Volver
  • Índice

La historia de la hispanidad a la luz del bien común

LA HISTORIA DE LA HISPANIDAD A
LA LUZ DEL BIEN COMÚN
José Antonio Ullate
«Es evidente que al poder de la razón se debe que los
hombres se rijan por leyes razonables y que se ejerciten
en la literatura. De ahí que el signo que con propiedad
delata a la barbarie sea que o bien los hombres no se
someten a las leyes o se someten a leyes irracionales y ,
también, de forma semejante, que en un pueblo deter-
minado no se practique la escritura. Pero a un hombre
se le califica de extranjero en relación a otro si no
puede establecer una comunicación con él. Ahora
bien, los hombres han sido hechos para comunicarse
entre ellos, sobre todo mediante el discurso, y confor-
me a esto, aquellos pueblos que no son capaces de com-
prender lo que sus integrantes se dicen entre sí pueden
ser llamados bárbaros en sí mismos» (1).
(Santo Tomás de Aquino)
1. El enfoque del problema
El enunciado del tema de mi inter vención encierra un
nudo de dificultades, por lo que si queremos arrojar algo de
claridad sobre el asunto habremos de abordar preliminar -
mente y por separado cada una de ellas para saber «de qué
estamos hablando» y eludir los más peligrosos sobreentendi -
dos que habitualmente ensombrecen, hasta convertirlos en
enigmáticos, los asuntos de la historia política y del bien
común.
Verbo, núm. 509-510 (2012), 881-896. 881
––––––––––––
(1) «Manifestum est autem quod ex virtute rationis procedit quod
homines rationabili iure regantur , et quod in literis exercitentur. Unde
barbaries convenienter hoc signo declaratur , quod homines vel non utun-
tur legibus vel irrationabilibus utuntur: et similiter quod apud aliquas
gentes non sint exercitia literarum. Sed quo ad aliquem dicitur esse ext\
ra -
neus qui cum eo non communicat. Maxime autem homines nati sunt sibi
communicare per sermonem: et secundum hoc, illi qui suum invicem ser -
monem non intelligunt, barbari ad seipsos dici possunt», Comm. in Polit.,
liber I, lect. 1, 15.
Fundaci\363n Speiro

JOSÉ ANTONIO ULLATE
Se abre ante nosotros un horizonte apasionante –el de la
plasmación del bien común a lo largo de la historia de las
Españas, pero también el más insospechado todavía del
ahondamiento, del ensanchamiento del mismo concepto de
bien común temporal como consecuencia de la particular
experiencia política hispánica–; panorama que, por inexplo -
rado y porque requiere inexcusablemente de esos esclareci -
mientos previos que he mencionado no alcanzaré aquí más
que a apuntar .
La primera precisión que se impone es la de explicar en
qué sentido vamos a hablar de Historia, algo que ofrece
menos dificultades, para luego pasar a esclarecer el sentido
en que vamos a usar la expresión «bien común».
La Historia
La Historia consiste en hacer presente no sólo los
hechos del pasado sino, en la medida de lo posible, su sen -
tido. La pretensión positivista de que los hechos, por sí
solos, den razón de ellos mismos es un contrasentido que
obedece a esa tendencia general en el pensamiento moder -
no que propende a la confusión de los órdenes sustancial y
accidental, el de la verdad especulativa y el de la verdad
práctica.
Los hechos, en cuanto fugaces, sólo escapan al olvido de
los hombres en la medida en que recuperamos su verdad y
la transmitimos a otros. Ése es el sentido de la historia, que
da perdurabilidad a las acciones humanas a través de la
memoria de una generación que pasa a otras. En esa tarea,
el rastreo de los episodios, de los documentos, de las refe -
rencias, es tan importante como su encaje dentro de una
dinámica de intenciones y de sentido. La historia no es el mero pasado «mostrenco»: es, ante
todo, un acto de comunicación humano, un acto de comu -
nicación de la verdad de lo pasado. La obsesión moderna
por la objetividad histórica se ha traducido en la incompren -
sibilidad del pasado y en su confinamiento a departamentos
de profesionales que a su vez y paradójicamente transfor -
882Verbo,núm. 509-510 (2012), 881-896.
Fundaci\363n Speiro

