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Civilización y técnica

Conferencia de Mr. Gilbert TOURNIER, Director de la Compañía Nacional del Ródano, en el X Congreso de la Cité Catholique

Después de las exposiciones doctrinales tan sólidas que se acaban de oír, me pregunto lo que puede aportarles un hombre dedicado a una acción profana y lejana. En la medida en que nuestras actuaciones son paralelas, la mía no ha podido tender más que a volver a descubrir, por medio de un severo análisis, como condición de supervivencia del mundo moderno, las verdades cristianas.

Quizá esperaban otro tema diferente, un relato positivo, de hazañas técnicas, las confidencias de un industrial. Pero no; sólo, voy a tratar de hacer un poco de filosofía, si este término no es demasiado elevado, para aplicarlo a estas observaciones deshilvanadas.

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Si se admite que la civilización es un estado en el que el individuo, al llegar al mundo, encuentra MAS de lo que encontraron sus predecesores, puede caerse en la tentación de extrañarse de que se pueda oponer la civilización a las técnicas. Pues las técnicas son precisamente los medios del "MAS". Y es por eso, sin duda, por lo que algunas buenas personas son muy indulgentes con ellas. Pero es preciso entender sobre el MAS. Más, ¿de qué?

TENER más o SER más.

Desconfiemos del conformismo de la lógica, pues corre el riesgo de hacernos olvidar que el hombre no tiene solamente un cuerpo, sino también un alma; que no es solamente activo, sino también consciente; que tiene ciertamente sed de TENER, pero también de SER.

Según Littré, técnica quería decir: adecuado a un arte, que pertenece a un arte, la técnica es la parte material de un arte, es el conjunto de los métodos de un arte, de una fabricación.

Hoy el arte está olvidado, sólo nos preocupa la fabricación. Y sin embargo, al practicar las artes, todas las artes, comprendiendo en ellas la de vivir, con buenas técnicas se resolverían todos los problemas; esto es cierto.

Pero el error moderno consiste en desconocer el arte, renegar "lo irracional, olvidar el corazón y la mano que guía el corazón, para no confiar más que en un cerebro razonador que ordene las fabricaciones, someter la vida a la geometría, imponer a la conciencia las balanzas de una justicia que pretende ser exacta con desprecio de los impulsos de una caridad en adelante sospechosa, "El precio exacto de la verdad", decía el viejo Hugo.

Es necesario, sin embargo, tratar de salvar al mundo moderno con sus propias armas. Aceptemos, pues, la palabra técnica en su sentido moderno: medio reservado tan sólo a los competentes para aplicar las ciencias exactas, y nada de métodos de las artes, abiertos a todos los hombres. Y aceptemos los pasos de la crítica racional.

Así tendremos que oponer al reinado de la técnica, admitido generalmente sin discusión, razones de su orden; razones lógicas, límites evidentes, casi-geométricas, cuyo olvido sería nefasto para la salvaguardia de los hombres.

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El primero de los límites de la técnica racional resulta de su mismo mecanismo, condicionado por el determinismo que le rodea. Hay una comprobación trágica de ello. Se han debido numerosos accidentes a que el hombre, demasiado confiado en sus cálculos, comete imprudencias criminales. No hablemos de Malparset, ya olvidado. La reciente catástrofe de Aix-les-Bains ha podido desencadenar a la prensa, no ha sido capaz .de sacar de ella la verdadera enseñanza. Y ante todo, honradamente hay que reconocer que tales accidentes no son, ¡ay!, excepcionales. No es la primera vez que el autódromo es homicida, y homicida por la sola razón de que los progresos en el trazado de la pista y en la organización de las "competiciones" (1) no ha equilibrado el progreso en la potencia de los motores".

