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Democracia cristiana, ¿restauración o liquidación?

DEMOCRACIA CRISTIANA,
¿RESTAURACIÓN O LIQUIDACIÓN?
POR
JOSÉ DE ARMAS DlAz
En todas las intervenciones que a ésta han precedido ha que­
dado bien claro
que el mundo está impregnado, aunque a veces
no lo parezca y nos acosen muchos peligros, de occidentalidad
cristiana.
La Europa bautizada que surge de la Edad Media asperjando
el agua bendita, unas veces
con los hisopos y otras con los
pomos de las espadas, a oriente y occidente, al norte y al sur,
acabó
por imponerse como modelo al predicar la verdad vivida,
que para siempre ha llegado a empapar a la humanidad.
"Para siempre" no es una apreciación optimista, ni una ilu­
sión que trate de quitar hierro al drama constante de la lucha
entre el bien y
el mal y cerrar los ojos con la estupidez de los
tontos alegres a la presencia del Maligno; para siempre es una
profesión obligada
por la fe y sostenida por la esperanza que nos
ha
de impulsar a forzar la voluntad: "Las puertas del infierno no
prevalecerán sobre Ella".
Si a los museos profanos de toda Europa, incluida nuestra
patria, les quitaran las obras
de arte (que son la plástica de toda
cultura) sagrado, producto de los latrocinios perpetrados contra
el patrimonio de la Santa Madre Iglesia, quedarían reducidos a la
más mínima expresión.
Aunque las sotanas y las dalmáticas, las mitras y los báculos
(muchos de ellos auténticos,
por cierto) ya sólo se vean por las
calles
en los desfiles de carnaval, la cristiandad subsiste.
Verbo, núm. 381-382 (2000), 75-84. 75
Fundaci\363n Speiro

JOSÉ DE ARMAS DÍAZ
Aunque los deshumanizados rascacielos pujen por desafiar
las leyes
de la gravedad, aún seguirán destacando las agujas de
las catedrales.
Toda nuestra civilización
está construida, desde el calendario
que marca los tiempos hasta cada una de las conciencias perso­
nales (ya
sé que es una redundancia, porque no hay conciencias
sino personales,
pero quiero recalcarlo) sobre bases cristianas y
más concretamente católicas.
Es de rigor por otra parte hacer esta precisión cualificadora,
porque la Iglesia Católica es cristiana, pero sabemos que ya no
se entiende que todo lo cristiano haya de ser necesariamente
católico.
Efectivamente, no es casualidad y sí causalidad, que en el
momento
en que empieza a cuestionarse la integridad de la
Iglesia y
de la verdad católica, sea cuando comienza a diluirse la
idea de la cristiandad social, efectiva, militante, sostenida a partir
de entonces
-casi exclusivamente-por la monarquía hispáni­
ca, que suscitó la Contrarreforma.
A aquella primera gran revolución de soberbia religiosa del
siglo
XVI, habrá de suceder en el XVII la filosófica, cuya petulan­
cia y errores provocaron
en XVIII la revolución política y todas las
que suceden.
Es importante
que se recuerde siempre esto porque parece
incuestionable ---como nos decía anteayer Fernández de la
Cigoña con su característica emotividad-que la Revolución,
como el
mal, es una sola, y la evolución de las ideas es su pro­
greso, y el progreso de la Revolución nos pone de bruces ante
sus últimas consecuencias, y
la última consecuencia es el dogma
democrático que hoy se enseüorea de la llamada conciencia
colectiva de la sociedad.
Pero ¿qué
es conciencia colectiva' Sustancialmente nada. No
obstante, fíjense ustedes hasta
qué punto ha llegado la desfacha­
tez revolucionaria de "conciencia colectiva", que en nuestra
expresión dialéctica ya no queda hueco para el enunciado de la
verdad,
porque su mero concepto se ha relativizado hasta el
extremo de que ya no se admite ni su nombre: "Esa será tu ver­
dad" se nos espeta desde que la mencionamos, y además se nos
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reprocha la pretensión de poseerla. Claro que ello no es más que
la lógica consecuencia de la fe, la cual en el concepto moderno
se tiene por fanatismo.
