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Catolicismo político tradicional, liberalismo, socialismo y radicalismo en la España contemporánea

CATOLICISMO POLÍTICO
TRADICIONAL, LIBERALISMO,
SOCIALISMO Y RADICALISMO EN LA
ESPAÑA CONTEMPORÁNEA
Javier Barraycoa
1. Introducción
El presente escrito creemos que se puede resumir con la
siguiente pregunta de Vicente Cárcel Ortí, que se plantea en
una de sus obras: «Por qué no arraigó en España –como en
otras partes de características similares– la democracia cris -
tiana» (1). Contestar esta cuestión nos retrotrae al inicio del
título: «El catolicismo político tradicional» y sus avatares\
. En
la medida que se intente reflexionar sobre el tema se irán
abriendo una serie de hilos discursivos que no nos quedará
más remedio –por exigencias de tiempo y espacio– que
dejar apuntados. Otra cuestión que quedará esbozada al
final del texto, pero de suma importancia, es conseguir
explicar por qué se produjo una secularización casi inmedia -
ta en el proceso de transición democrática. Con otras pala -
bras, ¿qué sucedió en un Estado confesionalmente católico
para que se produjera aquella debacle tras dejar de serlo. La cuestión que trataremos no es baladí pues afecta a la
actual praxis de la política católica y a la comprensión del
peculiar triunfo en España de las tesis católico-liberales, con -
denadas reiteradamente por el magisterio pontifico, que
contrasta con la debilidad de la democracia cristiana (en
cuanto que organización política) en comparación con
otros países. T ambién, otra incógnita a resolver , es por qué
no arraigó en España un Partido Católico o un Zentrum. Los
Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658. 617
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(1) Vicente C
ÁRCELORTÍ,Historia de la Iglesia en la España contemporá -
nea , Madrid, Palabra, 2002, pág. 437.
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JAVIER BARRA YCOA
católicos españoles sufrieron durante más de un siglo las
divisiones entre posturas enconadas que iban desde el inte -
grismo al conser vadurismo, pasando por el carlismo. Para-
dój icamente en la decimonónica España católica, tan
profundamente contrarrevolucionaria, el liberalismo se asen-
taba gracias a sus apariencias moderantistas y conser v a d o r a s .
El catolicismo liberal en España, que nunca tuvo un
arraigo popular como el tradicionalismo, sólo pudo cuajar
en primera instancia en España tras tortuosos recorridos
ideológicos y psíquicos [como el resentimiento(2)], influen-
cias extranjerizantes como el romanticismo o el tradiciona -
lismo filosófico francés. En este proceso cobrarán especial
importancia los intentos explicativos del origen del naciona -
lismo, especialmente el catalán, que influirá en el bizcaitar ra,
pues será en aquél donde emergerán los primeros concep-
tos de «nacionalidad integral». Con otras palabras, debere-
mos revisar la influencia de Maurras en España. Que sólo
en Cataluña o Vascongadas arraigara la democracia cristia-
na en forma de par tido político no es casual. E l catolicismo
liberal en el resto de España s iguió otros cauces, aunque
tarde o temprano se entrecruzaran las corrientes católico-
l i b e r a l e s . Una de las tesis que propondremos es que el nacionalis-
mo o patriotismo moderno español, en sentido jacobino, no
deriva –como parecería lógico– de una evolución del tradi -
cionalismo hacia el conser vadurismo. Por el contrario, la
pista original la encontramos en el catalanismo, contamina -
do ya de catolicismo liberal, que pondrá las bases para que
arraigue en la España castiza un concepto de «nación» que
separaba definitivamente la conceptualización de la Patria
de su sentido tradicional para derivar en una forma conser -
vadora o facistizante. La Patria y la Religión quedaban divor -
ciadas de la forma de gobierno tradicional en España: la
monarquía. A pesar del carácter revolucionario del siglo XIX, esta
ruptura intelectual, jurídica y afectiva tardó muchísimo en
producirse. La clave de la mitigación del proceso revolucio -
618Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658.
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(2) Utilizamos la palabra resentimiento en el sentido técnico expre -
sado por Max Scheler en su obra El resentimiento en la moral.
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nario en España se podía explicar por un fenómeno singu-
lar: la persistencia de tradicionalismo contrarrevoluciona -
rio, a pesar de las constantes derrotas en los campos de
batalla y su innegable persistencia como formación política
en la época de paz. Como señala el profesor José María
Alsina: «El carlismo tuvo arraigo popular gracias a su legiti -
mismo dinástico, de tal modo que sin este hecho difícilmen -
te hubiera aparecido en la historia española un movimiento
semejante, aunque su principal y más profundamente moti -
vación religiosa […]. Podríamos encontrar semejanzas con
otros movimientos antirrevolucionarios como la Vandée, los
tiroleses o los cristeros de México. Pero estos casos, después
de haber fracasado su levantamiento militar desaparecieron
como grupos políticos» (3). Los cortafuegos contra el libe -
ralismo estaban en la misma sociedad tradicional. Una vez
derrotados los ejércitos legitimistas, la sociedad mantenía su
misma esencia y apenas alcanzaba la influencia de las elites
liberales al pueblo llano. Incluso en el ámbito religioso esta
nefasta influencia sólo se pudo realizar a través de la políti -
ca de elección de obispos. La persistencia del tradicionalismo político (de forma
más tenaz que en otros países de Europa) llevó consigo que
ni la democracia cristiana pudiera arraigar con fuerza, ni
que los católicos que querían ser fieles íntegramente a su
credo pudieran sentirse cómodos en un conser vadurismo
decimonónico o en un nacionalismo español moderno. De
ahí que constantemente se escuchen lamentos en aquellos
católicos con vocación política que han malentendido que
la democracia cristiana era la «evolución lógica» del magis -
terio social pontificio que arranca con León XIII (4). O bien
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(3) José María A
LSINAROCA,El tradicionalismo filosófico en España. Su
génesis en la generación r omántica catalana, Barcelona, PPU, 1985, pág. 214.
(4) Ejemplo de ello es la siguiente afirmación de mi amigo Josep Miró
i Ardèvol, miembro de Consejo Pontificio para los Laicos: «En España
nunca ha conseguido existir un verdadero partido demócrata-cristiano.
Ha existido la idea de transponer directamente el catolicismo a la política,
lo cual es un error en el sentido de que la Iglesia puede y debe producir
un criterio en un orden político, pero no puede ni debe aplicarlo directa-
mente y menos todavía puede aceptar que exista un sujeto político que
pretenda representarla de manera literal. Y esto ha sido la tentación de un
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que se haya caído en un masivo «derrotismo» de los católi-
cos, camuflado de «posibilismo».
2. La cuestión de la continuidad «vital» de la praxis de la
política católica
Una previa, para adentrarnos en este complejo proble -
ma, es dilucidar en qué medida se puede plantear la legiti -
midad de ciertas posturas prácticas del catolicismo social y
político actual, simplemente por el agotamiento de determi -
nadas vías, bien por fracasos prácticos, bien por extinción
«natural», bien por incapacidad de adaptación a nuevas
dinámicas sociales. Con otras palabras, ante la desaparición
de la posibilidad inmediata de una restauración de un
Estado católico y la fulgurante secularización de la sociedad
¿Qué debemos hacer los católicos llamados por vocación a
la política y a la restauración del Reino de Cristo? Se abre
ante nosotros una dicotomía, o bien, como muchos han
hecho, hay que aceptar «lo que hay», porque «no hay más»
(hablamos en términos meramente de utilitarismo político:
falta de organizaciones, medios, posibilidades de éxito,
etc.); o bien emprender una emulación de Gedeón y casi
desear que cada vez seamos menos, para que así Dios
demuestre que la victoria es suya. Aunque el cuerpo y el
alma nos pide esto último, ello no resuelve el problema de
la «praxis» cotidiana del católico en la comunidad política.
Ello se debe a la profunda ruptura de una tradición de Res
publica christiana , que aunque se mantuvo en lo político
durante siglos de Cristiandad, hasta la llegada de la
Revolución francesa, ahora esta fractura se ha producido en
lo social y en el alma de millones de católicos. Cuando la tradición política católica finisecular se ha
quebrado, estamos ante una dificultad conceptual: ¿se
puede resucitar algo que ha muerto o entroncarse «artifi -
cialmente» con una tradición fenecida?, o bien estamos
encaminados a hacer germinar de nuevo semillas que reco -
JAVIER BARRA YCOA
620Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658.
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cierto catolicismo en España durante mucho tiempo». Josep M
I R Ó, A n d r e o t i
y la Democracia Cristiana, www . f o r u m l i b e r t a s . c o m .
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rran un camino que las sociedades cristianas tardaron siglos
en recorrer (y por tanto aceptar que es imposible la restaura-
ci ón inmed iata de una Res publica christiana). Con otras pala-
bras, hemos de ser conscientes del peligro que significaría no
entroncar con una vía auténtica que nos hile con la tradición
política católica. Uno de los hilos que prometimos dejar sin
atar sería este: ¿cómo diferenciar el vivir tradicional del vivir
en el tradicionalismo (5). En otros términos, podemos
correr el gravísimo peligro de confundir la tradición (o tra-
dicionalismo) con ideología. Hacemos hincapié en esta cues-
tión, pues la experiencia nos dice que no deja de haber un
goteo constante de católicos que frustrados ante las tesis del
c o n s e r vadurismo político, se acercan a beber de las fuentes
del tradicionalismo, aunque ello no suele acabar cuajando
en una militancia o compromiso. Ello nos debería hacer
reflexionar profundamente. La frustración de los buenos
católicos ante el catolicismo liberal es fácilmente explicable,
lo grave es tener que reconocer que no hay actualmente una
clara vía para la praxis política católica tradicional capaz de
acoger a los desencantados; aún más, capaz de sanarlos de las
«heridas» del liberalismo. La pregunta que nos planteamos
–a modo de mera hipótesis de trabajo- es si, por un lado se
ha roto esa tradición y, por otro, si es recuperable sin caer en
la tentación de «ideologizar» la tradición. Como afirma José
Luis Millán-Chivite: «La “Tradición”, con mayúscula, reúne
un contenido sociológico e ideológico muy complejo» (6). El
tradicionalismo político, por ahora el único defensor de una
Res publica christiana, debe realizar una autorreflexión pro-
funda y seria antes de lanzarse, como Gedeón, a la conquista
de los madianitas.
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(5) Es evidente que este planteamiento nos lleva a distinguir entre
dos (o más) sentidos de tradicionalismo: por un lado el sincero, el que se
esfuerza en entroncarse con el sentir de generaciones anteriores y el de
una mera pose frente al conser vadurismo y casi como exclusión de otras
posibilidades. No cabría descartar tradicionalistas por esteticismo o sim -
plemente por anomia psicológica (como reacción a una presente social
incapaz de ser asumido). (6) José Luis M
ILLÁN-CHIVITE, «Evolución del concepto de tradición
como política en la España del XIX», Anales de la Universidad de Cádiz
(Cádiz), núm. 2 (1985), pág. 192.
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Por tanto, empezaremos con una advertencia de
MacIntyre, al afirmar que una «tradición» no sólo puede
entrar en un período de la decadencia, sino desaparecer
como consecuencia de una crisis. Esta crisis se resumiría en
que «cuando [la tradición] está afectada por conflictos esté-
riles y se limita a repetir viejas fórmulas, se halla en una “crisis
epistemológica”» (7). Esta advertencia de MacIntyre muchos
de nosotros la hemos experimentado (8). Pedro Carlos Gon-
zález Cuevas, desde una perspectiva muy particular, propone
que para que se produzca una revivificación de la «tradición»
(en la que se sospecha que la entiende en cuanto que mera
ideología) se deben cumplir tres condiciones: 1) resolver los
problemas pendientes; 2) que se explique cómo se plantea-
ron estos problemas y por qué no se habían resuelto hasta
entonces; y 3) que se consiga establecer un puente entre la
antigua síntesis que había realizado la postura «tradicional»
y la nueva reformulación sintética (9). Sin participar plena-
mente de esta tesis, la utilizaremos en parte para construir un
hilo argumental en nuestro escrito, intentando que nos lleve
a la comprensión y propuestas de la acción política bajos los
parámetros del catolicismo tradicional. Es inevitable realizarse dos preguntas, una vez expuesto
todo lo anterior: ¿se ha roto definitivamente, o momentá-
neamente, la posibilidad de una praxis católica conforme a
los principios que señala el Magisterio eclesial? En caso afir -
mativo, ¿cómo se recompone este lazo sin caer en los peligros
ideologizantes? Hace unos pocos años José Antonio Ullate,
nos deleitaba con unas reflexiones sobre la necesidad de
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622Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658.