Los técnicos, ebrios de velocidad, han descuidado el tener en cuenta las condiciones mismas de la técnica con respecto al hombre que la sufre. La reacción de la muchedumbre, pidiendo, en les-Bains, que continuara la carrera a pesar de todo, me parece que es aún más inquietante que la negligencia de los técnicos; se ve bien en ello cómo el vértigo técnico puede conducir, no solamente a los responsables, sino a los usuarios, al hombre de la calle, al hombre a desmentirse a sí mismo, a perder toda noción de humanidad. Es evidente, en un ejemplo como este, que, repito, está lejos de ser excepcional, es evidente que la técnica salida de los límites de su propio condicionamiento puede amenazar al hombre, y en este caso no se trata más que de una amenaza física, luego veremos las amenazas de orden psíquico.

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Pues si se aplica el determinismo a la materia, no sabría, hasta nueva orden —al menos en la práctica—, aplicarse en el campo, psíquico en que el hombre debe y generalmente quiere o cree querer conservar su libertad. Los que piensan que el desarrollo indefinido de las técnicas permitirá a los hombres desenvolverse libremente se equivocan; toda aplicación de la técnica crea una sujeción, y la libertad de un ser no se concibe sino, independientemente y más allá de la teoría condicionada y condicionante.

¿Se puede concebir una evolución humana tal, bajo la influencia dominante de las técnicas racionales, que la vida del hombre esté completamente determinada, como en un hormiguero perfecto, compuesto, con todos los ritmos de vida rotos, elementos ciegos alimentados con los cadáveres de aquellos que les habrían :engendrado? ¡Bonita manera de hacer inmortal a la especie!

Esta perspectiva espantaba al dulce Maeterlinck, y es efectivamente espantosa, aunque se piense cada vez menos en ella: el condicionamiento técnico generalizado corre el riesgo de darnos un mundo sin desinterés, sin gracia, en ningún sentido de la palabra: el hombre libre no encontrará merced en él, lo sabemos ya por los modelos de universos concentracionarios de los que conocemos la existencia.

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La libertad humana tiene la peculiaridad de manifestarse por el ejercicio de determinadas OPCIONES. Se puede pensar, sin duda, que tales opciones estén cada vez más determinadas por la intervención de ciertas técnicas, tales como la técnica publicitaria; pero admitir que esto sea así sería dejar traspasar por la técnica un límite que el hombre, si quiere permanecer libre, debe oponerle.

Más allá de los límites de la técnica, el hombre, tal como le conocemos, puede todavía, hasta nueva orden, elegir a su gusto; el gusto es la gratitud. Su gusto puede ser preferir al espectáculo organizado, el paseo vagabundo preferir, de un modo más general, a lo que la técnica procura, lo que la fantasía o la meditación propone o supone; a las concentraciones gregarias que condicionan a menudo el empleo de las técnicas, la soledad; al enrolamiento que necesita cada vez más la elaboración de las técnicas, la evasión; a la rentabilidad material, que es equilibrio elaborado, el amor, que es efusión gratuita.

La facultad de amar, de preferir, de escoger, es, creo yo, tanto más viva cuanto menos corrompido se está por el falso poder, por el poder ilusorio que da el dinero.

Se nos repite sin cesar que cuanto más se desarrolla la industria mayor es el poder adquisitivo de los trabajadores. ¡Singular poder!

Lo que daría una realidad sería que con más dinero el obrero pudiera actuar más cómodamente sobre el mundo en que vive, modelarlo más a su gusto para colmar sus profundas aspiraciones.

Así pues, en una pseudocivilización industrial, aquel que no tenga otra cosa que más dinero sin tener más cultura, más personalidad, estará más sometido a los reclamos de la publicidad, a las tentaciones de los que precisamente viven del "poder de compra" de los demás y no piensan más que en hacerles "consumir".

El trabajo del artesano de otros tiempos, aunque fuera menos remunerador, le procuraba algo que merecía mucho mejor el nombre de "poder". Pues podía disfrutar de su obra, viniendo este disfrute, no de un consumo, sino por el contrario, de una creación.

Conocido es el apólogo de los tres canteros que interrogados sobre su oficio; respondieron: el primero, desabridamente, "me gano el cocido"; el segundo, orgulloso, "tallo una piedra"; y el tercero, dichoso, "construyo una catedral".

