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1995

Dios y la naturaleza de las cosas

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Las leyes humanas y la naturaleza de las cosas

LAS LEYES HUMANAS Y LA NATURALEZA
DELAS COSAS
POR
MIGUEL A YUSO
l. Introducción
No se presenta la categoría de ley como un concepto unívoco,
sino que, antes al contrario, es dado hallar en ella no sólo el rastro
de la analogía sino propiamente de la equivocidad. En efecto, en
esta última arraiga la distinción entre una concepción clásica y otra
moderna de la ley, que encierra una radical transformación en su
sentido, y de la que no puede prescindirse en modo alguno antes de
afrontar el
tema cuyo desarrollo nos ha sido encomendado, más
aún,
que resulta nuclear a la hora de elucidarlo. En un segundo
nivel, que se instala más bien en los dominios de la analogía, y que
igl.lalmenre se alza inexcusablemente en este nuestro camino de
hoy,
se ha podido distinguir entre leyes divinas, tanto reveladas
como naturales, y humanas, comprensivas de las promulgadas, las
costumbres e incluso la jurisprudencia
y la doctrina.
2. La ley: de la concepción clásica a la moderna
Se debe al profesor Michel Bastir un importante estudio sobre
«el nacimiento de la ley moderna» (1), en el que recorre paciente-
( 1) Cfr. MICHEL BASTIT, Naissance de la loi moderne. La pensée de la loi de
Saint Thomas a Suarez, París, 1990.
Verbo, núm. 349-350 (1996), 1055-1068 1055
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MIGUEi" AYUSO
mente el camino que de Santo Tomás lleva a Suárez. Aunque, en
puridad, haya que esperar a Hobbes, al movimiento ilustrado y,
sobre todo, a la Revolución francesa, para poder extender la partida
de nacimiento de la nueva concepción de la ley.
legislar, concluye el distinguido profesor francés, es una ac­
ción que debe ser analizada como el ejercicio de las facultades del
legislador en una decisión. En primer lugar se trata de un acto
humano y, como tal, requiere un estudio de psicología filosófica.
El fruto de esta acción,
en segundo lugar, está vacado a regir un
conjunto político y a dictar su conducta a aquellos que están some­
tidos a la legislación
de ese conjunto: el estudio de la ley, pues, se
efectúa también en el cuadro de una reflexión ético-política. Final­
mente, esta actuación tanto del príncipe como de los sujetos se
inscribe en un mundo mucho más vasto, pues en último término,
en relación a todo lo que es, se presentan las leyes como realidades
muy limitadas, tanto que su comprensión última debe ser esclare­
cida
por la metafísica en su doble dimensión ontológico-teológica.
Aplicando este triple nivel de conocimiento a la realidad de la
ley, traza a continuación la historia de su radical mutación, que no
es sólo -permítaseme apuntar-la que de un palenque racional
conduce a otro voluntarista y finalmente poiético, sino incluso,
aún más, la de la disolución de la doctrina de la prudencia legisla­
tiva, primero por un racionalismo que termina hermanado con el
voluntarismo, abriéndose juntos a la mera imposición transforma­
dora y, en su descomposición, al puro arbitrio (2).
En efecto, como ha escrito Vallet de Goytisolo, «a falta de un
orden dinámico, que no puede violarse sin riesgo, el hombre sin
pauta superior se erige en creador de un mundo nuevo que trata de
elaborar conforme sus "ideas" (no la realidad profunda de las cosas),
negando la verdad objetiva, que sustituye por las opiniones subjetivas,
que, a falta
de criterio realista superior, entran todas en la palestra
(2) Cfr. JUAN VALLET DE GoYTISOLO, «Del legislar como "legere" al legis­
lar
como "facere"», en el vol. Estudios sobre fuentes del derecho y método jurídico,
Madrid, 1982, págs. 939 y ss.; MICHEL BASTIT, «La loi», Archives de Philosophie
du Droit (París), 1990, págs. 211 y ss.