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(7) Alasdair M
ACINTYRE,Justicia y racionalidad, Barcelona, Eiunsa,
1994, pág. 349. (8) Pedimos de antemano disculpas por estas digresiones personales.
En la dilatada militancia del tradicionalismo uno se ha hartado de escu -
char hasta la saciedad las mismas afirmaciones repetidas casi de forma
mecánica. Ello no significa que, como señalaba nuestro maestro Francisco
Canals, las cosas verdaderas se han de repetir constantemente. Por el co\
n -
trario, nos referimos a la incapacidad que hemos demostrado muchas
veces de plantear cuestiones que salgan de los «cánones» de dis\
cusión, no
atreviéndonos a abordar temas fuera de ese canon. En este caso estaría -
mos ante un tradicionalismo muerto. (9) Cfr . Pedro Carlos G
ONZÁLEZCUEVAS, «Las tradiciones ideológicas
de la extrema derecha española», Hispania(Madrid), núm. 207 (2001).
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una «experiencia» vital –familiar y social– del carlismo que
culmine la mera aceptación intelectual o voluntarista del
mismo. La pérdida de esta experiencia se manifestó en
muchas familias tradicionalistas tras la funesta penetración
del marxismo y del liberalismo en las filas del carlismo
popular, a la par que la inoculación lenta pero eficaz del
progresismo en los colegios o las parroquias a las que lleva -
ban a sus hijos. La ruptura «vital», paradójicamente ha lleva -
do a que muchos nuevos carlistas o tradicionalistas no
provengan de viejas sagas carlistas. El tajo del cordón umbilical de la «experiencia» tradicio -
nalista no debe confundirse con la separación voluntaria y
contra natura que propuso el catolicismo liberal entre lo
público y lo privado. Hoy por desgracia vivimos esta separa -
ción, pero no porque la deseemos, sino porque está impues -
ta de facto . Para muchos tradicionalistas, vivir así es contra
natura, pues aceptamos que el «medio» político no es neu -
tral, sino por naturaleza secularizante y laicista, sino abierta -
mente anti-católico. Por el contrario, muchos católicos
bienintencionados han caído en el error liberal de pensar
que el «medio» político es neutral. Este hecho ya fue anun -
ciado como principio por los primeros católicos liberales.
Así, señala nuevamente Alsina: «Quadrado afirmaba utópi -
camente la neutralidad ideológica de las instituciones políti -
cas desligándolas de los principios que las habían inspirado.
De este modo aceptar el gobierno representativo no exigía
adoptar los principios liberales» (10) . Ser católico podía rea-
lizarse «p lenamente» en la «neutralidad» del sistema político
que tocara vivir. Y esta es la tesis que rechazamos plenamente. Respecto al peligro de «ideologización» de la tradición,
podemos tomar como referente una reflexión de Mann-
heim. El sociólogo alemán entiende el «tradicionalismo»
como una mera ideología pues según él, por definición,
supone una «discontinuidad» entre el presente y el pasado.
Con sus propias palabras, el «tradicionalismo» es «la ex-
presión de una tradición feudal que se ha vuelto conscien -
te» (11). El contexto de la obra de Mannheim ya nos indica
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(10) José María A
LSINA,op. cit., pág. 214.
(11) Karl M
ANNHEIM, Ideología y utopía , Ciudad de Méjico, FCE, 1987,
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JAVIER BARRA YCOA
624Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658.
que no deja margen de maniobra: todo «tradicionalismo»
sería una «ideología» pues presupondría de por sí una dis-
continuidad temporal (12). Simplemente, ante determinadas
circunstancias, propone el alemán, normalmente reactivas,
se «toma consciencia» (consciencia utópica, añadiríamos) de
que hubo un pasado que debe ser considerado como una
referencia necesaria. Esta necesidad se derivaría de una cri-
sis identitaria en el presente y como un refuerzo psíquico
para soportarlo. Pero este «tradicionalismo» no podría con-
cebirse como una alternativa política actualizadora de los
principios políticos que rigieron el pasado.
El mencionado González Cuevas, toma en este sentido
ideologizante el tradicionalismo, englobándolo para colmo
en el «a-científico» concepto de «extrema derecha» (13). Para
el autor hay tres categorías de ésta: 1) la «teología política»,
tomada como hecho religioso legitimador de una praxis
política; 2) la «radical» que asume los supuestos seculares de\
la modernidad e intenta legitimarse en un concepto moder -
no de «nación»; 3) la «revolucionaria», en cuanto que mo\
vi -
miento de masas populista con incluso ciertos rasgos
socialistizantes y en contrapunto, profundamente antiliberal
y antimarxista. Curiosamente ninguna de las tres ha cuajado
en España como alternativa política real (no así en otros paí\
-
ses, en que se van consolidando la segunda y la tercera, con
sus evidentes adaptaciones parciales a los cánones de la
corrección política). Como es evidente, nos centraremos en
esa mal llamada «teología política» (que el propio autor
reconoce que ha sido la dominante a lo largo del XIX y
buena parte del XX) y nos lanzaremos a un revisionismo his -
––––––––––––
pág. 107. Evidentemente no hay parangón entre el concepto de tradi\
ción
que usa Mannheim con el que estamos habituados. Por ejemplo distingue
un «tradicionalismo natural» relacionado con normas «vegetativas» y con
modos de vida ligados a elementos mágicos de la conciencia.
(12) Lo único que podría evitar esa «discontinuidad» temporal, como
ya señalamos al principio sería un movimiento de fidelidad legitimista que,
por definición, se mantendría en el tiempo hasta que no se rompiera esa
línea dinástica y legítima. En el caso de España, no entraremos en debate,
lo consiguió el carlismo durante más de un siglo. Si esta continuidad legi-
timista se hubiera perdido, el carlismo pasaría a ser tradicionalismo. (13) Cfr . Pedro Carlos G
ONZÁLEZCUEVAS,op. cit ., pág. 101.
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tórico para tratar de comprender por qué hemos llegado
hasta donde hemos llegado. La intención de fondo es com-
prender las estrategias del catolicismo liberal que le han lle-
vado hasta su aparente tr iunfo final (que coincide con su
propia muer te) (14). Y si nos lo permite el tiempo y el inge-
n io, lan zar algun as propues tas para la praxis política englo-
bada en el ca tolicismo tradicional.
3. ¿Por qué y cómo hemos llegado hasta aquí? Se han convertido en lugar común ciertas afirmaciones
que en parte son verdaderas, en parte matizables y en parte
incompletas. Estas afirmaciones pretenden explicar por qué
España es un «caso» particular de Estado moderno «mal
construido», con tensiones periféricas, la ausencia –hasta
épocas actuales– de una derecha estandarizable con el resto
de Europa, etc. Por ejemplo, González Cuevas propone que
«el Estado liberal español fue, dado el atraso social y econó -
mico del país, un Estado muy débil, incapaz de lograr una
efectiva “nacionalización de las masas”» (15).
La conocida y ambigua posición de Ortega y Gasset
expuesta en España invert e b r a d a ,respecto al Estado liberal, es
que aquella no se ha consumado por la aparición de los
nacionalismos vascos y catalán. Al tratar el tema, Ortega y
Gasset no se molesta en explicar su origen, excepto como una
cabezonería de unos cuantos catalanes y bizcaitarras (16). Ese
–––––––––––– (14) Como la finalidad del catolicismo liberal es deshacer el princi -
pio católico tradicional y verdadero, una vez cumplida su misión, deja de
tener sentido y desaparece. Una forma de verlo es que cuando más fuer -
te era el tradicionalismo, la democracia cristiana mantenía un discurso
casi netamente católico, excepto en el tema de separación Iglesia y
Estado. Hoy en día, casi extinguido el tradicionalismo, la democracia\
cris -
tiana no defiende una sola tesis plenamente católica. (15) Cfr . Pedro Carlos G
ONZÁLEZCUEVAS,op. cit ., pág. 101.
(16) Ortega cae en la trampa del nacionalismo actual que reduce
buena parte de su argumentación a una cuestión de sentimientos: «La
esencia del particularismo es que cada grupo deja de sentirse a sí mismo
como parte, en consecuencia deja de compartir los sentimientos de los
demás. No le importan las esperanzas o necesidades de los otros y no se
solidarizará con ellos para auxiliarlos en su afán».
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aspecto artificioso (y explicación simplista) del nacionalismo,
le sirve de tapadera para no adentrarse verdaderamente en
sus orígenes, que bien podrían explicar mejor la invertebra-
ción de España (17). En nuestro texto, intentaremos demos-
trar que los nacionalismos no hubieran sido posibles sin la
influencia y contagio del catolicismo liberal. Éste halló en las
zonas más carlistas el enemigo más pertinaz y, por tanto, hubo
de encontrar la forma más sutil de desarticularlo. Por tanto,
el nacionalismo es un efecto secundario de los fracasos del
catolicismo liberal por desplazar un pertinaz catolicismo tra-
dicional encauzado en una causa dinástica tangible.Por el contrario, Ortega simplifica la cuestión y emite una
hipótesis contrafactual como único argumento para defender
el ideal de una España vert e b r a d ao, léase, el triunfo del Estado
liberal: «Porque no se le dé vueltas: España es una cosa hecha
por Castilla, y hay razones par a ir sospechando que, en gene-
ral, sólo las cabezas castellanas tienen órganos adecuados
para percibir el gran problema de la España integral. Más de
una vez me he entretenido imaginando qué habría aconteci-
do si, en lugar de hombres de Castilla, hubieran sido encarga-
dos, mil años hace, los “unitarios” de ahora, catalanes y vascos,
de forjar esta enorme cosa que llamamos España. Yo sospecho
que, aplicando sus métodos y dando con sus testas en el yun-
que, lejos de arribar a la España una, habrían dejado la
Península convertida en una pululación de mil cantones».
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(17) Ortega parte de la idea uniformista de España, sólo rota por la
aparición de los nacionalismos: «Uno de los fenómenos más característi-
cos de la vida política española en los últimos veinte años ha sido la apari-
ción de regionalismos, nacionalismos, separatismos; esto es, movimientos
de secesión étnica y territorial. ¿Son muchos los españoles que hayan lle-
gado a hacerse cargo de cuál es la verdadera realidad histórica de tales
movimientos? Me temo que no. Para la mayor parte de la gente el “nacio-
nalismo” catalán y vasco es un movimiento artificioso que, extraído de la
nada, sin causa ni motivos profundos, empieza de pronto unos cuantos
años hace. Según esta manera de pensar, Cataluña y Vasconia no eran
antes de ese movimiento unidades sociales distintas de Castilla o
Andalucía. Era España una masa homogénea, sin discontinuidades cuali-
tativas, sin confines interiores de unas partes con otras. Hablar ahora de
regiones, de pueblos diferentes, de Cataluña, de Euzkadi, es cortar con un
cuchillo una masa homogénea y tajar cuerpos distintos en lo que era un
compacto volumen».
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Ortega no explicita la «culpa» de este fracaso a las gue-
rras carlistas, que han usado muchos de sus discípulos hasta
nuestros días. Pero en su obra queda latente. No negamos,
antes bien afirmamos, que esta tesis tiene su peso. La persis-
tencia del movimiento contrarrevolucionario que se encarnó
en el carlismo, especialmente el catalán (18), sin parangón
por su tenacidad y consistencia en el tiempo, no podía
menos que afectar a la debilitación del Estado liberal, o
mejor dicho a dificultar su implantación centralista. Sin
embargo no hemos de caer en el error de la simplificación
argumentativa, como muchas veces se ha expresado: los
nacionalismos son los viejos carlismos vasco y catalán pero
actualizados. Craso error sería pensar esto. El nacionalismo
–como ya hemos escrito en otra ocasión– fue el instrumento
del liberalismo para «descarlistizar» a las masas populares
concentradas en determinadas zonas de España. Aunque uno no esté de acuerdo con esta tesis, cuya argu-
mentación iremos desgranando, al menos sí convendrá en
que no se puede caer en la torpeza de afirmar , como hace
Federico T rillo-Figueroa en su prólogo a una edición recien -
te de España inver tebrada, que «ochenta años después de que
Ortega escribiera España invertebrada, la España democráti -
ca, autonómica, plural y europea que en este libro alentaba,
es ya un proyecto sugestivo de vida en común, capaz de
albergar a todos los que comportan estos valores para enca -
rar , “vertebrada y en pie” un nuevo siglo» (19). La simplici-
dad de la clase política no deja de sorprendernos. V olviendo
al problema en cuestión, creemos que es imprescindible
plantear un tema que a priori parecerá innecesario, pero
del que trataremos de partir en nuestra argumentación. La
pregunta, que provocará alguna sonrisa al lector , es si hubo
o no un verdadero pensamiento contrarrevolucionario a lo
largo del siglo XIX y si se perpetuó en el siglo XX. Y a ante-
cedemos que la respuesta no será fácil y no estará exenta de
polémica.
