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Cuando el bien común «no se realiza»: Los deberes de justicia general en situación de poder ilegítimo

CUANDO EL BIEN COMÚN «NO SE REALIZA»:
LOS DEBERES DE JUSTICIA GENERAL EN
SITUACIÓN DE PODER ILEGÍTIMO
Bernard Dumont
1. Intr oducción
En su comentario a la Ética a Nicómaco, Santo T omás
dice que «como toda utilidad humana está finalmente orde -
nada a la felicidad, es manifiesto que, de cierto modo, se
dice justo legal (1) lo que es agente de la felicidad y de sus
[elementos] particulares, es decir , de las [cosas] ordenadas
a la felicidad, sea principalmente, como las virtudes, sea ins -
trumentalmente, como las riquezas y los otros bienes exte -
riores de esa suerte» (Comentario a la Ética a Nicómaco de
Aristóteles, V , 2, 4).
Es el bien común así ordenado el que da su razón de ser
al orden político. Si se le asegura y promueve –más o menos
per fectamente– de manera estable por el poder constituido
en el seno de una comunidad, funda la legitimidad de ese
poder , con las consecuencias que de ello resultan para los
miembros del cuerpo social a título de la virtud de justicia
general. En el caso contrario, que pertenece al orden de la
excepción, la misma virtud de justicia general implica actitu -
des diferentes.
Estas consideraciones pueden exponerse de manera abs -
tracta, pero cobran un relieve particular una vez situadas en
el marco histórico-político de la modernidad.
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(1) Justo legal: se distinguen dos formas de justicia, la justicia con\
mu -
tativa que se funda sobre la igualdad entre dos sujetos (por ejemplo en el
intercambio comercial: el objeto comprado contra el precio pagado), y l\
a
justicia que se respeta entre el todo y la parte en los dos sentidos: de\
l cuer -
po social hacia sus miembros (justicia distributiva) e inversamente del
miembro hacia el cuerpo social (justicia «legal» o «general»).
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BERNARD DUMONT
Me propongo pues abordar sucesivamente:
1. un recordatorio de algunos principios que atañen a
la situación de excepción que se contempla;
2. el análisis de la distinción operada por León XIII en
su encíclica Au milieu des sollicitudes (1892) entre régi-
men y legislación, y de sus consecuencias;
3. algunas reflexiones conclusivas a propósito de las exi -
gencias de la justicia general en el contexto de nues-
tros días.
2. Justicia general y situación de ilegitimidad La ilegitimidad que se contempla aquí no atañe a la ad-
quisición del poder sino a su ejercicio y más precisamente al
marco institucional de este último. Una fórmula lacónica de santo Tomás constituye el
pun to de partida de toda reflexión en la materia: «El régi-
men tiránico no es justo, ya que no se ordena al bien
común, sino al bien particular de quien detenta el poder,
como prueba el Filósofo» (II-II, q. 42, art. 2, ad 3). No se
contempla en esta afirmación más que el caso del gobier-
no de uno solo, pero el principio es el mismo para las
otras formas de degeneración política ( o l i g a r q u í ay «demo-
cracia» u «oclocracia», es decir gobierno de las muche-
d u m b r e s ) .
Resistencia a una autoridad legítima pero abusiva
Antes de examinar el caso de un poder injusto por esen-
cia, conviene descartar el caso menos grave de un poder
legítimo pero abusivo en algunos de sus actos. Esta hipótesis
no entra directamente en nuestro asunto pero atañe indi -
rectamente al mismo, como veremos más adelante. Dos casos se presentan: el de mandatos que ordenan vio -
lar la ley de Dios, y el de disposiciones que imponen cargas
injustas.
804Verbo, núm. 509-510 (2012), 803-820.
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Frente a un mandato de cometer el mal, la respuesta es
sencilla: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres»
(Hch., 5, 29). Aunque esta respuesta no nace primero de la
justicia general sino del corazón mismo de la ley natural,
está igualmente vinculada con aquella. En efecto, la ley posi -
tiva inmoral no es una ley sino una violencia (I-II, q. 96, art.
