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El problema de la libertad religiosa entre el laicismo y la laicidad

EL PROBLEMA DE LA LIBERTAD RELIGIOSA
ENTRE EL LAICISMO Y LA LAICIDAD
POR
JORGE SOLEY CliMENT
La cuestión de la libertad en el ejercicio de la fe ha cobrado
nueva actualidad, como también
el debate en torno al laicismo en
el marco de la actual ofensiva secularista que aspira a erradicar del
ámbito público todo elemento religioso. Creemos que una refle­
xión al respecto, a la luz del Magisterio de la Iglesia, podrá apor­
tarnos luz que nos oriente en las actuales circunstancias.
El tema es especialmente delicado pues afecta a aspectos esen­
ciales de la vida en común pero también porque
es terreno propi­
cio para el equívoco. A menudo nos adentramos,
al abordar estas
cuestiones, en el terreno del más puro nominalismo y contempla­
mos cómo las palabras cambian {o nos las cambian) de significa­
do.
Es por lo tanto muy necesario atender al significado de cada
término para evitar caer en la confusión.
Este problema lo encontramos ya en las disputas acerca de las
relaciones entre la Iglesia y el Estado. El Magisterio es el primero
que reconoce que
se trata de entidades difetentes, faltaría más,
para lo cual utilizaba la fórmula de la distinción: Iglesia y Estado
son realidades distintas,
se debe distinguir entre las mismas. Si la
doctrina católica sostiene la distinción de los dos poderes, sin
oponerlos ni separarlos, sino invitándolos a cooperar, la separa­
ción sería otra cosa y tendría otras implicaciones. La separación
sería algo diferente pues implicaría no ya esa distinción, sino un
marginar la Iglesia a un ámbito privado y menguante mientras
el
Estado invadiría el terreno del que ésta se ve expulsada. Es preci­
samente lo que ocurrió con la sintomática ley de separación fran-
¼.-bo, núm. 445-446 (2006), 405-411. 405
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cesa de 1905: aquí la separación significó expulsión de las órdenes
religiosas y expropiación de los bienes de la Iglesia.
Otra cuestión
es que haya cristianos de buena fe que afirmen que cuando defien­
den la separación
se refieren a lo que aquí hemos denominado,
con el Magisterio, dístinción y que incluso se horroricen y mues­
tren su reprobación cuando
se les pone ante los ojos las conse­
cuencias reales de
la aplicación de esa separación que dicen no ser
la suya.
Si observamos qué ocurre con el término laico veremos que la
cuesti6n tampoco es senc_illa. Si, como antaño, definimos lo laico
como aquello que no es eclesiástico, por supuesto que el poder
temporal
es laico. Pero aquí también hay equívoco: la laicidad ( un
nombre, por cierto, que no tiene más de siglo y medio de vida) ya
no sería solamente aquello no eclesiástico, sino aquella
"concep­
ci6n politica y social que implica la separaci6n de la religi6n y de la
sociedad civil". Este separar religión de sociedad civil ya no es
solamente separar Iglesia y Estado sino separar la religión de toda
presencia en la vida pública y reducirla
al ámbito más estricta­
mente privado.
Esta·visión la acabará de remachar Renan al sefia­
lar, entre los rasgos preponderantes de su época
"el progreso conti­
nuo
de la laicidad, esto es, del Estado neutro entre fas, religiones, tole­
rante con todos los cultos y forzando a la Iglesia a obedecerle en este
punto capital". La historia, a estas alturas, nos ha confirmado la
naturaleza de esta concepción y nos ha ensefiado la lección (como
siempre, para los que quieran aprenderla) de que la neutralidad
no existe, de que la tolerancia indiscriminada desemboca en
el
relativismo absoluto y en la negación de toda pretensión de ver­
dad. Finalmente todo
se tolera menos este punto capital: que todo
es relativo, que nadie posee la verdad; quien pretenda poseerla no
merece ser tolerado, la separaci6n. desemboca en persecución.