man el pasado a su antojo ideológico. Eso ha sucedido por-
que se ha confundido objetividad con veracidad. Y antes,
todavía, porque, como señalaba, nuestra mentalidad de
modernos no logra advertir la diferencia entre la verdad
especulativa y la verdad práctica. Si la primera consiste en la
adecuación de la inteligencia y la cosa conocida, la segunda
consiste en la conformidad de la acción con la voluntad
recta. En ambos casos la esencia de la verdad está en una
adaequatio, pero su expresión difiere porque una es contem -
plativa y consiste en adaptarse a la cosa que ya existe y la otra
es activa y consiste en adaptar la acción que realizar a la rec-
titud del juicio: en obrar rectamente. La historia se mueve
entre los dos tipos de verdad, porque pretende ofrecer una
verdad especulativa sobre realidades que existieron princi -
palmente en el orden de la acción. Por eso la verdad sobre
su objeto –las acciones del pasado– no puede hacer abstrac -
ción del tipo de verdad propia de ese objeto y debe empe -
zar por ella. El grado máximo de contingencia que caracteriza al
objeto de la Historia legitima la pluralidad de enfoques o de
perspectivas sobre la misma secuencia de acciones. Eso no
atenta contra la verdad de la historia, aunque nos obliga a
un discernimiento y a una jerarquización en cuanto a la
mayor o menor amplitud de cada enfoque y , por lo mismo,
a una comprensión más nuclear o más periférica de los
hechos. De manera que para nosotros la Historia será en este
caso principalmente «Historia política», es decir , explica-
ción del sentido de los hechos del pasado determinantes
para la conformación y desarrollo de una comunidad políti-
ca, en este caso la hispánica.
El bien común temporal
El bien común al que nos referimos, en tanto que lum-
bre bajo la cual obser var la historia de España, es el bien
común temporal. No el bien común del universo, ni el bien
común de las agrupaciones profesionales, ni el bien común
LA HISTORIA DE LA HISP ANIDAD A LA LUZ DEL BIEN COMÚN
Verbo, núm. 509-510 (2012), 881-896.
883
Fundaci\363n Speiro

de la familia, sino específicamente el máximo bien al que
por naturaleza está llamado el hombre en este mundo: el
bien común político.En el lenguaje corriente el bien común designa de
forma no específica todo bien compartido o compartible,
o más frecuentemente todavía al interés general, por opo-
sición al interés particular o egoísta. Ciertamente es una
primera aproximación, confusa, al verdadero bien común
temporal que, sin embargo, si bien engloba los aspectos
de participación común e interés general y altruismo,
tiene como característica más propia la de ser el bien más
universal que nos es asequible en nuestra condición natu-
ral. Es su universalidad la que lo convierte en objeto de la
más profunda aspiración o inclinación de cada uno de los
hombres.
Como el tema que se me ha encomendado es algo muy
específico, no me permitiré más que unas sucintas conside -
raciones liminares que, sin embargo, me parecen cruciales
para evitar frecuentes malentendidos sobre este determi -
nante asunto.
2. La naturalidad del bien común temporal
El bien común temporal está regulado por la ley natural.
En ese sentido decimos con total verdad, que los hombres
–todos los hombres– somos sociales por naturaleza, que es
lo mismo que decir que lo somos por ley natural (2). La ley
JOSÉ ANTONIO ULLA TE
884Verbo,núm. 509-510 (2012), 881-896.
––––––––––––
(2) La progresiva articulación de la sociabilidad es una falsilla indis -
pensable para comprender la historia de una comunidad política. La incli-
nación política, la ordenación a la ciudad está dictada por la ley natural y
configura un derecho natural a la vida en ciudad, y si se quiere, configu -
ra el derecho de los derechos, la deuda suprema (de la que somos acree -
dores y deudores) al bien común. ¿Pero cómo se explicita el derecho al
bien común? Tal es la explicitación como es el desarrollo de las condicio -
nes culturales, sociales, vitales, personales, que permiten (en el mismo
grado) la expresión de esa inclinación en forma de per fecta ordenación.
La ciudad, al crecer , al consolidarse (lo mismo que los ciudadanos, al
madurar en civilización), dan concreción a una tendencia que es univer -
sal pero no está dada, sino que debe alcanzarse. La historia de España,
Fundaci\363n Speiro

