménicos. D esde esta perspectiva, por ejemplo, la historia no v e
en C risto más que un hombre (7).
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( 6 )Los documentos nos dan a conocer, no de buenas a primeras los hechos que significan, sino
-una vez resuelta la cuestión de la sinceridad- la percepción que de ello han tenido tales testigos ( L E
ROY E., I n t roduction à l’étude du problème religieux, Au b i e r , France 1944, p. 170) .Es decir que,
aún resuelta la cuestión del posible engaño por parte del autor de un texto, éste sólo pr o p o rc i o-
na la mente del autor, no la realidad que, conforme al idealismo, tampoco él puede conocer.
( 7 )Es muy ve rosímil que Jesús haya sido uno de esos agitadores entusiastas que apa re c i e ro n
e n t r e los años 6 y 70 de nuestra era (…) que haya sido crucificado como pretendido Mesías por sen -
tencia del pro c u rador Poncio Pilato (…) ¿Cómo se tr a n s f o rmó Cristo en el Dios salvador? (…) La
t r adición que nos conservó el re c u e rdo de Jesús estuvo lejos, desde sus orígenes, de ser una tr a d i c i ó n
histórica; desde el primer momento fue una tradición de fe y casi al mismo tiempo, de culto, que irá
s i e m p r e en pro g resión y desarrollo hasta la entera apoteosis de su objeto. En una palabra, e l re c u e rd o
se tr a n s f o r mó con la fe y la adoración. Hablando con propiedad, los evangelios no pueden conside -
rarse documentos de historia; son catecismos litúrgicos: contienen la leyenda del culto del S e ñ o r
Jesucristo anuncian otro contenido, no reivindican otra cualidad (…) Lo que alcanza d ire c t a m e n t e
el historiador es la fe de las primera generaciones cristianas y la intensidad de su devoción a Jesús sal -
v a d o r ( LOISY A., El Nacimiento del C r i s t i a n i s m o, Argos, Buenos Aires 1948, pp. 8-9).
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No queda nada real que predisponga a r ecibir el don de la fe:
no queda el conocimiento natural de Dios que captamos desde las
cosas del mundo, pues el llamado mundo no ofrece más que apa-
riencias. N o quedan los motivos de credibilidad (los milagr os, las
profecías, la integridad y milagrosa per vivencia de la Iglesia), ya
que, según el modernista, los datos históricos no nos dan a cono-
cer todo eso como hechos, sino como producto de la mente fabu-
ladora de los hombres que los escribieron.
III.- I nmanencia religiosa: S in embargo, el modernismo, ante
“ el hecho religioso ”, ante la innegable presencia casi univ ersal de la
fe en una u otra r eligión, no adoptó una actitud reduccionista y de
radical desconfianza como la que tomar on, por ejemplo, Marx y
Freud, en nombr e de la ciencia, y N ietzsche, en nombre de la vida.
T odos ellos entendier on que cualquier religión es de suyo un enga-
ño forjado conforme a unos intereses que ocultan una mentalidad
depravada de maneras diversas. P ara ellos la religión no debe ser
explicada sino desmontada y destruida. Al contrario, los modernis-
tas pensar on que ese hecho más que reducción lo que necesitaba era
una explicación. A diferencia, pues, de esas doctrinas decididamen-
te ateas, el modernismo intenta, siguiendo los pasos de Kant, situar
la cr eencia r eligiosa, per o manteniéndose en los presupuestos de la
filosofía moderna (8). Ningún conocimiento del mundo externo, ningún dato de los
sentidos y ningún documento histórico, es capaz de ofr ecer conoci-
miento alguno sobre el objeto de la religión que es D ios. Mas, como
para seguir las sendas de la filosofía moderna, no hay acceso a la re\
a -
lidad externa, sino que sólo se nos ofrece la conciencia en sus aspec\
-
tos diversos, habrá que buscar a D ios en otras facetas de la interio-
ridad humana que no sean los de la ciencia. Y, en efecto, siguiendo
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(8) El idealismo (…) ofr ece resortes mejor es que ninguna otra concepción filosófica en lo
que se r efiere a la admisión eventual de lo que un espíritu positivista demasiado estrecho llama -
ría “ extraordinario ”, dado el papel iniciador que este idealismo concede al pensamiento(…) A fin
de cuenta se ve por qué he dicho con anterioridad que este mismo idealismo constituye un r ealis -
mo auténtico, el verdadero realismo (…) La ver dadera realidad en el sentido fuer te de la palabra,
no son las cosas de fuera (…) La verdadera Realidad está en la moción cr eadora que nos anima a
cualquier a de nosotros y que nos une como fuente primer a de toda existencia realizante, añada-
mos r ealizante por cuanto es espiritual (Le Roy,op. cit., p. 224).
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este proceder que ellos llaman “método de inmanencia” (9), hallan
algo que por entonces había adquirido carta de naturaleza en la filo-
sofía r eciente: el sentimiento . De Dios, como de todo el supuesto
mundo externo, no se tiene conocimiento, tampoco se conoce
como fenómeno ni de manera intelectual; pero hay una clase de
sentimientos que, siendo un hecho interno a la conciencia diferen-
te de lo fenoménico, pr oporciona, según ellos, un contacto con lo
divino . Ese sentimiento consiste en la captación de la necesidad de
lo infinito, en la percepción de la indigencia ante lo trascendente o
ante lo incognoscible, de lo cual nada puede decirse racionalmente.
E n esto consiste el llamado principio de inmanencia religiosa: la
divinidad surge interiormente, no por vía del conocimiento, sino
como un sentimiento que es la fuente de toda la r eligión (10).
Si hemos entendido cómo, según el modernismo, se explica la
insistencia del hombr e en tratar de Dios por la presencia del senti-
miento r eligioso, sólo tendremos que sacar las consecuencias de ello
para entender , en toda su magnitud, el error de esta tendencia.
