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Textos pontificios acerca de la tolerancia

"... la Iglesia se hace cargo maternalmente del grave peso de las debilidades humanas. No ignora la Iglesia la trayectoria que describe la historia espiritual y política de nuestros tiempos. Por esta causa, aun concediendo derechos sola y exclusivamente a la verdad y a la virtud, no se opone la Iglesia, sin embargo, a la tolerancia por parte de los poderes públicos de algunas situaciones contrarias a la verdad y a la justicia para evitar un mal mayor o para adquirir o conservar un mayor bien. Dios mismo, en su providencia, aun siendo infinitamente bueno y todopoderoso, permite, sin embargo, la existencia de algunos males m el mundo, en parte para que no se impidan mayores bienes y en parte para que no se sigan mayores males. Justo es imitar en el gobierno político al que gobierna el mundo. Más aún, no pudiendo la autoridad humana impedir todos los males, debe "permitir y dejar impunes muchas cosas que son, sin embargo, castigadas justamente por la Divina Providencia". Pero en tales circunstancias, si por causa del bien común, y únicamente por ella, puede y aun debe la ley humana, tolerar el mal, no puede, sin embargó, ni debe jamás aprobarlo ni quererlo en sí mismo. Porque siendo el mal por su misma esencia privación de un bien, es contrario al bien común, el cual el legislador debe buscar y debe defender en la medida de todas sus posibilidades. También en este punto la ley humana debe proponerse la imitación de Dios, quien, al permitir la existencia del mal en el mundo, "ni quiere que se haga el mal ni quiere que no se haga; lo que quiere es permitir que se haga, y esto es bueno". Sentencia del Doctor Angélico, que encierra en pocas palabras toda la doctrina sobre la tolerancia del mal. Pero hay que reconocer, si queremos mantenernos dentro de la verdad, que cuanto mayor es el mal que a la fuerza debe ser tolerado en un Estado, tanto mayor es la distancia que separa a este Estado del mejor régimen político. De la misma manera, al ser la tolerancia del mal un postulado propio de la prudencia política, debe quedar estrictamente circunscrita a los límites requeridos por la razón de esa tolerancia, esto es, el bien público. Por este motivo, si la tolerancia daña al bien público o causa al Estado mayores males, la consecuencia es su ilicitud, porque en tales circunstancias la tolerancia deja de ser un bien. Y si por las condiciones particulares en que se encuentra la Iglesia, permite ésta algunas de las libertades modernas, lo hace, no porque las prefiera en sí mismas, sino porque juzga conveniente su tolerancia; y una vez que la situación haya mejorado, la Iglesia usará su libertad, y con la persuasión, las exhortaciones y la oración procurará, como debe, cumplir la misión que Dios le ha encomendado de procurar la salvación eterna de los hombres. Sin embargo, permanece siempre fija la verdad de este principio: la libertad concedida indistintamente a todos y para todo, nunca, como hemos repetido varias veces, debe ser buscada por sí misma, porqué es contraria a la razón que la verdad y el error tengan los mismos derechos".

LEÓN XIII
"Libertas Praestantisimum"

 

 

"... se plantea una doble cuestión. La primera concierne a la verdad objetiva y a la obligación de la conciencia hacia lo que es objetivamente verdadero y bueno; la segunda atañe a la conducta efectiva de la comunidad de los pueblos con cada Estado soberano y de éste con la comunidad de los pueblos en las materias de religión y de moral. La primera cuestión difícilmente puede ser objeto de una discusión y de una regulación entre los Estados particulares y la comunidad de Estados, especialmente en el caso de una pluralidad de confesiones religiosas dentro de la misma comunidad. La segunda, en cambio, puede ser de máxima importancia y urgencia.

Pues bien, he aquí la vía para responder rectamente a la segunda cuestión. Ante todo, es preciso afirmar claramente que ninguna, autoridad humana, ningún Estado, ninguna comunidad de Estados, sea el que fuere su carácter religioso, pueden dar un mandato positivo o una positiva autorización de enseñar o de hacer lo que sería contrario a la verdad religiosa o al bien moral. Un mandato o una autorización de este género no tendrían fuerza obligatoria y quedarían sin valor. Ninguna autoridad podría darlos, porque es contra la naturaleza obligar al espíritu y a la voluntad del hombre al error y al mal o a considerar al uno y al otro como indiferentes. Ni siquiera Dios podría dar un mandato positivo o upa positiva autorización de tal clase, porque estaría en contradicción con su absoluta veracidad y santidad.