natural, en cuanto inclinación al bien, tiene un contenido
normativo básico (hay que hacer el bien y evitar el mal) del
que inmediatamente se deducen reglas de la máxima gene-
ralidad, pero no agota su virtualidad en esos primeros des -
arrollos que, por lo demás, requieren de la experiencia
(personal y colectiva) para que se traduzcan en juicios con -
cretos, sobre estebien y estemal. De una parte, no es la ley
natural –en cuanto sindéresis innata– la que nos ilustra
sobre quéestá bien y quéestá mal; y de otra, la misma ley
natural requiere de la formación de la inteligencia y de
maduración de la personalidad para realizar desenvolvi -
mientos más remotos y no por ello menos necesarios para
guiarnos a nuestro fin propio. La ley natural es una participación humana en la ley divi-
na, pero por ello lo es more humano , de ahí que, siendo uni-
versal, sin embargo no esté entregada al hombre más que
virtualmente y sea éste, en su maduración –insisto colectiva
e individual, pues las dos son necesarias– el que va formu -
lando con mayor claridad y detalle las normas próximas de
esa ley natural. Por ejemplo, la primacía del bien común
sobre el propio es una regla universal de la ley natural, pero
una regla que para ser efectivamente conocida requiere de
un contexto social previo que haya conquistado ese discer -
nimiento y , no menos, de una educación personal en esa
sociedad que permita la comprensión y el alcance de ese
mandato. En concreto, ese proceso es inmanente al desarro -
llo mismo de la sociedad. En la misma medida en que la
sociedad existe y alcanza un grado mayor de per fección, sus
miembros comprenden la excelencia y universalidad de la
sociedad y adquieren un amor racional por ella. Una tribu,
un clan o una aldea, son formas de sociedad que no han
adquirido la racionalidad ni la universalidad de una ciudad
o de una comunidad política compleja y por más que el bien
común de esas entidades se presente a la inteligencia de sus
miembros como más deseable que el propio, esa primacía
tiene todavía un aspecto instintivo, de inclinación natural
LA HISTORIA DE LA HISP ANIDAD A LA LUZ DEL BIEN COMÚN
Verbo, núm. 509-510 (2012), 881-896.
885
––––––––––––
como la de cualquier comunidad política es la historia de una madura -
ción, de una participación colectiva de un grado de civilización. De este
modo, España crea y al mismo tiempo nace de la cristiandad.
Fundaci\363n Speiro

no suficientemente regulada, no sometida plenamente a la
razón (3). No alcanza la claridad y la inteligibilidad con la
que el bien común brilla en la ciudad bien organizada, en el
reino, en la res publica, en los cuales, la instrucción cívica de
los niños –en la casa y en la escuela– incluye la conveniencia
razonable y lo virtuoso de dar la vida por la patria, por el
bien común político (4).
JOSÉ ANTONIO ULLA TE
886Verbo,núm. 509-510 (2012), 881-896.
––––––––––––
(3) «El hombre, realidad espiritual, es por nacimiento capaz de uni -
versalidad. Por consiguiente, el bien que puede responder a la amplitud
de su espera no es otro que el bien humano realizado bajo la modalidad
de bien común. No es otro que aquel que, de algún modo, sea conmen -
surable a sus aspiraciones natas. Y de estos datos inferimos que los hom -
bres tienen solidaria e indivisiblemente el derecho al bien común, pu\
esto
que sin la aportación de la causalidad universal de esta deuda les es\
impo -
sible llegar al final desarrollo de su personalidad humana. De ello se s\
igue
que, por el mismo título de hombres tienen también un derecho colecti -
vo a la sociedad política y a todos los órganos que le son esencia\
les». Louis
L
ACHANCE, El der echo y los der echos del hombr e, Madrid, Rialp, 1979, pág. 120.
«El hombre es un ser material, inicialmente frustrado, difícil de afinar ,
con frecuencia inestable, imbuido muchas veces de pasiones y siempre
susceptible de obnubilaciones, de modo que, aun cuando él aspira confu-
samente a racionalizar su ser y su existencia colectiva de conformidad con las inti -
maciones de la ley natural, no llega a ello más que por etapas y tras de secular es
esfuerzos. Y aunque esta racionalización parezca (así) adquirida, sigue s\
ien -
do precaria. Está siempre amenazado y nunca es aceptada por todos.
Pues, al cabo de tantos siglos de civilización, ¿cuántos de nue\
stros contem -
poráneos no se siguen rebelando todavía contra la autoridad de la \
razón?
T an sólo confían en ella para justificar sus extravíos». Ibid., págs. 121-122.
La cursiva es nuestra.
(4) «El estudio del bien común corresponde a dos géneros de disci -
plina muy distintos, de los cuales por lo demás uno está libre de ser virse,
con tal de que se sepa no confundirlos. Está ante todo el estudio metafísi-
co del bien común y éste se realiza en dos tiempos. El primero es aqu\
el en
que uno se pregunta en qué consiste el bien del hombre, importando
poco sus condiciones de existencia, importando poco que viva en la jun -
gla, en el clan, en la tribu, en la ciudad o en las grandes sociedades
modernas. Entonces se trata de explicar el contenido del bonum in commu-
ni considerado en sus relaciones con las exigencias esenciales del hom-
bre. Se desemboca así en una enumeración y en una ordenación de los
valores humanos (…). El segundo tiempo consiste en establecer la distin -
ción imper fecta, pero específica, entre el bien común y el bien propio. Es
suma, se confina uno en el campo de la verdad especulativa, en el de las
esencias y en el de las definiciones. La segunda manera de considerar el
bien común depende de las disciplinas prácticas . Se lo considera entonces
bajo su aspecto formal de bien, es decir , como realizable o como realiza-
do. Se examinan las condiciones c oncretas de su establecimiento, de su
Fundaci\363n Speiro

