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La caridad política

Ponencia de Fernando Ruiz Hebrard en la I Reunión de los Amigos de La Ciudad Católica, celebrada los días 22 y 23 de abril de 1961 en el Monasterio de Santa María del Paular

Afirmaciones preliminares

No para quien hoy me escuche, sino para aquellos que mañana eventualmente me lean, interesa en el remate de esta Primera Asamblea de La Ciudad Católica en España, dejar sentadas muy claras las siguientes afirmaciones

1º No somos un partido político ni, colectivamente, estamos ni estaremos nunca vinculados a ninguna ideología temporal.

La Ciudad Católica aspira a facilitar los medios y el camino para una formación política individual, auténtica y totalmente cristiana.

La Ciudad Católica, por su finalidad constructiva y su sentido de perdurabilidad, se sitúa por encima y más allá de la política concreta y aplicada, actual o futura, encarnada en personas, partidos o sistemas.

4º Sobre la base de la moral y el dogma cristianos y católicos, La Ciudad Católica tiene, y siente, como la Iglesia, el deber de su universalidad.

5º Aspiramos a lograr en nuestra Patria, y en cada Patria, una realidad cristiana, colectiva y eficiente, por la suma y la influencia de las conciencias individuales con espíritu y formación de Ciudad Católica.

La Caridad

Tres mandamientos de amor a Dios, y siete de amor al prójimo.

Todo el Decálogo es caridad.

Pero en la divisoria entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, Dios se hace concreto: la respuesta de Cristo al Doctor de la Ley referente a cuál fuese el primer y más importante mandamiento, es análoga en los Sinópticos cuando se contrae al amor de Dios, pero literal en los tres Evangelios cuando establece con renovada doctrina específica el "amarás al prójimo como a ti mismo". El precepto estaba vigente desde el Sinaí, y ya en el Levítico aparecen como de Yahvéh, en sus ordenaciones a Moisés, las mismas palabras con que Cristo, mil quinientos o dos mil años después, revalidaría el mandato que la corrupción, las idolatrías, las guerras y las cautividades del Pueblo elegido, junto con la evolutiva interpretación capciosa e interesada luego de las Sagradas Escrituras, habían desvirtuado.

"En estos dos mandamientos —el del amor a Dios y el del amor al prójimo, sigue el Señor en San Mateo— se contiene toda la Ley y los Profetas."

Nos hallamos en presencia de dos imperativos absolutos y tajantes de Cristo.

Dos imperativos en los que se entraña la razón de nuestra vida con posibilidades divinas y eternas. Pero, ¿son, efectivamente, imperativos para nosotros? En teoría y de cara a Dios, el "amarle con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todas nuestras fuerzas y con toda nuestra mente"... quizás. Referido al prójimo en el "amarle como a nosotros mismos", ¿también?

No es momento aquí, ni ahora, para íntimos exámenes. Pero os invito insistentemente a que ante Dios, y aprovechando la circunstancia actual, ahondéis en vuestro corazón y en vuestra postura en relación con el amor, y de manera expresa en relación con el amor al prójimo en dimensión y calidad.

Porque el tema de la Ponencia implica en su enunciado, y lleva en su intención el amor al prójimo, y a él concretamente, sin que por ello pierda su divino y vital engarce, hemos de referirnos poco menos que de manera constante.

El imperativo implícito de las Tablas, explícitamente glosado por Yahvéh, como hemos dicho, en el Levítico, asomando luego en muchos versículos de los libros Sapienciales y exaltado directa o indirectamente por los Profetas, merece de Cristo el título de "Mandamiento nuevo". También hoy, si volviera, sería novedad para los hombres, porque el orgullo, la ambición y el egoísmo lo relegaron poco menos que al olvido o a la pura teoría inoperante.

Se trata de amar al Prójimo.

Pero se trata de amarle como a nosotros mismos.

Más aún: el Mandamiento nuevo se define tremendamente en el maravilloso y entrañable Sermón de la Cena, testamento del Señor, cuando reitera: "Este es mi precepto: que os améis unos a otros, como yo os he alnado".

