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Después de la segunda sesión del Concilio. Recapitulemos la conducta del sucesor de Pedro

(*)VERBO, por no ser publicación informativa, no ha hablado del Concilio. Haciendo, sin embargo, una excepción, reproduce de la magnífica revista Itinéraires (n. 81, de febrero de 1964), el estudio claro y sereno debido a la pluma de Mons. Marcel Lefébvre, arzobispo y padre del Concilio.

 

Introducción

Después de esta segunda reunión del Concilio Vaticano II, es conveniente hacer un resumen del mismo, tomando particularmente como base de nuestros juicios los que el mismo Papa formuló al terminar dicha segunda sesión.

En primer lugar, debemos afirmar con el Soberano Pontífice,

"que no podríamos describirlo todo, ya que muchos aspectos de este Concilio pertenecen al campo de la gracia y reino interior de las almas, donde no Siempre es fácil entrar, y, además, muchos resultados de los trabajos realizados no están en este momento maduros, sino que, como simientes arrojadas en el surco, esperan del tiempo venidero y de nuevos misteriosos concursos del divino favor, su efectivo y benéfico crecimiento"[1].

Sin embargo, el Santo Padre, después de algunas consideraciones, entra efectivamente en el fondo del tema y, enumerando los objetivos que fueron sometidos a la Asamblea, da precisiones extremadamente importantes que deben ser aceptadas por todos los Padres como una orientación para la futura sesión. En circunstancias como las del Concilio, en las que los Papas han querido siempre armonizar la libertad de los Padres y ejercer, sin embargo, su función de guías que Nuestro Señor les ha confiado, las menores alusiones, si son claras, ¿no deben ser acogidas con devoción filial por los Padres y orientar sus juicios?

La libertad en el Concilio

El Santo Padre se goza al comprobar que el

"trabajo conciliar se ha desarrollado con entera libertad de expresión, y ese sentimiento de satisfacción no está en modo alguno disminuido por el hecho de que las sentencias formuladas en las discusiones conciliares hayan sido variadas, múltiples, diversas...".

Esta libertad existió, por otra parte, ya en los concilios de Trento y del Vaticano I. Las instrucciones de los Papas querían que la mayor libertad de palabra fuera concedida a cada Padre, hasta permitir que se profirieran herejías, siempre que, una vez adoptada la decisión, se sometieran a ella (Theiner, Introducción, XIX).

I.—Resultados obtenidos

a) La Liturgia.

Siguiendo el orden propuesto por el mismo Papa, abordamos, en primer lugar, la Liturgia.

El lugar y función de la Liturgia están admirablemente trazados por el Santo Padre en una exposición sucinta, pero vigorosa: "La Iglesia es una sociedad religiosa, una comunidad orante...". Previene con insistencia que si se han realizado algunas simplificaciones, éstas no significan en modo alguno que se trate de "disminuir la importancia de la oración, ni posponerla a otros cuidados del ministerio sagrado o de la actividad pastoral, ni empobrecerla de su fuerza expresiva y de su encanto artístico". Hay que fijarse bien en esto para interpretar rectamente los decretos que se adopten en lo porvenir.

"Para que esto sea así —añade el Santo Padre—, queremos que nadie atente contra la regla oficial de la Iglesia con reformas privadas o ritos singulares, que nadie se arrogue el anticipar la aplicación arbitraria, de la Constitución litúrgica... Nobleza de la oración eclesiástica es su armonía coral en el mundo: que nadie pretenda turbarla, que nadie pretenda ofenderla...".

Palabras fuertes, vigorosas, pero que desgraciadamente se han hecho necesarias por el sinnúmero de las más inverosímiles iniciativas, contra las que millones de fieles son impotentes y que contemplan profundamente apenados. En efecto; son muchas las iglesias en las que las reglas litúrgicas son violadas impunemente. Más grave, quizá, que la misma innovación litúrgica hecha por esos clérigos, es, sobre todo, la costumbre y el ejemplo de desobediencia pública de quienes han prometido obediencia y que deberían ser modelos de la misma.

Pronto serán hechas públicas las instrucciones oficiales de la Santa Sede. Es de desear que el primer resultado de su publicación sea la cesación de las iniciativas privadas.

