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El Magisterio pontificio ordinario, lugar teológico

 

En la conclusión de su obra, que se ha hecho clásica, sobre La doctrine social de l'Eglise (París, Bonne Presse, 1957), Monseñor Guerry no ha creído inútil llamar la atención sobre la importancia del Magisterio ordinario, al que pertenecen normalmente "las Encíclicas, alocuciones, cartas, de las que el Papa ha dicho que son los documentos en que se encuentra principalmente la doctrina social de la Iglesia" (pág. 172). "Hay allí —añade el Arzobispo de Cambray— una verdadera regla de fe que requiere la adhesión de los fieles, pudiendo ir del simple respeto a un verdadero acto de fe" (ibid.).

Para poder discernir el grado en que se compromete la autoridad del Soberano Pontífice en esos diversos documentos, como el de la adhesión que les es debida, Mons. Guerry ha creído conveniente (pág. 171, nota 264) remitir a un artículo aparecido en 1956, en la Revue thomiste (págs. 389-412), que reproducimos a continuación (*).

Desde el Concilio Vaticano; un católico no podrá dudar ya de la autoridad que debe reconocer a los juicios dogmáticos pronunciados por el Soberano Pontífice: su infalibilidad ha sido solemnemente definida en la Constitución Pastor aeternus (1).

Pero las definiciones son relativamente raras; los documentos pontificios ante los cuales el cristiano de hoy se encuentra más a menudo son las Encíclicas, alocuciones, radiomensajes, que proceden normalmente del Magisterio de la enseñanza ordinaria. A su respecto, por desgracia, siguen siendo posibles las confusiones, que se producen, ¡ay!, demasiado a menudo. El R. P. Labourdette, hace algún tiempo, lo recordaba aquí mismo: "De lo que han aprendido concerniente a la infalibilidad personal del Soberano Pontífice en el ejercicio solemne y extraordinario de su poder de enseñar, muchos han guardado ideas simplistas... Para los unos, toda palabra del Pontífice Supremo tendría, en cierto modo, el valor de una enseñanza infalible, requiriendo el asentimiento absoluto de la Fe teologal; para otros, los actos que no se presenten con las condiciones manifiestas de una definición ex cathedra (desde lo alto de su cátedra) parecerán no tener otra autoridad que la de un doctor privado" (2).

Tales reflexiones merecen recogerse por un doble motivo. Indican primeramente el error fundamental que impide a los fieles captar la verdadera naturaleza del Magisterio ordinario. Es la confusión entre la autoridad y la forma de una enseñanza. Si sólo se impusieran a los fieles los juicios pronunciados ex cathedra por el Soberano Pontífice, todas aquellas intervenciones doctrinales suyas que no llenasen las condiciones exigidas para esta solemnidad, no podrían ser consideradas sino como actos del Papa obrando como persona privada. Entre estos últimos y los juicios solemnes no quedaría ningún lugar para una enseñanza auténtica, cuyas diversas expresiones no estarían todas igualmente garantizadas. Ante una perspectiva semejante, es la noción misma del Magisterio Ordinario la que llega a ser inconcebible.

De semejante confusión, el P. Labourdette subraya también muy felizmente la causa: Ideas demasiado simplistas sobre la infalibilidad personal. Sugiere también, por ello, el remedio: Esas simplificaciones abusivas no pueden proceder más que de una lectura demasiado rápida de los textos del Concilio Vaticano en los que se inscribe la célebre definición de la infalibilidad. Se impone una lectura atenta. Quizá podamos responder al deseo del artículo citado, proporcionando los principios de una pertinente utilización, como lugar teológico, del Magisterio Pontificio Ordinario.

* * * 

EL CONCILIO VATICANO I Y LA ENSEÑANZA ORDINARIA DEL SOBERANO PONTÍFICE

Antes de examinar el pensamiento del Concilio sobre el Magisterio Ordinario del Papa, no será inútil situar esta doctrina en su doble contexto, releyendo los pasajes de las actas conciliares relativos a la función del Magisterio de la Iglesia y a sus diversos modos de expresión.

 

EL PAPEL DEL MAGISTERIO ECLESIÁSTICO

La primera precisión que podemos leer en los textos del Concilio es la que concierne a la función exacta del Magisterio Eclesiástico.

La reciente proclamación del dogma de la Asunción de Nuestra Señora ha permitido observar qué equívocos, incluso entre los católicos, eran todavía posibles sobre ese punto. Muchos espíritus se han asombrado de esta nueva definición, como si hubiera sido la primera revelación de una doctrina hasta ahora extraña a la Fe y que permaneció desconocida durante cerca de veinte siglos.

El Concilio Vaticano había cuidado, sin embargo, de recordar la razón de ser de la asistencia carismática (asistencia divina que se manifiesta por un don excepcional, visible a los otros fieles) prometida a los sucesores de San Pedro:

Neque Petri succesoribus Spiritus Sanctus promissus est, ut eo revelante novam doctrinam patefacerent, sed ut eo assistente traditam per Apostolos revelationem seu fidei depositum sancte custodirent et fideliter exponerent (3).

(Pues, a la verdad, no se prometió a los sucesores de San Pedro el Espíritu Santo para que publicasen una nueva doctrina según sus revelaciones, sino para que, con Su asistencia, guarden santamente y expongan fielmente la revelación transmitida por los Apóstoles, esto es, el depósito de la Fe.)

Ninguna revelación nueva es, en efecto, de esperar después de la muerte de los Apóstoles, testigos inmediatos de Cristo y primeros depositarios de la totalidad del depósito revelado. La Doctrina que han recibido del Maestro alimentará sola, hasta el fin de los tiempos, la Fe divina de los creyentes (4).

El fiel no debe tener otro cuidado que conocer exactamente, para poder adherirse a ella, esa misma que han creído los Apóstoles (5). Pero, para que pueda abrazarla por su fe, es preciso que la doctrina de los Apóstoles le sea, a través de los siglos, hecha presente. Al contrario del Protestantismo, que no espera ese servicio más que de la sola letra de los Escritos Apostólicos, es a la enseñanza de los sucesores de los Apóstoles, y singularmente del sucesor de Pedro, a la que el católico pide la conservación y presentación del depósito de la Fe (6).

"Guardar inviolablemente, sancte custodirent, el depósito revelado" no significará para los miembros de la Jerarquía docente esconderlo en la tierra como el talento del Evangelio. Será, por el contrario, "entregarlo", tradere, a la Iglesia, y, de ese modo, transmitirlo", tradere, a la generación siguiente y a sus propios sucesores (7). Estos, al beber en él para entregarlo a su vez, no harán más que añadir un nuevo eslabón a la cadena ininterrumpida que une en toda época la Fe de la Iglesia a los primeros discípulos de Cristo.

"Exponer fielmente, fideliter exponerent, la doctrina". No se tratará aquí tampoco de una proposición puramente material, sino de una exposición que llevará consigo las explicaciones y desarrollos necesarios para defender contra toda deformación y explicitar, sin traicionar jamás la Verdad revelada, la formulación del dogma.

Esta perspectiva que varios siglos de influencia protestante han gradualmente dejado difuminar, es, sin embargo, de aquellas que pueden invocar en su favor las más venerables tradiciones. En un capítulo célebre de Contra haereses (8), San Ireneo busca el criterio que permite discernir de las doctrinas heréticas la que debe retener la fe del verdadero fiel, como aportándole sin desviación la enseñanza misma de los Apóstoles. La regla de fe, responde, es la enseñanza actual de los obispos, que una sucesión legítima sobre las sedes apostólicas une, sin discontinuidad, a los discípulos inmediatos de Cristo. Es a esta legítima sucesión a la que está unido el carisma de fiel transmisión del depósito revelado.

Y como tal investigación, señala el Obispo de Lyon, no dejaría de ser larga e incluso imposible para muchos si fuera preciso extenderla a todas las sedes que invocan en su favor un origen apostólico, puede, gracias a Dios, ser considerablemente simplificada. Reducida a una sola sede, a la que se glorifica con la sucesión del Príncipe de los Apóstoles, tal investigación presenta además las mismas garantías. Gracias a su potentiorem principalitatem (9), la Iglesia de Roma puede responder por si sola de la fe de toda la Iglesia (10).

 DIVERSOS MODOS DE PRESENTACIÓN DE LA REGLA DE FE

No tenemos por qué detenernos en ese texto de San Ireneo que, desde hace algunos años sobre todo, ha sido objeto de numerosos y sabios comentarios (11), ni por qué buscar en el correr de los tiempos los testimonios del pensamiento de la Iglesia sobre el papel del Magisterio. Más bien precisamos volver al Concilio Vaticano para preguntarle qué modos puede revestir la formulación, por los sucesores de los Apóstoles, del depósito revelado.

