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Discursos parlamentarios de Donoso Cortés. III. Discurso sobre la situación de España

Discursos parlamentarios de Donoso Cortés

III. Discurso sobre la situación de España

Este discurso fue pronunciado el 30 de diciembre de 1850, con motivo de solicitar el Gobierno la autorización para percibir los impuestos antes de que fuese aprobada la Ley de Presupuestos.

Reproducimos íntegramente esta magistral pieza oratoria, tal como aparece en la edición de las "Obras Completas de Donoso", publicada bajo la dirección de Ortí y Lara. Los pasajes que van entre comillas marginales pertenecen a los distintos proyectos del discurso, escritos de puño y letra del autor y hallados entre los papeles de éste.

 

DISCURSO SOBRE LA SITUACIÓN DE ESPAÑA

Señores:

Los diputados que recuerden los varios discursos que he tenido la honra de pronunciar en los Congresos anteriores sabrán muy bien que, a pesar de que mis doctrinas han sido en algunos, puntos contrarias, en muchos más diferentes, de las que sostienen los señores ministros, he votado con una constancia sin ejemplo con el Ministerio. Esta conducta mía, señores, ha estado fundada en solidísimas razones. En primer lugar, mis doctrinas no se han puesto nunca a votación, y no votándose mis doctrinas he tenido que votar las del Ministerio, menos distantes aún de las mías que las de las oposiciones. En segundo lugar, yo soy un hombre de gobierno, un hombre de gobierno ante todo y sobre todo; y, hombre de gobierno, voto siempre con el Gobierno en caso de duda. En tercero y último lugar, yo creía que podría hacer más en provecho y beneficio de mis propias doctrinas siendo amigo del Ministerio que siendo su adversario.

Hoy las cosas han cambiado enteramente de faz. El Ministerio ha exagerado hasta tal punto su sistema, que en su exageración creo funesto, que estoy en la situación de elegir entre mi conciencia y mi amistad, entre mis propias doctrinas y el Ministerio. El trance, señores, es muy duro; pero la elección no puede ser dudosa; yo haré callar a mi amistad para oír sólo a mi conciencia; yo me alejaré un tanto del Ministerio para quedarme con mis doctrinas.

Yo me propongo, señores, delinear a grandes rasgos el tristísimo cuadro que ofrece la nación bajo los siguientes aspectos: el moral, el político, el rentístico y el económico; y para que todos lo sepan sin necesidad de tenerlo yo que repetir a cada paso, voy a anunciar desde ahora hasta qué punto creo que el Ministerio es responsable de esta triste y dolorosa situación en que nos vemos. A ella hemos venido por varias razones. La situación actual, por una parte, es un efecto de los pasados trastornos; por otra, la situación actual es efecto y resultado del sistema errado de los anteriores ministerios; por otra parte, en fin, la situación actual es el resultado del errado y funesto sistema del Ministerio que hoy preside los destinos de la nación española.

Yo no puedo acusar a los trastornos, porque la revolución me responderá: "Trastornando hago mi oficio." Yo no puedo acusar de esta situación a los ministerios pasados, porque podrían responderme: "Nosotros hemos estado bajo la presión revolucionaria." Pero puedo acusar y acuso al Ministerio presente, porque él solo es, entre todos los que han existido desde 1834 acá, el dueño absoluto y soberano de sus propias acciones.

Yo no puedo acusar, yo no acuso al Ministerio de haber creado la situación actual. ¿Cómo podía acusarle de eso? Ella existía antes de que él existiese; pero le acuso porque la conserva; pero le acuso también porque la empeora.

Para exponer estas cosas, aunque brevemente por Io avanzado de la hora, he pedido la palabra. La he pedido también con otro objeto: yo debo hacer aquí mi profesión de fe política, aunque es conocida de todos, en materia de autorizaciones. Yo creo, señores, que el Ministerio puede perder el derecho de vivir, pero no creo que pierda nunca el derecho y el deber, que son un deber y un derecho imprescriptibles, de cobrar las contribuciones.

Yo creo que el Congreso de los señores diputados tiene el derecho de matar, o contribuir a que muera un Ministerio por un voto de censura; pero no tiene el derecho de negarle las contribuciones, por la razón de que no tiene el derecho de matar al Estado.

Esto supuesto, señores, claro está que mi voto contra la autorización no significa que el Ministerio no cobre los impuestos, que el Ministerio no recaude ni distribuya las contribuciones.

Pero sucede a menudo que los votos del Parlamento necesitan un comentario; aquí rara vez sucede que un señor diputado vote lo que quiere, y es más raro todavía que quiera lo que vota. ¿Por qué? Porque los votos son complejos, porque los votos significan cosas muy diferentes y a veces de todo punto contrarias. Esta autorización es algo más de Io que suena, es mucho más de lo que suena; participa de la naturaleza propia de todas las autorizaciones; es un voto de confianza; lo sería de todos modos, lo ha sido aquí y en otros países, sin necesidad de lo que declare el Ministerio; pero hoy día lo es mucho más, y lo saben los señores diputados, después que así lo ha declarado el Ministerio. Pues bien: al dar yo mi voto negativo a esta autorización no me opongo a que el Gobierno cobre los impuestos; digo sólo que el Ministerio (no el Ministerio, que se compone de amigos míos), el sistema del Ministerio no tiene mi confianza.

Señores, ¿en dónde está la disidencia capital (porque yo no puedo hablar sino de disidencias capitales), la disidencia capital entre el sistema del Ministerio y mis doctrinas? Voy a decirlo: consiste cabalmente en aquello en que el Ministerio funda su título de gloria. Consiste en que es un Ministerio que se proclama y que es Ministerio de orden material, Ministerio de intereses materiales.

Y cuenta, señores, que yo no me opongo a los intereses materiales ni al orden material: el orden material es una parte constitutiva, aunque la menor, del orden verdadero: el orden verdadero está en la unión de las inteligencias en lo que es verdad, en la unión de las voluntades en lo que es honesto, en la unión de los espíritus en lo que es justo. El orden verdadero consiste en que se proclamen, su sustenten y se defiendan los verdaderos principios políticos, los verdaderos principios religiosos, los verdaderos principios sociales.

Los intereses materiales, señores, serán, sin duda, y lo son, una cosa buena, excelente; pero no por eso los intereses materiales son los intereses supremos de la sociedad humana; el interés supremo de la sociedad humana consiste en que prevalezcan en ella esos mismos principios religiosos, políticos y sociales. Señores, la salud no consiste sólo en la salud del cuerpo; consiste también en la salud del alma: mens sana in corpore sano. Ese equilibrio entre el orden material y el orden moral, ese equilibrio entre la salud del alma y del cuerpo es lo que constituye la plenitud de la salud en la sociedad como en el hombre. A ese equilibrio se debió, señores, que el siglo de Luis XIV fuese llamado Gran siglo y que Luis XIV fuese llamado el Grande; y grande era, en verdad, el príncipe dichoso que reinaba sobre Bossuet, aquel rey de las inteligencias, y sobre Colbert, rey de la industria.

Cuando este equilibrio se rompe, los imperios comienzan a declinar hasta que desaparecen del todo. Yo quisiera, señores, fijar en vuestros corazones, en vuestra memoria, estos principios, porque interesan demasiado a vuestra Patria.

