Índice de contenidos
1997
Un orden social católico, ¿todavía?
- Programas
-
Ponencias
-
Un orden social católico, ¿todavía? El porqué de la situación actual
-
Actitud de la modernidad ante la Iglesia y la respuesta de la Iglesia
-
El cambio religioso-político en España
-
El cambio sociológico en España
-
La vertiente político-social
-
Doctrina social católica y realidad económica: ¿una economía católica?
-
Reflexión teológica sobre la situación contemporánea
-
Nuestro combate cultural
-
- Crónicas
Autores
1997
El cambio religioso-político en España
EL CAMBIO RELIGIOSO-POLÍTICO
EN ESPAÑA
POR
FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA CIGOÑA
Muchos años, muchísimos, la palabra cambio fue ajena al
léxico de quienes postulaban un orden católico. Eran los enemi
gos de ese orden,
que arrancaba de una Edad Media, idealizada
en cierto modo por el romanticismo, quienes pretendían cam
biarlo. Y cambio fue la Refonna protestante y la Revolución fran
cesa,
el Liberalismo y el Comunismo. Cambio del orden social
católico, por 1nuy degradado que ya estuviera, pero que aun así
se hacía intolerable a los hijos del pecado, a los hijos de Lucifer.
Porque
la verdad es inmóvil y la mentira es cambio. Porque
Dios es inmóvil y Satanás es ca1nbio y revolución. Por eso los
hijos de la revolución protestante, francesa, liberal o comunista,
pudieron llamar con razón inmovilistas a quienes propugnaban,
todavía ideológicamente, o con las armas al brazo, el orden social
católico
que se resistfa a morir. Claro está que la palabra inmovi
lista tenia sentido peyorativo
en la boca de los enemigos del
orden social católico, frente a la in1novilidad de la muerte, en la
que todo acaba para el que no cree, o la del mineral sin ningún
síntoma de vida o inteligencia.
Mas, queriendo insultar, en realidad, definían con bastante
precisión a los últimos defensores de
un orden social católico
que luchaba por no sucumbir. Y digo con bastante precisión por
que, evidente1nente, no era con exactitud. Bien sabían, los que
crefan en ese orden social católico que, en la realidad de las pos
trimerias del antiguo régimen,
era apenas una burda caricatura de
ese orden ideal e idealizado por el que tantos lucharon, por el
que tantos murieron. Nadie en el cielo querrá ca1nbiar, todos que-
Verbo, núm. 371-372 (1999), 27-36. 27
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FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE lA CIGOÑA
rrian cambiar en el infierno. La Iglesia católica no ca1nbia. Idem
sensu eademque sententia. La herejía cambia a todas horas cada
día. Cainbiar no es una idea católica, el cambio es revolución.
Pero no podemos confundir lo ideal con la realidad. La Iglesia
santa de Dios
con los hombres pecadores que la integran, la ver
dad soñada con la realidad vivida. Y ella, la realidad, ha hecho
que en verdad los católicos no fueran inmovilistas y siempre estu
vieran llamados
al cambio interior en una exigencia de ser mejo
res,
en una exigencia de ser mejores, en una exigencia de santi
dad.
La palabra de Dios no pasará, ni una tilde caerá de la tnisma,
todo el que se extravie y no permanece en la doctrina de Cristo
no tiene a Dios, el que permanece en la doctrina ese tiene al
Padre y al Hijo: es palabra de Dios, no cabe cambio alguno. En
esa tensión entre el cambio personal
en el camino de la santidad
y la fidelidad a la palabra de Dios surgió, entre las brumas medie
vales,
un orden social que queña ser de Cristo y vivir según el
Evangelio, claro
que con flaquezas y pecados, pero también con
arrepentimiento y santidad. Ese orden perduró siglos y las leyes
fueron católicas, el arte fue católico, los reyes fueron católicos, el
pueblo fue católico. Y al lado de las catedrales y de las pinturas
de Giotto y de fray Angélico,
de San Luis y San Fernando, de los
benedictinos, los dominicos, los franciscanos y los jesuitas, de las
Cruzadas, de la evangelización de América, de la Reconquista y
Lepanto, de Domingo, de Ignacio y Teresa y los Juanes y mil más,
estuvo, cómo no, el pecado
que acompaña al hombre desde la
calda de Adán.
Después, la monarquía absoluta aún diciéndose católica en
los reinos meridionales, que los del septentrión hablan ya prefe
rido el pecado, vio en la Iglesia de Jesucristo, no su apoyo y su
razón de
ser, sino un lítnite a sus pretensiones totalitarias. Y la
unión del altar y del trono pasó a ser un sometimiento de aquél
a éste,
pese al obispo de Cuenca y el de Coimbra y a los belgas
sublevados contra el rey Sacristán o el arzobispo Beaumont
de
París. Se conservaban las apariencias externas y eran siglos de
colaboración entre ambas potestades que pesaban en las fideli
dades de los pueblos y
La Vandée francesa, y el cardenal Rufo y
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Fundaci\363n Speiro
EL CAMBIO RELIGIOSO-POLÍI'ICO EN ESPAÑA
los napolitanos, y los españoles de la independencia y después
los carlistas y los miguelistas
de Portugal, quisieron defender el
antiguo orden1 que aun lo sentían católico, frente a la revolución
y el liberalismo.
Aunque también esa defensa pedía cambios, cambios políti
cos
que limitaran los excesos del absolutismo y su injerencia en
campos que eran de la exclusiva competencia de la Iglesia. El
pri1ner Lamennais y los ultra1nontanos franceses, los diputados
tradicionalistas de las Cortes de Cádiz
y los Persas con su 1nani
fiesto, el Rancio y Vélez y muchos más, apuntaban muy funda
das críticas a un sistema que se agotaba vícti1na de sus propias
contradicciones.
La agonía fue larga y cruenta. Sobre todo en nuestra patria.