Fue al definir la regla de Fe, cuando la Constitución Dei Filius (El Hijo de Dios) tuvo ocasión de precisar el doble procedimiento de exposición doctrinal, al que corresponde, para el fiel, la obligación de creer en la verdad presentada en nombre de Dios:

Porro fide divina et catholica ea omnia credenda sunt, quae in verbo Dei scripto vel tradito continentur, et ab Ecclesiae sive solemni judicio sive ordinario et universali magisterio tamquam divinitus revelata credenda proponuntur (12).

(Se debe, pues, creer, como siendo de fe divina y católica, todo lo que está contenido en la Palabra de de Dios, ya sea transmitida por escrito o por tradición (transmisión oral), y que la Iglesia propone para creer como divinamente revelado, ya lo proponga por un juicio solemne o por enseñanza ordinaria y universal.)

El modo de presentación del depósito revelado es doble. Puede consistir en un juicio solemne, rodeado de las garantías necesarias para protegerle contra todo equívoco, y que, por sí solo, pronuncia definitiva e infaliblemente sobre el objeto de la Fe.

Pero este modo de presentación, llamado a veces Magisterio extraordinario, es sólo excepcional. La mayor parte de las veces viene a responder a un error, a poner fin a una controversia (13), a menos que no pretenda evitar por anticipado toda posible duda pronunciándose solemnemente sobre una verdad ya admitida, para hacer de ella un dogma de fe.

Lo más frecuente es que las verdades a creer no estén propuestas más que por el Magisterio ordinario (14) de la Iglesia. ESTE NO CONSISTE YA EN UNA PROPOSICIÓN AISLADA, PRONUNCIÁNDOSE IRREVOCABLEMENTE SOBRE LA FE Y GARANTIZANDO ESA PROPOSICIÓN, SINO EN EL CONJUNTO DE LOS ACTOS QUE PUEDEN CONCURRIR A COMUNICAR UNA ENSEÑANZA. Es el procedimiento normal de la tradición en el sentido exacto del término (15); fue el único que conocieron prácticamente los primeros siglos y es todavía el que alcanza más generalmente al conjunto de los cristianos.

El Magisterio ordinario, lo mismo que el juicio solemne, exigen igualmente la Fe para la doctrina que proponen, puesto que ambos pueden preservarla de todo error. Sin esta certeza, en efecto, nadie podría estar obligado a acordar su fe con aquélla, es decir, a adherirse a esa doctrina fundándose en la autoridad de la Verdad primera (16). Desde el punto de vista de la obligación de creer, esos dos modos de exposición nos son presentados por d Concilio como equivalentes (17).

 PARIDAD ENTRE LA ENSEÑANZA DE LA SANTA SEDE Y LA DE LA IGLESIA

¿Subsiste esta equivalencia cuando ya no se trata del magisterio de la Iglesia universal, al que directamente se refiere el texto conciliar, sino del magisterio del solo Soberano Pontífice? Este punto, objeto preciso de nuestra investigación, deberá detenernos un poco más.

Por el juicio solemne

Hasta el Concilio Vaticano, la infalibilidad del juicio solemne pronunciado por eI Papa fuera de un concilio ha sido, como se sabe, objeto de largas y dolorosas controversias. Los partidarios del galicanismo admitían gustosos la infalibilidad de la Sede de Roma —Sedes—, de la serie de Papas, pero no la de cada uno de ellos —Sedens—. (Sedes —la sede del Papado, por oposición a Sedens— el Papa que reina actualmente.) Según ellos, un juicio aislado dado por el Soberano Pontífice no sería irreformable, es decir, asegurado contra todo error, sino después de su aceptación por la Iglesia (18).

La Constitución Pastor aeternus, al definir la infalibilidad personal del Papa, ha puesto término a estos extravíos (errements). Ella ha precisado que las definiciones o juicios solemnes dados ex cathedra por el Soberano Pontífice gozan de la misma infalibilidad que los dados por un Concilio (19); añadiendo que esas definiciones pontificias tienen ese carácter por sí mismas, "ex sese, non autem ex consensu Ecclesiae" (por sí mismas, no en virtud de un consentimiento prestado por la Iglesia).

En la enseñanza ordinaria

Por una extraña inversión, mientras que la infalibilidad personal del Papa en el juicio solemne, tan largo tiempo discutida, era definitivamente colocada fuera de toda controversia, es la autoridad del Magisterio ordinario de la Iglesia Romana la que parece a veces perderse de vista.

Todo sucede —el hecho no es, por otra parte, inaudito en la historia de las doctrinas (20)— como si el resplandor mismo de la definición vaticana hubiera relegado a la sombra la verdad hasta ese momento universalmente reconocida; digamos más, como si la definición de la infalibilidad del juicio solemne hiciera en lo sucesivo de éste el modo único, para el Soberano Pontífice, de presentar la regla de Fe (21).

Como si la equivalencia entre la autoridad doctrinal del Papa y la de la Iglesia no se verificara más que en el solo Magisterio solemne (22). Sólo el estudio de los textos conciliares nos podrá informar acerca del acierto de tal interpretación (23).

 LA ENSEÑANZA DEL VATICANO I

A decir verdad, uno se queda asombrado, en el primer intento, por la discreción del Concilio con respecto al Magisterio Pontificio ordinario.

En la Constitución Dei Filius, en la que se encuentra el término de "Magisterio ordinario", esta expresión se halla completada por el epíteto "y universal", que parece prohibir extender el alcance de la definición al Magisterio del solo Soberano Pontífice.

La Constitución Pastor aeternus, que define en términos precisos la infalibilidad pontificia, emplea términos que limitan estrictamente los casos en que se verifican las condiciones de un juicio solemne:

El Papa debe hablar como pastor y doctor supremo de toda la Iglesia;

Debe obrar con la plenitud de su autoridad;

Debe, en fin, expresar claramente que pretende imponer como revelada, una doctrina concerniente a la Fe y a las costumbres (24).

Si estas condiciones no se llenan, no se puede hablar de definiciones, ni, por tanto, considerar el juicio pontificio como por si solo infalible e irrefutable.

Pero una cosa es limitar los casos en los que se pueden verificar las condiciones de un juicio, solemne, y otra cosa limitar al solo juicio solemne los modos auténticos de presentación de la regla de Fe por el Soberano Pontífice. Una cosa, imponer como objeto de Fe todo lo que es enseñado como revelado por el Magisterio ordinario y universal, y otra cosa limitar a eso la obligación de creer (25).

Estos límites no han sido fijados por ninguna de las mencionadas Constituciones del Vaticano I. Nadie puede, pues, basándose en ellas, excluir al Magisterio ordinario pontificio de los modos auténticos de presentación de la regla de Fe.

El asombrarse, por otra parte, de esta discreción de las Constituciones votadas en 1870, no puede proceder más que de la ignorancia o del olvido del objetivo mismo de los Concilios.

"El objetivo de los santos concilios —explicaba el Cardenal Franzelin a los obispos, al proponerles un proyecto de definición— no fue jamás exponer la doctrina católica en sí misma, en tanto que se estaba en una tranquila posesión de ella ..., sino manifestar los errores que amenazan y excluirlos por una declaración de la verdad que les era directamente opuesta ..." (26).

El Concilio Vaticano no hizo excepción a esta regla. Definió con claridad la infalibilidad del Papa en los juicios solemnes, que era objeto entonces de ardientes controversias. No tenía que recordar, y no recordó, al menos por medio de un texto oficial, la tradición que reconocía el carácter de regla de Fe a la enseñanza ordinaria de la Santa Sede, tradición que gozaba entonces de "tranquila posesión". Parece acertado que allí esté la explicación del silencio relativo del Vaticano I sobre el Magisterio Pontificio ordinario. La apelación hecha por uno o por otro de los ponentes a la tradición romana como a una regla de fe, por sí sola suficiente (27), y el texto mismo del Capítulo IV, en el que la enseñanza de la Santa Sede está colocada sobre el mismo pie que los decretos de los Concilios, bastarán para darnos la garantía de ello (28).

Pero tenemos un texto más explícito, en el que Monseñor d'Avanzo, al responder en nombre de la Diputación de la Fe a algunos miembros de la oposición, comienza su exposición recordando las posiciones esenciales y admitidas por todos con respecto a la enseñanza de la Iglesia:

"Hay en la Iglesia un doble modo de infalibilidad: el primero se ejerce por el Magisterio ordinario ... Es por lo que, lo mismo que el Espíritu Santo, el Espíritu de Verdad permanece constantemente en la Iglesia, y la Iglesia también enseña constantemente (tous les jours) las verdades de la Fe con la asistencia del Espíritu Santo. Ella enseña todas las verdades, ya estén definidas, ya estén explícitamente contenidas en el depósito de la revelación, pero no definidas todavía; ya, en fin, aquellas que son objeto de fe implícita. Estas verdades la Iglesia las enseña diariamente, tanto principalmente por el Papa como por cada uno de los Obispos en comunión con aquél. Todos, el Papa y los Obispos, en esta enseñanza ordinaria son infalibles con la infalibilidad misma de la Iglesia. Difieren sólo en esto: los Obispos no son infalibles por sí mismos, sino que necesitan de la comunión con el Papa, que les confirma; pero el Papa no tiene necesidad de nada más que de la asistencia del Espíritu Santo que le ha sido prometida. Así, él enseña y no es enseñado, confirma y no es confirmado.

