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Civilización y Cristiandad

Ponencia presentada por Pierre PÉRONNET en el X Congreso de la Cité Catholique

La palabra civilización suena de ordinario como un vocablo tan solemne como impreciso.

Tratar de definirla, tal será nuestro primer trabajo.

DE LA LITERATURA A LA FILOSOFÍA. BÚSQUEDA DE UNA DEFINICIÓN

Está demasiado clara que no podernos contentarnos con una definición puramente nominal como la que consiste en decir que la civilización es "ora la acción de civilizar, ora el resultado de esta acción" a menos que, remontándonos de un término a otro, lleguemos a la etimología, que nos conduce a civis, el ciudadano, el hombre en la ciudad.

Retengamos esta indicación: el hombre en la ciudad. Pero ¿qué es el hombre? ¿Cuál es su origen? ¿Cuál es su fin? Por tanto, ¿cuáles son también la naturaleza, el origen y el fin de la ciudad? Otras tantas preguntas, que no podemos dejar sin respuesta, para comprender "la acción de civilizar", que aparece como un asunto de hombres o "el resultado de esta acción", que se traduce en la existencia de UNA ciudad o quizá de LA ciudad.

Pero veamos lo que más a menudo se nos propone para enriquecer esta definición puramente nominal. En nombre de un inventario sociológico o de la objetividad científica, y bajo el pretexto de que todo lo que se refiere al hombre de cualquier manera y especialmente al hombre en sociedad pertenece a la civilización, se nos lanza una especie de definición descriptiva que, progresivamente, nos llevaría a desplegar un saber enciclopédico para explicar esta noción.

"De todas estas investigaciones y opiniones. —nos dice un escritor reputado—, resulta que la civilización, en el más amplio sentido de la palabra, en el estado actual del mundo, es un conjunto de recetas, de métodos, de creencias, de doctrinas, de costumbres, de tradiciones, de leyes, de hechos, de instrumentos, de monumentos y de obras que concurren, por su presencia, por su juego, por su acción, a la subsistencia y desarrollo de la, especie... Para nosotros, hombres del siglo XX, en definitiva, está en las bibliotecas" (1).

Ciertamente, queremos decir con el poeta antiguo: soy hombre, nada de humano me es extraño (2) pero queremos decirlo a plena luz. Ahora bien, por qué las tinieblas del liberalismo, del laicismo, de la Revolución rechazan normalmente la luz, nos fuerzan, a menudo, a elegir una u otra definición:

– o bien la seca explicación del gramático, que apenas deja filtrar alguna luz ;

– o bien la erudita exhibición de los enciclopedistas de ayer o de hoy, que oscurecen esta misma luz bajo la avalancha de sus archivos.

¿Y si, mejor que a un escritor, salvados los respetos, consultáramos a filósofos de profesión? Abramos el "Vocabulario técnico y crítico de la filosofía", de Lalande, en el artículo correspondiente. Encontramos en él dos definiciones, una particular, otra general.

La primera, particular, nos informa así: "UNA civilización es un conjunto complejo de fenómenos sociales, de naturaleza transmisible, que presentan un carácter religioso, moral, estético, técnico o científico, y .comunes a todas las partes de una vasta sociedad o en varias sociedades relacionadas. La civilización china, la civilización mediterránea"(3).

Es cierto que estamos aún ante un enunciado puramente descriptivo. Retengamos, sin embargo, dos observaciones: primero, que este enunciado sobrentiende la primacía de la parte racionar del hombre, de su inteligencia en la obra de la civilización, inteligencia sin la cual no existe verdaderamente ni religión, ni moral, ni estética, ni técnica, ni ciencia; segundo, que indica el carácter concreto, por tanto particular, de toda civilización cuando se la considera empíricamente en sus postulados inmediatos.

Sería descalificar a la inteligencia el poner en duda su poder de conocer por abstracción, construir conceptos, ideas, definir al hombre, por ejemplo, analizarlo de una manera objetiva tanto desde el punto de vista de la biología como de la psicología, construir una verdadera suma sobre ese ser tan misterioso como banal. Pero la experiencia nos enseña también que en la realidad cotidiana, jamás encontramos el hombre, por valiosos que sean en sí el concepto y el estudio, sino solamente individuos humanos, todos diferentes unos de otros, tanto por sus huellas digitales como por su temperamento, sus aptitudes, su inteligencia y aún podemos decir, por su vocación y las gracias particulares que han recibido.