Intentaré mostrar , a modo de discutible ensayo, cómo de esta ver-
sión de la r eligiosidad, llamada inmanentismo religioso, se siguen,
con lógica implacable, las principales doctrinas heréticas del mod\
er -
nismo. Ante todo hay que insistir en que no hemos salido de la con -
ciencia, es decir , del hombre enclaustrado en su interior , que es
característico de la filosofía moderna. De igual manera que, según
el idealismo, cuando el científico habla de las cosas y de sus leyes \
no
habla más que de apariencias fenoménicas que se suceden de mane -
ra repetida, así el que habla de Dios no dice nada del mundo exter-
no, sino que habla de la pr esencia en el sujeto de unos sentimien -
tos. E n otras palabras, las doctrinas que pretendo mostrar hilv ana-
das unas a otras en una especie de deducción, se subor dinan entre
sí como ideas, atendiendo a div ersos criterios de preeminencia entr e
ellas y no en cuanto r epresentan la realidad, pues semejante hori-
zonte es ajeno a los pr esupuestos filosóficos de la concepción de que
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(9) BLONDEL M., Pages réligieuses , R.P. de Moncheuil ed., Au b i e r, Paris 1942, p. 128.
(10) La idea de los pr eceptos o de los dogmas revelados no adviene al hombre por la revela -
ción (en el supuesto de que la haya), ni de los fenómenos naturales (en la hipótesis de que no haya
). De donde surge esta noción es de una iniciativa intern\
a (B londel,op. cit., p. 129).
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aquí se trata (11). El proceso se desarrolla todo él en los límites de
la conciencia y depende precisamente de los caracter es propios de la
conciencia, que son principalmente tres: se da en todos los hom -
bres, tiene unidad y es una unidad vital.
La mente o conciencia es, en primer lugar , común a todos los
hombres en los cuales se da siempre, de manera más o menos oscu-
ra, el sentimiento religioso . En segundo lugar , la conciencia, en
todos sus aspectos, se caracteriza por tener la inestabilidad de lo
viviente, por estar en permanente transformación o cambio . En fin,
la mente humana no está formada por departamentos independien -
tes que siguen caminos separados, sino que constituye un todo, una
unidad, donde cada par te, cada tipo de vivencia, intelectual o no,
se conecta con el r esto. Veamos por separado las principales tesis
modernistas que se siguen de cada una de estas propiedades de la
conciencia de donde surge todo el hecho religioso .
La universalidad de la conciencia conlleva, en primer lugar la
confusión de lo natur al con lo sobrenatural: la presencia de D ios se
manifiesta a todo hombre como sentimiento de lo infinito, esto es
como una afección natural y común a todos, como común a todo
hombre es la alegría o la triste za. De ahí una primera consecuencia,
y no la de menor importancia: se sobrenaturaliza la naturaleza
humana. E n otras palabras, se confiere a la naturaleza del hombr e,
a todo hombre por el hecho de serlo, el beneficio de la r evelación y
de la gracia, cosa que para la doctrina católica sólo es propia de los
bautizados. Además, r esulta claro que toda religión es, de alguna manera,
v erdadera. En efecto, de lo anterior se sigue que todas las r eligiones
participan del carácter sobrenatural de la r eligión católica. Puesto
que el sentimiento religioso de suyo hace creyente al hombr e y, al
ponerle en contacto inmediato con Dios, le confiere la fe sobrena -
tural, toda r eligión es verdadera. Sólo difier en unas de otras por las
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(11) Según Blondel, la obra propia de la filosofía consiste en “ criticar unos por otros
todos los fenómenos que componen nuestr a vida interior, en ajustarlos y en estudiar sus conexio -
nes, en desarr ollar el determinismo integral, en ver qué principios son r equeridos por el pensamien-
to y por la acción, en definir las condiciones de que depende necesar\
iamente la r ealidad de los obje-
tos o los medios de salvación inevitablemente concebidos, de estudiar\
, por ejemplo, nuestr a idea de
dios, no en tanto que es Dios, sino en tanto que es nuestro pensamiento \
necesario y eficaz de Dios ”
(op. cit. p. 128).
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formulaciones más o menos perfectas del sentimiento religioso. Si
acaso, los modernistas conceden que la r eligión católica, por tener
más vida, es una formulación más acabada de la fe. En los asuntos
de religión no hay v erdad y falsedad en el sentido que el realismo
ingenuo confier e a esos términos. Las religiones son expresiones
más o menos afortunadas del sentimiento religioso, más o menos
intensas y ex citantes de ese mismo sentimiento, per o no son estric-
tamente hablando ver daderas, pues no pretenden enunciar algo que
se corr esponda con la r ealidad exterior a la conciencia (12).
El incesante fluir o vitalidad es otra de las características inhe-
r entes a la conciencia. De ella se sigue, ante todo, el carácter evolu-
tiv o de la religión: el sentimiento, como todo lo que vive, cambia a
lo largo del tiempo según las circunstancias. En cuanto la r eligión
se reduce a sentimiento, adopta formas diversas de manifestación a
lo largo de la historia. Ese sentimiento era rudo y deforme al prin-
cipio de la historia, pero con el decurso de los años se ha ido puli-
mentando hasta adquirir los diversos modos de religiosidad que
conocemos. P or ejemplo, la religión católica, nacida de ese hombre
de “inmanencia vital ” inigualable que es Cristo, de cuya poder osa
fuerza surgió la corriente que, a su vez pr odujo la Iglesia, ha adop-
tado, según las épocas, caras dispar es: primero fue judaica, luego
paulina, más tar de helénica, constantiniana, etc.
En fin, como se ha indicado, la conciencia tiene una unidad tal
que hay una necesaria influencia mutua de sus diversos aspectos y
estratos (13). El resto de concepciones religiosas del modernismo se
coligen de las relaciones que mantiene el sentimiento r eligioso con
los otros elementos que pueblan la conciencia y , muy especialmen-
te, con esa clase especial de fenómenos que es la presencia de otr os
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(12) La explicación que ofrece Loisy del “mito de la resurrección” es la siguiente: Nunca
se r epetirá bastante que tienden a integr ar en la historia, como un hecho
comprobado, lo que esencialmente fue una cr eencia, una intención o visión de fe. A fin de dar con -
sistencia al pr etendido hecho se quiso señalar el día y todas la demás circuns -
tancias, coor dinándolas con la muerte y adaptando a éstas las de la sepultur a. Las visiones se obje-
tiv aron en hechos exteriores, materiales, verificables y verificados: estos\
hechos se agruparon en una
serie como una vida póstuma de Jesús (…) La fe se procura a sí misma todas las ilusiones necesa -
rias par a su conser vación y su pr ogreso; al hacer esto no cumple siempre, hablando humanamen -
te, una obr a ilusoria(op. cit., pp . 106-109).
(13) El hombre no es un paquete de facultades aislables, cada una de las cuales hace sus
asuntos por su cuenta (Le Roy,op. cit., p. 210).