¿Cuál es, en todo esto —añade el ponente— la parte de los fieles? Este mismo Espíritu Santo que por el carisma de la infalibilidad asiste al Papa y a los Obispos en su enseñanza, da también a los fieles que son enseñados la gracia de la Fe, por la cual creen en el Magisterio de la Iglesia" (29).

Puede ocurrir, sin embargo, que surjan dudas, que algunos puntos sean discutidos, que algunas verdades sean desviadas de su sentido. "Es entonces —explica Mons. d'Avanzo— el caso de una definición dogmática", de la que expone a los Padres los diversos modos y etapas. No tenemos por qué detenernos en esto. Nos bastará recordar, siguiendo al Obispo de Calvi, que el objeto de esta definición es justamente dirimir, por una sentencia infalible y definitiva, los casos litigiosos, dejados sin decisión por la sola vía del Magisterio ordinario (30).

 

DIFERENCIA ENTRE EL MAGISTERIO ORDINARIO Y EL JUICIO SOLEMNE

Se ve qué serios retoques un estudio atento del Vaticano I impone a las ideas simplistas que algunos habrían podido hacerse de la infalibilidad pontificia y especialmente de la del Magisterio ordinario.

Por un lado, en efecto, ese estudio hace aparecer claramente la paridad, desde el punto de vista de la proposición de la regla de Fe, entre la Iglesia universal y la sola Iglesia de Roma, no sólo en el ejercicio del juicio solemne, sino también en el de la enseñanza ordinaria (31).

Pero este estudio subraya al mismo tiempo la naturaleza específica distinta de esos dos modos de proponer la doctrina. La infalibilidad del Magisterio ordinario, ya se trate de la de la Iglesia universal o de la de la Santa Sede de Roma, no es la de un juicio, ni de un acto a considerar aisladamente, como si de él solo se pudiera esperar toda la luz. Es la de la garantía asegurada a una doctrina, por la convergencia, simultánea o continua, de una pluralidad de afirmaciones o exposiciones, de las que ninguna, tomada separadamente, puede aportar una definitiva certeza. Esta no puede ser esperada más que del conjunto de aquéllas (32). Pero todas concurren a integrar ese conjunto. Ninguna, por tanto, puede ser tratada con negligencia, como simple opinión de un doctor privado: todas deben ser recogidas cuidadosamente como otros tantos testimonios de valor cierto, aunque desigual, de los que nos queda por indicar los criterios.

 

CRITERIOS DE AUTORIDAD PARA LOS ACTOS DEL MAGISTERIO ORDINARIO

Si el Magisterio ordinario está constituido por un conjunto de expresiones de autoridad desigual, su utilización como lugar teológico supone la existencia de criterios que permitan discernir el valor relativo de cada uno de ellos.

Estos criterios, parece ser, pueden reducirse a tres:

– la voluntad del Soberano Pontífice de comprometer su autoridad en el enunciado de una doctrina;

– la resonancia más o menos extendida de su enseñanza en la Iglesia;

– continuidad, en fin, y coherencia de las diversas afirmaciones.

La voluntad del Soberano Pontífice

En la esfera de su competencia, la Fe y las costumbres, que es la misma de la Iglesia Docente (33), la voluntad del Soberano Pontífice es decisiva (34). Instrumento consciente, el Vicario de Cristo no puede comprometer la autoridad de la que es depositario más que en la medida en que se lo propone. Existen casos en los que el Papa rehúsa aceptar semejante compromiso, que incluso a veces declara expresamente no querer tomar (35). Las palabras y escritos del Papa no serán en tales casos actos pontificios, sino solamente actos privados que no pertenecen al Magisterio de la Iglesia. En ocasiones es útil recordar esto.

Por el contrario, la voluntad del Soberano Pontífice puede ser bastante expresa para comprometer toda la autoridad de la que está revestido al enunciar determinada proposición, que será entonces por sí sola un testimonio suficiente de que una doctrina pertenece a la enseñanza de la Iglesia. Tal es, como hemos visto, el caso del juicio solemne.

Fuera de este último caso, en el que su autoridad es indivisible, la voluntad del Papa de comprometerse, como el peso que él confiere a sus enseñanzas, son susceptibles de grados diversos. El Soberano Pontífice, "según su prudencia y las necesidades de sus hijos" (36), puede exponer o recordar positivamente la doctrina, resolver con autoridad una controversia. Puede también limitarse a dar una advertencia, un consejo, una simple llamada de atención. Puede, y es una de las maneras en que se manifiesta la discreta conducta de la Iglesia, orientar solamente los espíritus hacia una solución que, antes de ser positivamente afirmada, necesita ser precisada y madurar todavía. Alentará, entonces, a los que se dedican a promoverla, guardará silencio o empleará reticencias respecto de los partidarios de la tesis contraria.

Un primer indicio de esta voluntad del Santo Padre lo constituye la naturaleza más o menos solemne del instrumento escogido. Se conoce la larga gama de documentos pontificios, desde las Litterae encyclicae, las más solemnes después de las bulas, hasta las simples cartas dirigidas a los Obispos, a agrupaciones o incluso a presidentes seglares de diversas obras (37); desde los radiomensajes a todo el Universo, hasta las alocuciones más sencillas a las peregrinaciones que se aglomeran cada día en el Vaticano, ávidas de escuchar la palabra del Vicario de Cristo. Pío XII se dignó explicarlo un día a una de esos grupos de recién casados, ante los cuales, en los comienzos de su Pontificado, el Papa quiso ejercer "ese ministerio de la palabra", que es uno de los modos de expresión de la enseñanza ordinaria (38):

"Ciertamente, Nos ejercitamos tal ministerio, en primer lugar, cuando en ocasiones solemnes nos dirigimos a toda la Iglesia, a los Obispos, Nuestros hermanos en el episcopado ; pero, Padre de todos como somos, hasta de los humildes; Pastor, no sólo de las ovejas, sino también de los corderos, ¿cómo tendríamos ánimo para renunciar al ejercicio sencillo y santo del ministerio de la palabra, y no llevar directamente a Nuestros hijos, con Nuestra voz, las enseñanzas que Nos ha confiado Cristo, Nuestro Maestro?" (39).

La naturaleza del documento utilizado no podrá, sin embargo, constituir sino un indicio (40). El Papa tiene libertad, incluso en los casos de un juicio solemne, para elegir el modo de expresión que juzgue más oportuno (41). Podría utilizar para una definición una encíclica o un radiomensaje, así como una constitución apostólica majestuosamente inscrita en una bula (42).

Con mayor razón ocurre lo mismo para el Magisterio ordinario. Pío XII expresamente afirmó que se había inclinado a elegir los radiomensajes por razón de las barreras que la guerra, caliente o fría, levantaba contra la transmisión de todos los documentos escritos (43). Semejante innovación, testimonio de la flexibilidad y de la adaptación de la enseñanza ordinaria, pueden invocar en su favor la autoridad de una iniciativa que cuenta ya dos siglos. En efecto, fue por un motivo análogo que Benedictino XIV sustituyó al empleo de las bulas el uso de las encíclicas, abandonado por sus predecesores (44).

Fiarse únicamente de la naturaleza del documento escogido sería olvidar que en el texto de cada uno de ellos es preciso distinguir con cuidado lo que constituye el tema esencia/ de los mismos y lo que no es sino afirmación secundaria o simple obiter dictum (45). El objeto directo de una encíclica compromete mucho más al Papa que el simple considerando de una constitución dogmática; el objeto de una alocución, como la que Pío XII dirigió en 1950 a las comadronas, tiene un alcance doctrinal muy distinto al de las exhortaciones de un mensaje radiodifundido.

No tratamos aquí de Matemáticas, y querer simplificar hasta el extremo, mediante categorías demasiado rígidas, sería exponerse a peligrosos equívocos (46).

La resonancia de un acto pontificio en la Iglesia

La misma observación se impone con respecto del segundo criterio que nos hemos permitido proponer: la esperada repercusión de un documento pontificio sobre el conjunto de la Iglesia (47).