4, concl.) que va contra el bien común. El testimonio de la
verdad, en tanto que testimonio público de la razón, consti -
tuye no solamente un acto de religión sino también un acto
de justicia general, en la medida en que, al designar lo que
contradice al bien común, señala a contrariolo que pertene -
ce al mismo. Los moralistas indican que la duda beneficia siempre al
titular de la autoridad (príncipe melior est conditio possidentis );
sólo si la conciencia es cierta y verdadera –y la prudencia
requiere vigorosamente que se consulte a otros en la medi -
da que sea materialmente posible– debe aplicarse el princi -
pio formulado por San Pedro. Sin embargo, y ahí sigue
inter viniendo la obligación de justicia general, deberán con -
sentirse todos los esfuerzos humanamente razonables para
obtener que la disposición injusta sea revocada. En lo que toca a las decisiones injustas en razón de la
carga irrazonable que imponen, como por ejemplo un ser vi-
cio militar de muy larga duración, exacciones de alimentos
que conduzcan a la hambruna, etc., tampoco se trata de
leyes, sigue diciendo santo Tomás, sino de violencias bajo
apariencia legal a las cuales está permitido sustraerse, a con -
dición, no obstante, de no engendrar un perjuicio más grande
para el bien común. En ese caso, coinciden justicia general
y caridad supererogatoria (2). A pesar de las apariencias, el problema así suscitado no
tiene interés para nosotros sino por analogía, pues la hipó -
tesis de un régimen per verso solamente por accidente es
inactual. Los mismos principios pueden no obstante aplicar -
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(2) «Por lo cual, tales leyes no obligan en el foro de la conciencia, a
no ser que se trate de evitar el escándalo o el desorden, pues para esto el
ciudadano está obligado a ceder de su derecho, según aquello de Mt.,
5,40.41: “Al que te requiera para una milla, acompáñale dos; y si alguien
te quita la túnica, dale también el manto”» ( ibid.).
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se a situaciones de puro hecho que se prolongan durante un
largo periodo. Antes de hablar de ello, veamos lo que se
refiere a la resistencia a la tiranía.
Frente a la tiraníaDespués de haber de finido la tiranía como la desviación
del bien común en provecho del bien privado, Santo T o m á s
precisa: «De ahí que la perturbación de ese régimen no
tiene carácter de sedición, a no ser en el caso de que el régi-
men del tirano se vea alterado de una manera tan desorde-
nada que la mu ltitud tiranizada sufra mayor detrimento
que con el régimen tiránico. El sedicioso es más bien el tira-
no, el cual alienta las discordias y sediciones en el pueblo
que le está som etido, a efectos de dominar con más seguri-
dad. Eso es propiamente lo tiránico, ya que está ordenado
al bien de quien detenta e l poder en detrimento de la mul-
titud» (loc. c it.) .
La doctrina clásica es mutatis mutandis la misma que la
de la guerra justa, o también la de la legítima defensa reco-
nocida como derecho de rechazar la fuerza con la fuerza
(vim vi r e p e l l e re) (3). E sta doctrina toma var ios datos en con-
sideración: la s ituación (¿se ha fra nqueado un umbral de
destrucción del bien común?); la posesión de medios de
resistir a la agresión y restablecer el orden de las cosas; las
probabilidades razonables de éxito, a falta de las cuales más
vale abstenerse para no producir un mal mayor. Todo ello
presupone que la causa es justa, los medios empleados líci-
tos y el fin perseguido pr oporcionado (4).
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(3) Sobre el conjunto de este asunto, cabe remitirse al artículo
«Insurrection», del jesuita padre Maurice de la T aille, en el Dictionnaire
apologétique de la foi catholique (París, Beauchesne, 1916), que tiene la ven -
taja de presentar los argumentos de numerosos moralistas. (4) El reciente Catecismo de la Iglesia Católica (CIC, núm. 2243) reto-
ma la misma doctrina, con un matiz moderno en lo que se refiere al últi -
mo criterio: «La resistencia a la opresión de quienes gobiernan no podrá
recurrir legítimamente a las armas sino cuando se reúnan las condi\
ciones
siguientes: 1) en caso de violaciones ciertas, graves y prolongadas de los
derechos fundamentales; 2) después de haber agotado todos los otros
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Habría que añadir, a modo de indicación o complemen -
to, el caso de la incuria persistente –una forma de alta trai -
ción–, susceptible de causar la pérdida de legitimidad y en
consecuencia la deposición. Se aplican allí las mismas con -
diciones generales de prudencia.
Dejando de lado la cuestión subsiguiente del tiranicidio,
intentaré responder a tres preguntas relativas a la aprecia -
ción de la situación, los medios y las obligaciones de los ciu -
dadanos.
Primera cuestión : ¿a quién incumbe la consideración de la
situación, esto es el juicio concluyente sobre el salto cualita -
tivo que separa un daño al bien común parcial y tolerable de
su abandono o destrucción? No basta que una parte del pueblo considere que está en
presencia de una tiranía para concluir que ésta existe:
puede ser el caso, pero un sentimiento colectivo puede tam -
bién derivar de la incomprensión o de arrebatos de las
pasiones populares. Los moralistas tomaron en cuenta esta
doble dificultad y , manteniéndose en el terreno de la pru -
dencia, estimaron necesario remitirse a los elementos más
sensatos de la sociedad, a los seniores, que éstos aprueben o
precedan al pueblo en sus juicios. Merece advertirse que si bien los moralistas han presta-
do atención a esta primera condición, se limitan por lo
demás a generalidades. Segunda cuestión: ¿se tiene o no, de manera «moralmente
cierta», no sólo la capacidad de hacer caer al poder injusto
sino, sobre todo, de restablecer el orden? Medios y posibili -
dades de éxito forman una sola cosa.
