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Las falsificaciones ideológicas del bien común

LAS FALSIFICACIONES
IDEOLÓGICAS DEL BIEN COMÚN Consuelo Martínez-Sicluna y Sepúlveda
1. Desorden e ideología
Decía Donoso Cortés que «el pecado, causa primitiva de
toda degradación, no fue otra cosa sino un desorden» (1),
desorden si tenemos en cuenta la natural jerarquía en que
las cosas se encontraban respecto a Dios y entre ellas mis -
mas. Por tanto, el pecado introduce un desequilibrio en la
natural prelación y subordinación que existe entre las cosas
y el mismo hombre, de acuerdo con la idea de un orden,
racional y lógico, presente en el Universo. La racionalidad
queda conculcada, como queda quebrantado el per fecto
equilibrio en que todas las cosas fueron puestas. El desor -
den, la desunión, el desequilibrio son los efectos de una
causa, que es el pecado. Las palabras certeras de Donoso Cortés nos sitúan ante
lo que podemos representar como el mal de los dos últimos
siglos: la introducción del desorden, del desequilibrio en
todos los ámbitos de la vida humana, de manera que el hom -
bre permanece anclado en una buscada ignorancia respec -
to de la distinción entre el bien y el mal, flaqueando al
mismo tiempo su voluntad. La enfermedad de nuestro siglo
es la ignorancia y la debilidad de una voluntad que ha per -
dido su íntima conexión con Dios. De ahí que el abandono
de la fe vaya parejo con el abandono de las verdades en el
mundo.
Pero si ésta es la enfermedad, el síntoma en que se per-
cibe esta enfermedad es el desorden moral, un desorden
que es también físico, que podemos incluso advertir exter -
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(1) Juan DONOSOCORTÉS,Ensayo sobr e el catolicismo, el liberalismo y el
socialismo, edición presentada por José Vila Selma, Madrid, Editora
Nacional, 1978, pág. 185.
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namente, que se palpa en esa degeneración de las relacio -
nes sociales, en la falsificación de las instituciones naturales,
como la familia –donde al tenor del legislador habría que
incluir aquel tipo de vínculos de los que no puede surgir la
generación–, en la per versión de lo más natural que es la
vida humana, desde la concepción hasta la muerte, donde
no hay acto de nuestra existencia que haya conseguido per -
manecer a salvo de la injerencia de unas ideologías cuyo
credo consiste en la destrucción del orden, en haber coloca -
do en un altar sacrílego primeramente el escepticismo –esa
almohada de la duda en la que Montaigne reposaba su cabe -
za–, después el relativismo y finalmente el nihilismo, puesto
que han hecho de la nada el objetivo final de su especula -
ción. Y en aras de ese objetivo final han ido sacrificando las
grandes palabras y las grandes cuestiones, pensando además
que las cuestiones políticas y sociales se pueden disociar de
la gran cuestión, que es la cuestión religiosa, el hecho reli -
gioso. Es por ello que creen posible separar la comprensión
de la vida social y política, dentro de la comunidad, respec -
to de la existencia del orden natural, que es orden de la
Creación, orden racional y lógico. Una sociedad como la
actual cuyo entendimiento no es capaz de distinguir el bien
que debe hacerse del mal que debe evitarse o que gradúa los
fines de la política en atención a los males menores, que
siguen siendo un mal, porque con los principios no caben
componendas, es una sociedad que está corrompida y que
pretende además la corrupción de aquellos últimos reduc-
tos dentro de los cuales es factible todavía conservar un
resquicio abierto para el sagrario de la libertad, para la
c o n c i e n c i a .
A cambio de sacrificar la finalidad transcendente de la
vida humana lo que le ofrecen al hombre es la posibilidad
de que la supuesta voluntad del pueblo, manifestada en una
difusa opinión pública, decida sobre aquello que cada uno
de nosotros debe realizar , aun contraviniendo el sagrado
imperativo de Antígona. A cambio del sacrificio de la con -
ciencia, la opinión pública, esa masa informe que ejerce una
presión social y exige la cabeza de los obispos díscolos,
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recordando quizá otros tiempos felices donde se podía deci-
dir sobre la vida y la muerte de los mismos, ha quebrantan -
do la idea de una armonía social, de una gradación de
bienes en atención al bien común.