Lo anterior explica que, a diferencia del brazo que, ins-
tintivamente, se interpone entre la espada y nuestro rostro,
el ciudadano que muere por la ciudad lo hace libremente y
con plenitud de razones. Pero puede no hacerlo y transgre -
dir así –con mayor o menor conciencia– la ley natural uni -
versal, ley que ha sido definitivamente promulgada y que él
tiene el deber racional de explicitar en la medida que le sea
posible en sus individuales circunstancias. De modo que el bien común es una exigencia de ley
natural, sí, pero no se da necesariamente, sino libremente.
Y la libertad requerida no es una libertad al modo liberal, sin
contexto, sino que para ejercerse requiere de ese contexto
social que permita que nuestros actos virtuosos sean finaliza -
dos y logren así una universalidad y una racionalidad que
satisfagan más profundamente nuestra naturaleza.
3. La racionalidad del bien común
El bien común es una aspiración más radical todavía que
el bien particular porque el ser humano busca el bien razo -
nablemente y cuanto mayor es la universalidad de un bien,
la razón nos lo presenta como más digno de nuestro amor .
El bien común realiza, pues, una aspiración radical del hom -
bre, de la forma más elevada, noble y deseable, ensu mayor
universalidad y porsu mayor universalidad. Entonces pode -
mos decir que el bien común es natural (universal), pero a
la vez depende de un cúmulo de circunstancias sociales:
unas antecedentes (experiencias comunitarias previas, lega -
do de civilización) y otras contemporáneas (amistad política
in actu), que permiten dirigir el esfuerzo común (los bienes
particulares, principalmente) y ennoblecerlos al dotarlos de
esa universalidad y eficacia de la que de otro modo carece -
LA HISTORIA DE LA HISPANIDAD A LA LUZ DEL BIEN COMÚN
Verbo, núm. 509-510 (2012), 881-896.
887
––––––––––––
conser vación y de su promoción; y en este examen se deben tener en
cuenta a la vez factores esenciales para el desarrollo de las colectividades
y factores históricos y sociológicos que favorecen o perturban la \
acción de
los factores esenciales. Si uno, como nosotros ahora, se propone descu -
brir si el bien común es realizable, le conviene detenerse en este segun -
do género de investigación». Ibid., pág. 142.
Fundaci\363n Speiro

rían. Por ese motivo, el bien común es una aspiración uni-
versal pero realizable de modos singulares, diversos y en dis -
tintos grados de per fección en cada época. La influencia de
esa diferenciación de circunstancias hace que en algunos
momentos de la historia la realización formal del bien
común no sea posible y tan sólo se pueda aspirar , por un
lado, a la parte subalterna e impropia del bien común
(mejoras materiales, accesibilidad de algunos conocimien -
tos) y, por otro, a la dirección de uno mismo en vistas al res-
tablecimiento de un orden político que permita la
consecución propia del bien común. Pero eso son realida -
des diversas.
4. La imperfección del bien común
El bien común temporal es siempre contingente y , por lo
mismo, imper fecto: siempre cabe imaginar formas más per-
fectas de su realización. Lo cual no es ningún óbice para
efectuar un discernimiento prudencial sobre la posibilidad
o menos de alcanzar el bien común en un determinado
momento histórico, ni tampoco desdice en nada del bien
común efectivamente realizado decir de él que es per feccio-
nable. La Castilla y el León de San Fernando o las Españas
de Ysabel y Fernando son ejemplos de realización del bien
común y , sin embargo, más allá de sus defectos en su aspec -
to de bien logrado, son esencialmente per fectibles. Es muy
importante ver esto claro, pues de lo contrario, en épocas
tan sombrías como la nuestra, cuando desde hace demasia -
do tiempo carecemos del rexque nos dirija y hasta de la más
elemental amistad política, es fácil que en las almas de los
buenos anide una letal ensoñación: la de pensar que el bien
común esalguna de las realizaciones del mismo en nuestro
glorioso pasado. Se permite así una castrante nostalgia polí -
tica que no debe confundirse con el piadoso y estimulante
cultivo del conocimiento y la veneración de las glorias pre -
téritas de nuestros reyes y de nuestro pueblo. Pero nosotros
no aspiramos al bien común histórico (en cuanto histórico,
no en cuanto bien, claro) que lograron Ysabel y Fernando, ni
JOSÉ ANTONIO ULLA TE
888Verbo,núm. 509-510 (2012), 881-896.
Fundaci\363n Speiro