Ahora bien, ya
hemos_ indicado anteriormente que vivimos tiem­
pos de confusión terminológica y que es necesario ser cuidadoso
para
no desorientarnos. Cuando, por ejemplo, Juan Pablo II afir­
ma "se-invoca a menudo el principio de laicidad, en sí legítimo-si se
comprende como la distincMn entre la comunidad polltica y la reli­
gi6n. ¡Pero distinci6n no quiere decir ignorancia! ¡La laicidad no es
el laicismo! El Estado y la Iglesia no son competidores sino colabora-
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dores", aquí la laicidad, lo dice el mismo Papa, es la distinción,
mientras que
lo que Renan llama laicidad aquí se dice laicismo,
precisamente
ese laicismo que Pío XI en la encíclica Quas Primas
designa como la peste de nuestra época. Algunos podrían creer
que se trata de discusiones bizantinas, buenas para· los eruditos,
pero sin mayores repercusiones; nada más lejos de la verdad: la
integridad de la doctrina católica tiene un efecto directo sobre la
salvación eterna de las almas; y la Doctrina social de la Iglesia, en
la que estas cuestiones se enmarcan~ forma parte de esas verdades
que todo bautizado tiene derecho a conocer en
aras a su salvación.
El debate en Francia al respecto puede ayudarnos a acabar de
clarificar la cuestión. Jean Glavany, portavoz de los socialistas
galos, refiriéndose a la llamada ley
de laicidad, proclamaba que
"esta ley protege a los jóvenes y a los niños,· cuyas conciencias deben ser
protegidas de las influencias religiosas a fin de que puedan construir
su propio libre arbitrio, la racionalidad y el esplritu critico".
Y
Laurent Fabius añadía: "En nuestra República laica la fe debe ser res­
petada, pero no puede ser superior a la ley", recordando así los dis­
cursos de aquellos revolucionarios de la Convención que empeza­
ron afirmando que "los curas se· n-iegan a aceptar_ el pacto social,· así
pues
no tienen derecho a invocarlo" y acabaron decretando el exter·
minio de la Vandea en lo que fue el primer genocidio de la histo­
ria. La Iglesia tiene derecho a existir, pero, como sostenfa Renan,
siempre que reconozca al Estado como instancia superior y no
pretenda ser la única portadora de la verdad, sino una opinión
religiosa entre otras muchas, todas con su lugar en el nuevo
Panteón sincretista laico. Pero ya León XIII en su encíclica
Libertas se refería a "esa libertad tan contraria a la virtud de la reli­
gión, la llamada libertad de cultos, libertad fandada
en la tesis de
que cada uno puede, a
su arbitrio, profesar la religión que prefiera o
no profesar ninguna. Esta
tesis es contraria a la verdad. Porque de
todas
las obligaciones del hombre, la mayor y mds sagrada es, sin
duda alguna, la que
nos manda dar a Dios el culto de la religión y
de la piedad".
Como la Iglesia católica no puede renunciar a pro­
clamar que la verdad,
el camino y la vida es Jesucristo, entonces se
convierte en blanco de las iras del Estado que, al mismo tiempo,
tiende a erigirse en religión secular. Clemenceau lo dijo con clari-
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dad meridiana: "Queremos romper con Roma porque nosotros repre­
sentamos los derechos del hombre que Roma reemplaza cor, los dere­
chos de Dios. Si queréis hacer una ley que no esté en contradicción con
las reglas generales de la Iglesia romana, estard en contradicción con
las reglas generales de la democracia. Hay que elegir entre los derechos
de Dios y los derechos del hombre'. Y más .recientemente, Chirac
respondía a los llamamientos de Juan Pablo II con
un "No a una
ley moral que prime sobre la ley civil' (una afirmación, por otra
parte, que habrían suscrito con gusto Hitler y Stalin).