Y todavía, en la Oración Sacerdotal con que culmina, momentos antes de su última singladura humana, Cristo, dirigiéndose al Padre, dice: "No ruego por éstos solamente, sino también por los que crean en mi por medio de su palabra; que todos sean uno —por el amor— como tú, Padre, en mí y. yo en ti, para que el mundo crea que tú me enviaste".

Desde el Sermón de la Montaña, en el que Jesucristo proclamó la Ley fundamental evangélica y promulgó la bienaventuranza de los pacíficos y los misericordiosos para con su prójimo, hasta la última noche de su vida mortal, la doctrina del amor se ha ido definiendo. Su perfil es neto, y su dimensión es Dios.

Amar al prójimo como a nosotros mismos parece establecer ya el mandamiento con valor de plenitud absoluta, o peco menos. Rebasa ampliamente el contenido evangélico del refrán cuya realidad seria ya de por si maravillosa —"No quieras para los demás lo que no quieras para ti"— para llevarle al terreno positivo de hacernos compartir con los demás lo que para nosotros ambicionamos. Que queramos la paz y la verdad y el bienestar, pero con la condición de que queramos y busquemos el hacerlos posibles también para los otros. Nunca para egoísta satisfacción exclusiva, y menos aún a costa de nadie. Bien entendido que el "como a nosotros mismos" no implica en modo alguno la meta de ilusorias igualdades terrenales, porque cada clase social, cada estamento, cada profesión o situación, está sujeta, por voluntad de Dios, a un coeficiente, distinto y bastante para cifrar y centrar su legítima felicidad material.

Si de verdad amáramos como a nosotros mismos habría quizás menos ricos, pero habría, seguro, menos pobres. Y menos tristezas. Y menos odios también.

Aun a título de inciso en este punto: ¿Tenemos resuelto el problema moral y gravemente obligatorio de cuál deba ser, en porcentaje de números sobre nuestros bienes y nuestros ingresos, el importe periódico de nuestra caridad —limosna para los pobres y los necesitados? ¿Igualmente, para con los servicios del culto y la subsistencia de los Ministros de Dios? Vamos a no creernos cumplidos con la caridad, cuando a lo mejor estamos en deuda aún con la justicia.

Dios es amor. Y Cristo es Dios. La Redención es la máxima expresión —humana y divina— del infinito amos. Y nadie ama en mayor grado que "aquél que da la vida por sus amigos". El amor al prójimo, en la hora suprema de la última Cena; ensancha aún sus fronteras, y Cristo, el que va a morir por amor y no por amor al prójimo, que en cierto modo entraña paridad, sino por amor a sus criaturas, pecadoras, ingratas y rebeldes además, quiere que nuestro mutuo amor sea "como El nos. ha amado". Y pues nos amó con amor infinito en cuanto. Dios y con amor hasta la muerte en cuanto hombre, la lógica nos lleva al amor total, porque nuestro todo, en nuestra humana condición es la Medida que más cerca quedar del infinito.

La primera manifestación del amor es la inclinación hacia el objeto amado, y la inclinación es la tendencia que culmina en el ápice de la unidad. Cristo, además de nuestro amor al prójimo como a nosotros mismos, y además de un amor como el que El nos tuvo, quiere que nos consumemos en la unidad por el amor, "como tú, Padre, en mí y yo en ti", y el galardón de nuestra unidad es el derecho de justificarle y acreditarle como Dios, Hijo del Padre, ante el mundo. "Para que el mundo crea —ante nuestra unidad consumada por el amor— que Tú me enviaste". En cierto modo, pues, la fe de muchos hombres y lo útil o lo inútil para el mundo del Sacrificio redentor de Cristo, radica y depende de nuestro testimonio por la unidad en el amor. Pensadlo. Y recordadlo.

Permitidme una aclaración para mejor situaros: no quisiera que ni hasta aquí, ni luego, pudieseis considerar que el tema está tratado desde un prisma excesivamente espiritual. En primer lugar, el Evangelio es el libro más profundamente humano que existe.

