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¿Existe un Estado laico no laicista?

¿EXISTE UN ESTADO LAICO NO LAICIST A?
POR
JOSÉMARÍAPETITSULLÁ(*)
Recordemos antes de entrar en la consideración que es materia
de este ar tículo que, en todos los países que mantienen relaciones
diplomáticas con la S anta Sede, las relaciones entre ambas socieda-
des, la sociedad religiosa católica r epresentada por la Iglesia jerár-
quica y la sociedad civil repr esentada por el Estado —en sus múlti-
ples administraciones—, se rigen por acuer dos mutuos que reciben
el nombre de concordatos. En España se ha establecido, después de
la transición política y la actual Constitución, nuevos pactos en
1979 que han variado sustancialmente el anterior Concordato. E n
ellos la I glesia ha cedido muchas prerrogativ as a cambio de nada.
P ero esta nueva situación no par ece ser suficiente para los distintos
Gobiernos, par ticularmente el actual. E n múltiples ocasiones y en
determinadas decisiones gubernamentales que afectan a cuestiones
graves, principalmente en materia de educación, se han cometido
recientemente en España abusos por par te del Estado en la correc-
ta aplicación del Concordato vigente.
En esta situación de tensión, en algunos ambientes de medios
católicos españoles, se ha empezado a usar un nuevo lenguaje en
torno a la cuestión de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, más
allá de la simple memoria de los contenidos concretos de los acuer -
dos I glesia-Estado. Algunos catálicos cr een que se ha de hacer un
nuevo planteamiento de estas relaciones y que se ha de saber decir ,
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(*) E n el númer o de enero de 2005 de la r evista barcelonesa Cristiandad, nues-
tr o colaborador el catedrático don J osé María Petit, publicaba estas páginas oportunas,
complementarias del contenido del presente número (N. de la R.).
Verbo, núm. 445-446 (2006), 413-420. 413
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en el lenguaje moderno, el célebre “dad al César lo que es del César ,
y a D ios lo que es de Dios ” (Mt22, 21). Y es en este contexto donde
aparece el nuev o lenguaje, que recientemente hemos escuchado, y
que redefine términos antiguos y les da una peculiar significación.
P ero los que basan sus argumentos sólo en este texto deben, por lo
menos, interpr etarlo como lo ha hecho la I glesia en el último
Concilio cuando ha enseñado: “[Cristo]… R econoció al poder civil
y sus der echos, mandando pagar el tributo al César , pero avisó cla-
ramente que deben r espetarse los derechos superiores de D ios” (1).
N o hay , pues, entr e ambos poderes, meramente un r eparto de ám-
bitos totalmente independientes y soberanos. Los derechos de Dios
son “ superiores ” a los derechos del Estado .
La terminología que ahora se ha usado quiere distinguir entre
“laico ” y “laicista ” de modo que, sin definir ambos términos, se
emplean en el sentido de ser aceptable que el Estado sea laico, aun-
que no tiene derecho a ser laicista.
Al concederle al Estado su “ derecho” a ser laico se piensa defi-
nir el ámbito propio de su misión, esto es, el ámbito de los políti-
co . Mientras que la negación de una actitud laicista viene a ser la
afirmación de sus justos límites cuando las decisiones políticas se
interfieren con la religión. Es Estado laico sería algo así como un
Estado que no se inmiscuye —ni a favor ni en contra— en asuntos
r eligiosos. U n Estado laicista, en cambio, sería aquel que usaría su
poder político para zaherir a la religión. La insinuada aceptación por la Iglesia de un Estado laico —se
c r ee— implicaría un terreno común en el que se desenv o l vería la vida
social de los ciudadanos —como se dice— más allá de toda “ o p c i ó n”
religiosa, y que sería el marco de entendimiento entre cr e yentes y no
c r e y entes, que no sólo no debería molestar a nadie sino que debería
ser considerado como un ideal en la relación entre la Iglesia y el
E s t a d o . He aquí el ideal que ahora algunos preconizan como la solu-
ción simple y definitiva de una tan antigua cuestión, siempre llena de
e n f r entamientos, desde la aparición del liberalismo en el siglo
X I X.
P ero las palabras tienen su propio significado y conviene pensar
en la r ealidad de la situación más allá de términos que, lejos de a\
cla-
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(1) D eclaración Dignitatis humanae, n. 11.
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rar la situación, podrían simplemente enmascararla y acelerar toda-
vía más el proceso de laicización de la sociedad desde las múltiples
y poderosas instancias del poder político .