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(18) Cfr . Francisco C
ANALSVIDAL,Catalanismo y T radición catalana,
Barcelona, Scire, 2006.
(19) Federico T
RILLO-FIGUEROA, prólogo a España inver tebradade José
Ortega y Gasset, Barcelona, Espasa-Calpe, 2002.
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4. Pero, ¿hubo un pensamiento contrar revolucionario cató-
lico?
Es innegable que a lo largo del siglo XIX hubo en
España innumerables reacciones contrarrevolucionarias,
especialmente de forma activa con constantes conflictos
bélicos. Pero, ¿hubo un pensamiento contrarrevoluciona -
rio? Y , en caso afirmativo, ¿se puede considerar que era la
única forma de pensamiento aceptable para una política
católica tradicional? Los historiadores, sean de hechos o
ideas, tienden a categorizar y encerrar en esquemas progre -
sivos y hegelianos, los acontecimientos. Así, respecto al pen -
samiento contrarrevolucionario se ha pretendido explicar
como una mera evolución mediatizada por las circunstan -
cias exteriores. Ejemplo de ello lo encontramos en un artí -
culo de Millán-Chivite en el que se distingue entre
pre-tradicionalismo (1808-1833), carlismo romántico (1833-
1868), neocarlismo (1868-1876), etc. (20). Aunque metodo -
lógicamente es lícito intentar categorizaciones, éstas deben
ser tomadas con pinzas, pues fácilmente se puede derivar en
una interpretación errónea; tal y como el que el carlismo
pasó de ser un movimiento popular a un grupo controlado
por la «ideología integrista» (21) (tesis que ha defendido a
capa y espada el mal llamado Partido Carlista). Es indudable, al menos en Cataluña, que desde la
Guerra Gran (1793-95) hasta las guerras carlistas, pasando
por la Guerra contra el francés, la realista y la dels agraviats,
hubo constantes reacciones populares contrarrevoluciona -
rias (22). Sin embargo, la paradoja histórica se traduce en lo
JA VIER BARRA YCOA
628Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658.
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(20) Cfr., por ejemplo, José Luis M
ILLÁN-CHIVITE,op. cit.
(21) Baste leer las obras de José Carlos Clemente, para constatar
hasta la saciedad este argumento que se ha convertido en dogma inter -
pretativo del actual Partido Carlista. (22) Uno de los lemas más coreados por los a g r a v i a t so m a l c o n t e n t s
( a g r a v i a d o s o d e s c o n t e n t o s ) era un inequívoco: «Viva la Religión, viva el Rey
absoluto, viva la Inquisición, muera la Policía, muera el Masonismo y toda
secta oculta». Cfr. Jaime T
O R R A SEL Í A S, La guerra de los agraviados, B a r c e l o n a ,
Universidad de Barcelona, 1967, pág. 15.
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siguiente: las guerras contrarrevolucionarias acabaron siem-
pre en derrotas (23) y la única que logró la victoria, la de la
Independencia, precipitó la caída del Antiguo Régimen (24).
Ello presagiaba lo que iba a ser un perpetuo desencuentro
entre el catolicismo y el liberalismo. Durante esa guerra,
España se cubrió de panfletos, opúsculos, escritos, manifies-
tos, que podríamos clasificar bajo el espíritu de una auténti -
ca Cruzada contra el «aborto de Lucifer» (denominación
que en Cataluña se le dio a Napoleón). La mayoría de escri -
tos tienen su arquetipo en el opúsculo de Fray Diego de
Cádiz, El soldado católico en guer ras de religión (1794), escrito
en plena Guerra de la Convención o Guerra Gran. Su carác -
ter es claramente popular, catequético y adoctrinador pero
sin grandes pretensiones filosóficas. Las obras apologéticas
de más calado filosófico escasean. Sin embargo, en medio
de la marejada propagandística, emergió un corpus doctri -
nal asentado en la obra del padre Francisco de Alvarado, El
Filósofo Rancio, dominico y autor de las célebres Cartas críti -
cas (25), en las que expone el sistema de gobierno tradicio -
nal y su oposición a los planteamientos liberales (26). Frente
a la Constitución de Cádiz, Alvarado sanciona la constitu -
ción tradicional española, que considera recogida en las
Partidas, consistente en una Monarquía templada por
Cortes estamentales, que voten las leyes y consientan los
impuestos. La facultad de dictar leyes descansa en el monar -
ca; pero con las limitaciones de la representación estamen -
tal, de los fueros y de la religión católica (27).
El corpus doctrinal del tradicionalismo se fue configuran-
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Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658. 629
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(23) El carlismo, igualmente, en la única victoria de que participó,
sufrió la «pérdida» de la Paz.
(24) Algo parecido pasó tras la Guerra Civil del 36. El carlismo veía
su primera victoria militar , al mismo tiempo que se cerraba definitivamen -
te su victoria política.
(25) Cfr .Las Car tas inéditas del Filósofo Rancio, Madrid, 1915.
(26) Entre los diputados «realistas» destaca Pedro de Inguanzo y
Rivero, diputado por Asturias, luego obispo de Zamora y , finalmente,
arzobispo de Toledo y cardenal. Frente a la soberanía del pueblo, defen-
dió la tesis tomista del origen divino del poder .
(27) Sus tesis iban claramente dirigidas contra las tesis de Argüelles.
Cfr . Javier H
ERRERO,Los orígenes del pensamiento r eaccionario español, Madrid,
Cuadernos para el Diálogo, 1971, pág. 267.
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do en torno a los textos del Filósofo rancio (28) y una serie de
manifiestos que constituyeron el eje de lo que posteriormente
sería el programa político del carlismo. Entre esos manifiestos
cabe destacar el Manifiesto de los Persas , de 1814, suscrito por
sesenta y nueve diputados realistas, encabezados por el
Marqués de Mataflorida; y en el que se criticaba el concepto de
soberanía nacional, tenido por «despojo de la autoridad real
sobre que la Monarquía española está fundada, y cuyos religio-
sos vasallos habían jurado» (29). No tan conocidos, pero fun-
damentales para empezar a entrever una sutilísima grieta entre
dos escuelas de la apologética católica, tenemos los manifiestos
de la Regencia de la Seo de Urgel (30), en 1822. Esta
Regencia, formada por el incombustible Marqués de
Mataflorida, Jaime Creus y el Barón de Eroles, nos dejaron
escritos en los que se per fila una reivindicación del pensa -
miento tradicional que enlaza claramente con Alvarado y se
aleja de las tesis absolutistas que con tanta facilidad habían
emergido en Francia tras la Restauración (31). La Restaura-
ción fernandina, con los Cien mil hijos de San Luis, aborta -
ron un proyecto tradicionalista, para asentar las bases de un
absolutismo que dejó –por reacción– paso al liberalismo
radical (32). Joan Bardina ya distingue que en 1820 había
en España tres partidos: el liberal, el absolutista y el realista;
y este último «contaba con todo el pueblo» (33). Los traspa -
sos de los militares absolutistas a las filas del liberalismo y
JA VIER BARRA YCOA
630Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658.
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(28) No podemos despreciar la importancia intelectual y afectiva que
suscitó Alvarado. Todavía en 1934 en la redacción de El Siglo Futuro, órga-
no del escindido Partido Integrista de Nocedal, se podía ver un majes\
tuo -
so cuadro del Filósofo Rancio.
(29) Para una imprescindible evaluación de la importancia del
Manifiesto de los Persas, Cfr ., Alexandra W
ILHELMSEN,La for mación del pensa -
miento político del carlismo (1810-1873), Madrid, Actas, 1995.
(30) Entre ellos, escritos en catalán, destacan Conversas de Tomás Bou
y un anónimo Constitució sens ànima .
(31) Cfr . Vicente M
ARRERO,El tradicionalismo español del siglo XIX,
Madrid, Publicaciones españolas, 1955, págs. 69 y ss. (32) Así nacerá la tan clara estrategia (a la vez que tan poco visible
para muchos católicos) de presentar un falso tradicionalismo (el absolu -
tismo, moderantismo, conser vadurismo, etc.) para que la sociedad no
abrazara el verdadero tradicionalismo ante los excesos de la revolución. (33) Cfr . Javier B
ARRAYCOA, «El carlismo catalán», en Miguel A yuso
(ed.), A los 175 años del carlismo , Madrid, Itinerarios, 2011, pág. 106.
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viceversa, denotan una familiaridad que los separaba del
bando realista, precedente del carlismo.Sin embargo, los «ideólogos oficiales» del «fernandismo
absolutista», se esforzaron en crear argumentarios aparente-
mente parecidos a los de Alvarado o los antedichos manifies-
tos. Sin embargo se diferencian sutil, a la vez que letalmente,
de ellos. El reinado de Fernando VII representó una constante
sucesión de arribistas y cortesanos que ora eran absolutistas,
ora liberales, según soplaran los vientos. En los momentos de
«restauración absolutista», el Rey contó con pensadores
como Atilano Dehaxo Solórzano, José Clemente Carnicero,
Francisco Puigserver y, sobre todo, Rafael Vélez, autor, entre
otras obras, de P re s e r vativo contra la irreligión y Apología del
Trono y del Altar . Subrepticiamente este tipo de apologías ya
tienden, tomando en falso el nombre del catolicismo, a una
defensa del absolutismo que se alejaría de la defensa de una
Monarquía limitada y templada por fueros e instituciones,
como siempre había defendido el pensamiento tradicional.
Un dato significativo a tener en cuenta es que la empresa
doctrinal más importante de la época fernandina fue la
publicación, entre 1826 y 1829, de La Biblioteca de Religión, e n
cuya organización intervino el Cardenal Inguanzo, arzobispo
de Toledo. Era un proyecto de apologética católico-política,
pero a lo largo de sus tres años de existencia se t r a d u j e r o n
obras de Lamennais, Feller, Bonald o de Maistre. Entraba así
tímidamente en España el tradicionalismo filosófico antito-
mista y sutilmente anticatólico. Esta semilla intelectual apa-
rentemente contrarrevolucionaria, (que fue condenada por
el Papado bajo el nombre de «tradicionalismo filosófico») a
la postre acabaría siendo el germen del catolicismo liberal,
verdadero e intangible enemigo en sus inicios. No obstante,
como después explicaremos, la verdadera influencia del tra-
dicionalismo filosófico francés se produjo a través de católi-
cos liberales catalanes y mallorquines. Adentrándonos en el siglo XIX, el conflicto liberal-con-
trarrevolucionario no cesaba y a ello se unió la cuestión de
legitimidad dinástica. La Primera Guerra Carlista, la más
l arga y la qu e más posibilidades tuvo de victoria, ha sido des-
prestigiada porque, según algunos autores, «el carlismo care-
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Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658. 631
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ció de toda relevancia intelectual» (34). Si bien autores como
González Cuevas han intentado desacreditar las figuras de
fray Magín Ferrer o Vicente Pou, otros los han reivindicado
como los puentes necesarios que hilan una tradición de pen-
samiento con el Manifiesto de los Persas o los de la Regencia de
Urgel antes mencionados (35). Para una adecuada reflexión
sobre la importancia del pensamiento de Vicente Pou se
hace nuevamente imprescindible el estudio de José María
Alsina (36), que nos permitirá desmantelar ciertas tesis ten-
dencio sas encaminad as a consagrar e sa visión del tradiciona-
lismo como mero movimiento de campesinos incultos y
manipulado por una pequeña aristocracia rural (37).
5. Un pensamiento conser vador y a la vez revolucionario
Adentrarse en los vericuetos de la historia del siglo XIX,
sea en cuestiones políticas, bélicas o del pensamiento, para
los que no somos expertos, es un reto temerario. Sin embar -
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632Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658.
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(34) Cfr . Pedro Carlos G
ONZÁLEZCUEVAS,op. cit ., pág. 107.
(35) Cfr. Alexandra W
I L H E L M S E N, «Magín Ferrer, pensador carlista reno-
vador olvidado», en Estudios de Historia Moderna y Contemporánea. Homenaje a
Federico Suárez V e rd e g u e r , Madrid, 1991, págs.401-490; I
D., «Pou, carlista tem-
prano», Razón Española (Madrid), núm. 55 (1992), págs. 101 y sigs.
(36) Cfr . José María A
LSINAROCA,El tradicionalismo filosófico en España.