Además, hablo a cristianos en el amplio y profundo sentido de "Hombres de Cristo". Miembros vivos del Cuerpo místico y, real o potencialmente, con vida interior y formación espiritual, por lo menos los dirigentes, los embriones de futuras células, los elementos responsables del mañana de La Ciudad Católica en nuestra Patria.

En este aspecto, me sirve de ejemplo —y de envidia— la Cité Catholique de Francia, muchísimos de cuyos integrantes han pasado —y algunos repetidamente— por el crisol de una Casa de Ejercicios. Y me sirve también de profunda satisfacción personal —en mi calidad de militante de los tiempos heroicos del Padre Vallet en su Obra de los Ejercicios Parroquiales, nacida en mi tierra catalana— el saber que las primeras inquietudes e inspiraciones de la Cité Catholique se gestaron en Ejercicios.

¿Para cuándo nuestra primera tanda?

Volvamos al tema.

Es evidente que en la caridad, y más concretamente en la caridad para con el prójimo, ha de existir una graduación por lo mismo que existe una jerarquía de bienes y que nuestra obligación está en proporción directa con la importancia de los bienes a que se refiere y con su grado de necesidad. En este sentido, Santo Tomás confirma expresamente que "el bien sobrenatural de un solo individuo es mayor y vale más que el bien natural de todo el Universo". Consiguientemente, añadimos —por vía de corolario—: ni la más mínima entre las mínimas transgresiones de la Ley se justifica, aunque con ella, por ejemplo, evitáramos una guerra mundial. Sin tremendismo y sin mojigatería: en auténtica puridad teológica.

En orden a los bienes temporales, la lógica nos permite afirmar, que el bien común queda por encima del bien particular, tanto como el bien del alma está por encima del bien del cuerpo y, el de éste, por encima de los bienes exteriores.

Desde la inhibición al heroísmo, es largo el camino y múltiples los grados. Pero existe una doctrina y un mandato, como existen la gracia y la oración, y la certeza de que Dios no ha de fallarnos.

La Política

Nuestra presencia en esta primera Asamblea de La Ciudad Católica constituye una afirmación expresa: la de nuestra voluntad de intervención personal con nuestro credo en la política de España.

Intervención directa o indirecta. Inmediata o diferida. En cualquier caso, individual.

El Estado y los Gobernantes son católicos. Son católicas las leyes. Existe un Concordato. Los organismos y las estructuras oficiales son de base católica. Y vivimos en la paz y la tranquilidad material.

¿En qué se funda, pues, nuestro afán y nuestra inquietud por una nueva postura incorporada, ajena al cómodo inhibicionismo general?

España fue difícil. Nos movíamos en ella —en el terreno político principalmente y referido a períodos anteriores al 36— a impulso de sentimientos más que de convicciones. Por pasiones más que por formación. Por simpatías o antipatías más que por ideales. Y sobre la base de estas antinomias —que se vitalizaban a través de una forma democrática más o menos sincera, pero sin la primera materia del hombre suficiente— fuimos durante años campo abonado para todas las demagogias y víctimas, en la época de la República, de la pendulación cada vez más amplia de los gobiernos y los partidos sucesivamente opuestos, triunfantes en cada legislatura, hasta el estallido que nos llevó, por el camino de la guerra, a la paz de 1939.

Y el péndulo... ¡pudo quedar en un extremo!

¿Estamos hoy, al margen de apariencias y manifestaciones externas, mejor que entonces en lo que al factor hombre se refiere? Aludimos, claro está, a la masa: y al contenido y virtualidad de su doctrina en orden a la política y a la Patria, al cristianismo y a la Iglesia.