No se puede desconocer la importancia de lo que acabamos de decir. La asistencia del Espíritu Santo, prometida a los sucesores de San Pedro, es, sin duda, un privilegio personal que tiene par sujeto a la persona misma del Jefe visible de la Iglesia. Este, sin embargo, no es el último beneficiario: si su doctrina está asegurada contra todo desfallecimiento (défaillance), es para que pueda "confirmar a sus hermanos" y para que, en definitiva, la Fe de la Iglesia permanezca inquebrantable hasta el fin de los tiempos. Una enseñanza dada por el Santo Padre, incluso en el ejercido de su cargo, pero a un grupo de peregrinos aislados, no tendrá más que un eco sin gran alcance. Otra cosa sucederá con un acto pontificio susceptible de arrastrar la adhesión de toda la Iglesia (48). Aun si no se tratara de una decisión ex cathedra, sería muy difícil, en razón de esa resonancia prevista, el rehusar a dicho acto el beneficio de una asistencia muy especial, sin la cual una vacilación o una duda podría introducirse en la Fe de todos los fieles (49).

También aquí, sin embargo, es preciso no fiarse únicamente de indicios demasiado materiales. Una constitución apostólica, una encíclica, un radiomensaje al mundo, tienen sin duda un destino expresamente universal. Sin embargo, no es seguro que su repercusión deba ser siempre más extensa que la de una carta o una alocución que no son dirigidas directamente más que a un grupo restringido, pero menos como destinatario último que como portavoz o amplificador.

Tal es el caso, en primer lugar, de las cartas o alocuciones dirigidas a los Obispos. Doctor enseñando a los Maestros, Pastor instruyendo a los Pastores, el Papa ejerce entonces un Magisterio "virtualmente universal" (50). Esto es lo que da importancia capital a las encíclicas, sobre todo a aquellas que son dirigidas a todo el episcopado.

Pero el Papa puede escoger otros intermediarios. Por un extremo afán de tacto y delicadeza, Pío XII ha querido, para recordar ciertas leyes más delicadas de la moral conyugal, confiarlas a auditorios de técnicos, médicos o comadronas. Es indudable, sin embargo, que tales discursos pretendían ser escuchados, y de hecho lo han sido, por un auditorio mucho más amplio que el de sus solos oyentes inmediatos (51).

Continuidad y coherencia de la enseñanza pontificia

Voluntad expresa del Soberano Pontífice, resonancia más o menos extensa de una enseñanza, no tenemos por qué detenernos aún más en esos dos criterios. Ya han retenido la atención de algunos autores que creyeron poder contentarse con ellos para precisar el deber de un católico en presencia de un documento del Magisterio ordinario (52): asentimiento interior, piensan ellos, no de Fe, sino prudencial, cuyo rechazo, a menos que tal documento constituya un hecho nuevo o se tenga la certeza de discordancia entre la afirmación pontificia y la doctrina hasta entonces enseriada (53), no podría escapar a la nota de temeridad.

A diferencia de esos autores que parecen hacer a veces de esta actitud de simple prudencia la regia general en presencia del Magisterio ordinario, la encíclica Humani generis, que también la conoce, la reserva para un caso netamente determinado: el de una sentencia aislada, dada sobre una materia todavía controvertida (54). Si en un caso determinado, el Soberano Pontífice, al pronunciarse, no pretendiera comprometerse hasta el punto de pronunciar un juicio definitivo, tal sentencia no podría llenar las condiciones exigidas para la infalibilidad; no podría, por consiguiente, imponer la Fe, sino solamente una respetuosa y prudente obediencia.

Pero, observa justamente la Encíclica, tal caso no es sino excepcional. "Lo más a menudo, plerumque, lo que se encuentra enseñado en las encíclicas pertenece ya, .por otra parte, a la doctrina católica" (55). No se trata ya de una sentencia que viene a dirimir una controversia, sino de una remembranza (rappel) que continúa, siguiendo la oportunidad de lugares y tiempos, una enseñanza ya tradicional.

Definir la actitud del fiel frente a esas remembranzas (rappels), sin tener en cuenta la continuidad en que se insertan, sería recaer una vez más en el error de método que hemos encontrado precisamente en el origen de las confusiones señaladas por el P. Labourdette. Así, en lo que concierne a esas remembranzas (rappels), que son la regla general para el Magisterio ordinario, es indispensable añadir a los dos criterios ya indicados el criterio que constituyen los signos reveladores de una continuidad doctrinal.

La repetición material de las mismas verdades constituye, evidentemente, el primer signo y el más obvio de él. Tampoco hay por qué detenerse en ello, sino para observar que aquí los obiter dicta mismos pueden constituir preciosos indicios (56). Sobre este punto, por otra parte, los Soberanos Pontífices nos facilitan a menudo la tarea: todos los que han tomado un contacto algo seguido con las encíclicas conocen esas largas secuencias de citas, por las cuales los Papas quieren marcar el encadenamiento de su enseñanza con la de sus "venerables predecesores". Ellas pueden parecer fastidiosas; sin embargo, no se debe disminuir su importancia. Para contentarnos con un ejemplo, bastará recordar que una doctrina tan discutida hoy como la de la inseparabilidad del sacramento y del contrato en el matrimonio de los cristianos, no tiene fundamento tradicional más seguro que esta continua insistencia de las declaraciones romanas (57).

Aunque no siempre esté tan expresamente declarado este lazo, no deja por ello de ser menos notorio. Cuando no los términos, son al menos los matices del pensamiento de documentos anteriores los que un ojo familiarizado con esos textos vuelve a encontrar a veces en las Cartas Pontificias. Pensamos aquí en las enseñanzas de León XIII sobre el matrimonio. Podrían parecer una innovación; pero estaban a menudo anunciadas por los textos de Pío VI hasta en sus menores detalles.

No tenemos por qué asombrarnos al ver a los Soberanos Pontífices subrayar esta continuidad. Les parece ella de un peso tal, que no vacilan en considerar la doctrina que esta continuidad presenta como la enseñanza misma de la Iglesia (58). Rigurosamente normativa para toda inteligencia cristiana (59). Su sola garantía les parece bastante fuerte para permitirles pronunciar una definición y, a veces, para hacer ésta innecesaria (60).

Sin embargo, no debe restringirse este criterio a los estrechos límites de una repetición material. Aparece, por el contrario, más flexible y más viva, pero no menos decisiva, en lo que Newman llamaba la coherencia interna del desenvolvimiento doctrinal.

Algunos autores han insistido recientemente en el carácter de "escritos de circunstancia", que, según ellos, sería el de diversos documentos del Magisterio ordinario y singularmente de las encíclicas (61).

La expresión no carece de peligros. En primer lugar, careciendo de las precisiones necesarias, daría lugar a creer —es éste el sentido obvio en nuestra lengua— que el alcance de los documentos a Tos cuales se les aplica dicha expresión está limitado a las circunstancias que los han motivado. Es imposible atribuir a ningún católico la idea de aplicar semejante restricción a las remembranzas (rappels) doctrinales que son la regla corriente para las encíclicas (62), No puede, pues, aplicarse más que a casos prácticos que no podían producirse sino en casos muy particulares. Tenemos un ejemplo de ello en las invitaciones, repetidas sin cesar, a los católicos italianos, durante medio siglo, para pedirles que permanezcan fieles a la actitud de expectativa del non expedit. Directivas semejantes se encuentran a veces, en efecto, en las encíclicas. Sin embargo, estos casos son excepcionales. Por tanto, definir las Cartas Pontificias por el término de "escritos de circunstancias" constituye un paralogismo del que es fácil prever las consecuencias.

En primer lugar, ha llevado a generalizaciones demasiado apresuradas. Pío XII, en diversas ocasiones, ha tenido que protestar contra la atribución de un carácter tan precario a reglas morales que, por haber sido dadas con ocasión de circunstancias históricas muy precisas, no dejan de ser valederas para todos los tiempos (63).

Además, presenta el peligro de hacer olvidar que una consigna práctica, incluso restringida a una hipótesis histórica concreta, supone siempre una tesis cuyo alcance es universal (64). Cualquiera que esté un poco familiarizado con la historia de la Teología no puede ignorar la incidencia de hipótesis históricas, como la del donatismo o de las ordenaciones simoníacas, sobre la tesis dogmática del carácter sacramental.

La confusión no hace más que aumentar, si por "escritos de circunstancias" se pretende precisar el carácter propio de las encíclicas para oponerlas al Magisterio solemne. Ya hemos encontrado -una distinción del mismo orden al estudiar las actas del Concilio Vaticano. Esta distinción estaba hecha, iay!, en sentido diametralmente opuesto. Para los teólogos del Concilio son los documentos del Magisterio solemne los que hay que considerar como actos "ocasionales", o como "reacciones de defensa", mientras que la exposición positiva de la doctrina per se spectata es, por el contrario, la función propia del Magisterio ordinario (65).