Asimismo y consiguiente, no es descartar a priori la majestad de LA civilización el reconocer que existen civilizaciones cuya originalidad merece respeto en la medida de su valor. Pues no se puede eludir este juicio de valor. La originalidad de un individuo puede consistir, al menos en parte, en que sea beodo o sordo; pero el buen sentido dice que tal carácter no da ventajas al que lo tenga y que sería preferible, si fuese posible, curar ese vicio o esta enfermedad. Las civilizaciones particulares tienen también sus vicios, sus enfermedades, sus insuficiencias.

Y la debilidad de nuestra definición resulta de que de ella no se vislumbra ninguna jerarquía fundamental de valores: "Religión, moral, estética, técnica o ciencia". Una u otra. No una mejor que otra. Y quizá, a capricho de algunos, una pero sin la otra; la ciencia sin religión, por ejemplo; la estética sin moral; la técnica, soberana señora de todas las cosas, teniendo a la ciencia como esclava y haciendo ella misma de moral y religión, imagen de ese monstruoso Leviathan que Pío XII evocó un día (4).

Admitamos que la religión y la moral no nos sean discutidas. Pero ¿qué religión?, ¿qué moral? ¿Pondremos en el mismo plano a la civilización de Moloch, que en sus brasas devora a los niños y a la de Jesucristo que vino a dar su vida por ellos? ¿Pondremos en el mismo nivel al monstruo infernal salido de la imaginación perversa de los hombres y a la Sabiduría Eterna, al Verbo de Dios, salido del seno del Padre?

Porque todas las civilizaciones no están igualmente civilizadas: no solamente poseen riquezas más o menos abundantes y de diferentes clases, sino que ocultan igualmente gérmenes letales, elementos destructores; son capaces de progresar pero también de retroceder, incluso de desplomarse; ocurre incluso que una decadencia profunda se disimula bajo ciertos progresos particulares y superficiales. Para juzgar sobre ello es necesario un principio fundamental que fije la jerarquía de valores más o menos indispensables para la existencia de una civilización.

La definición más general de LA Civilización ¿nos va a traer esta luz? "La civilización (opuesta al estado salvaje o a la barbarie) es, según leemos en la misma obra, el conjunto de caracteres comunes a las civilizaciones que se juzgan más elevadas, es decir, prácticamente, la de Europa y los países que la han adoptado en sus rasgos esenciales ..." (3).

Agradezcamos al autor el que añada, a modo de excusa, es cierto: "La palabra en este sentido presenta un carácter netamente apreciativo" (3). Y digámoslo en voz alta, es preciso, sin ninguna duda, tal apreciación, tal juicio de valor. Una llave bien ajustada para tal cerradura no abre cualquier puerta. Un problema de matemáticas no soporta cualquier solución. Asimismo ocurre con las religiones falsas, los principios falsos, las acciones malas, ya sea en el orden de lo verdadero, del bien, de lo bello o simplemente de lo útil; principalmente cuando está en cuestión el hombre, se impone el juicio de valor. Descuidarlo es carecer de objetividad, es renunciar a regular su pensamiento y a regular su vida. Pues la verdad obliga. "Y así sucede que, en estas cosas —escribía Pío XII—, los hombres fácilmente se persuaden de ser falso o dudoso, lo que no quieren que sea verdadero" (5).

Ahora bien, este criterio de verdad falta de modo manifiesto en la definición antes enunciada. La civilización "de Europa y de los países que la han adoptado en sus rasgos esenciales", es decir, lo que se ha convenido en llamar la civilización occidental, tal es la referencia que aquí se nos propone: perspectiva en que se entremezclan los elementos más dispares y hasta los más contradictorios, en la que los valores más auténticos se encuentran confundidos con las aberraciones más monstruosas, verdadero laberinto, en una palabra, para el que nos falta precisamente el hilo de Ariana de un principio director.

Sería también vano esperar la luz de una comparación entre los países llamados civilizados con el fin de no retener más que "caracteres comunes". En primer lugar, tal procedimiento no nos daría una jerarquía de valores, puesto que, desde este punto de vista puramente empírico, nada nos autorizaría a considerar como un factor decisivo el deporte mejor que la técnica, o el arte culinario mejor que la religión. Después, al lado de lo mejor, encontraríamos forzosamente lo peor: la inmoralidad, el alcoholismo, el aborto, el divorcio, la escuela sin Dios, el desenfreno de la literatura y espectáculos" (6), los conflictos sociales, la inestabilidad o la tiranía de los poderes, la "pesadilla reiterada de las guerras" (7).