La dificultad en aceptar este planteamiento “Estado laico sí-
Estado laicista no ” es que si el Estado tiene derecho a ser laico —en
una terminología nunca usada por la Iglesia para referirse al ejerci-
cio pr opio de la autoridad civil— puede parecer a muchos, y con
razón, que se esté diciendo que lo laico no es en sí mismo malo
mientras que sólo sería r eprobable el laicismo.
Si por “laico ” entendemos restrictiv amente lo que no es sagra-
do, en el sentido en que distinguimos en la Iglesia entre clérigos y
laicos, el Estado puede ser llamado laico. Pero en el sentido amplio
de la palabra no puede aceptarse que un Estado tiene derecho a ser
laico porque es dogma de fe católica que todo poder , y también el
poder civil, proviene de Dios, de donde dimana la obligación r eli-
giosa de obedecerle. Esta es la reiterada enseñanza de la Iglesia, cu\
ya
base es totalmente bíblica, expuesta por los P adres de la Iglesia,
desarrollada por san Agustín y sintetizada en la encíclica Diutur-
num illud de León XIII y , más recientemente, recor dada en la Pacen
in terris del beato J uan XXIII.
N ada es ajeno a la omnipotencia creadora y a la providencia de
D ios. Todos los S almos están llenos de esta enseñanza. P or consi-
guiente la Iglesia no puede aceptar que existe algo tan importante
como el poder civil que esté al margen del poder de Dios, que ha
ordenado sabiamente la vida humana en todas sus dimensiones.
Laico no es, pues, un calificativo acertado. Pero ¿qué es el laicismo? E l término “laicismo” no es un super-
lativo de laico. El laicismo no tiene otra definición usual que la de
ser un sistema conceptual y práctico de promoción, por todos los
medios a su alcance, de una sociedad laica. P or tanto, como la cali-
ficación moral de una acción se da fundamentalmente por el fin
que pr etende, el laicismo es r echazable porque lo laico lo es. Y esta
es la razón esencial del r echazo del laicismo, aunque se le puede
añadir , de modo accidental, que es doblemente muy repr obable
—como es muy usual— por el modo como pretende conseguirlo .
Ahora bien, ¿por qué el laicismo tiene como meta una sociedad
laica? P orque una sociedad laica es aquella en la que la religión y la
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Iglesia no tienen la menor influencia en la sociedad de modo que
lleguen a desaparecer o, si acaso, queden reducidas al ámbito sub-
j e t i vo, personal y sin ningun derecho a ser enseñados. Lo “laico”
es el fin y el laicismo es el conjunto de ideas y acciones que lo pro-
m u e ve n .La cuestión de la relación entr e la Iglesia y el Estado, que es de
enorme trascendencia, fue magistralmente analizada por los papas
de aquel siglo
XIXy principios del XX, sin ninguna discr epancia
entre ellos, hasta conseguir ser un sólido cuerpo doctrinal que fue
llamado por el Concilio Vaticano II, la “ doctrina tradicional de la
Iglesia ”. Al hablar de la libertad r eligiosa dice que la doctrina
expuesta en el Concilio “ deja íntegra la doctrina tradicional católi-
ca acer ca del deber moral de los hombres y de las sociedades para
con la ver dadera religión y la única Iglesia de Cristo ” (2). La doctri-
na tradicional —expr esada de una manera íntegra y clara por León
XIII en su encíclica Immortale Dei — decía que la religión es como
el alma de la sociedad y que no puede separarse la I glesia de la socie-
dad como no puede separarse el alma del cuerpo, aunque con la
misma fuerza se ha de afirmar que son dos cosas distintas. S on dos
r ealidades distintas pero no separadas, como es distinta el alma del
cuerpo per o la vida humana exige que no se separen.
Se ha de caer en la cuenta de que no es lo mismo “ distintas” que
“separadas ”. Si se quiere tener una idea inmediata de lo que es una
organización social en la que no se distingue la r eligión de la socie-
dad política, que se piense simplemente en el islam. P ero no caer en
este grav e error no significa que se haya de aceptar la separación
como sucede en el actual Occidente descristianizado .
Antes del siglo
XIXninguna sociedad fue concebida y desen-
vuelta sin la pr esencia íntima y medular , verdaderamente vertebra-
dora, de la r eligión. Incluso R ousseau —precursor del laicismo
radical, con la práctica ex clusión de la religión en la vida social—
r econoce que se puede compr obar histórica y conceptualmente que
sin la religión no hay un primer aglutinante posible en ninguna
sociedad. Y esto no sucede sólo entr e los judíos, pues también entr e
nosotr os, y de modo ex clusivo, este aglutinante ha sido la religión
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(2)Ibid., 1.