Dos grandes dinastías hay en Europa: la dinastía borbónica y la dinastía austríaca. La dinastía austríaca conservó vivos entre nosotros los verdaderos principios políticos, religiosos y sociales; y al mismo tiempo que hizo esto tuvo la desgracia de dejar en olvido y abandono los principios económicos, los principios administrativos, los intereses materiales. Pues bien, señores: esto nos explica su vida y su muerte. Pocos ejemplos nos ofrece la Historia de una vida más gloriosa y de una muerte más miserable. ¿Queréis saber hasta dónde pueden llegar los imperios cuando prevalecen en ellos los verdaderos principios sociales, políticos y religiosos? Poned los ojos en Carlos V, el gran Emperador, en aquella águila imperial, de quien ha dicho el más grande de nuestros poetas que

en su vuelo sin segundo,
debajo de sus alas tuvo al mundo.

¿Queréis ver cómo concluyen las razas y las dinastías cuando ponen en olvido los intereses materiales? Poned la vista en el último vástago de esa dinastía generosa; poned la vista en Carlos II, el Rey Mendigo, el Augústulo de su raza.

Volved ahora la vista a la raza borbónica. Enrique IV comienza por ser protestante y por halagar a las católicos, y acaba por ser católico y halagar a los protestantes. Es decir, señores, que la religión era para él un instrumento de dominación, instrumentum regni; ved ahí el modelo de un rey espíritu fuerte. Seguidle después en su vida y en su historia, y le veréis siempre entregado a la idea exclusiva de hacer prosperar materialmente a la Francia, de establecer una buena y sabia administración, de acallar las diferencias de los partidos por medio de transacciones; ocuparse, en una palabra, solamente de la organización administrativa y de los intereses materiales. Pues bien, señores: Enrique IV no es un hombre solo: es la personificación de toda su raza, es la raza borbónica; raza que ha venido al mundo para dos cosas: para hacer a los pueblos industriosos y ricos y para morir a manos de las revoluciones.

¿Quién no admira, señores, estas grandes, estas magníficas consonancias de la Historia? Ved ahí dos razas más enemigas todavía en el campo de las ideas que en los campos de batalla: la raza austríaca pone en olvido los intereses materiales, y muere de hambre; la raza borbónica, los más de sus príncipes por lo menos, aflojan en la conservación intacta y pura de los principios religiosos, sociales y políticos para convertirse en reformistas e industriales, y tropiezan con el espectro de la revolución, que los aguarda para devorarlos unos después de otros, puesto en el límite de sus industrias y de sus reformas.

Pues bien, ministros de Isabel II: yo vengo a pediros que apartéis de vuestra Reina y mi Reina la especie de maldición que pesa sobre su raza.

El tiempo urge, señores, el tiempo urge, porque tiempos más calamitosos de los que pensáis se acercan. Por de pronto, ahora mismo, si es verdad que el árbol se conoce por el fruto, por el fruto habéis de conocer el árbol que habéis plantado: su fruto es fruto de muerte. La política de los intereses materiales ha llegado aquí a la última y más tremenda de todas sus evoluciones: a aquella evolución en virtud de la cual todos dejan de hablar de intereses para hablar del supremo interés de los pueblos decadentes, del interés que se cifra en los goces materiales. Esto explica las ambiciones impacientes de que se ha hablado aquí con sobrada razón.

Nadie está bien donde está; todos aspiran a subir, y a subir no para subir, sino para gozar. No hay español ninguno que no crea oír aquella voz fatídica que oía Mácbeth y le decía: "Mácbeth, Mácbeth, serás rey." El que es elector oye una voz que le dice: "Elector, serás diputado." El diputado oye una voz que le dice: "Diputado, serás ministro." El ministro oye una voz que le dice: "Serás...", yo no sé qué, señores.

¿Arroyo, en qué ha de parar
tanto anhelar y subir,
tú por ser Guadalquivir,
Guadalquivir por ser mar?

Yo sé, señores, adónde esto va a parar o, por mejor decir, adónde ha ido a parar; ha ido a parar a la corrupción espantosa que todos presenciamos, que vemos todos; porque el hecho hoy dominante en la sociedad española es esa corrupción que está en la médula de nuestros huesos. "Corrupción que no se cura con industrias ni con reformas; se cura con la restauración de las grandes instituciones católicas, que la revolución ha echado por el suelo y que os toca levantar a vosotros. El personaje más corrompido y más corruptor de esta sociedad es la clase media, que nosotros representamos, señores; en esta clase hay voces de alabanza para todos los fuertes; de ahí salieron aquellas grandes voces que decían a la Milicia Nacional: Eres benemérita; y después a la Constitución de Cádiz: Eres sacrosanta; y luego al duque de la Victoria: Eres heroico; y ahora al duque de Valencia: Eres invicto.

La idolatría parece ser la religión natural de todas las muchedumbres, señaladamente de aquellas que han sido corrompidas por las revoluciones; en España lo han sido tanto, señores, yo apelo a vuestras conciencias, que" la corrupción está en todas partes; nos entra por todos los poros; está en la atmósfera que nos envuelve, está en el aire que respiramos. Los agentes más poderosos de la corrupción han sido siempre los agentes primeros del Gobierno; en las provincias, éstos han sido los agentes más activos de la corrupción, los compradores y vendedores de las conciencias. ¿Quién no ha visto lo que ha pasado en España desde que estalló la revolución hasta hoy? Cuando los Gobiernos han sido débiles, sus principales agentes se han pasado en tropel hasta los reales de la insurrección victoriosa; cuando los Gobiernos son fuertes o cuando se cree que lo son, entonces, para sacar airoso al Gobierno, atropellan todo cuanto se les pone por delante.

Recordad si no, señores, los pasados pronunciamientos. Todavía me figuro ver pasar delante de mis ojos aquella procesión de generales y jefes políticos con las manos llenas de incienso para quemarlo en los altares de las juntas revolucionarias. Pues volved los ojos hacia lo que pasa ahora. Pensad en alguno de los escándalos, que son públicos y notorios, ocurridos en las últimas elecciones. No los creáis a unos ni a otros cuando se llaman enemigos; no son enemigos: son hermanos los de las elecciones y los de los pronunciamientos. Dios ha puesto en todos las mismas inclinaciones y hasta la misma fisonomía; todos han hecho el juramento heroico de sacrificarse por el vencedor; todos han hecho pacto con la fortuna; todos son amigos de la victoria; todos son adoradores del sol; todos miran al Oriente.