Su génesis en la generación r omántica catalana, cit. Recientemente la editorial
Tradere ha reeditado la obra de Pou, La España en la presente crisis. Examen
razonado de la causa de los hombr es que pueden salvar aquella nación (Madrid,
2010). Esta obra, publicada en Montpellier en 1843, es una crítica con -
tundente del gobierno de la década ominosa que se traduciría en una
mezcla de liberales moderados, déspotas ilustrados, galicanos y jansenis -
tas. En Pou, de ahí el carácter diferenciador de su obra, no aparece ni el
menor atisbo del complejo galicano-jansenista, tan extendido en aquella
época en las altas esferas del poder y en parte de la jerarquía eclesiástica.
Durante la guerra carlista, desde la dirección de El Restaurador Catalán,
rebatía las tesis de Cea Bermúdez expresadas en La verdad sobre la cuestión
de la sucesión en la cor ona de España, en la que trataba de defender los dere -
chos dinásticos de Isabel II. (37) El malogrado historiador Pere Anguera fue un experto en pre -
sentar así al carlismo, especialmente el catalán. Cfr . Pere A
NGUERA,Déu,
Rei i fam. El primer carlisme a Catalunya, Barcelona, Publicacions de
l´Abadia de Montserrat, 1995. Su tesis es que los levantamientos carlistas
los producían las épocas de hambruna.
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go, para el neófito asaltan sorpresas que uno no puede igno-
rar . Mientras que en el bando contrarrevolucionario, repre-
sentado por el carlismo en armas, y cuya doctrina se
centraba en la «teología del púlpito» (38), el nuevo ré\
gimen
político parecía asentarse en profundos pensadores católi -
cos o al menos permitía que éstos germinaran. Ciertamente
la monarquía isabelina tuvo sus vaivenes políticos (al igual
que la fernandina), pero acabó siendo considerada esencial -
mente como conser vadora. Por aquella época destacaron
dos portentos del pensamiento político español: Donoso
Cortés y Jaime Balmes. Siempre nos han sorprendido que figuras que nunca fue-
ron carlistas como Balmes, Donoso, Menéndez y Pelayo, u
otros, fueran citadas y asumidas sin el menor complejo por
pensadores carlistas; cosa que no suele suceder al revés. Ello
demostraría varias cosas, por un lado que el carlismo o el tra-
dicionalismo político no es una «ideología» y por tanto no
tiene que encerrarse en cánones pre-establecidos y, por otro,
que había un sensus communis que permitía rescatar de cual-
quier autor aquello que se considerara verdadero, indepen-
dientemente de su posicionamiento político o táctico. Antes
de profundizar en este hecho, advertimos que tampoco hay
que considerar que hubiera compartimentos estancos entre
los pensadores tradicionalistas y los conservadores (39).
Historiadores como Josep María Mundet han intentado
d e m o s t r a r , a modo de botón de muestra, que entre Vicente
Pou y Jaime Balmes hubo influencias (40). Ejemplo de ello
es la coincidencia de juicios sobre los peligros del moderan-
tismo, que Ba lmes expresaba así: «Se ha confirmad o una vez
CATOLICISMO POLÍTICO TRADICIONAL, LIBERALISMO, SOCIALISMO Y RADICALISMO EN LA ESP AÑA CONTEMPORÁNEA
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(38) Desde la Escuela tomista de Barcelona, siempre se ha defendido
que pervivió en Cataluña un tomismo gracias a las órdenes mendicantes
y de predicadores. Este tomismo no se traslució en las cátedras pero sí en
la homilética de la cual se alimentaba el pueblo. (39) La utilización del término «tradicionalistas» y «conservadores»
es muy laxo y no lo utilizamos en un sentido categorizador y definido.
Simplemente nos referimos a autores que se posicionaban en el bando
carlista o aceptaban, con sus propias pegas, la monarquía isabelina. (40) Cfr . Josep María M
UNDETIGIFRE,«Viçenc Pou, ¿Un antecedent
de Balmes? La política religiosa dels moderats vista per un carlí (1845)»,
Anales de la Fundación Francisco Elías de T ejada(Madrid), núm. 9 (2003),
págs. 137-169.
Verbo, núm. 527-528 (2014), 617-658. 633
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más y más una verdad, por cierto ya bien conocida, y es que
la única diferencia entre los progresistas y cierta facción de
los moderados, consiste en que aquéllos dicen “Hágase pron-
to y por cualquier medio”, y éstos dicen “Hágase lo mismo
con lentitud y por medios suaves”» (41).La lógica de la historia política, especialmente la del pen-
samiento, hubiera llevado a que tras el conflicto armado de la
Primera Guerra Carlista, el pensamiento de los «conser v a d o-
res» pro-isabelinos hubiera arrastrado al viejo pensamiento
carlista, en parte por las coincidencias en cuestiones de defen-
sa religiosa y en parte por la «inmediata» solución dinástica
(que parecía pasar por el matrimonio entre Isabel y el hijo del
pretendiente carlista). Sin embargo, ni el carlismo dejó de
c o n s e rva r su corpus doctrinal, ni los pensadores como Balmes
o Donoso fueron evolucionando hacia posturas conser v a d o-
ras, entendiendo estas como una aproximación al catolicismo
liberal. Donoso o Balmes, fueron incluso denominados como
los «tradicionalistas isabelinos». Por motivos diferentes,
Balmes y Donoso se convirtieron en personajes excepcionales
que no parecían encajar en su tiempo, pero lo comprendieron
mejor que nadie. En Balmes pesó la influencia escolástica q u e
aún no se había extinguido en Cataluña y se había pre serv a-
do, en cierta medida, en la Universidad de Cervera (42).
Donoso simplemente brillaba con luz propia. De él dijo Carl
Schmitt que sus discursos de 1848 «llegaron a fascinar al con-
tinente europeo» (43). Incluso lo consideró mucho más
importante que Joseph de Maistre, porque su adhesión a la
monarquía no era por romanticismo, sino que la veía como
un instrumento adecuado para frenar la revolución, junto
con la Iglesia y el Ejército. Si de Maistre miraba hacia el pasa-
do, Donoso lo hacía hacia el futuro con propuestas atrevidas
como la disolución de todos los partidos en uno, para frenar
la revolución socialista de 1848 en Europa (44).
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634Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658.
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(41) Jaime B
ALMES,El Pensamiento de la Nación, 2 de abril de 1845.
(42) Cfr . Francisco C
ANALSVIDAL,La tradición catalana en el siglo XVIII:
ante el absolutismo y la Ilustración , Madrid, Fundación Francisco Elías de
T ejada y Erasmo Pèrcopo, 1995.
(43) Carl S
CHMITT,Interpr etación europea de Donoso Cor tés, Madrid,
Rialp, 1952, pág. 122. (44) Para un estudio de las reflexiones de Carl Schmitt sobre Españ\
a,
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Balmes nunca conspiró contra el «poder instituido» que
aceptaba de facto, pero no como principio. Por eso, ello no
le impedía criticar sus graves defectos y peligros, y –si no se
remediaba– su definitivo final en un proceso revoluciona -
rio. Mientras que el carlismo en armas había luchado por la
restauración de una Monarquía tradicional, la Monarquía
constitucional no había logrado auto-constituirse o asentar -
se y dependía esencialmente del ejército. En palabras de
Balmes: «El militarismo es fruto de la incapacidad de las ins -
tituciones liberales e consolidar un poder civil efectivo» (45)
(qué proféticas serían estas palabras si se aplicaran al siglo
XX). Políticos pensadores de menor calibre, como Juan
Bravo Murillo, liberales del Partido moderado, iniciaron
con mayor o menor éxito la andadura hacia lo que podría -
mos denominar la vía «conser vadurista» del moderantismo
liberal. Sus intentos por que la Constitución de 1845 fuera
más conser vadora de lo que fue, o su entusiasmo ante el
Concordato de 1851, en el que la Monarquía reconocía la
unidad católica de España, le acercan teóricamente al tradi -
cionalismo, pero no podemos dejarnos llevar por las apa -
riencias. Bravo Murillo siguió siendo liberal (cosa que no
ocurrió con Donoso o Balmes que nunca lo fueron). A pesar
de su «conser vadurismo práctico», el fundamento doctrinal
de Bravo Murillo lo encontramos en su opúsculo titulado De
la soberanía (46), donde defiende la «soberanía popular»
(idea profundamente anticatólica tal y como era formula -
da), aunque entiende que por sus efectos negativos en el
orden práctico no era realizable, pues necesariamente lleva -
ba a la revolución y el desorden (47). El conser vadurismo de
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Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658. 635
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cfr. Dalmacio N
EGROPAVÓN(ed.), Estudios sobre Carl Schmitt, Madrid,
Fundación Cánovas del Castillo, 1995. (45) Jaime B
A L M E S, Obras completas, Madrid, BAC, 1950, tomo VI, pág. 33.
(46) Juan B
RAVOMURILLO,Opúsculos, tomo II, Madrid, Librerías de
San Martín, 1864. (47) No estaría de más realizar un estudio por el que centenares de
políticos y pensadores conservadores, no consiguen armonizar sus creen-
cias con sus afirmaciones o actuaciones. Bravo Murillo aceptaba el herético
dogma de la soberanía del pueblo, pero se alegraba con la proclamación de
la unidad católica de España. Casos semejantes los encontraríamos sin
p a r a r .
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Bravo Murillo, como el de otros tantos de aquella época, se
podría definir como el de un «hereje con sentido común».Mientras que los acontecimientos dieciochescos discu-
rrían entre flujos y reflujos de liberalismo radical, contrarre -
voluciones carlistas y moderantismos constitucionales, hay
un hecho que no nos puede pasar desapercibido. Lo que en
una primera instancia podía ser una simple corriente con -
ser vadora en el campo social y teológico, se acabó convir-
tiendo en el germen que décadas más tarde fructificará en
el catalanismo político. Lo que hemos denominado «tradi -
cionalismo filosófico» (no confundir con el tradicionalismo
polít ico español), que había arraigado con fuerza en
Francia y ante el que España parecía inmune, acabó aden -
trándose sobre todo por Cataluña y Mallorca. Allí destacó
un grupo per fectamente definido de apologistas católicos
en torno a Joaquín Roca y Cornet y la revista barcelonesa La
Religión. Así penetraba en los ambientes católicos catalanes
la influencia de Bonald (48). Con Roca y Cornet trabajan
Manuel de Cabanyes y los mallorquines T omás Aguiló, y,
sobre todo, José María Quadrado. Siendo discípulo de
Balmes (49), los efectos de su obra acabarán contradiciendo
al maestro, no como otros que posteriormente veremos.
Quadrado puede considerarse uno de los introductores del
romanticismo en Cataluña. T radujo a Lamartine, Víctor
Hugo y Byron. José María Alsina, en su obra anteriormente
referida presta especial atención a la evolución del pensa -
miento católico político a través del romanticismo. Más ade -
lante retomaremos esta cuestión tan fundamental para
entender el presente.
6. El agotamiento de la monarquía isabelina y el lugar de los
pensadores católicos
La Revolución septembrina, 1868, supuso el fin del
sueño –demasiado largo para las profecías de Balmes– de la
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636Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658.
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(48) De este grupo José Ferrer y Subirana, antiguo condiscípulo de
Balmes, traduce y prologa a Bonald. (49) Con él colaboró en El Pensamiento de la Nación.
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Monarquía constitucional isabelina. Unos años antes la i n t e l l i-
g e n t z i a católica, tanto tradicionalista como conservadora, auna-
ba esfuerzos en varios frentes como el diario El Pen-samiento
E s p a ñ o l , fundado en 1860 por Navarro Villoslada; en el
Parlamento con figuras como Cándido Nocedal y Antonio
Aparisi y Guijarro o profesores universitarios como Ortí y Lara.
Todos ellos fueron conocidos con el genérico e inapropiado
nombre de «neocatólicos» (50). En la medida en que el proce-
so revolucionario se aproximaba a su eclosión septembrina, el
carlismo debía sufrir su propia catarsis. La muerte temprana
del Conde de Montemolín (Carlos VI), las veleidades liberales
de su hermano (Juan III), parecían alejar definitivamente a la
dinastía legitimista de la historia de España. Sólo el carácter
proverbial de la Princesa de Beira, viuda de Carlos V y su C a rt a
a los españoles (en 1864), llevaban a la abdicación de Don Juan
y abrían las puertas de la sucesión a su hijo el futuro Carlos VII.