2. Ideología, ideologías y bien común
Del bien común hemos pasado a la utilidad, al interés, a
la moral social, que no es moral sino una especie de totalita -
rismo nihilista que se impone sobre las individualidades y
que en aras de fines puramente cuantitativos –lo que decide
la mayoría o lo que la mayoría admite llevada casi por la ley
de la gravedad– sacrifica los fines cualitativos. El hombre ha
dejado de ser, en tales concepciones, un valor absoluto. Y es
absoluto porque tiene valores absolutos, porque la misma
dimensión humana no se agota en una concatenación de
meros hechos físicos para ser una realidad mensurable,
cuantificable en términos económicos o en el puro marco
de una estadística para la cual el sujeto es un instrumento
cuya utilidad la determina la ideología imperante no sólo
jurídica, sino también socialmente. Hoy el sacrificio de Abel
es un mal consentido y autorizado en una sociedad que ha
hecho del cainismo la bandera de sus relaciones sociales,
porque la envidia, el resentimiento, el no querer reconocer
el mérito de los demás, el igualitarismo exacerbado que no
da a cada uno lo suyo porque ha hecho tabla rasa de los
deberes y de las obligaciones, implica ese desorden moral,
que es causa de un desorden político y social, donde la para -
doja de este modelo de Estado total es que controlándolo
todo no puede poner freno ni límite a unas pasiones que se
mueven libremente y que terminarán por destruirle a él
también, después de haber destruido aquel lugar donde
hasta el Derecho Romano se detenía, incapaz de traspasar
su umbral: el hogar .
Siendo ésta la caracterización profundamente negativa
de nuestra sociedad, en un proceso de degeneración cada
vez más acusado, al ser una comunidad que ha echado fuera
de sus fronteras el bien común para sustituirlo por la utili -
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dad, más aún por el cálculo de lo útil o conveniente en los
necesarios conflictos que se plantean, tendríamos que anali-
zar cómo la intromisión de la ideología en el ámbito de la
comunidad política pretendiendo abrir un abanico de fines
para dicha comunidad en realidad sólo ofrece una visión
sesgada y , al mismo tiempo, unidireccional de la sociedad.
Señalaba Rafael Gambra que vivimos en una sociedad
pluralista laica, esto es en una sociedad que ha hecho del
pluralismo y del laicismo sus arquetipos de vida social, en
una labor de reconstrucción ideológica por la cual la socie -
dad se presenta más como un acto de voluntad que como un
resultado de la naturaleza sociable del individuo. No hay
jerarquía ni orden en ese acto voluntarista, sino un mosaico
de utilidades y conveniencias que es lo que abre precisamen -
te ese panorama de universos plurales, siendo el Estado, por
lo menos hasta un cierto momento, el que determinaba
hasta qué límite era posible admitir la confrontación entre
los «plurales». Sin embargo a partir de una cierta etapa de la Historia,
el Estado se ve ya incapaz de manejar las cuerdas frente a los
elementos que buscan su propia anulación, anhelando nue -
vas expresiones de la pluralidad, que exigen, para ser plan -
teadas, la superación del marco estatista. La disociación
entre lo público y lo privado, que no era consentida bajo la
noción clásica del bien común, porque el orden no sólo era
jurídico-positivo, sino natural, esencial, ha llevado también
a esa exageración de la multiplicidad de vertientes, de opi -
niones, de criterios per fectamente relativos, por muy con-
trarios a la razón que sean, haciendo inviable incluso la
misma existencia del Estado total, que no es más que ese
Estado que ha hecho del nihilismo su piedra angular, hasta
que se ha visto devorado por sus propios hijos. Si el bien público pudo ser ente ndido como la simple
c o n s e r vación y existencia del Estado –del Es tado que some-
te a criterios de decisión cuantitativos las creencias y los
principios del hombre–, hoy en día la quiebra de la ideolo-
gía –en cuanto pretendida construcción racional de una
realidad social, racionalidad que nunca tuvo– que ha gober-
nado los parámetros de la política europea y occidental
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desde el final de la II Guerra Mundial, muestra verdadera-
mente que el bien público ha terminado por consistir más
que en la conservación del Estado, en la configuración del
desorden en todos los niveles y en todos los grupos sociales,
de manera que el caos de valores, de princ ipios, de fines y
de medios sea también un valor en sí mismo que el Estado
ha de preser v a r.