Otro motivo innegable que justifica también nuestra existencia y nuestra acción ha de ser el "mea culpa" por tanto tiempo sin oír la voz de Roma "para reconstruir todo un mundo, desde sus cimientos, para transformarlo de salvaje en humano y de humano en divino", para "detener en el camino de su ruina, por derroteros que conducen al abismo, almas y cuerpos, buenos y malos, civilizaciones y pueblos", con el macabro cortejo por nuestras calles y plazas, de almas muertas o agonizantes" (Pío XII). Por tanto tiempo sin atender a los sucesivos llamamientos de sucesivos Pontífices urgiéndonos "como deber sagrado" para la instauración del Reinado social de Cristo, como necesidad y como remedio supremos de la época.

Por remordimiento de nuestro pecado de omisión y de egoísmo.

¿Bastan ya estos argumentos para justificación?

Dejadme que añada otro, más intimo y personal, seguramente compartido. "Porque hay algo que no nos gusta." Y no nos gusta porque no nos basta. No nos bastan las etiquetas ni nos convencen las ilusiones. Ni nos basta el catolicismo y el patriotismo excesivamente minoritarios para adjetivo nacional.

¿Tiempo perdido? ¿Esfuerzos y tanteos baldíos? Nos consuela y nos esperanza la parábola de los trabajadores de la viña en la última hora. Y el saber, en un terreno si queréis espiritualmente utilitario, que nuestro deber está en luchar honradamente y que el triunfo es, en último caso, cuestión en manos y a voluntad de Dios.

Cada uno se ha encontrado a sí mismo en La Ciudad Católica, y en ella y en la vocación y la idiosincrasia personal radica la índole específica —intervención directa o indirecta, inmediata o diferida— de nuestra futura acción en lo concreto de la política de España. De esta política, arte de gobernar en orden al bien común, que actualmente entre nosotros presenta perfil distinto al que ofrece en otros países donde también La Ciudad Católica se hizo realidad. No entro en si es mejor o peor, ni en si es merecido o necesario. Me limito a señalar que es distinto, y a deducir en consecuencia que algunas —pocas o muchas— de las que pueden ser normas prácticas más allá de las fronteras, quedarán en pura teoría eventual para nosotros. Pero la doctrina, aquí y allí, es una y la misma, permanente e inmutable.

La Ciudad Católica tiene por objeto la aplicación integral del Nuevo Testamento y de las enseñanzas y ordenaciones que de él derivan a la política en el que yo me atrevería a llamar primer ensayo fundamental con garantía de efectividad después de veinte siglos. "Nunca se ha hecho nada eficaz y verdaderamente profundo en la Historia sin una previa e intensa formación del hombre. Caballeros auténticos, apóstoles incansables, hombres ardientes que dondequiera que vayan y sea cual sea el movimiento a que pertenecen dejan siempre tras sí como una estela de luz y de verdad. Seglares decididos y conscientes de sus responsabilidades. Católicos en su vida privada, pero católicos también en su posición y en sus actos. Católicos de corazón. Católicos prudentes, decididos a soportar situaciones de hecho mientras Dios lo quiera, pero decididos a no regatear esfuerzo ni sacrificio alguno", cuando a Dios no vayan. (Verbe, núm. 89, págs. 4 y 5).

Que no se nos diga que la falta actual del juego político de los partidos enerva nuestra acción.

Que no se nos tache de enemigos de nada ni de nadie.

Que no se nos arguya que lo que pretendemos ya existe, ni se nos acuse de que venimos a crear dificultades con exigencias y puritanismos fuera de lugar y tiempo.

Todo lo que sea concordante con nosotros, lo queremos mejor, más sólido, más profundo y duradero. Cimentado no en intereses ni conveniencias ni ideales, que son y pueden ser muy útiles y muy dignos, sino en cristianismo, que es la dignidad y la utilidad máximas y la justificación total.

Por nuestra doctrina de Ciudad Católica y nuestro método podemos y queremos ser el refuerzo para hoy y la previsión cierta para mañana.

Caridad Política

"Identificados en lo fundamental y conviviendo en lo accesorio." Este es el signo de nuestra mutua relación en La Ciudad Católica.