Ese empeño de arrinconar a la verdad, precisamente a la ver­
dad, como
un efluvio caprichoso y subjetivo de la conciencia
individual, y convertirla por tanto
en opinable, es el ejemplo más
patente de la enorme mentira
en que se basa la pretendida
conciencia colectiva que sustenta a la democracia.
Ya lo dijo un filósofo bueno (yo lo leí casi en la niñez, repro­
ducido
por Pemán) más o menos así: que una mentira repetida
un millón de veces, no deja de ser una mentira. En todo caso lo
colectivo es la mentira. Sustancialmente nada, porque
por lo
menos es ausencia, ausencia de verdad.
Sigamos con el padre Ramiere la táctica empleada: "El ene­
migo ha recurrido a una estratagema infernal. Se ha dirigido a
los defensores
de la ciudadela y les ha confiado el cuidado de
demoler las fortificaciones y de abrirles las puertas. No obstan­
te, para
obtener de ellos este concurso, se ha guardado de pro­
ponerles abiertamente
una traición, que su lealtad hubiese
rehusado. Ha apelado a su generosidad; les ha persuadido de
que, si tenían el
deseo de defender la ciudadela, sus adversa­
rios tenían el mismo para atacarla y
que la justicia exigía que
en lugar de emplear todas sus fuerzas en rechazar los ataques,
tomasen la defensa del derecho
de los asaltantes. La intriga ha
tenido demasiado éxito:
en el seno de este ejército, cuya unión
le había hecho invencible, se ha formado un partido numero­
so
que ha adoptado como grito de guerra la libertad del ata­
que; y aquellos
que no han querido enrolarse en ese partido se
han visto expuestos más de una vez, por parte de sus herma­
nos de
armas, a una hostilidad más agria que los mismos ene­
migos".
¿Qué diría Ramiére en nuestros días, ciento treinta años des­
pués?
Todo ello se
ha conseguido por la ejemplar constancia revo­
lucionaria, que para compensar la imposible lógica de sus argu­
mentos ha conquistado los principales medios de comunicación
para hacer una constante propaganda que
ha logrado envenenar
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al mundo católico. Para esto fue necesario confundir en primer
lugar el lenguaje.
Rafael Gambra,
en su precioso libro El lenguaje y los mitos,
nos lo explica perfectamente: "La misteriosa eficacia del lenguaje
para la confusión de las almas y para la dispersión de los pue­
blos aparece
en los origenes no menos claramente que, como
reverso, su necesidad para explicar la formación del pensamien­
to y de la comunicación humana,
¿se habla otro lenguaje porque
se piensa y
se siente de otra manera? Parece lo más natural. Pero
cabe también pensar que,
en gran parte de los casos, si se cam­
bia de pensamiento y de sensibilidad es porque se habla otro len­
guaje." Y más adelante sigue: "En el capítulo
11 del Génesis
encontramos una famosa referencia al lenguaje como medio de
confusión mental y de dispersión:
•No tenía entonces la tierra más
que
un solo lenguaje y unos mismos vocablos. Y los hombres se
dijeron: edifiquemos una ciudad y
una torre cuya cumbre llegue
hasta el cielo. Y descendió
el Señor y dijo: He aquí que han
empezado esta obra y
no desistirán hasta llevarla a cabo: con­
fundamos aquí mismo su lengua de modo
que uno no entienda
lo
que habla el otro. Y así los esparció Dios por todas las tierras
y cesaron de edificar la ciudad, de donde se dio a esta el nom­
bre de Babel o Confusión porque allá fue confundido el lengua­
je de toda
la tierra•".
Y
aún añade Gambra: "Cambiar de lenguaje es cambiar de
alma. Porque las palabras
no son sólo vehículos para la expre­
sión de realidades concretas o de ideas, sino que poseen un
poder reactivo sobre el espíritu, no
ya en su mismo significado,
a veces complejo y matizado, sino en la carga emocional que
conllevan", para concluir: "demócrata, que significa el conjunto
de todos los bienes sin mezcla de mal alguno".
De esa degeneración y disolución de significantes y signifi­
cados deriva
la mítica entelequia de la voluntad general que quie­
re justificar el sufragio universal y ha conformado el dogma
democrático moderno que sufrimos.
No nos interesa enumerar aquí, aparte de que
seria imposi­
ble, los diferentes tipos de democracias
que han existido.