"Tan triste es, señores, y tan vasto el cuadro de esta corrupción universal. Si queréis subir conmigo hasta el origen misterioso de este síntoma de muerte, le hallaréis, por una parte, en la decadencia del principio religioso y, por otra, en el desarrollo del principio electivo. El principio electivo es cosa de suyo tan corruptora, que todas las sociedades civiles, así antiguas como modernas, en que ha prevalecido han muerto gangrenadas; el principio religioso es, por el contrario, un antipútrido tan excelente que no hay corrupción que resista a su contacto; por eso no hay noticia de que haya muerto por corrupción ninguna sociedad verdaderamente católica. La virtud contradictoria de uno y de otro principio en ninguna parte se echa más de ver que en los Institutos monásticos; la fuerza corruptora del principio electivo es tan poderosa que aun en aquellas santas Congregaciones introdujo cábalas e intrigas; la virtud del principio religioso es tan soberana que aun aquellos Institutos gobernados por el principio electivo se conservaron más puros y más sanos que todas las sociedades civiles. Todos vosotros habéis oído hablar de la corrupción monástica; todos vosotros la habéis creído tal vez. Pues bien: sabed que la historia que os han enseñado es una conspiración permanente contra la verdad y la santificación de la calumnia. Sin duda, señores, los Institutos monásticos han tenido sus épocas de crecimientos y sus épocas de decadencia, como todas las instituciones que tienen algo de humanas; pero sabed que aun en sus épocas de decadencia podían servir de modelo a las sociedades civiles más esclarecidas y excelentes.

Esto supuesto, el gran problema de gobierno que los ministros han debido resolver es el siguiente: dar tales crecimientos al principio religioso que quede neutralizada la fuerza corruptora del principio electivo. Problema es éste que no sólo no ha sido resuelto, pero que ni ha sido planteado siquiera por los ministros de la Corona; digo más; ahora mismo creo leer en su pensamiento; estoy seguro de que, si no temieran interrumpirme, me preguntarían todos a la vez: ¿Qué tiene que ver la religión con las elecciones? ¿Qué tiene que ver? Tiene que ver tanto, que las elecciones nos matarán si la religión no purifica las elecciones; tiene que ver tanto, que si dejan a un lado el principio religioso, no podrán ni atajar ni curar la corrupción que engendra el principio electivo sino con el cauterio y con la sangre. No atribuyáis, señores, a vano antojo esto de traer la religión en todas las cuestiones políticas; no soy yo el que la traigo; es ella la que se viene; no me acuséis a mí; acusad más bien a la naturaleza misma de las cosas. ¿Soy yo, por ventura, la causa de que toda cuestión política se resuelva, en último resultado, en este último dilema: la religión o las revoluciones, el catolicismo o la muerte?"

Señores, yo no necesito volver a decir, porque lo he dicho ya, que no creo que el Ministerio es el único culpable de esta situación. Esta es una situación revolucionaria que ha sobrevivido a la revolución; el Ministerio, sin embargo, es culpable hasta cierto punto, porque alienta esta corrupción con la impunidad en que deja a sus agentes, y además es culpable por su silencio. En España, en esta sociedad desventurada, porque desventurada debe llamarse después del cuadro que acabo de describir, no solamente los sentimientos están corrompidos, sino que también están pervertidas las ideas.

Por de contado, señores, desde luego me atrevo a afirmar que en ninguna época de nuestra historia el nivel de las inteligencias ha estado en España más bajo. Yo en mi discurso no puedo demostrar, porque es imposible, que son falsas todas las ideas capitales que dominan en este momento; pero desde luego me comprometo a demostrar, de palabra o por escrito, o de cualquier modo que sea, que la proposición política que escojan mis adversarios como, más averiguada, como más cierta, es una proposición falsa de todo punto.

Un síntoma, señores, de que están pervertidas en una sociedad todas las ideas, es cuando todos los partidos, todas las escuelas políticas, van a su perdición por el mismo camino que ellos han abierto para salvarse.

"Pues eso, señores, es cabalmente lo que sucede entre nosotros; para demostraros esa verdad os propondré, entre mil, dos ejemplos."

Todos los partidos alternativamente dominantes en España han creído que eran necesarias grandes garantías contra los abusos del Poder. De estas garantías, unas son vanas y otras absurdas. Voy a hablar de una que es vana y absurda, y además contraproducente. Aquí se ha invocado constantemente el principio de responsabilidad ministerial; pues bien: ese principio que todos los partidos han proclamado en España, es la única causa de la arbitrariedad y de la tiranía ministerial de que los partidos se quejan. Hay una lógica que hace que las consecuencias salgan de suyo y necesariamente de su principio, sin que nadie las proclame y sin que las saque nadie. Decidme, los que os quejáis de la arbitrariedad ministerial, arbitrariedad que yo reconozco: ¿qué responderíais, sobre todo los que os sentáis en aquellos bancos, si ya fuera Ministerio y os dijera: "Vosotros habéis proclamado el principio de la responsabilidad, y de hecho me declaráis responsable de todo lo que pasa en el Ultimo ángulo de la monarquía. Pues bien: yo acepto vuestros principios; aceptad sus consecuencias. Sus consecuencias son las que siguen: A una responsabilidad universal corresponde un poder absoluto, porque poder absoluto y responsabilidad universal son cosas correlativas, forzosamente correlativas. Un poder absoluto, para que sea, es menester que sea un poder expedito, y para que sea expedito es menester que no encuentre resistencias. Antes, señores, había corporaciones unidas por el vínculo del amor, unidas por el vínculo de la Religión; estas corporaciones oponían un dique a todo despotismo que quisiera levantarse en la nación; esas corporaciones resistentes no son compatibles con mi responsabilidad, no son compatibles con la expedición que necesito como Ministerio responsable; dejadme acabar con ellas. El nombramiento de todos los empleados públicos es un instrumento gigantesco de corrupción, pero no importa; si no nombro a todos los empleados, no puedo ser responsable; si exigís mi responsabilidad, dadme el nombramiento de todos los empleados. La vida local, la vida municipal, la vida provincial, pueden ser cosas buenas y excelentes; pero si yo soy el responsable de todo, sólo yo he de vivir para hacerlo yo todo. Por consiguiente, centralización, y centralización apoplética, centralización absoluta. Todos los expedientes han de venir al Ministerio, todo el oro ha de venir al Tesoro público. Estas son consecuencias necesarias. Por consiguiente, si me acusáis de arbitrariedad, yo os respondo que vosotros sois los que me habéis hecho arbitrario, imponiéndome una responsabilidad que supone en mí y que me confiere un poder absoluto.

Nada, señores, parece más fácil, y nada es más difícil que proporcionar los medios a las fines. ¿Qué se quiere? ¿Se quiere que el Ministerio tenga un poder prudente, y nada más que prudente; limitado, y nada más que limitado? Pues no declaréis a los ministros responsables; pues qué, ¿no han sido siempre responsables por las leyes del reino todos los ministros, sin necesidad de vuestras solemnes declaraciones? ¿Queréis más? ¿Queréis que los ministros, esos gigantes que os asustan, no sean más que pigmeos? Pues, señores, el remedio está en la mano declaradlos inviolables. Desde el momento en que los declaréis inviolables no son nada, sino unas nulidades magníficas sentadas en ese magnífico banco.