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hombres con los cuales forma sociedad, y también con el conoci-
miento intelectual que tiene por objeto los fenómenos: Aunque el hombr e está encerrado en la intimidad de su con-
ciencia, no se considera a sí mismo en la completa soledad, sino que
siente la necesidad, y percibe la presencia del “ otro”, es decir de los
seres semejantes a él. S ujetos también de una conciencia, con ellos
entra en contacto y forma dos tipos de sociedad, la sociedad civil y
la sociedad religiosa o I glesia. La Iglesia misma debe concebirse
como pr oducto de la conciencia común, o como dice la Pascendi“la
Iglesia es el parto de la conciencia colectiv a”. Los hombres necesi -
tan fijar , practicar y comunicar su fe, es decir su sentimiento reli-
gioso, de modo que tienden a formar comunidades para alcanzar
esos fines. La colectividad en la que se unen los que siguen a Cristo
es la Iglesia Católica. Y así, todo lo que a ella se refiere y lo que ella
misma significa adquiere un sentido nuev o a al luz de este origen
que le confieren los modernistas. Veamos algunos ejemplos.
Los dogmas no son más que la expresión del sentimiento r eli-
gioso, es decir , surgen cuando el hombre quiere expresar su fe o su
sentimiento religioso . El primer paso en la formación de un dogma
es el acto de conciencia del cr eyente que los modernistas llaman
“ pensar su fe”, y que viene a consistir en buscar la adecuada expr e-
sión de sus sentimientos (14). Sólo después, esa expresión o formu-
lación puede ser sancionada por la comunidad eclesiástica y por la
jerar quía. Los dogmas no expresan, pues, verdad alguna acer ca de
lo real. No son más que instr umentos afortunados para provocar
sentimientos r eligiosos en una comunidad y , a la vez, son símbolos
de quienes poseen un mismo sentimiento según las religiones y sus
diversas épocas de desarrollo
Evidentemente, así concebidos, los dogmas son mutables.
Según cambien las circunstancias históricas, según las dificultades
con que se encuentre la comunidad religiosa, según el grado de desa-
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(14) La fe en los dogmas supone la fe viva (…), fórmula profundamente v erdadera cuan -
do r ecuerda que la formulación intelectual de la dogmática cristiana no se ha determinado sino
en el seno de una sociedad cr eyente, que no puede ser vivificada y desarr ollada más que por una
fe viviente y , para entender plenamente el dogma, se ha de llevar plenamente en sí la plenitud de
la Tradición que la ha alumbr ado(Blondel, op. cit., p. 170).El espíritu humano no puede pr es -
cindir de una teología que le permita pensar su fe: y tampoco aceptar bajo ese nombr e no se sabe
qué necrópolis de fórmulas donde dormirían unas ideas momificadas (Le Roy.op. cit. p. 188).
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rrollo de la ciencia, según evolucionen las formas de sociabilidad y
los modos de expresión en una comunidad religiosa, cambiarán
también los dogmas que no son más que expr esiones transitorias del
sentimiento r eligioso. Es propio de los dogmas que deban modifi-
carse para mantener su v alor vital. Carecen, pues, de la inmutabili -
dad que la I glesia siempr e les ha atribuido .
Es muy interesante el mecanismo por el cual se produce la evo-
lución de los dogmas: la jerar quía eclesiástica surge de la Iglesia que
es, a su v ez, resultado de la colectividad r eligiosa. Esa jerarquía tiene
la función de mantener la cohesión por medio de ritos y doctrinas
comunes, cuya finalidad es la de r eavivar el sentimiento religioso.
La jerarquía tiende por naturaleza al anquilosamiento y a la perma-
nencia inalterable de los dogmas y de la liturgia. P ero todo ello,
dada la naturaleza vital del sentimiento religioso, se convierte con
el tiempo en fórmulas ineficaces necesitadas de r enovación para que
surtan efecto sobre el sentimiento . Es, por tanto, deber de los teó-
logos y de los laicos pr omover la transformación de la liturgia, de
los símbolos sacramentales y de los dogmas para que se adapten a
las circunstancias v ariables de la vida del creyente. D e ahí un per-
manente conflicto entr e estas dos fuerzas –la de evolución y la de
permanencia– que no debe tenerse por extraor dinario y escandalo-
so, sino que ha de entenderse como el pr oceso natural de desenvol-
vimiento del dogma en la sociedad eclesiástica (15). Como sabemos, la mente humana no contiene sólo los senti -
mientos que pr oducen la conciencia común eclesiástica; en la
mente apar ecen también los fenómenos o repr esentaciones objeti-
v as que se ofrecen como inevitablemente dadas. De la distinción
entre lo sentimental y lo fenoménico dependen dos conflictos tan
impor tantes como el que se enfrenta la sociedad r eligiosa con la
civil y el que se da entr e la ciencia y la fe. Estos dos conflictos deben
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406
__________
(15) Sin duda no hay nada más profundo , más íntimo que el sentimiento religioso. Pero,
en primer lugar , íntimo y profundo no significa individual. Además, la creencia, unida al senti -
miento es de natur aleza expansiva, siempre deseosa de extenderse y de prolongarse. P ortadora segu-
r a del misterio , experimenta la necesidad de los apo yos que le procura la puesta en común en lo
actual por la continuidad dur adera en lo sucesivo. Incluso este doble carácter es el que hace con -
cebir un pr ogreso en su desarrollo (…) Así, par a prevenir tanto la desecación como la divagación,
surge en ella la necesidad del contr ol recíproco que ejer cen, una sobre la otra, la institución ecle -
siástica y la iniciativa interior (Le Roy.op. cit. p. 168; cf.p. 182-3).
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resolverse, según la concepción modernista, concediendo el lugar
adecuado a cada cosa, pero atendiendo al mayor o menor peso que
unos elementos de la conciencia tienen respecto de otr os. La ley
más importante que parece regir este juego de fuerzas es la superio -
ridad de lo fenoménico sobre lo sentimental, dado que lo primero
se ofr ece a la mente como pr esencia objetiva del mundo externo,
mientras que lo emanado de los sentimientos aparece como pr o-
ducto subjetiv o, de suyo mudable en la conciencia colectiv a.
La ciencia y la fe son facetas de nuestra interioridad que, de
suyo, están separadas; pues versan sobre asuntos difer entes: una
trata de los fenómenos, la otra de los sentimientos inmanentes.