Bajo el reinado de la técnica pura, las reacciones posibles del trabajador se limitan a la primera: "me gano el cocido", y gran parte de ese "cocido" son las empresas de publicidad quienes se lo. IMPONEN.

No hay satisfacción posible para el hombre libre que todavía conocemos, más que si se reintroduce en el mundo la noción de gratuidad, más que si por encima del conocimiento de las técnicas, por encima de la estricta y justa apreciación de los salarios, el hombre más modesto, permanece capaz de una cierta gratuidad, de hacer ciertas cosas por el único motivo de complacerse a sí mismo o de realizar su amor.

Por encima de las balanzas de lo exacto existen los imponderables de la verdad; y la verdad es amor.

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Pero el hombre no escapa de la materia sólo por su libertad, escapa también de ella por su sensibilidad, y ésta opone a la técnica imites más determinados, aunque más sutiles, que los que deben resultar de la defensa de la libertad humana.

En el mundo condicionado por las técnicas, crecen la indiferencia y la impotencia, ante las desdichas individuales que antes movilizaban la caridad; es decir, el amor. Todos los sufrimientos morales, todas las reacciones humanas que son del dominio de lo indeterminado, de lo no condicionado, son cada vez menos comprendidas; escapan a la aplicación de las técnicas de compensación, a la rígida noción de justicia que siglos menos seguros de sí que el nuestro consideraban como una necesidad severa y de la que hemos hecho una especie de ideal supremo.

Concediendo una confianza ciega a la técnica, llegamos a olvidarnos nosotros mismos y a hacer olvidar a los demás las miserias humanas. Y este olvido, justificado, quizá, hoy en algunos casos por las apariencias, es contrario a la verdad.

Pues las miserias del alma (esta alma que espera siempre el "suplemento" reclamado por Bergson), estas miserias contra las ,que los imperativos son impotentes, el hombre las vuelve a encontrar más crueles, más incurables tan pronto como su inercia personal le hace salir, a su pesar, del torbellino, o bien reacciona libremente contra el torbellino, con ocasión de una crisis física o nerviosa, de una angustia de corazón, de un tormento espiritual, de ,cualquier accidente que le arrastre fuera de los límites de la técnica.

En un mundo movilizado para la acción, para la producción, una llaga del corazón no sólo queda sin remedio, sino que ya no inspira piedad.

Pero aún más cruel es el destino de la misma víctima del condicionamiento técnico.

Para un hombre que acaba de enterarse de que su hija ha muerto en un accidente de aviación, la existencia de los aviones a reacción no puede ser consoladora más que si se ha vuelto idólatra,

Es preciso que el hombre moderno lo sea un poco, para no darse cuenta de que ciertos daños causados por la técnica son resultado, sencillamente, de una negligencia culpable.

Tal es el caso para los accidentes de que acabamos de hablar; en su vértigo, ciertos técnicos, ebrios de confianza en lo que no es más que materia condicionada, y, en este caso, mal condicionada, traicionan su mismo propósito, falsean las balanzas de la justicia.

Les falta el amor; así el enfermo está, desde luego, cada vez mejor cuidado, en tanto que es acreedor de cuidados materiales, en tanto que no es más que un enfermo de cuerpo que puede curarse, pero, en cambio, está cada vez, más condenado al abandono a la soledad, cuando enfermo del alma incurable llega al punto en que sólo la auténtica caridad podría hacerse cargo de él. Se convierte entonces, según la jerga materialista, cada vez más en uso, en IRRECUPERABLE.

La importancia de la técnica con respecto a la sensibilidad humana se aplica a todo lo que no se mide, así es como vamos a. abordar los dominios de la moral y de la belleza.

La técnica no es más que un conjunto de medios, pero cuanto más numerosos y más rápidos son los medios que se nos propone, tanto más difícil distinguir aquellos que nos son favorables de los que son perjudiciales.

La ciencia, al lado de cada uno de sus beneficios, instala ciegamente un posible maleficio.