Otra cuestión esencialmente distinta es: si en una comunidad de Estados puede, al menos en determinadas circunstancias, establecerse la norma de que el libre ejercicio de una creencia y de una práctica religiosa o moral, que tienen valor en uno de los Estados-miembros, no sea impedido en todo el territorio de la comunidad mediante leyes o providencias estatales coercitivas. En otros términos, se pregunta si el "no impedir" sea, el tolerar, está permitido en tales circunstancias y, por lo mismo, la represión positiva no sea siempre un deber.

Nos hemos aducido hace un momento la autoridad de Dios, ¿Puede Dios, al cual, por otra parte, sería posible y fácil reprimir el error y la desviación moral, preferir en algunos casos el "no impedir", sin incurrir en contradicción con su perfección infinita? ¿Puede ocurrir que, en determinadas circunstancias, Dios no dé a los hombres mandato alguno, no imponga deber alguno, no dé, por último, derecho alguno de impedir y de reprimir lo que es erróneo y falso? Una mirada a la realidad da una respuesta afirmativa. La realidad enseña que el error y el pecado se encuentran en el mundo en amplia proporción. Dios los reprueba, y, sin embargo, los deja existir. Por consiguiente, la afirmación: el extravío religioso y moral debe ser siempre impedido, cuanto es posible, porque su tolerancia es en sí misma inmoral, no puede valer en su forma absoluta incondicionada. Por otra parte, Dios no ha dado ni siquiera a la autoridad humana un precepto semejante absoluto y universal., ni en el campo de la fe ni en el de la moral. No conocen semejante precepto ni la común convicción de los hombres, ni la conciencia cristiana, ni las fuentes de la revelación, ni la práctica de la Iglesia. Aun omitiendo en este momento otros textos de la Sagrada Escritura tocantes a esta materia, Cristo, en la parábola de la cizaña, dio el siguiente aviso: Dejad que en el campo del mundo la cizaña crezca, junto con la buena semilla, en beneficio del trigo. El deber de reprimir las desviaciones morales y religiosas no puede ser, por tanto, una última norma de acción. Debe estar subordinado a normas más altas y más generales, las cuales en determinadas circunstancias permiten e incluso hacen a veces aparecer como mejor camino no impedir el error, a fin de promover un bien mayor.

Con esto quedan aclarados los dos principios de los cuales hay que deducir en los casos concretos la respuesta a la gravísima cuestión de la conducta del jurista, del hombre político y del Estado soberano católico ante una fórmula de tolerancia religiosa y moral del contenido antes indicado, y que debe ser tomada en consideración para la comunidad de tos Estados. Primero: lo que no- responde a la verdad y a la norma moral no tiene objetivamente derecho alguno ni a la existencia, ni a la propaganda, ni a la acción. Segundo: el no impedirlo por medio de leyes estatales y de disposiciones coercitivas puede, sin embargo, hallarse justificado por el interés de un bien superior y más universal.

Si después esta condición se verifica en el caso concreto— es la quaestio facti—, debe juzgarlo, ante todo, el mismo estadista católico. Este, en su decisión, deberá guiarse por las dañosas consecuencias que surgen de la tolerancia, comparadas con aquellas que mediante la aceptación de la fórmula de tolerancia serán evitadas a la comunidad de los Estados; es decir, por el bien que, según una prudente previsión, podrá derivarse de esa fórmula de tolerancia a la misma comunidad como tal, e indirectamente al Estado miembro de ella. En lo que se refiere al campo religioso y moral, el estadista deberá solicitar también el juicio de la Iglesia. Por parte de la cual, en semejantes cuestiones decisivas, que tocan a la vida internacional, es competente, en última instancia, solamente Aquél a quien Cristo ha confiado la guía de toda la Iglesia: el Romano Pontífice".

PÍO XII
Discurso dirigido al V Congreso Nacional de la Unión de Juristas Católicos Italianos
6 de diciembre de 1953