El equívoco de semejante terminología no deja, sin embargo, de disimular una idea justa, sobre la cual hemos de agradecer a nuestros autores el haber querido llamar la atención. Lo que es cierto, pero hay que aplicarlo también, tanto a los decretos del Concilio Vaticano como a las encíclicas contemporáneas, es que no hay que exigir a cada texto del Magisterio la síntesis doctrinal que estarnos acostumbrados a encontrar en los sumarios de nuestros manuales, exposiciones sistemáticas de una Teología ya elaborada (66). Al igual que los concilios en sus definiciones y sus anatemas, los Papas en su enseñanza se preocupan ante todo por las necesidades presentes de la Iglesia. Los errores que condenan son los de su tiempo; las doctrinas que recuerdan son aquellas cuya necesidad se hace sentir actualmente. Su insistencia sobre ciertos puntos, como su misma terminología, no pueden encontrar todo su sentido más que colocados en el contexto de los acontecimientos contemporáneos. Dejan a sus sucesores, órganos ellos también del Magisterio vivo, el cuidado de completar el conjunto doctrinal, no por la vana satisfacción de construir un armonioso edificio, sino para responder a su vez a las nuevas necesidades de los tiempos. La síntesis de conjunto no puede ser esperada más que de la acción del Espíritu Santo a través de los siglos, y será obra de los teólogos el relacionar el conjunto de las afirmaciones diversas, pronunciadas con ocasión de errores opuestos, para hacer resaltar la armonía y la solidez del cuerpo de doctrina que componen. La observación ha sido hecha recientemente, y con mucho juicio, acerca de los concilios de Orange y del Vaticano, cada uno de los cuales dio aspectos complementarios de la doctrina de la Iglesia sobre los fundamentos racionales de la Fe (67).

Lo mismo ocurre con la enseñanza de los últimos Papas sobre la doctrina católica del Estado. En tanto que, después de las revoluciones de principios del siglo XIX, León XIII debía insistir, ante todo, en el deber de obediencia que incumbe al ciudadano, Pío XI y Pío XII tuvieron más bien que hacer resaltar los excesos de los totalitarismos. Sin embargo, ninguna oposición existe entre esos diversos puntos de vista, y no es difícil establecer la síntesis entre los aspectos complementarios de una misma doctrina (68).

Serían dos actitudes igualmente lamentables, tanto el asombrarse de esta diversidad corno el rehusar reconocer su profunda unidad. Estas dos actitudes desconocerían el carácter vivo del Magisterio pontificio, cuya imperiosa necesidad constituyó el punto de partida de la conversión de Newman. Impresionado por el carácter armonioso y coherente del desarrollo dogmático, comprendió que semejante unidad sería inexplicable sin la presencia, en el seno del gran cuerpo vivo que es la Iglesia, de un elemento comparable a ese "principio organizador" al cual los biólogos de hoy exigen la explicación de la evolución orgánica de todo ser viviente. Este principio no es otro que la vigilancia y la influencia doctrinal del Pastor Supremo de la Iglesia (69).

Este carácter, a la vez flexible y coherente, de la continuidad pontificia, será sin duda una invitación para quien desee captar el alcance de la misma, para ilustrarse por el estudio de las circunstancias que han dado ocasión a las enseñanzas y a las advertencias de los Papas (70). Incitará más aún este mismo carácter a colocar cada documento en la cadena tradicional en que se inserta, en el cuerpo de doctrina del que ese documento constituye un aspecto y donde goza de la luz aportada por todos los supuestos complementarios. Sólo un estudio del conjunto permitirá tener una idea exacta de cada una de las partes.

Es en una perspectiva semejante donde tomarán su verdadero valor los diversos criterios que acaban de ser propuestos y que deben bastar para preservar de toda interpretación errónea o tendenciosa la enseñanza ordinaria del Papa.

Incluso uno se podrá preguntar, y se nos permitirá hacerlo al término de este muy largo estudio, si son verdaderamente necesarias tantas precauciones para abordar la lectura de los documentos pontificios. El peligro más grave no es quizá el de "exagerar (majorer) las enseñanzas del Magisterio" (71), sino el de quebrantar la confianza y adhesión de los fieles. Sería particularmente peligroso oponer al Magisterio solemne el ordinario, según las categorías demasiado simplistas de falible e infalible. Sería olvidar la prudente advertencia de la Facultad de París, que hacía notar en 1682: "Cualquiera que sea la opinión que se profese sobre la infalibilidad del Papa, es tan irrespetuoso proclamar públicamente que puede equivocarse como decir a los hijos: Vuestros padres pueden mentir" (72). ¿Qué doctor más seguro podrá proponerse a los que quieren poseer la exacta doctrina de Cristo, que aquel a quien el Señor afirmó: Quien a vosotros oye, a Mí me oye (73), y sobre el cual construyó su Iglesia para que permanezca inquebrantable hasta el fin de los tiempos?

No sólo sería más hábil, sino también más exacto, el decir que cualquiera que sea la vía por la cual nos llegue la doctrina, ésta es siempre infaliblemente cierta, ya nos esté enseñada, en efecto, por toda la Iglesia o solamente por su Jefe. En tanto que, en el Magisterio solemne, la garantía puede sernos dada por un solo juicio tomado separadamente, en el caso de la enseñanza ordinaria no puede ser esperada más que de una continuidad o de un conjunto. Fuera de los juicios solemnes, la autoridad de las diversas expresiones de las enseñanzas pontificias lleva consigo grados y matices. Todos, sin embargo, se integran auténticamente en esta tradición continua y siempre viva, cuyo contenido no podría estar sujeto a error sin que se pusieran en litigio las promesas de Cristo y la economía misma de la constitución de la Iglesia (74).

Tal presentación, en lo que tiene de esencial, no es imposible hacerla comprender, incluso a los fieles más humildes. Por el contrario, ella es, la experiencia nos lo ha mostrado muchas veces, captada espontáneamente por las inteligencias cristianas, que encuentran en ella, al mismo tiempo que una doctrina auténticamente tradicional, la expresión de la lógica misma de su Fe.

Dom PAUL NAU, O. S. B.

Solesmes, 14 de julio de 1956.

 

 

Notas

(*) Sobre este mismo tema, el R. P. Joaquín Salaverri, S. J., catedrático de la Pontificia Universidad de Comillas, ha escrito un magistral trabajo titulado: El valor de las encíclicas pontificias a la luz de la Humani generis y leído en la XI Semana de Teología Española.

(1) Docemus et divinitus revelatum dogma esse definimus: Romanum Pontificem, cum ex cathedra loquitur, id est, cum omnium christianorum pastoris et doctoris munere fungens, pro suprema sua Apostolica auctoritate doctrinam de fide vel moribus ab universa Ecclesia tenendam definit, per assistentiam divinam ipsi in beato Petro promissam, ea infallibilitate pollere, qua Divinas Redemptor Ecclesiam suam in definienda doctrina de fide vel moribus instructam esse voluit; ideo ejusmodi definitiones, ex sese, non autem ex consensu Ecclesiae, irreformables esse.

(Enseñamos y definimos como dogma divinamente revelado, que cuando el Romano Pontífice habla ex cathedra, esto es, usando de su prerrogativa de doctor y pastor de todos los cristianos, y por su suprema autoridad apostólica define la doctrina que en materia de fe y de costumbres debe ser sostenida por toda la Iglesia, goza, por la asistencia divina que le fue prometida a San Pedro para todos sus sucesores, de esa infalibilidad con la que el Divino Redentor quiere que esté dotada su Iglesia al definir una doctrina concerniente a la fe o a las costumbres; por esto, tales definiciones son irreformables por sí mismas, no por el consentimiento de la Iglesia.)

Constitución apostólica Pastor aeternus, en Acta et decreta sacr. concil. recent. Collectio lacensis, t. VII, Friburgo de Brisgovia, 1890 (que designaremos en lo sucesivo por la sigla CL), c. 487, b.

(2) Revue Thomiste (que designaremos en lo sucesivo por la sigla RT), LIV, 1954, pág. 196, recensión de la colección "Les Enseignements pontificaux).

(3) CL, c. 486, c.

(4) Declarationes doctrinales ... enuntiant veritatem, quae est et quae semper fuit, non autem creant veritatem, F. Hourth, S. J. Comnent. Const. Sacramentum Ordinis, en Periodica, 1948, pág. 38. ("Las declaraciones doctrinales ... enuncian la Verdad, que es, que siempre ha sido; no crean la Verdad".)

(5) Cf. J. Bainvel, Art. Apôtres, D. T. C. I., c. 658. Sto. Tomás de Aquino, S. Th, 1ª 2ae, q. 94, a. 3; q. 106, a. 4; 2ª 2ae, q. 1, a. 7; q. 175, a. 6. Informe de Mons. Gasser al Concilio Vaticano, 11 de julio de 1870, CL, c. 389. Congar, Vraie et fausse réforme dans l'Eglise, París, 1950, pág. 75.