Estos "caracteres comunes" son también caracteres de civilización? En fin, si tales civilizaciones son juzgadas como las más elevadas, nos gustaría saber en nombre de qué. La pregunta es inevitable. Es entonces cuando, forzado en sus últimos, reductos, "Vocabulario técnico y crítico de la Filosofía" nos descubre su supremo pensamiento: "Los pueblos "civilizados" se oponen a. los pueblos salvajes o bárbaros no tanto por tal o cual rasgo definido como por la superioridad de su ciencia y de su técnica, así como por el carácter racional de su organización social ..." (3).

¿Es necesario volver a hacer la crítica de estos diferentes puntos? ¿Es necesario recordar que ciencia y técnica no son absolutos, que sus mismos progresos manifiestan sus imperfecciones, que su desarrollo levanta, con más agudeza, antiguos problemas metafísicos, que entregados a sí mismos se entredevoran, puesto que la ciencia pura, primera en dignidad, ha llegado, sin embargo, a ser, en cierto modo, esclava de la técnica, o sea, en último término, esclava de apetitos desenfrenados de gozo o de dominio? En cuanto al "carácter racional de la organización social" nada más equívoco; una, etiqueta tal podría cubrir las más heterogéneas mercancías; el orden verdadero, de seguro, tendrá un carácter racional aunque no se reduzca totalmente a la razón; pero la "utopía malsana", por estar cortada de lo real, no dejará de conservar también, en su estructura interna, un carácter racional, como la sociedad, enteramente planificada rebajada del estado de "cuerpo vivo" al estado de "Máquina" y que los tecnócratas nos presentarán como la obra maestra de la organización racional.

En definitiva, el filósofo no nos habrá aportado mucha más luz que el escritor. No es que hayamos elegido textos deliberadamente: subversivos: serios, sinceros, hasta generosos, sus autores simbolizan mejor esta mentalidad en la que todos nos bañamos y de la que los católicos mismos no dejan de estar contaminados; mentalidad liberal, inclinándose cada vez más al materialismo que disolviendo progresivamente toda noción de verdad, ha hecho a los hombres, incapaces de pensar y actuar para su salvación, aun temporal, puesto que el tiempo permanece, se haga lo que se haga, suspendido en la eternidad.

Una definición de Pío XI

"Cuando se habla de civilización, dice admirablemente Pío XI, es preciso, sobre todo, considerar que este término no significa solamente un conjunto de bienes y de elementos materiales y temporales, sino también, y muy especialmente, una simia de valores intelectuales, morales, jurídicos y espirituales. No hay duda de que la primacía corresponde a este último grupo de factores cuyo conjunto merece con preferencia el título más noble de cultura, que es como el alma de la civilización.

"Pero si toda civilización depende de una cultura, igualmente toda civilización supone en último análisis un problema de orden espiritual, según la concepción que los hombresse hacen de la vida, de su origen y su destino" (8). Análisis metódico y tanto más claro al ser un Papa quien da la noción de "espiritual" (decisiva en este caso), por Io que no hay peligro de que sea equívoca.

Tres niveles, pues, en esta jerarquía de valores.

Primeramente, "un conjunto de bienes y elementos materiales y "temporales" que, aunque subordinados, no dejan de ser importantes: el alimento, la habitación, el vestido, el confort mismo, en una palabra, la propiedad privada, defendida incansablemente por la Iglesia, lo mismo contra los falsos místicos y los idealistas que contra los comunistas materialistas y ateos. Ciertamente, es necesario en el uso de estos bienes aplicar la regla de oro de San Ignacio: "En tanto que … no más que …" dicho de otra manera, no perder nunca de vista que estos bienes no son más que medios al servicio de fines más elevados y, sobre todo, del fin supremo. Pero ¿la simple razón no lo dice? "Es necesario comer para vivir y no vivir para comer", proclamaba un antiguo. Nuestro Señor precisa con su autoridad divina: "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (9), de suerte, que una civilización ocupada principalmente en la producción de bienes materiales, no responde ya a la esencia de la civilización, sino que se orienta hacia la animalidad y la barbarie. El respeto del orden natural y divino permitirá, por el contrario, dar a los gestos más humildes un valor de santificación y, por consiguiente, de alta civilización: "Ya comais, ya bebais o ya hagais alguna cosa, hacedlo Iodo para gloria de Dios" (10).

