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Liberalismo y bien común

 “He defendido por cuarenta años el mismo principio, libertad en todo, en religión, en filosofía, en literatura, en industria, en política; y por libertad entiendo el triunfo de la individualidad”.
                                                        Benjamin Constant, Mélanges, 1820.

 

1. Introducción

§1. El bien común y el liberalismo son incompatibles pues. Más acá de que en nuestros días el lenguaje tienda a confundir el bien común con cualquier objetivo político del Estado, es evidente, para quien algo sepa de la filosofía tradicional católica, que el bien común es un concepto preciso que no puede confundirse con el interés general, el interés público, la felicidad del mayo r número o el bien de la mayoría, y/o el interés y el bien estatales[1]. Y también es perceptible esa incompatibilidad más allá de algún intento liberal por recuperar para tal ideología el concepto de bien común como bienestar colectivo o interés por los pobres o necesitados[2], pues no se hace más que distorsionarlo.

Toda la historia del pensamiento liberal muestra largamente que la finalidad asignada a la política y la sociedad liberales se contrapone al bien común. En este texto intentaré demostrarlo recurriendo a los voceros más destacados de la ideología, de Locke y Kant a Rawls o Nozick, entre otros, sabiendo que en el vientre liberal hacen su digestión diversos nutrientes: los liberales natos mezclados con los demoliberales, los socializantes con los anarquizantes, los eruditos y los panfletarios, los políticamente liberales y los liberales en economía. Todos conforman una gran familia en la que las diferencias de caracteres no ocultan la común procedencia y la pertenencia al mismo árbol genealógico.

Por razones prácticas no me detendré en explicar el concepto de bien común, que está firmemente establecido en la doctrina católica. Me concentraré en la comprobación de la incompatibilidad entre liberalismo y el bien, entre liberalismo y lo común del bien político.

 

2. Progenie antitradicional del liberalismo

§2. Para entender por qué el liberalismo no comprende qué es el bien común, se hace preciso señalar, ab initio y siquiera con sobriedad, las raíces de la ideología. Una vez expuestas éstas, se despejará el camino para penetrar en el sistema liberal y justificar más ampliamente su incomprensión y repulsa del bien común.

En primer lugar, el liberalismo proviene del nominalismo. En principio, porque el individualismo es hijo del nominalismo, “que asigna realidad a los individuos y no a las relaciones, a los elementos y no a los conjuntos”[3]. El nominalismo, no obstante, es más que eso, es una filosofía que niega las esencias y, desconociendo en el hombre la capacidad para conocer el orden de la creación, sustituye el ser por la arbitraria voluntad.

Tal como enseña Fabro, la crisis nominalista, de fines del medioevo, provoca la antítesis y el desgarramiento, al interior de subjetividad humana, entre intelecto y voluntad: el intelecto ya no se aferra, no se asimila, no se interna ni se configura a la realidad subyacente, porque existe una previa escisión total entre intelecto y realidad[4]. De manera que la realidad incognoscible por la razón despeja el camino a la libertad y el voluntarismo, libertad que es árbitro de sí misma y que se diluye en la confrontación de la naturaleza y la gracia, la razón y la fe, la tierra y el cielo[5]. Luego, si la voluntad decide, no lo hace guiada por el intelecto, sino como autodeterminación, poniendo a la inteligencia en completa dependencia de la voluntad, que es asumida como “el poder total del espíritu”[6].

§3. En segundo lugar, el protestantismo es la fuente teológica de la que mana el liberalismo. El protestantismo ha dejado su huella en la concepción liberal de la libertad (en la que aletea un evidente espiritualismo individualista) y también, más profundamente, en el «naturalismo jurídico» de los primeros filósofos y su fundamentación de los derechos humanos[7]. En verdad, lo primero ya había sido advertido por Jellinek al estudiar el origen de las declaraciones de derechos, que veía entrelazadas al disconformismo puritano[8]; además, un protestantismo racionalista, aun contra Lutero, había permitido desde el siglo XVII el paso de la libertad del cristiano a la libertad de los hombres, al igual que la transformación de las leyes de la naturaleza como conocimiento de la voluntad divina en una concepción de la ley natural como origen de los derechos humanos[9].