(6) Cf. J. Daniélou, Réponse à Oscar Cullmann, en Dieu vivant, 24, págs. 105 y sigs.

(7) Cf. M. L., Guerard des Lauriers, Dimensions de la Foi, t. I, París, 1950, pág. 298.

(8) Lib. III, 3, 2.

(9) Sobre el sentido que se debe dar a esta expresión, ver H. Holstein, Propter potentiorem principalitatem (San Ireno, Adversus haereses, III, 3, 2), en S. R. S. XXXVI, 1949, pág. 129 y sig. —Potentiorem principalitatem— por su importancia mayor.

(10) Cf. Ibid., El papel de la Iglesia romana ha sido reconocido por los mismos galicanos: "Es privilegio de la Iglesia romana, privilegio que ninguna otra Iglesia particular posee, el poder por sí sola representar a la Iglesia universal", decía Pierre d'Ailly, citado por A. G. Martimort, Le Gallicanisme de Bossuet, París, 1953, pág. 29.

(11) Además del artículo de H. Holstein, que acaba de ser citado, se pueden ver: R. Jacquin, Le témoignage de saint Irénée sur l'Eglise de Rome, en L'Année théologique, IX, 1948, págs. 95 y sigs.; C. Mormann, A propos de Irenaeus, Adv. Haer., III, 3, 7, en Vigiliae christiane, III, 1949, págs. 57 y sigs.; R. Jacquin, Comment comprendre "ab his qui sunt undique" dans le texte de saint Irénée sur l'Eglise de Rome, en Revue Sr, XXIV, 1950, págs. 72 y sigs.; F. Sagnard, O. P., Irénée de Lyon, Contre les Hérésies, livre III, "Sources chrétiennes", 34, París-Lyon, 1952.

(12) CL, c. 252, bc.

(13) Non pro veritate cognoscenda erant necessariae synodi generales, sed ad errores reprimendas. CL, c. 397 B. (Los sínodos generales no eran necesarios para conocer la verdad, sino para reprimir los errores.) "El uso del Magisterio extraordinario ... no añade nada nuevo a la suma de las verdades contenidas, al menos implícitamente, en la. Revelación que Dios ha confiado en depósito a la Iglesia; pues, o bien proclama lo que hasta ese momento podía parecer obscuro a algunos espíritus, o bien crea una obligación de la Fe sobre un punto que anteriormente podía ser objeto de alguna discusión". Pío XI, Encíc. Mortalium animos, de 6 de enero de 1928. El R. P. de Lubac, en Catholicisme, París, 1938, pág. 241, señala también ese carácter "ocasional, fragmentario y frecuentemente más negativo que positivo".

(14) Hoc enim modo (la exposición de la doctrina per se spectata) continetur in ordinaria et continua professione et praedicatione ecclesiastica. (Este modo de exposición (de la doctrina contemplada en sí misma) es el que se encuentra en la profesión eclesiástica ordinaria y permanente.) J.-B. Franzelin, Ponencia al Concilio Vaticano sobre el proyecto de constitución dogmática: CL, c. 1611.

(15) Cf. M. L.. Guerard des Lauriers, 0p. cit., I, pág. 298.

(16) Cf. ibid, t. II, pág. 151, nota (661).

(17) Al menos, desde el punto de vista de la obligación moral de creer. Nadie, en efecto, puede rehusar su fe a lo que es ciertamente revelado; pero es ciertamente revelado, no sólo lo que está definido como tal, sino todo lo que está manifiestamente enseriado como revelado por el Magisterio ordinario de la Iglesia. La nota teológica de herejía —según H. Denzinger, Enchiridion symbolorum, 1921, pág. 7, Prefacio, y B. H. Merkelbach, en Angelicum t. VII, 1930, pág. 526— debe ser aplicada, no solamente a la contradictoria de una verdad definida, sino a la de una verdad claramente propuesta por el Magisterio ordinario. Cf. igualmente, Código de Derecho Canónico, cánones 1323 y 1325.

A esta obligación moral, el juicio solemne añade una obligación jurídica, fundamento de las penas eclesiásticas impuestas por la Iglesia contra los infractores. Esas penas no podrán ser impuestas más que si se encuentran realizadas las condiciones puestas por el Derecho. Pero la obligación de conciencia puede permanecer, aunque esas condiciones no se den. Sobre la utilidad de las definiciones, Cf. supra, nota 1.

(18) Se podrá consultar : V. Martin, Les origines du gallicanisme, París, 1939, y A. G. Martimort, Op. cit., pág. 556 y passim.

(19) Ea infallibilitate pollere, qua… Ecclesiam suam in definienda doctrina de fide vel moribus instructam esse voluit. (El Soberano Pontífice goza de la infalibilidad que el Divino Redentor quiso para Su Iglesia cuando define una doctrina concerniente a la fe o a las costumbres.) Const Pastor aeternus, C. IV, CL, c. 487, b. Cf. informe de Mons. Gasser: Quum de infallibilitate Summi Pontificis in definiendis veritatibus idem omnino dicendurn sit quod de infallibilitate definientis Ecclesiae, CL, c. 415. (De la infalibilidad del Sumo Pontífice cuando define una verdad, debe decirse exactamente lo mismo que se dice de la Iglesia cuando ésta define una verdad.)

(20) Cf. H. de Lubac, Op. cit., pág. 239. Por ejemplo, el sacramento como signo momentáneamente dejado en la sombra en provecho de la causalidad, como consecuencia de la condenación de los protestantes, que negaban esta última.

(21) Se comprende fácilmente cómo ha podido introducirse ese deslizamiento de perspectiva: desde 1870, los manuales de Teología han tomado por enunciado de sus tesis los textos mismos del Concilio. Como ninguno de éstos trataba in recto de la enseñanza ordinaria del solo Soberano Pontífice, ésta poco a poco se ha perdido de vista y toda la enseñanza pontificia ha parecido quedar reducida a las solas definiciones ex cathedra. Además, estando enteramente atraída la atención sobre éstas, se ha habituado a no considerar las intervenciones doctrinales de la Santa Sede más que en la sola perspectiva del juicio solemne: la de un juicio que debe por sí solo aportar a la doctrina todas las garantías requeridas. En esta perspectiva era imposible captar la verdadera naturaleza del Magisterio ordinario. Esta perspectiva permanece siendo la de más de un autor. Es también, como lo hace presentir el título mismo de la obra, la de Choupin, Valeur des décisions doctrinales et disciplinaires du Saint-Siège, París, 1913, que todavía recientemente se nos ha presentado como "la mejor obra sobre ese difícil tema", según A. de Soras, en la Revue de l’Action Populaire, LXXIII, 1953, pág. 893, n. 2.

(22) Es preciso notar que esta equivalencia no debe ser concebida como si se estableciera entre miembros adecuadamente distintos. La Iglesia universal no es verdaderamente tal sino en tanto incluye a su jefe visible. Una condición es requerida para da ecumenicidad de un concilio: la presencia del Papa o de sus legados, o, al menos, la aprobación del Soberano Pontífice. Lo mismo sucede en el caso del Magisterio ordinario, en el cual el Papa, para decirlo con las palabras con que San Teodoro Studita se refería a San Pedro (Epírt. II ad Michaelem imperatorem), tiene el papel de "corifeo del coro" (maestro del coro, el que guiaba al coro en las tragedias antiguas) de los obispos. La equivalencia no puede ser, pues, establecida más que entre el coro completo del Episcopado, consensio totius megisterii Ecclesiae unitae cum capite suo (el consentimiento de toda la Iglesia unida a su cabeza) (CL, c. 404), y la enseñanza del solo sucesor de Pedro, considerado separadamente como la "piedra de toque de la ortodoxia". Cf. Holstein, loc. cit.

(23) Nos contentamos con resumir en el apartado que sigue la parte del artículo de Dom Nau que trata sobre la enseñanza del primer Concilio Vaticano. En efecto; el mismo autor ha tratado nuevamente este tema, fundándolo sobre bases mucho más amplias, en un artículo reciente al que nos complacemos de poder remitir a nuestros lectores : P. Nau, Le Magistère pontifical ordinaire au premier Concile du Vatican, en Revue thomiste, 1962, III, págs. 341-397.

(24) CL, c. 399-401.

(25) Cf. R. T., 1962, págs. 342-345.

(26) CL, c. 1611-1612. Citamos siguiendo la traducción del R. P. de Lubac, Catholicisme, págs. 240-241, que había precedentemente presentado los textos conciliares como "reacciones de defensa", Ibid., pág. 240.

