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El movimiento por la unidad de todos los cristianos en la Iglesia de Cristo

 

EL MOVIMIENTO POR LA UNIDAD DE TODOS LOS CRISTIANOS EN LA IGLESIA DE CRISTO[1]

 

El movimiento hacia la unidad de todos los cristianos en la Iglesia de Cristo, que suele denominarse con el nombre, un tanto equívoco, de ecumenismo, es un tema de máxima actualidad.

Se trata de uno de los fenómenos más característicos y esperanzadores de la hora actual del mundo cristiano. Y es, por otra parte, un tema de máxima actualidad por una serie de factores que se han conjugado para adelantarlo a un primer plano de nuestra atención: el debate sobre el ecumenismo con que se cerró la segunda sesión del Concilio, la peregrinación del Papa Pablo VI a Tierra Santa, su cordial abrazo con el Patriarca Atenágoras, remate de las innumerables muestras de afecto hacia los hermanos separados en que fue pródigo el pontificado de Juan XXIII, etc.

El tema es de interés universal. Son innumerables los documentos de los obispos de todo el mundo que vienen fijándose en él. Pero pienso que tiene especial interés para nosotros, en España. No faltará quien juzgue que no puede interesarnos demasiado, porque nuestra Patria no padece el pluralismo religioso de otras. Pero, precisamente por eso, no pudimos vivir un día la prehistoria del ecumenismo, ni seguimos ahora de cerca su desarrollo, con riesgo de no entender debidamente la problemática que encierra, ni las precisiones que exige, ni las esperanzas que alienta. Y urge que tengamos ideas claras sobre todo ello. Nos urge por católicos, por hombres de nuestro tiempo y hasta por españoles.

Por católicos, en primer lugar. La preocupación por la unidad de todos los cristianos dentro de la Iglesia de Cristo es una constante en las preocupaciones de Juan XXIII y de Pablo VI. No sentiría con la Iglesia quien no sintonizara con su dolor por las divisiones de la gran familia cristiana y no se esforzara con ellos para superarlas.

Por hombres de nuestro tiempo, en segundo lugar. La hora en que vivimos se caracteriza por una exigencia de unidad en todos los planos de vida, y pone especiales apremios a los afanes de unidad que son esenciales a nuestra fe católica.

Por españoles, en fin. También España, a pesar de su gozosa unidad católica, siente ya el problema de las divisiones entre los cristianos. Los medios de comunicación social nos dan a conocer a otros pueblos de religión pluralista. Y las grandes corrientes turísticas de nuestros días llevan a españoles a naciones que profesan una fe distinta de la católica, y reparten extranjeros de diversa religión hasta los rincones más apartados de nuestra geografía patria.

No pretendo escribir ahora un tratado teológico sobre el movimiento ecuménico. Ni quiero moverme en un plano científico, propio de especialistas. Pretendo un fin más modesto, pero rio menos importante. Quisiera hablaros con estilo sencillo de algunos puntos que aviven vuestro anhelo por la unión de todos los cristianos en la Iglesia de Cristo, y os sirvan para tener muy claras algunas ideas fundamentales relacionadas con tan apasionante problema[2].

Concepto del ecumenismo

He dicho al principio que la palabra "ecumenismo" es un tanto equívoca. Puede entenderse de muchas maneras, porque ha tenido distintas significaciones en el correr de la historia del movimiento ecuménico. Y aún hoy, no todos lo entienden del mismo modo. Conviene, por ello, que precisemos el significado del término, para evitar confusiones que son siempre peligrosísimas en materias tan delicadas como la que nos ocupa.

Ecumenismo e irenismo

Algunos confunden el ecumenismo con el irenismo, es decir, con aquella actitud ideológica dispuesta a pagar cualquier tributo en aras de la unidad, aun a costa de sacrificar la verdad. Sería el ecumenismo de quienes quisieran llegar a la unión de todos los cristianos por una transacción, limitada al logro de un mínimo común denominador entre todas las confesiones sedicentes cristianas. No sería la unión en la verdad, sino en la ruina común.

Esta actitud está hoy superada casi universalmente, por gracia de Dios. Tuvo muchos partidarios durante algún tiempo entre los protestantes. Pero es cosa pasada.

