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Introducción a la política (IV)

PRIMERA PARTE

Consideraciones generales

(Continuación)

Un sentido armonioso de las relaciones que unen, y deben unir, lo singular y lo universal; una justificación más explícita de la definición del hombre: animal racional; la prueba de la inmortalidad del alma humana; éstas son, como acabamos de ver (1), algunas de las consecuencias más directas de la justa solución del problema de los universales: la del "realismo integral".

A esta primera serie podemos añadir: un entendimiento más riguroso de la noción de verdad.

La noción de verdad

Noción fundamental, si la hay, rica por si misma de innumerables consecuencias.

Noción justificada en su sentido más tradicional por la verdadera respuesta al problema de los universales en la medida en que este último permite descartar las mil y una teorías según las cuales la verdad es inexistente, incognoscible o de nulo interés por el hecho de una evolución perpetua.

¿Qué interés puede ofrecer, en efecto, la noción de verdad para el nominalismo, cuando ella no es para este último nada más que el reflejo de una realidad superficialmente captada, siempre en trance de hacerse y deshacerse?

Y, para el "realismo" (idealista), ¿qué importancia puede concederse a una verdad que no es sino el simple fruto subjetivo de las concepciones de cada uno cuando no la verdad de tal modo desencarnada que no puede menos que resultar desmentida por la evidencia del carácter concreto del universo que nos rodea?

Muy al contrario, la justa solución del problema de los universales, en la medida en que ella permite comprender mejor los diversos aspectos de la realidad, no puede en manera alguna dejar de ser como la llave de esta expresión de la realidad que es la verdad.

Tal es, pues, la confirmación que aporta a las más elementales constataciones del sentido común esta verdadera respuesta al problema de los universales.

La realidad no es sólo una palabra:

La conocemos, podemos conocerla.

Y en la medida en que nosotros la conocemos podemos decir que estamos en la verdad.

"Adaequatio rei et intellectus", dicen los escolásticos. Existe verdad cuando hay adecuación, concordancia entre las cosas y el espíritu. "La verdad es la realidad de las cosas", decía Balmes. Conocer las cosas tal como ellas son, es poseer la verdad.

Una lámpara está allí, sobre aquella esquina de la mesa; yo la veo y afirmo que está allí. El cielo es gris en el momento en que escribo estas líneas. Luis XIV tomó el poder en 1661. El hombre no nace en la flor de sus 20 abriles; la familia es su primer horizonte. Concordancia estrecha entre lo que es y lo que afirmo. El pensamiento de acuerdo con las cosas, otras tantas verdades.

Pero, como se trasluce con estos ejemplos, la gama es inmensa y los puntos de vista extremadamente diversos, por lo cual pueden ser constatados los innumerables parcelamientos de la verdad.

Verdades más o menos superficiales, de las que se podría decir que una parte de ellas expresa solamente un fragmento de las cosas, mientras que otras más generales, más importantes, expresan el orden mismo de las cosas.

Tal es la gran lección del problema de los universales. La realidad sólo existe en la apariencia fragmentaria, mudable y contradictoria de las cosas. Gradas a su inteligencia el hombre puede alcanzar lo inteligible, lo esencial, la idea. Conoce, puede conocer las leyes. Comprende, puede comprender, al menos parcialmente, el orden que reina en el universo. Verdades de más alto precio. Verdades maestras. Verdades clave.

Y es Bossuet quien ha escrito, con su habitual elocuencia: "Hay leyes fundamentales que no se pueden cambiar. Quebrantándolas, se conmueven los cimientos de la tierra. Es entonces cuando las naciones parecen tambalearse como turbadas y ebrias, tal como dicen los profetas. El espíritu de vértigo las posee y su caída es inevitable porque los pueblos han violado las leyes, cambiado el derecho público y roto los pactos más solemnes" (2).

Es suficiente decir que si la realidad está, en cierto modo, compuesta de innumerables facetas, cada una de las cuales representaría otras tantas verdades fragmentarias, no es menos cierto que una jerarquía las ordena, constituyendo su inteligencia lo que se designa comúnmente por... "la verdad".

El orden natural de las cosas, orden divino

Inteligencia del orden de las cosas, mejor que inteligencia de las cosas, demasiado corta.

Inteligencia incluso de un conjunto suficiente de estas nociones universales, de estas generalidades, de estas ideas, de es tas leyes de las que la justa respuesta al problema de los universales confirma precisamente su importancia y su valor.

