Índice de contenidos
Número 489-490
- Textos Pontificios
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Actas
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Qué es el liberalismo
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Liberalismo y catolicismo: Reflexiones históricas, sociológicas y psicológicas
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La libertad moderna de conciencia y de religión y la construcción del Estado. Una apelación a nuestro presente histórico
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Liberalismo y bien común
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La cuestión social, el liberalismo y el principio de subsidiariedad
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Reflexiones preliminares sobre el catolicismo y el liberalismo ante la economía
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La perenne tentación liberal
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Liberalismo y catolicismo: Reflexiones históricas, sociológicas y psicológicas
1. Introducción
Este trabajo plantea ciertas reflexiones sobre la relación entre el liberalismo y el catolicismo, basadas en la convicción de que tanto el carácter como las fortalezas y debilidades del liberalismo se comprenden mejor no desde un planteamiento filosófico, sino desde una aproximación que parta de consideraciones históricas, sociológicas y psicológicas. En otras palabras: aunque obviamente hay que discutir el contenido intelectual del liberalismo, aquí me interesaré sobre todo por los liberales, sus motivaciones y su comportamiento. Del mismo modo, aunque hay que plantear la respuesta doctrinal del catolicismo al liberalismo y a los liberales, me ocuparé sobre todo de cómo evolucionaron las esperanzas y los temores de los católicos al inspirar esa respuesta y al llevarla a cabo... u obstaculizarla.
La peculiar mezcla de factores históricos, sociológicos y psicológicos implicados en la fabricación de liberales y en la formación de la respuesta de los católicos a sus ideas y a su influencia ha animado una relación entre ambos que se caracteriza ante todo por una profunda y compleja confusión. Los católicos han confundido una y otra vez qué significa realmente el liberalismo en la práctica, permitiendo que esa desorientación influya sobre la forma en que entienden su propia religión hasta el punto de desorientarse también sobre la naturaleza de la Fe.
Esta confusión de los católicos ha despistado a muchos liberales sobre lo que constituye o no una enseñanza inmutable y ortodoxa. Cualquiera que, católico o liberal, se considere “bienintencionado”, encontrará frustrante esta atmósfera de confusión. Sin embargo, cierto segmento del movimiento liberal se encuentra muy a gusto cuando la confusión sobre sus ideas y objetivos se convierte en la norma.
2. Una historia pre-revolucionaria
Nuestro estudio arranca en la época que precedió a la Revolución Francesa, antes de que comenzara a emplearse el término “liberal” pero cuando lo que puede denominarse “espíritu liberal” ya había adoptado su perfil clásico y desvelaba su perenne dilema.
Desde el punto de vista intelectual, puede decirse que el liberalismo pre-revolucionario fue una reacción al choque producido en Europa a finales del siglo XVII por las ideas de Baruch Spinoza (1632-1677). El ateísmo de Spinoza dio lugar a muchas y variadas respuestas. Una fue la científica, inspirada por Robert Boyle (1627-1691) y sus Boyle Lectures y por Isaac Newton (1643-1727), dirigida a “salvar” a Dios y a la idea de la libertad humana de la visión de Spinoza de un universo puramente natural donde todo apuntaría a la idea de necesidad. Esta respuesta ayudó a crear lo que los historiadores denominan “Ilustración moderada”, y, con ella, el “espíritu liberal”.
Las ideas de la Ilustración moderada tuvieron una enorme influencia en círculos católicos de toda Europa. Al principio, por el miedo, que los católicos compartían, al ateísmo de Spinoza, y por gratitud hacia el decidido esfuerzo de hombres como Newton para compaginar la ciencia con la existencia de Dios. Sin embargo, con el tiempo muchos católicos terminaron adoptando los preceptos de esa Ilustración moderada porque admiraban y querían imitar el éxito material de países como Inglaterra y Prusia, donde imperaban tanto la Ilustración moderada como las creencias protestantes pietistas aliadas con ella.
Por desgracia, cuanto más aceptaban e imitaban los católicos la Ilustración moderada, más perdían la noción sobre el carácter sobrenatural de su Fe y de su misión, y la capacidad lógica y psicológica para esquivar los ataques a su integridad, cada vez más intensos. En parte esto se debió a que la Ilustración moderada facilitaba las cosas a los jansenistas, que consideraban que la insistencia “jesuítica” en la necesidad de transformar la naturaleza en Cristo “a mayor gloria de Dio s” era un compromiso con la falibilidad humana, y se aferraban a todas las armas que pudiesen socavarlo. Por otro lado, la Ilustración moderada no habría tenido ese efecto secularizador si no hubiese sido “una casa dividida contra sí misma”, que inevitablemente conducía a un puro naturalismo que sus primeros defensores, temerosos de Dios, pietistas y jansenistas, jamás habrían considerado posible.
¿Por qué sucedió así? Porque hombres como Newton no libraron solos la batalla, sino en alianza con otras dos influencias. Una, la de un grupo de protestantes a quienes repugnaban las medidas pro-católicas de la monarquía de los Estuardos y la admiración que profesaba por Luis XIV y el absolutismo borbónico. Y dos, los propietarios que vieron en el catolicismo y en el gobierno fuerte que deseaban los Estuardos y los Borbones un peligro para su riqueza y para su libertad de usarla como juzgasen conveniente.
Estas tres fuerzas (la anti-Spinoza, la anticatólica y la económica) convergieron para formar esa oligarquía whig que hizo posible el triunfo en Inglaterra de la Revolución Gloriosa de 1688.
La justificación filosófica y política de esa Revolución la elaboró después John Locke (1632-1704). Esas tres fuerzas, con Locke a mayor abundamiento, resultaron así capitales para el nacimiento de esa Ilustración moderada que engendró el espíritu liberal pre-revolucionario.
Fuera de Gran Bretaña, dos vías cruciales en la transmisión del espíritu liberal de esa victoriosa oligarquía whig fueron François-Marie Arouet (1694-1778), más conocido por el pseudónimo Voltaire, y James Madison (1751-1836), el padre de la Constitución norteamericana. Ambos comprendieron los dos hechos políticos esenciales que soportaban el sistema de los oligarcas: la tolerancia religiosa y el sistema de checks and balances (controles y equilibrios o contrapesos) que dio lugar a la separación de poderes.
Aunque no tengo claras las convicciones religiosas de Madison, si es que las tuvo, y aunque Voltaire, definitivamente, no era cristiano, Madison no intentó un ataque formal a la fe, y Voltaire fue un firme enemigo del ateísmo. El principio de la tolerancia religiosa (definido abiertamente por Locke no sólo como políticamente útil, sino como la más importante doctrina cristiana) se podía presentar fácilmente en forma aceptable para el pueblo piadoso. ¿Acaso no permitía un enorme espacio para la expresión pública de las creencias? Quizás. Pero lo que hizo que ese principio resultase atractivo para un indiferente como Madison y para un deísta como Voltaire fue su eficacia práctica sobre la religión organizada en países como Gran Bretaña o los Estados Unidos, donde en virtud suya muchas confesiones cristianas distintas podían actuar abiertamente.
La tolerancia religiosa en estos países hizo imposible para una sola Fe controlar la autoridad pública y orientarla según sus deseos. En otras palabras, mientras que aparentemente la tolerancia era favorable a la fe, sin embargo reducía la religión cristiana organizada a la impotencia pública, en una tierra donde había muchas confesiones distintas.
Al plantear los beneficios de la Constitución norteamericana en su obra El Federalista, Madison advierte de que la nueva maquinaria federal estaba diseñada para introducir cierto “desequilibrio” en el sistema. En ese aspecto, servía para “multiplicar facciones” (esto es, tomando un ejemplo contemporáneo, para animar la formación de sectas cristianas de hombres o de mujeres, de blancos o de negros, de heterosexuales o de homosexuales) y prevenir así el riesgo de que dominase un grupo determinado, religioso o de otro tipo.
Bajo estas condiciones, los miembros más materialistas de la oligarquía, y aquellos a quienes les preocupaban más la paz y la tranquilidad que la verdad, siguieron prosperando sin inquietud. No puede imaginarse, bajo la apariencia de libertad religiosa, un principio político anticatólico más maquiavélico.
La separación de poderes como instrumento para controlar y contrapesar los actos arbitrarios emergía como una realidad histórica de la experiencia inglesa de los siglos XVI a XVIII. Todos los intentos de gobernar sin suficiente respeto a la rama ejecutiva, legislativa o judicial del gobierno habían conducido a la guerra civil y al desastre. Pero un efecto colateral en Inglaterra de esa separación inevitable fue una semi-parálisis del gobierno, lo cual necesariamente exigía limitar la esfera de la actividad pública. Esto creó una suerte de vacío en el que los individuos y los grupos privados más resueltos podían crecer con mayor libertad (e, irónicamente, actuar con mayor arbitrariedad) que bajo el sistema moldeado por los Estuardos o los Borbones.