El ecumenismo sano no se contenta con un minimismo, bueno sólo para una mala componenda. Anhela, muy al contrario, la Iglesia tal como el Señor la quiso y la quiere. Y como medio para su búsqueda, exige que todas las comunidades cristianas se conozcan mutuamente según su ser peculiar, explicando con claridad y de modo completo, sin ocultar nada de su credo y de sus instituciones litúrgicas y jurídicas.

Ecumenismo e igualitarismo

Algunos patrocinadores del movimiento ecuménico quisieron en algún tiempo que todos sus miembros aceptaran por principio que ninguna comunidad cristiana es la verdadera Iglesia de Cristo. Entendían que todas estaban igualmente lejos del ideal. Todavía hoy muchos protestantes creen que la unidad de la Iglesia naufragó en las distintas crisis históricas de que nacieron las divisiones que lamentamos. Es natural que piensen, en consecuencia, que la meta última del ecumenismo no es buscar a la Iglesia Una y Católica allí donde esté, sino construirla con los elementos dispersos en las diversas comunidades de creyentes en Cristo. En tal hipótesis, sentarse a la mesa de una reunión ecuménica significaría, para cualquier comunidad cristiana, tanto como negar que ella es la Iglesia verdadera en que la unidad se salvó de todo naufragio.

Un tal ecumenismo es inadmisible para la Iglesia católica. Y lo es, en su tanto, para los hermanos de la ortodoxia oriental.

Nosotros sabemos que la Iglesia no ha perdido su unidad interna esencial, por más que haya divisiones entre los cristianos. Nuestra fe nos asegura que la meta final del ecumenismo no puede ser sino el descubrimiento de esa unidad por parte de los hermanos que la perdieron.

Nadie debe deducir de esta afirmación que los católicos creemos que nosotros no tenemos nada que hacer en favor de la unidad, sino esperar el retorno de los hermanos disidentes. No. También nosotros tenemos que trabajar mucho para acelerar la "hora de la unidad perfecta. Tenemos que purificarnos de nuestros pecados para que no empañen la verdad de la Iglesia. Tenemos que prepararnos para no confundir los elementos mudables de nuestras tradiciones particulares con aquellos otros esenciales, de valor universal, queridos por Cristo. Tenemos que abrir más y más nuestros brazos, y salir al camino hacia donde están los hermanos separados, y mostrarles a todos que las puertas de la casa común están abiertas de par en par, en esperanza ansiosa.

¿Es posible a la Iglesia tomar parte en el movimiento ecuménico, supuesta esa fe inconmovible de su propia verdad? La respuesta tendría que ser negativa, si el ecumenismo significara una renuncia a dicha certeza. Pero el ecumenismo igualitario ha sido superado ya como principio indiscutible del movimiento ecuménico, gracias, en parte, a los ortodoxos orientales. Al entrar en las reuniones ecuménicas, la ortodoxia tuvo que poner condiciones. Y la primera de todas fue, que sentarse a la mesa redonda de las distintas confesiones suponía aceptar una igualdad entre todas las cristiandades en el sentido de que ninguna tuviera privilegios a la hora del diálogo (igualitarismo táctico), pero nunca podía suponer la admisión de la igualdad de todos en el plano de los principios (igualitarismo dogmático), como si una confesión tuviera que renunciar a su íntima convicción de ser la verdadera Iglesia de Cristo.

Ecumenismo sano

¿Cuál es, entonces, el ecumenismo sano, es decir, el único universalmente aceptable, en el que nuestra Iglesia católica pudiera tomar parte sin mengua de las exigencias indeclinables de su fe?

Podríamos definirlo, de un modo general, como el movimiento inspirador de una acción organizada para fomentar y realizar la unión de todos los cristianos, tal como Nuestro Señor Jesucristo la deseó y la encomendó al Padre en su oración sacerdotal de la Ultima Cena.

Se pueden distinguir dos planos en las metas de este ecumenismo: el primero, más inmediato; remoto, el segundo. Consiste aquél en la ruptura del hielo que ha congelado durante siglos las relaciones entre los distintos grupos cristianos. El último fin estaría en la realización perfecta de la unidad, tal como el Señor la: quiso y la quiere para su Iglesia.