En lo accesorio puede empezar ya el deber de caridad mínimamente necesaria, porque encarnen en personas o partidos o formas y sistemas de gobierno diferentes las simpatías o las convicciones y los ideales con motivación opinable y humana de cada uno de nosotros, situándonos hipotética, pero no impasiblemente, en campos políticos distintas. ¡Y ojalá, añado, que en cada campo hubiese directivos y militantes influyentes con espíritu y formación de Ciudad Católica!

No ha de ser fácil, generalizando ya, la aplicación de la caridad a la política por los españoles, ni en la postura, ni en el juicio, ni en el diálogo, ni en la acción. Si al factor temperamental, apasionado y vehemente le sumamos el que se sepa o se crea pisando terreno firme en la doctrina... o le sumáis la exasperación de sentirse dialécticamente acorralado… o la ambición o la falta de escrúpulos...

Los que como yo habéis rebasado el medio siglo recordaréis sin duda las atrocidades que pudimos llegar a leer durante la República en los periódicos y a soportar en los mítines y a escuchar en el Congreso cuando por la prensa y la tribuna y el escario andaba suelto el español metido a político.

Y dejo exprofeso fuera de comentario el exacerbamiento monstruoso de la época de la guerra.

No obstante, también entonces el imperativo de la caridad estaba tan vigente como hoy y como siempre. De una caridad en todos los terrenos. En el político también.

¿Cómo ha de ser la caridad política, nuestra caridad política?

Sin desdecir ni una coma de la glosa inicial en cuanto a dimensión y calidad, vamos a tratar de perfilar un poco su contorno para mejor adaptarla a una postura y una acción específicamente nuestras.

La caridad es perfecta y obligadamente compatible con las cuatro virtudes cardinales. El límite de esta compatibilidad vendrá definido siempre por la verdad y, en lo personal, por la abnegación. La justicia deja de serlo en la lenidad. La prudencia en la indignidad. Etc...

"La letra mata y el espíritu vivifica." "Seguramente no debe tomarse al pie de la letra el precepto de presentar la mejilla izquierda a quien nos golpee en la derecha, ni abandonar la capa a quien nos robe la túnica." Es más la disposición interior lo que se requiere que la ejecución literal, como lo comprendió muy bien San Agustín, pues "si nuestra renuncia tuviese por efecto exasperar al agresor o volverlo aún más soberbio e intratable en lugar de calmarle y hacerle ver la razón, la caridad misma nos dictaría tina táctica contraria. Prestar, por ejemplo, a quien nos pida y todo cuanto nos pida puede contribuir a veces a fomentar perezas o prodigalidades." "No olvidemos tampoco que esta regla de perfección reza con el individuo en sus conflictos particulares, pero no con la Sociedad, que debe velar siempre, aun con la fuerza, por la Justicia y el Derecho" (Jesucristo, su vida, su doctrina y su obra, Ferdinand Prat, pág. 250).

La caridad es consubstancial con la verdad. Por eso, Cristo, esencia del amor, pudo llamar raza de víboras a los fariseos, y arremeter contra los mercaderes del Templo y señalar el traidor a Juan en el Cenáculo, sin desmentirse.

No quiero cansaros con más consideraciones.

Concretando:

1º Nuestra caridad política personal ha de, ser sincera. Con sinceridad de voluntad, sino con sinceridad de efusión. Querer amar ya es amar. El grado depende de cada caso. Pensar que en el prójimo, igual que en nosotros, está presente Jesús por la gracia santificante, o está presente precisamente por su ausencia, puede ayudarnos en la sinceridad y el grado de nuestra caridad. En última instancia —o en primera— puede depender de la oración a Dios por el complemento y la verdad del amor que nos falta.

2º Ha de ser comprensiva para quienes no militen en nuestras mismas filas. También para con los afines que no se deciden. Y más aún para los que militan en campo contrario, sin olvidar que comprensivo no significa conmiserativo.

3º Ha de ser apostólica, discreta pero ardientemente apostólica, para el intento de añadir a la Ciudad Católica y a su sistema a todos cuantos, correligionarios o no, sean susceptibles de comprender y vivir nuestra doctrina. Nos interesan y caben en nuestras filas todos los "hombres de buena voluntad". Nos interesan menos los que se acerquen por íntima reacción personal al recuerdo de pasadas hecatombes familiares o personales. Pero nos interesan todos.