Con respecto a la Constitución sobre la Liturgia, no es inútil recordar que el Papa conserva la libertad de modificarla, si lo juzga oportuno, incluso sin ninguna intervención de los obispos, incluso después de haberla aprobado solemnemente. Como se trata de una constitución disciplinar y no dogmática, el Sucesor de Pedro es por sí solo juez de la publicación y de la aplicación.

b) Comunicaciones sociales.

Después de la Liturgia, Nuestro Santo Padre él Papa indica como segundo fruto del Concilio "el decreto sobre los medios de comunicación social". Y el Papa añade que dicho decreto es "índice de la capacidad que la Iglesia posee de unir a la vida interior la exterior; a la contemplación, la acción; a la oración, el apostolado". La Iglesia, al tratar este tema, no se sale de su función. Algunos hubieran querido rechazar ese esquema por insuficientemente científico, a su modo de ver. El Papa no ha juzgado oportuno acceder a tal deseo, y ha propuesto el esquema a los Padres, que lo han aprobado.

c) Nuevas facultades concedidas a los obispos.

Después el Papa hace alusión a las facultades dadas a los obispos, que extienden así su competencia. La presentación de las facultades concedidas a los obispos no parece haber agradado a quienes habían afirmado en el Concilio que esas facultades no debían ser consideradas como concedidas a los obispos, sino como restituidas. Afirmaban, en efecto, que el Soberano Pontífice no debía limitar las facultades propias de los obispos más que por razones de bien común de la Iglesia, teniendo aquéllos un derecho estricto a esas facultades por el mero hecho de su consagración y de su adscripción canónica a una diócesis o a una jurisdicción particular.

Ahora bien; aparece claramente que el Papa no ha juzgado oportuno acceder a esta exigencia. No hace ninguna alusión a un derecho de los obispos. Siempre emplea el término concedere, conceder, y los, motivos son la gran estima que el Papa tiene a los Padres conciliares, la dignidad episcopal puesta aún más de manifiesto, el medio de hacer más eficaz el cargo pastoral.

Se puede legítimamente sacar la conclusión de que el Papa confirma indirectamente la tesis tradicional, que sostiene que todo el poder de jurisdicción de los obispos está otorgado por el Papa en la medida en que él lo juzga oportuno. Si por su poder de orden el obispo tiene una aptitud radical para la jurisdicción, y si cuando le ha sido otorgada la ejerce de derecho divino, no es menos cierto que el Papa continúa siendo el dispensador, con pleno poder para aumentar o disminuir esta jurisdicción. El Derecho Canónico indica esos poderes concedidos por el Papa; pero en esta materia el Derecho no obliga al Sucesor de Pedro.

II.—Resultados parcialmente logrados

"Y no es esto todo —dijo el Santo Padre—. El Concilio ha trabajado mucho. Como bien sabéis, ha afrontado muchos problemas cuyas soluciones están en parte ya virtualmente fijadas... Otras cuestiones quedan abiertas a nuevo estudio y a nueva discusión... No nos desagrada que sobre problemas tan graves repose un tanto nuestra reflexión…".

El Papa hace seguidamente alusión a una reducción mayor todavía de los textos, lo que hace entrever una nueva refundición de los esquemas, en "fórmulas profundamente estudiadas, rigurosamente enunciadas, oportunamente condensadas y abreviadas". En definitiva, nos es preciso volver a un enunciado dogmático preciso, único capaz de realizar el deseo del Santo Padre, y que sea claramente comprensible después de las interminables discusiones debidas a la ambigüedad de los términos y a los enunciados equívocos.

Los ejemplos que van a seguir parecen referirse más bien "a los problemas graves" "que quedan abiertos a nuevo estudio y a nueva discusión". En efecto; los tres ejemplos indicados por el Papa son muy importantes: la revelación, el episcopado y la Virgen María.

Aquí también las indicaciones y orientaciones dadas por el Papa son de gran valor, suficientemente claras, aunque muy matizadas, sobre todo en lo que concierne al episcopado.

a) De la revelación.

Con respecto a la revelación, el pensamiento del Santo Padre se expresa claramente y con gran prudencia:

"El Concilio dará (esta expresión es clara) una respuesta que a un tiempo defienda el sagrado depósito... y dirija los estudios bíblicos..., fiel al magisterio eclesiástico y sostenida por todos los adecuados recursos científicos modernos.