Sería absurdo despreciar el alivio multiforme de nuestras penas por técnicas maravillosas, las que conducen a las curaciones, a los salvamentos, a la permanencia de la luz, a la suavización de los climas, a los acercamientos materiales, a la transmisión de los pensamientos y las imágenes; pero también sería absurdo despreciar los progresos paralelos de las neurosis, del crimen, del estupro y del aburrimiento.

Que los beneficios sean cada vez más poderosos, cada vez más rápidos, no es una razón para no reaccionar a tiempo contra los maleficios, cada vez también más insidiosamente mezclados con los beneficios.

Nuestros verdaderos amos, que son los dirigentes de la economía, detrás de los cuales, CUALQUIERA QUE SEA EL REGIMEN, los políticos se borran cada vez más, nuestros verdaderos amos pues, los poseedores de las técnicas, no saben más que de intereses, que se trata de cifrar, de inventariar, de satisfacer tratando de conciliarlos, equilibrándolos como sea.

Pero cuando no se tienen en cuenta más que los intereses, se descuida aquella parte del hombre que escapa a las técnicas, se descuida  el desarrollo interno del SER en beneficio único del crecimiento del TENER. No es con un criterio tan voluntariamente limitado con el que nuestros amos pueden hacer las distinciones vitales, es decir, distinguir lo bueno de lo perjudicial, lo bello de lo feo. Es por falta de estas distinciones por lo que la civilización técnica está amenazada, ya se trate de conflictos de clases, ya de guerras ideológicas, ya de neurosis, de epidemias de suicidio; de olas de aburrimiento sin remedio y de una fealdad insuperable.

Fijémonos en los peligros más directos. Si nadie interviene cerca de los amos de la economía más que en el nombre de sus técnicas, el alcohol que mata se seguirá produciendo en cantidades crecientes como el que conserva y cura; el estupefaciente que droga al anormal lo mismo que el que duerme al enfermo; la publicidad que corrompe, que engaña y que lesiona la libertad dispondrá de los mismos medios que la que ilustra y aclara; la fisión del átomo será fuente galopante de energía destructora lo mismo que de energía útil; borrachos o buscadores de marcas de velocidad, al volante de sus automóviles, continuarán, segando vidas humanas.

Es preciso, pues, que los detentadores de las técnicas sean responsables ante los hombres libres respecto a esas técnicas. Esto es a lo que debería tender la democracia; pero para que sea eficaz, es previamente necesaria una reforma intelectual y moral. Sólo entonces se podrá elegir con certeza entre lo bueno y. lo perjudicial.

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En el campo de la belleza ocurre lo mismo; este campo se escapa aún más que el del bien de las técnicas. Más exactamente, las desborda, las sobrepasa. La especialización de las técnicas, su mecanización, las ha separado de las artes con las que anteriormente se confundían, y esta separación ha sido nefasta para el equilibrio del compuesto humano, ya se trate de equilibrio individual o de equilibrio social. Por lo demás, lo bello no es más que un aspecto de lo verdadero; como lo verdadero no se encuentra más que en la libertad, y esta libertad sólo pertenece al hombre que ha hecho el esfuerzo de elegir, que cultiva su gusto, que desarrolla su sensibilidad.

El descubrimiento de lo bello no es posible más que como término de un arte de vivir que las técnicas no hacen más fácil. Todo lo contrario, pues su profusión, aumentada por la omnipresente y todopoderosa publicidad, hace las opciones cada vez más difíciles, cada vez más inciertas; el desgraciado consumidor está entregado, atado de pies y manos, a empresarios sin alma que se apoderan de la suya.

Tampoco en esto hay salvación sino en la gratuidad.

El arte de vivir gratuitamente, el arte de penetrar hasta en las cosas y hasta en los seres sin idea de anotar, de registrar, de valorar el costo, de calcular un beneficio cifrable de lo que llamamos una ventaja, sino simplemente para encontrar en él un goce personal, ese arte que los aristócratas de otros tiempos practicaban orgánicamente, es preciso que nuevas élites den ejemplo de él o nuestra civilización se deslizará hacia el hormiguero.

Estas nuevas élites no son alas que el dinero señala al azar.