"Vengamos al segundo ejemplo: el segundo ejemplo lo tomaré del periodismo. La libertad de imprenta ha sido proclamada, señores, para asegurar tres grandes principios, de los cuales el uno interesa a los individuas y los otros dos a la sociedad; el que interesa a los individuos consiste en el derecho que todo hombre tiene de comunicar a los otros lo que piensa; los otros dos consisten en el derecho que tiene la sociedad a que entren en liza y en discusión todos los pensamientos, todas las teorías, todos los sistemas; y en el derecho que esa misma sociedad tiene de que se dé publicidad a todo lo que interesa a los pueblos. El periodismo es la institución consagrada a ser la garantía y la realización de aquel derecho individual y de estos derechos sociales. Pues bien: yo voy a demostraras que esa institución destruye todo lo que tiene encargo de conservar; que es un medio contradictorio con su fin, y que, para ser lógicos, o habéis de renunciar a vuestros fines o habéis de renunciar a vuestros medios.

En primer lugar, el periodismo ha hecha imposible en la práctica el derecho que todo español tiene de publicar sus pensamientos por medio de la prensa; y esto, señores, por medio de una combinación verdaderamente diabólica: por una parte, matando a los libros y, por otra, sustrayendo los periódicos a la fortuna individual de todos los españoles que no sean muy ricos. Hoy día, señores, un español que no sea millonario no puede escribir un periódico ni publicar un libro: para el periódico no tiene dinero y para el libro no encuentra lectores. Resulta de aquí que hoy día, para publicar su pensamiento, los españoles necesitan transformarle de individual en colectivo; sólo los partidos tienen libertad; los españoles no la tienen. Ahora bien, señores, considerad una cosa: que eso será bueno o malo; pero malo o bueno no es lo que habéis querido vosotros; no es lo que ha querido el legislador, no es lo que ha querido la ley; ni la ley, ni el legislador, ni vosotros conocéis a los partidos, sino a los españoles, considerados individualmente; la libertad que la Constitución apetece no es la de los partidos, a quienes no conoce, sino la de los ciudadanos; pues ésta precisamente es la que el periodismo ha hecho de todo punto imposible.

Vengamos al principio de la publicidad. En este punto, señores, la institución del periodismo es tan absurda, considerada como el medio de alcanzar aquel fin, que su absurdidad salta a los ojos. Lejos de ser el periodismo un medio de revelar a todos lo que deben saber, es el medio más eficaz que han podido inventar los hombres para ocultar lo que todo el mundo debe saber y lo que todo el mundo sabe. Esta, señores, es una cuestión de buen sentido y de buena fe; yo apelo a vuestra buena fe y a vuestro buen sentido, y os conjuro a que me digáis si no es cierto que el único medio que tenéis de saber la verdad es echaron a la calle para preguntarla a vuestros amigos y conocidos, y si el único medio que tenéis de ignorarla no es leer los periódicos. Hay más, señores: existe en la sociedad una gran institución consagrada a transmitir de un lugar a otro lugar, de una persona a otra persona, un secreto inviolable; esta institución, es la de la correspondencia privada. Pues bien, señores: admirad conmigo un contraste sorprendente: la institución que han inventado los hombres en el interés de la publicidad para hablar de las cosas públicas es cabalmente la que sirve para revelar todos los secretos domésticos, y la que han inventado para transmitir los secretos domésticos es la única que sirve para ponernos al corriente de las cosas públicas. ¿Queréis saber lo que pasa en París? Pues tenéis que leer las cartas particulares que de allí vienen. ¿Queréis, en cambio, saber en las provincias lo que pasa en lo íntimo de nuestros hogares? Pues que cojan uno de nuestros periódicos, que lean la gacetilla de la capital y ya saben de nuestras propias casas tanto como nosotros mismos... Señores: yo me pregunto y os pregunto a vosotros: ¿adónde va la sociedad, adónde va el género humano, que así ha confundido todas las nociones y así ha cambiado todos los frenos?

Por último, el periodismo se ha inventado en un interés de discusión; pues bien, señores: nada hay más fácil de demostrar sino que el periodismo y la discusión son cosas incompatibles; y digo que son incompatibles porque a nadie puede parecerle verdadera discusión la que entablan diariamente entre sí algunas docenas de periodistas. La discusión, para que sea provechosa, ha de existir en mayor escala y ha de alcanzar más grandes proporciones; se ha de transmitir de los que escriben a los que leen; importa poco que discutan los que escriben si no discuten al mismo tiempo sus lectores. Ahora bien, señores: ¿qué es lo que sucede con el periodismo? Sucede que cada uno lee el periódico de sus opiniones; es decir, que cada español se entretiene en hablar consigo propio. La discusión perpetua es un perpetuo diálogo, y el periodismo, consagrado a mantener perpetuamente vivo ese diálogo en la sociedad, da precisamente por resultado un monólogo perpetuo. ¿Queréis saber lo que es un periódico? Pues un periódico es la voz de un partido que está siempre diciendo a sí mismo: santo, santo, santo."

Ya lo veis, señores: todo lo que tenéis por mentira es verdad; todo lo que tenéis por verdad es mentira. Ved si tengo razón cuando os digo que nuestra inteligencia está tan depravada como nuestro corazón, y nuestras ideas tan corrompidas como nuestros sentimientos.

Señores: la anatomía que he hecho de estos principios pudiera hacerla de todos; todos son falsos; científicamente absurdos. El deber de los gobiernos, cuando ven el absurdo, es combatirlo como pueden.

Ahora, después de haber argumentado yo en nombre del Gobierno contra sus adversarios argumento en nombre mío propio contra el Gobierno, y le digo: "Tú has tenido razón en medir por tu responsabilidad tu poder. Pero yo vengo ahora a medir tu responsabilidad por tu omnipotencia. Puesto que lo puedes todo, respóndeme de todo. La Reina oye tus consejos y los sigue, los electores acogen tus candidatos y te los envían, las Cortes acogen tus proyectos y los aprueban; en España nadie enseña una idea si no tiene el título de maestro, y nadie tiene ese título si no se lo das tú. Respóndeme de los malos sentimientos, respóndeme de las ideas corruptoras; que nada hay más puesto en razón sino que tu responsabilidad iguale a tu omnipotencia."

Dos palabras sobre el sistema financiero de los ministros. Señores: en estas cuestiones nadie pone sino lo que tiene; nadie tiene sino lo que Dios le da; a otros Dios les ha dado ciencia, y han puesto aquí su ciencia; yo lo que puedo poner es una sola palabra, un poco de claridad y un grano de buen sentido. Yo concibo, vistas las explicaciones que han mediado, dos grandes sistemas financieros. Hay hombres que, puestos los ojos en nuestras antiguas glorias, en nuestro antiguo poderío, y viendo con vergüenza y hasta con indignación el estado postrado y abatido que presentamos, exclaman: "Es necesario volver a esa gloria, a ese poder, y para eso es necesario gastar mucho, y debemos gastar mucho: que cuando gastemos mucho seremos ricos, porque a la riqueza se va también por el camino de la gloria." Hay otros que, poniendo los ojos en el sufrimiento del pueblo y yendo de casa en casa a presenciar la miseria de los desgraciados contribuyentes, olvidando todo lo demás, dicen: "Somos pobres, muy pobres; son necesarias economías." Estos son los dos puntos de partida de los dos grandes sistemas que han combatido aquí el uno contra el otro. ¿Cuál de estos dos sistemas es el sistema del Ministerio? Los dos y ninguno. ¿Se levantan aquí los amigos de las economías, pidiéndolas para el pueblo? Pues bien: luego al punto el Gobierno se levanta contestando: "¿Pues quién hace más economías que yo? Ahí tenéis 40 millones de economías."