(27) CL, c. 404, a-b ; Ibid., c-d.

(28) Const. Pastor aeternus, en Denzinger, 1832.

(29) Mansi, Sacrorum conciliorum nova et amplissima collectio, t. III, col. 764, AB. Cf. RT, 1962, pág. 355.

(30) Mansi, LII, 754, DC-765.

(31) Esta paridad ha sido claramente reconocida por varios autores; p. ej., J.-M.-A. Vacant, Le magistère ordinaire de l’Eglise et ses organes, Paris, 1887, pág. 98: "El Papa ejerce personalmente su Magisterio infalible, no solamente por medio de juicios solemnes, sino también por su Magisterio ordinario, que se extiende perpetuamente a todas las verdades obligatorias para toda la Iglesia". Cf. J. de Guibert, De Christi Ecclesiae, Roma, 1928, pág. 314; M.-M. Labourdette, O. P., Les enseignements de l’encyclique "Humani Generis", RT, L, 1950, pág. 38.

(32) En el caso del Magisterio universal, este conjunto es el de la enseñanza concordante de los obispos en comunión con Roma; en el caso del Magisterio pontificio, es la continuidad en la enseñanza de los sucesores de Pedro; en otros términos, es la "tradición de la Iglesia de Roma", a la que apelaba Mons. Gasser (CL, c. 404). Esto ha sido muy bien visto por A. G. Martimort (Op. cit., pág. 558), quien escribe: "El error de Bossuet consiste en rechazar la infalibilidad del Magisterio extraordinaria del Papa; pero ha prestado el gran servicio de afirmar con claridad la infalibilidad del Magisterio ordinario y su naturaleza particular, que deja a cada acto en particular el riesgo de error... En suma, según Mons. de Meaux, sucede con la serie de Pontífices Romanos, tomados en el corre: de los tiempos, lo que sucede con el colegio episcopal disperso por el mundo".

(33) La competencia de la Iglesia, además de alcanzar a las verdades estrictamente reveladas y que constituyen el depósito de la Fe propiamente dicho, se extiende también a las verdades conexas, indispensables para la guarda de ese depósito. Cf. Ponencia de Mons. Gasser, en CL, c. 415. Pío XII ha recordado también en sus alocuciones a los obispos, el 31 de mayo y el 2 de noviembre de 1945, la extensión de esta competencia, especialmente respecto de las verdades de Derecho Natural. La extensión de la competencia del Soberano Pontífice en materia de doctrina es exactamente la misma que la de la Iglesia. (Cf. supra, nota 10).

(34) Secundum menten ac voluntatem eorumdem Pontificum (conforme al espíritu y a la voluntad de los mismos Pontífices), en la Encíc. Humani generis, AAS, XLII, pág. 568. Cf. infra, nota 37.

(35) Benedicto XIV, De canonisatione sanctorum (Breve a J. Facciolati de 20 de julio de 1753), afirma expresamente que esta obra no tiene .otra autoridad que la de un privati auctoris. La misma afirmación se encuentra en el propio texto de constituciones apostólicas, a propósito de opiniones teológicas propuestas por el Papa. V. g., Const, Apostolici ministerii, del 16 de septiembre de 1747. Lo mismo, San Pío X, a propósito de las palabras pronunciadas en el curso de audiencias privadas: Instrucción de la Secretaria de Estado a los obispos de Italia, del 28 de julio de 1904.

(36) "Exhortaciones al Rey", de la Asamblea del Clero de Francia de 1755, recogidas por Le Franc de Pompignan, Coll. des Procès Verbaux des Assemblées générales du Clergé de. France, París, 1778, t. VIII, Primera parte. Piezas justificativas, c. 168.

(37) No hablemos aquí de los actos de los dicasterios, cuyo estudio nos llevaría muy lejos. Nos permitimos remitir a L. Choupin, Op. cit., debiendo tenerse en cuenta las reservas hechas aquí, supra, nota 21.

(38) Esta identidad aparece claramente en el discurso citado a continuación (nota 39). Ella ha sido subrayada con mucho acierto por R. Hasseveldt, Le mystère de l’Eglise, París. Cf. Franzelin (informe citado nota 26), que habla a este respecto de ordinaria et continua professione et praedicatione ecclesiastica (de la profesión y predicación eclesiásticas ordinarias y continuas).

(39) Alocución del 21 de enero de 1942.

(40) Otra indicación, muy significativa de la voluntad pontificia, puede ser la inserción de un documento en las Acta Apostolicae Sedis. Benedicto XIV fue el primero en tomar la iniciativa de transcribir las encíclicas en el Bulario, que al mismo tiempo declaró colección oficial. Actualmente, no sólo las encíclicas y. las cartas a los obispos, sino radiomensajes y simples alocuciones pueden a menudo leerse en las Acta, al lado de las constituciones apostólicas o de las decretales de canonización.

(41) Verum quum promulgandae legis ratio et modus a legislatoris voluntate pendeat, cui integrum est constitutas innovare ac moderari formas, aliasque pro temporum ac locorum opportunitate sufficere. (Es cierto que el motivo y el modo de la promulgación de las leyes depende de la voluntad del legislador, a quien corresponde plenamente innovar o modificar las formas constituidas, así como promulgarlas según la oportunidad de tiempos y lugares.) San Pío X, Const. Promulgandi, del 29 de septiembre de 1908. Esto se aplica también a las leyes dogmáticas que constituyen las definiciones. Ver también CL, c. 401. La cuestión había sido discutida anteriormente: Cf. Analecta Juris Pontificii, 1878, "La promulgación de las leyes", págs. 333-336.

(42) Cf. Claeys-Bouuaert, Art. Bulle, del Dict. de Droit Canonique, c. 1126-1127, que lo afirma expresamente de las encíclicas. El autor se apoya sobre el Prefacio del Bulario de Benedicto XIV, que emplea la expresión et alia hujusmodi (y otras cosas semejantes). Esto, parece, abría de lejos el camino a los radiomensajes, a los que Mons. Bruno de Solages, Théologie de la juste guerre, reconocía el mismo valor que a las encíclicas. Cf. P. Duclos, Le Vatican et la guerre mondiale, París, 1959, pág. 9.

(43) Alocución a la Curia romana, de 24 de diciembre de 1942, AAS, XXXV, pág. 5; Alocución al Sacro Colegio, de 2 de junio de 1945, AAS, XXXVII, pág. 159.

(44) Para evitar la barrera levantada por la obstinación de los Parlamentos a la introducción en Francia de las bulas. Hemos intentado reunir las pruebas de esto en la Revue historique du Droit français et étranger, 1956, 2º fascículo, págs. 225-267: A l’origine des encycliques modernes. Une conséquence imprévue de la lutte des évêques et des parlements au XVIIIe siècle.

(45) Pío XII (Alocución del 31 de enero de 1952) tuvo que protestar contra la importancia exagerada dada por algunas sociólogas católicos a un pasaje incidental de la Quadragesimo Anno, de la que desdeñaban, por el contrario, la doctrina esencial: la doctrina de los cuerpos intermedios. A fortiori, es preciso distinguir de os pasajes doctrinales las exposiciones científicas o técnicas, por las cuales el Santo Padre comienza a veces sus discursos, y que no pueden comprometer la autoridad del Magisterio.

(46) No tiene por qué asombrarnos esta flexibilidad, natural a toda enseñanza positiva. En cierta medida escapan a aquélla los juicios de carácter negativo. Quizá pueda verse en la facilidad ofrecida por tal simplificación una de las razones del deslizamiento de perspectiva que ha sido señalado anteriormente.

(47) Al contrario de los obispos, de los que cada uno no es doctor más que de su Iglesia particular, y que no lo son de la Iglesia universal sino solidariamente unidos en torno del Papa, el Soberano Pontífice, por sí solo, es doctor universal.

(48) Importa no confundir este criterio con la aceptación por la Iglesia, exigida por los galicanos, para el valor definitivo de las sentencias pontificias. Esta confusión entre eficiencia y finalidad parece no haber sido siempre debidamente señalada: Cf. L. Choupin, Op. cit., pág. 147; J. de Guibert, De Ecclesia, págs. 312-313, nº 372, 5.

(49) "Bisogna tener Termo che una decisione solenne presa dalia somma Autoritá in una materia di cosi grande importanza per la vita della Chiesa, sfugge, per quel che à il suo contenuto essenziale, ad ogni possibilità di errore: un errare sarebbe inconciliabile con l'assistenza dello Spirito Santo e con la promessa del Signare: Ecce Ego vobiscum sum omnibus diebus."

(Es preciso sostener firmemente que una decisión solemne tomada por la Autoridad suprema en una materia de tan grande importancia para la vida de la Iglesia, escapa, por lo que constituye su contenido esencial a toda posibilidad de error: un error sería inconciliable con la asistencia del Espíritu Santo y con la promesa del Señor: "He aquí que Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos.").