En segundo lugar, "una suma de valores intelectuales, morales, jurídicos, espirituales", es decir, la "cultura" que es "como el alma de la civilización" y a la que corresponde la "primacía". Así en el ser humano, y a pesar de los más lamentables desórdenes, de hecho, la parte racional es más importante que la parte animal, el alma que el cuerpo, la inteligencia que los sentidos y las virtudes morales que las simples fuerzas físicas. Pero conviene añadir que en este plano todos los valores no son iguales entre sí, ni en el orden del conocimiento ni en el de la acción. En primer lugar, como dice Santo Tomás, "el débil conocimiento que se pueda tener de las cosas más altas es infinitamente más deseable que el más cierto conocimiento de las cosas inferiores" (11). Por tanto, vale más el conocimiento de Dios que el de la materia y, prácticamente, el progreso de las ciencias físicas o matemáticas no podría compensar de ninguna manera la decadencia de la filosofía. Pío XII escribía: "Comprendemos y tenemos en alta estima las actividades y conquistas de las ciencias naturales y de la técnica. Pero las verdades metafísicas sostienen todo el ser, material y espiritual, natural y sobrenatural" (12). Son, pues, más importantes, infinitamente más importantes, pues como dice el Apóstol "pasa la apariencia de este mundo" (13); así pues, las ciencias pasarán, pero en un cierto sentido; la metafísica durará eternamente, en la misma medida que tiene por objeto el ser de su esencia. Por consiguiente, una ideología puramente evolucionista, que se presente como la negación del ser, es también la negación de la civilización y en el solo nombre de la recta razón merece ser declarada "intrínsecamente perversa" (14).

Aún más, es preciso unir la acción al pensamiento, poner en funcionamiento nuestra voluntad, utilizar correctamente nuestra libertad. Lo que constituye una civilización es la ciencia, pero más aún las costumbres. "Todos los hombres, naturalmente, desean saber, nos recuerda la Imitación; pero ¿de qué aprovecha la ciencia sin el temor de Dios? Por cierto, mejor es el ignorante humilde que sirve a Dios que el soberbio filósofo que considera el curso, de los astros y no se conoce a sí mismo" (15).

La civilización no es, pues, únicamente hecho de "intelectuales", sobre todo si no son más que "intelectuales"; algunos son incluso destructores, por grande que sea su genio. Finalmente, "toda civilización supone, en último análisis, un problema de orden espiritual según la concepción que los hombres se hacen de la vida, de su origen y de su destino". A este problema espiritual da la sana razón una solución fundamental, al demostrar la existencia de Dios y la inmortalidad del alma por pruebas filosóficas y morales, sin olvidar la del consentimiento universal que, aún en la hora actual, no ha perdido nada de su fuerza: "No tememos, afirmarlo, decía Pío XII: con los católicos, la mayoría de los hombres está aún siempre por Dios. Hay países que cuentan igualmente con varios centenares de millones de habitantes y cuya población profesa un respeto tan profundo por las cosas religiosas, que podría llenar de confusión a muchos católicos. Dios es también el dueño de nuestra época" (16).

Y la ciencia, lejos de contradecirlo, viene, por el contrario, a reforzarlo. "El mundo está señalado con la impronta de la mutabilidad, decía Pío XII, del origen y del fin en el tiempo, e indica con voz potente e irresistible un Creador, completamente distinto, del mundo mismo e inmutable por su íntima naturaleza. Por ello, no Nos ha sorprendido el leer cómo recientemente un gran sabio no católico, Max .PIanck, ha declarado poco antes de morir que el mundo físico le conducía a reconocer la existencia de un Dios personal" (17). Son, pues, quimeras, miserables y funestas quimeras, las de un mundo materialista y ateo lo mismo que los de un pretendido humanismo laico, verdaderamente "revolucionarios", verdaderamente "subversivos", puesto que trastocan intelectual y socialmente al orden eterno de las cosas por un atentado permanente y generalizado, aunque en cierto modo irrisorio, contra los derechos absolutos y la omnipotencia de la divina Majestad. El paganismo antiguo, que permaneció religioso a través de sus peores aberraciones, nunca cayó tan bajo.