¿Se levantan los que sólo miran a las glorias nacionales y al poder nacional, los que creen que se debe gastar mucho? Luego al punto el Ministerio se levanta a su vez y dice: "Pues si cabalmente ése es mi fuerte; ahí tenéis 300 millones de déficit."

Así, señores, éste Ministerio fluctúa entre inclinaciones diversas; este Ministerio es como la péndola del reloj, que oscila pero no anda. ¿Y qué diré del tino que el Ministerio tiene en esto de gastar y en esto de ahorrar? Para pintar su tino debo decir lo que se ha dicho ya, pero que es necesario repetir porque es la verdad. ¿Qué se ha de decir de un Gobierno que cree que debe gastar en un teatro y que cree que debe ahorrar en lo que se debe al culto y al clero? ¡Al culto y al clero, señores! Por cuanto hay en el mundo, no hubiera querido ser yo el hombre que hubiera firmado esa economía, que hubiera sancionado esa rebaja. El clero, que se muere de hambre; el culto, que está sin esplendor; los seminarios, que no están nacidos siquiera; los templos, que se arruinan, ¿qué es esto? ¿En dónde estamos, señores?

Se extrañará tal vez que vuelva a hablar del teatro; se extrañará, y se extraña hasta con razón, que este nombre venga tan a menudo a los labios de los diputados. Los mismos que lo pronuncian no saben quizá por qué; yo lo sé y voy a decirlo. Se pronuncia tanto la palabra teatro, señores, porque el teatro que el Ministerio ha levantado y la situación a que el Ministerio nos ha traído son una misma cosa; porque no puede hablarse del teatro sin pensaren la situación, ni hablarse de la situación sin pensar en el teatro. Y esto también tiene una explicación, y una explicación que convencerá a todos los que me escuchan. Señores: no hay período histórico ninguno que no esté, digámoslo así, simbolizado en un monumento. Si no temiera engolfarme en tiempos antiguos recordaría aquí la historia de muchos imperios, y probaría esto, señores, como la luz de mediodía. Pero me basta sólo hablar de nuestra España y recordar aquí la dinastía austríaca, de que hablé al principiar mi discurso. ¿Cuál es el primer período de esta dinastía? En el primer período, la monarquía lo eclipsa todo, y hasta el principio religioso, a pesar de que era tan poderoso en aquel tiempo en España. ¿Y cuál sería el monumento que simbolizaría más esta situación? Ciertamente, señores, que sería un palacio. En el período de los Felipes, en ese período en que el fundamento del principio religioso se eleva sobre el principio monárquico, con ser tan poderoso en España ese principio, ¿cómo se simbolizaría el pensamiento dominante de la monarquía española? Se simbolizaría en un convento. ¿Cómo se simbolizaría esta misma monarquía en tiempo de Carlos II? ¿Qué era el Trono? ¿Qué era España? Un sepulcro. Pues bien, señores: todas estas tres cosas están simbolizadas en El Escorial; El Escorial es a un tiempo mismo un palacio, un sepulcro y un convento. El Escorial es la historia, escrita con piedra de granito, de la monarquía austríaca.

Pues bien: nuestra historia actual, nuestra situación actual, está simbolizada en el teatro de Oriente, en ese monumento elevado sólo para los goces materiales.

Señores: yo quiero suponer por un momento que el Gobierno es tan dichoso como lo apetece, y como apetezco yo mismo, en todas sus empresas; yo supongo que el Gobierno ha levantado esta nación ya al poder y la gloria que tanto le sonríe; yo le doy todo lo que ambiciona para España; yo supongo que tiene todos los ejércitos del autócrata de las Rusias y todas las escuadras de la Gran Bretaña; yo le doy además, para mantener tan alto nombre, y tan alta gloria, y tan grandes escuadras, y tan poderosos ejércitos, todo el oro que crían las arenas del Perú y las de las Californias. Pues bien, señores: después de tener todo eso, todavía yo afirmo y aseguro que todo su poder vendrá al suelo estrepitosamente si esta nación sigue corrompida en sus sentimientos y pervertida en sus ideas; todavía digo que esta sociedad tan opulenta, tan esplendorosa, tan grande, será entregada al exterminio: que nunca han faltado ángeles exterminadores para los pueblos corrompidos.

Señores: no hay que hacernos ilusiones; el porvenir es triste, y hasta cierto punto pavoroso; yo puedo, sin estar dotado de espíritu de profecía, haceros ver vuestro porvenir en una historia pasada.

Hubo un rey en una nación que, no sé si para nuestra fortuna o para nuestro escarmiento, Dios ha hecho nuestra vecina. Ese buen rey era, señores, por su prudencia y su sabiduría, como el Ulises de las dinastías europeas. El mundo, en una edad más sencilla, más dichosa, le hubiera llamado Luis Felipe el Bueno, el Pacífico, el Clemente. Los hombres de la Francia, poniendo en él sus propios vicios, le llamaron el egoísta, el avaro. Ese rey subió al Poder por una grande revolución que había venido detrás de otras muchas revoluciones y trastornos, que habían conmovido toda aquella sociedad hondamente y habían pervertido sus sentimientos, sus ideas y sus costumbres. Sintiéndose flaco, porque no era legítimo, para poner un dique a esta corrupción universal y para levantar un muro contra aquel diluvio de errores, acometió empresas que le parecieron fáciles. La empresa que acometió fue la de restablecer el orden material y la de dar impulso a los intereses materiales. Ningún príncipe, señores, ha sido más dichoso en sus empresas: a los pocos años era rey pacífico de Francia, sin que turbase su sueño el más imperceptible rumor de las pasadas y ya vencidas insurrecciones. Pocos años después, el comercio, la industria, todos los intereses materiales tuvieron crecimientos inauditos. Entre tanto, señores, su Gobierno era un Gobierno que tenía toda la confianza de la Corona, que tenía la adhesión de los electores, tenía el apoyo de las Cámaras, tenía la obediencia de la fuerza pública, tenía, por fin, la simpatía y la amistad de todos los gabinetes de Europa.

Pero, señores, al propio tiempo que todas esas cosas pasaban en el orden material, paralelamente a este movimiento iba creciendo, levantándose, difundiéndose por todas partes el desorden moral, la corrupción, que todo lo disuelve, y el error, que todo lo envenena. Un día hubo en que estas dos fuerzas contrarias llegaron a la vez a su apogeo. Entonces, señores, se planteó por sí misma, sin que la planteara nadie, como la planteo yo aquí, se planteó, digo, por sí misma esa gran cuestión, siempre antigua y siempre nueva, que consiste en averiguar si la sociedad está más segura y más fuerte cuando se apoya en el orden material o en el orden moral, en la virtud o en la industria. La Francia, señores, en mala hora, resolvió este problema en el sentido de la industria y en el sentido del orden en las calles; cada paso que daba en esta senda era un paso que daba lejos de su Dios, y cada paso que daba lejos de su Dios era un paso que daba hacia la boca del abismo. Dios la alcanzó cuando llegaba a su boca; Dios la alcanzó el 24 de febrero, el día de la grande liquidación, el día de los grandes anatemas. ¿Qué sucedió entonces, señores? ¿Qué sucedió? Que ese pueblo, desvanecido por su poder, embriagado con su riqueza, loco con su industria, vio abismarse juntamente su industria, su poder y su riqueza en el gran diluvio republicano. Todo, señores, todo acabó allí: el gran pueblo y el gran rey, el obrero y su obra.

