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El Concilio esperanza de la humanidad

EL CONCILIO, ESPERANZA DE LA HUMANIDAD

11 de octubre de 1962. La apertura del Concilio ha sido una resplandeciente afirmación de esperanza.

 

Esperanza en la Verdad

"Fin principal del Concilio: defensa e ilustración de la Verdad". Esta fórmula de "La Croix" (16 de octubre de 1962) es el texto fiel de las palabras del Santo Padre, que ha declarado: "Se ve claramente lo que hay que esperar del Concilio en el aspecto doctrinal. El XXI Concilio Ecuménico… quiere transmitir en su pureza e integridad la doctrina, libre de debilitamientos y alteraciones que, durante veinte siglos, a pesar de las dificultades y oposiciones, ha llegado a ser Patrimonio común de los hombres. Patrimonio que no todos aceptan de buen grado y, sin embargo, riqueza ofrecida siempre a los hombres de buena voluntad.

"Nuestro deber no es sólo guardar este precioso tesoro como si sólo nos preocupásemos por el pasado, sino entregarnos con una voluntad resuelta y sin ningún temor a la obra que reclama nuestra época, prosiguiendo así el camino que la Iglesia recorre desde hace veinte siglos."

Esperanza en la Verdad que nos hará libres. Por eso el Papa en tantas ocasiones insistió en la obligación de "pensar, honrar, decir y practicar la Verdad" (Radio Mensaje de Navidad 1960). "De la adquisición de la Verdad plena, entera y sincera —escribe en la Encíclica "Ad Petri Cathedram" (1959)— debe desprenderse necesariamente la unión de los espíritus, de los corazones y de las acciones".

La auténtica esperanza es, pues, realista y lo contrario de un asentimiento pasivo a las orientaciones fundamentales del "inundo moderno".

 

Esperanza en la gracia

Cuando se leen ciertos periódicos, se escucha la radio o se ve la televisión, se puede creer que la Iglesia es una imagen de nuestros Parlamentos, donde todo acaba por arreglarse con tal de que se hagan concesiones y que "se parta el melón en das".

"Estados Generales del Catolicismo", "examen de conciencia colectivo", momento en "la evolución del pensamiento religioso", así se nos presenta el Concilio.

Un diario de París titulaba su editorial "Poder y Debilidad de la Iglesia Romana". "La Iglesia en todas partes se ha alejado de las masas —se leía—, su peso moral ha disminuido." Es el recuerdo de los viejos clichés: la Iglesia se identifica con el orden establecido..., sus actitudes, su presentación, su lenguaje, san anacrónicos…

Para estos espíritus laicizados hay una sola esperanza: la "reconciliación de la Iglesia con las corrientes revolucionarias del «mundo moderno»".

Pero ¿es éste un optimismo auténtico?

¿No es, por el contrario, ser pesimista no creer en la expansión de la Iglesia, en las posibilidades de un renacimiento cristiano, en el poder conquistador de la Verdad?

Se comprendería mal otra actitud en los que juzgan todas las cosas en términos económicos, en los que ven con la conciencia tranquila un tercio del mundo sometido a servidumbre y la religión amordazada en los países comunistas o en otras partes.

Estos pretendidos "optimistas" han olvidado solamente que la Iglesia es una sociedad divina. Han prevista todo, han calculado todo, han computado todo en el Concilio. Han olvidado —solamente— al personaje principal: ¡el Espíritu Santo!

Hay una forma de ser "optimista" con el mundo que no es más que pesimismo hacia el orden natural y la gracia.

Por el contrario; el pesimismo de los santos con respecto al "mundo" —en el sentido evangélico del término— es la condición de las grandes retornos a Dios.

"Hay dos clases de pesimismo —decía E. Melchior de Vogüé—: el uno, hastío infecundo, se repliega en su pesar inactivo; el otro, saludable fermento, se dedica a reformar un mundo donde demasiadas cosas le disgustan."

¿Cuántos católicos y cuántos de nosotros, bajo los golpes de la desolación, corren el riesgo de caer en el primer pesimismo, que no es el de los santos?