el emperador Carlos, ni Sancho el Mayor de Navarra (5).
No, porque mientras así soñamos, eludimos la verdadera
urgencia del bien común, que es una urgencia, por natural,
siempre acuciante en el presente, dolientemente acuciante
en el hoy desamparado. En ese sentido, no debemos tener
miedo de decir que hemos de reputar una traición a nues-
tra misión –única, irrepetible–, heredada, uno ictu junto con
la civilización, de nuestros viejos, esa conducta melancólica
y feminoide (que no femenil), que cultiva furtivos placeres
solitarios de la imaginación dejando vacantes energías que
nos son imprescindibles para responder , como podamos –la
campana suena a rebato– a los desiguales desafíos que nos
circundan. No será la mujer de Lot la que nos enseñe a amar
nuestra historia, de la que por lo demás tanto tenemos que
aprender (en hombría, en sacrificio, en racionalidad, en
heroísmo).
5. La temporalidad del bien común
El bien común temporal es un bien a realizar sólo en el
tiempo. El tiempo fluye y el bien común que no se realiza en
un momento del tiempo es una ocasión perdida para los
hombres, una ocasión perdida que deja tras de sí la estela
del infortunio e incrementa la dificultad para el bien futu -
ro, como la saeta de Saavedra Fajardo, que «o sube o baja,
sin suspenderse en el aire» (6).
LA HISTORIA DE LA HISP ANIDAD A LA LUZ DEL BIEN COMÚN
Verbo, núm. 509-510 (2012), 881-896.
889
––––––––––––
(5) La necesaria relatividad del bien común histórico no se opone a
una identidad profunda, que subsiste en el tiempo. Es, sencillamente, su
necesaria actualización, actuación. Esto, por oposición a una absolutiza -
ción de la patria, el nacionalismo, los patrioterismos, que pueden tener
su cierta lógica en el orden de la espontaneidad y de la pasión, p\
ero care -
cen de sentido en el orden de la reflexión y de la fundamentación teóri -
ca, de la guía de la acción. El verdadero patriotismo (palabra originada
en campo revolucionario), es la virtud de la piedad patria y en ese terre -
no no hay que ceder a la tentación del «cuanto más mejor», porque en
esa línea se tiende a hipostasiar , a insuflar un espíritu de predominio y de
rivalidad, de afirmación vacua por oposición, de exageración ir\
ritante. La
virtud de la piedad patriótica es moral y por lo mismo se ve amenazada
por exceso y por defecto. (6) «Advirtiendo el príncipe que, si no crece el Estado [la cursiva es
n u e s t r a ] , mengua. O subir o bajar. La saeta impelida del arco, o sube o
Fundaci\363n Speiro

La eternidad tiene un bien común imperecedero, sepa-
rado, esencial, que nos precede y al que podemos, ya aquí,
unirnos por la caridad. Es la Santísima Trinidad. El primero
está completamente ordenado al segundo. Pero Dios no se
enfrenta a sí mismo: creó el orden natural y creó el sobrena -
tural. Lo cual permite afirmar que hombres insertos en
sociedades precarias o primitivas, mediante la caridad son ya
ciudadanos del cielo y en la vida futura podrán gozar de ese
nuestro bien común sobrenatural que es Dios, cara a cara.
Pero esa absoluta plenitud celestial, misteriosamente, no
eclipsa ni abole el orden natural y temporal que hace que el
hombre aspire ya en esta vida a un bien universal y a una ver -
dad también universal, a los cuales, además, en su economía
ordinaria suele Dios conceder que enderecen a muchos
para el cielo. Por eso nosotros no hacemos cálculos de arit -
mética ventajista, según la cual si tenemos la eternidad, a
otros dejamos el tiempo. Porque la raíz en la que se nos
injertó el anhelo de la eternidad está clavada en el tiempo.
Y lo queremos todo, el tiempo y la eternidad (el tiempo tem -
poralmente, la eternidad eternamente; el tiempo relativa -
JOSÉ ANTONIO ULLATE
890Verbo,núm. 509-510 (2012), 881-896.
––––––––––––
baja, sin suspenderse en el aire, semejante al tiempo presente, tan imper -
ceptible, que se puede dudar si antes dejó de ser que llegase; como los
ángulos en el círculo, que pasa el agudo a ser obtuso sin tocar en\
el recto.
El primer punto de la consistencia de la saeta lo es de su declinación. Lo
que más sube, más cerca está de su caída. En llegando las cosas a su últi -
mo estado, han de volver a bajar sin detenerse. En los cuerpos humanos
lo notó Hipócrates, los cuales, en no pudiendo mejorarse, no puede\
n sub -
sistir , y es fuerza que empeoren. Ninguna cosa permanente en la
Naturaleza. Esas causas segundas de los cielos nunca paran, y así tampo -
co los efectos que imprimen en las cosas, a que Sócrates atribuyó las
mudanzas de las repúblicas. No son las monarquías diferentes de los
vivientes o vegetables. Nacen, viven y mueren como ellos, sin edad firme
de consistencia. Y así, son naturales sus caídas. En no creciendo, descre -
cen. Nada interviene en la declinación de la mayor fortuna. El detenerla
en empezando a caer es casi imposible. Más dificultoso es a la majest\
ad de
los reyes bajar del sumo grado al medio, que caer del medio al ínfimo.
Pero no suben y caen con iguales pasos las monarquías, porque las mis -
mas partes con que crecieron les son después de peso, el cual con mayor
inclinación y velocidad baja, apeteciendo el sosiego del centro. En doce
años levantó Alejandro su monarquía, y cayó en pocos, dividi\
da en cuatro
señoríos, y después en diversos». Idea de un príncipe político cristiano r epresen -
tada en cien Empr esas, Madrid, 1640, empresa 60.
Fundaci\363n Speiro