El carlismo prolongaba así sus reivindicaciones legitimistas. Y
contra todo pronóstico eclosionaba de nuevo el tradicionalis-
mo contrarrevolucionario. El triunfo de la «Gloriosa», avisado, anunciado y profeti-
zado por tantos pensadores como Balmes y Donoso, llevó a
que los «neocatólicos» antes mencionados acabaran recalan-
do en las filas carlistas. Esta «conversión» de hombres como
Aparisi y Gu ijarro, puede resultar incomprensible para
muchos analistas. La «lógica» histórica (que casi nunca se
cumple) hubiera consistido en que los «neocatólicos» hubie-
ran derivado en un movimiento conser v a d o r, incluso repu-
blicano, fundamentado en el espíritu nacional. Parecía que
la corriente histórica debía llevar al pragmatismo de los cató-
licos para hacerse fuertes dentro de un sistema que era
«inevitable». Lo ilógico era reabrir la cuestión de la legitimi-
d a d dinástica, tras la experiencia de la Primera Guerra Carlis-
t a . Sin embargo el «sexenio liberal» nutrió las filas de los
CATOLICISMO POLÍTICO TRADICIONAL, LIBERALISMO, SOCIALISMO Y RADICALISMO EN LA ESP AÑA CONTEMPORÁNEA
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(50) La terminología usada por multitud de historiadores al referirse
a «neocatólicos», «tradicionalistas», «carlistas», es profundamente equívo-
ca y uno se puede encontrar incluso que a Balmes lo clasifican de carlista.
Entre los conservadores que se pasaron al carlismo en la fase de agota-
miento de la monarquía isabelina se ha utilizado la adecuada expresión
«liberales cansados», cfr. José Luis M
I L L Á N- CH I V I T E, op. cit. pág. 195.
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partidarios de Don Carlos y esta vez con una potente i n t e l l i-
g e n t z i a a la par qu e una creciente red de influyentes publica-
ciones (51). Igualmente, «una de las notas distintivas, dentro
de la complejidad neocarlista, radica en la existencia de unos
nutridos grupos urbanos, frente a la tan “cacareada” teoría
del ruralismo carlista» (52). Este paso fue posible, en la
medida en qu e el romanticismo no había arraigado en estos
pensadores. En palabras de González Cuevas el tradicionalis-
mo no derivó en conservadurismo, sino que el «conser v a d u-
rismo» derivó en «tradicionalismo», en la medida que
España no tuvo un Renan, un Hippolyte Taine o un Fustel de
C o u l a n g e s . Renan, liberal y racionalista, había escrito una vida de
Jesús que había provocado rechazo en toda España. Hasta
Pío IX le llamó el «blasfemo europeo». A parte de estas
veleidades, Renan se consagró por su innovadora idea de
Nación en su discurso ¿Qué es una Nación? (1882). Su idea,
ya moderna, de «nación» abandona características identita -
rias como raza, lengua o religión y se centra en la mística de
una creencia, en compartir el haber vivido una historia
común, tiempos felices y trágicos. Sostenía que «el olvido,
también el error histórico, son factores esenciales para la
creación de una nación, y es por eso que el progreso de los
estudios históricos es a menudo un peligro para la naciona -
lidad» (53). Es lugar común la influencia que tuvo Renan
posteriormente sobre Maurras y la Acción Francesa. La reac-
ción «nacional» frente a la revolución que se dio en Francia\
,
nada tiene que ver con la reacción contrarrevolucionaria y
monárquica que se produce en España. Se produce la para -
doja de que el positivismo se ha considerado que derivó en
pensamiento contrarrevolucionario en Francia, pero no en
España.
JA VIER BARRA YCOA
638Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658.
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(51) En esta época la Comunión Católico-Monárquica tuvo un enor -
me crecimiento con la llegada de intelectuales, abogados, periodistas e
intelectuales en general. Oyarzún, en su Historia del Carlismo, habla de una
«enorme masa de opinión».
(52) José Luis M
ILLAN-CHIVITE,op. cit., pág. 197.
(53) Cit. en Joan B
ESTARD,Par entesco y moder nidad, Barcelona, Paidós,
1998, pág. 29.
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Los moderados más conservadores, como Bravo Murillo,
permanecieron fíeles a la reina y fundaron en 1872, con el
apoyo de importantes miembros de la aristocracia tradicio -
nal y de la alta burguesía de negocios, La Defensa de la
Sociedad. Esta revista quiso ser el aglutinante antirrevolucio-
nario que abarcara desde el carlismo al moderantismo con -
ser vador frente al proyecto revolucionario encarnado en la
democracia liberal radical y la I Internacional. El lema de la
publicación era un significativo «Religión, Familia, T rabajo,
Patria y Propiedad»; decimos significativo, por el orden de
los conceptos, y porque denotaba la influencia de Bonald
respecto a las tesis de la propiedad agraria como sustrato de
la renovación social (54). Con la perspectiva de un siglo es
fácil no atender a estos matices, pero en la sociedad del
momento este tipo de eslóganes (con sus detectables mati -
ces) suponían un auténtico abismo entre sensibilidades y
convicciones católicas.
7. La Restauración: la estrategia del conser vadurismo contra
el tradicionalismo.
El «pacto» entre conser vadores y tradicionalistas estaba
condenado a la ruptura tras la Restauración. Ésta no fue una
contrarr evolución sino una revolución conser vadoradirigida por
Cánovas del Castillo. La nueva Constitución, la de 1876,
escondía algunas trampas que los sectores más intransigen -
tes no estaban dispuestos a aceptar . Entre ellas claramente el
título II que amparaba la libertad de cultos y, de facto, anulaba
el Concordato de 1851 (55). Exteriormente el nuevo régi -
men se presentaba como un Régimen conciliador y pacifica -
––––––––––––
(54) Entre sus colaboradores, hubo carlistas, como Aparisi y Nocedal;
moderados, como Barzanallana y Pidal; conservadores liberales, como
Cánovas del Castillo o el Marqués de Molins; y también fue sign\
ificativa la
presencia del clero: Zeferino González, Antolín Monescillo, Francisco
Javier Caminero o el Padre Coloma.
(55) Para muchos la Restauración era fruto de un consenso entre el
tradicionalismo y el moderantismo: «Hay algo que doctrinal e histórica -
mente pertenece al T radicionalismo», Jesús P
ABÓN,Cambó (1876-1918),
Barcelona, Alpha, 1952, pág. 128.
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d o r. Una espeie del género que George Steiner de finió
como «un largo verano liberal […] un largo periodo de
reacción y calma». El capítulo II de la Constitución había
levantado las iras de los tradicionalistas, al igual que el pro -
yecto canovista de la Unión Liberal. Pero Cánovas se había
ganado a los eclesiásticos y buena parte de obispos con la
concesión de grandes prebendas para la Iglesia en materia
de educación y temas sociales. Pero tarde o temprano el
conflicto estaba garantizado. No podía faltar mucho tiempo
sin que se plantearan estrategias para debilitar a los viejos
aliados: «Según Cánovas el drama del carlismo es que no se
podía adaptar a la restauración. El carlismo se convertiría en
un residuo sentimental, guardado en el corazón de algunos
nostálgicos» (56). Esta última afirmación la pone Galdós en
boca de Cánovas y posteriormente la recogió V alle Inclán.
Para los conser vadores el carlismo había sido muy útil en los
momentos de la revolución levantisca, pero ahora debía
disolverse en el sistema liberal-conser vador.
Emerge así el denominado «posibilismo» que representa
la Unión Católica de Alejandro Pidal y Mon. Éste era discípu-
lo de fray Zeferino González, principal representante de la
llamada neoescolástica (Zeferino González fue falsamente
tomado por Pidal como discípulo de Donoso y Balmes: así
justificaba una continuidad tradicionalista que en realidad
no existía). La Unión Católicasiempre fue interpretada por el
carl ismo y el integrismo co mo una estrategia de debilitación
de los sectores católicos más intransigentes, para que se adhi-
rieran al proyecto (herético) de la Restauración. El conocido
discurso de Pidal ¿Qué esperáis?, empezaba por una llamada a
las «honradas masas carlistas». Fue comentado de manera
muy crítica por la prensa carlista e integrista del momento
que lo consideró como una incitación, por parte de Pidal,
para que los carlistas traicionasen la causa de Don Carlos. La situación del catolicismo en Francia representaba una
gran oportunidad para las ambiciones de Pidal para llevar a
cabo su proyecto. En marzo de 1880, el obispo de Angers,
Freppel, dirigió un mensaje a los legitimistas franceses, con
JA VIER BARRA YCOA
640Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658.
––––––––––––
(56) Cristóbal R
O B L E S, I n s u r rección o legalidad. Los católicos y la Restauración,
Madrid, CSIC, 1988, pág. 49.
Fundaci\363n Speiro

el título Reunir a los dispersos , exhortándoles a unirse en con-
tra de las leyes antirreligiosas adoptadas por el gobierno de
Gambetta. Lo que en un principio, la Unión Católica, podía
haberse transformado en un equivalente del Partido
Católico en Francia, acabó integrándose el partido canovista.
Así el partido liberal-conservador se transformó en un parti-
do acatólico, lleno de militantes católicos. Se cumple por
tanto esta afirmación: «La Unión católica no era en realidad,
pese a sus apariencias religiosas, más que una asociación
exclusivamente política» (57). Quizá fue por ello que nunca
llegó a contar con el respaldo total del episcopado, lo cual
precipitó su caída en cuanto que movimiento. El proyecto
pidalista fracasó en su intento de arrastrar el carlismo al régi-
men de la Restauración y se limitó a recuperar a aquellos
c o n s e r vadores que la revolución republicana había echado
en manos del carlismo. Pidal, como tantos otros, había florecido con un halo de
tradicionalismo filocarlista. Se per filaba así como una nueva
promesa del tradicionalismo-conser vadurista. El 8 y 9 de
marzo de 1876, con motivo de la contestación al Discurso de
la Corona , intervino en contra de Cánovas al que acusaba de
«hacer estéril la restauración de la Monarquía española,
poniendo esa restauración al ser vicio de la revolución». El
17 de julio de 1876 tomaba parte activa en el debate sobre
la supresión de los fueros vascongados. Según él era una
«ley de represalia» contra los carlistas, por lo que votó en
contra. El mismo año 1876 participa en el debate constitu -
cional. Su planteamiento inicial era que la Constitución de
1845 seguía vigente, pues no pudo ser abolida por el
Manifiesto de Sandhurst (58). Ello implicaba un posiciona -
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(57) Cristóbal R
OBLES,op. cit., pág. 309.
(58) Fue firmado por el futuro Alfonso XII el 1 de diciembre de
1874, mientras realizaba sus estudios en la academia militar de Sandhurs\
t
(Inglaterra). El manifiesto se redactó formalmente con el pretexto \
de sus
diecisiete años, que significaban la mayoría de edad. El documento fue
pensado y escrito por Cánovas del Castillo con el fin de preparar la res -
tauración. En el manifiesto se daba a conocer el nuevo sistema político
que se quería implantar: una monarquía constitucional, es decir un
nuevo régimen monárquico de tipo conservador y católico pero que
garantizaba el funcionamiento del sistema político liberal. El manifiesto
Fundaci\363n Speiro

miento claro en la defensa de la unidad católica de España
frente a la pretensión del futuro Alfonso XII de reinar en
una España fiel a la tradición católica, pero liberal y «abier-
ta» a la vez (especialmente en el reconocimiento de otros
cultos). Sin embargo, su talante «contrarrevolucionario» y
opositor al canovismo, pronto cambió en cuanto le ofrecie -
ron un cargo minis terial. Su contemporáneo Conrado
Solsona Baselga lo tilda de conser vador, alfonsino y neocató -
lico y afirma que «fue ministro al poco tiempo de haber mal -
decido a todos los gobiernos y a todos los gobernantes». El
pidalismo, representado por la imponente figura de su fun -
dador y sus luengas barbas, se resumió en la siguiente divisa
política: «Querer lo que se debe, hacer lo que se puede». El
malminorismo nacía políticamente, o al menos su eslogan. El intelectual de mayor peso que a la postre acabó cola-
borando con Pidal fue Menéndez y Pelayo . González Cuevas
afirma que: «Lo que Taine y Fustel de Coulanges supuso para
el nacionali smo integral maurrasiano lo fue Menéndez
Pelayo para el conjunto de la derecha española. Formado en
el tradicionalismo balmesiano, Menéndez Pelayo interpretó
la historia de España como la actualización y autodespliegue
del espíritu católico a lo largo de tiempo» (59). Uno de los
reproches que puede realizarse al insigne polígrafo es su dis-
torsión de la interpretación de determinados acontecimien-
t os hist óricos y de la historia del pensamiento para ajustarlos
a su posicionamiento en la Unión Católicade Pidal en la que
m i l i t ó .
Como bien señaló en su día Francisco Canals: «[Menén-
dez y Pelayo] impulsado por una intención polémica contra
el tradicionalismo integrista que se había expresado en 1888
en el manifiesto de Burgos, y deseoso en el fondo de defender
su posición política que, con la bandera de la Unión Católica,
venía a ser en la práctica liberal-conser vadora, Menéndez y
Pelayo proyecta, sobre los años anteriores a la primera gue -
rra carlista, unos esquemas inadecuados, que le llevan a atri -
JAVIER BARRA YCOA
642Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658.