Numerosas experiencias históricas de sublevaciones frus -
tradas muestran grandes aberraciones en el primer campo,
y una inconsecuencia todavía más funesta en el segundo. El
problema es esencialmente político, puesto que se trata de
instaurar o restaurar un orden político. La historia del siglo
XX ha ilustrado las dificultades de mantener en la unidad
de realización una organización político-militar que reúna
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recursos; 3) sin provocar desórdenes peores; 4) que haya esperanza fun -
dada de éxito; 5) si es imposible prever razonablemente soluciones mejo -
res».
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una pluralidad de fuerzas de orígenes y objetivos distintos
(España 1936, Ejercito secreto polaco 1939-45…). Ocurre
así porque el fin que especifica la acción no puede alcanzar-
se sin causa eficiente proporcionada, y sin continuidad
entre fase inicial (insurreccional) y fase final (de reconstruc -
ción) de la operación de salvación pública. De ello se extraerá
la conclusión de que en una alianza entre fuerzas políticas
diversas, aquella que tiene la noción justa del bien común
debe dominar o bien reser varse márgenes de maniobra.
A falta de poder disponer razonablemente de los medios
así descritos, vale más aplazar la sublevación, o no compro -
meterse salvo de manera muy limitada, antes que lanzarse a
una operación temeraria abocada al fracaso, incluso al fra -
caso que se camufla bajo la apariencia de una victoria
común. Sólo la diferencia de tiempo separa el fracaso inme -
diato de un golpe frustrado y el fracaso a plazo de una victo -
ria confiscada. Aquí los ejemplos siguen sin faltar .
Ter cera cuestión: ¿qué obligaciones pesan sobre los indivi -
duos y sobre los grupos a título de la justicia general?
Responderemos: disponibilidad, disciplina, espíritu de uni -
dad.
Ponerse a disposición y ofrecerse voluntario traducen en
la práctica individual una conclusión de Santo T omás acer-
ca del orden de la caridad: «[…] en un todo, cada parte ama
naturalmente el bien común del todo más que el bien pro -
pio y particular . […] Esto se echa de ver igualmente en las
virtudes políticas, que hacen que los ciudadanos sufran per -
juicios en menoscabo de sus propios bienes y a veces en sus
personas» (II-II, q. 26, art. 3). Adviértase que el solo hecho
de pertenecer a una comunidad política dada implica seme -
jante obligación: el deber es para todos incluso aunque, a
veces, solamente algunos, o hasta muy pocos, acepten res -
ponder espontáneamente al mismo.
Obedecer a la autoridad que ha tomado la iniciativa por
el bien de la comunidad deriva inmediatamente de la obli -
gación precedente. El principio es fácil de enunciar , pero
puede ser complejo de poner en obra. No es necesariamen -
te evidente, en circunstancias determinadas, que exista
semejante iniciativa en acto. En ese caso, la subordinación
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808Verbo, núm. 509-510 (2012), 803-820.
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que aquí se contempla consistirá en ocuparse de saber si esa
iniciativa existe; puede incluso tratarse, por ejemplo, de
crear sin esperar un grupo de partidarios, potencialmente
aptos para incorporarse a la iniciativa políticamente necesa-
ria, quizá existente pero no conocida, o todavía no organi -
zada. O bien, aun, de intentar que una persona capaz, pero
vacilante o inconsciente de su deber , se decida a tomar la
dirección del movimiento. Pero en todos los casos, amar el
bien común más que su bien propio y particular conduce a
buscar el contacto con los demás, la unidad de fin y la uni -
dad de medios.
Sobre ese punto, sigue siendo a Santo Tomás a quien
recurrimos, cuando define la sedición (II-II, q. 42, art. 1,
ad 1): «Pero el pecado de sedición no está sólo en quien
siembra discordias, sino también en quienes disienten des-
ordenadamente [ i n o r d i n a t e] entre sí». Es posible estar en
desacuerdo «ordenado», y negarse a cooperar, o bien no
cooperar sino con reservas –por alianza táctica– por ejem-
plo en el caso en que el objetivo de liberarse de la tiranía
(bueno de suyo) se asocia al objetivo ulterior de instaurar
otro régimen igualmente contrario al bien común. Pero es
«desordenado» negarse a cooperar, por ejemplo, porque
se quiere ser el jefe en lugar de quien lo sea ya, o porque
se quiera guardar celosamente la independencia (obedien-
cia condicional) sin razón objetiva.