mente, la eternidad absolutamente), para marchar por el
tiempo, cumpliendo nuestro deber y nuestro anhelo, hacia
la patria definitiva (7). Que por nosotros no quede –si omnes,
ego non. Y si a pesar de nuestro esfuerzo no logramos gozar
de ese relativo y humano bien que es el común temporal, de
igual modo seguiremos cultivando la caridad y no reputare -
mos nuestro atrevimiento baldío por mérito ninguno ni por
título a privilegio alguno, pues –ése es el misterio– para
quien lucha por el bien común no hay recompensa fuera de
él ni beneficio más allá del privilegio de contribuir a ese
orden. Si fracasamos, después de haber peleado, sabremos
tan sólo que somos un poco más tullidos, un poco más
enfermos y eso nos ser virá para estimar todavía más el divi -
no socorro. Si, por el contrario, fracasamos sin haber pelea -
do inteligentemente seremos más viles. Sin más.
6. La historia del bien común en España o las etapas de España a la luz del bien común
Ya hemos indicado que al hacer historia uno tiene la
posibilidad de fijarse en distintos aspectos del sucederse de
una misma realidad. Nada hay de impropio en estudiar la
historia económica, literaria, bélica, o cualquier otra de un
país o de una comunidad. Si lo que nos interesa es la com -
prensión política de una sociedad –la historia medular en
este caso de España–, nuestro rastreo contribuirá a confor -
mar una historia de las realizaciones del bien común en esa
compleja comunidad política.
LA HISTORIA DE LA HISP ANIDAD A LA LUZ DEL BIEN COMÚN
Verbo, núm. 509-510 (2012), 881-896.
891
––––––––––––
(7) «La ley natural goza de una unidad verdaderamente orgánica. El
hecho de que ella nos ordene hacia Dios no entraña el que nos arrastre
fuera de las sociedades humanas. Nuestra pertenencia a una sociedad polí-
tica evolucionada nos sirve para incorporarnos mejor al universo, pero
todavía tiene como consecuencia la de hacernos alcanzar mejor a Dios».
L
A C H A N C E, i b i d ., pág. 140. «La inserción del hombre en el orden universal
y su ordenación nata hacia Dios no causan ninguna dificultad al hecho de
que esté articulado en otros órdenes y ordenado hacia otros fines». I b i d. ,
pág. 133. «Ni la sociedad política, ni la Iglesia desligan al individuo del uni-
verso, sino que lo insertan mejor en él, de modo que en el interior de una
y de otra, él se ordena mejor hacia Dios». I b i d., pág. 134, n.12.
Fundaci\363n Speiro

En la forzada síntesis prospectiva que nos impone la
naturaleza de esta inter vención, podré al menos hacer una
somera aplicación de los principios generales que he apun -
tado más arriba al devenir de España. Ha habido y hay mucha controversia en torno a cuándo
se ha de empezar a hablar de una comunidad política iden -
tificable como España. La disparidad de pareceres es muy
interesante y significativa. No falta quien habla ya de los pue -
blos pre-romanos como españoles y los hay que afirman que
lo que llaman «la nación española» (término que me resis\
to
a utilizar) no nació realmente hasta 1812, cuando las Cortes
de Cádiz y que todo lo anterior es preparativo. Claro está
que no se trata tanto de una cuestión relativa al término
cuanto al concepto. Es el concepto de la política el que
determina que unos hablen de la España celta o ibera y
otros hablen de la España constitucional. Si lo determinan -
te de la comunidad política fuera lo racial, lo étnico, lo telú\
-
rico, lo cultural o lo sentimental se podría propender a
retrotraer el origen de España hasta la prehistoria. Si lo
decisivo fuera el reconocimiento de las libertades abstractas
del liberalismo, se comprendería que no se vea más
«España-España» que a raíz de la Constitución del doce. Pero como hemos dicho, el criterio de la política es la
conspiración en vistas a un mismo bien común. Así que
podremos discutir el cuándo –dentro de un proceso gra -
dual, de sedimentación colectiva y en el que como siempre
jugaron papel determinante las iniciativas individuales– y en
todo caso, con más propiedad, nos referiremos a un proce -
so con mojones significativos, pero sea como fuere nos esta -
remos moviendo en el marco histórico de la monarquía
visigoda y su peculiar aspiración de integración de los pue -
blos ibéricos y aledaños. Apunto que la fecha clave del ter -
ce r c o n cili o d e To led o m e s igu e p a re cie n d o u n h it o
fundamental, pues en aquel momento a la aspiración de
unidad legal y política se le suma la subordinación a la fe
cristiana, pero es un hito, no un pistoletazo de salida.
Recordemos que, conforme a las consideraciones generales
precedentes, la sociabilidad es un dato natural, por lo que
sin incurrir en relativismo religioso se debe admitir que la
JOSÉ ANTONIO ULLA TE
892Verbo,núm. 509-510 (2012), 881-896.
Fundaci\363n Speiro