Vea el Congreso adónde van a parar las cosas cuando tan sólo se mira a los intereses materiales; los pueblos que les rinden culto se quedan, señores, en la indigencia, se quedan sin nada; sin los morales, porque los rechazaron; sin los materiales, porque la revolución se los quitó.

Pues bien, señores: volved los ojos a esta nación sin ventura; ved los trances por donde ha pasado, el trance en que está y el trance que le aguarda.

La Reina legitima de España (y cuento, señores, con esta palabra, porque esta palabra va a servir de acusación al Ministerio), la Reina de España fue declarada mayor de edad después de un gran levantamiento que había sucedido a grandes trastornos y a grandes revueltas; desde entonces acá, casi unos mismos hombres han gobernado esta nación; éstos se creyeron flacos, a pesar de que obraban en nombre de la legalidad; se creyeron flacos para atacar de frente la corrupción y la perversión de las ideas, fruto amargo de las revoluciones. ¿Qué se propusieron los ministros de la Reina legítima de España? Desconfiaron de sí, como si no obraran en nombre del alto y poderoso prestigio de una reina legítima; desconfiaron de sí y no se propusieron otra cosa sino sacar a salvo del naufragio universal el orden material y los intereses materiales. Y fuerza es confesar que en esto fueron también dichosos a su manera; en poco tiempo vencieron cuatro insurrecciones formidables; la de Galicia, la de Madrid, la de Sevilla y la de Cataluña.

Vencida la insurrección aquí como allá, una fiebre industrial y mercantil incendió nuestra sangre, que, tanto como española, es sangre africana; el Ministerio, en vez de combatir este ataque de fiebre violenta se dejó dominar él mismo por la furiosa calentura, y al mismo tiempo que recibía, propagaba el contagio. Entre tanto, la corrupción y el error fueron creciendo y propagándose lenta y calladamente. Hoy día, señores, todas esas cosas —corrupción, error, fiebre industrial— han llegado a su apogeo.

Ahora pregunto yo: ¿cuál será el desenlace? ¿Cuál será el fin? Yo no lo diré, que me falta el corazón y el ánimo para ello; pero ya lo adivinan, sin duda, con pavor los señores diputados. Una objeción, sin embargo, puede oponerse. En Francia, se dirá, había detrás del Trono falanges socialistas, y en. España no las hay. Y ¿qué diríais, señores, si os asegurara yo (y ojalá sea desmentido por la experiencia!) que el país del socialismo no es la Francia, sino España? No olvidemos, señores, que aquí, cuando manda un partido, no parece sino que él sólo vive, y que a ninguno de los demás se le encuentra por la calle; y, sin embargo, cuando el partido vencido sube al Poder, parece que lo llena todo, que lo ocupa todo, que él solo vive en España; así no es extraño que no veamos a los socialistas; pero escuchad y meditad sobre lo que voy a deciros.

El socialismo debe su existencia a un problema, humanamente hablando, insoluble. Se trata de averiguar cuál es el medio de regularizar en la sociedad la distribución más equitativa de la riqueza. Este es el problema que no ha resuelto ningún sistema de economía política. El sistema de los economistas políticos antiguos iba a parar al monopolio por medio de las restricciones. El sistema de los economistas políticos liberales va a parar al mismo monopolio por el camino de la libertad, por el camino, de la libre concurrencia, que produce fatal e inevitablemente ese mismo monopolio. Por último, el sistema comunista va a parar al mismo monopolio por medio de la confiscación universal, depositando toda la riqueza pública en manos del Estado. Este problema, sin embargo, ha sido resuelto por el catolicismo. El catolicismo ha encontrado su solución en la limosna. En vano se cansan los filósofos; en vano se afanan los socialistas; sin la limosna, sin la caridad, no hay, no puede haber distribución equitativa de la riqueza. Sólo Dios era digno de resolver ese problema, que es el problema de la Humanidad y de la Historia.

Después de la revolución de febrero, los comunistas que se reunían en el Luxemburgo a las órdenes de Luis Blanc, con un instinto seguro, como los tienen todos los partidos cuando se trata de sus negocios, pidieron un ministerio especial, que resolviera este problema inmenso; porque decían, y en esto no andaban errados: "Un problema tan grande necesita tener un ministerio especial que le resuelva." Su error, empero, consistió en creer que ese ministerio no existía, y ese ministerio no estaba vacante; ese ministerio venía desempeñándose diecinueve siglos ha por la Iglesia católica.

La Iglesia, señores, es admirable para todo; pero lo es principalmente para servir de medianera entre los pobres y los ricos, por participar de la naturaleza de los unos y de los otros: participa de la naturaleza de los pobres, porque no tiene nada suyo y todo lo recibe por amor de Dios; participa de la naturaleza de los ricos, porque los ricos, en otras edades, por amor de Dios, se lo dieron todo. Y ¿qué cuenta ha dado la Iglesia de ese santo, de ese incomunicable ministerio? Juzgadlo vosotros por vosotros mismos, señores. En la gran clase menesterosa hay una zona superior, una zona media y una zona ínfima; como en las clases superiores hay una aristocracia, hay una clase media, hay una plebe; la aristocracia de la miseria está compuesta de colonos; la clase media, de obreros; la plebe, de mendigos. Pues bien: la Iglesia dio a cada uno lo que cada uno necesitaba: a los colonos les dio tierras y los hizo propietarios; para los obreros sembró de monumentos Europa; para los mendigos tuvo pan, y a ninguno dejó morirse de hambre.

En donde más resplandeció la caridad de la Iglesia fue, señores, en España. España ha sido una nación hecha por la Iglesia, formada por la Iglesia para los pobres; los pobres han sido en España reyes. Los que eran colonos tenían tierras perpetuamente con un censo ínfimo, y eran, en realidad, propietarios, Todas las fundaciones piadosas que había en España eran para los pobres. Los jornaleros tenían con qué dar pan a sus hijos con los jornales que ganaban en los gloriosos y espléndidos monumentos de que está llena la España. ¿Qué mendigo no tenía un pedazo de pan estando abierto un convento?

Pues bien, señores: la revolución ha venido a trastornar todas las cosas. Con el despojo de la Iglesia subió la renta de la tierra; con la supresión del diezmo hubo una nueva y más alarmante subida. De esta manera, el movimiento de ascensión que imprimió el catolicismo a las clases menesterosas ha sido convertido por la revolución en un movimiento contrario, en un movimiento descendente: los colonos, oprimidos por la renta enorme que pagan, pasan en tropel de la clase a que pertenecen a la clase media de los obreros; los obreros, a su vez, con el gran aluvión de colonos que les viene, van pasando continuamente a la plebe, compuesta de mendigos; los mendigos, por último, acaban sus días de miseria y de hambre. ¡Ved ahí, señores, por un lado, la obra de la revolución; por otro, la obra de la Iglesia!