"Universales", generalidades, principios, leyes que, nosotros lo hemos visto, no son creaciones arbitrarias de nuestro espíritu como aseguran los nominalistas, sino que, al contrario, son, como escribía felizmente. Pierre Lasserre, "las ideas de la naturaleza misma o, si se quiere, las ideas de Dios como creador y arquitecto de la naturaleza....; ideas latentes y eternas de la naturaleza, o ideas según las cuales Dios ha adornado y distribuido los seres de la naturaleza...".

Prácticamente y muy realmente: ¡un orden divino, tanto como natural, de las cosas, del cual se desprenden y pueden desprenderse muchas enseñanzas, mil lecciones! Conjunto de enseñanzas y lecciones que Pío XII, incluso, no temió designar como una "segunda revelación"; entendiendo por Revelación (con una R mayúscula), la primera, la más alta, la más cierta también, la auténtica Palabra de Dios, guardada por la Iglesia y contenida en la Sagrada Escritura.

Porque "toda la realidad es de Dios, se lee en un mensaje mundial de Pío XII (Navidad, 1954), y es precisamente en el hecho de separar la realidad de lo que es su principio y su fin, donde reside la raíz de todo mal".

* * *

Doctrina y programa

Es esta visión de conjunto de principios, de nociones, de valores, de leyes que expresan y regulan, en lo esencial, este orden divino, natural ... y sobrenatural, lo que nosotros llamamos la doctrina (en el sentido más elevado y más universal de la palabra).

Por esto mismo, la doctrina es este conjunto de consideraciones que pertenecen por encima de las vicisitudes cotidianas. LO ESENCIAL DEL ORDEN DE LAS COSAS, se podría decir. Definición que, para ser aceptada, presupone que sea admisible y haya sido admitida esta tercera (y única verdadera) respuesta al problema de los universales, que precisamente implica la distinción de algo "esencial" y de algo "existencial", la permanencia de un ser bajo las múltiples apariencias de su devenir, etc. ...

Como se ve, siempre dualismos.

"Permanencia del principio, que debe ir acompañada de la evolución del procedimiento"... se ha podido decir.

De ahí la importancia fundamental de esta observación del Cardenal Suhard en su carta "Ascensión y declive de la Iglesia" (3), ...: "Y, ante todo, no debe confundirse la integridad de la doctrina con la conservación de su ropaje pasajero".

Guardémonos de confundir, como dijimos ya en el primer capítulo de nuestra primera publicación (4), ... guardémonos de confundir "doctrina" y "programa"... Siendo precisamente el "programa", en nuestro espíritu, este "ropaje pasajero" de la doctrina que interesa no tomar por "lo esencial", por la doctrina misma.

Doctrina y programa.

Del mismo modo que la doctrina, parece que un programa da también directrices de acción. Pero, corno un plan de acción previsto para tal acontecimiento particular, el programa queda limitado a este acontecimiento. Luego los acontecimientos cambian. Se suceden más rápidamente en los períodos agitados, como son los que vivimos. Insuficiencia, por tanto, de concretarse sobre un programa que puede ser llamado a cambiar de un día a otro. Necesidad de remontar más arriba, necesidad de llegar a lo que es superior, a los programas, a lo que los domina en algún aspecto, a lo que permite componerlos.

Que en tal circunstancia decidamos actuar, según tal o cual plan, implica una deliberación previa por nuestra parte. Si actuamos así es porque debemos tener razones para hacerlo. Razones que nos permiten decidir que en esta ocasión es bueno, es preferible, tomar tal decisión y no la otra. En resumen, más o menos conscientemente, hemos recurrido a un conjunto de consideraciones superiores que nos aclaran y nos dictan nuestra conducta.

Por lo menos, ésta es la manera de obrar de las personas sensatas.

LA DOCTRINA ES, PUES, EL CONJUNTO ORDENADO DE ESTAS NOCIONES, DE ESTOS PRINCIPIOS GENERALES (UNIVERSALES) QUE PERMANECEN POR ENCIMA DE LOS ACONTECIMIENTOS Y CUALESQUIERA QUE SEAN ESTOS ACONTECIMIENTOS.

No se cambia la doctrina.

Se cambia de programa: siendo el programa una aplicación de la doctrina en tal circunstancia.

El programa, por lo tanto, pasa... ; está condenado a pasar, bajo pena de ser malo como inadaptado a un estado de cosas para el cual no ha sido hecho. Otro programa le deberá suceder.

La doctrina, que inspira todos los programas, permanece.

Ley de la vida en sí misma y que explica la permanencia de la maravillosa vitalidad de la Iglesia.