progresiva conformación de una comunidad política no es
algo que estructuralmente dependa de su reconocimiento
de la verdad revelada. Ese reconocimiento, operativo, con-
tribuirá a su per fección, no a su constitución.
Hemos descrito la inclinación natural hacia la sociabili -
dad, como un dato que reclama su regulación y modulación
por la razón, hemos hablado también de cómo ese proceso
no se improvisa, no puede ser decretado ni impuesto de
golpe y en cada uno de sus puntos ascendentes se apoya en
toda la secuencia histórica precedente. Por eso se debe
hablar de continuidad de los esfuerzos políticos parciales y
precedentes originados en los diferentes pueblos y culturas
prerromanos de Iberia, del sur de la actual Francia y de lo
que habría de ser la Hispania norteafricana. También en esto el criterio del bien común en cuanto
determinante de la politicidad de una comunidad demuestra
ser el más integrador, pues no menosprecia ni los factores
culturales, ni los raciales, ni aun los ambientales o climatoló-
gicos. Todo s esos aspectos tienen su peso dentro del proceso
de la maduración del bien común, proceso que se opera gra-
dualmente, por estratos sucesivos, integradores pero inesta-
bles. Lo cual conlleva la admisión de que antes de la
comunidad política existen, han debido lograrse, fuerzas
sociales –conscientes e inconscientes, el medio físico, el
clima, el lenguaje– que predisponen a las formas más per f e c-
tas, complejas y estables de comunidad política. Siguiendo con la aplicación de los caracteres generales a
nuestra historia, advertimos con nitidez otro de los típicos
rasgos de la evolución en la politización de una comunidad:
la provisionalidad, una cierta discontinuidad de la trayecto -
ria que alterna los logros y los retrocesos en la plasmación
del bien común. Con fallas evidentes, la monarquía visigóti -
ca forjaba una comunidad política. La invasión mahometa -
na supone un dramático retroceso de esa realidad, al tiempo
que la introducción de formas anómalas de consecución del
bien común, fragmentarias y en gran medida contradicto -
rias, pero reales: las sucesivas formas de organización políti -
ca en la España dominada por los agarenos. Se escenifica
por primera vez en nuestra historia el problema de la esci -
LA HISTORIA DE LA HISPANIDAD A LA LUZ DEL BIEN COMÚN
Verbo, núm. 509-510 (2012), 881-896.
893
Fundaci\363n Speiro

sión entre legitimidad de origen y regimiento fáctico de la
convivencia civil. Dejando a un lado el fecundo tema de las
vicisitudes de la politicidad española en los territorios some-
tidos durante siglos al moro, se ve cómo la precariedad de
las formas de reorganización civil en los reinos cristianos de
la Reconquista evidencia tanto la dificultad de recomponer
el ideal político como su feracidad a la hora de aportar
modulaciones que quedarían permanentemente incorpora -
das a ese ideal político hispano, tales como la foralidad, la
doctrina del señor natural, la no feudalidad y el sentido
peculiarmente democrático de las monarquías ibéricas.
T odos esos caracteres advienen a la idea de España con pos -
terioridad a la unidad visigótica, durante el estado de habi -
tual agonía militar que caracterizó a los reinos peninsulares.
No fue, pues, tan sólo un tiempo de «reconquista», de rever -
sión de un iniustumal estado antecedente. Fue, como siem -
pre lo son –o pueden serlo– todos los tiempos, una época de
maduración, de aprendizaje cívico, de enriquecimiento. Fue
una época llena de significado y de sentido, como insisto
pueden serlo todas las épocas. Gran lección también aquí
para disuadirnos de nostalgias y devolver nuestro celo al pre -
sente. Un signo particular que se fragua durante aquellos siglos
de reconquista y que llega hasta fusionarse con el ideal de
España que hemos heredado es excepcionalmente rico en
alcance político. Me refiero a la distintiva e inconfundible
articulación de una comunidad política multinacional,multi -
comunitaria y confederal: España no se plantea como un a
priori racionalista, sino que se expresa sin miedo como un
reino de reinos que han hechoyrehecho España. La decaden-
cia española hará que se empiece a temer esa fórmula (ya el
conde-duque de Olivares intentaba persuadir a Felipe IV de
que se proclamara tan solo «rey de España» y no de Castilla,
de Navarra, de Aragón, etc): en ésas seguimos. Sin embargo, si en la historia España representa una de
las formas más per fectas de comunidad política es precisa -
mente porque fue una agrupación internacional en sí
misma y, por lo tanto, ejemplificó un orden más universal y
más perfecto que el Estado unitario y centralista. Si bien la
JOSÉ ANTONIO ULLA TE
894Verbo,núm. 509-510 (2012), 881-896.
Fundaci\363n Speiro