De modo que el liberalismo es hijo de la ruptura de la Cristiandad y su anti catolicismo lleva el signo de la crisis espiritual de la herejía protestante. Los rasgos recién apuntados rematan en la separación de la Iglesia del Estado[10], aunque también en las religiones nacionales o en el «americanismo»[11] que anticipa el ecumenismo, y en la postulación de la libertad religiosa como libre expresión de la conciencia individual[12]. En suma, el protestantismo lega al liberalismo el subjetivismo religioso que toma la fe en su dimensión inmanente[13], el voluntarismo que sustenta el creer en una decisión personal intransferible («decisionismo fideísta»), un asirse voluntario a la fe como salvación individual garantida por la Biblia e independiente de toda intervención humana[14].

§4. No puede desconocerse, en tercer lugar, que el liberalismo está emparentado con el empirismo, el racionalismo y la ilustración, que pregonan el convencionalismo político-moral.

El liberalismo es manifestación particular del racionalismo y, por lo mismo, posee un carácter antitradicional[15], en cuanto rehúsa ver en el pasado una fuente devalores con autoridad y confía que el conocimiento racional puede y debe modelar la política, elemento explícitamente revolucionario en tanto “repentina fuga de la historia”, según la expresión de Dunn[16]. Hay aquí también una simiente protestante prohijada por el nominalismo, pues cuando no hay regla ni ley, todo “queda abandonado a la conciencia de cada uno”[17], conciencia que primero se erige libre frente a Dios para luego convertirse en la razón y la voluntad que libremente, artificialmente, construyen la sociedad civil. Para decirlo con Troeltsch, hay que descubrir en el protestantismo “el moderno principio de la creación autónoma y consciente del orden humano de la sociedad en una plasmación libre que se va adaptando al cambio de las circunstancias”[18].

Es decir, la regla de Constant de la libertad en todo, citada al comienzo[19], el hombre convertido en medida de todas las cosas: de la religión y la vida bienaventurada, de la moral y del bien, de la política y del bien común. Y medida cambiante, medida históricamente caprichosa, inconstante e inestable subjetivamente. “Con este pensamiento –afirma Rommen–, la idea del orden, metafísica y moralmente objetiva, desaparece en favor del orden subjetivo de las ideas perpetuamente cambiantes. El espíritu humano es un soberano contra el mundo, y especialmente contra el mundo social y moral”[20].

§5. Por último, es evidente que el liberalismo pertenece a la familia de la filosofía del devenir y de la ideología progresista[21]. No se trata simplemente de que el mundo dominado por el hombre deja de ser contemplado e interpretado como algo estático –reproche a la escolástica–, advirtiéndose su inmanente dinamicidad; tampoco que el mundo se revela como algo en constante crecimiento. La ideología progresista recoge, más bien, la visión de la realidad (natural y humana) desde un nuevo horizonte, que sustituye a la vieja filosofía del ser. Según Ernest Renan el progreso de la crítica filosófica consistió en el reemplazo de la filosofía del ser por la del devenir; todo dejó de ser entendido de manera absoluta, así en la filosofía como en el arte y la política, para interpretarlo como “en vías de hacerse”[22]. Todo lo que existe, está como estando en proceso, siempre en ciernes, como acontecimiento que no cesa de acontecer, es decir «contingencia»[23].

De venir y progreso, contingencia, inclusive, de la persona humana, porque el individuo es un hacerse, una materia moldeable, modelable, una naturaleza progresiva en busca de la perfectibilidad[24], un hombre que es libertad de progreso indefinido[25], un sujeto «modular»[26].

§6. En suma, de varias maneras se predica el carácter antitradicional del liberalismo: por haber nacido del nominalismo, niega el orden universal del ser, afirma el dualismo entre forma y substancia, entre lo universal y lo particular[27]; por provenir de la Reforma, afirma la conciencia libre e independiente de un orden moral objetivo; por haberse forjado en el empirismo y el racionalismo de los filósofos del XVII y el XVIII, todo orden histórico o tradicional es disuelto por la razón inventora del orden humano; por ser instrumento ideológico de los juristas del siglo XVIII, el liberalismo pergeña el reformismo centralista que tiene su cúspide en el Estado moderno; y, al ser el alimento de las afiebradas cabezas de los publicistas del XIX, establece las constituciones modernas como ingeniería racional del Estado de derecho, organización artificial que testifica los derechos del individuo frente (y contra) el Estado, aunque no puedan subsistir sin la garantía misma de ese Estado[28].