De ahí su valor a los ojos de los protestantes anti-católicos y de los hombres interesados sobre todo en proteger su propiedad. De ahí, también, su mérito a ojos de los pensadores más radicales de la Ilustración, intensamente perseguidos por la policía en otras partes de Europa.
Para introducir la Ilustración más radical en este cuadro, comencemos señalando que la oligarquía liberal whig responsable de la Revolución Gloriosa se sintió insegura en el poder y profundamente amenazada por la Francia borbónica y sus aliados Estuardo en el exilio. Esta incertidumbre explica su apoyo al esfuerzo holandés de crear una Gran Coalición contra Luis XIV, esfuerzo que resucitó contra sus sucesores siempre que lo consideró necesario. La lucha por la supervivencia late en su deseo de emplear todas los instrumentos y todos los aliados en lo que no era solamente una pugna militar, sino una guerra cultural.
Los intereses de la política exterior aconsejaron luego al gobierno británico difundir las logias masónicas en el continente. Al principio la masonería llamó a la puerta de muchos grupos, Estuardo incluidos, pero la oligarquía whig maniobró para dominarla, utilizando las logias para todo, desde la propaganda anti-francesa hasta el espionaje. Por desgracia para el planteamiento whig, no sólo atrajeron a su grupo a protestantes que no distinguían entre oposición a Luis XIV y hostilidad al catolicismo y a propietarios preocupados por el absolutismo borbónico, pues quizá los más apasionados adversarios continentales de Luis XIV anti-católicos y anti-absolutistas fueron esos seguidores de Spinoza a quienes la Ilustración moderada detestaba por encima de todo. Y pedían una transformación radical, naturalista y democrática, del conjunto de la sociedad europea.
Bajo el paraguas de las logias, estos radicales, muy útiles para los propósitos anti-borbónicos, difundieron sus creencias religiosas y políticas, se diesen cuenta o no sus compañeros moderados. Otro tanto sucedía con los radicales que actuaban bajo otros “paraguas”, como la Enciclopedia, cuyos editores cantaban las glorias de Newton y Locke al tiempo que expandían los argumentos ateos y democráticos. No sólo trabajaban así contra el inicial “espíritu liberal”, sino que también arrastraban a un cierto número de moderados hacia la opción radical.
Había muchas razones puramente lógicas por las que podían tener éxito en esta última empresa. Está bien documentada la relación directa entre John Locke y los radicales en Holanda antes de la Revolución Gloriosa, y su filosofía postula una cristiandad de contenidos doctrinales mínimos, así como argumentos para la disolución de cualquier doctrina. Además, un universo newtoniano realmente no necesita un Dios personal para funcionar, como comprendió la siguiente generación de newtonianos, con Voltaire a la cabeza.
En cualquier caso, los ataques a la Ilustración posteriores a 1750 cometieron a menudo el error de no distinguir entre moderados y radicales, animando a aquéllos a defender a éstos aun por simples razones de estrategia.
En suma, resultado fue que los radicales aprendieron a utilizar la Ilustración moderada como la Ilustración moderada les estaba utilizando a ellos.
Relacionemos ahora todo lo anterior con la simpatía católica hacia el “espíritu liberal” de la Ilustración moderada.
No podía significar y no significó una simple simpatía hacia Newton y sus seguidores, congelados en su inicial y aparentemente fase más cristiana. Una simpatía acrítica suponía aliarse con los miembros de la oligarquía whig que hicieron y defendieron la Revolución Gloriosa. Como habría de repetirse en el futuro, esto significó que católicos con poco criterio consiguieron, trabajando con espíritu liberal, más “amigos” de lo que parecía.
Como primero y principal punto, en el frente intelectual se abrieron a la camaradería con John Locke. Esta amistad, una vez más, entrañaba dos consecuencias problemáticas: primera, aceptar una noción de tolerancia religiosa de la cual Locke excluyó expresamente a los católicos sólidos doctrinalmente, y que reducía a la impotencia su visión del mundo incluso si se les garantizaba la libertad de culto; segunda, exponerse a un ataque a las ideas universales que convertiría en un empeño sin sentido la formulación auténtica de una afirmación católica tradicional.
En el nivel político práctico, se presentaron dos “invitados no deseados”.
El primero, el gobierno liberal whig. Esto no quiere decir que los católicos estuviesen obligados a rechazar un sistema de controles y equilibrios que surgía como hecho histórico en un país concreto. El problema no era la estructura de gobierno, sino la doctrina que la acompañaba, que limitaba la esfera de la acción pública y permitía la victoria de intereses arbitrarios y materialistas, individuales o de grupo, sobre el bien común.
El segundo “invitado no deseado” fue que la apertura al espíritu liberal trajo consigo una simpatía por la política exterior británica, la cual, en primer lugar, no distinguía entre Luis XIV, inaceptable absolutista, y la monarquía católica en general; y, en segundo lugar, animaba la formación de una gran “casa común” masónica que incluía a los radicales, que habían extraído las consecuencias de la lógica naturalista de los ilustrados moderados.
Estos “invitados” extra produjeron entre los católicos un entusiasmo muy bien documentado, que se basaba con frecuencia en lo que a los contemporáneos les parecían sólidas razones intelectuales y prácticas, pero que re velaban una falta de discernimiento sobre a dónde les conduciría. Hay que reconocer que buena parte de ese entusiasmo vino de círculos católicos gubernamentales, que consideraban la cooperación con Gran Bretaña y la reforma liberal whig necesarias para la supervivencia política y material, en primer lugar, contra Luis XIV, y luego en competencia con las cada vez más omnipotentes Inglaterra y Prusia. Si la tolerancia religiosa y el impulso de una perspectiva básicamente materialista eran necesarios para esa supervivencia, eso se convertía en aceptable, y de hecho lo pusieron en práctica incluso príncipes-obispos. Pero los católicos más espirituales tampoco eran en modo alguno inmunes a la extensión de la atracción liberal. Quizá lo más instructivo en este sentido fuese el aparentemente irresistible atractivo de John Locke. Los jesuitas franceses e influyentes círculos académicos romanos comenzaron a venerar como un oráculo al maestro de la tolerancia religiosa y de la destrucción doctrinal: no porque aceptasen la totalidad de su argumentación y la compartieran, sino porque se les presentó como un empirista moderno y temeroso de Dios, en la línea de Aristóteles y Santo Tomás de Aquino, y como el hombre más adecuado para destruir a Descartes, la ideología matemática cartesiana y el ateísmo de Spinoza y el ataque a la libertad que se consideraba su inevitable subproducto. Pero la atracción no terminó en Locke, entre otras cosas porque, pese a la condena papal de la masonería como sociedad secreta, la pertenencia de los católicos a las logias era muy frecuente.
Todo esto comenzó cuando la Gran Coalición contra Luis XIV, y sólo empezó a disminuir en tiempos del segundo estadio de nuestra discusión, el revolucionario, cuando sus consecuencias comenzaron a ser más claras[1].
3. La era revolucionaria
La Revolución Francesa fue principalmente el producto de una alianza entre la burguesía, por un lado, y los pensadores y militantes de la Ilustración, por otro. Poco interesados por las ideas, muchos burgueses, en cuanto miembros de una nueva clase consciente de sí misma, temían que se les obligase a cargar con el peso de la reforma fiscal necesaria para resolver la bancarrota del reino. Cuando surgió la oportunidad de escapar a esta amenaza a expensas del clero y de la nobleza, se aferraron ávidamente a sus privilegios, logrando otros beneficios, como una libertad económica más amplia y restricciones a la organización del trabajo que podrían amenazar el control absoluto sobre su propiedad.
Los pensadores y militantes de la Ilustración (que solían ser de su mismo origen social) aportaban el liderazgo y la “opinión” para impulsar ese programa, puesto que el burgués medio no habría sido capaz de justificarlo por sí mismo. También emplearon la “cadena de oro” que unía a la burguesía con sus líderes intelectuales para lanzar un ataque ideológico global, contra la religión y la tradición, que, en sí misma y por sí misma la burguesía probablemente nunca habría tomado en consideración.