Ahora bien, como entre la ciencia y la expresión dogmática de la
religión se pr oducen en ocasiones contradicciones, conforme a la
ley indicada es la religión la que debe adaptarse a los dictados de la
ciencia y no a la inversa. Y eso no sólo respecto de ciencias rigur o-
sas como la física o la filosofía, sino también respecto de la historia
y la exégesis de los textos. Así, para la historia, Cristo no es m\
ás que
un hombr e, poco común desde luego, pero un hombre. En cambio
para la fe Cristo es D ios. Mas, puesto que la mente del hombre no
puede desdoblarse para admitir esta contradicción, el sentimiento
religioso deberá acomodarse a la ciencia. Y así, siguiendo con el
mismo ejemplo, Cristo debe concebirse como un hombre de gran
inmanencia religiosa, cuyos hechos históricos fueron posteriormen -
te adornados por las fabulaciones prodigiosas de los primer os cre-
yentes y de los evangelistas, con las cuales no pretendían ofr ecer una
historia objetiv a, sino leyendas para ex citar la fe. La creencia en la
divinidad de Cristo es, pues, fruto de una fabulación que le llegó a
afectar a Él mismo, pues, al final de su vida adquirió probablemen-
te conciencia de su carácter divino (16). La misma ley parece v aler para las relaciones entr e la Iglesia y el
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407
__________
(16) La función estática de la comunidad religiosa tiende a la \
estrechez negativ a y con-
servadora. S u manifestación más característica, según Le Roy , es lo que llama, siguiendo a
Bergson, “la función fabuladora ”, que describe con estas palabras: la función fabuladora “ es
una actividad que procede a la cr eación de personajes y acontecimientos significativos, mitos o
fábulas, cuyo cuerpo de imágenes tiene en su origen menos importancia que el alma de su signifi -
cación. S in embargo , muy pronto, se les hace corresponder unos ritos y se les adjuntan glosas que
consolidan los temas de enseñanza par a su transmisión y, al mismo tiempo, se les confier e una
repercusión cr eciente a partir de datos legendarios comentados como si fueran reales ”(Le Roy. op.
cit. p. 176).
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Estado. El hombr e no sólo siente y viv e dentro de la comunidad
eclesiástica, sino que también piensa y actúa en la sociedad civil.
U na y otra se diferencian de manera parecida a como se distingue
la ciencia de la fe. S i entre éstas había una div ersidad de objetos,
entre aquéllas hay una diversidad de fines: una persigue lo espiri-
tual, perteneciente al mundo de los sentimientos, el otro lo tempo-
ral que pertenece al mundo de los fenómenos. De lo cual se colige
que, al tener la política como fin los fenómenos objetivos y la reli-
gión sentimientos subjetiv os, ésta no puede pretender imponer
nada a la política. Es un abuso de autoridad que la I glesia pretenda
dar dir ectrices políticas. Es más, en caso del conflicto que se da
cuando un católico pretende actuar en política, y en las manifesta -
ciones externas del culto, la religión debe someterse a las exigencias
del poder civil. Hemos visto cómo la concepción de la religión entendida como
producto inmanente de la conciencia trastoca o tergiversa, uno tras
otr o, el significado de todos los pilar es de la verdadera religión. De
ahí que, según la Pascendi , el modernismo parezca haberse propues -
to juntar “el jugo y la sangre de cuantos errores acerca de la fe han
existido ” (17). Queda por tratar la cuestión más importante, que la
encíclica examina al final, y que se pr esenta de manera inevitable a
cualquier cr eyente que lea estas doctrinas: ¿los que así piensan creen
o no “ en que fuera de él hay un Dios en cuyas manos caerá un día ”?
La encíclica ofrece las dos únicas r espuestas posibles, ambas des-
tructivas de la religión en su totalidad: el ateísmo o el panteísmo .
El hombr e no tiene ciencia de D ios, ni los escritos revelados lo
dan a conocer objetivamente, pues sólo tratan de ex citar el senti-
miento r eligioso, no de narrar hechos. El único contacto con Dios
se da a través del sentimiento . Pero entonces caben sólo dos posibi-
lidades: que ese contacto sea con una cosa r eal o que no vaya más
allá del pr opio sentimiento subjetiv o (del sentimiento de indigen-
cia de lo infinito). S i lo primero, entonces el hombre es par te de
D ios, el alma y D ios son caras de una misma cosa. Se cae en el pan -
teísmo . Si lo segundo, entonces no hay noticia de D ios, como tam-
poco la hay de las restantes cosas. Se cae en el ateísmo.
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(17) Denz. n. 2105.
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Actualidad de la Pascendi y del moder nismo.
La Pascendi presenta, como he tratado de exponer , un sistema
no católico de pensamiento de manera or denada, empezando por
una teorías fundamentales y primeras, que son de orden filosófico,
para luego sacar las consecuencias de esos principios en la totalidad
de las ramas del saber cristiano . No ofrece la condena de tal o cual
autor ni de tales o cuales proposiciones concretas, sino que pr esen-
ta lo que podríamos llamar una actitud intelectual, una tendencia o
espíritu adoptado, de manera común, por una serie de sabios cuyos
nombres se omiten. La razón de esta omisión no fue sólo el deseo,
frecuentemente destacado, de tratar caritativamente a los eclesiásti -
cos y laicos desviados, muchos de ellos de vida irrepr ochable, y
posiblemente animados al principio de buenas intenciones.
T ambién, si mal no entiendo, lo que con ello pretende la encíclica
es superar la dificultad de deslindar la secta o la doctrina condena.