Tal
porque la monarquía española fue la que mantuvo mayor
fidelidad a la Iglesia pese a hechos tan lamentables como la
expulsión de los jesuitas y el decreto cismático de Urquijo. Y el
pueblo católico español salió en defensa de su rey y de su fe en
una guerra que fue -son las palabras conocidas de Menéndez
Pelayo-como de tribus salvajes lanzadas al campo en las pri
mitivas edades de la historia, guerra de exterminio y asolamien
to, de degüello
y represalias feroces que duró siete años, que ha
levantado la cabeza otras dos veces, y quizá no la postrera, y no
ciertamente por interés dinástico o por interés fuerista, ni siquie
ra
por amor muy declarado o fervoroso a éste o aquél sistema
político sino
por algo más hondo que todo eso, por la instintiva
reacción del sentimiento católico brutahnente escarnecido y por
la generosa repugnancia a mezclarse en la turba en que se infa
maron los degolladores de los frailes y los jueces de los degolla
dores, los robadores y los incendiarios de las iglesias y los ven
dedores y compradores de sus bienes.
Esa guerra se perdió y el
orden social católico se vino abajo,
aunque tenía tanta fuerza
en sí mismo y estaba tan arraigado en
el corazón del pueblo, que el nuevo régilnen tuvo que mantener
algunas apariencias externas, aunque el interior fuera tan distin
to. Esas apariencias fueron las
de la monarquía católica1 aunque
esa monarquía fuera la de la matanza de frailes de 1834 y 1835 y
la desamortización. Y digo apariencia porque el lweralismo
que
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FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA. CIGOÑA
se instaló en España, después de los intentos de Cádiz en 1810 y
del Trienio de 1820, era la absoluta negación del orden social
católico. Porque el liberalismo no es la monarquía parlamentaria
y los partidos políticos, eso
son accidentes, el liberalismo supo
ne
pura y simplemente que los pueblos dejen de regirse por la
volunrad de Dios que es sustituida
por la voluntad del hombre.
Así, lisa y llanamente, sustituyendo la soberania de Cristo por la
soberanía popular, sin limitación alguna. Porque aún cabría
un
cambio político, la sustitución de las seculares monarquías cató
licas por unas 1nonarquías parla1nentarias católicas, con partidos
politicos, con un sufragio más o 1nenos extenso, o incluso uni
versal, con voto censitario, masculino o masculino y femenino,
que fueron las etapas que siguió el liberalismo.
Ese cambio, por funda1nental que fuera, no sería 1nás que un
cambio político
en cuestiones que Dios dejó al arbitrio de los
hombres, cambio que podría gustar o disgustar a detenninadas
sensibilidades, que estaban legítimamente autorizadas a sostener
lo o aracarlo. No era eso el liberalismo, aunque también fuera
eso. El liberalismo, en su sustancia, en su fundamento, suponía
expulsar a Dios de la sociedad. Suponia que la ley era la volun
rad del hombre
aun contra la voluntad de Dios. La soberania
popular mientras respete
la voluntad de Dios podrá ser defendi
da o impugnada según los argumentos que cada uno esgrilna,
ese orden social aun podría ser monarquía católica en España, la
apostólica el Imperio Austro-húngaro, la cristianísima de Francia
o la fidelísima de Portugal. Y sus reyes podrían ser más católicos
que nuestro Carlos Ill, que José 11, que Luis XI/y que José I, cosa,
por otra parte, no demasiado dificil, desde luego en el aspecto
público e incluso
en el personal, salvando tal vez al tercero de
nuestros Carlos, que siempre se sintió fiel católico, pese a cargar
sobre sus espaldas la inmensa responsabilidad de la extinción de
la Compañía de Jesús.
Mas lo que quería ese nuevo orden, sobre todo en primer
lugar, era expulsar a Dios y a su voluntad de la sociedad. Por eso
el nuevo orden, o desorden, nacía en estado de pecado 1nortal y
por eso era inaceptable para los católicos. Que los hombres deci
dan quiénes deben ser jefes de gobierno o que éstos sean de
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EL CAMBIO RELIGIOSO-POLÍTICO EN ESPAÑA
libre designación real, que un estado sea unitario o federal, que
tenga colonias y las defienda o renuncie a ellas, que los impues
tos sean mayores o menores, que el ejército sea profesional o no,
que exista monarquía o república, que se varíe el código civil, el
mercantil o el procesal, o incluso la misma constitución, puede
hacerse con Dios, sin Dios y contra Dios. El liberalismo lo hizo
contra Dios, ese fue el radical cambio. Por eso, sobre todo por
eso, tuvo en contra a los católicos. Murió Fernando VII, rey del
que no voy a hacer aquí el elogio o el ataque. Una niña de tres
años recibió sobre su débil cuerpecito el peso inmenso de una
1nonarquía multisecular que todavía era una monarquía católica.
Obvio es decir que la niña no sabía lo que era ser reina y lo que
era ser católica, y esto último lo fue, aunque sus mentores en esas
edades infantiles fueran Agustín Argüelles y Manuel José Quin
tana, es decir, lo peor de lo peor. A esa niña la hicieron bandera
de
lo que no sabía que era, como a su tío don Carlos, aunque él
bien lo supiera, de lo contrario.
Y aquella copla del ciego que recogió Menéndez Pelayo:
Viva Cristo, muera Luzbel, muera don Carlos, viva Isabel, ence
rraba toda la tragedia de una guerra que asoló España, que ha
levantado la cabeza otras dos veces y, como el egregio santan
derino sospechaba, no
era quizá la postrera, porque en un año
de gloria y de dolor cual el de 1936, volvió a surgir con más
espanto y más gloria si cabe, por la instintiva reacción del senti-
1niento católico brutalmente escarnecido.