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de lo opinable, con lo cual( ... ) no se trata sino de conocer opiniones y
optar por la que más guste, arbitrando algún medio (como
es la demo­
cracia) para que esta diversidad( ... )
se decida por la opinión pública,
movida por los medios de comunicación y, al final,por los votos» (3).
El liberalismo, profundizando en la senda abierta por el absolu­
tismo, ligados ambos por
una continuidad perfecta desde el punto
de vista de la filosofía social, contendría así toda la entraña ideoló­
gica destructora
del orden social característica de la política mo­
derna, puesto
que supone la concepción agnóstica, inmanentista y
en la práctica atea -tanquam Deus non esset-de los fundamentos
del ordenamiento estatal.
La concepción moderna de la ley deriva
de
abí derechamente y un abismo la separa de la inteligencia clási­
ca: «La razón era antes el instrumento indispensable que utilizaba
el legislador para descubrir lo que debía disponer la ley. A partir de
1789,
el contenido de ésta no se descubre, ni se estudia, sino que es
creado por la simple voluntad humana» (4).
Como la pauta de la justicia particular, que debe presidir la
determinación del derecho, es la igualdad o la proporción --en sus
modalidades
conmutativa y distributiva-, la de la justicia gene­
ral, que es precisamente la que debe regir la elaboración de las
leyes, es el bien común. Razón por la que, cuando el horizonte de
éste
se pierde en la tarea de legislar, se cae en la desnaturalización
de la ley (5). Esto ocurre en cierta medida en la moderna teoría de
las fuentes, concebida
en función del «principio democrático» (6)
y que echa al olvido caracteres
tan contrastados a lo largo de los
(3) JUAN VALLET DE GOYTISOLO, Más sobre temas de hoy, Madrid, 1979,
págs. 136-137.
(4) EUGENIO VEGAS LATAPIE, Consideraciones sobre la democracia, Madrid,
1965, págs. 153-154; MIGUEL AYUSO, «Ley y democracia», Verbo (Madrid),
n.° 337-338 (1995), págs. 755 y ss.
(5) Cfr.
EsTANISLAO CANTERO, «La quiebra de la tradición jurídica es­
pañola», en vol. El Estado de derecho en la España de hoy, Madrid, 1996, págs. 418
y ss.; CONSUEW MARTÍNEZ-SICLUNA, «La conculcación del Estado de derecho:
legalidad versUJ legitimidad», en el vol. recién citado, págs. 237 y ss.
(6) Cfr.
MIGUEL AYUSO, «Principios generales del derecho, derecho natu­
ral y Constitución»; en el vol. Los principios generales del derecho, Madrid, 1993,
págs. 109-124.
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siglos y de la especulación filosófico-jurídica como la «racionali­
dad» de la ley o su «generalidad» (7), concluyendo en una identifi­
cación entre
«ley» y «ordenanza» (8). Es cierto, en todo caso, que
mientras nos hallamos
en plena apoteosis del legismo, comienza en
cambio a problematizarse
en el nivel teórico la moderna concep­
ción de la ley.
3.
De la crisis del derecho a la crisis de la ley
A una época sellada por
el imperio majestuoso de la ley parece
haber sucedido desde bace tiempo otra que
se interroga y duda
sobre la centralidad de esta categoría. Así, no sería difícil referir
antecedentes que
se remontan a los años treinta, y no sólo por auto­
res «sospechosos» como nuestro siempre recordado Eugenio Vegas
Latapie (9), sino también por otros en absoluto enfrentados con la
corriente central de los acontecimientos, como Georges Burdeau,
que babló de le dépérissement de la loi, esto es, del «debilitamiento de
la
ley» (10).
En puridad, a la «crisis del derecho», que inauguró el predo­
minio de la impostación jurídica moderna, agnóstica y conse­
cuentemente voluntarista,
ha terminad.o por suceder la «crisis de la
ley» (11), tanto más significativa en cuanto que ésta había quedado
como
el último residuo -es cierto que desnaturalizado y degrada­
do, pero aún operante-de aquél.