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cristiana, originariamente y antes de los cismas de Oriente y de
Occidente, sólo la católica. Se trata de ver ahora si la dicotomía acuñada puede asemejarse
en algún modo con la doctrina tradicional y ser el nuevo marco
desde el cual entablar el diálogo entre la I glesia y el Estado en el
momento actual. La fórmula cristiana de “distinción sí - separación no” era la
solución dentro de la doctrina de la Iglesia, mientras que la nueva
dicotomía “laico sí - laicista no” se propone ella misma como una
solución “ n e u t r a” que puede ser aceptada por un Estado no cristia-
n o . No se mueve, pues, en el cauce de la doctrina de la Iglesia sino
en una actitud digamos de mera filosofía política, que quiere ser
semejante, sin serlo, con aquellas disposiciones que elaboró el magis-
terio del propio León XIII y otros pontífices, para países con confe-
siones oficiales no católicas. En tales situaciones la Iglesia apelaba a
la común libertad política para exigir libertad para ejercer su minis-
terio r e l i g i o s o. P e ro la doctrina , que podría invocarse en la situación
actual, no se identifica con el esquema que ahora analizamos. En el peor de los casos, la Iglesia puede aceptar el hecho de que
vive en un país no católico, que en la situación actual no sería pro-
testante u ortodoxo o islámico —aunque haya algunas minorías de
estas comunidades religiosas— sino más bien fuertemente seculari-
zado (prescindiendo ahora de multitudinarias manifestaciones r eli-
giosas, de estadísticas sobre la petición de la asignatura de r eligión,
el número todavía mayoritario de bodas católicas y otr os índices).
Y podría apelar a la existencia de libertad que se concede a todas la\
s
asociaciones. P ero no es lo mismo hablar de reconocimientode la
liber tad que hablar de aceptación de laicidad.
La libertad, en efecto, es un valor común e independiente del
planteamiento de la relación Iglesia-Estado que puede ser siempre
invocado . Cuando hablamos de liber tad, los cristianos lo entende-
mos como algo perteneciente a la dignidad de la persona humana y
por ello exigible. Mientras que la laicidad es ya la teoría específica
de la parte irreligiosa de la sociedad. U na sociedad laica no es una
sociedad común a cr eyentes y no creyentes. Que se fijen los que
están implicados en el tema que el Concilio Vaticano II ha hablado
de la libertad pero no ha hablado de la laicidad. Al contrario, ha
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incluido como parte del bien común la vida religiosa de los ciuda-
danos, diciendo expr esamente: “El poder civil, cuyo fin propio es
cuidar del bien común temporal, debe r econocer ciertamente la
vida religiosa de los ciudadanos y fav orecerla” (3). Y si se me permi -
te un texto más completo, aunque sea un poco más largo: “E l poder
público debe pues asumir eficazmente la protección de la liber tad
r eligiosa de todos los ciudadanos por medio de justas leyes y otros
medios adecuados y crear condiciones propicias para el fomento de
la vida religiosa a fin de que los ciudadanos puedan r ealmente ejer-
cer los derechos de la r eligión y cumplir los deber es de la misma,
y la pr opia sociedad disfr ute de los bienes de la justicia y de la paz
que pro vienen de la fidelidad de los hombres a Dios y a su santa
v oluntad” (4).
La Iglesia tiene naturalmente el derecho a pedir que se le re c o-
n o z ca la misma libertad que se concede a todo grupo social. La liber-
tad es un bien universal exigible —dentro del bien común— mien-
tras que la laicidad es un presupuesto que es él mismo una actitud
de negación de la íntima relación entre lo natural y lo r e l i g i o s o. Más
aún, es obvio que los defensores católicos de este diálogo, si son sin-
ceramente católicos, cuando dicen que el Estado ha de ser laico no
q u i e r en decir que la sociedad ha de ser laica. Y ahí es donde se pro-
duce el constante enfrentamiento radical no resuelto por el nuevo
planteamiento, porque precisamente el Estado positivamente autó-
nomo e independiente de Dios tiene como ideal social un Estado
l a i c o . Mientras unos —los cr e yentes— exigirían un Estado laico,
p e r o no un Estado laicista, los otros —el Estado laico— usaría el
arma del laicismo para llegar a una sociedad totalmente laica. Y esto
es lo que de hecho ocurre y no puede dejar de ocurrir. La persecu-
ción directa y violenta a la Iglesia es un camino usado por muchos
Estado totalitarios —todos los comunistas y casi todos los islamis-
tas—, mientras la persecución solapada —no menos efectiva— se
practica en muchos países democráticos. P e ro, en cualquier caso, la
meta no es la persecución de la Iglesia sino su desaparición.