Eugenio Vegas
en sus Consideraciones sabre la Democracia hace
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un estudio minucioso de muchas y, como ejemplo, vamos a
poner un solo dato histórico: "Demetrio de Falero, poco después
de asumir el gobierno de Atenas, hacia el
año 310 a. de C., orde­
nó que se efectuara un padrón o censo de los habitantes de la
ciudad.
Los resultados que arrojó fueron los siguientes: Veintiún
mil ciudadanos, diez mil extranjeros y cuatrocientos
mil escla­
vos". De manera
que como en aquella democracia primigenia los
únicos que tenían derecho a voto eran los ciudadanos, de
431.000 habitantes, sólo podian votar 21.000, o sea el 4,So/o.
Compárese este dato con la actual democracia cubana en que
nadie puede votar nada; o piénsese en el ascenso y manteni­
miento
en el poder de Hitler, apoyado por la mayoña; o con cual­
quier democracia moderna
en que todo el mundo vota. Da igual,
todo
son democracias. Por todo ello, por sus principios y sus
consecuencias no puede extrañarnos que1 sin hacer distinciones,
el mismo Vegas repitiera hasta la saciedad : "La democracia es el
mal, la democracia es la muerte".
Hay que confesarse demócrata, se piense como se piense, y
entonces comenzarán a oine, te llames Arzallus o Castro, Borbón
o Allende, Carrillo o Pujo!, con
tal que profeses el principio de
totalidad democrática que ha sustituido al principio de totalidad
cristiana,
al principio de totalidad católica.
Seña
por lo tanto baladi hacer inventario aquí de otros
supuestos de remotas posibilidades democráticas lícitas
que en la
historia
han sido y que la modernidad ni siquiera se plantea.
Repásese
si se quiere (y se debe de querer una y otra vez)
las doctrinas de los papas
en las encíclicas de Pío IX, León XIII,
San Pío X, Benedicto XV y Pío XI al respecto y se verá que por
mucho que se busque, están cerradas definitivamente los cami­
nos para la democracia a que nos referimos.
Nos estamos refiriendo, pues, claramente a la democracia de
la voluntad general que pretende la suma de las voluntades indi­
viduales como
si las potencias del alma pudieran someterse a la
aritmética; a la que se sostiene en el mito de la conciencia colec­
tiva y está hoy consagrada como origen de todo
poder en casi
todas las constituciones políticas
que proclaman al pueblo sobe­
rano sin limitaciones; a la que basa en la voluntad humana los
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atributos divinos y como lógica consecuencia desprecia y rehuye
el reinado social del único hombre Dios de la historia.
El problema de este desprecio no es de conciencia individual,
que eso podña arreglatse en un confesonario, si se encuentra un
buen confesor. El problema es público y notorio, es colectivo y
no es, ni mucho menos, ajeno a la Democracia Cristiana.
A la opinión pública, por ejemplo, apenas han extrañado,
porque ya se tiene
por muy natural, las recientes declaraciones
del flamante presidente del Congreso de Diputados, el cual pre­
guntado
por un periodista si su adscripción a una conocidísima
Obra de
la Iglesia lo condicionaba en algo para el ejercicio demo­
crático de sus funciones públicas, contesta sin el más mínimo
sonrojo, que una cosa son sus convicciones personales
y otras
completamente distintas las políticas. Pocas veces se ha oído en
los últimos tiempos tamaña declaración pública de irresponsabi­
lidad. Llevan
el señor Trillo, la Democracia Cristiana, el liberalismo
católico y la Obra que lo sustenta y apoya ciento treinta años de
retraso, porque el
P. Ramiere parece contestarle precisamente a
él: "¿Qué es, pues, el liberalismo católico?
Es una forma mitigada
de liberalismo absoluto
El liberalismo católico no está, ni mucho
menos, tan lejos de este último; pero hace a ese monstruoso error
concesiones que bastan para destruir la integridad de la fe cris­
tiana. No niega
que exista una verdad absoluta. No discute la
divinidad de Jesucristo y la autoridad de la Iglesia. Pero está de
acuerdo con el libre pensamiento en reducir la fe en estas ver­
dades a la esfera de la conciencia individual. Frente a la sociedad
y
al poder que la gobierna, la verdad no tendría, según él, otros
derechos que el error. En
una como en otro, el poder público no
debería ver más que opiniones, cuya libertad debería proteger,
en
tanto que éstas no recurriesen a la violencia para entorpecer las
opiniones contrarias.