De las diversas condiciones que acaban de enumerarse
deriva el hecho de que las circunstancias mucho más a
menudo pueden más bien prohibir la acción que no permi -
tirla. Resulta de ello un modus vivendien una espera prolon-
gada. Esa espera está llena de peligros en el caso en que
persiste el mal intrínseco de un sistema per verso, situación
que requiere una fuerte conciencia política y una gran per -
severancia.
La colaboración con los gobiernos de hecho se ha trata-
do por los moralistas en el marco del derecho de guerra ( ius
in bello), y también a causa de las revueltas nacionalistas. El
caso de la ocupación (suponiendo que ésta resulte de una
agresión injusta) y el de un Estado de hecho (soviético, libe -
ral…) tienen rasgos comunes. Lo que el ocupante realiza
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por otros, es decir en lugar y en la posición de la autoridad
legítima que sojuzga, puede ser objeto de cooperación,
siempre que se excluya cualquier escándalo (5). Por otra
parte, es imposible ir más allá e insertarse en el aparato ene-
migo so pretexto de que tal o tal otra entre sus acciones
puede justificarse desde algún punto de vista. Una imagen
de la dificultad se ofrece en el film El puente sobre el río Kwai,
en el cual el coronel inglés, pensando que es mejor ocupar
a sus compañeros de infortunio haciéndoles trabajar eficaz -
mente, se transforma en realidad en agente del enemigo. Es muy tenue la frontera entre cooperación legítima y
colaboración inaceptable cuando la situación de hecho se
prolonga largamente en el tiempo. «En relación con un
gobierno de hecho –escribe el jesuita Maurice de la T aille–
la doctrina católica reconoce tres clases de deberes, en los
cuales se hace consistir lo que ella llama aceptación del
gobierno de hecho: primeramente, obediencia a las leyes
justas; segundo, contribución a las cargas públicas; tercero,
colaboración a la obra gubernamental, bajo la doble reser va
de la conciencia y de las conveniencias». Estos preceptos,
cuya aplicación tiene alcance variable, «no prohíben a los
ciudadanos emplearse en restaurar el gobierno de derecho,
incluso por un golpe de fuerza…». La determinación de la
medida de la cooperación es muy difícil en razón de la dura -
ción y de la capacidad de engaño y absorción de las institu -
ci o ne s d e h e ch o (6) . E l ca so c o m p lejo d el e n t ris m o
–complejo porque presupone una estrategia organizada,
una logística, una base institucional, etc.– tropieza con la
misma dificultad. Ello nos conduce inmediatamente a inte -
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810Verbo,núm. 509-510 (2012), 803-820.
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(5) A este respecto, el caso descrito en El puente sobre el río Kwaies
interesante: la cooperación parece ser un buen medio para restablecer la
moral de los prisioneros ociosos; pero el coronel Nicholson ha perdido
de vista que, al proceder así, trabaja directamente para el enemigo. T odo
es pues cuestión de prudente apreciación. Cfr. Charles J
OURNET,Exigences
chrétiennes en politique , Friburgo, Egloff, 1945, págs. 407-408. El discípulo
de Maritain defiende en este caso una posición restrictiva en relació\
n con
los actos de resistencia. (6) El problema fue abordado en parte por Jean de V
IGUERIEen su
libro Les deux patries. Essai historique sur l´idée de patrie en France, Bouère,
DMM, 2003.
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resarnos más de cerca por la argumentación utilizada por
León XIII en el asunto del Ralliement.
Situación de hecho de larga duración Para parafrasear a Santo T omás, podemos afirmar que el
sistema político moderno es, jurídica y políticamente, una
oligarquía de hecho que reposa sobre una «democracia»
(una oclocracia) de principio, y que no excluye de tiempo
en tiempo y con duración limitada la tiranía de uno solo
–Robespierre, Napoleón, Stalin…–. En suma, lo inverso del
«mejor régimen» que definía Santo T omás. En realidad no
hay diferencia de naturaleza entre tiranía moderna y tiranía
clásica desde el punto de vista de la desviación del bien
común en provecho del bien privado. La verdadera diferen -
cia consiste en su teorización, en aplicación del principio
moderno de la soberanía que constituye la desviación capi -
tal, teorización asociada a la radicalización del positivismo
que le está necesariamente asociada. Basta releer ciertos
capítulos del Contrato social de Rousseau para convencerse
de ello (7). En el espíritu de la modernidad, la existencia del estado
social es una restricción que hay que hacer soportable por
una hábil alquimia entre la libertad (negativa) de unos y la
de los otros. El concepto de bien común es ajeno a esta con -
cepción, que no admite salvo una utilidad común, a saber
un interés recíproco de los individuos iguales en derechos y
titulares de partes iguales de soberanía absoluta.