Sin embargo, el horror del cuadro de un universo totalmente separado de Dios, de un universo concentracionario para las almas cuando no para los mismos cuerpos, no debe hacernos caer en el cepo de un naturalismo seductor. Honrar a Dios, creer en la inmortalidad del alma, cada cual a su manera, en el marco de una religión puramente natural. O incluso: enterrar la Revelación en la intimidad del corazón o la intimidad del Santuario, con el fin de promover una sociedad o liberal, o "no sacral" o marxista. De una y otra parte, aberraciones menos brutales en apariencia que el ateísmo sistemático, pero más perniciosas en el sentido de .que bajo capa de un falso universalismo aniquilan en el orden público toda referencia a lo sobrenatural, es decir, a Jesucristo y a su Iglesia, fuera de la cual no hay salvación. Nos parece significativo ver resuelto este problema en tres puntos de la encíclica Mit brennender Sorge, de Pío XI, pues después de la derrota del nazismo, estos tres puntos, conservan toda su actualidad y constituyen, por diferentes títulos, una lección magistral para los vencedores y para cualesquiera otros que quisieran erigirse en campeones de la civilización.

1º "No puede tenerse por creyente en Dios el que emplea el nombre de Dios retóricamente, sino sólo el que une a esta venerada palabra una verdadera y digna noción de Dios ..."

2º "La fe en Dios no se mantendrá por mucho tiempo pura e incontaminada si no se apoya en la fe de Cristo ..."

3º "La fe en Cristo no permanecerá pura e incontaminada si no está sostenida y defendida por la fe en la Iglesia, columna y fundamento de la verdad (I Timo., III, 15)" (18).

En una palabra —y esta palabra es de San Pío X—, "la civilización de la humanidad es una civilización cristiana" (19). La dificultad de definir esta palabra queda inmediatamente resuelta cuando, se sustituye el término secular de CRISTIANDAD, tan rico de sentido y de experiencia, por el de civilización, del que es preciso decir que a pesar de su prestigio tiene el sabor de un fruto todavía verde, puesto que no ha entrado en el diccionario de la Academia hasta 1835, cuando las ideas "nuevas" perseguían su expansión ideológica (20).

Es cierto que ante este nombre de cristiandad protestarán algunos. Respondámosles, sin rodeos, con Pío XII: "¿Un retorno a la Edad Media? Nadie sueña con eso. Pero un retorno, sí, a una síntesis de la religión y la vida. Esta síntesis no es monopolio de la Edad Media: sobrepasando infinitamente todas las contingencias del tiempo, es siempre actual, puesto que es la clave de bóveda indispensable a toda civilización" (21). Repitamos muy alto: LA CLAVE DE BÓVEDA INDISPENSABLE A TODA CIVILIZACIÓN. Sin ella, todo se derrumba: persona, familia, cuerpos intermedios, Estado, paz de las naciones. Pues no es posible concebir que, en .el espacio o en el tiempo, un solo hombre, una sola sociedad, puedan escapar al imperio de Jesucristo ni encuentren, fuera de su ley, las condiciones de una civilización verdadera.

Los cuerpos intermedios.

Podríamos pues, recordando que el fin supremo y, por tanto, la dicha suprema del hombre es Dios sobrenaturalmente conocido y amado, hacer nuestra esta feliz expresión: "Cuanto más una sociedad desarrolle TODO EL HOMBRE EN TODOS LOS HOMBRES que la constituyen y cuanto más felices los hace, tanto más civilizada es (22). Pero sabemos que todos los hombres son individuos, tanto en el orden natural, por los caracteres físicos, intelectuales y morales que le son propios, como en el orden sobrenatural, por su vocación y las gracias particulares que han recibido.

"El hijo de Dios se hizo hombre —recordaba Su Santidad Juan XXIII en su mensaje de Navidad—, y su redención concierne, no sólo a la colectividad, sino también a la persona individual: Me amó y se entregó por mí, como dijo San Pablo a los Galatas (Gal. II, 20). Y si Dios ha amado al hombre hasta ese punto, eso significa que el hombre le pertenece y que la persona humana debe ser absolutamente respetada (23).

Comprendemos que tal actitud no puede limitarse al respeto de una abstracción, y sabemos, por una experiencia cruel, que la demagogia revolucionaria, a la que los católicos mismos son sensibles a veces, hace un uso intemperante —¡en palabras o labios!– de esas abstracciones o, por mejor decir, de esas palabras: ¡el hombre!, ¡la dignidad del hombre!, ¡los derechos del hombre!, ¡la humanidad! "Hijitos, nos advirtió San Juan, no amemos la: palabra ni de lengua, sino de obra y de verdad" (24).

Debemos, pues, buscar el medio de salvaguardar PRÁCTICAMENTE este respeto, o mejor, este amor del hombre; es el orden divino, y a la vez condición de la paz, condición del mantenimiento y del verdadero progreso de la civilización.