Hablaremos de esa guerra más tarde. Ahora lo que nos inte
resa resaltar es el verdadero 111eollo del asunto, es el muera
Cristo, porque ese el pecado original del liberalismo. Y esa fue la
única y verdadera razón de aquel sacudimiento trágico que con
movió las entrañas
de España a fines de 1833. Entonces no exis
tía
TV y la mayoría de los españoles eran analfabetos. En el
Maestrazgo y
en Navarra, en el País Vasco y Cataluña, en Valencia
y en Galicia apenas sabían unos pocos ilustrados quién era el rey
de España y tampoco les importaba demasiado. Les bastaba saber
que en Madrid estaba el rey de todos y que se preocupaba, o al
menos ellos se lo creían, por todos. Pese a sus hambres y a sus
miserias y su
falta de casi todo. Pocos años hacía, apenas veinti-
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FRANCISCO ]OSE FERNÁNDEZ DE LA CIGOÑA
cinco, que ese pueblo había escuchado el grito de que España
estaba en peligro y todos acudieron presurosos a salvarla. Lo de
menos es que lo dijera el alcalde de Móstoles o Juán Pérez Villa
mil por su boca, un fraile en el púlpito o un hidalgo semiarrui
nado
en un pueblo desconocido.
La voz saa.idió España entera, que se levantó en annas con
tra el invasor que quería despojar a nuestra nación de su rey y,
según les deáan, y no con escaso fundamento, de su religión.
Guerra, gritó ante el altar el sacerdote con ira, guerra repitió la
lira con indómito cantar, guerra
gritó al despertar el pueblo que
al
mundo aterra. Estoy en Cataluña. Bien, sé que cuando los
niños estudiaban historia eran inmortales Gerona y Zaragoza.
Pero no quiero referirme a esas gestas heróicas, generahnente
reconocidas. Fue todo un pueblo, el catalán, el que dio en aque
llos largu!simos años
un ejemplo de amor a España cual no lo dio
región otra alguna de nuestra patria. Fronteriza con la Francia
omnipresente, que cercaba en Cádiz al que parec!a el último bas
tión de resistencia, alejadisima
de los ejércitos de Wellington que
alumbraban un albor de esperanza, aquella provincia admirable,
aun dolida por los decretos de Felipe V, fue la más heróica, la
más española de las regiones
de España.
Galicia, tras el primer impulso invasor, pasó a ser intenden
cia y retaguardia, y Asturias también; Cádiz una isla en el mar
imperial, la baja Extremadura conquista efimera, algunos rincones
de Murcia y de la Andaluc!a oriental
no llegañan a ser pisados
por el francés y en Navarra estaba Mina, y en Castilla el Empeci
nado y el cura Merino, el Charro en Salamanca, y La Mancha
ardía en rebeliones. Pero salvo el caso navarro, también fronteri
zo, las demás regiones distaban muchos kilómetros de las bases
de aprovisionamiento y reclutamiento francesas. Cataluña no1
estaba a un paso y ese paso fue sangriento e imposible, cada
pueblo, cada catalán, fue
un bastión contra el francés. Y las pro
clamas de esos pueblos, de esos catalanes
que firmaban verda
dera1nente con su sangre, eran emocionantes testimonios de
amor a España. Sab!an, y lo decían, que su sacrificio, repetido d!a
a d!a, era una ofrenda a la patria común de la que sent!an hijos
fidelísimos; su Vfsca Espanya no era un grito retórico, como el
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EL CAMBIO RELIGIOSO-POÚTICO EN ESPAÍVA
que yo pueda dar hoy aquí. Lo rubricaron con su sangre y sus
haciendas. Creo
que Cataluña, la Cataluña españolísima1 nunca
fue más española que entonces. También lo había sido un siglo
antes, Casanova y el Fossar de las Moreras
son un testimonio muy
español, pese a las tergiversaciones de hoy.
Pero
el españolismo catalán de entonces, españolis1no aus
tríaco,
se enfrentaba al españolismo borbónico de otras provin
cias
de España. En los albores del siglo XIX, la sintonía fue per
fecta y el sacrificio total. Bien
sé que en días de nacionalismos
espúreos y casi recién inventados, hay un sentimiento en el resto
de España que atribuye a los catalanes mercantilismos fenicios y
cultos al dios dinero
que podrían reflejarse en el vulgarismo de
la pela es la pela o en el más clásico de Barcelona es bona si la
bolsa sana. No quiero hacer tesis de agradecimientos personales
míos
por impagables que sean, de Juan Vallet, del padre Alba y
Sentmenat y de todo lo que eso significa, donde siempre me
encontré como en 111i casa; de unos inolvidables mosenes tarra
conenses, Domenech, Ferrer, Robert y tantos más que entregaban
a manos llenas todo lo que tenían, por poco que fuera; de la
familia Argerich
que tengo por casi mía, de los Marineres, Gomis1
Fondevilas, Piñales, Morenos y tantos más que ,harían intennina
ble esta cita. Pero yo no soy una excepción, más bien la genero
sidad es la regla, la generosidad de Cataluña con España, que
otro cambio político quiere hacer hoy olvidar, como si olvidarse
pudiesen siglos de an1or y de patria.
Triunfó al fin el liberalismo y
el orden social feneció. Aunque,
como os decía, las épocas moderadas quisieran mantener una
apariencia del mismo. Aun no se había producido el ca111bio reli
gioso. Los católicos de filas adoraban a Pío Nono, el Papa rey, y
1nuchos todavía
estaban dispuestos a morir por un rey católico.
Los
obispos formaban frente cerrado contra el liberalismo y enar
bolaban la bandera del Syl/abus.
¡Qué episcopado tuvimos en el siglo XIX! El sin par cardenal
Quevedo, obispo de la humilde diócesis de Orense, el también
cardenal lnguanzo, obispo de Zamora y de Toledo; Martínez
Jiménez en Astorga y Zaragoza; Arias Teijeiro en Pamplona y
Valencia; Vélez
en Ceuta, Burgos y Santiago; Costa y Borrás en
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FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE L4 CIGOÑA
Lérida, Barcelona y Tarragona, el cardenal Spinola, hoy beato, en
Caria, Málaga y Sevilla, y muchísimos más. El cambio político no
había arrastrado el cambio religioso. Aún en el siglo xx los obis
pos seguían siendo obispos co1110 Dios manda.