En Au milieu des sollicitudes, la carta en la cual ordenó a
los católicos franceses que se incorporasen a la República
(16 de febrero de 1892), León XIII indica que cambios de
régimen operados por la violencia, por lo tanto injustos (ile -
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(7) «A fin pues de que este pacto social no sea un vano formulario,
lleva tácitamente consigo este compromiso, el único que puede conferir
fuerza a los demás, que quienquiera se niegue a obedecer a la voluntad
general, será coaccionado a ello por todo el cuerpo; lo cual no significa
otra cosa sino que se le forzará a ser libre» (Du contrat social , libro I, capí-
tulo 7, «Du souverain»).
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gítimos de origen), pueden con el tiempo transformar a sus
protagonistas en titulares legítimos del poder si aseguran de
modo duradero el bien común (legitimación por el ejerci-
cio). Los antiguos titulares despojados conser van el derecho
de protestar , pero deben someterse, igual que sus partida -
rios, a la primacía del bien común, «la primera y última ley\
»
de la sociedad. Por consiguiente, «cuando, de hecho que -
dan constituidos nuevos regímenes políticos, […] su acepta -
ción no solamente es lícita, sino incluso obligatoria, con
obligación impuesta por la necesidad del bien común, que
les da vida y los mantiene. […] todo el tiempo que requie -
ran las exigencias del bien común».
3. Del r echazo a la integración: 120 años de ralliement
El papa León XIII fue plenamente consciente de la
incompatibilidad entre principios naturales y principios
revolucionarios, y de la transcripción jurídico-política de
estos últimos, que él llamó el «derecho nuevo» (en la encí -
clica Immor tale Dei, 1885). Pero prefirió frenar las tentativas
de derrocamiento de los regímenes democráticos, conside -
rando que era mejor intentar negociar un modus vivendi
favorable a la «libertad de la Iglesia», con inclusión del libr\
e
ejercicio del culto, la posibilidad de catequizar a la juventud
y la preservación de la moralidad pública –suerte de versión
inferior del bien común. La jerarquía de las urgencias le
condujo así a no elegir salvo una sola preocupación: mitigar
las exigencias a fin de atender a lo más apremiante (8).
Consideró además como un dominio reser vado la defensa
de esos derechos, y se esforzó por obtener unidad y sumi -
sión de parte de los católicos, llamados a hacer bloque frente
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812Verbo, núm. 509-510 (2012), 803-820.
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(8) Debemos añadir que el papa se encontraba entonces confronta -
do a la realidad de un vacío político del lado de los potenciales oposito -
res al régimen de hecho, sobre todo después de la crisis del 16 de mayo
de 1877, provocada por la querella de legitimidad entre una Cámara de
Diputados de mayoría republicana y el mariscal MacMahon, presidente
de la República sospechoso de querer restablecer la monarquía, pero en
realidad moderado y legalista.
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a las instituciones hostiles. Pío XI no hará sino sistematizar
la misma política.La encíclica Au milieu des sollicitudes no es el único texto
en que León XIII definió esa línea, pero ciertamente es de
ellos el más característico (9). Precedentemente, León XIII, en la encíclica Libertas
praestantissimum (1888), había formulado una afirmación
que se ha convertido en lugar común en los documentos
pontificios: «La Iglesia no condena forma alguna de gobier -
no, con tal que sea apta por sí misma para la utilidad de los
ciudadanos». El enunciado, a pesar de su aspecto realista,
deja de lado la cuestión principal, que es la especificidad del
sistema heredado de la Ilustración. La distinción entre régimen ylegislación, que constituye el
corazón del argumento de Au milieu des sollicitudes, acentuó
la tendencia, y produjo una suerte de «teoría de la praxis»
participacionista al disociar dos tipos de exigencias: una,
mínima, a propósito del régimen, estableciendo que todo
régimen político es aceptable en sí a condición principal de
no violar los derechos de la Iglesia (10); otra, más amplia
pero que atañe sólo a la legislación, objeto de críticas posi -
bles y de acciones reformadoras en el marco de la legalidad
establecida. Para justificar sus orientaciones, el texto comienza por
introducir una generalidad cuyo efecto implícito es banali -
zar el advenimiento del régimen revolucionario; puesto que
relega la crítica de este último a la esfera de las «abstraccio -
nes», dicho de otro modo, a aquélla de las discusiones bizan -
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(9) La encíclica Cum multa(8 de diciembre de 1882) anunciaba sen-
siblemente las posiciones adoptadas en Au milieu des sollicitudes. León XIII
invitaba entonces a los católicos españoles a disociar religión y política
–apuntando así a los carlistas y , en particular, al sector dirigido por Ramón
Nocedal, en el que destacaba don Félix Sardá y Salvany– y a formar una
«santa alianza» más allá de las divergencias de opinión. (10) León XIII, inmediatamente después del pasaje de Libertas praes -
tantissimum citado más arriba, proseguía así: [la Iglesia no rechaza ningu -
na de las diversas formas de gobierno, etc.] «pero exige, de acuerdo con
la naturaleza, que cada una de esas formas quede establecida sin lesionar
a nadie y , sobre todo, respetando íntegramente los derechos de la
Iglesia».