Para unos, la tentación es la pereza, la retirada hacia un quietismo pasivo. Para otros, es la agitación desolada, el "heroísmo de la desesperación", el mito de al final "formar el cuadro". Pero siempre es la negativa a creer en la Verdad y en la Gracia.

El optimismo cristiano rechaza este dejar ir puramente estéril. Pero no es tampoco la tranquilidad de la pusilanimidad huyendo de la dificultad, ni la del cándido que cree que la Iglesia no tiene más que sonreír y "arrojar lastre".

El optimismo cristiano, digamos mejor, la Virtud de la esperanza, está fundado sobre una crítica sana y sobrenatural.

Sabe ver el mal, conoce los ardides del enemigo, pero conoce también el poder de la verdadera doctrina.

Sabe que la gracia no faltará jamás al "pequeño rebaño" aunque esté perdido en medio de los "lobos rapaces".

Desde hace tres años, en casi todos los discursos referentes al Concilio, S. S. Juan XXIII no ha cesado de hablar de una "nueva primavera de la Iglesia". ¿No contiene una enseñanza esta persistencia?

Además, ¿quién puede decir lo que será el mañana? No siempre se descubre qué sorpresas reserva la Historia, de la que Dios sigue siendo el dueño "a pesar de Sus enemigos".

Jean Madiran subrayaba justamente que "la predicción del porvenir histórico es, según la Historia, la más ciega de las predicciones. ¿Cuál era, según los discípulos de Emaús, el porvenir al día siguiente de la Pasión? Para los romanos cultivados, abiertos y lúcidos del tiempo de Nerón, el mundo que llegaba no era en absoluto el que llegó" (Itinéraires, septiembre 1962).

Pesimismo de los peregrinos de Emaús, tentados hoy a creer que las corrientes revolucionarias van a un éxito fatal contra el cual se intenta vanamente restablecer el orden cristiano.

Optimismo "mundano" de nuestros déspotas modernos, demasiado confiados, como Nerón, en su potencia material.

Entre estos dos errores de óptica se encuentra la invencible esperanza cristiana.

 

Esperanza en la Naturaleza

Fundada en la gracia, nuestra esperanza puede y debe igualmente apoyarse en justas razones.

Ello, porque el mal no puede destruir la naturaleza... Los fundamentos estables de la creación no pueden ser alterados por las violencias y los artificios de los hombres…

Si, sin duda los poderes maléficos se desencadenan; sí, sin duda aumentan los totalitarismos, y la servidumbre de los espíritus, y la ruina de los cuerpos intermedios... Nadie puede negar que el porvenir preparado por los colectivismos ateos es terrorífico.

Sin embargo, ¡esperanza en la naturaleza! Pues queda en los hombres una conciencia humilde y muda que sufre en el silencio, incapaz de pactar; esta conciencia de los pueblos cristianos no muere. Oculta sus fuentes inexplotadas de razón y lucidez. Y las tiranías modernas son en el fondo muy débiles porque son contra natura. Necesitan un arsenal gigantesco para tener cautivos con sus mentiras y sus injusticias el alma de estos pueblos. Y ni siquiera estas técnicas de sometimiento pueden conseguir modificar la naturaleza; queda y quedará en los pueblos una disposición a volver al orden natural querido por Dios. No sólo por la gracia divina, sino por las estructuras irrecusables de la naturaleza.

De pasiva hay que convertir en activa esta disposición a preferir la salud a la enfermedad. Todo lo que se hace por esclarecer, animar, fortificar estas disposiciones naturales, tiende a aligerar los sufrimientos, a acortar la prueba, a acelerar la salvación.

¿Se piensa suficientemente en lo que podrían conseguir los ciudadanos bien formados en la doctrina social de la Iglesia, doctrina ofrecida a todos y "válida para todos?"

Recemos, pues, por el Concilio y no cesemos de trabajar por el reinado social del Corazón de Jesús con clarividencia y serenidad.

Los más alejados de nosotros aparentemente, serán quizá mañana nuestros hermanos en la Fe. Ello depende mucho de la gracia divina. Un poco también de nosotros.

M. P.