Pero no bastaba con haber expulsado a Dios de la sociedad
para recluirle
en el interior de los templos. Aun ali! se notaba
demasiado
su presencia, y esa presencia estorbaba. Y llegó un
año, el de 1936, en el que el cambio político se despojó de su
última careta para mostrar sin tapujos su rostro satánico. Y c01no
a Dios
no se le podía matar, se intentó hacerlo en sus obispos,
en sus sacerdotes y religiosos, en sus monjas, en sus seminaristas
y novicios, en sus s.eglares, en sus iglesias, en sus ilnágenes. La
fotografía de unos milicianos fusilando al Corazón de Jesús en el
Cerro de los Ángeles es la fotografía de ese cambio político que
había llegado a su último estadio.
Y, con el Corazón de Cristo, se fusiló a trece obispos, o doce
y un adnlinistrador apostólico, a casi siete 1nil sacerdotes y reli
giosos, a casi trescientas monjas
y a miles de seglares que tenían
como único pecado el creer en Dios y el amar a España. Y una
vez más la España católica se alzó contra ese cambio político, en
anhelos de un orden social católico. Y en esta ocasión Dios
Nuestro
Señor, tal vez conmovido por tanta sangre co1no se le
ofrecía, nos dio
la victoria.
El después son hechos recientes que ya todos conocéis. Pero
al cambio político seguió en esta ocasión el cambio religioso. O
incluso se anticipó a él
y clérigos malnacidos quisieron pedir per
dón por la gloria y el martirio, por haber llenado el cielo de san
tos. La constitución que hoy nos rige es una constitución sin Dios
y apenas hubo nueve obispos de España que se atrevieron a
señalar ese pecado contra Dios. Podrán gustar 1nás o n1enos las
autonomías y la ley d'Hont, los partidos políticos o la monarquía;
no era eso contra lo que protestaba esa mínima fracción del epis
copado, apenas un diez por ciento del mismo. Todo eso puede
ser asu1nido por un católico con gozo o con la mano en la nariz.
Contra lo que esos obispos protestaban era contra la expulsión
de Dios en España. Los demás callaron como Pedro, o negaron
como Pedro, y
no se oyó cantar el gallo en esa noche triste de la
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EL CAMBIO RELIGIOSO-POÚYICO EN ESPAÑA
patria. Acaba de morir casi el último de aquellos obispos preci
samente aquí, en Barcelona, en Sentmenat, con el corazón roto
de amor a la Iglesia y de amor a España. Desde aquí quiero ren
dir
un testimonio de gratitud y veneración a la egregia figura de
aquel obispo de España que fue José Guerra Campos.
El cambio político y el cambio religioso, la España del divor
cio y el aborto,
de la pornografía y el asesinato, de los obispos
mudos,
de los seminarios vacíos, de la fe cobarde. Ante todo ello
no podemos ser inmovilistas, somos nosotros ahora los partida
rios del cambio, del cambio de España y de la religión en España.
Cambio,
porque lo que hay no es bueno y, por tanto, no es lo
que quiere Dios, y cambios también porque los imponen las nue
vas circunstancias. No es lo 1nis1no actuar desde un orden social
católico, por imperfecciones que pueda tener, que desde un
desorden social anticatólico. Algún ejemplo lo pondrá en evi
dencia. Nuestros mayores postulaban la
unión sin confusión o la
distinción sin separación de
la Iglesia y el Estado. León XIII, en
alguna de sus irunortales encíclicas, aludía a la unión entre el
cuerpo
y el alma como comparación respecto a las dos socieda
des: la Iglesia y el Estado. Pero eso sólo puede darse dentro de
un orden social católico.
¿Cabe la Iglesia unida a un gobierno socialista o comunista o
incluso liberal? ¿Bendiciendo
el divorcio o el aborto o los matri
monios homosexuales o la sitnple homosexualidad? ¿La célebre
apología del altar y del trono del capuchino Vélez, cabría escribir
la hoy católicamente del altar y del gobierno español?
El hecho del
patronato con la consiguiente presentación
de obispos que la
Iglesia concedió a los 1nonarcas españoles, ¿cabría que la ejercie
ran Alfonso Guerra o Felipe González? ¿Cabe hoy imponer, no digo
que procurar, que esto claro
que cabe, la unidad católica en nues
tra patria? Múltiples veces los Pontífices y los obispos clamaron
contra la libertad de enseñanza que entonces se pretendía para
enseñar el error. ¿No debemos hoy reclamarla para que se pueda
enseñar la verdad? ¿No debemos hoy exigir a nuestros padres en
la fe, los obispos, que durante casi dos siglos arr9straron destierros,
prisiones y hasta la misma muerte por defender la religión, que
recuperen parte,
al menos, del valor de sus antecesores?
35
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FRANCISCO JOS2 FERNÁNDEZ DE LA CJGO!vA
Véis que el cambio ha sido radical. Desde ese cambio hoy
debemos procurar el cambio para que nuestra España vuelva a
ser la nación de Cristo y de Maria
que nunca debió dejar de ser
y si aun tal cosa hubiera ocurrido tras la derrota de las huestes
católicas y con la protesta de obispos, sacerdotes y fieles, po
driamos sufrirlo con
la resignación del deber cumplido y con la
seguridad de
que en el Cielo mereceríamos el abrazo amoroso
del Señor.
Pero todo se entregó cobarde y villanamente como Judas
entregó a Cristo
en el huerto de Getsemaní o como el conde don
Julián, que era un político, y don Opas, que era un obispo, entre
garon España a la morisma. Cambiemos a los Julianes y a los
Opas
por Pelayos y Cisneros y reconquistemos para España un
orden social católico.