"Las perturbaciones que quebrantan la paz interior de las naciones —añade lógicamente el Padre Santo–, deben principalmente su origen a que el hombre ha sido casi exclusivamente tratado como un instrumento, como una mercancía, como un pobre engranaje de una gran máquina, como una simple unidad de producción" (23),

Puesto que está reducido a la condición de OBJETO, es preciso ayudarle a reconquistar su dignidad de SUJETO; "señor, no solamente de las cosas —decía Pío XII—, sino, sobre todo, de sí mismo y consciente de su dignidad trascendente, individual y social, y de sus responsabilidades de criatura hecha a imagen de Dios" (25). Responsabilidades muy concretas: la del padre de familia, por ejemplo; o del profesional o del propietario o del ciudadano o del apóstol, a los que deben corresponder otras tantas, libertades efectivas, traducidas en leyes adecuadas y respetadas, y protegidas por el Estado y garantizadas por la asociación reconocida de aquellos que quieren, en cualquier orden, y a cualquier nivel, perseguir juntos por el pensamiento o la acción un interés, o un ideal legitimo.

Una vez más (decimos) la libertad no reside en una proclamación teórica, sino en una ORGANIZACIÓN, es decir, en la armonía de un conjunto de ÓRGANOS, de CUERPOS INTERMEDIOS, que prácticamente la favorece. Dios ha puesto sus cimientos: para comenzar, la más elemental de las sociedades, la familia; para la salvación, la Iglesia. Ahora bien, porque está esencialmente ordenada la procreación, la familia, progresivamente, engendra sociedades, más vastas y especialmente la sociedad civil, de la que permanece siendo el elemento vital, aun cuando el Estado, arrastrado por el error revolucionario, llegue de una manera o de otra, en un acto de verdadero parricidio, a oprimirla o disgregarla.

Para apartar este mal, que normalmente lleva a la catástrofe, es, pues, necesario que el Estado entre en el orden natural, que no es otra cosa, recordémoslo, que el orden de la Redención, el orden, del pecado y de la gracia, de la muerte y de la vida, de la barbarie y de la civilización. "En la vida de los mismos Estados —decía Pío XII—, el pecado y la gracia juegan un papel capital. La política del siglo XX no puede ignorar ni admitir que se persista en el error de querer separar al Estado de la religión en nombre de un laicismo que los hechos no han podido justificar" (26).

Un Estado digno de este nombre hará, pues, suya la doctrina social de la Iglesia que contiene los principios de todo el orden humano, natural y sobrenatural, que es la verdadera "carta" de la civilización y que contiene especialmente esta idea, "una idea maestra" —nos dice Monseñor Guerry—, la de "la importancia de los cuerpos intermedios entre el Estado y los individuos": "... están más cerca de las verdaderas necesidades del hombre —añade—, más respetuosos de la persona. Suscitan y reparten mejor las iniciativas y las responsabilidades ...", "son como órganos de la Sociedad, si no ESENCIALES y constitutivos como la familia o la sociedad civil, al menos NATURALES, como conformes con las necesidades de la naturaleza humana" (27).

Pero comprendamos bien que lo que está conforme con la naturaleza tiende espontáneamente a realizarse de una manera o de otra y manifiesta así el carácter esencial de la vida. Si sembramos un grano, procurándole lo que la naturaleza exige: tierra, humedad y calor suficientes, dicho grano se desarrolla, se arraiga en la tierra y brota un tallo hacia el cielo. Ahora bien, todos los niños saben, por haberlo aprendido de labios del maestro, o en su libro de ciencias naturales, o por una "experiencia", que si, por un acto literalmente "revolucionario", se da la vuelta al tiesto, definitivamente, para poner la planta boca abajo, se producirá una reacción, con más o menos rapidez y después de una curva más o menos titubeante, el tierno brote vuelve a encontrar su marcha ascensional, es decir, el orden de la naturaleza, que no es, en último término, más que la ley de Dios.

Nada más fácil, al hablar de los cuerpos intermedios, que el ilustrar con un ejemplo histórico esta comparación: cuando la Revolución de 1789 destruyó las corporaciones francesas, sin sustituirlas por nada, y prohibiendo toda asociación, se produjo la reacción en medio de la inmensa angustia engendrada por esta empresa antinatural. La reconquista del derecho de asociación, tanto en el plano sindical como en el general, es, esencialmente, una revancha de la naturaleza contra la ideología revolucionaria, revancha parcial, sin duda, comprometida por la lucha de clases, el laicismo y el estatismo creciente, pero no por ello menos significativa.