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acababa proclamando las esencias fundamentales que han de regir su rei -
nado: «…ni dejaré de ser buen español ni, como todos mis antepasados,
buen católico, ni, como hombre del siglo, verdaderamente liberal».
(59) Pedro Carlos G
ONZÁLEZCUEVAS,op. cit ., pág. 117.
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buir a los sectores sociales en que se apoyó la resistencia
“realista” y antiliberal que se concretó en la causa de Carlos
V […] el haberse nutrido en las fuentes del tradicionalismo
francés. Desde esta desenfocada perspectiva, la intransigen-
cia contrarrevolucionaria que habría sido la causa de la gue -
rra civil y que, para Menéndez y Pelayo, habría sido también
responsable del fracaso de las soluciones conciliadoras pro -
puestas después por Quadrado y Balmes, sería atribuible no
tanto al “cerrilismo” castizo de la “escolástica póstuma”\
, sino
muy concretamente a la contaminación de los que llama
“partidarios del antiguo régimen” por deletéreos elementos
recibido s de los escritores franceses apolog istas de la
Restauración» (60). La importancia de este juicio la remata
Canals afirmando que «la corriente “tradicionalista” [en
referencia a la herética francesa] […] se incorpora al pensa -
miento español casi exclusivamente a través de hombres,
publica ciones y escuelas pertenecientes a la “sociedad
nueva”, a la España liberal; y muy principalmente, y con
clara primacía en lo cronológico y en la amplitud de la
influencia y difusión, por hombres, publicaciones y grupos
culturales pertenecientes a la burguesía liberal de la genera -
ción romántica de la Cataluña isabelina». Posteriormente
hilaremos estas reflexiones con el papel del catolicismo libe -
ral en la aparición del catalanismo. Un aspecto complejo de estas tensiones entre tradiciona -
listas y moderados es entender , para los neófitos, la apari-
ción del integrismo nocedalista. Ríos de tinta han corrido al
respecto, así que simplemente mencionaremos una breve
tesis. El pidalismo que intentaba arrastrar a las masas carlistas
hacia el régimen de la Restauración, dejaba al carlismo en
un «centro» que por lógica debía provocar un «extremo».
Las relaciones entre todos los sectores católicos que estamos
tratando, nunca dejan de sorprender por sus constantes
relaciones de amor -odio, especialmente entre carlistas e
integristas (incluso catalanistas). El propio integrismo, que
era capaz de conceptualizarse como un movimiento no polí -
tico, dejaba en manos del carlismo, al menos en teoría, ese
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Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658.643
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(60) Francisco C
ANALS, «Prólogo» a José María Alsina, op. cit.
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campo de acción: «La prensa católica intransigente insiste
reiteradas veces en los vínculos estrechos que existen entre
carlismo e integrismo y pone de relieve el carácter “circuns-
tancial” de esta vinculación puesto que el partido carlista es
el único partido que defiende un programa íntegramente
católico: “Por nuestra parte añadiremos que en España el
Integrismo no es bandera de un “partido per se”; hay un
“partido per accidens” que forma parte de los hombres de
buena voluntad que desean salvar España por medio de un
gobierno íntegramente católico. Nadie ha aceptado el pro -
grama completamente católico sino esta comunión; debía,
pues, el Integrismo amparar a esta comunión que siendo
fuerte, respetable, aguerrida y organizada, ofrece, y es la
única que puede cumplirlo, realizar y actualizar el programa
católico en el orden político (Dogma y Razón, 1887)”» (61).
Tras la escisión integrista de 1888, la prensa católica iba
a vivir sus momentos más tensos y a la vez dinámicos. El pro -
grama del Integrismo propuesto por Ramón Nocedal y con -
cretado en el célebre Manifestación de Burgos de junio de
1889, proponía: absoluto imperio de la fe católica «íntegra»\
;
condena del liberalismo como «pecado»; negación de los
«horrendos delirios que con el nombre de libertad de con -
ciencia, de culto, de pensamiento y de imprenta, abrieron
las puertas a todas las herejías y a todos los absurdos extran -
jeros»; descentralización regional y un cierto indiferentismo
en materia de forma de gobierno. Lo que no consiguió la
Unión Católica de Pidal (convertirse en un Partido
Católico), lo intentó Nocedal con la fundación del Partido
Católico Nacional (más conocido como el Partido integris -
ta). El Manifiesto de Mor entínacusaba a Carlos VII de liberal
y se iniciaba así una aventura que a la postre resultaría absur -
da. El modelo del Partido Integrista era el del Ecuador de
García Moreno, consagrado al Sagrado Corazón, y esperan -
do que eso resolviera todos los males. Con lo cual el progra -
ma político destacaba por su ausencia. La proclamación de
la realeza de Cristo propició que la cuestión legítimo-dinás -
JAVIER BARRA YCOA
644Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658.
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(61) Solange H
I B B S- LI S S O R G U E S, «La prensa católica catalana de 1868 a
1900 (II)», Anales de Literatura Española (Alicante), núm. 9 (1993), pág. 89.
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tica pasara a ser absolutamente secundaria. De ahí que
cuando Alfonso XIII consagró España al Sagrado Corazón
(1919), el integrismo se adhirió al «régimen» olvidándose
de su espíritu combativo de antaño. En el Cerro de lo Ánge-
les rezaba a los pies de la imagen del Sagrado Corazón
«Reino en España», como si con la restauración conser vado-
ra se hubiera cumplido las promesas del Sagrado Corazón.
Mientras tanto el carlismo sólo reconocía un significativo
«Reinaré en España», asumiendo que esa realidad aún no se\
había cumplido. Sólo la eminente persecución religiosa que
anunciaba la II República propició la vuelta de los restos del
integrismo al carlismo. Otro sector del integrismo fue evolu -
cionando a lo que luego sería el catolicismo liberal repre -
sentado por los Propagandistas. Estos se caracterizarían por
defender las tesis que casi un siglo antes había defendido
Cuadrado: el sistema político es neutro y en cualquiera de
ellos el catolicismo puede desarrollarse (62). Mucho antes, el Partido integrista tuvo que lidiar entre
la Unión Católica y la «armada intelectual» que suponía y
entre el carlismo que aún mantenía su primacía sobre las
«masas tradicionalistas». Ello no obstó para que el integris -
mo tuviera su momento de auge y fuerza y alcanzara su
máximo esplendor con El Siglo Futuro, la Revista Popular, los
Nocedal y Sardá y Salvany . Por su parte el tradicionalismo se
vería reforzado intelectualmente con la aparición de
Enrique Gil Robes y , especialmente, Juan Vázquez de Mella
y Fanjul. Un analista de aquella época podría haberse atre -
vido a pronosticar varios escenarios: la integración del tradi -
cionalismo en bloque en el sistema de la Restauración, la
ruptura de este régimen, etc. Sin embargo un hecho cambió
la lógica de toda la política española. La pérdida de Cuba y
Filipinas. La derrota sumió a las fuerzas católicas en una sen -
sación de perplejidad. En un principio, para los carlistas,
supuso la reafirmación de sus profundas convicciones antili -
berales y de los augurios que avisaban sus parlamentarios
que sin una descentralización se acabaría perdiendo Cuba.
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Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658. 645
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(62) Por eso no es de extrañar que los propagandistas fueran moná\
r -
quicos liberales, republicanos, franquistas o demócratas, según fueran
pasando los años.
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Gil y Robles sentenció que la pérdida era la lógica conse-
cuencia de la «revolución burguesa» que había convertido a
España en una mesocracia «irreligiosa» o «hipócritamente
pietista». Más metapolítico, Ortí y Lara se limitó a afirmar
que todo ello era el último fruto del «concepto de libre exa -
men» que ya había arrancado con Lutero. Curiosamente,
Menéndez Pelayo se sumió en un profundo silencio, como
si nada hubiera pasado. La crisis del 98, en la que no podemos entrar a analizar
ahora, nos proporciona un personaje curioso: el general
Camilo García Polavieja. En un primer momento, recibió el
apoyo de los integristas y otros sectores católicos, especial -
mente los catalanistas. Ello nos permitirá en el siguiente epí -
grafe esbozar las relaciones entre el «posibilismo» y el
catalanismo. Pero antes, cabe preguntarse por qué el gene -
ral Polavieja no llegó a ser , desde luego, el Boulanger espa -
ñol (63). La respuesta, puede ser imparcial y contestada,
pero nos atrevemos a decir que lo que denominaríamos
«nacionalismo integral» no había arraigado aún en España
(independientemente de los centenares de manifestaciones
patrióticas que conllevó la Guerra de Cuba). Las primeras
manifestaciones del nacionalismo es preciso buscarlas, en
España, no en el conservadurismo tradicional, ni en el carlis-
mo, ni en el integrismo, sino en los nacionalismos periféricos
catalán y vasco. Posteriormente, en todo caso, emergerá un
nacionalismo –bien regeneracionista, bien pesimista– que
hemos venido en llamar «espíritu del 98».
8. La Unión Católica y el catalanismo.
Una tesis arriesgada, pero cada vez más asentada, es que
el nacionalismo conser vador español, e incluso el fascista,
646Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658.
JA
VIER BARRA YCOA
––––––––––––
(63) Ante la crisis de la pérdida de Alsacia y Lorena en la guerra
franco-prusiana, y un descrédito de la clase política, el General Boulanger
aglutinó en torno a sí un gran movimiento político. Siendo liberal de
izquierdas, consiguió agrupar monárquicos, bonapartistas y el cons erv a d u-
rismo sociológico. Al contrario que el General Primo de Rivera no se atre-
vió a dar un golpe de estado que le hubiera aupado a la Jefatura del Estado.
Finalmente el movimiento se disolvió por falta de concreción política.
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recibió la influencia primera del catalanismo (64), especial-
mente a través de la figura de –ya apóstata del catalanismo–\
Eugenio d’Ors (65). Esta afirmación se hace cada vez más
imprescindible para entrever el papel del catolicismo liberal
en la configuración del nacionalismo y su influencia en el
devenir de la praxis política católica. Esta influencia tendría
sus remotos orígenes en la llegada del tradicionalismo filo -
sófico a Cataluña, como ya hemos visto, que allanó el cami -
no para que posteriormente recalara el pensamiento de
Maurras entre los primeros catalanistas. La encíclica Cum multa, aunque redactada para todos los
españoles, tenía especial vigencia en Cataluña, donde los
enfrentamientos entre las tres facciones mayoritarias de cató-
licos habían llegado a un punto crítico. Carlistas, integristas
y moderados liberales (de los que surgirá a la postre un
soporte fundamental al catal anismo). Mientras que carlistas
e integristas rápidamente desconfiaron del proyecto de la
Unión Católica de Pidal , los protocatalanistas lo acogieron con
esperanza y entusi asmo. Estos católicos, llamados despectiva-
mente «mestizos» eran representados por Juan Mañé y
F l a q u e r , director del Diario de Barc e l o n a ,y por eclesiásticos
que pertenecían al «vigatanismo»: Eduardo Llamas Idelfonso
Gatell, Torras y Bages (66) o Jaume Collell. Todos ellos eran
periodistas e incluso directores de publicaciones importan-
tes como El Criterio Católico (1884) y La Veu de Montser r a t
(1878) o La Veu de Catalunya ( 1 8 8 0 ) .
La piedra de toque del enfrentamiento entre católicos
era que estos últimos propugnaban una unión de los católi -
cos, con el fin de defender mejor la Iglesia, aunque ello
supusiera aceptar los poderes constituidos (a pesar de su
carácter liberal), cosa que era imposible de aceptar para los
CA TOLICISMO POLÍTICO TRADICIONAL, LIBERALISMO, SOCIALISMO Y RADICALISMO EN LA ESP AÑA CONTEMPORÁNEA
Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658. 647
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(64) Hoy por hoy , se ha tornado indispensable la voluminosa obra de
Enric U
CELAY-DACAL,El imperialismo catalán. Prat de la Riba, Cambó, D’Ors
y la conquista moral de España, Barcelona, Edhasa, 2003.
(65) El bizkaitarrismo se alimentó del nacionalismo catalán, a través
de Luis de Arana, pero no influyó en la configuración del nacionalismo
español. (66) Respecto a nuestro juicio sobre Torras y Bages, en cuanto cata-
lanista, sólo se puede entender desde un peculiar y originario sentid\
o del
catalanismo, no reconciliable con el político.