El liberalismo ha evolucionado desde una posición cristiana y creacionista de los siglos XVI y XVII, al escepticismo, el secularismo y el ateísmo de los últimos cuatro siglos; pasó sin atajos de la afirmación de la libertad moral individual al subjetivismo y al relativismo éticos; cambió de un punto de partida en el cual las leyes se sustentaban en la idea de una «ley natural» de corte racionalista, a otra positivista en la que no hay más fundamento para la ley que la voluntad misma del Estado.

 

3. Imposibilidad del bien común en la ideología liberal

§7. El liberalismo rechaza el concepto de bien común porque niega los dos conceptos que éste contiene: el bien y lo común del bien.

El liberalismo no entiende la idea de un bien objetivo, más bien la rechaza, porque aceptarla conllevaría comprender y admitir la existencia de un orden moral correlativo al orden del ser y dependiente del orden de la creación. El liberalismo, en cambio, pregona la antinomia entre la teoría y los hechos, que según Rousseau debe ser el punto de partida de todo estudio político. “Commençons donc par écarter tous les faits; car ils ne touchent point à la question”, escribe en el segundo discurso[29], dando prioridad a la construcción racional que llama «teoría». El punto de partida no es el ser, sino la teoría, la ideología.

Tanto en Descartes como en Kant el punto de partida no es el ser sino la conciencia, la capacidad del «yo» para reflexionar sobre sí mismo, de la que depende la presunción de un mundo externo de los sentidos. En palabras de Kant, “la conciencia de mi propia existencia es al mismo tiempo una conciencia inmediata de la existencia de otras cosas fuera de mí”[30]. En ambos, la certidumbre del yo y de los otros es completamente independiente del concepto de Dios, por lo que Kant afirmó, avanzando sobre la tesis cartesiana, que no es posible una prueba ontológica de la existencia de Dios. Luego, sin orden ontológico, orden del ser, fundado en el orden divino, la realidad es mera apariencia y no puede haber conocimiento sensible del mundo exterior con independencia de ciertas categorías suministradas a priori por la mente (las formas trascendentales de la intuición: espacio, tiempo, causalidad), que son condiciones previas a todo conocimiento del mundo empírico, aunque en sí mismas ajenas a la experiencia empírica[31]. Como dice Bluhm, ante el dualismo cartesiano, Kant opta por la subordinación del cuerpo a la mente, y con ello logra dar autonomía al mundo empírico. La ontología y la ética nuevas, modernas, se construyen según los parámetros de la conciencia humana o de la razón. La ontología tradicional escapa a su filosofía[32], y la ética tradicional pierde validez.

§8. La consecuencia de la negación del bien objetivo es la subjetividad del bien, el relativismo y la neutralidad en el pluralismo[33]. Lo bueno depende de la capacidad de la persona para “adoptar una concepción del bien”, es decir, de su habilidad para “conformar, examinar y buscar racionalmente una concepción de una ventaja o bien racional propio”, según Rawls[34].

§9. La idea de lo común, de lo que excede y perfecciona la individualidad, esto es el orden de la comunidad política fundado en la naturaleza política del ser humano, es extraña al liberalismo. Más bien, lo propio del liberalismo es la negación de lo común, pues por influjo del nominalismo no puede concebirse lo común más que como el nombre con el que se designa al agregado de los intereses individuales, como dice la conocida frase de Bentham: el interés de la comunidad no es más que la “suma de los intereses de los varios miembros que la componen”[35]. El liberalismo, en lugar de lo común, defiende la individualidad y la diversidad en todas sus formas como expresión de la libertad, “el libre albedrío del sujeto y la relación con el otro, dentro de un espacio inervado y plural”, según el testimonio de Benoist[36]. Es decir, una sociedad descentrada, pluralista, sin nervio central, para que la libertad individual pueda manifestarse en toda su expresividad relacional.

§10. El corolario de la negación de lo común y la comunidad es el individualismo, la suposición de que la sociedad (particularmente la política) es irreal, ficticia o mecánica, es decir, voluntaria y artificial, una asociación que sólo se entiende por la voluntad de los asociados. Para decirlo con Nozick, hay sólo personas individuales, diferentes personas individuales, con sus propias vidas individuales y usar a uno de estos individuos en beneficio de otros es perjudicarlo a él y beneficiarlo al otro. Hablar de un bien social superior encubre esta situación de explotación o servidumbre[37].

Luego, el liberalismo adelanta en el terreno del convencionalismo individualista y es proclive –si se considera esta tendencia junto al relativismo subjetivista– a degenerar en corrientes libertarias y/o anárquicas, que desde mediados del siglo pasado compiten por el legítimo título de propiedad del liberalismo con los «moderados»[38].