No es preciso destruir, pero tampoco hay que forzar a la naturaleza. La creación autoritaria de pretendidos cuerpos intermedios sometidos a la estrecha tutela del poder central no sería más que una parodia del orden natural, una máquina y no un cuerpo, precisamente porque le faltaría la vida. Nada más equívoco a este respecto que una sedicente descentralización, que consistiría en multiplicar los engranajes sin restituir la autonomía vital. Y sin embargo, tanta es la verdadera fuerza de las cosas, que una simple desconcentración, en una economía rigurosamente planificada, favorece inevitablemente a la naturaleza, que sale a la luz como la hierba entre las piedras.

Es la subversión la que nos lo enseña. Haciendo el balance de la descentralización, o mejor, de la desconcentración industrial en Rusia y sin hacerse ilusiones sobre el estado moral de una población que él mismo declara "condicionada", un observador puede llegar, sin embargo, a esta conclusión: "Resulta que en el interior de este cuadro el sistema nuevo confiere a los ejecutantes locales un grado de autonomía extraordinario (para Rusia). Aproximadamente, un 30 por 100 de la producción industrial soviética se realiza sin dependencia directa de Moscú ni de ninguna autoridad situada por encima del nivel del sovnarkhoze" (28).

Sin embargo, no nos hagamos ilusiones. No tomemos las protestas de la vida por la vida misma, ni engranajes que tienen movimiento por auténticos cuerpos intermedias: "Protega el Estado estas asociaciones de ciudadanos unidos con pleno derecho —decía ya León. XIII—, pero no se inmiscuya en su constitución interna ni en su régimen de vida; el movimiento vital es producido por un principio interno, y fácilmente se, destruye con la injerencia del exterior ..." (29).

Una vez reducido a su verdadera función, que normalmente es supletoria, el Estado habría renunciado, por eso mismo, a los errores que le corrompen y corrompen también a la sociedad: el individualismo anárquico, sin duda contradicho por los hechos, pero siempre más o menos vivo en los espíritus; el estatismo, es decir, la intervención abusiva y sistemática del Estado; el totalitarismo, que Pío XII definía, "una omnipotencia opresiva de toda legitima autonomía" (30), y que se puede encontrar bajo cualquier régimen; en una palabra, el absolutismo de Estado y su traducción legal, el absolutismo jurídico, propiamente revolucionarios, puesto que pretenden "fundar la sociedad sobre la voluntad del hombre en vez de fundarla sobre la voluntad de Dios" (31).

Pero guardémonos, sin embargo, de no ver en los cuerpos intermedios más que una técnica política de carácter puramente formal, y para evitar este equívoco tratemos de resumir en algunos puntos sus auténticos caracteres:

1º Por seductores que puedan ser, en este terreno, las indicaciones puramente naturales, no separemos nunca la doctrina de los cuerpos intermedios de su contexto: la doctrina social de la Iglesia, es decir, en definitiva, la enseñanza de nuestro "único Maestro", Jesucristo (32).

2º Recordemos que los cuerpos intermedios no deben reducirse, como podríamos citar muchos ejemplos, a coaliciones de intereses particulares o generales, sino perseguir un bien común legitimo, ordenado éste al bien común de la sociedad entera, teniendo el edificio por base fundamental y por remate aquel que es el bien común universal, Dios.

3º Recordemos igualmente que los cuerpos intermedios no deben llegar a ser Estados dentro del Estado, no sólo porque amenazarían el equilibrio de la sociedad entera, sino porque ellos mismos se verían corroídos por una especie de estatismo interior, funesta para sus miembros.

4º Finalmente, si los cuerpos intermedios deben ser cuerpos con vida, no soñemos con una sociedad estabilizada en una especie de orden ideal, esperemos encontrar imperfecciones, debilidades, fracasos, pero compensados suficientemente por un impulso de vida siempre nueva y por una visión de conjunto que nos mostrará, no ya "una multitud amorfa" (33), una masa, sino un pueblo, verdadero sujeto de la civilización.

Conclusión

Al trabajo, pues, para rehacer una cristiandad viva, próspera y santa. Para ello no es preciso destruir todo lo que existe ni crear todo lo que deseamos. Pues, a pesar del pecado, la naturaleza trabaja para nosotros y la gracia acude en socorro de la naturaleza.