Como escribía San Pío X (5): "Hoy es imposible restablecer bajo la misma forma todas las instituciones que han podido ser útiles e incluso las únicas eficaces en los pasados siglos, tan numerosas son las modificaciones radicales que el paso de los tiempos introduce en la sociedad y en la vida pública, y tan múltiples las necesidades nuevas que las cambiantes circunstancias no cesan de suscitar. Mas la Iglesia, en su larga historia, siempre y en toda ocasión, ha demostrado luminosamente que posee una virtud maravillosa de adaptación a las condiciones variables de la sociedad civil: sin haber atentado jamás a la ingratitud o a la inmutabilidad de la fe, de la moral, y salvaguardando siempre sus derechos sagrados, se adapta y se acomoda fácilmente a todo lo que es contingente y accidental, a las vicisitudes de los tiempos y a las nuevas exigencias de la sociedad".

Pero hay necesidad de añadir, ... todo lo que se ha dicho de la doctrina supone su objetiva verdad.

Por sutiles que sean las apariencias, si la doctrina no es verdadera los hechos la quebrarán.

"Ningún principio que se mantenga contra los hechos"

Es por esto por lo que la justa solución del problema de los universales confirma y desarrolla lo que el sentido común nos dice de la objetividad de nuestro conocimiento, que este problema de los universales, precisamente, aparece como la clave del problema doctrinal.

Hay una realidad que podemos conocer.

Hay, pues, una verdad (6).

Y por eso, he ahí por lo que hemos sido convencidos.

Ya que, aun antes de saber, lo que son, en su detalle, esa realidad y esa verdad, por el solo hecho de existir, imponen una serie de consecuencias.

Y es que el conocimiento de la realidad condiciona el conocimiento de la verdad —pues la sinceridad equivale forzosamente a la verdad—, que nuestras opiniones, por ingeniosas que sean, carecen de interés si son falsas —pues el primer deber consiste en ceñirse lo más cerca y cada vez más a la única realidad—, que los discursos no son nada más que viento si no encierran la realidad y que, para lo esencial, la verdad no depende del flujo y reflujo de las mayorías humanas.

Así, en el extremo vértice del ángulo, e incluso antes de que sean abiertas las ramas del saber, se encuentra descartada implícitamente toda metodología liberal y subjetiva.

"No hay principio, decían los escolásticos, que se mantenga contra los hechos."

Y en un escrito ya antiguo, el príncipe Louis de Broglie, después de haber comparado el descubrimiento que descorre el velo de la realidad desconocida a la invención que es creada por la fuerza de la imaginación, explica cómo el inventor "es de repente poseído por el sentimiento muy limpio de que las concepciones a las que ha llegado, en la medida en que son exactas, existían ya antes de haber sido pensadas por el cerebro humano, apercibiéndose entonces de que las dificultades que le detenían no eran nada más que el signo de una verdad oculta, PERO YA EXISTENTE". Y el hecho es que el teórico de la física matemática y el investigador de la física experimental están obligados, tanto el uno como el otro, a comprender, de una vez para siempre, que no es cuestión de crear una verdad, sino de admitirla.

***

Quien se dedica a la búsqueda de la verdad debe, en algún aspecto, renunciar a sí, o mejor dicho, a lo que hay de mezquino en sí mismo.

"Los grandes sabios, decía Carrel, son siempre de una gran profundidad intelectual. Siguen a la realidad, dondequiera que ella les lleve. No tratan jamás de substituirla por sus propias deseos, ni de ocultarla cuando resulta molesta."

Que se trate de verdad natural o de verdad sobrenatural, el método es el mismo. Tal es la regia de los sabios y de los santos en el silencio de los laboratorios o en el recogimiento de los claustros.

***

Tanto rigor podría sorprender.

Que antes de hablar, que antes de afirmar, que antes de decir: "Yo pienso que...", se produzca como un reflejo que nos recuerde que antes de sostener cualquier cosa es necesario que esta cosa exista; el orgullo que dormita en el fondo de nuestro corazón no acepta sin resistencia este respeto debido a la verdad. Por tanto, por abrupto que sea el sendero que nos descubra la verdad, es el único practicable. Por llano y cómodo que aparezca el error, conduce a un lugar desde el cual hará falta desandar el camino.

Sinceridad y verdad

No es que se subestime la parte correspondiente a lo subjetivo, ni el impulso de una sinceridad, ni la fuerza de una generosidad que muy a menudo atenúan o rescatan los sinsabores del error. Se parte de la misericordia que la verdad precisamente sabe manifestar en atención a los que se equivocan, pero a condición de que permanezca indiscutible la primacía de la verdad.