Los límites están claramente trazados e indican la línea general a seguir.

b) Del episcopado.

Segundo ejemplo es "la importante y compleja cuestión del episcopado", abordada en este Concilio, del "que jamás olvidaremos que es natural continuación y complemento del Concilio Ecuménico Vaticano I". Y el Santo Padre desarrolla su pensamiento de una manera inequívoca, El Concilio, dice, "quiere poner en su debida luz, según la mente de Nuestro Señor y según la auténtica tradición de la Iglesia, la naturaleza y la función divinamente instituidas del episcopado". Señala, pues, dos fuentes: el pensamiento de Nuestro Señor y la auténtica tradición de la Iglesia, que evidentemente no pueden contradecirse, por ser la tradición auténtica la manera más segura de encontrar el pensamiento de Nuestro Señor, en la medida en que la Escritura no determina las modalidades de la institución divina.

Si hay alguna duda en la interpretación de la palabra de .Nuestro Señor, que confiere la misión a los apóstoles y les da sus poderes, será preciso interrogar a la tradición, y principalmente a los hechos históricos, desde los apóstoles hasta nuestros días. ¿Cómo procedieron los apóstoles para darse sucesores? ¿Cuáles fueron sus poderes? ¿Cuáles fueron las relaciones de los sucesores de Pedro con los obispos, sobre todo una vez que quedó establecida la paz? ¿Qué dicen los primeros escritos que siguieron a los Evangelios a propósito de los obispos? ¿Cuál fue la participación de los obispos de Roma en los concilios?

Es claro que todos los apóstoles obraron del mismo modo, es decir, establecieron obispos sobre iglesias particulares, sobre sedes estables, con jurisdicción limitada. Aparece con una evidencia cada vez más manifiesta que sólo el obispo de Roma tiene jurisdicción universal. Se recurre a él como a la única instancia suprema. El Papa San Bonifacio I, en 422, decía a Rufo, "obispo de Tesalónica: "Jamás, en efecto, ha sido permitido volver a tratar lo que ha sido decidido una vez por la Sede Apostólica".

Sobre este tema la tradición es luminosa. Para afirmar que los obispos tienen, en comunión con él Papa, una jurisdicción habitual, de "derecho divino, sobre la Iglesia Universal, es preciso forzar los textos y negar los hechos.

"Por tanto, no ya en contraste, sino en confirmación de las mismas prerrogativas derivadas de Cristo y reconocidas al Romano Pontífice, dotado de toda la autoridad necesaria para el gobierno universal de la Iglesia, quiere (el Concilio) poner en su debida luz... la naturaleza y la función, divinamente instituidas del episcopado, declarando cuáles son sus poderes y cuál debe ser su ejercicio".

Cómo confirmarlos si no afirmando con toda la tradición que el Papa es el único que tiene esas prerrogativas y que los obispos no tienen poder más que sobre iglesias particulares —poder propio, de derecho divino, pero cuyo ejercicio no puede tener lugar más que por la autoridad del Papa. En efecto, si éste tiene toda la autoridad necesaria para su cargo, esa autoridad no está compartida.

Querer sacar ejemplo y argumento del Concilio para probar esta afirmación, es buscar un argumento muy malo, que prueba demasiado y, por consiguiente, no prueba nada; Probaría, en efecto, el derecho divino de los obispos a estar en cuasiconcilio permanente, es decir, el derecho divino a gobernar habitualmente la Iglesia universal con el Papa, lo que es evidentemente contrario a toda la tradición, lo que equivaldría a decir que la Iglesia ha ignorado su constitución durante diecinueve siglos, o que los Papas han privado a los obispos de un poder que tenían éstos de Nuestro Señor mismo. ¡Otros tantos absurdos!

La Historia muestra, por el contrario, que los Concilios no han tenido jamás el carácter de institución permanente y que han rechazado las proposiciones, tanto en Trento como en el Vaticano I, que tendían a pedir que los Concilios fueran convocados con periodicidad fija.

El deseo, conforme a esta afirmación, que se ha manifestado en el Concilio Vaticano II, es el del derecho que tendrían delegados elegidos por el episcopado de estar cerca de Pedro de una manera permanente, a fin de ejercitar el derecho divino que tienen los obispos, unidos al Papa, sobre la Iglesia universal. Si de verdad existe ese derecho, el Papa debe evidentemente aceptar ese consejo de obispos y no puede rechazarlo. Ahora bien, ¿qué dice Nuestro Santo Padre Paulo VI?