unión personal significa la preservación de las comunidades
políticas precedentes, que subsisten en todos sus caracteres
esenciales y adquieren nueva vitalidad, sin confusión; por
otro lado, la condivisión del mismo monarca y la presencia
previa, obligante, del bien común acumulado conllevan una
interpenetración de las diversas comunidades, una ordena-
ción mutua que configura una nueva forma de comunidad
más per fecta y diversa, las Españas. Genialmente, esa integra -
ción no se hace por vía de absorción, sino por vía de finali -
zación y de ordenación. Pero además del ímpetu de crecimiento, junto a facto-
res de decadencia extrínsecos (como una invasión), se
manifiestan en nuestra historia persistentes factores de
declive intrínsecos. En otro lugar he señalado la existencia
de dos vectores que coexisten a lo largo de nuestra historia
política (8): el vector tradicion al (que representa la acumu-
lación de concreciones favorecedoras de una expresión
más racional de la vida política) y el vector regalista (que
en globa todo s los síntomas de la f a s c i n a t i o del poder, la ten-
dencia a disociar poder y bien común, recreando un nuevo
s entido de la política derivado en exclusiva del poder públi-
co, que se presenta como a u t o re f e renc ial, e identifica consigo
mismo todo posible bien común). España decae por falta
de pulso racional en su política y su declinar se manifiesta
más exteriormente cuando, tras la paz de Westfalia, queda
en evidencia un agotamiento en nuestra política que es,
antes que nada, intelectual. A partir de entonces España
pierde su credencial de prócer y tiende a ocupar papeles de
figurante en el concierto mundial. El bien común es racio-
nal y no sufre los voluntarismos. No puedo extenderme más en detalles que requerirían
una investigación más prolija. Si la maduración de una
comunidad política se opera «por vía de estratos sucesivos
de per fecciones ascendentes (9)», su decadencia también se
LA HISTORIA DE LA HISP ANIDAD A LA LUZ DEL BIEN COMÚN
Verbo, núm. 509-510 (2012), 881-896.
895
––––––––––––
(8) Españoles que no pudieron serlo, Madrid, Libroslibres, 2009.
(9) «En su gran sabiduría, Santo T omás percibió en la realidad crea-
da un cierto tipo de orden inverso del ser y de la bondad. Las más altas
per fecciones del bien se encuentran en los modos menos per fectos de
existenc ia, de m odo que el ser susta ncial posee la más ínfima noción de
Fundaci\363n Speiro

verifica por una creciente y lenta desorientación intelectual,
aunque luego se manifieste en rápidos derrumbes prácticos,
pues tal es su dependencia de la razón pública.Ojalá sir van estos apuntes como estímulo para la investi -
gación de la historia política de nuestra querida España y
que de su mejor conocimiento extraigamos cada vez mayor
conciencia de nuestras obligaciones de piedad patria.
JOSÉ ANTONIO ULLA TE
896Verbo,núm. 509-510 (2012), 881-896.
––––––––––––
perfección, al tiempo que la relación con el fin último posee la más alta
noción de per fección, a pesar de que, entre todas las cosas, la relación
parece tener la menor participación en el ser . En la persona creada esta
per fección última se halla en una relación que se establece por un acto
de razón. Como consecuencia, la persona creada alcanza su per fección
última por vía de estratos sucesivos de per fecciones ascendentes: comen-
zando por la estable aunque encogida brizna de la existencia sustancial
del individuo y ascendiendo a través de perfecciones cada vez más delica-
das pero de mayor amplitud hasta alcanzar ese último bien que abraza
todas las cosas actuales o posibles. Santo Tomás también comprendió la
fundamental primacía causal del bien en relación con el ser , de manera
que ubica la raíz de la dignidad personal en este último bien común y no
en el terreno del acto sustancial de la existencia. La dignidad, para la\
per -
sona creada, implica la participación en un orden más perfecto que el de
su propio ser». Fr. Sebastian W
ALSHE, O. Præm., La primacía del bien común
como raíz de la dignidad personal en la doctrina de Santo T omás de Aquino.
Fundaci\363n Speiro