Por conmovedora, por sobrecogedora que sea, la sinceridad no es la verdad. La más recta intención y la más firme voluntad no pueden hacer que lo que es no sea. La sinceridad de su autor no impedirá que su realización nefasta deje de ser nefasta. Delante de convicciones sinceras, pero erróneas, se respeta la sinceridad, pero no se respeta el error.

"Lo que es de sentido común, enseña San Pío X (7), es que la emoción y todo lo que cautiva al alma, lejos de favorecer el descubrimiento de la verdad, lo dificulta. NOS hablamos, bien entendido, de la verdad objetiva; en cuanto a esta otra verdad, puramente subjetiva, salida del sentimiento y de la acción, si bien puede ser buena para juegos de palabras, no sirve para nada al hombre... La característica del sentimiento es engañar si la inteligencia no lo guía".

Recuerdos tanto más saludables cuanto más oportunos. Las ideas no son ya clasificadas, efectivamente, según sean verdaderas o falsas, sino según sean generosas, dinámicas, desinteresadas, etc. La verdad no es ya el pensamiento de acuerdo con las cosas, sino el pensamiento de acuerdo con el corazón, el sentimiento, la conciencia.

"¡Conciencia! ¡Conciencia! Instinto divino, voz inmortal y celeste, guía segura de un ser ignorante y ciego pero inteligente y libre; juez infalible del bien y del mal, que hace al hombre semejante a Dios..."

"Yo no tengo más que consultar-ME, sobre lo que yo quiero hacer; todo lo que yo preciso que está mal, está mal, etc...."

Tal es el tono del lenguaje bien conocido de Jean-Jacques Rousseau, y que recogerán, orquestándolo, los románticos...

"Todas las opiniones son buenas a condición de ser sinceras". Prototipo de la fórmula que la aparente generosidad de estos malos maestros hizo que fuera aceptada por la mayoría de nuestros contemporáneos. Pero como Bonald ha hecho observar: "Se está seguro de la rectitud de sus sentimientos más que de la justicia de sus pensamientos. Desgraciadamente, hay muchas personas que creen ser el espíritu de la justicia porque tienen el corazón recto. Estos son los que hacen "mejor" el mal, ya que lo hacen con la conciencia tranquila."

A su vez, el peor de todos los males, "el mayor desorden, escribía Bossuet, es creer en las cosas por lo que se quiere que sean y no por lo que se ha visto que ellas efectivamente son".

"Descartemos todos los hechos", llegó a proclamar Rousseau en el más álgido momento de su embriaguez Iegiferante ... "Descartemos todos los hechos, porque no tienen nada que ver con la cuestión". Pero, como escribía Rivarol: "Qué pensar en un cuerpo político que dice sin cesar: ¡Ah! ¡Si la naturaleza y la necesidad nos hubiesen dejado hacer!".

La verdad y el amor

Y lo que es verdad en materia de conocimiento, del saber, lo es también en el dominio de la voluntad y del amor. Este último no puede más que corromperse cuando desaparece el sentido de la verdad, el sentido de lo real.

Como ha dicho muy bien Maritain en su obra Arte y Escolasticismo ...: "Es de resaltar que los hombres no se comunican verdaderamente entre sí nada más que a través del "ser" o de alguna de sus propiedades. Es por eso solamente por lo que escapan de la individualidad en que la materia les encierra. Aunque permanecen en el mundo de sus necesidades sensibles y de su yo sentimental y tienen deseo de relacionarse unos con otros, no se comprenden. Se observan sin verse, cada uno infinitamente solo, aun cuando, incluso el trabajo o el deleite los encadene juntos."

Es que, en efecto, sólo saliéndose de los límites de su individualidad, poniéndose de acuerdo sobre una verdad, que siendo exterior a cada uno puede ser común a todos, resulta factible un contacto entre los hombres, se hace posible su unión r su sociedad.

Rehusando conocer lo real y lo verdadero, el individuo se aprisiona a sí mismo. Lo real no es solamente el universo material. Lo real son también nuestros hermanos, todos los hombres. "Ligados a ellos, nos dice Saint-Exupery, por un fin común y que situemos fuera de nosotros, sólo entonces podremos respirar, y la experiencia nos demuestra que amar no es en absoluto mirarse el uno al otro, sino mirar conjuntamente en la misma dirección."

Según el individualismo, ciertamente el hombre es rey, e incluso dios, pero rey sin reino, rey en una prisión, rey de una tumba, la suya. No, existe comunidad humana posible con los muertos.