Los escasos hombres que saben realmente gozar de sus ratos de ocio se encuentran más a menudo en el pueblo y en la pequeña burguesía que entre los grandes de este mundo.

El saber humano debe ser salvado del contagio agitador, del TODO-HECHO multiforme que nos sumerge por los periódicos, la radio.

Estarán mejor defendidos contra este "todo-hecho", estarán mejor preparados para elegir lo que conviene al desarrollo de su ser intimo, los que estén menos atiborrados de medios.

¡Felices aquellos que no se satisfacen ni con el "cine de suspense", ni con la radio canalla, ni con la televisión, ni con la prensa de escándalo criminal o sexual (vergonzosamente disfrazada de sentimental), y que prefieren abismarse en silencioso coloquio con un libro cuidadosamente escogido!

¡Felices aquellos que desdeñando la moda, huyen de las playas colmadas; inertes ante el vértigo de la velocidad, saben pasar sus vacaciones en exquisitos lugares aún no alcanzados por el reclamo! Conscientes de la calidad de su elección, hacen de ello su justo privilegio y se cuidan de no hablar de esto a cualquiera. Como se evita hablar de aquello que se ama profundamente, de aquello en que se comulga, de aquello que llega a convertirse en uno mismo.

¡Felices aquellos que no se sienten obligados a correr tras todas las novedades teatrales, pero a quienes se ve inclinados con fervor en el palco o en el gallinero del Teatro Francés, o bien en las gradas de Orange o de Vaison o en el Teatro Nacional Popular, con los oídos bien atentos y sorbiendo ávidamente los esplendores de Racine, de Molière, de Shakespeare!

¡Felices, en una palabra, aquellos que son capaces de amor!

El amor —y desde luego entendemos esta palabra en su sentido TOTAL—, el amor es el único antídoto seguro contra los abusos de la técnica.

Aquel que es capaz de amor es el único que queda verdaderamente libre para utilizar, para el perfeccionamiento de su ser, los beneficios perfectamente definidos de las técnicas.

* * *

Algunos hombres que me parecen peligrosamente egoístas, dicen: ¿Por qué esforzarse en buscar en el mundo moderno un amor, una poesía que este mismo mundo condena? Dejadle pues, que se afee para los otros y con los medios que os ofrecen las técnicas, aquellos de entre vosotros que puedan elegir entre esos medios, aquellos que tienen la preocupación, la voluntad de profundizar su cultura, de disfrutar hasta la quintaesencia los goces artísticos, se encontrarán felices entre los taciturnos y los locos. Hay miles de evasiones permitidas. Huid de las muchedumbres cada vez más ruidosas, cada vez más inspiradas; la fealdad las reúne, y cuando tratan de evitarla, van hacia lo que está catalogado, clasificado. Huid pues, incluso, al menos a ciertas horas, de Notre Dame de París y de esa catedral de Chartres que Huysmans frecuentaba en su soledad, cuando estaba tranquila (2).

Perdeos por las calles desiertas, despreciadas, en que subsisten las trazas, visibles; de oficios que tenían más de arte que de industria; contemplad las fachadas exquisitas; penetrad —no es tan difícil— en sus interiores, en los que aún se respira, en orden y taima, lo que fue la dulzura de vivir. Cuanto más gregaria se hace la civilización, más accesibles se hacen por estar abandonados por la muchedumbre, los oasis en que aquellos que buscan el silencio y hasta el éxtasis, el silencio del amor, lo encontrarán.

En Avignon, en el patio del hotel de Villeneuve-Martignan, ¿cuál era la efusión de Stendhal? "El alma ya medio separada de los intereses del mundo, está dispuesta a sentir la belleza sublime".

Se nos dirá, y éste es sin duda el pensamiento de Stendhal: Sólo vosotros, los ricos, podéis separaros de los vanos intereses del mundo. No soy de esa opinión. Nuestros hermanos los pobres se separan más fácilmente que nosotros de esos vanos intereses. Todavía es preciso ofrecerles —y es, casi por definición, por razón: de ser, el deber de una élite que no sea solamente una élite de dinero—, todavía es preciso ofrecerles a estos hombres que tienen necesidad de guías y modelos, algún interés que sobrepase las vanidades del mundo.