(7) Cfr. JOSÉ MIGUEL SERRANO RUIZ-CALDERÓN, «Consideraciones sobre
la ley y el Estado de derecho: la manipulación de la ley», en el vol. El Estado de
derecho en la España de hoy, cit., págs. 295 y ss.
(8) Cfr.
JUAN VALLET DE GoYTISOLO, «Ley y ordenanza», en su vol. Estu­
dios sobre fuentes del derecho y método jurídico, cit., págs. 185 y ss.
(9) Cfr. EUGENIO VEGAS LATAPJE, Romanticismo y democracia, Santander,
1938.
(10) Cfr. GEORGES BURDEAU, «Essai sur l'evolution de la notion de loi en
droit fran~ais», Archives de Philosophie du Droit (París), 1939, págs. 7 y ss.
(11) Cfr.
ALVARO o'ORS, ((Los romanistas ante la crisis de la ley», en su
vol.
Escritos varios sobre el derecho en crisis, Roma-Madrid, 1973, págs. 1 y ss.
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La presente crisis de la ley surge precisamente de haberse apu­
rado las premisas filosóficas que alumbraron su versión moderna o,
por decirlo de otro modo, asistimos
en nuestros días, según el epo­
ca! signo postmoderno, a la disolución de
la ley moderna en su
versión «fuerte» y a su sustitución por sus derivados «débiles» (12).
Desde
un ángulo teórico-conceptual, la ley parlamentaria se halla,
por
mor de los tribunales constitucionales, ante continuos constre­
ñimientos para acomodarse a
la Constitución y, merced a la expan­
sión del gobierno,
en una defensiva permanente. Sin olvidar el va­
cío jurídico creado
por la reciente ola de desreglamentación de los
años ochenta. Pero también, desde
el ángulo práctico, han de tenerse
presentes los que el administrativista Sebastián
Martín Retortillo
ha calificado de «mal decir» y «mal hacer» de las leyes (13). Esto
es,
la incorrección en la expresión y en la técnica a que responden y
que redunda, a no dudarlo, no sólo en su correcto conocimiento,
sino
en su adecuado cumplimiento.
Puede resultar
útil comenzar por examinar el nivel teórico, re­
cién apuntado, de la crisis de la ley parlamentaria. Primeramente
no pueden en absoluto obviarse las hondas transformaciones que
supuso la adopción
por los sistemas continentales legalistas del control
de la constitucionalidad de las leyes, característicos, si bien con
rasgos bien diferenciados, de los sistemas anglosajones, y
en parti­
cular del constitucionalismo estadounidense. Pues la concepción
kelseniana, si bien
partió de presupuestos típicamente continenta­
les como el positivismo
y el legalismo (esto es, lo que podríamos
llamar negativamente «no judicialismo» ), vino finalmente a alte­
rar la fisonomía de las constituciones europeas, aproximándolas
por
una suerte de paradoja, en absoluto inexplicable, al modelo norte­
americano (14).
(12) Cfr. MIGUEL A ruso, r:'Despuis del Leviathan? Sobre el Estado y su signo,
Madrid, 1996.
(13) Cfr. SEBASTlÁN MARTfN RETORTJLLO, «El buen hacer de las leyes»,
ABC (Madrid), de 16 de noviembre de 1995.
(14) Cfr. EDUARDO GARCÍA DE ENTERRÍA, La Constitución como norma y el
Tribunal
Constitucional, Madrid, 1981.