Las cosas entre nosotros han venido hoy a punto que la sociedad, antes unida en unión santa y dichosa, está dividida en dos clases, de las cuales la una puede llamarse vencida y la otra vencedora; aquélla, que ha sido favorecida por la suerte, tiene por divisa y por lema: "Todo para los ricos." ¿Cómo queréis, señores, que esta tesis no engendre su antítesis y que la clase vencida no exclame a su vez en son de guerra: "Todo para los pobres"? Hay, pues, señores, entre las clases de la sociedad (y el Gobierno ni lo sospecha siquiera, ni lo ha estudiado siquiera, aunque tiene la obligación de estudiarlo y de saberlo), hay, digo, entre todas las clases de la sociedad una guerra latente que, en el estado contagioso que tienen ciertas ideas en Europa, llegará a ser a la primera ocasión una guerra declarada.

Yo, señores, a pesar de mi amistad, que es íntima, hacia los ministros de Su Majestad, no he podido menos de declararme en disidencia con ellos, porque, señores, al punto de exageración que están llevando su sistema de orden material y de intereses materiales, tengo para mí que se ha hecho inevitable una catástrofe, que ha de venir forzosamente, si es que no faltan aquí por primera vez las leyes eternas de la Historia.

Yo no sé ni cómo vendrá ni cuándo vendrá; pero sé que Dios ha hecho la gangrena para la carne podrida y el cauterio para la carne gangrenada. El Ministerio se encuentra todavía en tiempo de elegir entre dos caminos. Puede seguir el camino que hasta aquí, y entonces nada tengo que decirle, o el que acabo de indicarle. Si acepta este último, por su fortuna y la nuestra, es necesario que haga todo lo que hasta aquí ha dejado de -hacer, y que no haga todo lo que hasta aquí ha hecho; es necesario que se resuelva a oponerse con todas sus fuerzas a la corrupción; que la combata y que la venza o que sucumba; es necesario que no edifique teatros, siquiera hasta que ponga puntales a los templos que se desploman; es necesario que ponga orden y concierto en las rentas públicas. Pero es necesario también que el Ministerio entienda que no basta eso; que es necesario sobre todo poner un freno a los apetitos, poner un freno a las concupiscencias.

Es necesario que, si quiere la dictadura, la proclame y la pida, porque la dictadura, en circunstancias dadas, es un gobierno bueno, es un gobierno excelente, es un gobierno aceptable; pero, señores, que se pida, que se proclame, porque si no estaremos entre dos gobiernos a la vez: tendremos un gobierno de hecho, que será la dictadura, y otro de derecho, que será la libertad; situación, señores, la más intolerable de todas, porque la libertad, en vez de servir de escudo, sirve entonces de celada.

"Y no se diga, señores, que pido mucho: bien sé que es cosa dura exigir de un Ministerio que, cuando la codicia se levanta y le dice: "Cómprame, que me vendo", responda: "No te conozco"; que cuando el espíritu de pandillaje y de intriga le "dice: "Sígueme, que el Poder está en mis manos", quede inmóvil, cerrando sus oídos al canto de la sirena; que cuando el miedo le dice: "Asústame y me verán a tus plantas", no caiga en la tentación de dar un susto al medroso; que cuando todas las malas pasiones, por poco que sea complaciente, le ofrecen la dominación y el imperio, quite su imperio y su dominación a todas las malas pasiones. Sin duda, señores, esto sería mucho exigir si se exigiera al que ha nacido para obedecer y está contento con no hacer sino aquello para que ha nacido; pero no es mucho exigir cuando se exige de los que aspiran a la honra alta, pero peligrosa, de ser gobernadores de los pueblos; la carga se proporciona a la honra, y cuando ésta es altísima justo es que aquélla sea no sólo peligrosa, sino grave; lo demás sería, señores, el mundo al revés. El Ministerio público no es una sinecura; su nombre lo dice: es un servicio, y un servicio penoso. Gobernar no es ser servido, es servir; no es gozar, es remar, y vivir, y morir puesta la mano en el remo. A ese precio lo ha de ser el que quiera ser ministro, y sólo los que lo son a ese precio lo son verdaderamente. ¿Cuántos ministros creéis que ha habido en esta época en España? La Gaceta dice que muchos, y yo sostengo que ninguno; porque ser verdaderamente ministro no es sólo recibir de la ley esta denominación; es además, y sobre todo, ser aceptado como ministro por la Historia. Pues bien: yo os digo que ninguno de los que lo han sido hasta aquí será aceptado por la Historia sin protesta.

Uno creí yo que había nacido para más alto fin por sus grandes calidades, y porque lo creí puse en él todas mis esperanzas y todas mis ilusiones; ilusiones y esperanzas que se han llevado los vientos. Todos adivináis, sin duda, que hablo del duque de Valencia. Voy a hablar de este personaje, señores, que bien lo merece, en vuestra presencia, con la reserva de un contemporáneo, pero con la imparcialidad de la Historia. El duque de Valencia es un gran soldado y un hombre de grande entendimiento, servido unas veces y otras mandado por grandes pasiones. El duque de Valencia alcanza a fuerza de inspiración y de genio lo que los otros no alcanzan a fuerza de estudio; esto es tan cierto, señores, que dudando yo muchas veces (perdonad, señores, a un hombre que es estudiante toda la vida), dudando, digo, muchas veces si vosotros me entendéis, no se me ha ocurrido nunca dudar si me ha entendido el duque de Valencia. Y, sin embargo, señores, siendo tan grande como es su entendimiento, es mucho mayor su actividad todavía; el duque de Valencia es un hombre que entiende, pero, sobre todo, es un hombre que obra. ¿Qué digo que obra? Es un hombre que no deja de obrar en ningún tiempo, ni cuando vela ni cuando duerme; por un fenómeno menos extraordinario de lo que a primera vista pudiera pareceros, esa actividad, que es la que acelera su muerte, es la que le conserva la vida. Teniendo que andar su entendimiento al compás de su actividad, el duque le tiene prohibido que se pare, es decir, que reflexione, y le tiene mandado que improvise; el duque es, por consiguiente, un improvisador universal, y todo el que le interrumpe y le hace perder el hilo de su improvisación es su enemigo. Por esto, su mayor enemigo es el tiempo, que resiste de una manera persistente y tenaz a todas sus improvisaciones. El duque dice, por ejemplo: "Que haya Marina", y el tiempo dice: "Para eso necesitas de mí, porque necesitas que haya Hacienda; para que haya Hacienda es menester que la riqueza aumente, y para que esto se verifique es menester dejarme obrar a mí, que soy ministro de Dios, servido por otros ministros más poderosos que los de los reyes, que llevan por nombre los años." El duque replica: "Ahora lo veremos", y manda a la Marina que sea, y la Marina es. Pero la cuestión consiste en averiguar con qué se ha de mantener esa Marina, siendo evidente que nos hemos de quedar sin duque, sin Marina y sin Hacienda. En otra ocasión, poniendo los ojos en un sujeto que nadie conoce, pero que le sirve admirablemente por cálculo o por celo, se dice a sí propio: "¿Por qué no haría yo de este sujeto un gran personaje?" El tiempo le responde: "Por una razón muy sencilla: porque para eso, como para todo, necesitas de mi; porque del que tú quieres hacer un personaje no he hecho yo más que un sujeto, sin haberme atrevido todavía a hacer de él una persona." El duque, sin embargo, no retrocede; toma a su sujeto y le hace, digo mal, le viste de personaje. La cuestión, sin embargo, lejos de estar con esto resuelta, no está siquiera iniciada, porque entonces sucede que los que son personajes por obra de Dios, y no por obra del duque, se quejan de que les ha robado sus ropas para vestir a un sujeto, mientras que todos los sujetos de la nación acuden a él diciéndole: "Si somos sujetos como ése, ¿por qué no hemos de vestir como él esas mismas vestiduras?" Y de aquí, señores, esas dos falanges con que tiene el duque que combatir: una de odios y otra de concupiscencias. Yo sé que aun en esta situación halla recursos, y que aun para este mal tiene remedios; porque la Europa se engaña si cree que el duque es sólo o principalmente un gran capitán: el duque de Valencia es eso, pero es además, y sobre todo, el hombre más amaestrado de Europa en el delicadísimo arte de las más delicadas seducciones: a mí me ha seducido veinte veces con un saludo. En ese talento especialísimo y eminente es en el que confía para ir contentando, sin saciarlas, a las concupiscencias y para ir mitigando, sin extinguirlos, los rencores. Pero aplazar las cuestiones no es resolverlas, y todo el talento del duque basta apenas para aplazarlas; día vendrá, y ese día se viene a más andar, en que, cayendo sobre él todas juntas, le intimen la rendición o la muerte.