Termidor, en 1794, supuso el fin de su alianza. Se vino abajo en cuanto los propietarios tuvieron claro que los pensadores más radicales podrían lógicamente aplicar la visión del mundo “utilitarista” que aportaban los hombres de ideas más moderadas para amenazar la riqueza cuya defensa e incremento era razón única de su apoyo a la Revolución.
Y es que el naturalismo de la Ilustración era una espada con múltiples filos. En última instancia, se basaba sobre la intención de cada cual al definir la “naturaleza”, lo que podía transitar por vías contradictorias: desde un arbitrario énfasis en la libertad económica whig, que gustaba a los propietarios, hasta una igualmente arbitraria reconstrucción spinoziana y rousseauniana de la sociedad, que no les gustaba en absoluto.
La ruptura del vínculo “pragmático” burgués con los intelectuales potencialmente peligrosos no fue tarea fácil. Aunque unirse a la Ilustración significaba apoyar ideologías radicales indeseables, el abandono de su paraguas intelectual invitaba a una victoria intelectual contrarrevolucionaria que también amenazaba el flamante dominio burgués sobre la sociedad. Una alianza con el ejército en tiempos de Napoleón Bonaparte, rechazada también por las ideologías radicales, pareció, por un tiempo, que podría aportar la fuerza que los propietarios necesitaban para sobrevivir. Los pensadores que no deseaban que triunfase la lógica “utópica” y radical de la Ilustración opinaban de la misma manera, y de nuevo sirvieron como intermediarios para justificar el sistema bonapartista.
Por desgracia, el brutal imperialismo napoleónico desconcertó a los moderados, dejó en evidencia con demasiada severidad el egoísmo de la posición burguesa, trajo consigo sus propios peligros específicos para la propiedad y, lo que es más importante, fue militarmente derrotado. Bajo estas condiciones, el “liberalismo” en sentido estricto (es decir, el movimiento político-intelectual que usaba ya la palabra “liberal”) vio la luz en la Europa continental. Supuso la tercera coalición que unía a los propietarios con los intelectuales. Su finalidad fue, de nuevo, proteger la libertad económica y promover la visión de la Ilustración que la justificaba, pero sin cultivar el radicalismo engendrado por los excesos de la Revolución.
Habiéndose demostrado el imperialismo napoleónico poco eficaz para este propósito, el ejemplo de su vencedor británico y el espíritu whig (que ahora también adoptaba abiertamente el nombre de “liberal”) se engrandecieron como modelo. Gran Bretaña aparecía de nuevo como la tierra donde una oligarquía complaciente con los propietarios y de ideas moderadas podía vivir en paz. Su cada vez más difundido principio de tolerancia aseguraba que la religión sería “vista, pero no escuchada”. Su poder legislativo, elegido por un pequeño censo electoral inclinado en 1830 al provecho burgués, era todavía más partidario de una libertad económica total. En consecuencia, ofrecía la esperanza de construir una sociedad puramente natural, materialista, amante de la libertad, al tiempo que no ofendía abiertamente la sensibilidad de los cristianos, en apariencia divididos sin esperanza, ni permitía a la libertad significar “demasiado”.
Dejando de lado la cuestión de los propios dilemas internos del liberalismo británico, el continente no era Inglaterra. La consecución de los mismos objetivos liberales podía requerir diferentes métodos en diferentes lugares. El centralismo podía funcionar en un país, la descentralización en otro. La unidad nacional étnica podía ser la vía para alcanzar los objetivos liberales en algunos pueblos, el internacionalismo en otros. Más aún, al difundir un programa made in Britain, los liberales continentales seguían corriendo el riesgo de convertirse en instrumentos de la política exterior británica, especialmente en asuntos económicos.
Una vez más, dada la innata tensión entre los “prácticos” hombres del dinero y los pensadores, ambos grupos buscaron manipularse unos a otros para sus intereses particulares. Entretanto, el problema lógico innato subyacente a la Ilustración significaba que los “padres” liberales aún producían “hijos” radicales que podían usar el paraguas moderado del movimiento para llevar a cabo sus actividades más revolucionarias.
Finalmente, y lo más importante para mi argumento aquí, los liberales continentales tenían que vérselas con un catolicismo que en algunos lugares no tenía competencia, mientras que el sistema necesitaba de un “mercado libre de las ideas religiosas” para reducir la fe a la insignificancia política y social. Bajo estas circunstancias, los llamamientos para una completa separación Iglesia-Estado parecían la vía más inmediata para asegurar esa insignificancia.
Pero la insignificancia no estaba en el programa de un catolicismo que en el siglo XIX estaba en proceso de redescubrirse a sí mismo. En el mundo posterior a la Revolución Francesa, los pensadores y militantes católicos demostraron un deseo de aprender, desarrollar y poner en práctica principios y costumbres que habían estado enterrados durante décadas (e incluso siglos) por la influencia jansenista y naturalista... o por simple negligencia parroquial. Los núcleos de dicho re-descubrimiento (alemanes, italianos y franceses en su mayor parte) era círculos laicos y clericales de creyentes, hermandades religiosas, órdenes restauradas tras la devastación de la Revolución, facultades universitarias, y grupos congregados en torno a esos diarios y revistas que parecían florecer por todas partes a lo largo del siglo XIX.
Ese ímpetu de redescubrimiento planteó cinco temas.
El más básico fue su insistencia en que es imposible entender nada “natural” sin referencia tanto al futuro destino sobrenatural de la naturaleza, como a la vida sobrenatural que surge de ella como consecuencia de la Encarnación. La realidad de lo sobre natural, su impacto, sus exigencias, y la locura que suponía negarlos, debían pues manifestarse en la política, la economía y cualquier otro aspecto de la vida humana.
Un segundo tema íntimamente relacionado con la doctrina de la interacción entre la naturaleza y lo sobrenatural fue el de una espiritualidad que insistía en la comunión íntima entre los miembros de la Iglesia por la participación en la vida del Dios-Hombre, y en consecuencia por la participación en cualquier perfección imaginable de la libertad y la personalidad humanas.
Un tercer factor fue el neoescolasticismo, cuando muchos católicos se convencieron de que sólo tan bien organizado cuerpo de pensamiento cristiano ofrecería al estudioso católico los medios para comprender y juzgar con precisión la complejidad y confusión del pensamiento antirreligioso de la Ilustración.
Un cuarto tema fue el énfasis sobre la necesidad de extender la intervención del Papado a todos los aspectos de la vida de cada Iglesia local.
Finalmente, el quinto y más significativo aquí: venía cargado con un sentido de misión. Estaba convencido de tener un mensaje para el mundo que podía completar y exaltar la naturaleza, un mensaje cuyo olvido sólo produciría un desastre tanto sobrenatural como natural. El dogma católico incluía una enseñanza sobrenatural y natural que sólo podía completarse si Cristo era reconocido como Rey por la sociedad en su conjunto y por cada individuo personalmente. El sentido de urgencia y dramatismo que experimentaban los militantes queda perfectamente descrito en un artículo fundamental de la revista jesuita romana La Civiltà Cattolica: “O dio re colla libertà, o l’uomo re colla forza” (“O Dio s será Rey por medio de la libertad, o el Hombre será Rey por medio de la fuerza”). Los católicos tenían que transformar el mundo en Cristo, o el mundo quedaría en manos de la voluntad libre y perversa de diversos grupos e individuos de destruirlo todo a su antojo... y más pronto que tarde.
Este movimiento de redescubrimiento adquirió su perfil definitivo simultáneamente con la expansión del liberalismo, y como reacción a él. Un liberalismo que, una vez más, difería en sus exigencias políticas inmediatas según las circunstancias locales. En Francia, los liberales jugaron un importante papel en un gobierno legitimista de derechas, y después de 1830 se convirtieron en el grupo que controlaba el reino. En Italia y Alemania no consiguieron ese poder (primero compartido y luego total), alimentando así las tentaciones liberales de cooperar con otros grupos “marginales” (entre ellos la Ilustración radical y la anti-Ilustración católica) para lograr la influencia que deseaban tener.
En Francia los militantes católicos, entre los cuales el más famoso y eficaz de sus primeros representantes fue el padre Felicité de Lamennais (1782-1854), se enfrentaron a un gobierno monárquico heredero de una tradición de control sobre la religión. Era políticamente difícil romper con ese sistema, y dada la tendencia añadida del nuevo concordato napoleónico a transformar a los obispos en funcionarios del Estado, era potencialmente más beneficioso para los liberales apoderarse de la influencia sobre la Iglesia, como un camino mejor que cualquier otro. De ahí la insistencia de Lamennais en que la visión católica se realizaría mejor alcanzando el objetivo, aparentemente liberal, de la separación de la Iglesia y el Estado, ganando independencia respecto al tutelaje gubernamental, y trabajando finalmente en la sociedad con la plenitud que la Fe exigía.