Lo intrínsecamente per verso de esta ideología pluralista,
en sus diversas presentaciones –ya sea utilitarismo, contrac -
tualismo, personalismo, comunitarismo o la deliberación
como arquetipo de democracia– es la deformación de la rea -
lidad que es consustancial a ella, deformación que no respe -
ta la condición humana y que ha hecho que los poderes
públicos no puedan ya sentir el peso de la responsabilidad
que conlleva tratar de garantizar el bien común, como una
finalidad diversa de la simple existencia de ese Leviatán que
obra por impulsos y por decisiones.
El cuerpo artificial en que se ha convertido una socie-
dad, que ha hecho del trastorno del recto orden de las cosas
su premisa y su banderín de enganche, no permite un con -
cepto como el de bien común, pero tampoco permite que
un sujeto cualquiera, poco acorde con el mensaje enviado
desde las altas instancias del poder público, pretenda lograr
la per fección personal. T odo aquello que da a la vida su
valor ha sido destrozado y pisoteado en nombre del bien
público, en aras del predominio de unos intereses que pre -
sentan una visión uniforme y monocromática, intentando
hacernos creer que la persona no es consciente de sus res -
ponsabilidades y de sus propias creencias (2). La masa,
entendida como simple instrumento de ese Estado que ha
hecho del Derecho una mera construcción geométrica, olvi -
dando la justicia y olvidando que la ley es la ordenación
racional al bien común, es un vehículo necesario para hacer
que el individuo olvide su propia capacidad de decisión y
pueda anular la gravedad de sus actos dentro de la uniformi -
dad que de la sociedad desea y busca la maquinaria estatal.
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(2) Interpretamos así las palabras de Pío XII en el radiomensaje del
24 de diciembre de 1944, Benignitas ethumanitas.
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La yuxtaposición de los intereses y de las utilidades, que
no sigue ninguna jerarquía y que ha hecho del interés del
momento el núcleo que fundamenta su configuración,
puede decirse que se ha convertido en la nota distintiva del
último giro que han dado las ideologías para poder mante -
nerse indemnes ante el juicio de la historia. Los diversos
ismos en su evolución final no podían más que dar como
resultado la ausencia de unidad interior dentro de la socie -
dad, individuos divididos como consecuencia de la difusión
de la causa primera de la que se desgajaron todas las demás
interpretaciones fragmentarias de la realidad humana, y que
nos han conducido a un materialismo que se palpa en todas
las instancias de la sociedad. Entre todos esos intereses con -
trapuestos y diversos, el interés por antonomasia parece con -
sistir en la perpetuación de un sistema jurídico que siendo
contrario a la aceptación de un orden natural como condi -
ción de su propia existencia, exige sin embargo la destruc -
ción en cada uno de nosotros de un área de libertad que
pueda resultar disonante con lo impuesto. El orden jurídico positivo es el resultado o así se nos dice
del juego de la deliberación, de la participación, de manera
que el hecho de participar en la construcción de este mode -
lo de sociedad equivale ya a ser un medio útil para el siste -
ma y equivale, no hay que olvidarlo, a prescindir de la
per fección personal, que es el punto de encuentro del bien
común, para convertirse por el contrario en un necesario
engranaje que mantiene la virtualidad de la ideología nihi -
lista imperante. Esta última eclosión de las ideologías ha incidido clara-
mente en la visión sesgada y parcial de la existencia humana,
como si fuera posible sustraer lo privado a la injerencia de los
valores que se difunden y se imponen desde lo público.