No
soy yo, que nada valgo, quien a ello os convoca, es Cristo
Nuestro Señor y
María .su Santísilua Madre quienes os llaman a
ese combate en la seguridad de que si a él acudís con la fe y el
valor de nuestros mayores, se renovarán Covadongas y Granadas.
Mas si seguís sin pulso, olvidados de Dios y de España, no mere
ceréis más que Guadaletes y Paracuellos y el día de vuestra muer
te el olvido de Dios.
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EN ESPAÑA
POR
FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA CIGOÑA
Muchos años, muchísimos, la palabra cambio fue ajena al
léxico de quienes postulaban un orden católico. Eran los enemi
gos de ese orden,
que arrancaba de una Edad Media, idealizada
en cierto modo por el romanticismo, quienes pretendían cam
biarlo. Y cambio fue la Refonna protestante y la Revolución fran
cesa,
el Liberalismo y el Comunismo. Cambio del orden social
católico, por 1nuy degradado que ya estuviera, pero que aun así
se hacía intolerable a los hijos del pecado, a los hijos de Lucifer.
Porque
la verdad es inmóvil y la mentira es cambio. Porque
Dios es inmóvil y Satanás es ca1nbio y revolución. Por eso los
hijos de la revolución protestante, francesa, liberal o comunista,
pudieron llamar con razón inmovilistas a quienes propugnaban,
todavía ideológicamente, o con las armas al brazo, el orden social
católico
que se resistfa a morir. Claro está que la palabra inmovi
lista tenia sentido peyorativo
en la boca de los enemigos del
orden social católico, frente a la in1novilidad de la muerte, en la
que todo acaba para el que no cree, o la del mineral sin ningún
síntoma de vida o inteligencia.
Mas, queriendo insultar, en realidad, definían con bastante
precisión a los últimos defensores de
un orden social católico
que luchaba por no sucumbir. Y digo con bastante precisión por
que, evidente1nente, no era con exactitud. Bien sabían, los que
crefan en ese orden social católico que, en la realidad de las pos
trimerias del antiguo régimen,
era apenas una burda caricatura de
ese orden ideal e idealizado por el que tantos lucharon, por el
que tantos murieron. Nadie en el cielo querrá ca1nbiar, todos que-
Verbo, núm. 371-372 (1999), 27-36. 27
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rrian cambiar en el infierno. La Iglesia católica no ca1nbia. Idem
sensu eademque sententia. La herejía cambia a todas horas cada
día. Cainbiar no es una idea católica, el cambio es revolución.
Pero no podemos confundir lo ideal con la realidad. La Iglesia
santa de Dios
con los hombres pecadores que la integran, la ver
dad soñada con la realidad vivida. Y ella, la realidad, ha hecho
que en verdad los católicos no fueran inmovilistas y siempre estu
vieran llamados
al cambio interior en una exigencia de ser mejo
res,
en una exigencia de ser mejores, en una exigencia de santi
dad.
La palabra de Dios no pasará, ni una tilde caerá de la tnisma,
todo el que se extravie y no permanece en la doctrina de Cristo
no tiene a Dios, el que permanece en la doctrina ese tiene al
Padre y al Hijo: es palabra de Dios, no cabe cambio alguno. En
esa tensión entre el cambio personal
en el camino de la santidad
y la fidelidad a la palabra de Dios surgió, entre las brumas medie
vales,
un orden social que queña ser de Cristo y vivir según el
Evangelio, claro
que con flaquezas y pecados, pero también con
arrepentimiento y santidad. Ese orden perduró siglos y las leyes
fueron católicas, el arte fue católico, los reyes fueron católicos, el
pueblo fue católico. Y al lado de las catedrales y de las pinturas
de Giotto y de fray Angélico,
de San Luis y San Fernando, de los
benedictinos, los dominicos, los franciscanos y los jesuitas, de las
Cruzadas, de la evangelización de América, de la Reconquista y
Lepanto, de Domingo, de Ignacio y Teresa y los Juanes y mil más,
estuvo, cómo no, el pecado
que acompaña al hombre desde la
calda de Adán.
Después, la monarquía absoluta aún diciéndose católica en
los reinos meridionales, que los del septentrión hablan ya prefe
rido el pecado, vio en la Iglesia de Jesucristo, no su apoyo y su
razón de
ser, sino un lítnite a sus pretensiones totalitarias. Y la
unión del altar y del trono pasó a ser un sometimiento de aquél
a éste,
pese al obispo de Cuenca y el de Coimbra y a los belgas
sublevados contra el rey Sacristán o el arzobispo Beaumont
de
París. Se conservaban las apariencias externas y eran siglos de
colaboración entre ambas potestades que pesaban en las fideli
dades de los pueblos y
La Vandée francesa, y el cardenal Rufo y
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los napolitanos, y los españoles de la independencia y después
los carlistas y los miguelistas
de Portugal, quisieron defender el
antiguo orden1 que aun lo sentían católico, frente a la revolución
y el liberalismo.
Aunque también esa defensa pedía cambios, cambios políti
cos
que limitaran los excesos del absolutismo y su injerencia en
campos que eran de la exclusiva competencia de la Iglesia. El
pri1ner Lamennais y los ultra1nontanos franceses, los diputados
tradicionalistas de las Cortes de Cádiz
y los Persas con su 1nani
fiesto, el Rancio y Vélez y muchos más, apuntaban muy funda
das críticas a un sistema que se agotaba vícti1na de sus propias
contradicciones.
La agonía fue larga y cruenta. Sobre todo en nuestra patria.