4º Ha de ser digna, pero cuidando de no confundir la dignidad con la vanidad y menos aún con el orgullo. Sin paternalismos que molestan y ofenden a quien los sufre, pero sin innecesaria humildad, que recrece a quien la advierte.

5º Ha de ser abnegada, sin esperar correspondencia alguna. El amor al prójimo es por amor a Dios. El que nos corresponda, puede y debe significar para nosotros, no el premio a nuestra caridad, sino la garantía de que supimos amar.

6º Ha de ser prudente y adecuada. Sin comprometer externamente con efusiones excesivas o inoportunas. En el terreno político, la suspicacia y la susceptibilidad se dan pródigamente.

7º Ha de ser lógica, con fundamento "per se", o con fundamento prefabricado. Apoyando en el convencimiento de su necesidad espiritual y material.

8º Ha de ser ordenada, en el sentido de la gradación de valores, con primacía de los espirituales por muy poco espiritual que pueda parecernos, y hasta ser, la política en algunos casos. Con recuerdo y presencia de que nuestra preocupación por el prójimo y por el bien común no puede, en modo alguno, inhibirnos de nuestro deber egoísta referido a la vida eterna empezada ya desde aquí abajo.

9º Ha de ser exigente para consigo misma, hasta el límite del sacrificio máximo necesario en el generoso empleo de los medios y facultades que Dios quiso poner a nuestro alcance.

10º Ha de ser, finalmente, cristiana. Cristiana de Cristo, vivida y practicada "por hombres de Cristo", "en el estudio, la enseñanza, la difusión de la verdad contenida en la Doctrina social y política de la Iglesia" para que Cristo reine en las Patrias y en el Mundo" (Verbe, núm. 106, pág. 62).

* * *

He llegado, prácticamente casi, al final de mi Ponencia y he llegado con la íntima satisfacción de pensar que, por la voluntad y la paciencia con que me habéis escuchado —y que agradezco infinitamente— vais ya bien entrenados y dispuestos para la caridad.

Quiero, no obstante, señalar que al ser el último entre los cuatro Ponentes y al haber tratado mis compañeros de temas muy específicos, cada uno desde su campo científico y especializado, en el que tienen función de alta docencia y hábito de definición y síntesis, me pareció oportuno pormenorizar un poco en relación con La Ciudad Católica, no para vosotros, ciertamente, sino para quienes, como os decía al principio, puedan interesarse mañana por ésta, nuestra Primera Asamblea, y por la Ciudad Católica en España.

Pero hay algo más aún: a lo largo de mi exposición aletea el espíritu que anima a La Ciudad Católica, pero no hay apenas concreción literal alguna de su doctrina respecto al tema. Olvidé, voluntariamente, que nada menos que Jean Ousset (v. Verbe, núm. 106, pág. 55 y sigs.), en el IX Congreso Nacional de Francia, año 1959, había sido Ponente del tema La Caridad política, orden imperativo de nuestra nación.

Resultaría insensato por mi parte el intento de coronar esta disquisición sin acogerme a tan preclara autoridad, mayormente al haberlo glosado Ousset más directamente desde el terreno de entidad, que es el de la Cité Catholique.

Nosotros andamos aún en los prolegómenos de la actuación, apenas nucleados los grupos de Madrid y Barcelona, respectivamente, pero sabiendo de otros que florecieron espontáneos en el ámbito de España.

Nuestros enemigos futuros, cuando ya La Ciudad Católica en España sea entidad operante y eficiente, han de ser principalmente el odio, la incomprensión y la indiferencia de los que no piensen como nosotros, de los que aleatoriamente creen pensar como nosotros y de los que se inhiben de pensar. Ante las tres posturas —decimos "ante" y no "contra"—: los postulados de Ousset en la Ponencia que mencionamos, empezando por la conversión del título en base de doctrina: "La caridad política en orden imperativo de nuestra acción". El amor, la tolerancia, el entusiasmo apostólico. Desde arriba, como consigna y como mandato y acicate, en nuestra actuación colectiva y en nuestra postura individual.