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MIGUEL AYUSO
En efecto, el positivismo jurídico se abrirá en ellas al derecho
internacional, diluyendo la clausura paradigmática de aquél y
ten­
diendo un puente entre el sistema normativo internacional y el
interno, al tiempo que comenzarán a configurarse como normas de
aplicabilidad inmediata,
determinando una constitucionalización
de todo el ordenamiento jurídico, transido a
partir de ahora de
«constitucionalidad», y que borra las fronteras, antes infranquea­
bles entre la norma suprema y el resto del sistema. Aunque
la trans­
formación decisiva brotará de
la existencia misma de un órgano a
quien se confía la operación de contrastar los productos legislativos
con la piedra de toque de
la Constitución, que, por más que sin
naturaleza judicial, emplea
en cambio formas y procedimientos
judiciales y conduce inexorablemente a
la judicialización de la vida
política. (Con todo,
entre esta judicialización de la vida política y
la politización de la justicia que hoy es dado hallar, y no sólo en
España, por mor de perversas fórmulas de gobierno del poder judi­
cial y de
una depauperación al tiempo que un ensoberbecimiento
de
la judicatura, hay un salto cualitativo que necesariamente no
habría de seguirse (15)).
A continuación no debe ponerse entre paréntesis la transforma­
ción del parlamentarismo, en su versión denominada «racionalizada»,
con
la asunción del protagonismo político por parte del gobierno,
paralelo
al retraimiento del parlamento. Hondas transformaciones
políticas, sociales, económicas, culturales y aun tecnológicas mili­
taron de forma convergente
en una alteración de los supuestos cons­
titucionales sobre los que
se asentaba el parlamentarismo origina­
rio. Así, el panorama actual aparece presidido por la preponderancia
del gobierno
-y no sólo contemplada cuantitativamente, sino tam­
bién
cualitativamente-en la iniciativa legislativa, las excepcio­
nes de creciente importancia
al monopolio del parlamento en la
producción de normas con rango de ley mediante la generalización
de los decretos-leyes y los decretos legislativos, y aun más profun-
(15) Cfr. MIGUEL AYUSO, «La quiebra de la función judicial y del control
legislativo como órdenes de justicia»,
en el vol. El Estado de derecho en la España
de hoy, cit., págs. 263 y ss.
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factores tales como la industrializatión, la sociedad de masas o los
partidos políticos (16).
Pero también merece la pena internarse en el terreno práctico.
En primer lugar, ha de destacarse la proliferación legislativa, de la
que
ha manado de modo necesario su inestabilidad. Georges Déherme,
en los años treinta, señalaba que en Francia se habían promulgado
desde la Revolución más de doscientas cincuenta mil leyes (17). Y
el profesor Marce! de la Bigne de Villeneuve precisaba: «En dos
años, la Constituyente había confeccionado dos mil quinientas se­
tenta y siete leyes. En un año la legislativa aprobó mil setecientas
doce. El
primer Imperio acusó un ligero retroceso, pues sólo llegó a
diez mil textos. Pero la Restauración promulgó treinta y cinco mil;
Luis Felipe, treinta y siete mil; la efímera segunda República, doce
mil cuatrocientos; el segundo Imperio, cuarenta y cinco mil. Desde
1870 a 1914 la tercera República elaboró cien mil. Y la cuarta
marcha por el mismo camino que su predecesora, con una media
anual de dos mil quinientos» (18). Proceso, podemos añadir, en
absoluto detenido, antes bien, exasperado en los años más próxi­
mos a nosotros. Piénsese no sólo en la legislación estatal, sino tam­
bién en la autonómica y hasta en la comunitaria, como a efectos
simplemente formales muestra el crecimiento elefantiásico
del
«Aranzadi».
Pero el alto grado de «movilización» o «motorización» a que
con carácter permanente están sometidas nuestras leyes determina
igualmente la improvisación
y el apresuramiento en su elabora­
ción.
¿Se ha pensado seriamente -por limitarnos a algunos ejem­
plos referidos a España
y de gran relevancia por su incidencia des­
tacadísima en la justicia penal y la actuación
administrativa-en
cuáles iban a ser las consecuencias del llamado «procedimiento
(16) Cfr., como síntesis, ANTONIO-CARLOS PEREIRA MENAUT, Lecciones de
teoría constitucional, Madrid, 1987, págs. 113 y ss.
(17) Cfr. GEORGES DÉHERME, Démocratieet sociocratie, París, 1936, pág. 224.
(18) MARCEL DE LA BIGNE DE VIU.ENEUVE, L'activité étatique, París, 1954,
pág.