Es preciso constituir, o mejor reconstituir, una cristiandad, resultado a la vez de un consensos cristiano, de costumbres cristianas y de instituciones cristianas, una cristiandad constantemente renovada, por todo lo que en sí aporte de legítimamente "moderno", pero inmutable en su esencia.

"iNO! La civilización no está por inventar, ni la ciudad nueva por construir en las nubes. Ha existido, existe; es la civilización cristiana ... No se trata más que de instaurarla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques siempre nuevos de la utopía malsana, de la revolución y de la impiedad ..." (34). Y por lo mismo que estas palabras de San Pío X hacen eco del Evangelio, que es su fuente, y que hacen eco a Santo Tomás de Aquino, al Concilio de Trento, al Syllabus o a la Rerum Novarum, igualmente, a través de cincuenta años de enseñanzas pontificales que las confirman, nos preparan para oírlas consignas que nos dará el 21 Concilio ecuménico para la salvación de los hombres y las naciones, para la salvación de la Cristiandad, consignas ya contenidas en la Revelación.

OMNIA ET OMNIBUS CHRISTUS! (35).

OMNIA INSTAURARE IN CHRISTO! (36).

 

Notas

(1) Georges DUHAMAL, Civilisation Française (Hachen e), págs. 3, 4 y 6.

(2) TERENCIO, Heaut ontimoroumenos 1, 1, 25.

(3) LALANDE, Vocabulario técnico y crítico de la filosofía, páginas 141-142.

(4) PÍO XII, Mensaje radiofónico a los católicos austríacos (14-IX-1952).

(5) PÍO XII, Humani generis (12-VIII-1950).

(6) PÍO XII, Alocución a la juventud masculina de A. C. italiana (20-IV-1946).

(7) PÍO XII, Discurso al Centro Italiano de Estudios para la Reconciliación Internacional (13-X-55).

(8) Carta de la Secretaría de Estado a M. Duthort (18-VIII-1936).

(9) SAN. MATEO, IV, 4.

(10) SAN PABLO, I, Cor., X, 31.

(11) SANTO TOMÁS, Suma contra los Gentiles, I. III, cap. XXV.

(12) PÍO XII, Discursa a los diplomados universitarios de A. C. (24-V-1953).

(13) SAN PABLO, I, Cor., VII, 31.

(14) PÍO XI, Divini redemtoris (9-III-1937).

(15) Imitación de Jesucristo, II, cap. II, 1.

(16) PÍO XII, Carta Ibr findet euch (18-VIII-1950).

(17) PÍO XII, Discurso a los jóvenes de A. C. italiana (12-IX-1948).

(18) PÍO XI, Mit brennender Surge (14-III-1937).

(19) SAN PÍO X, Il fermo proposito (11-VI-1905).

(20) Emile LITTRÉ , Dictionnaire de la langue française (edic. J. J. -Pauvert), t. II, pág. 360.

(21) PÍO XII, Alocución con ocasión de la canonización de San Nicolás de Flüe (16-V-1947).

(22) BRICOUT, Dictionnaire pratique des connaissances religieuses, t. II, pág. 181, col. 1.

(23) S. S. JUAN XXIII, Mensaje de Navidad, 1959.

(24) SAN JUAN, Epist., I, III, 18.

(25) PÍO XII, Respuesta a las felicitaciones del Cuerpo Diplomático (4-III-1956).

(26) PÍO XII, Radio-mensaje de Navidad, (23-XII-1956).

(27) Monseñor GUERRY, La doctrine sociale de l’Eglise (ed. Bonne Presse), págs. 123 y 124.

(28) MALCOLM MUIR, Los resultados de la descentralización industrial en la URSS en Notes et documents, ib., 15 (marzo 1960).

(29) LEÓN XIII, Rerum Novarum (15-V-1891).

(30) PÍO XII, Alocución al Congreso de Ciencias Administrativas (5-VIII-1950).

(31) ALBERT DE MUN, Discurso en la Cámara de los Diputados (noviembre 1878).

(32) SAN MATEO, XXIII, 10.

(33) PÍO XII, Radio-mensaje de Navidad (23-XII-1944). «Amorfa»: este epíteto peyorativo aparece frecuentemente en la pluma de Pío XII para calificar a la «masa» en contraposición al verdadero «pueblo». Discurso al Congreso de Derecho privado (20-V-1948), Mensaje de Navidad de 1948, etc.

(34) SAN PÍO X, Carta Nuestra carga apostólica (25-VIII-1910).

(35) SAN PABLO, Col., III, II.

(36) SAN PABLO, Eph.J. 10.