En todas estas cuestiones sobrevuelan siempre los tremendos
equívocos que pesan sobre los términos libertad y liberalismo. En
la ya citada encíclica Libertas de León XIII, hablando del natura­
lismo,
el Papa afirma: "Esta es la pretensión de los referidos seguido­
res del liberalismo; según ellos no hay en la vida prdctica autoridad
divina
alguna a la que haya que obedecer, cada ciudadano es ley de
si mismo", y luego dirá que "esta doc'trina es en ex'tremo perniciosa"
para acabar hablando del "mal fundamental del liberalismo". Ya
muchos autores habían advertido de este error, entre ellos Torras
i Bages, en La 'tradició catalana, que reconoce y lamenta que «el
conjunto de principios emanados del concepto revolucionario, y que
forman un sistema dirigido al gobierno de los hombres y a la consti­
tución de la sociedad y que es llamado liberalismo, domina en la
mayor parte de la Europa contempordnea».
¡Es pues la Iglesia enemiga de la libertad? Será más bien al
contrario. Si consideramos el liberalismo en su esencia, ral como
es definido y condenado por aquellas enseñanzas pontificias,
advertiremos que el intento profundo de doctrinas como la
«sepa­
ración de la Iglesia y el Estado» y la igual libertad para todas las
profesiones religiosas, no tiene nada que ver con una voluntad de
respeto al derecho del hombre a no ser coaccionado en el ejerci­
cio de su deber religioso. Por
el contrario, es esencial al liberalis­
mo «moderno»
el considerar que el Estado, que no tiene su origen
en Dios sino en la voluntad humana,
es la fuente absoluta y única
de toda posible moralidad imperante en una sociedad. Por eso
podrá afirmar Le6n XIII que
"los partidarios del liberalismo, que
atribuyen al Estado un poder despótico e ilimitado y afirman que
hemos de vivir sin tener en cuenta para nada. a Dios, rechaza.n total-
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mente esta libertad de que hablamos [la libertad cristiana de seguir
la voluntad de Dios]
y califican de delito contra el Estado todo cuan­
to se hace para comervar esta libertad".
Sostenía Spinoza que el régimen democrático era el más
«absoluto»
de los regímenes políticos posibles, es decir, el más per­
fecto y expresión de
un mayor progreso humano. En su pensa­
miento esta calificación
de absoluto, es decir, de desligado, de
incondicionado,
se justifica para la democracia precisamente por­
que por ella puede ejercerse por
el poder político la facultad de ser
el único en poder determinar lo que en una sociedad vaya a ser
considerado como justo y legítimo
{vemos aquí que tanto Fabius
como Chirac no pasan de mediocres vulgarizadores de
las ideas
spinozianas}. En este contexto, la idea spinoziana de la oportuni­
dad y conveniencia de que
el poder político conceda a los ciuda­
danos
el poder de expresar sus ideas con libertad y sin coacción
alguna,
se funda expresamente en que de este modo será el Estado
siempre
el único que en definitiva, y con la fuerza derivada de la
multitud, determine acerca de la moral y de la religión en la vida
pública
(" Los que ejercen el poder soberano son los únicos que tienen
derecho a decidir lo que es justo y lo injusto y lo que es conforme o no
a la verdadera piedad. En orden a mantener este derecho del mejor
modo y asegurar la estabilidad del Estado, es conveniente dejar liber­
tad a
cada uno para pensar lo que quiera y decir lo que piema".
Baruch Spinoza, Tratado Teológico político. Prefacio).
El «liberalismo» no
se funda pues en el respeto a la libertad del
hombre, sino en la convicción absoluta de que en
el poder políti:
co, fuente única en razón de la propia fuerza -en que en defini­
tiva consiste todo
derecho-, está el único ámbito posible de nor0
matividad ética y religiosa. Por eso la política democrática es per­
fectamente absoluta por una razón esencial y constitutiva de la
propia filosofía que la inspira. La marginación de lo religioso en
aras a la promoción
de unas falsas «libertades», la secularización
de la educación y de la vida familiar y cultural, son consecuencias
constitutivas de la tesis del origen humano del poder del Estado.