Ya el primer objetivo requiere un grande esfuerzo. Cada comunidad cristiana ha vivido muy cerrada en sí misma. No nos conocemos los unos a los otros. Y, en consecuencia, no podemos comprendernos.

El recuerdo de hechos desgraciados, cuando no culpables, ha pesado demasiado sobre todos. "Volverse hacia el pasado sería enfangarse en los dédalos de la Historia y, sin duda, volver a abrir heridas que no están completamente cicatrizadas", ha dicho el Papa Pablo VI. (A los observadores, 17 de octubre de 1963.)

Sería, por ello, completamente antiecumenista perder el tiempo buscando quién tuvo la culpa en el momento de las disidencias o después, en su continuación. Lo que tenemos que hacer es perdonarnos todos mutuamente las que pudieron cometer nuestros mayores de una o de otra confesión. El Papa Pablo VI nos dio ejemplo con palabra emocionada en su discurso de apertura de la segunda sesión conciliar: "Si alguna culpa se nos puede imputar (a los católicos) por esta separación, nosotros pedimos perdón a Dios humildemente y rogamos también a los hermanos que se sientan ofendidos por nosotros que nos excusen. Por nuestra parte, estamos dispuestos a perdonar las ofensas de que la Iglesia católica ha sido objeto y a olvidar el dolor que le ha producido la larga serie de disensiones y separaciones. ¡Que el Padre celeste acoja de nuevo esta nuestra declaración y haga que todos gocemos de nuevo una paz verdadera!"

Unos y otros tenemos que conocernos mutuamente, como somos, en toda la realidad de nuestras diversas confesiones.

Es necesario, en consecuencia, por nuestra parte católica: "La afirmación y la exposición de a verdad, de toda la verdad católica, íntegra y entera, según lo proclaman la Sagrada Escritura y la Tradición y la expone el magisterio eclesiástico. Rebajas y componendas no proceden del buen espíritu, y no haría servicio alguno a la causa de la unidad quien por estos medios engendrara o alimentara esperanzas que no pueden cumplirse" (cardenal Bea: "La unión de los cristianos", pág. 172).

Y es necesario también, de otro lado, que nosotros, los católicos, conozcamos todo lo que los hermanos separados tienen de común con nosotros, tanto, al menos, como hemos cuidado de conocer hasta aquí, llevados de un ánimo polémico-apologético, todo lo que les diferencia de la Iglesia católica.

Esta mutua presentación de las propias ideas tiene que hacerse con una grande caridad. Siempre y en todo. Este es uno de los puntos fundamentales de un ecumenismo sano. Porque la caridad no puede quedar reducida a la cordialidad en nuestras relaciones mutuas. Debe tener también una consecuencia importantísima de carácter estrictamente ideológico. El espíritu ecuménico obliga a la obra de misericordia de buscar afanosamente aquellas fórmulas de expresión que pueden resultar más inteligibles a los hermanos de otras confesiones.

Nuestros medios de acción ecuménica

Una pregunta fluye, acuciante, de las anteriores consideraciones: ¿Qué podemos hacer para acelerar la deseada unión de todos los creyentes de Cristo en su única verdadera Iglesia?

La respuesta tiene que ser distinta, según quien se haga la pregunta. La jerarquía tiene su quehacer propio. Y los teólogos tienen el suyo. Esta Institución Pastoral no va a hablar ni de los deberes de los obispos, ni de los que son propios de los especialistas. Dicho quedó al principio que no quiero salir del plano humilde de las exigencias de un sano ecumenismo en el pueblo fiel. Hablaré sólo, en consecuencia, de lo que todos vosotros, queridos sacerdotes e hijos, podéis y debéis hacer para que la unión de todos los cristianos sea, cuanto antes, una espléndida realidad.

Creo que son tres los puntos en que debemos poner especial interés en este quehacer ecuménico: sentir intensamente el drama de la división cristiana, orar mucho por la unión y cuidar de edificar a los hermanos separados, sobre todo poniendo un sincero espíritu de caridad en nuestras relaciones con ellos.