Así, a los ojos de los liberales, sean católi­
cos, sean anticristianos,
la ley debe ser atea, es decir, que no
debe ocuparse de Dios, como si no existiese. En su fuero inter­
no, como cristiano y como hombre privado, el magistrado puede
creer en todas esas cosas; pero como magistrado y en el ejercicio
de su autoridad debe conducirse absolutamente como si no ere-
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yese en nada de ello. La teoría liberal exige, pues, que todos los
cristianos
que participen en las funciones públicas tengan dos
conciencias:
una conciencia individual, según la cual conforma­
rán a la ley de Dios todos sus actos, y
una conciencia pública,
que les permite prescindir totalmente de esta ley en el cumpli­
miento de sus funciones. Como cristianos irán a misa, y como ma­
gistrados sentenciarán un divorcio ... " y más de veinte mil abortos
que ha habido en España desde que su partido la gobierna.
Hace ya también
muchos años el magistral Roca y Ponsa
en su libro Cuestiones candentes, afrontaba el asunto de esta
manera:
"En realidad ni la religión puede desenvolverse sin tener en
cuenta la política, y aún sirviéndose de ella como de instrumen­
to o medio para conseguir su fin; ni la política de la religión, por
la razón general que nada hay en la tierra que pueda prescindir
de la religión, porque esta abatca a todo el hombre aun en su
vida de relación; porque nada tiene que no lo deba a Dios, nada
que no deba someter a Dios; y por otra razón especial: porque
el arte de gobernar pertenece al orden moral y el orden moral es
parte principalísima de la religión; ni es posible sin religión
gobernar bien.
"Distinto
es el cuerpo del ahna; no pueden confundirse estas
dos substancias; ni el cuerpo es espíritu o espiritual de por si; ni
el alma es cuerpo o cosa material. Pero ni el cuerpo puede vivir
sin el alma, ni el alma desempeñar, sin un milagro, su facultad
sensible,
sin el cuerpo.
"Así también, la política sin religión es la política sin Dios,
que carece de normas ciertas, autorizadas y obligatorias a todos
en el orden moral, sin el cual 1a sociedad o está debajo de la tira­
nía o víctima de la anarquía. Y con la anarquía es imposible la
vida; a esta negación implícita del orden moral, se sigue la exal­
tación de 1a fuerza. De aquí, aquella gran verdad expuesta en un
discurso asombroso por su elocuencia en el Parlamento español
por Donoso Cortés, Marqués de Valdegamas, que cuando el
orden moral baja, la fuerza sube; y cuando el orden moral sube
la fuerza baja, hasta convertirse en instrumento de justicia.
"El Estado
es criarura de Dios porque nada existe que no sea
obra suya. No hay término medio: lo que no es Criador es cria­
tura obra de las manos del Criador. El Estado es obra de Dios.
Debe, pues, a Dios
el culto que le debe toda criarura; y entre cris-
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tianos, el culto que debe a Cristo. Pesa sobre el Estado la obliga­
ción de reconocer el supremo dominio de Dios, de honrarle y
glorificarle, aceptando su doctrina y su ley. Y esto es la religión.
El Estado ha de ser religioso.
"Ciertamente no corresponde al Estado dar a los ciudadanos
los medios que necesitan para salvarse, esto corresponde a la
religión, a la Iglesia. Pero toca al Estado evitar todo aquello que
exteriormente desmoraliza o contraría la religión; y favorecer a
esta, para que más fácilmente pueda cumplir con su elevado
ministerio, que eficazmente contribuye a que los ciudadanos
sean buenos, favoreciendo de modo muy notable al gobierno en
el desempeño de sus funciones.
"El Estado con respecto a los súbditos en lo tocante a reli­
gión, tiene mucha semejanza con la misión del padre de familia
en su faena. No define dogmas, no ordena la disciplina, no legisla
lo religioso; pero cuida de que en su casa se guarde la religión,
por
lo menos de una manera externa."
Tampoco vamos a hacer historia de los movimientos que die­
ron en llamarse democracias cristianas y con las ambigüedades,
tibiezas, silencios y omisiones
que le son propias a la democra­
cia e inadmisibles
al cristianismo católico, han ido dejando que
lo democrático envenene y pudra lo que de cristianos pudieran
tener en su intención.