Por otro lado, aquel que se abandonara, como algunos romanos de la decadencia, a la esperanza de una cultura personal, aislado de los otros hombres, prepararía, si no para sí mismo al menos para sus hijos, un porvenir cruel.

No hay otra solución. O nosotros civilizamos a los bárbaros, tanto a los de fuera como a los de dentro, o seremos finalmente sumergidos por ellos.

¿Qué valdría una vida de "dilettante" feliz, aparentemente tranquila entre los bárbaros? ¡Goce viciado el de aquel supercivilizado que ante hermanos cuya alma se degrada ante sus ojos no se preocupa de ello! Esto me hace pensar en aquellos Califas de Córdoba que nos han sido descritos como de civilización muy refinada y que no eran, en realidad, más que unos horribles bárbaros que hacían cortar la cabeza y crucificar a los cristianos del otro lado del Guadalquivir en ese CAMPO DE LA VERDAD. Ese campo de la verdad que nuestro mundo moderno recubre ––nueva barbarie, nuevo martirio–– de edificaciones sin alma.

La gran lepra del mundo moderno es precisamente esta nueva barbarie, insinuante como un virus, confiado en sus seguridades estadísticas y en su pseudo-liberalismo, omnipresente por el hacinamiento, por el ruido, por el color chillón; por la vulgaridad de los modales y del lenguaje, por la insistencia publicitaria, llevada hasta los extremos límites de la exageración.

Los ricos, los poderosos, participan en esta barbarie lo mismo que los sencillos, que los pobres.

Barrès se veía bajo el ojo de los bárbaros; yo veo más bien a los bárbaros bajo nuestros ojos y no pienso, más que en defenderme, yo, contra ellos; no es una retirada egoísta, con un gesto de Pilatos, como escaparemos de ellos. Como Barrès, pongamos nuestra esperanza en la permanencia de ciertas reacciones populares que sobreviven a las modas porque han sido maduradas lentamente fuera de las modas.

* * *

Una de las modas más funestas de nuestra era es hablar oportuna e inoportunamente de aumentar el "nivel de vida". Es un imperativo categórico. Ahora bien ¿qué es lo que esto quiere decir?

Hay gentes perfectamente desgraciadas, y perfectamente insípidas con mucho dinero y hay otras que están gozosas con poco dinero.

Lo que importa es el estilo de vida, y la posibilidad de un estilo de vida personal es quizá mayor, todavía por algún tiempo, entre ciertas sencillas personas de viejos países que entre los burgueses sometidos a las modas americanas.

Separémonos de los vanos intereses del mundo y contemplemos la belleza en el fervor, en el silencio de las horas elegidas. Pero que esta contemplación no sea egoísta. ¡Ilustremos el mundo para aquellos que nos rodean!

Nuestra época no encontrará su salvación sino en la enseñanza dada por el ejemplo personal; esta enseñanza es un deber social más importante que ningún otro.

Puede haber una aparente civilización fundada en técnicas idolatradas, pero no hay verdadera civilización sin fe, sin esperanza y sin amor: ¡ésta es la esencial lección del cristianismo, más actual que nunca!

 

Notas

(1) Esta organización era la que se consideraba responsable de la catástrofe de Aix-les-Bains.

(2) Ya lo hacíamos notar en el núm. 40 de VERBE sobre la «Belleza» (pág., 13) a propósito del peligro de un cierto «arte mayor». «En último extremo escribíamos, peligro de las catedrales», si resultase que toman a los ojos de los que penetran en ellas, mayor importancia que Aquel para Quien fueron construidas. ¡Qué pena, verdaderamente, ver desfilar, bajo sus bóvedas, una muchedumbre de sedicentes «amantes de la Belleza» que van, mirando para arriba, fijándose en el menor detalle del capitel más insignificante, pero olvidando saludar al pasar a Aquel que es la razón de todo aquello, Estetismo de superficie, estetismo falaz y que ignora la razón esencial». (Nota de La Ciudad Católica).