P or eso evita que su enseñanza se vea limitada a unas cir cunstancias
y doctrinas formuladas de una manera determinada. P ues el moder-
nismo que se condena en la encíclica no constituye una secta públi\
-
camente r econocida y de netas fronteras, ni es la escuela fundada
por un único pensador , sino que constituye más bien un conjunto
de teorías de apariencia multiforme y de extraordinaria capacidad
de evolución y adaptación. Tiene, por principio, una ilimitada apti -
tud para asumir nuevas doctrinas con r enovado v ocabulario, lo cual
hace casi imposible atajar completamente el mal que entraña por
medio de la condena de unas expresiones concr etas, como tantas
v eces ha hecho la I glesia. Pienso, pues, que el estilo de la encíclica,
que es consciente y r econocidamente peculiar , responde al deseo de
que los fieles comprendan, desde sus principios profundos, una
manera de entender el mundo y la religión de la que se siguen doc -
trinas heréticas encadenadas lógicamente entr e sí. Con lo cual pre-
tende propor cionar una coraza intelectual contra un enemigo que
no se declara como tal y que no tiene bandera ni uniforme. Y a mi entender logra este fin de manera admirable. Quien
haya leído algo de Blondel, Loisy o Le R oy se dará cuenta de lo bien
que la encíclica condensa su pensamiento, haciéndolo a la vez ase-
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quible (18). Quien haya leído la Pascendientenderá con mucha cla -
ridad lo que ha sucediendo en el seno de la Iglesia durante los ya
dilatados tiempos postconciliar es. Gracias a ella le apar ecerán en
mutua dependencia, una serie de no vedades y errores que, desde
hace cuarenta años, afloran en documentos de conferencias episco-
pales, en declaraciones de teólogos y en sermones dominicales. Y, al
mismo tiempo, se convencerá de que ha debido haber una podero-
sa corriente interna a la pr opia Iglesia que ha logrado penetrar y
apoderarse de buena parte de las jerar quía eclesiásticas.
Hay buenas razones para pensar que esa convicción no es una
impr esión injustificada y que la Pascendino sólo tiene la vigencia
per enne de toda condena, sino que tiene además amplísima aplica-
ción dentr o de lo que oficialmente es hoy la Iglesia. N o es cosa de
enumerar aquí cuánto hay en ella de las doctrinas referidas arriba.
E ntre las colecciones de doctrinas heterodoxas consentidas, cuando
no pr omovidas, por altas jerar quías eclesiásticas, basta con citar el
I ota U numde R omano Amerio (19).
Cabe, sin embargo, evidenciar la per vivencia del modernismo
antes del Concilio con el argumento de autoridad que proporcio-
na la insistencia de la Santa S ede en repetir y renovar la condena del
modernismo en las decadas que siguier on a la Pascendi. El propio S.
Pío X, unos meses después de la condena, ya se quejaba de la auda-
cia de los modernistas, empeñados en quitar fuerza al decr eto
Lamentabili y a la Pascendi (20) y, en 1910, establecía el juramento
antimodernista para atajar la her ejía todavía no sofocada. Y no sofo -
cada la encontró Pio XII cuando, en 1950, tuvo que repetir la con-
dena del modernismo y de los neomodernismos en su encíclica
H umani generis.
En cuanto al triunfo del modernismo tras el Concilio, bastará
con r ecordar las pretensiones reformadoras del modernismo según
la Pascendi . La enumeración de algunas de ellas habla por sí misma:
1) que se inno ve la filosofía y se r elegue la escolástica a la historia,
2) que en los libr os catequéticos sólo se consignen los dogmas inno -
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(18) En las notas a pié de página he tratado de ofr ece algunas citas que, a mi entender,
corr oboran esta aser ción y dan una idea de cuán farragosa es la literatura de esos autores.
(19) AMERIO R., Iota Unum. Estudio sobr e las transformaciones de la Iglesia C atólica
en el siglo XX, C. López-Arias Motenegro trad., C riterio Libros, Madrid 2003.
(20) Denz. 2113.
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vados, 3) que la iglesia ha de r eformarse en el aspecto disciplinar y
dogmático y adecuarse al pensamiento moderno y a la democracia
y 4) que se cambien las congregaciones romanas y en especial la del
Santo O ficio y del Índice.
Lo cual puede además corroborarse con estas frases de un autor
reciente que canta la heroica lucha de unos hombr es contra la
adv ersidad: “Se hallaron las más de las veces sin cober tura humana
en la más avanzada línea de fuego con el sólo evangelio de
J esucristo. Con fr ecuencia sólo tras decenios y a v eces sólo después
de la muer te se les ha mostrado gratitud públicamente; a algunos de
ellos sólo los rehabilitó el Vaticano II. Y así sus sufrimientos– sin
por ello excusar a quienes se los pr ocuraron– se han convertido en
gracia: el Señor , que se mantiene fiel a su I glesia no permitió que
quedaran fallidas las esperanzas que ellos no cesaron de abrigar con -
tra toda esperanza ”.
Estas palabras no versan sobre ningún santo, ni las ha escrito
ningún piadoso hagiógrafo, por que de lo que tratan es de “los teó-
logos o sacerdotes obr eros, apóstoles de las parroquias y seglares
comprometidos ” que deseaban el cambio de la teología y la liturgia
y de la vida eclesial en general, el contacto con otras iglesias cristia-
nas, con las religiones del mundo y con el mundo secular moder -
no ”; y quien las escribe es H ans Küng (21).
La r esistencia moder nista
¿Dónde radica el secreto del éxito que ha tenido el modernis -
mo para invadir con tal amplitud la Iglesia a pesar de las condenas
sucesivas que ha pronunciado Roma, desde tiempos de Lammenais
hasta P io XII? El modernismo, en efecto, tiene una especie de
genialidad satánica en la capacidad de pervivencia que ha desarr o-
llado . Me explico: es verdad, como ha señalado el S r. D umont que
el engaño y el disimulo no tienen nada de extraordinario y que son
frecuentes en las tendencias transformadoras de la sociedad. Es ver-
dad también, según ha dicho el P rof. Ayuso que el modernismo no
es por eso ajeno a la formación de sociedades secretas para prestar -
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(21) KÜNG H., Sinceridad y Veracidad.En tor no al futuro de la Iglesia, Herder,
Bar celona 1970.
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se ayuda mutua en la consecución de sus fines. Sin embargo, creo
que el éxito hasta ahora nunca visto de introducirse y permanecer
en el seno de la Iglesia hasta dominar muchos de sus resortes, nece-
sita una explicación que se sale de lo or dinario. Lo que, a mi enten -
der , tiene algo de extraor dinario es que un sistema de ideas sin fina-
lidad práctica inmediata tenga unas virtualidades prácticas de las
que no eran conscientes quienes construyeron el sistema. La capa-
cidad de pervivencia e impermeabilidad frente a la Iglesia que tiene
el I slam, a pesar de la simplicidad teórica y práctica de su doctrina,
permite avizorar la influencia de una mente superior a la de su fun -
dador. Y lo mismo ocurre con la resistencia a los medios disciplina-
rios de la Iglesia que ha manifestado el modernismo . Sea de ello lo
que fuer e, resultado que el modernismo es algo similar a esas bacte -
rias hospitalarias que parecen alimentarse de los mismos antibióti-
cos con que se las combate. Esa capacidad le adviene, a mi enten-
der , de la confluencia de algunas de las ideas modernistas que expo -
ne la Pascendi y, más concr etamente, a las siguientes:
1) S u doctrina, aunque los destr uye todos, no niega abierta -
mente ningún dogma. Un modernista y un fiel (hablando en gene-
ral) no se distinguen por que uno afirme lo que el otro niega. La
difer encia reside en la manera en que entienden las mismas propo-
siciones, pues, como se ha visto, para uno las enseñanzas de la
Iglesia expr esan la realidad y para otr o son la manifestación fabula-
da de aspectos de nuestra conciencia. Viene a ser como si el moder -
nista viera como una película de ficción lo que el cr eyente ve como
un documental o un noticiario . Ambos conocen lo mismo, pero
para uno el magisterio es una especie de no vela, mientras que para
el otr o es más cierto que un tratado científico .