 

4. Liberalismo, individualismo y autonomía individual

§11. Hay varios argumentos que prueban la imposibilidad del bien común en la ideología liberal. Aunque los trataré por separado, la mayoría de ellos están enlazados entre sí, remitiendo uno al otro.

§12. El liberalismo no es solamente una clase de individualismo[39], es la ideología individualista por excelencia[40]. El individualismo liberal se entiende cuando se lo emparenta con la racionalidad natural, con la autonomía y la autosuficiencia del ser humano[41]: todo individuo, por racional, tiene la posibilidad de conocer las reglas «naturales» que prescriben el bien y el mal, lo justo y lo injusto, e imprimir a su conducta una recta orientación para alcanzar la felicidad, según cada cual se lo proponga con el solo auxilio de sí. Es en la racionalidad donde descansa el cuestionado optimismo liberal, su confianza en el individuo racional que libremente, guiado por su razón, es capaz de elegir, decidir y actuar bien, según su bien. La racionalidad procura el dominio de las pasiones y, sujetada el alma pasional, las acciones se enderezan hacia lo subjetivamente querido. La racionalidad natural hace al hombre dueño de sí, dueño de su vida y de su destino. En este sentido es un ser autónomo y autosuficiente, capaz de edificar su vida conforme a lo que juzga correcto.

Este individualismo implica, al menos, tres aspectos centrales: primero, que el individuo es en sí mismo un valor, con supremacía moral sobre la sociedad y el Estado, y que la voluntad individual es autónoma, según se verá (§14), por lo que no puede ser gobernada más que por aquello que cada individuo consiente; segundo, que el individuo es el fin supremo de la vida social y política, siendo el Estado un aparato o artificio técnico inventado para proteger a los individuos; tercero, que el individualismo moral, a través de la libertad creadora, es el medio de perfeccionamiento social, pues sólo los individuos son capaces de actuar racionalmente y conseguir, en la persecución de sus fines individuales, el mejor bien de la sociedad[42], según la ideología del orden espontáneo (§§24-26). Es de este individuo abstracto del que se afirma que es naturalmente titular de derechos, “derechos que le están asignados independientemente de su función o de su lugar en la sociedad y que lo hacen el igual de cualquier otro hombre”[43].

Por supuesto que se trata de un individualismo metodológico fundado en el nominalismo radical, que, según John O’Neill, da lugar a una ideología sistemática, que “insiste en que ésta [la teoría individualista] es la única vía no supersticiosa a través de la cual ‘pueden’ entenderse estas entidades [la sociedad, el Estado y la economía], que literalmente no hay nada más que entender ‘ahí’ sino un condenado individuo tras otro”[44]. El individualismo metodológico es normativo en el sentido de que constituye el argumento teórico-crítico de la sociedad pre liberal (el absolutismo monárquico) y funge como fundamento de la ideología, especialmente del liberalismo económico[45].

Recurriendo a los conceptos de Robert Nozick, se puede argumentar que el individualismo arranca del hecho natural de que nuestras existencias son separadas, de que “hay distintos individuos, cada uno con su propia vida que vivir”. El concepto de las «existencias separadas» evoca la idea de la autonomía moral individual, de donde se deduce que las personas son fines y no medios para los demás individuos, por lo que “ningún acto moralmente compensador puede tener lugar entre nosotros; no hay nada que moralmente prepondere sobre una de nuestras vidas en forma que conduzca a un bien social general superior”[46].

§13. Vulgarmente, «ser individual», es ser único, diferente, esto es, ser individual es lo opuesto a ser mediocre, es sobresalir, ser excéntrico, por caso, o como quería Mill, ser «original». Se r individual es ser envidiable, deseable. Mas podría ocurrir que ser individual fuera asunto de suerte, “un logro o quizá un feliz accidente biológico”, según aprecia Dunn; por eso se distingue de «ser individualista». Ser individualista es abrazar prestamente esta fe en el hombre diferente, desentendiéndose de los intereses de los demás o negando la existencia de cualquier compromiso afectivo básico del ser humano para con los otros. “Ser individual –continúa Dunn– es una categoría casi exclusivamente estética y, por entero, una categoría asertiva. Ser individualista es una categoría plenamente moral y torciéndose vivamente hacia una categoría negativa”[47].