Esa actividad inquieta y devorante, ese estado de insurrección permanente contra la lentitud de los tiempos ha perdido al duque de Valencia. Ni en España ni en Europa hay una persona más convencida que él de que el orden material es nada sin el orden moral, y de que el primero no es otra cosa sino el plazo que da la Providencia a los gobernadores de los pueblos para que restauren el segundo; ninguno está más persuadido que él de que los bienes que se llaman por mal nombre positivos, es decir, los materiales, nada son si no van juntos con la restauración de aquellos principios eternos que son como los fundamentos de las sociedades humanas. Pero esta restauración es lenta; tan lenta, que los hombres de Estado de más larga vida y de más grande laboriosidad se ven reducidos a escoger entre comenzarla, seguirla y acabarla, pues ninguno la comienza, la sigue y la acaba por sí solo. No parece sino que Dios ha querido mostrarnos por aquí que esa hazaña es superior a la grandeza individual de los hombres. Si el duque de Valencia hubiera podido conseguir esa restauración con un decreto, ése hubiera sido el primero (debo hacerle esta justicia) que hubiera propuesto a Su Majestad y que hubiera enviado a la Gaceta. Pero en esto las improvisaciones son de todo punto imposibles; el hombre no hace más que sembrar; Dios da después a lo sembrado la fecundidad y el crecimiento. En los intereses materiales, aunque en realidad no es mayor, se ve más la acción del hombre: por eso seducen con una seducción irresistible al duque de Valencia.

En suma, señores: del Ministerio presidido por el duque de Valencia dirá la posteridad que es un Ministerio funesto presidido por un hombre eminente. Yo no soy, diciendo esto, sino el representante de la conciencia humana y el eco anticipado de las generaciones futuras."

Señores: puede creerme el Congreso (porque si yo peco de algo es de demasiada franqueza) y pueden creerme los señores ministros: si yo me he levantado hoy ha sido menos por hacer una oposición de muerte al Ministerio que para satisfacer mi conciencia; para decir que yo no apruebo el sistema que se sigue. Si me he levantado, señores ministros, ha sido para conteneros en el camino de perdición, y por el que nos vais empujando a todos y a la nación española.

Yo no sé, señores, si estaré solo; es posible que lo esté, pero solo y todo, mi conciencia me dice que soy fortísimo; no por lo que soy, señores diputados, sino por lo que represento. Porque yo no representa sólo a 200 ó 300 electores de mi distrito. ¿Qué es un distrito? ¿Qué son 200 ó 300 electores? Yo no represento solamente a la nación. ¿Qué es la nación española, ni ninguna otra, considerada en una sola generación y en un solo día de elecciones generales? Nada. Yo represento algo más que eso; represento mucho más que esto; yo represento la tradición, por la cual son lo que son las naciones en toda la dilatación de los siglos. Si mi voz tiene alguna autoridad no es, señores, porque es mía; la tiene porque es la voz de vuestros padres. Vuestros votos me son indiferentes. Yo no me he propuesto dirigirme a vuestras voluntades, que son las que votan, sino a vuestras conciencias, que son las que juzgan; yo no me he propuesto inclinar vuestras voluntades hacia mí, me he propuesto obligar vuestras conciencias a estimarme.

 

CARTA AL DIRECTOR DE "L'UNIVERS"

Madrid, 31 de diciembre de 1850.

Mi muy querido amigo: Os escribo para que sepáis que os envío el discurso que ayer pronuncié en el Congreso de los Diputados; no excitará en Europa tanto interés como mis anteriores discursos, pues tiene exclusivamente por objeto la situación de España. Acontece, empero, que Europa está engañada en lo que toca a España; el Ministerio, que debiera salvarnos, nos conduce al abismo. De la política de orden material, este Ministerio ha caído en la política de los intereses materiales; y de la política de los intereses materiales todavía ha caído más abajo: en la política de los deleites materiales. El pudor no permite se diga lo que pasa en España. Ustedes tenían antes de febrero un Ministerio incorruptible y corruptor, pero nosotros somos más felices, pues tenemos un Ministerio corruptor y corrompido. Todo os lo diciéndoos que al fin me vi obligado a hacerle la oposición después de haber agotado confidencialmente avisos y consejos. La escena en el salón de sesiones ha sido inaudita: el Ministerio ha oído las humildes verdades que yo he lanzado contra él y ningún ministro ha tratado siquiera de vindicarlo. Quedóse, pues, clavado en el banco azul, resguardándose de la antigua reputación de Martínez de la Rosa, que contestó como pudo a mi discurso, por Más que respecto a ciertos cargos ha dicho: ''Tocante a ciertos actos, no le defenderé''. La Cámara, por su parte, aplaudió unánime y varias veces lo que yo decía; bien que, en cuanto llegó el momento de votar, sólo veintidós diputados votaron conmigo. A la verdad, los aplausos son colectivos y, por lo mismo, anónimos, y el voto es personal y público. Ya podéis deducir las consecuencias y adivinar lo que pasaría en las elecciones.

He creído, amigo mío, referiros estas menudencias para que os enteréis de lo que acontece en España. Narváez lo ha comprado todo en Europa: correspondencia general, diarios y personajes políticos. Era, pues, necesario que yo os lo dijera para que vos lo supierais, y creo que os conviene saberlo por lo pronto para que la verdad se abra camino, y después, porque estáis al frente de un diario que es diario religioso. Perdonadme, mi querido amigo, que haya interrumpido por un momento vuestra gloriosa campaña.

Soy todo vuestro en Nuestro Señor Jesucristo,

VALDEGAMAS