(50) La expresión es del R. P. Cangar, Bulletin de Théologie, RSPT, XXXVII, 1953, pág. 734.

(51) El Soberano Pontífice lo ha afirmado a los recién casados: es a todos os hogares a los que él pretendía dirigirse, y las diversas enseñanzas dadas parcialmente en cada audiencia formaban indudablemente en su pensamiento un cuerpo unido de doctrina. Lo mismo está afirmado de las enseñanzas dadas a los párrocos de Roma, que son valederas para todos los directores de parroquia. Carta de la Secretaría de Estado al Card. Lercaro, en el Osservatore Romana, de 16 de septiembre de 1954.

(52) Se encuentran citados en L. Choupin, Op. cit., que da un buen status questionis de esas diversas posiciones.

(53) El caso no debe excluirse a priori, puesto que en él no se trata de una definición doctrinal. Sin embargo, es, al decir del mismo Bossuet, "bastante extraordinario para no producirse más que dos o tres veces en mil años": Certis casibus, iisque ita extraorinariis, ud vix.mille annis, bis aut ter eveniant (Defensio declarationis, Apéndice III, 1). Sería bueno el recordarlo. Importa sobre todo observar que tal caso no debe ser juzgado como discordante, sino por criterios del mismo orden, es decir, reveladores del conjunto de la tradición, y no según perspectivas puramente científicas o solicitadas por la opinión del día. A veces, sin embargo, un cierto plazo podrá ser necesario para permitir ver que uno se encuentra en presencia de una desviación o de un aspecto nuevo, cuyo carácter complementario podrá no aparecer sino poco a poco. La afirmación pontificia, que es la de la mayor autoridad en la materia, tiene siempre derecho, en todo caso, al prejuicio favorable.

(54) Quodsi... de re hactenus controversa (de la materia hasta aquí controvertida); en la Encíc. Humani generis.

(55) Plerumque... jam aliunde ad doctrinam catholicam pertinet (a menudo, ... ya pertenece, por otra parte, a la doctrina católica), en Ibid.

(56) Esta es la expresión misma empleada por la Const. Magnificentissimus: Communis hujus fidei Ecclesiae varia inde a remotis temporibus per saeculorum decursum manifestatur testimonia, indicia atque vestigia (Desde los tiempos más remotos, en el curso de los siglos, se encuentran numerosos testimonios, indicios y vestigios de esta fe común de la Iglesia), en AAS, XLII, 1950, pág. 757.

(57) Basta, para darse cuenta de esta continua remembranza (rappel).con hojear uno de los bularios de Benedicto XIV, quien, con motivo de Cada proposición, recoge y cita, a menudo in extenso, todas las decisiones de sus predecesores. Lo mismo, León XIII, por ejemplo, en la Encíclica Humanum genus (sobre la Masonería).

(58) Pío XI, Encíc. Casti connubii: "La iglesia habla por nuestra boca". Pío XII lo recuerda al referirse a la doctrina social de los Papas: Alocución a la Universidad Gregoriana, de 17 de octubre de 1953.

(59) Quaecumque Pontífices Romani tradiderint vel tradituri sunt, singula necesse est tenere judicio stabili comprehensa (es preciso atenerse con firme juicio a todo lo que los Romanos Pontífices han enseñado o enseñarán), según León XIII, en Encíc. Immortale Dei, de primero de noviembre de 1885. Unde catholici accipiant quid sibi sentiendum (es de ella —de la Sede Apostólica— de donde los católicos deben recibir lo que tienen que saber), en Pío XI, Encíc. Mortalium unimos, de 6 de enero de 1928: tenemos por qué recordar el texto conocido de la Humani generis.

(60) Tal parece haber sido el caso de la Realeza de Nuestra Señora. Cf. Encíc. Ad Caeli Reginam.

(61) Por ejemplo, J. Villain, L'enseignement social de l'Eglise, t. I, pág. 52; Y. Congar, art. cit.; pág. 734; A. de Soras, en la Revue de l’Action Populaire, nº 77, de abril de 1954, pág. 447.

(62) Ad catholicam fidem custodiendam, morumque disciplinam aut servandam aut restaurandam (para defender la Fe católica y para conservar o restaurar la disciplina de las costumbres), Benedicto XIV, Colección de Bulas, Prefacio. Plerumque quae in encyclicis litteris proponuntur... jam aliunde ad catholicam doctrinam pertinent, dice Pío XII en la Encíclica Humani generis. (Cf. supra, nota 55.)

(63) Alocución del 18 de septiembre de 1950 a los padres de familia franceses, AAS, XLII, 1951, pág. 730; Carta de la Secretaría de Estado al Cardenal Roques, de 31 de diciembre de 1954; Carta de Pío XII al Cardenal van Roey, de 24 de agosto de 1955. Estos diversos documentos afirman el valor permanente de la encíclica Divini illius Magistri, con ocasión de la cual parece justamente que por primera vez se aventuró la opinión que considera a las encíclicas como meros "documentos pastorales" o "escritos de circunstancia". Cf. Pourquoi et comment l'Église défend-elle l'Ecole libre?, en Esprit, 1949, pág. 419.

(64) "La solución admitida en hipótesis no es moralmente admisible más que si se conoce en ella, a través de todas las precisiones que se quieran, la exigencia de la tesis". L. Tonneau, Une leçon de prudence politique, en La. Vie Intellectuelle, XXV, 1954, pág. 16. Por el contrario, es necesario, pese a la evolución de las circunstancias, para poder permanecer siempre fiel al principio de la tesis, que la disciplina de la Iglesia deba estar continuamente puesta al día. Ningún Papa, quizá, lo ha afirmado más a menudo y con más fuerza que San Pío X, a quien se ha reprochado a veces un exceso de rigidez. Ver también las afirmaciones recientes del pontificado de Pío XII sobre la necesidad de adaptar sin tregua una institución como la Acción Católica a las nuevas circunstancias. Sobre la relación entre las decisiones disciplinares y la Fe, se pueden consultar: S. Agustín, Contra Julianum, I, 31; Bossuet, Défense de la Tradition et des Saints Pères; E. Dublanchy, Art. "Dogme", DTC IV, c. 1644.

(65) Supra, nota 20. Se ha visto que ésta es también la manera de ver del R. P. de Lubac: supra, nota 26.

(66) Sicuiti in theologico aliquo tractatu (como en cualquier tratado teológico). Es curioso observar que quienes están más interesados en subrayar el carácter ocasional del Magisterio ordinario, son a menudo los mismos que, sin haberse acordado de aplicar ese criterio a los decretos del Concilio Vaticano, han exigido de ellos que digan todo sobre el Magisterio, y han llegado, por consiguiente, a desconocer el alcance de la enseñanza pontificia ordinaria.

(67) Cf. M.-L. Guerard des Lauriers, Op. cit., passim.

(68) Cf. J. C. Murray, The Church and Totalitarian Democracy, en Theological Studies, XIII, 1952, págs. 525 y sigs. Es preciso guardarse de no olvidar que León XIII, en sus encíclicas sobre estos temas, ha seguido los esquemas preparados por el Concilio. Vaticano. Este solo hecho subraya la unidad entre las enseñanzas del Magisterio ordinario y las de los concilios.

(69) Esta vigilancia e influencia doctrinal se ejerce no sólo para coordinar y dirigir las iniciativas de los miembros de la Iglesia, sino también para dar impulso a las actividades necesarias. Tal fue el caso de la insistencia continua de los Papas, desde Benedicto XV, para la creación de un clero y un episcopado indígenas, de su recuerdo (rappel) constante sobre la necesidad de retornar a la filosofía de Santo Tomás y a la idea corporativa.

(70) Este es también un lugar común de exégesis elemental que debe aplicarse igualmente a las Epístolas de San Pablo y a los decretos de los concilios. El error no está en recordar que debe aplicarse también a las encíclicas, sino en presentar este elemento común como la nota distintiva y "esencial". Cf. Op. cit., supra, nota 61.

(71) El término parece haber sido empleado por primera vez en junio de 1950, en La Vie Intelectuelle. El término comparativo implica un elemento de comparación que, de no ser precisado, hace ambigua a la expresión. Los galicanos de otros tiempos oponían a la autoridad del Papa la de los "antiguos cánones"; algunos autores de hoy le oponen "el pensamiento moderno". Pío XII ha denunciado el error de quienes substituyen a la exposición auténtica de la doctrina social hecha por los Papas en la Iglesia, la de tal o cual escuela teológica.

(72) Citado por A. G. Martimort, Op. cit., pág. 504.

(73) Luc. X, 16, recordado por la Encíc, Humani generis.

(74) Cf. supra, nota 29.