De ahí una primera dificultad muy general para que las conde-
nas afecten a los modernistas, pues están dispuestos a admitir lo
mismo que enseña la Iglesia, pero de otra manera, y así no hay
quien se entienda. Toda afirmación se vuelve ambigua, lo cual es
aprov echado por los modernistas para no sentirse afectados por las
adver tencias y condenas.
2) De otra par te, el evolucionismo de los modernistas dificulta
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la condena de sus doctrinas declarando heréticas unas sentencias
concretas. Toda lo religioso está sometido, según ellos, a la ley de la
transformación permanente, de modo que las doctrinas de los
modernistas y las formas de expresarlas sufren una incesante r emo-
delación. Después de la Pascendi, la adopción de toda clase de filo -
sofías ha dado lugar a neomodernismos sucesivos, basados unos en
el existencialismo, otros en la fenomenología, y la axiología, en el
personalismo, e incluso en el marxismo o en las infinitas posibilida -
des de combinación que todo ello ofr ece.
3) En fin, el modernista, por principio, está interiormente a
salvo de las condenas. P ara cualquiera de nosotros la condena de
nuestras opiniones, la suspensión o la excomunión, son penas canó\
-
nicas de extraordinaria importancia que difícilmente soportaríamos\
sobre nuestras espaldas con tranquilidad. P ara el modernista, dado
el papel de motor del cambio que confiere al teólogo y al laico, las
condenaciones son cosa que no le afectan en su interior . Porque el
sabio modernista entiende que su papel, y su deber , consiste en pro-
mov er la adaptación a los tiempos del sentimiento religioso . De lo
cual necesariamente se sigue el enfrentamiento a una jerarquía cuya
función es, por su lado, la de mantener la tradición que une la
comunidad de creyentes con el espíritu de su fundador . Sufrir la
oposición de la jerarquía es parte del oficio del teólogo, como lo es
mantenerse dentro de lo que ellos entienden que es el seno de la
Iglesia, es decir , con cátedra dentro de la sociedad de creyentes (22).
Estas características de la doctrina modernista, y de otras teo-
rías más o menos próximas, como el liberalismo católico, han\
hecho
que una y otra vez las condenas y admoniciones no hayan alcanza-
do el éxito. U na y otra vez los afectados por ellas han comentado,
reinterpr etado y tergiv ersado los textos condenatorios para justifi-
carse, sin alejarse oficialmente de la Iglesia. Así ha ocurrido desde
los discípulos de Lammenais hasta Teilhard de Chardin y Rahner ,
pasando por Dupanloup y otros muchos.
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(22) Le Roy manifiesta una cier ta conciencia de este pr oceso: una reforma no puede lle -
varse a efecto más que desde dentro: la historia también es testigo de ello . Muestr a incluso que los
obrer os o los pr omotores de la r eforma deben saber aceptar el fracaso aparente, al menos en cuan -
to a sus personas; y la necesidad de pertenecer a la Iglesia, de participar en su vida, es lo que hace
que par a ellos su fr acaso no sea más que una apariencia tr ansitoria (op. cit.p. 185-6).
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Queda por r esolver, sin embargo, la dificultad, apuntada al
principio, según la cual la unidad que se atribuy e desde las filas del
tradicionalismo a este mo vimiento no es más que una invención sin
fundamento . Como también lo es la extensión de las condenas de
la Pascendi más allá del conjunto relativ amente pequeño de autores
que se vier on directamente afectados por los actos disciplinarios que
siguier on, o precedier on, inmediatamente a la encíclica. La Pascendi
sólo describe y condena, según la interpretación de R ops, las intem-
pestiv as doctrinas de un gr upúsculo de sabios bienintencionados, y
mal organizados, que se ex cedieron en su deseo de fundar una exé-
gesis científica y llegar on a conclusiones inadmisibles para la I glesia.
U na vez que esos autores fueron debidamente amonestados y se
situar on unos fuera de a la Iglesia, mientras que otros se sometían
se puede decir que el modernismo se convir tió en un incident clos.
D e hecho, es una dificultad digna de consideración la heterogenei-
dad de los mo vimientos y doctrinas que el pensamiento tradicional
se empeña en aunar , unas veces bajo el nombr e de modernismo,
otras bajo el de liberalismo católico o el de progresismo. Parece que
el idealismo o inmanentismo a la manera de B londel poco tiene que
v er con el realismo de M aritain. Y lo que tiene de racionalismo
cientificista el primer modernismo no casa con el irracionalismo
existencialista del llamado neomodernismo, que condena la
H umani generis . Tampoco los autores y mo vimientos políticos del
liberalismo católico, desde Lamennais a Le S illon parecen tener
nada en común con las especulaciones exegéticas de Loisy o con la
filosofía de Le R oy, que no serían pr obablemente entendidas por
esos r etóricos y activistas políticos. Cabe incluso señalar que los
mismos actos de magisterio por los que se condenaron a estos auto -
r es y movimientos, no los ponen expresamente en conexión. Quizás
el caso más claro sean pr ecisamente la encíclica Pascendiy la carta
Notr e charge apostolique, ambas de S. Pío X, que condenan, por
separado, sin hacer expr esa mención una de la otra, de una par te, el
modernismo y , de otra, las desviaciones de Le Sillon.