319.
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MIGUEL A YUSO
abreviado» de la Ley de Enjuiciamiento Criminal o de la soi-disant
Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y Pro­
cedimiento Administrativo Común? Y eso
que se trata de leyes de
naturaleza procedimental y,
por tanto, organizatoria. ¿Qué no ocu­
rrirá con las
que inciden sobre derechos materiales? Juan Vallet ha
escrito que las normas producen siempre efectos reflejos y reaccio­
nes sociales
que deben preverse antes de su promulgación. Más que
su contenido interesa la reacción
que pueden provocar en el cuerpo
social. Así, las protecciones excesivas, fruto muchas veces de apli­
car principios de justicia
distributiva a situaciones de justicia con­
mutativa o general, se suelen volver en perjuicios para los futuros
componentes del sector protegido:
la protección de los inquilinos
de ayer, ejemplificaba Vallet
en los sesenta, hace desaparecer el
inquilinato hoy, y requiere
que se promuevan grandes beneficios
inmediatos para
que se construya, aunque sea para vender pisos. La
presión fiscal y laboral, por otro lado, pasada cierta medida, hace
huir el ahorro de las inversiones socialmente beneficiosas (indus­
tria, agricultura,
constru<;ción, etc.) y lo empuja hacia la especula­
ción, más difícil de controlar, lo que a la larga ocasiona malos re­
sultados económicos y, desde luego, produce efectos desmoralizadores;
o bien, paso a paso, esa presión y el esfuerzo para mantenerla desli­
zará hacia el totalitarismo, la irresponsabilidad tecnocrática y la
pérdida de todo estímulo personal (19).
La improvisación y el apresuramiento, en ocasiones no se con­
traen sólo a los efectos, sino a
la propia técnica legislativa. Por eso,
transcurrido
muy poco tiempo desde su publicación, a veces sólo
unos meses, han de ser modificadas.
Algún caso paradigmático hay,
aunque parezca increíble, de proceder a su modificación incluso
antes de comenzar su vigencia. El caso más reciente
es el de la
famosa «ley del jurado», Ley
Orgánica 5/95, de 22 de mayo, que
prevenía en su disposición final
una vacatio legis de seís meses, a
salvo ciertas excepciones, y
que antes de transcurrir dicho plazo ha
conocido ya la modificación de importantes aspectos en ella cante-
(19) Cfr. JUAN V ALLET DE GoYTISOLO, En torno al derecho natural, Madrid,
1973, pág. 166.
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nidos por medio de la Ley Orgánica 8/95, de 16 de noviembre. Al
señalar esta reforma que entraría en vigor al día siguiente de su
publicación, esto es, sin haber comenzado su vigencia la reforma­
da, podría pensarse en que
al producirse esto último se derogaría
precisamente la reforma.
La causa, tanto en el caso utilizado como en otros que podrían
colacionarse, radica en que escapan de estas leyes supuestos omiti­
dos y que deberían comprender, en definitiva por mala factura. En
este sentido, y en otra muestra de grave inadvertencia, la exposi­
ción de motivos del famoso Código Penal de 1995, aprobado por
puro voluntarismo político sin un suficiente debate técnico que lo
precediera, es la del proyecto de ley, sin adaptación alguna, de manera
que en la misma se leen cosas como que «el gobierno no tiene aquí
la última palabra, sino simplemente la primera»,
y que «se limita,
pues, con este proyecto, a pronunciarla, invitando a todas las fuer­
zas políticas y a todos los ciudadanos a colaborar en la tarea de su
perfeccionamiento».