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«intransigentes» (67). La aparición del catalanismo políti\
co,
no puede deslindarse de varias influencias como el romanti-
cismo, el organicismo y , evidentemente el maurrasianismo.
Maurras y Barrès entraron en España por Cataluña. Los sec -
tores catalanistas, durante el affaire Dreyfus, tuvieron una
postura abiertamente pro-nacionalista y antidreyfus (68).
Esta convergencia no es de extrañar , pues Enric Prat de la
Riba tuvo una formación cultural e ideológica muy semejan -
te a la de Maurras: Joseph de Maistre, Auguste Comte, Fustel
de Coulanges, Renan, Taine, etc. El organicismo que ambos
defendían bebía de las mismas fuentes. No deja de ser signi -
ficativo que Prat denominara a su alternativa política «nacio -
nalismo integral» (69), como Maurras. La aversión de Prat
de la Riba al sistema parlamentario (sinónimo de desorden,
fragmentación e incoherencia) queda reflejada en las Bases
de Manresa (Documento clave en los orígenes del catalanis -
mo). La semejanza del primer catalanismo político con el
tradicionalismo, que llevó a muchos a confusión, nos puede
explicar la sutileza de este movimiento. El catalanismo fue la
estrategia liberal para desarticular el carlismo. No podemos
olvidar que la Unión Democrática de Cataluña (partido
demócrata cristiano que ha llegado hasta nuestros días en
Cataluña), surgió como una escisión de la Lliga Regionalista,
a la que masivamente votaban los católicos, aunque sus líde-
res, como Cambó, fueran liberales. En resumen: «El catala -
nisme catòlic [fue la] alternativa a l´integrisme (y al
carlismo)». Así reza un capítulo de una obra imprescindible
para entender la transmutación del carlismo en catalanis -
JAVIER BARRA YCOA
648Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658.
––––––––––––
(67) El proyecto de Pidal fue criticado, entre otros, por el obispo ca\
r -
lista de Daulia, Josep Serra. Este prelado afirmaba que la única intención
de la Unión era política y anticarlista y que estaba contagiada por el libe -
ralismo. A sus ojos, esta «unión heterogénea» sólo quería disolver el car -
lismo: «Nombres de personas ilustres, de personas muy queridas, muy
respetables [...] unidos y confundidos con nombres de sujetos que no han\
renunciado y no renunciarán probablemente jamás al nombre de libera -
les» (La Cruz, 188. Ibid.,pág. 317).
(68) Joaquim C
OLL IAMARGÓS,El catalanisme conser vador davant l´afer
Dr eyfus, Barcelona, Curial Edicions Catalanes, 1994.
(69) Enric P
RAT DE LARIBA,La nació i testât. Escrits de joventut,
Barcelona, La Magrana, 1987, pág. 103.
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mo, a través del integrismo y del liberalismo: L´integrisme a
Catalunya de Joan Bonet y Casimir Martí.
9. Del catalanismo conservador al conser vadurismo españo-
lista
Eugenio d’Ors, uno de los pilares del primer catalanismo
y mano derecha de Prat de la Riba, era un admirador de
Maurras, Sorel y Moréas. Además fue uno de los primeros
españoles que entró en contacto con L’Action Française, y de
esa experiencia salió a la luz el movimiento N o u c e n t i s t a, defi-
nido como un «nuevo intelectualismo», basado en los valores
clásicos de jerarquía, continuidad y cultura frente al indivi-
dualismo romántico (7 0). El surgimiento de un nuevo senti-
do de nación (que implicaría una sutil y casi inconsciente
herejía de la soberanía nacional) acabaría llegando por una
serie de «conversos». Así d’Ors, que de catalanista llegó a
convertirse, sin cambiar de perspectiva ideológica, en uno de
los grandes teóricos de la derecha radical española. T a m b i é n
la élite intelectual noventayochista, que se encontraba en las
antípodas tradicionalismo, acabaría influyendo en el fascismo.
Algunos de sus mejores representantes, como «Azorín» (71)
o Maeztu, tras un peregrinaje complejo, acabarían recalando
en el conservadurismo y en el primorriverismo. En ellos
parecía hacerse presentes las tesis de Joaquín Costa: la «revo-
lución desde arriba» y el «cirujano de hierro» (72). A z o r í n
fue, junto a d’Ors, uno de los introductores en España de los
temas del «nacionalismo integral» maurrasiano (73), cuya
CA TOLICISMO POLÍTICO TRADICIONAL, LIBERALISMO, SOCIALISMO Y RADICALISMO EN LA ESP AÑA CONTEMPORÁNEA
Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658. 649
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(70) Cfr . Eugeni D´O
RS,Glosari, Barcelona, Edisions 62, 1982, pág.
191.
(71) José Martínez Ruíz, «Azorín», quien, tras su escarceos federalis -
tas y anarquizantes, pasó a militar , sin solución de continuidad, en el con -
ser vadurismo de Maura y La Cier va.
(72) Cfr. Vicente C
A C H OVI U, Repensar el noventa y ocho, M a d r i d ,
Biblioteca Nueva, 1997; Rafael P
É R E Z D EL ADE H E S A, El pensamiento de Costa
y su influencia en el 98, Madrid, Sociedad de Estudios y publicaciones, 1966.
(73) Uno de los admiradores de Maurras fue Rafael Sánchez Mazas,
que se encargó, como corresponsal de ABC en Italia, de describir elogio -
samente la subida al poder de Mussolini.
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influencia resulta patente en su obra Un discurso de La Cierv a ,
en la que propugna una renovación del conser v a d u r i s m o
español a partir de Maurras y Barrès: «Estética clasicista,
sociologismo, positivismo comteano, agrarismo y antilibera-
lismo» (74).
No podemos dejar de mencionar un personaje clave en
estos avatares intelectuales, Ramiro de Maeztu, pues su itine-
rario era el contrario que muchos. Mientras que las modas
intelectuales francesas arrastraban a muchos a aceptar un
concepto de patria casi revolucionario y antitradicional (sólo
mitigado por el aún profundo sentir católico de buena parte
de la sociedad española), Maeztu sufría una evolución con-
traria. Tras su antigua militancia noventayochista y liberal-
socialista, conmovido por la Gran Guerra, su alma gira hacia
el catolicismo. La crisis del humanismo, señala ese cambi o que
culminará con un pensamiento contrarrevolucionario tradi-
cionalista antes de su martirio. Por el contrario el conser v a-
durismo radical español contó con A z o r í n, D’Ors o José
María Salaverría, portaestandartes de un nuevo nacionalismo
español, muy distinto del católico. José Ortega y Gasset tuvo
igualmente «iluminaciones prefascistas». En su Revista de
Occidente, colaboraron los futuros teóricos del f ascismo espa-
ñol: Ramiro Ledesma Ramos o Ernesto Giménez Caballero.
En las p áginas de la revista no faltaro n las firmas de los inte-
lectuales alineados con la llamada «revoluci ón conserv a d o r a
alemana»: como Werner Sombart, Carl Schmitt, Hermann
Keyserling, Othmar Spann y Oswald Spengler. El general Primo de Rivera no intentó tampoco conver-
tirse en un caudillo carismático como Boulanger . Carente
de ideología (75), su dictadura giró en torno a un vago con -
cepto de patriotismo que podía fácilmente deambular entre
el moderno patriotismo o un concepto pseudotradicional.
En ese sentido, es preciso destacar las obras de dos de los
ideólogos de la Unión Patriótica, el partido de Primo de
Rivera, José María Pemán (El hecho y la idea de la Unión
JA VIER BARRA YCOA
650Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658.
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(74) Pedro Carlos G
ONZÁLEZCUEVAS,op. cit.
(75) Sólo en sus últimos años se planteó la instauració\
n de un Estado
autoritario permanente, que rompiera con la tradición liberal-conserva -
dora.
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Patriótica)y de José Pemartín (Los valores históricos en la
Dictadura española). Los cuadros de mandos y dirigentes de
la Unión Patriótica salieron especialmente de la Asociación
Nacional Católica de Propagandistas. Por aquél tiempo,
todavía pretendían emular el tradicionalismo para atraerse
a los católicos más intransigentes. No en vano el lema de la
Unión Patriótica recordaba al de los carlistas: «Patria,
Religión y Monarquía» (aunque no deja de ser más que sig -
nificativo el cambio de orden de los principios y su abstrac -
ción conceptual respecto al trilema carlista). Es cierto que
tanto Pemán como su primo Pemartín plantearon la necesi -
dad que el directorio de Primo de Rivera evolucionara hacia
una Monarquía tradicional y representativa (que se alejara
de la constitucionalista). Las intenciones reales no las pode -
mos conocer , pues este proyecto intentó plasmarse en la non
nata Constitución de 1929. Pero lo único que nació fue la II
República (76).
10. Más oleadas de conser vadurismo: el maurismo
El conser vadurismo canovist a suf rió una escisión en
1913, casi natural: el maurismo. Maura representa el surgi -
miento de una primera «derecha radical» o «nueva dere -
cha» en España. Una de las características de las juventudes
mauristas (emulando el recién restaurado Requeté), era la
«agitación callejera». La radicalización del republicanismo
llevó a que la política empezara a desplazarse de los parla -
mentos a la calle (77). Nuevamente se repite una ley anti-
histórica. Si bien lo lógico es que este movimiento, con gran
resonancia popular , incluso entre obreros, arrastrara a los
elementos tradicionalistas, en el plano intelectual ocurrió al
revés. El máximo dirigente e ideólogo maurista fue Antonio
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(76) La sospecha de que esta maniobra de Pemán fuera eso, una
maniobra, no se puede demostrar . Pero su futura evolución política, o los
que –asombrados– vieron cómo D. Juan se ponía la boina roja con tal de
ganarse la simpatías de los carlistas para ganarse el trono, como mínimo
han de ser más que suspicaces con estas «vueltas» al tradicionalismo. (77) María Dolores E
LIZALDEet al., Historia política de España, 1875-
1939, vol. 1, Madrid, Akal, 2002, pág. 239.
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Goicoechea. Acabó definiendo al nuevo movimiento de-
rechista como la antítesis del canovismo. El movimiento,
aunque nacido de la Restauración, acabó siendo profunda-
mente crítico con ella y le oponía –en una mezcla de lenguaje
político moderno y a la vez tradicional: «democracia conser -
vadora y orgánica». Al igual que Balmes o Menéndez Pelayo
lo hicieran en su momento, Goicoechea identificaba la tra -
dición española con la Monarquía y el catolicismo. Ello no
quita que en sus discursos se puedan detectar algunas expre -
siones e ideas maurrasianas. El maurismo quedaba entre el
moderantismo y el tradicionalismo, como una especie de
derecha tradicionalista, crítica con la monarquía alfonsina,
pero fiel a ella. Anteriormente, en 1909, había aparecido en España la ya
mencionada Asociación Católica Nacional de Propagandis-
tas. Aparentemente su ideario y proyecto político eran una
actualización de la tradición católica. Ángel Herrera Oria
llegó a afirmar que se mostraba contrario a la democracia
liberal, que «no se había creado para España». En ese senti-
do, su alternativa era «una forma de democracia orgánica
que empiece por vivificar con savia del pueblo las primeras
instituciones de la vida pública y de las instituciones econó-
micas» (78). Su órgano de difusión fue El Debate, q u e d e f e n d i ó
la tradicional fórmula de la unión de valores monárquicos y
católicos … hasta que llegó la República. Los seguidores de
Herrera Oria se quedaron entre los republicanos laicistas y
los tradicionalistas.
11. El último rear me doctrinal del tradicionalismo y la llega -
da del franquismo
Se puede decir que Vázquez de Mella tuvo su continua-
dor en Víctor Pradera (79). Éste, más sistemático que Mell\
a,
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652Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658.
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(78) Cfr . Ángel H
ERRERAORIA,Obras selectas ,Madrid, BAC, 1965, págs.
5-8 y 75. (79) Curiosamente Pradera acompañó a Vázquez de Mella en su d\
isi -
dencia frente al nuevo rey carlista, Don Jaime, tras el final de la Gran
Guerra.