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tinas: «Una gran variedad de regímenes políticos se ha ido
sucediend o en Francia durante este siglo. Cada uno de estos
regímenes posee su forma propia que lo diferencia de los
demás: el imperio, la monarquía y la república o democracia.
Situándonos en el terreno de los principios abstractos , podemos lle-
gar tal vez a determinar cuál de estas formas de gobierno, en
sí mismas consideradas, es la mejor. Se puede afirmar igual-
mente con toda verdad que todas y cada una son buenas,
siempre que tiendan rectamente a su fin, es decir, al bien
común, razón de ser de la autoridad social. Conviene añadir,
por último, que si se comparan unas con otras, tal o cual
forma de gobierno político puede ser preferible bajo cierto
aspecto, por adaptarse mejor que las otras al carácter y cos-
tumbres de un pueblo determinado. En este orden e s p e c u l a-
t i v o de ideas, los católicos, como cualquier otro ciudadano,
disfrutan de plena libertad para preferir una u otra forma de
gobierno, precisamente porque ninguna de ellas se opone
por sí misma a las exigencias de la sana razón o a los dogmas
de la doctrina católica». Las cursivas son nuestras.
Viene después un argumento histórico, pero extrañamen-
te sesgado. «Se producen crisis violentas –prosigue León
XIII– que engendran un estado de anarquía del cual es impe-
rativo salir rápidamente. Un nuevo poder se pone en pie,
cuya entera novedad “se reduce a la nueva forma política que
adopta el poder civil o al sistema nuevo de transmisión de este
poder”. Y como el poder como tal viene de Dios, cuando de
hecho quedan constituidos nuevos regímenes políticos,
representantes de este poder inmutable, su aceptación no
solamente es lícita, sino incluso obligatoria, con obligación
impuesta por la necesidad del bien común, que les da vida y
los mantiene. Aceptación obligatoria cuya urgencia es mayor
cuando las revoluciones acentúan el odio común, provocan la
guerra civil y pueden sumir a la nación en el caos de la anar-
quía. Esta grave obligación de sumisión y obediencia durará
todo el tiempo que requieran las exigencias del bien común.
Porque, después de Dios, el bien común es la primera y últi-
ma ley de la sociedad humana». (El argumento es manifiesta-
mente de pura oportunidad; imaginamos mal que pudiera
aplicarse, por ejemplo, a la toma del poder por Lenin).
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El «derecho nuevo» se pasa totalmente en silencio, y del
régimen que lo aplica únicamente se considera el aspecto
exterior (la «forma»). Queda por extraer la conclusión práctica: «Lo dicho
basta para justificar plenamente la loable prudencia de la
Iglesia, que en sus relaciones exteriores con los poderes
políticos hace abstracción de las formas que diferencian
unos de otros, para tratar así libremente con ellos los tras -
cendentales intereses religiosos de los pueblos. La Iglesia
sabe que, en virtud de su propio oficio, debe ejercer la tute -
la de estos intereses con preferencia a todo otro interés».
Llega finalmente la distinción capital, entre régimen y
legislación, cuyo fin explícito es eliminar la objeción sobre
los orígenes re volucionarios del sistema republicano: un
régimen puede ser idealmente bueno pero tener una legis-
lación execrable, e inversamente, el peor régimen puede
tener excelentes leyes. Además, «la legislación es obra de
los hombres que están en el poder y que gobiernan, de
hecho, una nación. Consecuencia: en la práctica, la calidad
de las leyes depende más de la calidad moral de los gober-
nantes que de la forma constituida de gobierno. Una legis-
lación será buena o será mala según los principios buenos
o malos que profesen los legisladores y según se dejen éstos
guiar por la prudencia política o por las pasiones desorde-
n a d a s » . Esta reducción sucesiva de problemas políticos a un
asunto de moral individual acentuó en los medios católicos
el desinterés por la cuestión de las estructuras (la propia
regla constitucional que está subordinada, en el caso de
Francia, a la ley suprema no escrita que se llama «tradición
republicana»), e inversamente condujo a legitimar el estado
de hecho –del cual formula incluso la teoría– y estableció l\
as
bases de la integración en el sistema nacido de la
Ilustración, colocando de factoa los católicos en el terreno
del pluralismo electoral, es decir del «derecho común»,
hiriendo así con el desuso al «derecho público eclesiástico»
por el cual la Iglesia reivindicó siempre su autonomía y su
supremacía en razón de su misión. Visto así, el Ralliement,
que debía ser en la mente de León XIII una reiteración de
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gran envergadura de la política del Orden moral (11),
habrá sido la primera de una serie de etapas conducentes a
la pérdida de identidad política no solamente de los católi-
cos franceses sino de bastantes otros en la medida que esta
operación fue ejemplar .