"Por esto, nos será útil y grato escoger del episcopado mundial y de las órdenes religiosas óptimos y expertos hermanos, como se ha hecho para las comisiones preparatorias, que vengan junto con los miembros componentes del Sacro Colegio a prestarnos consejo y ayuda para traducir en normas oportunas y pormenorizadas las deliberaciones generales del Concilio. De esta manera, quedando siempre firmes las prerrogativas del Romano Pontífice, definidas por el Concilio Vaticano I, la experiencia, con el favor de la Divina Providencia, nos irá sugiriendo a continuación cómo hacer más eficaz la devota y cordial colaboración de los obispos para el bien de la Iglesia universal".

Ninguna alusión a un derecho de los obispos, a una elección de delegados por las conferencias episcopales; por el contrario, el Papa indica que le será grato (no un deber) escoger (no acoger), como se ha hecho para las comisiones preparatorias del Concilio (es decir, según la elección del Papa solo y no como se hizo para las comisiones del Concilio, en las que dos tercios eran elegidos por los Padres). Todas las palabras han sido pesadas y estudiadas atentamente.

¿Qué queda de la colegialidad habitual del Papa y de los obispos? Tan sólo una comunión de fe, de caridad en el ejercicio de una misión universal para el Papa y particular para los obispos; solicitud de todos hacia la Iglesia universal, pero responsabilidad diversa, según la extensión de los poderes y su ejercicio.

El Papa no aborda la cuestión de las CONFERENCIAS EPISCOPALES; pero se puede decir, sin embargo, que la colegialidad de los grupos de obispos ha sufrido amputaciones en el curso de la sesión y que, en definitiva, no queda, lo mismo que en el caso anterior, más que un sentido de comunidad fraternal, de comunes esfuerzos benévolos para objetivos precisos, peno que en nada afectan al poder de cada pastor en su diócesis ni disminuyen su responsabilidad. Los obispos alemanes, holandeses y americanos lo han afirmadlo claramente, no obstante que se habían señalado, en su mayor parte, como ardientes defensores de la colegialidad con el Sucesor de Pedro para el gobierno de la Iglesia universal.

Breve idea histórica sobre la primacía de Pedro

Es instructivo y saludable, con ocasión de las palabras del Soberano Pontífice sobre el episcopado, acudir al Evangelio y a toda la historia de la Iglesia, en particular a la historia de los concilios. Ya los fariseos se escandalizaron de los honores rendidos a Nuestro Señor por la multitud, y le decían: "Maestro, reprende a tus discípulos", a lo que respondía Nuestro Señor: "En verdad, os digo que si éstos callaren, las mismas piedras hablarán" (Luc. XIX, 39). "En vista de lo cual, dijéronse unos a otros los fariseos: ¿Veis cómo no adelantamos nada? He aquí que todo el mundo se va en pos de El" (Jn. XII, 19). Ahora bien; esto es verdad de numerosos concilios. Es al poder del Obispo de Roma, del Vicario de Cristo, al que se lanzan numerosas objeciones, cuando no se transforman éstas en herejías. Lutero se apropió la sucesión de los fariseos, siguiendo a Wiclef (siglo XIV), a los valdenses (siglo XII, a Miguel Cerulario (siglo XI). Todos atacaron el poder del Vicario de Cristo, pero siempre en vano; el resultado fue, por el contrario, una afirmación mayor de la autoridad soberana del Papa y de su infalibilidad. En el Concilio Vaticano I se asistió al mismo proceso: a pesar de todos los esfuerzos de una minoría activa y organizada, a pesar del apoyo de ciertos gobiernos, a los que inquietaba la autoridad del Papa, la primacía del Papa y su infalibilidad fueron proclamadas.

Asistimos hoy al mismo fenómeno bajo aspectos diferentes: con el argumento de una colegialidad reforzada, que se presenta como un argumento dogmático; con críticas contra la Curia Romana, y especialmente contra el Santo Oficio, se esfuerzan por imponer al Papa un consejo episcopal elegido, obligatorio, de derecho divino para compartir el gobierno.