El amor, que sólo sea el impulso de un ser hacia otro ser, no puede más que corromperse en tal perspectiva. No estando ordenado hacia la realidad y hacia la verdad, el amor no puede llegar a ser nada más que el amor del amor, conduciendo directamente al amor del placer del amor, forma del amor a uno mismo, negación misma del amar.

Amor del amor, amor de nada. Suprema forma de una indiferencia que destruye hasta las nociones del bien y del mal, por la negativa misma que ella implica de amar lo uno y de detestar lo otro. Y la libertad que se invoca en este momento, es "una insensatez y un crimen", no temía decirlo León XIII, en "Libertas", pues esta libertad conduce a "respetar igualmente la verdad y el error, la santidad y la podredumbre moral, el verdadero progreso y la decadencia moral".

¿Libertad de pensamiento?

"Por lo demás, decía Augusto Comte, ¿dónde se encuentra esta pretendida libertad de pensamiento... En la astronomía, en la física, en la química, o bien en la fisiología? Lo que nos engaña a este respecto es la extrema complejidad de la materia, que mientras los fenómenos y sus relaciones estén mal conocidos; permite conjeturas, interpretaciones y opiniones diferentes que, en resumen, nos dan la libertad del error. Pero a partir de que hayamos descubierto una, ley, la pretendida libertad de pensamiento se desvanece y desaparece, al menos para quien, guarde el elemental cuidado de la coherencia intelectual y el respeto de la verdad."

"Yo pido, escribe por su parte el Cardenal Pie, yo pido la libertad en las cosas dudosas... Pero a partir de que la verdad se presente con los caracteres ciertos que la distinguen, por lo mismo que ella es verdad, es positiva, es necesaria y, por consiguiente, es una e intolerante. Condenar la verdad a la tolerancia es condenarla al suicidio (8). La afirmación se mata si deja indiferentemente que la negación se coloque a su lado. Por lo tanto, nosotros somos intolerantes, exclusivos en materia de doctrina" (9).

En materia de doctrina. Todo está ahí.

Piedad para el que está en el error. Ninguna piedad para el error mismo.

Estemos persuadidos: la verdadera caridad no consiente admitir otra ley.

Puesto que, ¿amar al prójimo, en qué consiste, sino en querer su bien? Y que bien puede llegarle si desde el comienzo le dejamos que se pierda en el error y el mal.

"¿ Qué pensaríais de la caridad de un hombre, escribe León Bloy, que dejase envenenar a sus hermanos por temor de arruinar, advirtiéndoles, el buen nombre del envenenador? Yo digo que, en este caso, la caridad consiste en avisar a voz en grito..."

Querer el bien del prójimo es querer, desde el principio, para él la luz y la inteligencia de la verdad, fundamento de todo bien.

Amar a su prójimo es llevarlo a lo bello y a bien. "La doctrina católica, escribe San Pío X (10), nos enseña que el primer. deber de la caridad no está en la tolerancia de las convicciones erróneas, por sinceras que sean, ni en la indiferencia teórica o práctica para con el error o el vicio en que vemos caer a nuestros hermanos."

La verdadera caridad es inseparable de la verdad, tal como necesitó hacerlo recordar Pío XI con su acostumbrada energía (11): "Nos queremos también, como vos, ¡Oh Divino Samaritano!, tender la mano a todos los que sufren o están en la miseria... en tanto que no se nos pida sacrificar la menor parcela de la santa verdad, que es la primera caridad, que es la base y la raíz de toda verdadera salud, tanto como la posibilidad y la medida de la caridad verdaderamente bienhechora; en tanto que no se nos pida que violemos la verdad por poco que sea, por una confusión o una exaltación cualquiera de las ideas; en tanto que no se nos pida, aunque sólo sea una convivencia tácita o una tácita complicidad del silencio".

Estas son, y no pueden ser otras, las deducciones que esta certeza ordena desde el primer momento. Certeza también justificada por la rigurosa solución del problema de los universales: hay una realidad; hay una verdad que podemos conocer, si no totalmente, al menos lo bastante para que podamos decir: "estar en la verdad".

Así, pues, el conocimiento intelectual no es una operación arbitraria, subjetiva, exclusivamente pragmática, ciertamente útil a la organización de nuestra vida, pero sin fundamentos reales. Por el contrario, es por su inteligencia por lo que el hombre, sobrepasando el mundo superficial de las solas apariencias sensibles, llega a captar la realidad profunda de las cosas, lo que las hace ser lo que son, su esencia... No tan sólo: la imagen (material), sino también: la idea (inmaterial).