En los estados italianos, y al menos en algunos alemanes, los militantes católicos padecían bajo los lazos gubernamentales un control análogo al de Francia. Sin embargo, su reacción a ese control, en cuanto se refiere al liberalismo, es una historia diferente. En parte, porque no había unión entre la Iglesia de Roma y los estados protestantes, y en parte porque en todos ellos (incluso en los católicos) el control asfixiaba también a los liberales. Aquí, más que el lema de la “separación entre la Iglesia y el Estado”, la apelación, aparentemente también liberal, a la “libertad” (en particular, a la “libertad de asociación”) se convirtió en un grito de guerra católico.
Cuando en 1846 el Papa Pío IX pareció hacer suyo este principio, permitiendo la libertad de todo tipo de grupos e ideas en la Ciudad Eterna, una era de cooperación católico-liberal en Alemania e Italia pareció a punto de llegar. Este espíritu fue el que dio a los estadios iniciales de las revoluciones de 1848 en esos países el carácter de ágape, de “primavera de los pueblos”, donde los representantes de la Ilustración y de la fe tradicional podían marchar del brazo. La apelación a “la libertad” se amplió entonces hasta incluir también el principio de separación, para lograr una “Iglesia libre” que actuaría felizmente con independencia de un “Estado libre”.
Por supuesto, esto partía de la base de que el liberalismo y los liberales permitirían que los principios de “libertad”, “libertad de asociación” y “una Iglesia libre en un Estado libre” significasen lo que los militantes católicos querían que significasen. Pero la separación y la libertad se definían reiteradamente sólo como querían los liberales y los estados controlados por ellos. Esto suponía generalmente, o bien una especie de “juicio de Salomón” que no concedía al espíritu ningún derecho a influir sobre el cuerpo ni sobre el mundo que le rodea (ambos obligados a actuar exclusivamente según parámetros “naturales” y materiales), o bien a una redefinición del espíritu que lo situaba bajo el Estado liberal como la voz de Dios en la historia.
Una “Iglesia libre” llena de vitalidad, que había redescubierto el significado de la Encarnación y se planteaba el desafío de dar a conocer sus opiniones sobre la vinculación entre el espíritu y la materia, era atacada como una hipócrita enemiga de la libertad, del progreso e incluso de una correcta comprensión de Dios. Los candidatos católicos legítimamente elegidos para los parlamentos “liberales” podían así ser expulsados por no entender adecuadamente su función. El error, al menos en ese aspecto, no tenía derechos.
La idea de una cooperación fructífera también presuponía que los católicos que animaban a llevarse bien con los principios liberales saldrían indemnes de la experiencia. La historia de Lamennais fue una señal de que ése no siempre sería el caso. Él basó sus argumentos a favor de la separación entre Iglesia y Estado sobre una noción del papel y de la presentación de la Fe que terminaron cambiando y se radicalizaron en una dirección rousseauniana. La Fe, para Lamennais, hundía sus raíces en la Tradición del pueblo católico y se había convertido en su “segunda naturaleza”, garantizándole una cómoda infalibilidad.
Al principio, Lamennais creyó que esto significaba que el rey de un pueblo legitimista católico protegería infaliblemente la religión. Cuando el gobierno borbónico se entrometió en el de la Iglesia, incluso en alianza con los liberales, y los obispos franceses fracasaron estrepitosamente al oponerse a esa interferencia, Lamennais transfirió todas sus frustradas esperanzas al principio de la separación de Iglesia y Estado, que liberaría las energías católicas y aseguraría que Cristo reinase sobre la sociedad. Confiadamente se volvió al Papa, como otra voz de la Tradición, para apoyar esta verdad obvia.
Cuando el mismo Papa le defraudó, el bastión de la Fe se convirtió para él en el Pueblo, en general. Por desgracia, el pueblo estaba dormido para esa misión, y debía despertarlo un hombre que había soltado todos los lastres que le impedían escuchar la voz de la Tradición infalible: el mismo Lamennais.
Cuando, alcanzado este punto en su evolución, a Lamennais le excomulgaron, fue abandonando gradualmente la Fe. Al llegarle la muerte se había convertido en el profeta de una religión universal “democrática” del Pueblo como palabra de Dios. La “separación” se convirtió para él en una nueva unión político-espiritual, cuyos fines fueron definidos por el profeta religioso cuya conciencia había sido elevada y podía mostrar al Pueblo lo que Dios quería que el Pueblo dijese.
Todas las evoluciones que hemos visto hasta ahora, tanto las positivas como las negativas, fueron obra de militantes católicos, pero lograron poner en marcha al Papado. Comenzó con el ataque del Papa Gregorio XVI a Lamennais en la encíclica Mirari vos (1831). Continuó con los diversos documentos del Beato Pío IX, resumidos en Quanta Cura y en su anexo Syllabus de errores (1864), implícito en el trabajo preparatorio del Concilio Vaticano I (1870) y en los pocos decretos que tuvo tiempo de promulgar. Y lo que es quizás más importante: se convirtió en el cuerpo de la enseñanza social católica desde el pontificado de León XIII en adelante.
La intervención del Papado insistía en los mismos dos temas básicos anti-liberales que habían inspirado todo el movimiento católico de redescubrimiento desde sus inicios.
Primero, que una vida política y social verdaderamente católica debía tener en cuenta a la vez las necesidades naturales y las sobrenaturales.
Y segundo, que debía aceptarse el carácter tanto individual como social del hombre. El pensamiento de la Ilustración, al atrincherarse sólo en la naturaleza, apartaba al hombre de su propósito en la vida y por tanto malinterpretaba por completo la personalidad humana y los medios para perfeccionarla. El liberalismo entendió ese naturalismo en forma individualista, con énfasis en una “libertad” que destruía el carácter social del hombre, aseguraba el triunfo de una oligarquía materialista (y en última instancia autodestructiva) sobre la débil masa de población, y se abría a fuerzas más agresivas que radicalizasen su significado y sus objetivos.
De ahí la llamada papal a una acción a la vez ofensiva y defensiva, que dio lugar a una variedad de movimientos católicos políticos y sociales. Dado que el mundo era la esfera de los laicos, la tarea de transformar el mundo en Cristo debía ser normalmente su responsabilidad. La llamada a los laicos fue una movilización muy decimonónica, con los promotores del redescubrimiento católico como sargentos del reclutamiento inicial, y con los papas como sus herederos.
Después de 1848, las directrices prácticas para esta misión estaban claramente diseñadas. En la medida en que el principio de luchar por una sociedad católica (la llamada tesis) se mantuviese con claridad, se permitía un amplio margen de experimentación táctica (la hipótesis) para conseguir la victoria. Pero si la experimentación amenazaba el principio católico, entonces tendría lugar el repliegue a la fortaleza católica. Es lo que pasó en Italia, donde se adoptó la política de que nadie podía votar ni ser elegido en un sistema liberal diseñado para perjudicar a la religión. Un “gobierno en la sombra” puramente católico, desarrollado por el movimiento llamado de las Obras de los Congresos, “participaba” en la vida social “absteniéndose” del fraude político[2].
4. Los liberales, los católicos y el dilema contemporáneo
Los liberales y quienes cooperaban con ellos reaccionaron a menudo con amargura ante este espíritu de redescubrimiento católico, dando lugar a muchas versiones de la Kulturkampf (“lucha cultural”) abiertamente proclamada en el Reino de Prusia y en el nuevo Imperio Germánico. Pero incluso el caso “clásico” alemán demuestra que la guerra cultural no se libraba de forma permanente.
La primera y principal razón para una marcha atrás en el abierto anti-catolicismo liberal fue el crecimiento del movimiento socialista, diverso en su carácter pero claramente visible a partir de 1848. El temor al socialismo (se entendiese como se entendiese) condujo a muchos liberales del continente a sustituir sus ataques anti-católicos por una llamada a los hombres de fe para unirse en la común defensa de la propiedad privada. Lo llamativo es que a los católicos se les pedía aceptar el presupuesto liberal de que el socialismo era el único peligro real a la izquierda, y que en consecuencia el liberalismo podía ahora considerarse anti-revolucionario. Como a los liberales no les gustaba la idea de seguir la lógica de sus principios hasta sus más radicales consecuencias, su esperanza consistía en conducir a los católicos a similar moderación en sus análisis de la Ilustración, quitándoles así la etiqueta revolucionaria.