Este origen humano tiene por principio fundamental, como notó
León XIII, y antes Pío IX en los célebres documentos «antilibera­
les» de la encíclica Quanta cura y el Syllabus, la negación de que
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pueda reconocerse un origen divino a cualquier autoridad ejerci­
da sobre los hombres.
Partiendo pues de
un fundamento ateo, no-es de extraiíar que
se llegara, no por desviación o deformación como a veces se quie­
re dar a entender, sino como consecuencia profunda de estos prin­
cipios, a desterrar a Cristo y a Dios de la vida de la humanidad.
En este sentido, el tan denostado Syllabus aparece ahora como un
documento profético pues adivinó hacia donde nos encaminába­
mos al tiempo que alertaba
y denunciaba los totalitarismos que
casi nadie atisbaba entonces
{se ve con claridad en la proposición
condenada número
39 del Syllabus: "El Estado, por ser la fuente y
origen de todo
derecho, tiene en si mismo un derecho absolutamente
ilimitado").
En esta línea de equívocos que hemos revisado, la de la liber­
tad religiosa aparece pues como crucial. Cuando León XIII
se
detiene en la llamada libertad de conciencia hace la siguiente con­
sideración:
"Si esta libertad se entiende en el sentido de que es licito
a cada
uno, según le plazca, dar o no culto a Dios, queda suficiente­
mente refutada con los argumentos expuestos· anteriormente. Pero
puede entenderse también en el sentido de que el hombre en el Estado
tiene el derecho de seguir, según su conciencia, la voluntad de Dios y
de
cumplir sus mandamientos sin impedimento alguno. Esta libertad,
la libertad
verdadera, la libertad de los hijos de Dios, que protege tan
gloriosamente la
dignidad de la persona humana, estd por encima de
toda violencia y de toda opresión y ha sido siempre el objeto de los
deseos y del amor de la Iglesia". Cuántos problemas nos hubiéra­
mos evitado si hubiéramos evitado malentendidos
y afirmado que
la libertad religiosa
es la libertad de rendir culto a Dios que nin­
gún poder puede legítimamente limitar. Es precisamente, como
no podría ser de otra forma, lo que nos recuerda el reciente
Catecismo de la Iglesia Católica, cuando seiíala en su
punto 2108
que
"el derecho a la libertad religiosa no es ni la permisión moral de
adherirse
al error, ni un supuesto derecho al error, sino un derecho
natural. .

.
a la inmunidad de coacción exterior, en los justos limites,
en
materia religiosa por parte del poder político". Por desgracia,
demasiado a menudo, confundidos por
el empleo de las mismas
palabras para designar realidades diversas, hemos olvidado que en
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su inspiración filos6fica moderna la llamada libertad religiosa ya
no es esa cristiana, sino que tiende a lo opuesto a lo que afirmó
Juan XXIII al fundamentarla en el deber del hombre de dar culto
a Dios
y, en consecuencia, deja de ser esa libertad que la Iglesia
tanto ha defendido para
convertirse en instrumento descristiani­
zador y tiránico. Como escribía Francisco Canals,
"el contempord­
neo «pluralismo» no es apertura del poder político a la pluralidad
socia4 sino esfuerzo tirdnico que cierra a la sociedad todo principio
unitario fondado en la autoridad
trascendente y sobrenatural de
Dios". Confiemos que estas reflexiones nos ayuden para, discer­
niendo correctamente lo que ha ense!íado siempre la Iglesia, no
confundirnos con cambios terminológicos y semánticos y así
redescubrir en toda su verdad y armonía la doctrina cat6lica,
único remedio para los problemas que padece nuestra sociedad en
estos tiempos y única fuerza que derrotará a ese esfuerzo tiránico
moderno que aspira a erradicar la presencia de la
fe católica de la
vida común de los hombres.
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