El orden establecido y el orden del mundo

Conocimiento de la realidad de las cosas, pero aún más, inteligencia de los vínculos que unen las cosas entre sí. Inteligencia de su jerarquía. Inteligencia del orden que las une. Inteligencia de los principios y de las leyes de la creación.

Orden que no es el simple estado de hecho que puede reinar alrededor de nosotros. Sino orden esencial, que la recta razón puede y debe saber distinguir, a pesar de los abusos posibles y tan frecuentes, de lo que se llama el orden establecido.

Orden natural de las cosas, que bien lejos de poder ser confundido con el estado de hecho, puede y debe, por el contrario, servir de argumento contra él, cuando las disposiciones de este último violen demasiado abiertamente las prescripciones esenciales de este orden natural y divino.

En otras palabras, orden que no es la simple disposición "accidental" de las cosas, sino que pretende expresar, por el contrarío, sus relaciones "esenciales". Y por este rasgo se adivina la estricta aplicación de la justa respuesta al problema de los universales.

Importancia de saber distinguir, en efecto, lo esencial de lo existencial.

No se trata de un orden más o menas establecido en el mundo .o en alguna de sus partes, sino de aquel orden al que se debe conformar el mundo; y el mundo, en efecto, le permanece sumiso allá donde no han llegado "la utopía malsana, el desorden o la impiedad". Por otra parte, muy a menudo ha sido confundido, incluso desfigurado. Es por consiguiente a "instaurarlo y en restaurarlo sin cesar" a lo que deben aplicarse los hombres de buena voluntad y las comunidades —civiles y religiosas— a las que pertenecen.

Comprendido así, este orden esencial es ese mismo orden del mundo, del que ha hablado Pío XII en su mensaje de Navidad de 1957.

Orden del mundo que, en un mismo sentido, implica el orden humano como uno de sus aspectos: conjunto de leyes que Dios ha asignado particularmente a la naturaleza humana al crearla. Plan de Dios sobre los hombres, podríase decir.

El orden humano, en el sentido propio y esencial de la palabra, es el hombre creado por Dios, dependiente, por tanto, de lo que sin él ya es real, de lo verdadero, en relación a lo cual no hay libertad para pronunciarse falsamente. Es también el fui último del hombre. Son todas las cosas de este mundo dadas al hombre para que él se sirva de conformidad con este orden, conforme a la naturaleza de estas cosas y a la suya propia, y no de otra manera.

Más allá de las variedades, a menudo monstruosas, de los innumerables "estados de hecho" que obstaculizan en toda la superficie del globo, saber distinguir y promover el orden verdadero, el orden esencial: he ahí claramente uno de los aspectos más prácticos y más actuales que puede tomar el problema de los universales.

La Civilización y las civilizaciones

Problema de lo que se podría llamar la Civilización (en singular y con C mayúscula) en sus relaciones con las civilizaciones (en plural y con c minúscula).

Se duda: Para el "nominalismo", la Civilización (en singular y con C mayúscula) no existe. No hay más que civilizaciones (en plural y con c minúscula), del mismo modo que no existe el Hombre (en singular y con H mayúscula), sino los hombres (en plural y con h minúscula).

Y si para el "realismo" (idealismo), la planificación universal que osa llamar, la Civilización, supone, la asfixia de múltiples civilizaciones particulares, para el "realismo cristiano", para el "realismo integral", la suprema fuerza del orden es contemplar cómo las civilizaciones (en plural y con c minúscula) se esfuerzan, según los talentos, las posibilidades, el genio propio de cada una, en realizar cada vez mejor y cada vez más completamente el ideal de la Civilización sencillamente.

Si se nos permitiese volver a utilizar aquí los dos términos de "doctrina" y "programa", diríamos que la "Civilización" (con C mayúscula) es el modelo doctrinal del que las civilizaciones (con c minúscula) son, en algún aspecto, los programas más o menos fragmentarios.

Etimológicamente, la palabra "civilización" está formada de la palabra "civis": la ciudad, y del sufijo "ation", que sirve para designar la operación, la acción; como en las palabras "colonización", acción de la colonia; "evangelización", acción del Evangelio...

Y como la acción de la ciudad tiene por fin el florecimiento más total, más completo de todo orden humano, no hace falta decir que la Civilización no puede ser otra cosa que LA EXALTACIÓN PRACTICA DEL ORDEN DIVINO POR LA ACCION MISMA DE ESTA CIUDAD.

Ciudad que hace suyo este orden, y que lo ilustra más o menos bien.