Este argumento fue rechazado por la llamada a la “intransigente” del movimiento de redescubrimiento católico, que insistía en que el liberalismo se basa en el pensamiento de la Ilustración y animaba, consciente o inconscientemente, a sus “naturalistas” más lógicos, como los demócratas y los socialistas. Y, de hecho, si por un lado los liberales a quienes más molestaba el socialismo intentaron abandonar su imagen revolucionaria y comenzaron a llamarse a sí mismos “conservadores”, por otro lado otros siguieron la lógica de la Ilustración hacia caminos democráticos y socialistas.
Algunos de estos liberales demócratas y socialistas empezaron entonces a pedir el apoyo de los católicos y de los liberales conservadores, poniendo el acento en sus puntos de contacto con los ataques religiosos al individualismo anti-social de los liberales moderados. Los intransigentes rechazaron ese llamado por las mismas razones que el llamado de los amigos de la propiedad. Argüían que la concepción católica de la libertad y de la comunidad se basaba en principios distintos a los naturalistas y no podía comprometerse sin peligro para la Fe.
Pero otros no estaban de acuerdo con los intransigentes, con la oposición intelectual que surgía del campo de Lamennais. La mayor parte de sus seguidores iniciales le habían abandonado inmediatamente tras la encíclica Mirari vos, muchos para seguir una u otra de las actividades específicamente católicas que él había animado, algunos para defender los principios e instituciones liberales desde un ángulo distinto.
Esto condujo a la formación de la escuela del catolicismo liberal, cuyo más célebre exponente fue el conde Charles de Montalembert (1810-1870). Los argumentos del catolicismo liberal para continuar la cooperación con el liberalismo adoptaron dos formas íntimamente relacionadas.
Su expresión más radical partía del principio de la palingénesis, según el cual el catolicismo renacía en cada edad en diferente forma, adquiriendo en la edad presente un carácter liberal. Por tanto, aunque en un tiempo la Fe era claramente anti-liberal, ahora la voluntad de Dios era que se convirtiese en liberal.
Menos radical fue el recurso al argumento de la tesis y la hipótesis para mostrar que en la edad presente no había política práctica para los católicos distinta de un gobierno liberal. Ésta fue la posición política promovida por Montalembert en el Congreso de Malinas de 1862, y fundamentada teológica y filosóficamente por intelectuales alemanes en Múnich ese mismo año.
El catolicismo liberal no podía permanecer unido. Dadas las innatas confusiones del liberalismo, los católicos que cooperaron con él se dividieron de la misma forma que sus hermanos no religiosos. Algunos se hicieron liberales conserva dores, considerando la libertad individual, y en particular la libertad económica, como el más importante de los objetivos políticos. Otros siguieron el camino que conducía a programas liberal democráticos y liberal socialistas.
También existía una oposición práctica a la posición intransigente, que surgía de las filas de los partidos y movimientos católicos. Tenía sentido que éstos prefiriesen un orden político y social más democrático como forma de escapar al control de las oligarquías burguesas. Pero ellos mismos demostraron ser susceptibles de una evolución revolucionaria al plantear políticas democráticas.
Aquí el problema era el mismo que el descrito por Max Weber en relación a los socialdemócratas alemanes: la creación de un funcionariado dentro de los partidos y el deseo de lograr el éxito para justificar la existencia del grupo y continuar funcionando como tal. En pocas palabras, los militantes católicos de tendencia democrática sentían la tentación de hacer suyo cualquier movimiento popular, desde el nacionalismo extremo al socialismo, con tal de mantenerse en activo.
Ya Pío IX había atacado los argumentos intelectuales de los católicos liberales en el Syllabus de erro res y en otros documentos de la última etapa de su pontificado. Las evoluciones más radicales de esas doctrinas siguieron siendo condenadas durante los posteriores pontificados de León XIII y San Pío X, tanto por el crecimiento de la teoría social católica como por la campaña contra el modernismo, que culminó con el rechazo a Le Sillon en 1910. En esa época también se puso freno a las corrientes políticas y sociales que deseaban cooperar con los grupos populares no católicos, sobre todo a raíz de la reorganización por parte de San Pío X del movimiento católico italiano. En muchos aspectos, todos los sucesores de León XIII y San Pío X han mantenido idéntica perspectiva.
Por otra parte, la Iglesia parecía cada vez más dispuesta a apoyar en la práctica la posición anti-socialista y liberal conservadora, que parecía renegar de su propio pasado revolucionario y tender una mano amiga a los católicos. Ciertamente, esto fue consecuencia de frenar la creación de un partido político católico popular en Italia antes de la Primera Guerra Mundial. Es más, una de las principales consecuencias de ese desgraciado conflicto fue intensificar esta tendencia práctica. Espantada por el crecimiento del marxismo soviético, la Iglesia estaba más dispuesta que nunca para cooperar con los liberales, cuyo terror ante la amenaza bolchevique (quizás aún mayor que el de la Iglesia) estaba conduciéndoles a contemplar una alianza con cualquiera. Los Pactos de Letrán con la Italia fascista fueron un acuerdo con los liberal-conservadores, que también llegado a un arreglo con Mussolini.
En general la cooperación con partidos claramente católicos (como con Dollfuss en Austria) sólo se admitía cuando ninguna otra fuerza estaba dispuesta a luchar eficazmente contra los adversarios considerados realmente peligrosos.
Los “intransigentes” continuaron advirtiendo de que ese apoyo al “liberal conservadurismo práctico” traería muchos “falsos amigos” con él. Continuaría suponiendo compromisos con las oligarquías, un caldo de cultivo para el desarrollo lógico de los principios de la Ilustración, y una degeneración del sentido sobrenatural de los católicos, abocados a una vida “pragmáticamente” naturalista, justo como en la etapa pre-revolucionaria. Me atrevería a asegurar que su advertencia fue correcta, pues toda posición del tipo Católicos por encima de todo fue muy pronto destruida por la cooperación con el más poderoso de los reclamos liberal-conservadores: el pluralismo americano.
Para entender cómo el pluralismo americano ganó apoyo entre los creyentes, hay que volver primero a los militantes y pensadores católicos europeos antes citados, pero en su expresión posterior a la Primera Guerra Mundial. Hablamos, por un lado, de los misioneros en Asia y África, y por otro lado de jóvenes líderes de movimientos políticos y sindicales católicos. Unos y otros, honrados militantes que compartían el sentido de urgencia característico del movimiento de redescubrimiento católico. Y todos, en consecuencia, eran una vez más hombres y mujeres desesperados por el éxito.
Por desgracia, esos misioneros sufrían el desgaste de sus muchos fracasos, y estaban asombrados ante la resistencia al mensaje católico de las religiones y las culturas nativas, y perplejos ante los signos de su revitalización incluso en lugares donde durante mucho tiempo parecieron extinguidas. Los jóvenes líderes políticos y sindicales estaban aún más desmoralizados. Su servicio en primera línea del frente durante la Primera Guerra Mundial y las revoluciones políticas que la siguieron les afectaron mucho. Esas revoluciones eran muestra del débil impacto de sus tareas específicamente católicas sobre el soldado y el ciudadano medio. Los europeos, indiferentes a la Fe, podían sin embargo ser impulsados a una acción entusiasta por un bizarro teniente en las trincheras o por un político radical ya en el hogar. Estos líderes militares y civiles, así como las comunidades que perfilaron, parecían poseer una extraordinaria vitalidad. ¿De dónde les venía? ¿Por qué los católicos carecían de la fuerza que sí poseían una amplia variedad de militantes no católicos?
En los años veinte y treinta un caleidoscopio de pensadores autodenominados personalistas trasladaron a la teoría las preocupaciones de los militantes católicos. Los personalistas emprendieron numerosas y divergentes direcciones. Pero en el periodo de entreguerras la línea principal adoptó, consciente o inconscientemente, una posición que volvía a Lamennais y, a través de Lamennais, a Rousseau, a Kant y a la tradición pietista protestante aliada con la Ilustración.
Los personalistas lamentaban que los militantes católicos, a pesar de proclamar que pensaban en términos de comunidad, en realidad pensaban y hablaban más bien como los individualistas racionalistas del siglo XVIII, a los que decían oponerse. En la práctica, todos sus argumentos apelaban al hombre aislado y atomizado, y en una nivel unidimensional, puramente intelectual, escolástico y aburrido. De ahí que los hombres y mujeres de carne y hueso a los que se dirigían tuviesen la convicción de que tratar con católicos era como tratar con profesores muertos a la plenitud de la existencia, académicos cerebrales, profesionales de la glosa, “perdedores” desencarnados.