En el exterior del Concilio, en la prensa, en el cine, se esfuerzan en criticar al Papado. Pío XI I es atacado en la comedia "El Vicario". En la televisión francesa, el mismo domingo en que el Santo Padre se encontraba en Nazaret, un religioso denunciaba la papolatría y el papa-ídolo. En fin, otro religioso muy conocido escribía que experimentaba náuseas al oír sin cesar en el Concilio el "Tu es Petrus" ("Informations Catholiques Internationales", del 15 de diciembre de 1963).

Pero son los pequeños y los humildes los que tienen razón; son las multitudes de Jerusalén y de Roma aclamando al Vicario de Cristo las que por instinto captan la grandeza y la suavidad de ese Padre que nos es dado en la persona del Sucesor de Pedro. Que mañana el Papa vaya a Estados Unidos o a la India, y veremos a millones de almas precipitarse para contemplar a aquel que es el verdadero Pastor universal en esta tierra y suplicarle que las bendiga. Es preciso tener el espíritu de los fariseos o de Lutero para reprochar a las multitudes estas manifestaciones de amor filial. Del Concilio no resultará más que el poner de relieve el poder de Pedro como Vicario de Cristo, Pastor de la Iglesia universal, y el poder de los obispos como padres y pastores de las almas que les son confiadas; el poner de relieve también la íntima comunión "del Soberano Pontífice con los obispos y de éstos entre sí, como miembros unidos a la cabeza en la contextura de un solo cuerpo" (Concilio Vaticano I, "La fe católica", número 469).

"cooperando con Pedro y bajo él al bien común y al fin supremo de la misma Iglesia, de tal manera que resulte vigorizada, no debilitada, la trama jerárquica; aumentada, no frenada, la interior colaboración; acrecentada, no disminuida, la eficacia apostólica; inflamada, no entibiada, la mutua caridad".

Estas son las mismas palabras del Soberano Pontífice Paulo VI.

c) De la Virgen María.

En fin, el tercer ejemplo de que habla el Santo Padre es el de la Virgen María. Tampoco aquí duda el Soberano Pontífice en dar una orientación clara. Las aclamaciones de los Padres del Concilio al oír el pasaje han sido significativas.

"De igual manera —dijo el Santo Padre—, para el esquema referente a la Santísima Virgen, esperamos (¿ quién, "en lo sucesivo, no espera con el Sucesor de Pedro?) la solución mejor y más conveniente en este Concilio, a saber, el reconocimiento unánime y devotísimo del lugar absolutamente privilegiado que la Madre de Dios ocupa en la santa Iglesia, sobre la cual trata principalmente el presente Concilio. María ocupa, después de Cristo, el lugar más elevado, y al mismo tiempo el más cercano a nosotros, de forma que con el título de Mater Ecclesiae podremos venerarla para gloria suya y consuelo nuestro".

¿Quién se atreverá, después de estas palabras, a relegar a la Virgen María al último sitio en el esquema de la Iglesia, o incluso a un apéndice, o a no hablar de ella más que por algunas alusiones? En estas líneas es donde el Santo Padre se muestra más afirmativo e indica del modo más claro su pensamiento y su deseo.

¡Alabado sea Dios, que ha fundado su Iglesia sobre Pedro! Vivimos momentos en los que lo sobrenatural o la acción del Espíritu Santo es visible, tangible. Que se interrogue a los observadores del Concilio: no tendrán palabras bastante expresivas para felicitarnos y envidiarnos por tener un Obispo a quien ha sido dado el poder supremo sobre la Iglesia; un Obispo hacia el que dirigirnos cuando la duda o las tinieblas nos abruman, y en el que estamos seguros de tener la Luz. "Simón, Simón, mira que Satanás va tras de vosotros para zarandearos como el trigo. Mas Yo he rogado para que tu je no desfallezca; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos" (Luc. XXII, 31-32).

Es lo que el Papa Paulo VI, el Sucesor de Pedro, acaba de hacer por medio de ese memorable discurso de clausura de la segunda sesión del Concilio Vaticano II.

MARCEL Lefèbvre, Arzobispo titular de Synnada, en Frigia; Superior General de la Congregación del Espíritu Santo.

21 de enero de 1964.

 

[1] Tomamos la traducción del discurso de Paulo VI, de Ecclesia, de Madrid, núm. de 7-14 de diciembre de 1963.