Suele hablarse mucho de un cuarto medio de acción ecuménica, que consiste en unir nuestros esfuerzos católicos con los de otros cristianos en el plano de la vida civil, social, cultural y caritativa. Dicha colaboración puede dar frutos magníficos en orden a una ulterior unión en el plano superior de la fe. Por otra parte, esa unión de esfuerzos es una exigencia de esta hora, en que él ateísmo militante y el materialismo, hecho norma de vida, son enemigos comunes a todos los cristianos. Nos obligan a una colaboración estrecha para poder vencerlos. Pero no voy a hablaros de este medio de acción ecuménica, porque apenas tiene aplicación entre nosotros, dados el escasísimo número y la dispersión de los ortodoxos y los protestantes en nuestra Patria[3].

Vida cristiana y caridad

Un católico preocupado de verdad por la división de la familia cristiana no puede contentarse con encomendar la unión. Tiene que actuar en su favor.

Muchos de vosotros, queridos diocesanos, no tendréis quizá ocasión alguna de tratar con cristianos no católicos. Pero a todos nos urge la más eficaz de las acciones ecuménicas, el ejemplo de una vida auténticamente cristiana.

El Concilio quiere promoverla por doquier en el orbe católico. No sólo para elevar el nivel de santidad de la Iglesia, que es su fin primero, sino también para hacer evidente su unidad interior" y dar brillo a dicha santidad, a fin de que constituyan una llamada a los hermanos separados.

Era la táctica unionista del Papa Juan XXIII. La explicó- claramente hablando de los fines del Vaticano II. Y su propia vida,' fue un ejemplo admirable de la eficacia de la santidad en orden a la unión de todos los cristianos. El Papa Juan no escribió grandes tratados teológicos sobre la unidad de la Iglesia. No convocó asambleas unionistas. Pocos hombres, sin embargo, han hecho tanto como él en favor de la unión de los cristianos. Su sencillez evangélica, su humildad encantadora, su piedad ingenua, su caridad seductora, lograron la maravilla pasmosa de hacer en cuatro años una labor que, antes de él, parecía tarea para siglos.

Este valor unionista de una vida auténticamente cristiana tiene un interés especial para nosotros, los españoles. Muchos pasaréis la vida sin encontraros nunca con un hermano separado. Pero España es conocida en el mundo como una nación católica. Nuestros pecados sociales que contradicen la fe que profesamos tienen un especial matiz de escándalo, que los cristianos no católicos pueden denunciar contra la Iglesia. Por el contrario, si nuestra vida social se distinguiera por sus virtudes cristianas tantos como se destaca por su profesión de la fe y por los actos de culto. España, como nación católica, pudiera ser un faro que llamara la atención a muchos hermanos separados hacia la fe que inspira nuestro vivir.

Justicia y caridad hechas vida en nuestra vida son, sin duda, en lo individual y en lo colectivo, dos factores eficacísimos de unión. Nunca destacaremos bastante su importancia. Podríamos seguir hablando mucho sobre este punto. Pero quiero fijarme especialmente en el ejercicio de la caridad, precisamente en nuestras relaciones con los hermanos separados.

Caridad con los hermanos separados

Tenemos que confesar lealmente que ni los católicos, ni los otros cristianos no católicos, hemos atendido suficientemente nuestros mutuos deberes de caridad. Su falta ha sido una de las causas más eficaces para la pervivencia de nuestras divisiones durante siglos.

Pío XI dijo un día que "parecen increíbles los errores y los equívocos que circulan y se repiten entre los hermanos separados de Oriente contra la Iglesia católica. Pero también a los católicos —añadió— les falta tal vez el justo aprecio de sus hermanos separados. Les falta quizá la piedad fraterna, porque les falta conocimiento. No se conoce cuánto hay de precioso y bueno, de cristiano, en aquellos1 trozos de la antigua verdad católica. Las piezas cortadas de una roca aurífera son también ellas auríferas. Las venerables cristiandades orientales conservan tal riqueza de cosas santas, que merecen no sólo todo el respeto, sino toda la simpatía". (Discurso a los universitarios italianos, de 8 de enero de 1927).

El Papa hablaba de las mutuas incomprensiones entre católicos y ortodoxos orientales. Pero sus afirmaciones valen, en su tanto, para las relaciones entre católicos y protestantes.