Y puesto que está especificada por su objeto —que es hacer conocer y observar el plan divino por los medios que le son propios—, la Civilización es única en su esencia. Sus manifestaciones podrán variar, como varían las lenguas en la expresión de una misma verdad: esto es, los hábitos que suscita, las costumbres que hace o deshace, los modos de vida que instaura o transforma; esto no es ella misma, esto no son más que sus realizaciones más o menos perfectas, habiendo tenido en cuenta los hombres, los tiempos y los lugares en los cuales actúa, los recursos de que dispone, habiendo tenido también en cuenta la docilidad que halle y los obstáculos que oponen "la utopía malsana, la rebelión o la impiedad".

La civilización cristiana

Y es por esto por lo que la Civilización (con una C mayúscula) puede ser llamada cristiana, al menos prácticamente, porque su obra es un homenaje al Soberano Ordenador.

"La Civilización de la humanidad es tina Civilización cristiana, enseña San Pío X. Ella es tanto más verdadera, tanto más duradera, más fecunda en preciosos frutos, cuanto más netamente cristiana; y tanto más decadente, para mayor desgracia de la sociedad, cuanto más se sustraiga a la idea cristiana" (12). Y esto es precisamente porque no existe más que la idea cristiana para expresar perfectamente este orden divino, orden sobrenatural, tanto como natural, de las cosas, del cual la acción de la ciudad, o Civilización, debe ser la exaltación.

Es así como todos los pueblos, cualesquiera que sean los caracteres accidentales de sus civilizaciones particulares, deben y pueden tender hacia la Civilización (con C mayúscula), pues la Civilización (con C mayúscula) no es más que la acción ejercida por la ciudad de conformidad a las prescripciones e indicaciones del orden creado. Y como la ciudad tiene por objeto hacer más fácil a sus miembros el conocimiento y el respeto del orden natural (y sobrenatural), la Civilización es la acción ejercida por la ciudad con vistas a poner de manifiesto y hacer más fácil de observar la ley natural. No es, pues, un "orden establecido", un cierto estado que habría sido, sería o debería ser realizado un día en todo o en una parte del mundo. Es una acción, una acción de la ciudad hacia un cierto fin, el fin por excelencia de la ciudad, es decir, la perfección de sus miembros; es por esto por lo que la civilización es la acción por excelencia de la ciudad, hasta el punto de ser casi el sinónimo de perfección de la ciudad.

Evidentemente, pues, todos los pueblos, y los más diversos, pueden y deben tender hacia la Civilización. Esta unidad de fin no entraña el peligro de hacer sus civilizaciones uniformes, y menos aún el de enfeudar tal civilización a tal otra. Apareciendo la civilización como un "esencial", las variedades accidentales obligan a dejar las convenientes adaptaciones a la libre disposición de cada una de ellas.

¿Hay necesidad de añadir que no debe incurrirse en ninguna confusión entre la Civilización sencillamente y lo que, no sin equivoco, se designa bajo el término de "civilización occidental"? (13).

¿Qué título podría tener esta última para imponerse a Oriente?

Pero, precisamente, en la medida en que, de Oriente a Occidente, la recta razón puede distinguir el fondo común de un orden humano verdaderamente natural y, por consiguiente, universal, el respeto, la exaltación de este Orden Humano (con O y H mayúsculas), aparecerán como el deber único de la Civilización, tanto para Oriente como para Occidente.

Sin esto, haría falta negar el fondo común de la naturaleza humana.

Y, en este caso; las fórmulas racistas, o de los nacionalismos erigidos en absolutos, deberían aparecer como los únicos que expresaran la verdad.

 

Notas

(1) Después del estudio, en sus líneas generales, del problema de los universales (VERBO, núms. 3 y 4), hablamos llegado (VERBO, núm. 5) a la enumeración de las consecuencias teóricas y prácticas en su justa solución.

(2) Política deducida de la. Sagrada Escritura, Libro I, art. IV, prop. VIII.

(3) Carta pastoral. Cuaresma, 1947.

(4) Cfr. nuestro folleto, actualmente agotado (y no reeditado), Au commencement..., pág. 38.

(5) Pío X. Il firmo proposito. Actes. Bonne Presse, II, pág. 94.