El mito demócrata-cristiano (liberal o progresista) ha
tomado de ahí su referencia, permitiendo la integración al
sistema político de la modernidad, más o menos revestida
de una retórica de buenos sentimientos. No quedaba salvo
adherir formalmente al pretendido «Estado de derecho»
democrático, lo cual hizo el Concilio, y por otro lado animar
la resistencia, incluso armada si fuese necesario, cuando
esos mismos derechos se reputan gravemente puestos en
cuestión (12). Hoy es evidente que la participación, desde el simple
punto de vista de los resultados prácticos, se salda con un
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(11) Periodo político definido por el mariscal MacMahon en abril
de 1873: « Con la ayuda de Dios, la ent rega de nu estro ejército que ser á
siempre el esclavo de la ley, con el apoyo de toda la gent e honrada, con-
tinuaremos la obra de la liberación de nue stro territorio, y el restable-
cimiento del orden moral de nuestro país. Mantend remos la paz
interior y los principios sobre los que se asienta nuestra sociedad».
Vagamente abierta sobre la posibilidad de una restauración pero enre-
dada en el legalismo, esta orientación cederá el paso, desp ués del
derrocamiento del mariscal, a la «obra de irreligión» realizada por la
izquierda radical. (12) Véase el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, que reúne
diversos elementos sobre los dos aspectos, núms. 384-416. Esos pasajes
integran datos tradicionales de la moral católica, pero los colocan en
dependencia de conceptos modernos, incluso cuando se menciona el
bien común, expresión tam bién tradicional pero cuyo contenido equiva-
le esencialmente a los derechos humanos. El bien común no se define en
ese C o m p e n d i o , pero sí en el CIC, que retoma Gaudium et spes, y enumera
tres elementos esenciales de la noción (núm. 1907): «Supone, en primer
l u g a r , el respeto a la persona en cuanto tal. En nombre del bien común, las
autoridades están obligadas a respetar los derechos fundamental es e
inalienables de la persona humana. La sociedad debe permitir a cada
uno de sus miembros realizar su vocación. En particular, el bien común
reside en las condiciones de ejerc icio de las libertades natural es que son
indispensables para el desarrollo de la vocación humana: “derecho a
actuar de acuerdo con la recta norma de su conciencia, a la protección
de la vida privada y a la justa libertad, también en mater ia religiosa” (cfr.
G S, 26, 2)».
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fracaso estruendoso, mientras que los principios a los cuales
referirse para pensar una salida, si no para hacerla efectiva,
carecen grandemente de claridad.
4. Conclusiones a la espera El cuadro que acaba de esbozarse viene a ser la consta-
tación de una larga dificultad de razonamiento práctico
frente a una estructura hostil y corruptora, cuyo poderío
se ha multiplicado merced a la duración. Si, con el
Concilio Vaticano II, hemos conocido una rendición pura
y simple –cuyos frutos se juzgan hoy amargos–, ésta fue
pues preparada de muy antiguo y en cierto modo no
podía no ocurrir. Y como respecto de cualquier desvia-
ción, conviene remontarse al origen para comprender su
sentido profundo. Este origen es el i n d i f e rentismo político ,
que por motivos diversos es o se hace ciego a la realidad
institucional, a los marcos psicológicos, sociológicos y cul-
turales, es decir en definitiva a la articulación entre estruc-
tura e ideología, o si se prefiere, entre forma y fin.