Puede por ello muy bien mantenerse que si el Estado es la
expresión concreta de la voluntad general (D. D. Raphael),
debemos obediencia al Estado en cuanto que estaremos
cumpliendo con nuestra propia voluntad y si un individuo,
lógico colofón, no sabe lo que realmente desea, porque no
quiere lo mismo que los demás, el Estado está justificado
para obligarle a someterse.
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Ciertamente que estas consecuencias por muy aterra-
doras que parezcan son las propias de un sistema que nos
ha ido desposeyendo de todo aquello que por sí mismo,
sin razón de utilidad o conveniencia, era valioso. Decía
Aristóteles que la comunidad política tenía por objeto las
buenas acciones y no sólo la vida en común (3). Bondad
de la acción y no sólo una convivencia que al cabo se pre-
senta como una suerte de imperativo al cual se somete no
sólo cuanto puede esperar el hombre de la comunidad,
sino su misma per fección personal. De esta manera el últi-
mo giro de aquellas visiones ideológicas que transforma-
ron el concepto de bien común, viene a consistir en algo
más que en la nivelación igualitaria de los deseos y apeten-
cias: no todo lo que busca el hombre que convive dentro
de la comunidad puede ser igualmente admitido. Los
deseos y apetencias de los otros imponen un modelo de
convivencia que excluye el desarrollo de la persona en
atención a fines que quedan excluidos por virtud del cál-
culo numérico de las utilidades. La clara convicción ciceroniana de que el Derecho se
funda en la naturaleza y no en el arbitrio (4) ha sido modi -
ficada: el Derecho no deja de ser un producto del arbitrio,
sometido a las corrientes puramente voluntaristas que le
transmite el poder . Lo común se impone como el peso de
una carga que es la clave de un sistema forjado con criterios
cuantitativos de utilidad. La máxima utilidad, la máxima
conveniencia, consiste en el mantenimiento de un sistema
que en su pretendida neutralidad establece qué intereses
han de ser tomados en consideración. La naturaleza puede
ser objeto de una nueva clave interpretativa como también
la misma racionalidad del hombre, racionalidad en virtud
de la cual cabe identificar lo honesto con la virtud y lo torpe
con el vicio. No vale ya en este mecanismo, que se cierra en
sí, considerar como igualmente válidas, las opiniones de
cada uno, porque, se advierte, no todas son igualmente úti -
les para esta convivencia, este común forjado a espaldas de
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(3) ARISTÓTELES,Política, lib. III, cap. IX, 1281 a.
(4) Marco T ulio C
ICERÓN,Las Leyes, lib. I, 10, 29.
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la razón, que introduce el desorden moral y jurídico como
un factor esencial del propio sistema (5).
3. El oscurecimiento de la inteligenciaOscurecer la inteligencia, decía Michele Federico
Sciacca, parece haber sido el propósito fundamental de la
Modernidad, que funda un nuevo marco social y un nuevo
orden jurídico, donde evidentemente se habrán roto las
cadenas que ligaban al hombre con un mundo anterior ,
pero esas cadenas lejos de ser una ser vidumbre constituían
un marco adecuado donde se expresaba el orden de las
cosas. Esas cadenas permiten a T omás Moro elevarse por
encima del arbitrio y encontrar en el orden natural, del que
forma parte inseparable la aspiración a la per fección perso-
nal, la fuerza suficiente para perder el temor a la muerte,
porque para él hay un temor más horroroso, que ni siquie -
ra le es dado a todos, «el miedo a perder por el pecado mor -
tal la vida de su pobre alma» (6). La ideología presente en las últimas derivaciones de una
teoría del poder que surge de la Modernidad, trata de con -
vencernos de que lo común estriba en la aparente neutrali -
dad de un sistema que decide por la cuantificación
numérica de los intereses y por un procedimiento que es la
clave del ordenamiento jurídico positivo. En realidad no es
así, el poder en sus dimensiones actuales determina desde
arriba cuál es el interés que ha de ser jurídicamente satisfe -
cho y así también desde la cúpula del poder se decide de
qué clase de sociedad estamos hablando, qué clase de perso -
na queremos configurar y a quién se reconoce la condición
de tal. Por eso el aborto es una mera cuestión de procedi -
mientos, de plazos y de indicaciones, porque el modelo de
convivencia diseñado, que no atiende al bien, ha decidido
previamente no cuestionar lo que podría poner en peligro,
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(5) Marco T ulio CICERÓN,op. cit ., lib. I, 15, 42-43; 16; 44-45.