____________
(3)Ibid., 3.
(4) Ibid., 6. En nota a este párrafo (nota 7) cita el Concilio: “León XIII, enc.
I mmortale Dei, 1 nov. 1885: AAS 18 (1885), 161”.
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Un Estado laico —totalitario o democrático— no puede legis-
lar más que de acuerdo con el principio de que la sociedad, que él
rige, ha de ser laica. Y esto implica que velará para que no se haga
presente la r eligión y la Iglesia en esta sociedad civil.
Allí donde se dé una cuestión que per tenezca por una parte a lo
meramente civil pero por otra a lo r eligioso el Estado laico no duda-
rá un momento en adoptar aquella legislación y aquellas decisiones
prácticas que tiendan a anular la presencia de las doctrinas y las
prácticas religiosas. Ahora bien, la vida social, la vida cotidiana, no puede desenvol -
v erse del modo que Dios ha mandado si se separa de la penetración
religiosa de tales acciones. N o se puede extrapolar a la totalidad de
la vida humana, individual y colectivamente considerada, lo que
puede acontecer en determinadas parcelas minúsculas e inoperantes
en el verdadero dinamismo humano . No se puede equiparar el ser
más íntimo del hombre, su naturale za y sus más profundas aspira-
ciones, con determinaciones acciones meramente exteriores, desti-
nadas a la elaboración de productos meramente útiles y sin ningu-
na significación de finalidad. Pongo, por ejemplo, la fabricación de
ascensores, que constituyen un bien, sin duda, útil y están al ser vi-
cio del hombre pero no constituy en en modo alguno una realiza-
ción del hombr e en cuanto hombre. N o tendría demasiado sentido
hablar de ascensor es católicos o ascensores laicos.
P ero ¿puede aceptarse esta indifer encia religiosa en las cosas
importantes de la vida? ¿P uede haber indiferencia que sea igual-
mente respetuosa con la creencia y la increencia? La ausencia de la
religión en la vida pública no es un terr eno común y anterior a la
división entr e creyentes y no creyentes sino la opción laica, pura y
absolutamente considerada. La enseñanza cristiana ha de ser conocida por todo el mundo
de modo que ni nos engañemos ni engañemos a nadie. Los cristia-
nos, por serlo, no tienen obligación ni capacidad de vivir en guetos
separados. Ellos necesitan vivir la r eligión como ella es, al modo
social y lo único que se puede invocar es el respeto a las cr eencias
—o increencias— de los demás, pero no de modo que tengamos
que admitir como “lo normal ” la positiva separación de ideas y
acciones que, por su misma naturaleza, dicen r elación directa al
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ejercicio de la religión. P iénsese en la naturale za del matrimonio, en
la legislación sobr e el divorcio, en el abor to —tema donde el Estado
ha puesto a luz pública su sentido del der echo, legalizando el más
infame de los delitos—, en la escuela llamada pública (que debería
llamarse estatal, por que públicas lo son todas), en las campañas de
prev ención del sida, en la programación de las radios y televisiones
públicas y un largo etcétera. Una sociedad laica no es un terr eno común a creyentes y no cre-
y entes. El sofisma se reduce a algo tan sencillo como absurdo . Se
quiere intr oducir la idea de que, puesto que la afirmación de la exis -
tencia de D ios —que connota necesariamente su acción cósmica y
social, por su misma significación filológica— es una “ opción” no
compartida por todos, el terreno común entre decir “D ios existe” y
la proposición “D ios no existe” es —increíble, pero cierto y , por
tanto, ¡créanlo!— “organicemos la sociedad sobr e la base común de
que «D ios no existe»”. ¿Base común?
P or mera lógica no existe una base común a dos proposiciones
contradictorias. Y la que se ha elegido y se impone es “Dios no exis -
te ”. La propuesta de un Estado laico no laicista es un imposible
lógico. T odo Estado laico es por , el solo hecho de serlo, un Estado
laicista, esto es, que tiende sistemáticamente a producir una socie-
dad laica, esto es a separar a los hombres de la religión y , en defini-
tiv a, de Dios.
N adie en la I glesia puede apar tarse lo más mínimo de su doc-
trina tradicional y de lo enseñado por el Concilio Vaticano II.
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