El Espíritu Santo, continuaban los personalistas, nunca podría respaldar a tales criaturas sin vida ni al Evangelio que pre dicaban. El Espíritu Santo se había manifestado en la historia a través de líderes vitales y enérgicos y de comunidades cuyos éxitos impresionaban a los mismos militantes católicos “muertos”. Esto se debía a que Dios quería seres humanos para perfeccionar su personalidad, y esos seres humanos sólo podrían alcanzar semejante perfección convirtiéndose en “personas” plenas (y no en “individuos” disecados) justo mediante su participación en círculos guiados con esa vitalidad.
Si los católicos realmente deseaban tener impacto en la vida, lo que tenían que hacer era “sumergirse” en esas sociedades (vitales, triunfantes y “formadas por personas”) sobre las que esperaban influir. Su tarea sería entonces “dar testimonio”, utilizando, por ejemplo, su presencia católica para ayudar a esas sociedades vibrantes y favorecidas por el Espíritu a completar y perfeccionar sus “místicas” propias. Para “dar testimonio” adecuadamente, los creyentes tenían que abandonar cualquier resistencia en el camino de su cooperación entusiasta con la mística en cuestión: a saber, abandonar su formación católica sustantiva, con todos sus presupuestos sobre cómo expresar la Verdad, el Bien y la Belleza. Sí, es cierto que esas comunidades “vitales” podían parecer, a primera vista, hostiles unas a otras en creencias y comportamientos. Sin embargo, su éxito demostraba que todas ellas tenían al Espíritu Santo detrás. Por tanto, podía tenerse una fe absoluta en que sus místicas, que hoy chocaban con arrogancia, en el futuro “convergerían” de algún modo providencial.
Estos argumentos personalistas encontraron una importante audiencia en los movimientos católicos educativos, políticos, juveniles y sindicales de los años 20 y 30, y después. Su aceptación no afectó solamente a la posición de esos círculos sobre su objetivo último y su modus operandi. También sirvió para justificar un cambio radical en ese movimiento litúrgico que había formado parte del redescubrimiento católico del siglo anterior. Muchos de los líderes del movimiento litúrgico afirmaban ahora que su principal tarea era aprender a responder a la manifestación del Espíritu en las diferentes místicas de las comunidades vitales. Un verdadero “testimonio” exigía desarrollar una forma de culto divino específica para el genio espiritual de cada una de esas entidades providenciales.
Desde el planteamiento de los viejos teóricos del redescubrimiento católico del siglo XIX, buscar el “éxito” sólo “dando testimonio” de un Espíritu Santo que (según insistían sus proféticos intérpretes) respaldaba todo lo “vital” y enérgico de las comunidades contemporáneas, era la fórmula segura para un desastre total. Abandonar todo lo que uno sabía sobre el encarnacionismo católico, y abrir la mente y el corazón a “místicas” vitales, sólo significaba sumergirse conscientemente en la naturaleza “pasiva”. Suponía limitar el mensaje de Dios y la actividad en el mundo a la voz de la naturaleza “tal cual es”, sin admitir el papel sobre natural de Dios como corrector y transformador de los defectos de la naturaleza. El creyente se quedaba sin instrumentos para juzgar si esas manifestaciones particulares de la naturaleza a las que se enfrentaba eran verdaderas o falsas, buenas o malas, hermosas o feas.
En última instancia, ese “testimonio” suponía entregarse uno mismo, y bendecir, un mundo moderno “natural” manejado por gentes con unos objetivos: los objetivos de las ideologías hambrientas de poder, libertinas y criminales, cuyos oradores justificaban las acciones erróneas y perversas y despreciaban toda crítica sustancial como si fuese una pérdida de tiempo sin sentido. Ese “testimonio” llegó incluso a bautizar las falsas y cada vez más vulgares ideas de los “militantes” más fuertes y arrogantes de cada momento y lugar.
El estudio de los implicados en la campaña personalista conduce a un Who’s Who de los movimientos litúrgico y de unificación europea de postguerra. También sirve como presentación de muchos de los periti liberales y radicales en el Concilio Vaticano II y de los “expertos” postconciliares relacionados con ellos. Los estudios sobre el desenvolvimiento de la influencia personalista también dejan claro que se corresponden con un desprecio creciente por toda la tradición teológica, filosófica, litúrgica y cultural del catolicismo. ¿Cómo podría ser de otra forma? Ya hemos insistido en que la tradición censuraba vigorosamente una sumersión en el mundo contemporáneo, desfigurado por el naturalismo, que no lo considerase como la plaga más peligrosa.
El fascismo, como movimiento vibrante, sedujo a la mayor parte de los personalistas. Pero la tendencia nacionalsocialista dominante en el fascismo estaba inevitable e inaceptablemente ligada al Volksprinzip [principio del Pueblo], y los personalistas, a pesar de sus otras tentaciones, nunca sucumbieron a la del moderno racismo. Aún más significativo es que el fascismo no demostró vitalidad suficiente como para ganar la Segunda Guerra Mundial, perdiendo la credibilidad que un día tuvo en cuanto engranaje eficaz.
En ese conflicto el premio se lo lleva ron la Unión Soviética y los Estados Unidos. Uno puede legítimamente concluir que las sociedades guiadas por el marxismo-leninismo y por América eran las que poseían el mayor vigor, la energía victoriosa y el sello de la aprobación del Espíritu Santo. Estas sociedades tenían sus propios “predicadores” trabajando día y noche para animar esa actitud y para encontrar los lemas apropiados que equiparasen todo lo que no fuese marxista-leninista o americano con el fascismo, y el fascismo con el nacionalsocialismo y por tanto con la encarnación del mal. La doctrina católica y los logros del pasado católico europeo eran no-marxistas y no-americanos. Por tanto era sólo cuestión de tiempo que ambas se identificasen con la enfermedad racista del nacionalsocialismo.
Tanto sus convicciones como la prudencia aconsejaron a los personalistas un rápido cambio de alianzas.
La preferencia de la mayor parte fue por el vencedor vitalista marxista-leninista, por el carácter comunitario y colectivista más evidente del sistema soviético. Un cierto número de miembros activos de los movimientos personalistas habían aprendido a respetar la “energía” del marxismo-leninismo en sus experiencias con ciudadanos soviéticos en los campos de trabajo en Alemania. Y quienes no habían “disfrutado” de esa oportunidad la aprendieron por sí mismos participando en el experimento de los curas obreros a finales de los años 40 y en los años 50. Los liturgistas de ambos grupos buscaron un culto a medida de las necesidades expresadas en los medios comunistas guiados por el Espíritu. Puede discutirse, sin duda, la agudeza de sus percepciones sobre la atmósfera “vital”, dado el insistente voluntarismo que constantemente animaba su pensamiento y acción. La historia de postguerra de la Teología de la Liberación es muy instructiva al respecto. Incluso quienes quedaron extasiados ante el marxismo-leninismo tuvieron que admitir que el impacto de la energía vital americana en la postguerra era evidente en todo el mundo. Un cierto número de personalistas católicos alegaron entonces la necesidad de “sumergirse” y ayudar a la sociedad americana, y a las moldeadas por ella, a perfeccionarse. Pero ¿cuáles eran exactamente los principios subyacentes y las actitudes estándar en esa sociedad? Y ¿qué significaba realmente en la práctica el “testimonio” de un católico ante su peculiar “mística”?
Ya hemos visto, en nuestra discusión sobre James Madison, que se trataba de un sistema destinado a proteger a la oligarquía de tipo whig y a “multiplicar las facciones” para lograr ese objetivo. Pero el país cuya Constitución construyó Madison era una tierra también profundamente influenciada por el puritanismo, un puritanismo que había sido sometido a las ideas de la Ilustración, ampliando su individualismo religioso a una concepción secularista de la “libertad” personal radical en todas las esferas. Esta “conversión” al naturalismo utilizaba un lenguaje inspirado en el cristianismo para promover sus nuevos objetivos no-cristianos. Fuese intencionada o no, esa jerga tranquilizó a quienes seguían siendo creyentes y les deslumbró como si doctrinas que les sonaban familiares fuesen realmente a gobernar en el futuro.
Es más, los Estados Unidos, en el último tramo del siglo XIX, era el hogar de un caleidoscopio de grupos étnicos y convicciones religiosas mucho más amplio que el de Gran Bretaña, convirtiendo la labor de reducirlas a la impotencia en un proyecto más intenso y complejo.