(6) Tomás M
ORO,Diálogo de la for taleza contra la tribulación , primer
libro, cap. 6.
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si así se hiciera, el marco social establecido e impuesto jurí-
dicamente. La concepción de lo que es común no permite
la condición previa del bien: por eso, lejos de ser neutral, ha
terminado por anular a los singulares que forman parte del
todo social. No hay nada más útil que haber convertido al
hombre en un instrumento necesario para el sistema. El
propósito no es facilitar , en aras de un pretendido pluralis -
mo, la convivencia, sino determinar que nuestro vivir queda
supeditado a los fines que el poder mismo ha creado. El plu -
ralismo no crea un orden, porque previamente ha destruido
el orden racional y lógico de las cosas y en las cosas; crea en
todo caso un procedimiento que se basa en el arbitrio y en
el juego de la voluntad del poder . Aquellos que supuesta-
mente, para dar expresión a las individualidades, pensaron
que la suma de los intereses individuales era el signo de la
justicia y del Derecho, han terminado por ser finalmente los
creadores de un sistema absolutamente totalitario, donde
no hay interés que no venga concertado desde el poder y no
hay bien que pueda sustraerse al diseño procedimental. La ideología, absoluta y conclusiva respecto de las ante-
riores, no permite la manifestación de las individualidades,
porque lo que trata de lograr es la uniformidad, ese carácter
monocromático bajo el que se disuelven las aspiraciones per-
sonales, por lo menos aquéllas que revisten una condición
problemática para el juego de la mayoría sumisa. Parecen
decirnos, y ése es el trasunto en definitiva de la Modernidad,
que el hombre es incapaz de entender el mundo o de leer
mediante su razón en la naturaleza. Es por ello que la bús-
queda del bien no puede llevarse a cabo en este cuadro
social que exige previamente la homogeneidad de nuestras
decisiones y que ha hecho del desorden moral y de este des-
orden físico, que contraviene todas las leyes de la naturaleza,
el fundamento motriz de la voluntad general, de la que surge
la ley. Pero no nos olvidemos de que, al mismo tiempo, el sis-
tema precisa del concurso de todos, de que todos los particu-
lares sean ese número necesario para que la ideología
continúe su camino. Anuladas todas las instituciones inter-
medias entre el individuo y el Estado y oscurecida la inteli-
gencia, han quedado frente a frente los particulares y el
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Estado (7). Esto que podría suponer una carga para el
Estado es, sin embargo, el tributo que éste paga consciente-
mente por ser el resultado de una construcción plenamente
ideológica y fragmentadora de la comunidad política. El
Estado se presenta como principio: de ahí que no pueda
quedar condicionado por principios que son ajenos a su exis-
tencia (8). El Estado ideológico prescinde, para poder exis-
t i r, de todo orden metafísico, limitándose a ofrecer una
nueva construcción de la realidad, donde el mecanicismo es
una de sus vertientes más singulares: todo acaece porque no
puede dejar de hacerlo. Cada huída del sistema hacia delan-
te, en esta reingeniería social de la que tanto se ha hablado,
pasa por ser irrebatible. No hay una vuelta atrás, no cabe
retornar a un orden racional, porque el sistema encarna una
construcción falsa de la realidad, como concepción pura-
mente ideológica, que exige mantener las diversas falacias
sobre las que se asienta, y entre ellas considerar que todos los
particulares forman parte del Estado o son piezas necesarias,
a través de la expresión de la voluntad general, en su confi-
g u r a c i ó n . El Estado es en sí un instrumento al ser vicio de estas
diversas falsificaciones de la realidad en que han venido a
coincidir los diversos ismosde toda clase. Finalmente huma-
nismo, utilitarismo, mecanicismo, por no hablar de los
diversos adjetivos que adornan el término de democracia
–desde el liberalismo al socialismo– tienden a expresar un
mundo irreal, donde no hay ya barrera ni límite frente al
Estado. La deformación ideológica de la noción clásica del
bien común, a través de conceptos que en nada responden
a la carga ética que ésta conlleva, no puede implicar más
que la anulación de la comunidad política y por ello sitúa al
hombre inerme respecto de un poder más amplio que el del
Estado nacional. La imposibilidad de distinguir entre el bien y el mal, pri -
meramente como producto de un relativismo que fue ini -
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(7) Como mantenía Pío XI en la Encíclica Quadragesimo anno.