Repárese también, por poner
un segundo ejemplo llamativo,
en la regulación de la prisión preventiva. Esa medida cautelar per­
sonal que procura el aseguramiento de la persona a quien se imputa
un delito, ha conocido varios cambios en los últimos quince años,
todos ellos fruto, al menos en parte, de esa improvisación o apresu­
ramiento
de que acabamos de hablar, cuando no de puro oportunis­
mo político. En efecto, el año 1983 la Ley Orgánica 7 /83, de 23 de
abril, supuso el abandono de la anterior regulación, que
se remon­
taba tan sólo a 1980, de los artículos 503 y 504 de la
Ley de Enjui­
ciamiento Criminal, y que llevaba consigo una cierta aplicación
automática de la medida cautelar que el Tribunal Constitucional
bahía rechazado. Sin embargo, la conjunción de tal reforma con la
penal sustantiva de la
Ley Orgánica 5/83, de 25 de junio, de refor­
ma urgente y parcial del Código Penal, que entre otras
cosas redujo
las penas de
los delitos contra la propiedad, produjo la excarcela­
ción de numerosos presos preventivos, dando lugar a un alarmante
crecimiento de la inseguridad ciudadana. Y a pesar de que la expo­
sición de motivos de la nueva ley encubría la verdadera realidad de
la reforma como de verdadera «contrarreforma», so pretexto de que
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MIGUEL A YUSO
respondía a la misma finalidad que la redacción anterior y que se
trataba de un simple ajuste técnico. Ilustración de lo que ha escrito
el profesor García Cantero respecto de lo revelador que resultaría el
estudio de las «reformas de las reformas» (20). Recientemente, para
cerrar este capítulo de ejemplos, en una disposición final de la
Ley
del Jurado, se ha ajustado la regulación de la prisión preventiva,
exigiendo que sea solicitada por alguna de las partes acusadoras,
cubriendo pudorosamente con el velo de
una mayor adecuación a
los principios constitucionales de
favor libertatis y «presunción de
inocencia» la verdadera intención de
impedir la reiteración de si­
tuaciones como las vividas
en los últimos tiempos, en las que
algunos jueces outsiders, por medio de una por lo demás discutible
aplicación de la prisión preventiva, han puesto contra las cuerdas
oscuras tramas delictivas instaladas en el corazón del sedicente Es­
tado de derecho socialista (21).
Las últimas observaciones nos introducen en otro fact_or del mal
hacer de las leyes, a saber, el interés
en que los cambios pasen inad­
vertidos, como de tapadillo, obstaculizando que lleguen a ser cono­
cidos de sus destinatarios. Encontramos de esta manera modifica­
ciones de la regulación de materias
en leyes que nada tienen que
ver directamente con ellas (se reforma, por ejemplo, el Código Pe­
nal en la Ley del Servicio Militar) o normaciones de apariencia co­
yuntural que concluyen
por co_ntener reformas sustantivas (Decre­
tos-leyes epigrafiados en el Boletín Oficial del Estad,, como de «adopción
de medidas urgentes» para una cuenca determinada
por razones de
sequía terminan modificando la Ley de aguas).
Si asociamos esta inestabilidad encubierta con la complejidad y
amplitud de que viene dotado en nuestros días el sistema normati­
vo, el panorama alcanza dimensiones pavorosas. La muestra más
notable la hallamos en la transformación de la Ley de Presupuestos.
De su artículo único inicial --que ya es prehistoria-y la docena y
(20) Cfr. GABRIEL GARCÍA CANTERO, «Aproximación a una sociología de
la familia», Verbo (Madrid), n.º 339-340 (1995), pág. 1018.
(21) Cfr. MIGUEL AYUSO, «La corrupción de la ley», Razón Española (Ma­
drid), n.º 78 (1996), págs. 74 y ss.
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media de artículos que tuvo hasta 1978, en los últimos años se ha
pasado al centenar de preceptos, que vienen a modificar aspectos de
la totalidad del ordenamiento jurídico en
una especie de «ley esco­
ba»
-la expresión es de Martín Retortillo-que, sin criterio al­
guno y al margen del procedimiento parlamentario establecido,
han introducido año tras año
una importante dosis de inseguridad
en nuestro ordenamiento.