Conocimiento y piedad fraterna aparecen íntimamente unidos en las palabras de Pío XI. Y es que la caridad debe tener, en nuestro caso, dos expresiones complementarias: un deseo de conocer a los hermanos separados en su peculiaridad y un cuidado .grande para no ofenderles sin razón.

Al llegar a este punto, creo oportuna una observación importante, relacionada con nuestra situación española.

Dicho queda antes que el número de cristianos no católicos es muy pequeño entre nosotros. Grandes pueblos de nuestra archidiócesis no tienen ni un solo protestante, ni un solo ortodoxo. Regiones inmensas no saben de ellos, sino por oídas. Es claro, en consecuencia, que un católico de nuestras tierras no puede tener el interés por conocer el protestantismo o la ortodoxia que debe acuciar a los católicos de las naciones en que conviven distintas confesiones cristianas. A un español, en general, le basta tener una idea somera de las características diferenciales de cada una de dichas comunidades separadas.

Pero me atrevería a decir que nosotros tenemos necesidad, por el contrario, de cuidar la caridad en el trato con los hermanos separados, mucho más todavía que los católicos de naciones pluralistas en religión.

La Historia de España se labró durante mucho tiempo en luchas religiosas, primero contra los musulmanes, y contra los protestantes después. Ese hecho, muchas veces secular, ha dejado rastro en nuestro modo de ser y hasta en nuestro estilo religioso, fácilmente combativo y amante de líneas divisorias, más que de diálogos. Nos hace falta estar sobre nosotros mismos para dulcificar nuestra fe con la caridad, sin mengua de la firmeza de nuestra ortodoxia.

Nuestra seguridad en la verdad católica no nos autoriza a juzgar la buena o mala fe de quienes están en un error mayor o menor.

Plantean una especial dificultad, en este punto, algunas sectas protestantes que realizan un proselitismo ofensivo, con expresiones auténticamente blasfemas, contra la Eucaristía y la Santísima Virgen, y con burlas, a veces soeces, contra el Papa. La gente sencilla no sabe distinguir los testigos de Jehová o los adventistas del séptimo día, de los anglicanos o los evangelistas, pongo por caso. Identifica a todos con el nombre genérico de protestantes. Y laS intemperancias y malas artes de los primeros hipersensibilizan su siempre aguda actitud frente al protestantismo.

Pero la caridad y la justicia nos obligan a algunas distinciones. La conducta reprobable de algunas sectas no puede achacarse a todas las confesiones protestantes. Ni determinado proselitismo innoble de algunos sedicentes cristianos legitima que califiquemos peyorativamente las intenciones de todos.

Caridad y justicia nos exigen una actitud respetuosa para la rectitud moral de quienes siguen de buena fe el dictado de su conciencia. Recordemos que también ellos, aunque pertenezcan a una comunidad cristiana distinta de la nuestra, pueden vivir en gracia de Dios, alimentados por su fe en Cristo, y hasta pueden alcanzar grados eximios de santidad, porque el Espíritu de Dios alienta también sobre ellos de manera fecunda.

Una observación sobre el proselitismo

Claro es que la misma virtud de la caridad obliga a los cristianos no católicos en sus relaciones con nosotros, sus hermanos católicos. También ellos deben respetarnos a nosotros, como nosotros debemos respetarles a ellos.

Y no tiene ésa caridad el protestante, por ejemplo, que no se contenta con profesar su fe, sino que trata de comprar la apostasía de nuestros fieles menos cultivados, mediante dádivas o promesas materiales.

No tiene esa caridad quien abusa de nuestra convivencia para herirnos en lo más vivo, escribiendo o hablando contra la Eucaristía, contra la Virgen María o contra el Papa.

No tienen esa caridad los que califican de idolatría nuestra, devoción y nuestro culto marianos, sin haber hecho ningún esfuerzo para comprender nuestro dogma católico y hasta nuestra psicología.

Bien sabéis, queridos hijos, que no invento hipótesis gratuitas. Pudiera alegar ejemplos repetidos en nuestra misma Sevilla y mostrar algunos folletos blasfemos, repartidos por determinadas sectas entre nuestros fieles.