Tal
porque la monarquía española fue la que mantuvo mayor
fidelidad a la Iglesia pese a hechos tan lamentables como la
expulsión de los jesuitas y el decreto cismático de Urquijo. Y el
pueblo católico español salió en defensa de su rey y de su fe en
una guerra que fue -son las palabras conocidas de Menéndez
Pelayo-como de tribus salvajes lanzadas al campo en las pri
mitivas edades de la historia, guerra de exterminio y asolamien
to, de degüello
y represalias feroces que duró siete años, que ha
levantado la cabeza otras dos veces, y quizá no la postrera, y no
ciertamente por interés dinástico o por interés fuerista, ni siquie
ra
por amor muy declarado o fervoroso a éste o aquél sistema
político sino
por algo más hondo que todo eso, por la instintiva
reacción del sentimiento católico brutahnente escarnecido y por
la generosa repugnancia a mezclarse en la turba en que se infa
maron los degolladores de los frailes y los jueces de los degolla
dores, los robadores y los incendiarios de las iglesias y los ven
dedores y compradores de sus bienes.
Esa guerra se perdió y el
orden social católico se vino abajo,
aunque tenía tanta fuerza
en sí mismo y estaba tan arraigado en
el corazón del pueblo, que el nuevo régilnen tuvo que mantener
algunas apariencias externas, aunque el interior fuera tan distin
to. Esas apariencias fueron las
de la monarquía católica1 aunque
esa monarquía fuera la de la matanza de frailes de 1834 y 1835 y
la desamortización. Y digo apariencia porque el lweralismo
que
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FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA. CIGOÑA
se instaló en España, después de los intentos de Cádiz en 1810 y
del Trienio de 1820, era la absoluta negación del orden social
católico. Porque el liberalismo no es la monarquía parlamentaria
y los partidos políticos, eso
son accidentes, el liberalismo supo
ne
pura y simplemente que los pueblos dejen de regirse por la
volunrad de Dios que es sustituida
por la voluntad del hombre.
Así, lisa y llanamente, sustituyendo la soberania de Cristo por la
soberanía popular, sin limitación alguna. Porque aún cabría
un
cambio político, la sustitución de las seculares monarquías cató
licas por unas 1nonarquías parla1nentarias católicas, con partidos
politicos, con un sufragio más o 1nenos extenso, o incluso uni
versal, con voto censitario, masculino o masculino y femenino,
que fueron las etapas que siguió el liberalismo.
Ese cambio, por funda1nental que fuera, no sería 1nás que un
cambio político
en cuestiones que Dios dejó al arbitrio de los
hombres, cambio que podría gustar o disgustar a detenninadas
sensibilidades, que estaban legítimamente autorizadas a sostener
lo o aracarlo. No era eso el liberalismo, aunque también fuera
eso. El liberalismo, en su sustancia, en su fundamento, suponía
expulsar a Dios de la sociedad. Suponia que la ley era la volun
rad del hombre
aun contra la voluntad de Dios. La soberania
popular mientras respete
la voluntad de Dios podrá ser defendi
da o impugnada según los argumentos que cada uno esgrilna,
ese orden social aun podría ser monarquía católica en España, la
apostólica el Imperio Austro-húngaro, la cristianísima de Francia
o la fidelísima de Portugal. Y sus reyes podrían ser más católicos
que nuestro Carlos Ill, que José 11, que Luis XI/y que José I, cosa,
por otra parte, no demasiado dificil, desde luego en el aspecto
público e incluso
en el personal, salvando tal vez al tercero de
nuestros Carlos, que siempre se sintió fiel católico, pese a cargar
sobre sus espaldas la inmensa responsabilidad de la extinción de
la Compañía de Jesús.
Mas lo que quería ese nuevo orden, sobre todo en primer
lugar, era expulsar a Dios y a su voluntad de la sociedad. Por eso
el nuevo orden, o desorden, nacía en estado de pecado 1nortal y
por eso era inaceptable para los católicos. Que los hombres deci
dan quiénes deben ser jefes de gobierno o que éstos sean de
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Fundaci\363n Speiro
EL CAMBIO RELIGIOSO-POLÍTICO EN ESPAÑA
libre designación real, que un estado sea unitario o federal, que
tenga colonias y las defienda o renuncie a ellas, que los impues
tos sean mayores o menores, que el ejército sea profesional o no,
que exista monarquía o república, que se varíe el código civil, el
mercantil o el procesal, o incluso la misma constitución, puede
hacerse con Dios, sin Dios y contra Dios. El liberalismo lo hizo
contra Dios, ese fue el radical cambio. Por eso, sobre todo por
eso, tuvo en contra a los católicos. Murió Fernando VII, rey del
que no voy a hacer aquí el elogio o el ataque. Una niña de tres
años recibió sobre su débil cuerpecito el peso inmenso de una
1nonarquía multisecular que todavía era una monarquía católica.
Obvio es decir que la niña no sabía lo que era ser reina y lo que
era ser católica, y esto último lo fue, aunque sus mentores en esas
edades infantiles fueran Agustín Argüelles y Manuel José Quin
tana, es decir, lo peor de lo peor. A esa niña la hicieron bandera
de
lo que no sabía que era, como a su tío don Carlos, aunque él
bien lo supiera, de lo contrario.
Y aquella copla del ciego que recogió Menéndez Pelayo:
Viva Cristo, muera Luzbel, muera don Carlos, viva Isabel, ence
rraba toda la tragedia de una guerra que asoló España, que ha
levantado la cabeza otras dos veces y, como el egregio santan
derino sospechaba, no
era quizá la postrera, porque en un año
de gloria y de dolor cual el de 1936, volvió a surgir con más
espanto y más gloria si cabe, por la instintiva reacción del senti-
1niento católico brutalmente escarnecido.
Hablaremos de esa guerra más tarde. Ahora lo que nos inte
resa resaltar es el verdadero 111eollo del asunto, es el muera
Cristo, porque ese el pecado original del liberalismo. Y esa fue la
única y verdadera razón de aquel sacudimiento trágico que con
movió las entrañas
de España a fines de 1833. Entonces no exis
tía
TV y la mayoría de los españoles eran analfabetos. En el
Maestrazgo y
en Navarra, en el País Vasco y Cataluña, en Valencia
y en Galicia apenas sabían unos pocos ilustrados quién era el rey
de España y tampoco les importaba demasiado. Les bastaba saber
que en Madrid estaba el rey de todos y que se preocupaba, o al
menos ellos se lo creían, por todos. Pese a sus hambres y a sus
miserias y su
falta de casi todo. Pocos años hacía, apenas veinti-
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Fundaci\363n Speiro
FRANCISCO ]OSE FERNÁNDEZ DE LA CIGOÑA
cinco, que ese pueblo había escuchado el grito de que España
estaba en peligro y todos acudieron presurosos a salvarla. Lo de
menos es que lo dijera el alcalde de Móstoles o Juán Pérez Villa
mil por su boca, un fraile en el púlpito o un hidalgo semiarrui
nado
en un pueblo desconocido.