La crítica unánime de la doctrina cientí­
fica y el tardío varapalo del
Tribunal Constitucional parecieron
restaurar
la claridad, adecuaodo el contenido de las leyes de presu­
puestos exclusivamente al
ámbito constitucionalmente fijado. Sin
embargo, las esperanzas pronto resultaron ser vanas, y
por entre los
intersticios de la doctrina del
Tribunal Constitucional brotó una
llamada «ley de acompañamiento», pues acompaña a
la de presu­
puestos. El remedio
-y es de nuevo el profesor Martín Retortillo
quien
habla-ha sido, pues, peor que la enfermedad: «Nada se ha
solventado. Leyes de presupuestos, intituladas siempre genérica­
mente
.. medidas de política económica", "medidas fiscales, admi­
nistrativas
y de orden social", que son un auténtico centón en el
que todo cabe. Aparte, y esto debe quedar
muy claro, que no respe­
tan las exigencias requeridas por el Tribunal Constitucional. Ex­
presión, además, de una auténtica "perversión jurídica", que
es como
el constitucionalismo clásico calificó a las leyes secretas» (22). En
la del año 1996, independientemente de que cabría
preguntar a
quién o a qué
se acompaña -ante la devolución de los presupues­
tos al gobierno, con prórroga de los del ejercicio
anterior-, pro­
duce
un auténtico escalofrío repasar los temas que se incluyen mo­
dificaodo
la regulación existente: medidas fiscales, estatales y locales;
regulación de servicios públicos;
del catastro; del sistema de Segu­
ridad Social; del régimen de funcionarios; de la ley de nombre in­
terminable de procedimiento administrativo; de
la ley de Patri­
monio Nacional; del régimen de los transpones; de las aguas; en
materia de defensa nacional; del suelo; de educación; de telecomu­
nicación; de los colegios profesionales, etc.
(22) SEBASTIÁN MARTÍN RETORTILLO, loe. cit.
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MIGUEL AYUSO
Ahora bien, una inestabilidad como la recién contemplada en
nuestra práctica reciente no
es sino el síntoma de la inmoralidad de
la ley. En efecto, si la ley
se reduce a no ser más que una regla
técnica, si abandona la búsqueda de lo que constituye el bien de la
comunidad política,
se convierte en inmoral. Inmoralidad que no
radica tanto, según la observación de Bastir,
en la falta de respeto a
una ley natural de la que debería deducirse, como en perder la mira
de lo que constituye el bien común de la comunidad a la que pretende
imponerse. Pues entonces
impera solamente en virtud de la volun­
tad de legislador, detrás de
la que no es difícil percibir los intereses
particulares, conviniéndose el
poder en algo más y más pesado, que
justifica la revuelta.
Se llega así, concluye, y es buena conclusión
también para el objetivo que buscamos en este epígrafe, al cuadro
paradoja! de una ley progresivamente invasora e impotente al tiempo.
Parece albergar la pretensión
de cubrir la totalidad de las relaciones
entre los ciudadanos, sustituyendo las regulaciones de los particu­
lares e imponiendo a los jueces sus soluciones. Coincidentemente,
sin embargo,
es cada vez menos obedecida y su prestigio se disuel­
ve
en la inestabilidad, la injusticia y, en fin, la revuelta (23).
4. Conclusiones: leyes humanas y naturaleza de las cosas
Difícil encerrar un panorama como el anterior en una conclu­
sión comprensiva de sus
múltiples facetas. De suyo, como en todas
las situaciones de crisis, viene caracterizada
por la presencia de sig­
nos contradictorios que
pugnan entre sí. Así, si la recta filosofía
jurídica
---consecuencia de la prioridad que siempre ha dado al
hallazgo y atribución de la cosa
justa-ha tenido que esforzarse
durante mucho tiempo en combatir el absolutismo de la ley y la
confusión de ley y derecho, hoy,
en cambio, ante la disolución de
aquélla, debe resaltarse lo
que tiene de participación del orden (24),
(23) Cfr. MICHEL BASTIT, op. cit., págs. 12 y SS.
(24) Cfr. ERIC VOEGELIN, The Nature o/Law, Bacon Rouge, 1991, págs. 7
y ss.; DANIW CASTELLANO, La razionalittl della politica, Nápoles, 1993, págs. 57
y SS.