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puso el acento del tradicionalismo carlista en el regionalis-
mo, pero sin descuidar la cosmovisión de una Res publica
christiana sintetizada en una «Monarquía federativa» (80). A
Pradera acompañaron otros sistematizadotes del tradiciona -
lismo como Marcial Solana. El conser vadurismo, el patriotis-
mo moderno y el tradicionalismo volvieron a confluir en la
que fuera una de las publicaciones más originales e influyen -
tes de su época y profundamente anti-republicana: la revista
Acción Española. Ahí se cruzaron las plumas de un Eugenio
V egas Latapié, venido del integrismo, aunque ahora alfonsi -
no; un Maeztu camino de su conversión al tradicionalismo;
antiguos mauristas, como Goicoechea y Calvo Sotelo; pri-
morriveristas, como Pemán, Pemartín y Aunós o carlistas
como Víctor Pradera. Se ha discutido sobre la influencia
real de Acción Española, pero sin lugar a dudas fue uno de los
baluartes ideológicos que permitieron legitimar un 18 julio
del 36. No en vano en sus páginas escribirían Isidro Gomá y
otros eclesiásticos de gran relevancia. A pesar de la divergen -
cia de procedencias, todos estos pensadores intuían que la
República iba a significar un punto de inflexión en la
Historia de España. De su perduración o caída iba a depen -
der el futuro del catolicismo. De hecho, en la carta colectiva del Episcopado español
con motivo de la Guerra de España (1937) se advertía:
«Dentro del movimiento nacional se ha producido el fenó -
meno, maravilloso, del martirio –verdadero martirio, como
ha dicho el Papa– de millares de españoles, sacerdotes, reli -
giosos y seglares; y este testimonio de sangre deberá condi -
cionar en lo futuro, so pena de inmensa responsabilidad
política, la actuación de quienes, depuestas las armas, hayan
de construir el nuevo estado en el sosiego de la paz». No
somos los que hemos de juzgar ese nuevo Estado que surgió
de la Guerra, formalmente católico y monárquico sin rey .
Contó con teorizadores suficientes como el burgalés
Francisco Javier Conde, el discípulo español más importan -
te de Carl Schmitt (81). Colaboró a la legitimación del régi -
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Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658. 653
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(80) Víctor P
RADERA,Regionalismo y nacionalismo, Madrid, El Correo
Español, 1917; El Estado nuevo, Madrid, Cultura Española, 1935.
(81) Así lo describe Fernández de la Mora: «En la clase de Derecho Polí-
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men con la teoría del caudillaje (una especie de «seculariza-
ción» de la «monarquía») (82). O también el ingenioso Pedro
Laín Entralgo, obcecado por conjugar una ética nacional
falangista, el caudillaje, el totalitarismo, acorde con los valo -
res religiosos del catolicismo (83); o Antonio T ovar y José
Antonio Maravall, cuyos estudios intentaron preser var el
legado noventayochista y orteguiano del falangismo para
oponerlo al «catolicismo integrista» (84). Las dialécticas de-
cimonónicas entre tradicionalistas y moderantistas se repe-
tían ahora en el seno de un nuevo régimen que buscaba su
identidad. Por ejemplo, Adolfo Muñoz Alonso enfatizaba el
«sentido» católico del pensamiento de José Antonio Primo
de Rivera (obviando totalmente a Ledesma Ramos) fundado
en la corriente personalistas de Mounier (85). La primera
fase «falangista» del régimen, pronto debió virar tras la
derrota alemana. Franco buscó otros apoyos con los que
equilibrar el régimen, recurriendo a los sectores de la
Asociación Católica Nacional de Propagandistas que poste -
riormente serían reemplazados por los tecnócratas del Opus
Dei. Sin embargo, el franquismo no podía obviar el pensa -
miento tradicional. En 1948 aparecía la llamada «tercera
fuerza», representada por los herederos ideol ógicos d e
Acción Española. Sus ideólogos eran hombres que sin prove-
nir en su mayoría directamente del tradicionalismo, simpa -
tizaban con él; o al menos replicaban su lenguaje. En la
JA VIER BARRA YCOA
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tico de la facultad hizo una mañana su aparición un joven profesor\
rubio,
de dicción aparentemente engolada, de quien conocía sus precursoras
traducciones de Carl Schmitt, y que traía de Alemania las palabras más
innovadoras de teoría del Estado[...]. La inteligencia española, c\
omo con
tantos compatriotas eminentes, no ha sido justa con Javier Conde, uno de\
los más finos ingenios de su tiempo». Gonzalo F
ERNÁNDEZDE LAMORA,Río
Arriba .Memorias, Barcelona, Planeta, 1995, pág. 54.
(82) Francisco Javier C
ONDE, «Espejo de caudillaje», en Escritos y frag-
mentos políticos , Madrid, IEP, 1974, tomo I, páginas 30 y sigs.
(83) Pedro L
AÍNENTRALGO,Valor es morales del nacional-sindicalismo,
Editora Nacional, Madrid, 1941. (84) Cf. Antonio T
OVAR,El Imperio de España, Madrid, Afrodisio
Aguado, 1941; José Antonio M
ARAVALL,T eoría del Estado en España en el siglo
XVII, Madrid, IEP , 1943.
(85) Adolfo M
UÑOZALONSO,Persona humana y sociedad , Madrid,
Ediciones del Movimiento, 1955; Un pensador para un pueblo, Madrid,
Almena, 1969.
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medida que el régimen se iba adaptando a los tiempos,
muchos de ellos también lo hicieron. Entre ellos encontra-
mos a Rafael Calvo Serer , Florentino Pérez-Embid, Ángel
López-Amo, Vicente Marrero, Antonio Fontán, Antonio
Millán Puelles, etc. Calvo Serer se sirvió para aglutinar a los
intelectuales conser vadores y tradicionalistas de la revista
A r b o r , órgano del Consejo Superior de Investigaciones
Científicas, lo cual le permitió una gran influencia en el
mundo académico (86). En esa etapa todavía parecía posi -
ble una entente con el tradicionalismo, representado espe -
cialmente por Elías de Tejada o Rafael Gambra (87). Pero el
«tradicionalismo oficial del franquismo», representado por
Calvo Serer fue derivando hacia la aceptación de don Juan
de Borbón (88) (paradójicamente Eugenio V egas Latapié
hizo el camino contrario, alejándose de D. Juan).
El análisis sociológico del catolicismo durante la época
de Franco compete a otros. Hasta aquí simplemente hemos
desentrañado algunas claves del pensamiento tradicionalis -
ta y su agotamiento en una estructura política confesional -
mente católica (89). El Estado católico estaba sustentado en
parte por católicos liberales que sin militar en organizacio -
nes demócrata-cristianas, antes bien, parasitaban el régi -
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(86) Gonzalo Fernández de la Mora sería una rara avis en este elen-
co de pensadores, pues buscaba una legitimación «orteguiana» del régi -
men, alejada del «catolicismo radical». Por el contrario, el contr\
apunto lo
ponía Vicente Marrero que pretendía que la legitimidad del régi\
men pro -
venía del carácter de Cruzada de la Guerra civil. (87) Cf. AA.VV ., Francisco Elias de T ejada y Spínola. El hombr e y la obra,
Madrid, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 1989; Miguel
A
YUSO, La filosofía jurídica y política de Francisco Elías de T ejada, Madrid,
Fundación Elías de T ejada, 1994. Para la obra de Gambra y su sistematiza -
ción y juicio sobre el régimen, cfr . Rafael G
AMBRA,La monarquía social y
repr esentativa en el pensamiento tradicional , Madrid, Rialp, 1954; La unidad
r eligiosa y el der rotismo católico , Sevilla, ECESA, 1965; Tradición o mimetismo,
Madrid, IEP , 1976.
(88) A modo de ejemplo, comparar las siguientes obras de Rafael
C
ALVOSERER, España, sin pr oblema,Madrid, Rialp, 1949 y Teoría de la
Restauración , Madrid, Rialp, 1952.
(89) Algún día alguien tendrá que explicar cómo catedráticos católi -
cos, desde dentro del régimen, torpedeaban las oposiciones universita\
rias
que Elías de T ejada preparaba para profesores tradicionalistas y era «trai-
cionado» para dárselas a profesores marxistas.
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men, estaban en contra de la confesionalidad del Estado (la
evolución posterior de estos personajes, tras la muerte de
Franco, permite confirmar esta tesis). Por eso, en España,
sin grandes organizaciones demócrata-cristianas, el catolicis-
mo liberal pudo hacer su obra, protegido por las estructuras
del franquismo. Por otra parte, la eclosión del V aticano II y
sus consecuencias pastorales, demolieron un edificio que
había empezado a carcomerse desde arriba. T ras la muerte
de Franco no costó mucho la caída de la «reser va espiritual
de Occidente». No es extraño que un antiguo colaborador
de Acción Española , Aniceto de Castro Albarrán, exclamara,
al conocer el contenido del Concilio: «¡Pobre Iglesia! ¡Pobre
España!» (90). Pura profecía.
12. Conclusiones o la aristocracia de las catacumbas
El ser tradicional de España se transformó en tradicio-
nalismo en la medida que fue atacado en su esencia a partir
de las revoluciones decimonónicas. El caso de España es
particular al demostrar su gran resistencia contrarrevolucio-
naria durante más de un siglo. De ahí que el liberalismo no
pudiera imponerse como en el resto de Europa, ni la demo -
cracia cristiana pudiera arraigar como partido. A lo largo del siglo XIX el pensamiento tradicionalista se
fue afianzando y sistematizando, bebiendo de fuentes que
incluso no eran carlistas, aunque sí contrarrevolucionarias.
En los momentos en los que se agudizaban los procesos
revolucionarios, el carlismo mantenía el peso y la fuerza
popular suficiente para arrastrar a los pensadores católicos
al tradicionalismo, y no al revés. Por ello, entre otras razones, la idea de Patria tradicional
se mantuvo en España mucho más tiempo y por eso el
«patriotismo moderno y revolucionario» no cuajó ni siquie -
ra en la «derecha conser vadora», al menos al mismo ritmo
que en Europa. A la larga, las influencias fascistizantes pro -
venientes de Europa quedaron mitigadas por el sentir y el
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(90) Aniceto D
ECASTROALBARRÁN,Lo nuevo conciliar y lo eclesial pe-
r enne, Madrid, Studium, 1967, pág. 101.
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pensamiento católico que aún imperaba en buena parte de
la sociedad española.El catolicismo liberal, que tenía como único y verdadero
enemigo, en su agenda oculta, al catolicismo tradicional,
hubo de desarrollar estrategias (no necesariamente cons-
cientes) para debilitar el tradicionalismo. Por eso, en los
lugares donde el carlismo y el tradicionalismo era más poten-
te (Cataluña y Vascongadas), el catolicismo liberal apareció
como regionalismo y acabó como naciona lismo. Fue en los
grandes baluartes del carlismo donde la democracia cristiana
apareció como organización política. En el resto de España
el catolicismo liberal consiguió atraer a su aparente oponen-
te, el integrismo , a través de la aceptación d e la restauración
monárqu ica liberal.
Los directorios militares sir vieron para salvaguardar,
frente a los procesos revolucionarios, un orden sociológico
católico, pero era incapaz de vivificar continuamente ese
modelo de sociedad. T ras el franquismo, el tradicionalismo
en cuanto pensamiento quedaba prácticamente agotado
salvo algunos honorables reductos. La continuidad de una
vivencia tradicional en miles de familias, especialmente las
católicas quedó truncada; bien por la infiltración mar xista
en el carlismo, bien por la debacle y desorientación deriva -
da de la pastoral del V aticano II.
¿Significa esto la muerte del tradicionalismo? Evidente-
mente no. El propio sistema actual, político y eclesial, gene -
ra tal desencanto que son muchos los que vuelven su mirada
a la T radición. El gran problema es que esa mirada no es
una
«vuelta», pues no había sido experimentada por ellos.
Los que, por algún motivo u otro, han llegado a conocer , o
percibir lo que significó vivir la T radición, tienen el grave
deber moral de saber transmitirlo con toda la caridad que la
circunstancia lo exige. La praxis política cristina no puede renegar del maxima-
lismo: reinstaurar una Res publica christiana. Sin embargo el
camino será largo y posiblemente muchos no lo veremos
culminar . Por último, afirmar que la praxis política no
puede quedar limitada a una mera reflexión del tradiciona -
lismo; pero el tradicionalismo no puede reconstruirse sin un
CA TOLICISMO POLÍTICO TRADICIONAL, LIBERALISMO, SOCIALISMO Y RADICALISMO EN LA ESP AÑA CONTEMPORÁNEA
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pensamiento tradicional. Con otras palabras, el ya debilita-
do tradicionalismo, corre un grave peligro, convertirse en
una mera ideología que no esté acompañada de una «expe -
riencia vital». Por experiencia vital nos referimos a poder
vivir la sociabilidad tradicional en la familia, la amistad y lo
eclesial. Lejos de soñar con las «masas católicas» de antaño,
hemos de ser realistas: hemos de preparar las catacumbas, o
moradas si asusta el término, que preparen una aristocracia
tradicionalista «vital» que permita «comunicar la vida plena -
mente». Este entrecomillado es simplemente la definición
de la T radición.
JAVIER BARRA YCOA
658Verbo,núm. 527-528 (2014), 617-658.
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