El sistema americano (conocido tras la Segunda Guerra Mundial como pluralismo) emergió pues inesperadamente para armonizar la realidad de una sociedad multicultural potencialmente caótica con el deseo liberal conservador de orden para una oligarquía de tipo whig, el radicalismo del puritanismo, y el naturalismo de una Ilustración de sabor a la vez whig y puritano. Su teoría y su “mística” estaban firmemente asentadas a finales de los años 1890. Aducían que América había descubierto la fórmula para una comunidad pacífica y ordenada que garantizase la libertad para todos los divididos hijos de Dios (o de la Naturaleza).
América ofrecía así en todo el planeta su “última y mejor oportunidad” para una libertad, tranquilidad y felicidad mayo re s que las conocidas nunca en la historia.
“Sumergirse” en este sistema significaba lograr la libertad radical que los puritanos secularizados habían deseado gozar, una libertad que “sonaba cristiana” porque podía relacionarse con facilidad con sus raíces protestantes fundamentales. Pero para que esa libertad no perturbase el orden preferido por los liberal conservadores, tenía que usarse en forma que promoviese el “orden” y evitase “divisiones”, esto es, en una forma que “integrase” a sus ejercitantes en un orden compuesto por innumerables variedades de “individualistas no causantes de división e integrados”.
Los católicos incorporados a este sistema aprendieron que la “libertad” de la Iglesia está sujeta a la influencia de las ideas puritanas –y del puritanismo secularizado– sobre la libertad. La libertad, bajo estas circunstancias, es sólo la de los miembros de una sociedad religiosa para reducir a escombros la autoridad común. El intento de mantener la autoridad en la Iglesia podría no ser otra cosa que un ataque a la “libertad re a l”, condenable a los ojos del anti-institucional Dios del protestantismo y de la anti-institucional Naturaleza de la Ilustración, amante de la libertad. La libertad para todas las comunidades, religiosas o no, consiste sólo en la libertad de ser impotente o de autodestruirse.
Los individuos, como las comunidades, reciben en última instancia una doble enseñanza sobre la relación entre la libertad y el orden. Por un lado, se les presiona para que separen el pensamiento libre de su acción libre, renunciando a cualquier intento de conformar la sociedad en la que viven según sus convicciones. Por otro lado, se les anima a construir cualquier unidad existente sobre un uso positivo materialista de su libertad, en el que todos pueden coincidir. En última instancia, la libertad que la “mística” americana pluralista garantiza a hombres y sociedades es meramente la libertad de ser materialista entre un millón de modas más.
Esa libertad conspiraba contra la preservación de la oligarquía que dominaba en el momento de la “fundación” de América en la forma en que quiso en aquel momento, pues esta visión barata de la “libertad” no ofrece más impedimento sustancial al mal uso pecador que la confianza en que el “sentido común” la prevenga de adherirse a erro res no naturales. Tiene en sí misma una innata tendencia a degenerar y, con esa degeneración, a asegurar la construcción de un “orden” basado en los dictados de los más vigorosos practicantes de la libertad materialista: los libertinos y los criminales. Estos criminales mantienen su alianza con la ideología de la América pluralista y con la retórica de los charlatanes para justificar y ennoblecer su opresión de los débiles. Todos juntos garantizan que el sistema gradualmente se hunde, rematando en esa aburrida y corrupta monotonía que el escritor católico del siglo XIX Louis Veuillot identificó como la principal característica del próximo y global “Imperio del mundo”.
Ninguno de estos problemas esenciales de la mística de la América pluralista pudo siquiera empezar a ser discutido por los críticos, dado que esa mística prohíbe el criticismo en la teoría y en la práctica. Si un católico desea emplear las herramientas que el hombre occidental ha desarrollado en el curso de los tiempos para discutir la validez de su definición de la vida individual y social, todos esos instrumentos, uno por uno (teología, filosofía, historia, psicología y sociología), serán despreciados como poco prácticos e intrínsecamente peligrosos. Se dirá que el deseo de usarlos evidencia una falta de “sentido común” por parte del crítico, delirante, poco práctico y “perdedor”.
¿Ayudan a alguien esos instrumentos a hacer dinero o a mantener la paz? Al revés, todo lo que aportan son fantasías de ruptura que animan la división y complican la obtención de beneficios.
Si, por otro lado, un católico busca demostrar los peligros prácticos a largo plazo de la mística americana pluralista (y especialmente su degeneración en un reino en el que la máxima de que “el poder hace el derecho” se disfraza como una victoria de la libertad), los liberales conservadores y los creyentes desconcertados apelarán a su incuestionable “religiosidad” para sofocar el diálogo. El crítico será acusado de falta de Fe en su naturaleza y en su mandato cristianos... tal como fueron revelados en la totalmente arbitraria voluntad de los Padres Fundadores. Al católico se le condena entonces por su cínico rechazo a la “última y mejor esperanza” dada por Dios para la libertad individual y la paz social, y por su consecuente falta de caridad hacia la humanidad doliente. Si el católico vuelve entonces a la teoría, e identifica la Fe americana pluralista como un persistente e irracional fideísmo que esconde una concepción de la vida puramente material y la victoria de una oligarquía, se le reconducirá brutalmente al nivel práctico. Sin importar el cambio de táctica, se le atacará por su infantil inocencia, por su idealismo sin esperanza en medio de una jungla universal guiada por la guerra de todos contra todos. Sólo un católico “perdedor” envidioso del éxito de quienes son mejores que él pensaría que la vida es susceptible de guiarse por su balbuciente utopía espiritual.
Pero ¿y si nuestro católico persiste en su posición e insiste en que ha sido objeto de un ataque irracional, acusado de ser, al mismo tiempo, un cínico sin fe y un ingenuo poco práctico, pero envidioso? Entonces se convertirá en el prototipo de “estorbo público” que pro mueve las consecuencias lógicas y desagradables de los primeros principios que David Hume deploró y Ralph Waldo Emerson consideró como signo infalible de una “mentalidad mezquina”. Los charlatanes serán llamados al centro del escenario para encontrar tantas “palabras apropiadas” como sea posible para lincharle como Enemigo del Pueblo. La verdad no contará en su campaña contra él. Será despreciado como un evidente lunático. Más aún, dado que el pluralismo americano libró el buen combate contra los fascistas, también será denunciado como nazi, antisemita y defensor del genocidio. Siendo el terrorismo la actual manifestación del mal, el crítico será dibujado como un probable partidario de Al Qaeda o del “islamo-fascismo”.
Pocos católicos tienen resistencia suficiente para llegar a este estadio final de diálogo infructuoso. La esquizofrenia del pluralismo americano, al rechazar todo pensamiento serio que pueda transmitirse a la acción, habrá deconstruido el espíritu de la mayor parte de los potenciales críticos desde antes de empezar. Otros críticos habrán sido intimidados por el número de elementos que hay que reunir para descubrir el fraude del sistema y su desconcertante modus operandi. Incluso si unos pocos tienen voluntad de continuar librando el buen combate, también se les puede forzar a abandonar la lucha a causa del entorno materialista creado por el sistema. Ese entorno exige trabajo y cada vez más trabajo solamente para sobrevivir. Incluso el más fuerte adversario de todos los tiempos quedará demasiado exhausto como para permitirse el lujo de criticar al sistema en las pocas horas de reposo que le quedan cada día. Así, la “última y mejor esperanza” de la humanidad conserva su inmerecida imagen, las víctimas nunca conocen su veneno, y puede continuar causando estragos una y otra vez, en un desgraciado país tras otro.
El uso equívoco del lenguaje cristiano en nombre de una visión feliz del orden y de la libertad, acompañado por el reclamo de la posibilidad de éxito en el Nuevo Mundo, sedujo a muchos inmigrantes católicos en Estados Unidos a caer en el campo del pluralismo americano entre 1890 y la actualidad. Aceptar sus preceptos parecía ser una propuesta de “ganancia segura”. La apariencia de apertura, prosperidad y tranquilidad extasiaron de forma similar a los exhaustos y desmoralizados europeos tras la Segunda Guerra Mundial, y tanto los pluralistas como los personalistas anatematizaban fácilmente como restos fascistas sin regenerar a quienes se resistían al abrazo americano.