(6) Y es debido a que la filosofía moderna, sobre todo nominalista o idealista, conduce a la negación de lo real, comúnmente entendido, o a la imposibilidad de su conocimiento, por lo que la noción de verdad se encuentra como disuelta por el subjetivismo o el liberalismo. Buena ocasión de pinchar de paso los globos con los cuales el idealismo y el sensualismo tienen hábito de manifestarse en las conversaciones corrientes: "Lo real es una ilusión... El conocimiento del hombre no puede superar el orden de las verdades fenomenológicas (verdades de orden sensible)... Repitamos: "Lo real es una ilusión" ¿Pero entonces qué es la ilusión, ya que no se la define nada más que en función de lo real? "Tomar la apariencia por una realidad", define el Petit Larousse, tal es la ilusión. Lo que demuestra que la ilusión no se concibe nada más que en relación a un supuesto real conocido o, como mínimo, cognoscible. Ilusión de cualquier cosa, no ilusión de nada. Por tanto, o la palabra ilusión no tiene sentido, o todas las veces que se habla de .ilusión hay no solamente conocimiento de lo real, sino incluso conocimiento particularmente exacto, sin el cual la ilusión sería indescubrible. Ejemplo: si no supiéramos que el bastón, sumergido en el agua, es realmente recto, no sabríamos tampoco que el hecho de verlo quebrado es una ilusión. El beduino que al sufrir un espejismo ha creído ver un oasis en el horizonte, no sabría que era una ilusión si no se apercibiese, al proseguir su camino, de que realmente en el desierto no existe nada más que arena. Se puede igualmente precisar que el hecho de ver quebrado, por ejemplo, el bastón recto sumergido en el agua, muy lejos de ser una prueba de la irrealidad de nuestro conocimiento confirma, por el contrario, la objetividad del mismo. Y es porque nosotros, en efecto, vemos quebrado el bastón recto sumergido en el agua por lo que es posible el estudio particular de las leyes más objetivas y más reales de la óptica. Y lo que nos equivocaría precisamente, lo que nos escamotearía completamente una parte de lo real sería el hecho de ver recto el bastón recto sumergido en el agua. Pero vayamos a la fórmula según la cual "el conocimiento del hombre no puede superar el orden de las verdades fenomenológicas...". Esta fórmula, en sí misma, ¿dónde la colocamos, cómo la calificamos, a qué orden pertenece? ¿Expresa una verdad de orden fenomenológico, de orden sensible? Ciertamente no. Es de orden intelectual, de orden metafísico. ¡Henos en plena contradicción! Puesto que en el momento en que se pretende que el hombre no puede alcanzar las verdades de este orden se enuncia una proposición que lo realiza directamente. Por tanto, ¿esta proposición es verdadera o falsa? Si es falsa, no tiene ningún interés. Y si es verdadera, el que la formula está por lo menos en el error, pues ella nos prueba al menos, en contradicción con su letra, que el hombre puede alcanzar las verdades de orden metafísico. Sentimos necesidad, pues, de retirarnos algunos instantes a meditar sobre el rigor del principio de identidad y de reconocer, bajo pena de absurdidad, que nada puede, al mismo tiempo y bajo la misma relación, SER y NO SER.

(7) Pascendi.

(8) Y es por esto por lo que la Iglesia no concibe la tolerancia nada más que como una forma de la caridad, una forma de la misericordia, en relación con las personas que están en el error, y no como tolerancia, ni como misericordia para el error en sí mismo (nota de La Ciudad Católica).

(9) Este carácter de intolerancia en materia doctrinal es, por otra parte, uno de los caracteres más fundamentales y más inevitables del conocimiento intelectual (conocimiento justificado, como hemos visto, por la buena solución del problema de los universales). Toda conclusión intelectual está marcada con el sello de lo absoluto. Empezando por la proposición bien conocida: todo es relativo. Y hasta el mismo liberalismo no deja de presentar idéntico carácter, aunque se preocupa poco de pensar para distinguirlo. Como muy bien lo ha aclarado RENÉ GROSS: "el liberalismo tiene por principio un respeto igual a todas las opiniones. Es condenar la idea de elección, de jerarquía, de una verdad realmente objetiva, y de un solo golpe condenar toda opinión fuera de la liberal"... De ahí la intolerancia, bien conocida, del liberalismo. Intolerancia la más odiosa, puesto que no tiene nada que defender, sino las contradicciones y negaciones. Intolerancia que no puede ser, y que no es, sino la salvaguardia del caos y de la anarquía (nota de La Ciudad Católica).

(10) Encíclica Nuestro cargo apostólico.

(11) Palabras citadas en La Croix del 21-XII-1937.

(12) Encíclica Il fermo proposito.

(13) Término que nada nos agrada y que rehusamos emplear si no es para hacer alusión al hecho de que Occidente se halla actualmente defendiendo ciertos "valores fundamentales" que son los frutos de la Civilización.