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LAS LEYES HUMANAS Y LA NATURALEZA DE LAS COSAS
incluso en su versión absolutivizada propia del pensamiento jurí­
dico moderno.
Aunque lo deseable sería la rehabilitación cabal de
la ley, desprendida de la
ganga de la concepción moderna, esto es,
contemplada en
su rica significación analógica como aliqualis ratio
iuris.
En tal dirección se han encaminado los esfuerzos de nuestro
maestro común,
Juan Vallet de Goytisolo, quien, en el marco de la
triple aproximación metodológica al derecho (25) --a saber, la
metodología de la ley, de la determinación del derecho y de
su
ciencia explicativa-, comenzó precisamente por desarrollar el pri­
mero de los caminos, que es el que, para concluir esta ponencia,
debemos seguir nosotros ahora.
La ley, que
puede ser abordada desde diversas perspectivas, en
su significado más general de relación y ordenación, límpidamente
refulgente en la concepción aristotélico-tomista, incluye cuatro clases
de leyes: eterna, natural, divina positiva y humana.
Por eso, entre
ese significado lato de ley, que incluye normas que no son de dere­
cho, y
un significado estricto, que no las abarcaría a todas, opta
Vallet por otro que incluye todas las normas de derecho, ya estén
dotadas sólo de
auctoritas o bien se impongan por la potestas de quienes
las promulguen, y además las dimanantes de las que, sin ser leyes
humanas
-esto es, la eterna, la natural y la divina positiva-,
tienen y en cuanto tengan trascendencia jurídica. Y en un plan más
adecuado para su exposición y examen particularizado desde una
perspectiva metódica, distingue
entre leyes divinas positivas, prin­
cipios generales-ya captados por intuición, sean ético-jurídicos o
jurídico-formales, ya por inducción de la naturaleza de las cosas,
tanto en su significado de natura rerum como en el más concreto de
naturaleza de la cosa o de la
institución de que se trate-, normas
seguidas
por razón de la auctoritas de que vienen revestidas, aunque
carezcan de
potestas, normas consuetudinarias -vividas como dere­
cho--- y leyes humanas,
en el sentido más estricto, dotadas de potes-
(25) Cfr. JUAN V ALLET DE GOYTISOLO, Metodología jurídica, Madrid, 1988;
ID., Metodología de las leyes, Madrid, 1991; ID., Metodología de la determinación del
derecho, 2 vols., Madrid, 1994 y 1996.
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MIGUEL AYUSO
tas por quien, según el orden político, se halle facultado para pro­
mulgarlas (26).
Lo que nos abre el camino, del que ya adelantamos antes algu­
nos de sus tramos, de la necesidad de recuperar la ciencia pruden­
cial legislativa frente a las formulaciones ideológicas y las técnicas
legislativas al servicio de ellas.
La determinación isidoriana de las
condiciones que la ley debe reunir, la recapitulación
tomista o el
acervo montesquieuniano nos muestran
un conjunto de pautas dignas
de ser atendidas. Pero, sobre todo,
se abre la necesidad de que la
finalidad de la ley sea científicamente examinada y prudentemente
proyectada en cada caso al
que se refiera, en atención a su destino y
a su contacto vital con la realidad, y sin perder de vista cuál es el
ámbito que la ley debe abarcar dentro de las relaciones sociales y
hasta dónde debe penetrar en
el terreno moral (27). Cuestiones que
si de suyo no tienen fácil solución, aún presentan
un perfil más
arduo en la.enmarañada realidad presente. Ya Vico había señalado
cómo mientras que el filósofo centra su
afiin en la búsqueda de la
única causa de distintos efectos, el
jurista se empeña en el discerni­
miento de los múltiples efectos de una sola causa.
(26) Cfr. ID., Metodología de las leyes, cit., pág. 327.
(27) Cfr. ID.,
Metodología jurídica, cit., págs. 378 y ss.; ID., Metodología de
las leyes, cit., págs. 693 y ss.
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