¿Qué le pasa a los católicos una vez que se han “sumergido” en esta mística americana pluralista liberal conservadora y “dan testimonio” en ella y la “perfeccionan”? Que no tienen esperanza de sobrevivir como fuerza o cultura diferenciada. Se les obliga a destruir todo lo que les distingue como católicos para practicar una “libertad no divisiva, integradora y materialista”, y luego a repetir, como un dogma, la creencia de que jamás habían experimentado tanta libertad ni tan elevado sentido de la dignidad humana. Se les fuerza a desmantelar lo que es más esencial a su carácter (especialmente lo que ha sido corregido y transformado mediante el mensaje de la Encarnación) para “adaptarse” a una sociedad-jungla que deben alabar continuamente como la más hermosamente ordenada de la historia. Se les condena a ver cómo sus hijos consideran ese desmantelamiento y esa castración como el cumplimiento del potencial católico real. Se les condena a escuchar a sus hijos repetir las leyendas negras que denigran como villanos a los verdaderos héroes católicos, y adulan a los anticatólicos como bravos campeones de la Marcha del Progreso. Y se les condiciona para aceptar que el foco de ese desmantelamiento y esa castración de la verdadera realización humana cambiará en función de cuál sea y qué desee la ideología más fuerte, libertina o criminal de cada momento.
Hoy ese foco consiste en lograr que los católicos sólo se indignen moralmente con lo que no sirva para abrir negocios mayo re s y más globalizados. También en reírse de asuntos “pasados de moda” como la justicia o la injusticia de los conflictos internacionales, el tratamiento humano a los prisioneros de guerra o cuanto estorbe a los planes del Estado de Israel.
“Sumergirse” en la mística del marxismo fue algo terrible. Sin embargo, aquella mística era tan patentemente fraudulenta que portaba en sí misma un elemento de autodestrucción. Comparando con una bebida, ofrecía un brebaje con un veneno que uno podía probar y luego aceptar o rechazar antes de que destruyese por completo a quien lo probase. “Sumergirse” en la mística pluralista americana no es en absoluto lo mismo. Es como tomar un cóctel envenenado que tiene sin embargo algo de familiar, un sabor agradable, o que durante un tiempo parece dar aquello que promete: tranquilidad y satisfacción de los deseos. Uno no se da cuenta, hasta el preciso momento en el que apura la copa, de que ya no queda nada y de que el veneno ha hecho su trabajo. Los miembros del desecado, “libre” y sinsentido “club” católico pluralista sonríen y brindan por sus asesinos mientras mueren.
Me siento orgulloso de esta intervención en España, cuna del gran sabio medieval que fue San Isidoro de Sevilla. San Isidoro apunta un claro resumen del problema del liberalismo, al cual la forma liberal conservadora del pluralismo americano considera ahora como algo católico.
Hablando de la idea católica de la monarquía, San Isidoro señala que quien manda no sólo debe promover el reinado de Cristo, sino que también debe gobernar. No puede convertirse en un gobernante ficticio, porque entonces se convierte en tapadera engañosa para otras fuerzas que son las que realmente dominan sin que puedan ser castigadas por sus malas acciones.
Es evidente que el liberalismo no se dedica a promover el reinado de Cristo. Pero es que es también un gobernante ficticio. Sus normas superficiales de “tolerancia”, “libertad” y “controles y equilibrios” no gobiernan las sociedades que se guían por ellas. Sirven como simple tapadera para los grupos e individuos más fuertes, que son los que mandan, aunque proclamen que no mandan.
Los católicos de la era posterior a la Segunda Guerra Mundial han sido seducidos por este liberalismo que “gobierna pero no reina”. Por difícil que sea escapar de sus garras, las enseñanzas perennes de la Iglesia, que ahora reitera el Papa Benedicto XVI, están todavía ahí para recordarles cómo librarse de ellas. A estas enseñanzas, y no a las que la sociedad liberal considera eficaces, es a las que los católicos deberían volver para cualquier victoria política y social seria[3].
Porque, como decía tan acertadamente Louis Veuillot, toda “armadura prestada”, como la de Aquiles, les ahoga:
“La táctica correcta para nosotros es ser visibles y ser siempre lo que somos, ni más, ni menos. Defendemos una ciudadela que sólo puede ser tomada si la guarnición que la defiende deja pasar al enemigo. Combatiendo con nuestras propias armas, recibiremos menos heridas. Toda armadura prestada nos molesta y a menudo nos ahoga” (Louis Veuillot, “Mélanges”, Oeuvres complètes, III Serie, 1933, V, 276).
[1] Los lectores interesados en profundizar sobre la Ilustración moderada y la radical y su respectiva influencia sobre los católicos encontrarán estos temas ampliamente tratados en los siguientes trabajos: C. BECKER, The Heavenly City of the Eighteenth Century Philosophers, Harvard, 1932; R. G AWTHROP, Pietism and the Making of Eighteenth Century Prussia, Cambridge, 1993; P. GAY, The Enlightenment, dos volúmenes, Norton, 1996; F. HILDESHEIMER, Il giansenismo, San Paolo, 1994; J. ISRAEL, Radical Enlightenment, O x f o rd, 2002; M. JACOBS, The Radical Enlightenment, Cornerstone, 2006; H. PHILIPS, Church and Culture in Seventeenth-Century France, Cambridge, 1997; J. RAO, “Half the Business of Destruction Done”, en Seattle Catholic, 2004, disponible en “For the Whole Christ” (Jcrao.freeshell.org); J. RAO, “Christianity and Naturalism: The European Pursuit of Heaven and Hell”, TriaLogos, 2007, disponible en Jcrao.freeshell.org; H. M. SCOTT, Enlightened Absolutism, Michigan, 1990.
[2] Sobre los problemas católicos-liberales desde la Revolución hasta el siglo XIX, véase: J.H. BILLINGTON, Fire in the Minds of Men, Basic Books, 1980; C. BLUM, Rousseau and the Republic of Virtue, Cornell, 1986; F.P. BOWMAN, Le Christ des barricades, Cerf, 1987; M. INVERNIZZI, Il movimento cattolico in Italia, Mimep-Docete, 1995; H. JEDIN y J. DOLAN, J., eds., History of the Church, VII, VIII, IX, Crossroads, 1981; S.N. KALYVAS, The Rise of Christian Democracy in Europe, Cornell, 1966; J. MAYEUR, Histoire du christianisme, X/XI, Desclée, 1995/1997; J. MEINVILLE, De Lamennais a Maritain, La Cité Catholique, 1949; J. RAO, Removing the Blindfold, 1999, Remnant Press, versión revisada en Romanforum.org; J. RAO, “Louis Veuillot and Catholic ‘Intransigence’”, Faith and Reason, invierno de 1983, disponible en “For the Whole Christ” (Jcrao.freeshell.org); J. RAO, “Lamennais, Rousseau, and the New Catholic Order”, Seattle Catholic, 2005 (Jcrao.freeshell.org); J. RAO, “All Borrowed Armor Chokes Us”, Seattle Catholic, 2005 (Jcrao.freeshell.org); J. RAO, “School Days”, Seattle Catholic, 2005 (Jcrao.freeshell.org); J. RAO, “Christianity and Naturalism: The European Pursuit of Heaven and Hell”, TriaLogos, 2007 (Jcrao.freeshell.org); L. VEUILLOT, Mélanges, Oeuvres completes, iii series, 1933.
[3] Sobre los problemas de la política liberal, democrática y socialista y sus compromisos, así como sobre el vitalismo, el personalismo y el americanismo, véase: J. HELLMAN, Emmanuel Mounier and the New Catholic Left: 1930-1950, Toronto, 1981; J. HELLMAN, The Knight Monks of Vichy: Uriage, 1940-1945, McGill, 1997; J. MEINVIEILLE, De Lamennais a Maritain, La Cité Catholique, 1949; E. POULAT, Les pretresouvrieres: Naissance et fin, Cerf, 1999; y J. RAO (todos los trabajos citados a continuación, disponibles on line en “For the Whole Christ”, Jcrao.freeshell.org): “Catholicism, Liberalism, and the Right: A Sketch From the 1920’s”, Faith and Reason, primavera de 1983; “Portugal, Austria, and Catholic Counterrevolution”, Faith and Reason, primavera de 1985; “American Dream, Catholic Nightmare”, revisión del artículo en Trenta Giorni, abril de 1991; Americanism and the Collapse of the Church in the United States, Tan Books, 1995; “The Bad Seed”, Latin Mass Magazine, 2001; “The Good War”, ibid., 2001; “Pluralia and the Danse Macabre”, ibid., 2002; “Why Catholics Cannot Defend Themselves”, Diocese Report, 2003; “All Borrowed Armor Chokes Us”, Seattle Catholic, 2005; “School Days”, Seattle Catholic, 2005; “To Promote Dialogue, Fight American Pluralism”, Mut zur Ethik, 2005; “Founding Fathers Versus Church Fathers”, inédito, 2006; “Vitalism and Americanist Pluralism: Smiling as Eu rope Dies”, TriaLogos, 2007.