Disminuir u olvidar la forma social conduce a acentuar
artificialmente la m a t e r i a, a saber los individuos y la moral
individual: es la fuente del moralismo político, con sus
buenas (y vanas) intenciones. La causa inmediata de esta grave carencia, lo hemos
visto, fue una cierta tradición oportunista de la política
eclesiástica centrada en la preocupación por proteger el
«núcleo central» de la institución eclesial, al menos a corto
plazo. Se puede añadir a ello el hecho de un cierto clerica-
lismo, confortado por la constatación de las divisiones
entre los partidos que pretendían restablecer las cosas en
orden, pero eran incapaces de aceptar una disciplina uni-
taria con vistas a un fin claramente determinado: la estra-
tegia clerical reposó entonces sobre la idea de utilizar el
aparato eclesial para tomar las riendas del pueblo cristiano
y utilizar su fuerza electoral a fin de imponer un curso
nuevo a las instituciones. Ahora bien, esa tentativa de
encuadramiento no im pidió funcionar a la máquina ene-
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miga, lo cual vino a reforzar el sentimiento de rechazo
fuera de la sociedad y acentuó todavía más la tendencia
proteccionista o paternalista. En lugar de ser impulsados a
«tomar el poder» y ofrecerles en consecuencia medios de
formación, los laicos fueron conducidos a constituir una
colectividad de supervivencia colocada en el interior de un
marco ajeno, bajo el control de la autoridad eclesiástica,
entrando así cada vez más en el juego de las luchas de
influencia en el mercado de la opiniones, hasta el momen-
to en que, al relajarse la disciplina eclesiástica, ya no ha
qued ado sino dar por bueno el pluralismo al que inicial-
mente se había querido vencer de modo absoluto.El indiferentismo político probablemente se ha apoya-
do, de manera más profunda, sobre una concepción dismi -
nuida de las mediaciones naturales. La historia de la
teología durante más de dos siglos ya transcurridos debería
ayudar a comprender por qué. Sigue resultando que, cin -
cuenta años después de la apertura del V aticano II, esta con-
cepción disminuida está lejos de desaparecer: por un lado se
desarrolla, bajo la etiqueta de la «nueva evangelización»,
una suerte de relanzamiento identitario de la desaparecida
Acción Católica, por otro lado aparece un nuevo fervor por
la kenosis, como un repliegue que se anticipa a un micro-
comunitarismo católico bajo la influencia de autores ana -
baptistas norteamericanos (Hauer was, Yoder), y por cierto
de modo muy coherente con la descalificación de la política
que es propia de la post-modernidad. De manera sintomáti -
ca, ya no se piensa en la política, en el mejor de los casos,
salvo en términos de «presencia» o de «testimonio», lo cual
no desemboca en definitiva sino en la promoción de la obje -
ción de conciencia.
Adviértase la simetría aparente entre el caso de un régi-
men legítimo cuya legislación en parte es injusta, y aquel de
un régimen per verso algunas de cuyas leyes son buenas. En
el primer caso, se está llamado al reformismo, en el otro a
aceptar lo que es bueno sin esforzarse, no obstante, por
derrocar en cuanto sea posible la mala estructura. El error
práctico de León XIII consistió en invertir las dos actitudes.
Al confinar la cuestión principal al terreno de las opiniones,
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esa inversión condujo a colocar los fines políticos en el
campo de lo discutible en el seno del «debate público».
Tenemos hoy un eco de ello en los «valores no negociables»
que, en definitiva, entran, se quiera o no, en el campo social
de la negociación. Quizá sea difícil hacer en la práctica otra cosa, en las
condiciones en que nos encontramos, aunque habría que
confirmarlo. Antes de hablar de entrismo, o de conquista
del poder por vía legal (electoral), etc., hay que empezar
por respetar cierta toma de distancia, a fin de evitar las ilu -
siones, la doble conciencia y la recuperación. Pero el com -
promiso limitado supone una ascesis, cuando menos un
trabajo paciente para mantener viva la conciencia de la
situación y la apertura a cualquier posibilidad de cambio. El régimen moderno, tomando todo en consideración,
se presenta únicamente como un régimen de puro hecho
(la legitim idad que pretende tener no es nada más que una
afirmación irracional de voluntad soberana «autónoma»).
Es pues inútil concederle más de lo que pide. Por lo tanto
la cooperación es posible, incluso necesaria, cada vez que
esas ins tituciones de hecho proporcionan, por subroga-
ción, algún elemen to del bien común. Sin embargo, acaba-
mos de decirlo, esa colaboración es muy delicada. La
frecuentación de la «clase discutidora » (Donoso Cortés) es
corrosiva. Es pues necesario pensar, y pensarse fuera de los
marcos impuestos. Comprender eso es, cuanto menos,
igual de importante que aprestarse a rechazar cooperar en
los crímenes de aborto y de eutanasia cuya adopción se
impone por los actuales aparatos de dominación. Todo lo
que precede muestra de modo evidente que puede existir,
en un largo periodo histórico, una gran distancia entre las
aspiraciones y la rea lidad. Ello no debería conducir a arro-
jar la toalla, sino a interrogarse sobre las exigencias de este
género partic ular de lucha política a largo plazo, que impli-
ca conciliar adaptaci ón a las circunstancias, rigor moral y
mantenimiento de la unidad inherente a la naturaleza de la
acción política.
Quedaría mucho por decir a este propósito, pero ello es
imposible en el marco otorgado. Una obser vación servirá de
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conclusión: no cabe mantener estas exigencias de justicia
general, en una situación de ilegitimidad permanente y
corrosiva sobre todo por su duración, sin cultivar lo que
Péguy llamaba «la niña esperanza», fuente de toda pa-
c i e n c i a .
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