Como tuve ocasión de decir en el debate conciliar del año pasado, pocas cosas dañan más al progreso del movimiento ecuménico que ese proselitismo artero e injusto, habitual en algunas sectas. Ya sé que dichos procedimientos son rechazados por otras confesiones protestantes. Pero la reiteración obstinada de algunos en dicho inmoble proselitismo, irrita justamente a nuestro pueblo y le frena en el camino de la cordial comprensión mutua, que es condición primera para otros logros unionistas más definitivos.

Instrucción y firmeza en la fe

Un católico que viviera en un mundo confesional católico, sin interferencias de otras religiones, tendría evidentemente menos peligro contra la fe. El propio clima social de dicho mundo católico sería una ayuda para la conservación de la fe en su pureza dogmática.

Pero nuestra situación tiende a distanciarse más y más de una tal hipótesis. También en España, a pesar de que nuestro Estado se afirme oficialmente católico. La vida moderna fuerza un intercambio siempre mayor entre unos pueblos y otros. La prensa, la radio y la televisión nos asoman constantemente a un mundo pluralista en lo religioso, como en todo. Cada día serán más, de otro lado, los españoles que saldrán de España para visitar pueblos de distintas religiones. Y aumentará también cada día el número de los extranjeros y católicos y no católicos, que visitarán nuestra Patria. En consecuencia, nuestras relaciones con gentes de religión distinta de la nuestra católica crecerán mucho en el futuro.

Dichas relaciones pueden hacer grande daño a un católico mal formado en su fe. Le pueden traer una tentación de indiferentismo, pensando que es lo mismo ser católico que protestante, pongo por caso. La tentación puede arreciar al conocer el ejemplo de piedad y de auténtico espíritu cristiano de algunos hermanos separados. Quien está mal formado, tiende fácilmente a confundir la estimación de bondad de un cristiano no católico con la idea de que su confesión puede ser verdadera.

Sólo el católico que conoce debidamente su fe, según le corresponde en el nivel general de su cultura, puede moverse sin peligro en medio de otras confesiones. Los contactos que pueda tener con otros hermanos no católicos no minan su fe. La fortalecen. Porque un católico bien formado sabe distinguir los errores,, mayores o menores, de una confesión religiosa y la bondad personal de quienes la profesan de buena fe. Y, de otro lado, la misma virtud que admira en algunos hermanos separados le sirve de estímulo para su propia vida, acreciendo su responsabilidad de cristiano en posesión plena de la verdad revelada, ante el ejemplo moral de quienes saben ser virtuosos, poseyendo sólo una parte de la verdad cristiana.

Por otra parte, todos debemos aspirar a saber andar en nuestra vida por decisiones propias, según el dictado de nuestra conciencia debidamente formada y por impulso de nuestra voluntad bien templada para el ejercicio de la virtud. Y esto, tanto más cuanto más alto sea el nivel cultural y humano de nuestro desarrollo personal y social. No es un ideal que la fe o la moral de un, pueblo se tengan que mantener de las disposiciones de la autoridad civil, aunque es cierto que ésta tiene sus propios deberes en relación con la salvaguarda de la moral pública y con el fomento del bien religioso, que es un elemento fundamental del bien común.

Unas razones y otras se conjugan para reclamarnos a todos una formación cuidadosa en nuestra fe católica, apostólica y romana.

Si estamos bien formados, ningún mal se seguirá para nuestra vida cristiana, ni del fraternal contacto con los hermanos de otras confesiones a que nos llevan, de consuno, la evolución de los tiempos y un sano ecumenismo; ni de la posibilidad de encontrarnos un día en un medio social menos favorable a la religión católica que el tradicional en nuestra Patria.

 

[1] Este artículo es reproducción del texto publicado en Ecclesia, número 1184, de 21-III-64, que está tomado de la importante instrucción pastoral que ha dirigido a sus diocesanos, con ocasión de la cuaresma, el eminentísimo Cardenal Bueno Monreal, Arzobispo de Sevilla.

[2] A continuación, el Cardenal se extiende ampliamente exponiendo los motivos que han confluido para que el movimiento ecuménico adquiera en muestro tiempo tan espléndida vitalidad.

[3] A continuación, el Cardenal Bueno Monreal explana los tres puntos expresados: sentir la división, orar por la unión y edificar con nuestra conducta a los hermanos separados.