(8) Como sostenía Francesco G
ENTILE, «Inteligencia política y razón
de Estado», Verbo, n.º 501-502 (2012), pág. 63.
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cialmente la razón de ser de las diversas escuelas doctrinales,
ha dado lugar con el transcurso del tiempo a interpretar
que tales conceptos proceden del propio Estado o de la ideo-
logía de la que se sustenta éste. Si el bien común era el prin-
cipio primero que articulaba la vida social, en relación
además al bien propio de la naturaleza humana, de ahí
cabe deducir que una vida social que no contribuye a que
el hombre alcance en la misma su formación moral, y se
limite a ser un vehículo para la subsistencia material de los
sujetos, constituye una clase de sociedad radicalmente
injusta y contraria a la propia esencia humana. Todas esas
formas políticas que tuvieron a lo largo de la historia diver-
sas plasmaciones, han resultado coincidentes en sus asertos
últimos y han con ducido a algo más que al ocaso de una
civilización, donde parecería que algo queda. Hay que seña-
lar además que ninguna de tales formas puede ser alterna-
tiva de la otra, porque en realidad responden a premisas
comunes y a un fundamento un itario, cual es el de situarse
al margen del ámbito del orden natural.
Por eso, una vez situados fuera de ese marco se hace
necesario, para esta ideología común de la que se nutren
todas las formas políticas desviadas, la disolución de las
diversas sociedades en las que el hombre naturalmente se
integraba, porque los vínculos ya no vienen determinados
por los fines propios y característicos de tales sociedades,
desde la familia hasta las instituciones intermedias. Lógicamente también es posible reinterpretar dichas
sociedades –por ejemplo, la familia– desde otras perspecti -
vas, toda vez que ya no tiene un fin propio, donde los miem -
bros que la integran deberían poder alcanzar dentro de la
misma su desarrollo personal, esto es moral. Ahora bien,
esta labor de reconstrucción social, para la que no sir ve ya el
concepto de comunidad política, ha llegado a consecuen -
cias no previstas inicialmente y a una edificación de la
Historia en la cual los vínculos con el pasado se han roto. Del individualismo utilitarista hemos concluido en el
nihilismo que, partiendo de un fundamento antiteológico,
que no es otro que el de esa sociedad pluralista laica, exige
que el hombre no tenga, ni siquiera como pretensión perso -
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nal, la de conquistar su per fección. No se trata, en suma, de
interpretar que dicho fin es subjetivo, como otros posibles
que el individuo pueda plantearse, sino de considerar que
esta finalidad, la de alcanzar el bien, es profundamente con-
tradictoria con el cuadro de relaciones sociales que el
Estado total ha establecido. Rota la trabazón que implica la
existencia del orden, situados fuera de Dios, la civilización
que un día interpretó la Historia en su dimensión salvífica,
ha ido a parar a la nada. T erminaremos nuevamente como
empezamos, con Donoso Cortés, para el cual no habiendo
sino la nada fuera de Dios, los que se separan de Dios van a
parar a la nada (9).
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(9) J. DONOSOCORTÉS,op. cit., pág. 306.
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