Si nos importa poner de manifiesto que de la misma manera
que
no se puede unir el agua con el fuego, porque uno de los
dos deja de ser,
no se puede mezclar democracia con cristianis­
mo, porque
no hay sintesis posible entre una doctrina que se
basa
en la bondad natural del hombre (negando por tanto el
pecado original
que sólo borra el bautismo), y otra que lo consi­
dera de naturaleza caída y sólo redimida
con la sangre de su
Fundador, Cristo,
que además es el mismo Dios.
Esta utopía viene intentándose desde hace más de cien años
(Lamennais fue su precursor) y
aún en nuestros días el esfuerzo
se renueva.
Las polémicas que desde entonces el asunto ha sus­
citado, leídas a través de los años, son, sin embargo, tan actuales
como inamovibles son los argumentos que se le oponen.
La contundencia de los argumentos católicos es incontestable
ante la debilidad de los democráticos,
pero la persistencia en la
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campaña de estos durante tantos años; la lentitud de las res­
puestas puntuales a nuevos planteamientos revolucionarios
que
atacan a la cristiandad con la comodidad de la demagogia y la
moral
de circunstancias; la multiplicidad de frentes heterogéneos
con el fanatismo común del latiguillo de las utopías, han llegado
a
penetrar la sociedad de esa falsa fe.
El progreso de los medios de comunicación de masas y su
dominio
por parte de los demócratas, sometiendo a la conspira­
ción del silencio a
la voz de la verdad, han obrado el resto.
Los móviles o intenciones
del intento pueden colegirse por
inducción de los resultados. Es casi imposible que a la vista de
éstos, a estas alturas pueda pretenderse ignorar la iniquidad que
para la cristiandad suponen. Pero no vamos a juzgar a las perso­
nas
y sí a los hechos. Y es un hecho que la democracia no se ha
cristianizado en absoluto y es otro hecho que la cristiandad se ha
democratizado.
Por fin tenemos que reconocer dolorosfsimamente que, crea­
da la ficticia conciencia colectiva
de que hablábamos y domina­
da la opinión pública, la Revolución fue situando a sus
peones
dentro de la misma Iglesia hasta lograr, hace algo más de treinta
años,
copar sus estructuras y neutralizar desde dentro toda reac­
ción posible y necesaria, hasta extremos vergonzosos, dramáticos
y cada vez más escandalosos.
El vendaval demócrata-cristiano arrastró primero los símbo­
los: volaron la tiara
y la silla gestatoria, las sotanas y los púlpitos,
los confesonarios y los comulgatorios.
Después se llevó algo más
serio: el rito tradicional del Santo Sacrifico de
la Misa y detrás una
multitud de curas y monjas seguidos de infinidad de fieles. Su
fuerza satánica -¡no nos engañemos!-intentará agotar nuestra
resistencia y arrastrará todo lo que no tengamos bien atado; y si
desfallecemos, también a nosotros.
Porque
no se trata ya solamente de actitudes aisladas de tibie­
za, contemporizaciones puntuales, tolerancia estricta (como siem­
pre la hubo); sino de la aceptación oficial y generalizada del error
y la herejía, que está arañando el mismfsimo corpus doctrinal de
verdades eternas.
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No se nos diga, pues, a estas alturas, como árgumento tran­
quilizador que Dios escribe derecho con reglones torcidos, por­
que eso puede suponer el adormecimiento de responsabilidades
vivificadoras,
que por otra parte se ponen hoy más que nunca
sobre nuestros hombros de militantes seglares.
La tradición, que por propia definición lleva implícito el dina­
mismo, el progreso y la
búsqueda de renovaciones lícitas, en
tiempos de confusión y mudanza como los presentes, ha de per­
manecer en alerta constante, fija, anclada radicalmente a las ver­
dades definidas que no admiten contradicción ni correcciones,
para
no perder las referencias consolidadas y eternas que nos
sirvan, cuando pase el torbellino, para retomar y restaurar el
único sentido, cristiano y católico, de la historia.
Con la humildad y la
fe de Santa Teresa de Jesús no hemos
de pensar siquiera que poseemos la verdad, sino que ella nos
posee
... y dejarnos poseer por ella.
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