La voz saa.idió España entera, que se levantó en annas con
tra el invasor que quería despojar a nuestra nación de su rey y,
según les deáan, y no con escaso fundamento, de su religión.
Guerra, gritó ante el altar el sacerdote con ira, guerra repitió la
lira con indómito cantar, guerra
gritó al despertar el pueblo que
al
mundo aterra. Estoy en Cataluña. Bien, sé que cuando los
niños estudiaban historia eran inmortales Gerona y Zaragoza.
Pero no quiero referirme a esas gestas heróicas, generahnente
reconocidas. Fue todo un pueblo, el catalán, el que dio en aque
llos largu!simos años
un ejemplo de amor a España cual no lo dio
región otra alguna de nuestra patria. Fronteriza con la Francia
omnipresente, que cercaba en Cádiz al que parec!a el último bas
tión de resistencia, alejadisima
de los ejércitos de Wellington que
alumbraban un albor de esperanza, aquella provincia admirable,
aun dolida por los decretos de Felipe V, fue la más heróica, la
más española de las regiones
de España.
Galicia, tras el primer impulso invasor, pasó a ser intenden
cia y retaguardia, y Asturias también; Cádiz una isla en el mar
imperial, la baja Extremadura conquista efimera, algunos rincones
de Murcia y de la Andaluc!a oriental
no llegañan a ser pisados
por el francés y en Navarra estaba Mina, y en Castilla el Empeci
nado y el cura Merino, el Charro en Salamanca, y La Mancha
ardía en rebeliones. Pero salvo el caso navarro, también fronteri
zo, las demás regiones distaban muchos kilómetros de las bases
de aprovisionamiento y reclutamiento francesas. Cataluña no1
estaba a un paso y ese paso fue sangriento e imposible, cada
pueblo, cada catalán, fue
un bastión contra el francés. Y las pro
clamas de esos pueblos, de esos catalanes
que firmaban verda
dera1nente con su sangre, eran emocionantes testimonios de
amor a España. Sab!an, y lo decían, que su sacrificio, repetido d!a
a d!a, era una ofrenda a la patria común de la que sent!an hijos
fidelísimos; su Vfsca Espanya no era un grito retórico, como el
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EL CAMBIO RELIGIOSO-POÚTICO EN ESPAÍVA
que yo pueda dar hoy aquí. Lo rubricaron con su sangre y sus
haciendas. Creo
que Cataluña, la Cataluña españolísima1 nunca
fue más española que entonces. También lo había sido un siglo
antes, Casanova y el Fossar de las Moreras
son un testimonio muy
español, pese a las tergiversaciones de hoy.
Pero
el españolismo catalán de entonces, españolis1no aus
tríaco,
se enfrentaba al españolismo borbónico de otras provin
cias
de España. En los albores del siglo XIX, la sintonía fue per
fecta y el sacrificio total. Bien
sé que en días de nacionalismos
espúreos y casi recién inventados, hay un sentimiento en el resto
de España que atribuye a los catalanes mercantilismos fenicios y
cultos al dios dinero
que podrían reflejarse en el vulgarismo de
la pela es la pela o en el más clásico de Barcelona es bona si la
bolsa sana. No quiero hacer tesis de agradecimientos personales
míos
por impagables que sean, de Juan Vallet, del padre Alba y
Sentmenat y de todo lo que eso significa, donde siempre me
encontré como en 111i casa; de unos inolvidables mosenes tarra
conenses, Domenech, Ferrer, Robert y tantos más que entregaban
a manos llenas todo lo que tenían, por poco que fuera; de la
familia Argerich
que tengo por casi mía, de los Marineres, Gomis1
Fondevilas, Piñales, Morenos y tantos más que ,harían intennina
ble esta cita. Pero yo no soy una excepción, más bien la genero
sidad es la regla, la generosidad de Cataluña con España, que
otro cambio político quiere hacer hoy olvidar, como si olvidarse
pudiesen siglos de an1or y de patria.
Triunfó al fin el liberalismo y
el orden social feneció. Aunque,
como os decía, las épocas moderadas quisieran mantener una
apariencia del mismo. Aun no se había producido el ca111bio reli
gioso. Los católicos de filas adoraban a Pío Nono, el Papa rey, y
1nuchos todavía
estaban dispuestos a morir por un rey católico.
Los
obispos formaban frente cerrado contra el liberalismo y enar
bolaban la bandera del Syl/abus.
¡Qué episcopado tuvimos en el siglo XIX! El sin par cardenal
Quevedo, obispo de la humilde diócesis de Orense, el también
cardenal lnguanzo, obispo de Zamora y de Toledo; Martínez
Jiménez en Astorga y Zaragoza; Arias Teijeiro en Pamplona y
Valencia; Vélez
en Ceuta, Burgos y Santiago; Costa y Borrás en
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FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE L4 CIGOÑA
Lérida, Barcelona y Tarragona, el cardenal Spinola, hoy beato, en
Caria, Málaga y Sevilla, y muchísimos más. El cambio político no
había arrastrado el cambio religioso. Aún en el siglo xx los obis
pos seguían siendo obispos co1110 Dios manda.