P or tanto, si había razones para unificar las diversas tendencias
que concurren a la postr e en lo que se ha llamado el postconcilio,
todavía vigente, no faltan raz ones para mantener la tesis de la hete -
rogeneidad y desconexión, tanto ideológica como organizativa. Esa
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tesis, sin duda, complace al modernismo. Porque, como ocurre con
todo movimiento r evolucionario y pr ogresivo, gusta de presentar
sus doctrinas como si car ecieran en absoluto de unidad, como si
procedieran de una tendencia espontánea que ha aflorado en la
sociedad de creyentes por todas par tes y de manera dispar, como si
fuera la r espuesta natural de un organismo a las circunstancias his -
tóricas. E n otras palabras, el modernismo y el progresismo se con -
sideran a sí mismos una nuev a primavera de la Iglesia, que ni ha
necesitado de una organización para triunfar , ni tiene una continui-
dad o una unidad ideológica, sino que ha brotado de la vitalidad
misma del espíritu cristiano en progr eso.
La unidad del moder nismo y del liberalismo católico
Sin embargo, esta visión me parece una idealización interesada
y ajena a la r ealidad. Sigo pensando que es mucho más verdadera la
v ersión que halla una profunda unidad ideológica en todas estas
corrientes, lo cual no ex cluye, como dije antes, una unidad más o
menos efectiva y continuada en su organización como sociedad
secreta o grupo de presión. P or ello quisiera destacar la unidad doc -
trinal que enlaza dos mo vimientos que a menudo se consideran
independientes: de una parte la corriente política que va del libera-
lismo católico a la democracia cristiana y, de otra, la corriente filo-
sófica que va del modernismo a los neomodernismos hasta abocar
en el triunfante pr ogresismo. Con ello no pretendo añadir gran cosa
a lo ya conocido, pues la existencia de esa unidad la ha destacado ya
el S r. Dumont en su ponencia, y , por otro lado, existen estudios que
establecen la unidad de cada una de las dos líneas de pensamiento
mencionadas. En efecto, Andrés G ambra, escritor muy querido
para mí, ya expuso, siguiendo entre otr os a Canals y Havard de la
M ontagne, la corriente de pensamiento y acción política que enla -
za a Lamennais con Sangnier , pasando por Dupanloup y demás
(23). M einvielle, por su par te, ya había estudiado la conexión
entre esta corriente y Maritain (24). Por su parte, el r eciente e inte-
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(23) GAMBRA A., “Los católicos y la democracia. Génesis histórica de la democracia
cristiana ”, en Los Católicos y la Acción P olítica, Speiro, Madrid 1982, pp. 11-284.
(24) MEINVIELLE J., De Lamennais a Maritain, Buenos Aires, 1967.
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resantísimo libro de Bourmaud (25), ha puesto en claro que las
bases filosóficas comunes al modernismo de principios del XX y al
neomodernismo de Teilhard, de Lubac y de Rahner , entre otros
muchos, se r emonta a las doctrinas idealistas y agnósticas caracte-
rísticas del pensamiento moderno .
A mi modo de ver , lo que confiere un aire de familia a estas dos
tendencias es que, tanto el modernismo filosófico como el liberalis -
mo católico, no hacen sino mantener , unas veces como teoría y
organización política, otras v eces desde la perspectiva exegética,
científica o filosófica, unos postulados vitalmente sentidos, una fe
común que no pr ocede de disquisiciones críticas o metafísicas. E n
otras palabras, me parece que, en sus esferas diversas de actuación y
con grados dispar es de profundidad, todos estos mo vimientos y
autor es emplean las ciencias, la filosofía, la historia, la exégesis y la
r etórica política en orden a justificar , conforme a las exigencias y
modas de cada momento, unas cr eencias comunes y unos intereses
prácticos que no se fundan en esas ciencias, sino que se sirven de
ellas para conferirles autoridad y verosimilitud. Si se me permite un ensay o al respecto, yo diría que esas creen-
cias e inter eses comunes al modernismo y al liberalismo son tr es, y
de tr es clases diferentes: una motiv ación de índole política, un
núcleo doctrinal casi r eligioso de aspecto multiforme pero que
constituy e la esencia de toda esta corriente y un mito útil o estraté-
gico que sirve de calzador para embutir el núcleo teórico en el cuer -
po doctrinal del catolicismo y para alcanzar la meta práctica que les\
sirve de motiv ación.
La motivación común he dicho que es política, lo cual debe
entenderse con toda la amplitud que ese término permite y no con
un mer o sentido par tidista o como pr eferencia acerca de un régi-
men. Se trata más bien de un interés por la ciudad, por la sociedad
tanto religiosa como civil. A mi modo de ver, el motor de numero-
sísimos sistemas filosóficos se halla en la política y el deseo\
de resol -
v er los enfrentamientos sociales de cada época constituye el acicate
primer o de muchos sistemas filosóficos. P ero, dejando la generali-
dad discutible de este aserto, creo que la preocupación más inme-
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(25) BOURMAUD D., Cien Años de Modernismo , Mestre Roc J. M. y M estre Roc J.
trads., F undación San Pío X, Buenos Aires 2006.
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diata de todos los movimientos que nos ocupan nace del repetido
enfr entamiento entre el poder político y el eclesiástico en los dos
últimos siglos (26). La pretensión común a todos ellos consistió en
lograr una legitimación teórica, desde premisas supuestamente cris\
-
tianas, de la democracia surgida de la r evolución, es decir de la
v oluntad popular como criterio último de legalidad. E llo suponía,
ante todo, la eliminación del criterio de legalidad que en la época
anterior r esidía como instancia suprema en la Iglesia. De ahí el
arrinconamiento político de esa institución religiosa que pr opug-
nan todos estos mo vimientos, aunque muchas veces se haya pr esen-
tado hipócritamente como remedio para salvaguar dar la indepen-
dencia y libertad de la Iglesia. P ero, además suponía, la transferen-
cia al cuerpo de la sociedad civil de la fuente de legalidad última
atribuida con anterioridad a la Iglesia. Lo cual enlaza con el segun -
do punto que, desde la perspectiva política, consiste en otorgar a
una supuesta espontaneidad natural del hombre la confianza y la
seguridad de criterio que con anterioridad sólo se concedía a D ios
y a su Iglesia. El segundo punto, que conforma el núcleo doctrinal sobr e el
que se sustentan semejantes esperanzas, es más difícil de describi\
r , e
incluso de designar con un nombre común. Llamémosle humanis-
mo. T odos estos mo vimientos coinciden en concebir al hombre
como dotado de una iniciativa o creatividad natural que origina
cuanto es por sí mismo valioso, lo cual hace del hombr e centro y fin
del hombr e y del universo . Cuando semejante idea no se entiende
como limitado o mermado por la divinidad, aunque sí por la r eli-
gión institucional; cuando se entiende como pr esencia natural de lo
sobrenatural en el hombre, con independencia y anterioridad a la
rev elación y a la gracia, con independencia de los sacramentos y de
la Iglesia, entonces se llama humanismo cristiano y, también, natu-
ralismo . Este humanismo pretende que el hombre, con seguir su
naturaleza auténtica o su sincera espontaneidad, alcanza los conoci -
mientos morales y r eligiosos, la misma inclinación al bien y la
misma inocencia que la Iglesia pretende dispensar con sus ense-
ñanzas y sus sacramentos. Que tal cosa se conciba como una razón
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(26) Lo cual no excluye que también trataran de resolv er otros conflictos, como la con-
traposición entre filosofía y la r eligión.