"La teología de la caridad —aduce Ousset— está en la base de cualquier proyecto y realización de espiritualidad y de apostolado." "La teología de la caridad implica una visión cristiana integral de la vida."

Por otra parte, San Pío X nos dice que "la doctrina católica nos enseria que el primer deber de la caridad no está en la tolerancia de las convicciones erróneas, por sinceras que sean, ni en la indiferencia teórica o práctica para con el error o el vicio en que vemos caer a nuestros hermanos".

Y Pío XI, luego, recordó explícitamente que "la verdadera caridad es inseparable de la verdad".

La caridad —añadimos nosotros— no es una invención: es una revelación o un descubrimiento para nuestro destinó eterno, como para el bien común en la Patria y en las patrias.

Caridad, Verdad, Política, tienen y deben tener un enlace insoslayable. Permitidme leeros estas palabras que, en diciembre de 1927, dirigió S. S. Pío XI a la Federación Universitaria Italiana: "Los jóvenes se preguntan a veces si, siendo como son católicos, no deben hacer alguna política. Y después de haberse entregado a estudios sobre este tema llegan a establecer ellos mismos las bases de la buena, de la verdadera, de la gran política… Obrando así comprenderán y realizarán uno de los más grandes deberes cristianos, pues cuanto más vasto e importante es el campo en el cual se puede trabajar, más imperioso es el deber. Y tal es el terreno de la política que mira los intereses de la sociedad toda entera, y que a este respecto es el campo de la más vasta caridad, de la caridad política, del que se puede decir que ningún otro le es superior, salvo el de la Religión. Bajo este aspecto es como los católicos y la Iglesia, .deben considerar la política."

Con Ousset, aún: "Si bajo el signo y a la luz de la caridad nuestra acción se muestra conforme con las prescripciones más rigurosas de este orden del amor, permitidme señalaros que la acción que pretendemos es no tan solo legítima, sino que puede pertenecer al haz de deberes que hoy se imponen a los seglares cristianos, como ciudadanos directamente responsables del bien común de la Ciudad." "Pero si fuese al contrario, si el balance resultara negativo, si el desorden, si la confusión de nuestras actividades apareciesen como pobres y vanas en la prueba, entonces, sin miedo alguno a las palabras, digamos sin esperar ni un solo momento que sería preciso separarnos, dispersarnos inmediatamente y tomar la resolución de dedicarnos, en adelante, a otras actividades totalmente distintas."

De una postura a la otra va una distancia infinita y una responsabilidad tremenda.

Termino.

Hay un pasaje en el Génesis que siempre, al contrastado con cualquier actuación y posibilidad de cristianos, me ha impresionado profundamente.

Estamos en víspera de la destrucción de Sodoma y Gomorra, cuyos pecados llegaron al cielo. Yahveh, con dos ángeles, se aparece a Abraham y dialoga, como otras veces con él. Y le anuncia la destrucción de las ciudades execrables. Abraham reacciona: "¿Es que vas a perder al justo con el malvado? Quizás haya cincuenta justos en la ciudad. ¿No perdonarás al lugar, en consideración a estos cincuenta justos de su interior?" Y Yahveh accede a la súplica del elegido como cabeza de su pueblo. Pero Abraham, poco seguro, insiste rebajando el número de posibles justos en Sodoma. Y Yahveh accede de nuevo. La intercesión sucesiva y la sucesiva aquiescencia continúan y queda finalmente en diez la cifra de justos suficientes para impedir el fuego del cielo.

Cincuenta... Treinta... Diez...

No creo que el mundo de hoy le ande muy lejos en méritos negativos a Sodoma y a Gomorra.

¿Quién puede asegurar que no seamos nosotros los cincuenta, los treinta, los diez justos que basten para la salvación de la Ciudad?

El Paular, Abril de 1961