Pero no bastaba con haber expulsado a Dios de la sociedad
para recluirle
en el interior de los templos. Aun ali! se notaba
demasiado
su presencia, y esa presencia estorbaba. Y llegó un
año, el de 1936, en el que el cambio político se despojó de su
última careta para mostrar sin tapujos su rostro satánico. Y c01no
a Dios
no se le podía matar, se intentó hacerlo en sus obispos,
en sus sacerdotes y religiosos, en sus monjas, en sus seminaristas
y novicios, en sus s.eglares, en sus iglesias, en sus ilnágenes. La
fotografía de unos milicianos fusilando al Corazón de Jesús en el
Cerro de los Ángeles es la fotografía de ese cambio político que
había llegado a su último estadio.
Y, con el Corazón de Cristo, se fusiló a trece obispos, o doce
y un adnlinistrador apostólico, a casi siete 1nil sacerdotes y reli
giosos, a casi trescientas monjas
y a miles de seglares que tenían
como único pecado el creer en Dios y el amar a España. Y una
vez más la España católica se alzó contra ese cambio político, en
anhelos de un orden social católico. Y en esta ocasión Dios
Nuestro
Señor, tal vez conmovido por tanta sangre co1no se le
ofrecía, nos dio
la victoria.
El después son hechos recientes que ya todos conocéis. Pero
al cambio político seguió en esta ocasión el cambio religioso. O
incluso se anticipó a él
y clérigos malnacidos quisieron pedir per
dón por la gloria y el martirio, por haber llenado el cielo de san
tos. La constitución que hoy nos rige es una constitución sin Dios
y apenas hubo nueve obispos de España que se atrevieron a
señalar ese pecado contra Dios. Podrán gustar 1nás o n1enos las
autonomías y la ley d'Hont, los partidos políticos o la monarquía;
no era eso contra lo que protestaba esa mínima fracción del epis
copado, apenas un diez por ciento del mismo. Todo eso puede
ser asu1nido por un católico con gozo o con la mano en la nariz.
Contra lo que esos obispos protestaban era contra la expulsión
de Dios en España. Los demás callaron como Pedro, o negaron
como Pedro, y
no se oyó cantar el gallo en esa noche triste de la
34
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EL CAMBIO RELIGIOSO-POÚYICO EN ESPAÑA
patria. Acaba de morir casi el último de aquellos obispos preci
samente aquí, en Barcelona, en Sentmenat, con el corazón roto
de amor a la Iglesia y de amor a España. Desde aquí quiero ren
dir
un testimonio de gratitud y veneración a la egregia figura de
aquel obispo de España que fue José Guerra Campos.
El cambio político y el cambio religioso, la España del divor
cio y el aborto,
de la pornografía y el asesinato, de los obispos
mudos,
de los seminarios vacíos, de la fe cobarde. Ante todo ello
no podemos ser inmovilistas, somos nosotros ahora los partida
rios del cambio, del cambio de España y de la religión en España.
Cambio,
porque lo que hay no es bueno y, por tanto, no es lo
que quiere Dios, y cambios también porque los imponen las nue
vas circunstancias. No es lo 1nis1no actuar desde un orden social
católico, por imperfecciones que pueda tener, que desde un
desorden social anticatólico. Algún ejemplo lo pondrá en evi
dencia. Nuestros mayores postulaban la
unión sin confusión o la
distinción sin separación de
la Iglesia y el Estado. León XIII, en
alguna de sus irunortales encíclicas, aludía a la unión entre el
cuerpo
y el alma como comparación respecto a las dos socieda
des: la Iglesia y el Estado. Pero eso sólo puede darse dentro de
un orden social católico.
¿Cabe la Iglesia unida a un gobierno socialista o comunista o
incluso liberal? ¿Bendiciendo
el divorcio o el aborto o los matri
monios homosexuales o la sitnple homosexualidad? ¿La célebre
apología del altar y del trono del capuchino Vélez, cabría escribir
la hoy católicamente del altar y del gobierno español?
El hecho del
patronato con la consiguiente presentación
de obispos que la
Iglesia concedió a los 1nonarcas españoles, ¿cabría que la ejercie
ran Alfonso Guerra o Felipe González? ¿Cabe hoy imponer, no digo
que procurar, que esto claro
que cabe, la unidad católica en nues
tra patria? Múltiples veces los Pontífices y los obispos clamaron
contra la libertad de enseñanza que entonces se pretendía para
enseñar el error. ¿No debemos hoy reclamarla para que se pueda
enseñar la verdad? ¿No debemos hoy exigir a nuestros padres en
la fe, los obispos, que durante casi dos siglos arr9straron destierros,
prisiones y hasta la misma muerte por defender la religión, que
recuperen parte,
al menos, del valor de sus antecesores?
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FRANCISCO JOS2 FERNÁNDEZ DE LA CJGO!vA
Véis que el cambio ha sido radical. Desde ese cambio hoy
debemos procurar el cambio para que nuestra España vuelva a
ser la nación de Cristo y de Maria
que nunca debió dejar de ser
y si aun tal cosa hubiera ocurrido tras la derrota de las huestes
católicas y con la protesta de obispos, sacerdotes y fieles, po
driamos sufrirlo con
la resignación del deber cumplido y con la
seguridad de
que en el Cielo mereceríamos el abrazo amoroso
del Señor.
Pero todo se entregó cobarde y villanamente como Judas
entregó a Cristo
en el huerto de Getsemaní o como el conde don
Julián, que era un político, y don Opas, que era un obispo, entre
garon España a la morisma. Cambiemos a los Julianes y a los
Opas
por Pelayos y Cisneros y reconquistemos para España un
orden social católico.
No
soy yo, que nada valgo, quien a ello os convoca, es Cristo
Nuestro Señor y
María .su Santísilua Madre quienes os llaman a
ese combate en la seguridad de que si a él acudís con la fe y el
valor de nuestros mayores, se renovarán Covadongas y Granadas.
Mas si seguís sin pulso, olvidados de Dios y de España, no mere
ceréis más que Guadaletes y Paracuellos y el día de vuestra muer
te el olvido de Dios.
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