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general infalible de que habla Lamennais, en la cual está presente el\
cristianismo ya antes de Cristo (27), que se conciba como el senti-
miento inmediato de la divinidad que describe la Pascendi,o como
impulso infinito hacia la libertad espiritual de que habla Le Roy
(28); que se piense a la manera de ese ideal cristiano que, según
Sangnier , compar ten creyentes y no creyentes (29), o a la manera
del humanismo teocéntrico de M aritain que, a la postre, viene a
fundarse en que “ todo ser humano, por el hecho de serlo (…) es ya
misteriosamente hijo de la Iglesia ” (30), o en la idea de que el cris-
tianismo actúa como energía histórica sobr e las profundidades de la
conciencia profana (31); que se entienda, en fin, como el cristianis -
mo anónimo de Rahner , según el cual, desde la Encarnación, la
humanidad se ha convertido “ real y ontológicamente en pueblo de
los hijos de D ios, aún antes de la santificación efectiva de cada uno
por la gracia ” (32); en cualquier caso, se describa de una u otra
forma, el signo de identidad, el punto de unión de estas corrientes,
r eside en conferir al hombre como tal hombr e y a lo que de él pro-
cede, cuando piensa decide u obra de manera espontánea, auténti -
ca o libr e un valor , una dignidad y r espetabilidad, que no es un don
gratuito de D ios a este o aquel hombre, sino a todo hombre por su
esencia. Este núcleo doctrinal es compatible no sólo con el idealismo y
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(27) Cf. Gambra A., op. cit., p. 139.
(28) Le Roy , en una página donde se lanza a expresar sus más profundas convicciones
sin las pr ecauciones que suelen adoptar , manifiesta claramente esta fe en la espontaneidad
natural de lo que llama “ el pensamiento”: En lo más íntimo de sí mismo, super ando todas las
encarnaciones individuales (…) el pensamiento alcanza como principio supremo de verificación
o de r ealización, no un dato r ecibido, cerrado o adquirido par a siempre, y que le serviría de mode-
lo , de norma exter na, sino un don cr eador de iniciativa perpetua, una moción inspiradora de
invención que brota de manera continua; en pocas palabras, una potencia de impulso infinito ,
más allá de toda necesidad ya hecha, hacia más libertad espiritual (op. cit., p. 221).
(29) Cf. Gambra A., op. cit., p. 278.
(30) Citado por L AFARGUE-DICKES G., “De l’Église invisible: la foi à l’état supra-
consciente supra-conceptuel ”, en L’unité spirituelle du genr e humain dans la religion du
V atican II , Revue de l ’Institut U niversitaire Saint-Pie X, hors série, P aris 2004, p. 114.
(31) Cf. MEINVIELLE J., Correspondance avec le R.P . Garrigou Lagr ange à propos de
Lamennais et Maritain , Nuestro tiempo, Buenos Aires 1947, p. 116.
(32) Citado por MEINVIELLE J., De la Cábala al P rogresismo, Epheta, B uenos Aires
1955, p. 293; Cf.Bourmaud, op. cit.,cap. 18, n. 2 y 3, y RAHNER K., “N aturaleza y gra-
cia ”, en Panorama de la Teología A ctual, Feiner J., Trütsch J. y Böckle F . eds., Guadarrama
Madrid 1961.
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con el racionalismo, como señala la encíclica, sino con cualquier
construcción incluso realista o también irracionalista, con tal de
que confiera al hombre por el hecho de serlo una superioridad valo-
rativa que permita esperar el advenimiento del ideal cristiano de la
sociedad por caminos puramente laicos y humanos. En fin, el mito útil es la idea ilustrada del progreso o de la ev o-
lución per fectiva de la humanidad, que, con motivo de su pr esun-
to crecimiento o maduración, sir ve de un lado para calzar en la doc -
trina de la Iglesia lo que en otr o tiempo condenó y, por otro, para
dar a sus construcciones doctrinales la fuer za que confiere la segu-
ridad del éxito ineluctable. Todo ello, desde la perspectiva católica, es una sinrazón mons-
tr uosa que, en cualquiera de sus dimensiones, sólo se explica por
una fe radicalmente distinta de la cristiana. P orque el propósito
práctico, en la realidad, no ha hecho más que coleccionar derr otas
y reducir a la I glesia a un estado de impotencia y desprotección
inconcebible hace unos años. P orque el principio fundamental es
tan erróneo como confundir la potencia con el acto o el deseo natu -
ral de Dios con los beneficios efectivos de la revelación y de la gra-
cia. P orque, en fin, no nos es dado escrutar el día y la hora y , menos
aún, convertir las elucubraciones sobre la divina providencia y la
historia en criterio de verdad y norma de conducta. El meollo de esta crisis, según he dicho, se r educe, en cierta
manera, a un malbaratar con largueza excesiv a los beneficios de la
redención. Muchos eclesiásticos, ofr eciendo café para todos, pare-
cen empeñados en prodigar la herencia de N uestro Señor, y así han
logrado que la Iglesia más que su esposa par ezca un hijo pródigo.
N o sabemos cuánto puede durar una crisis como ésta. La crisis
moral de la I glesia bajo medieval y r enacentista duró doscientos
años. Q uiera Dios que esta crisis de fe no dur e tanto; quiera Dios
que el catolicismo no tenga que envidiar la comida de los cer dos y
que pronto podamos sacrificar el ternero cebado para celebrar el
retorno del hijo pródigo .
E L M O DE RN IS M O F I LO S Ó F I CO
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