Es cierto que podrían hacerse otras distinciones[48] e incluso bucear en las corrientes enmarañadas del individualismo las diferentes tendencias liberales, sin embargo seguiríamos navegando las mismas aguas: ya por puro esteticismo, ya por soberbia afirmación moral del yo, ya por convicción ideológica, ya como método, el individualismo político al igual que el romántico y el moral o el analítico concluyen en el mismo sitio: la negación de la comunidad, la subordinación del bien social al interés individual, sea éste el realce del yo, un provecho económico, el coto de caza de la propia conciencia, una conducta ética cualquiera, o una unidad ideológica de análisis.

§14. El liberalismo siempre giró, además, en torno al concepto de autonomía moral de los individuos, por ser éstos racionales y capaces de decidir sobre sus propias vidas; pero hasta la antropología y la ética kantianas no se teorizó sobre tal autonomía. Para Kant toda persona está libre del determinismo de las leyes mecánicas de la naturaleza, es por tanto autónoma y ello la hace en sí misma un fin. Escribe Kant: “Las personas (...) son ‘fines objetivos’, esto es, cosas cuya existencia es en sí misma un fin (...) porque sin esto no hubiera posibilidad de hallar en parte alguna nada ‘con valor absoluto’.” Y agrega: “La autonomía es, pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional”[49].

Esta capacidad de la persona de legislar por y para sí misma responde, de acuerdo a Kant, a que ella es irreductible a un simple efecto empírico, la persona trasciende el mundo empírico de las leyes externas e impersonales del movimiento y, por lo mismo, no puede integrarse a la sociedad por una necesidad social o política que la reduciría a un simple medio. Sólo son legítimas las políticas basadas en la personalidad autónoma de las personas. Y Nozick reafirma el concepto: “los individuos son fines, no simplemente medios; no pueden ser sacrificados o usados, sin su consentimiento, para alcanzar otros fines”[50].

Ahora bien, en el liberalismo hodierno el énfasis se ha puesto en la autonomía política, en la capacidad de decisión de los individuos acerca de su convivencia. Como insiste Rawls y le secunda Habermas, la autonomía individual moral supone la autonomía política colectiva, la libertad individual se concilia con la soberanía del pueblo o el autogobierno, de modo tal que “los ciudadanos, individualmente, deciden por sí mismos de qué manera se relaciona la concepción política que todos suscriben con sus propios puntos de vista comprensivos”[51]. Pasaje, por otra parte, natural en la ideología liberal pues no se entiende la autonomía moral, privada, si ella no es capaz de construir autónomamente el espacio político, público, que garantiza el goce de aquélla[52].

§15. La autonomía individual[53] no supone, en el liberalismo, en principio, un querer antojadizo, un dejarse llevar por las pasiones, sino el respeto de la conciencia individual esclarecida por las normas éticas de la moral natural inscriptas en el individuo mismo. Es la autonomía propia de un ser moral, de un ser racional que se fía de una libertad moralizada compatible con la libertad de otros individuos igualmente autónomos. Las reglas morales naturales no son límites extraños a la autonomía de los individuos; por el contrario, son reglas racionales inseparables de la libertad, pues no son más que la obediencia a uno mismo. Salvo casos extremos, el liberalismo siempre ha presupuesto cierta solidaridad entre la libertad y el orden social, en la medida que éste responda a las leyes del sistema ético natural de la libertad y la autonomía individuales.

Con todo indicar una experiencia real, la necesaria conciliación de la libertad y el orden (§§18-19), el orden que mentan usualmente los liberales no es un orden que viene de la naturaleza de las cosas sino un orden virtual, artificial, definido voluntaria o racionalmente e impuesto como «sociedad de individuos libres». El orden social liberal no se define por la recta disposición de las partes conforme a un fin común, no sólo porque no hay un fin que tenga carácter común a las partes, sino, principalmente, porque no hay partes, porque cada individuo es un todo. En cualquier caso, es un orden invertido, concebido como funcional a los individuos y dotado –se supone– de una previsibilidad nacida de esas mismas conductas individuales[54].

Por eso a un antirracionalista como Berlin le sienta bien el concepto kantiano de autonomía, porque responde a la libertad negativa y compatibiliza con ella; son autónomos los seres humanos en tanto “autores de valores y de fines en sí mismos, cuya autoridad consiste precisamente en el hecho de que están dotados de una voluntad libre”. No es el racionalismo de Kant el que le atrapa sino las consecuencias del concepto de autonomía: los individuos son “fines en sí mismos”, esto es, “autonomía, no heteronomía: actuar yo y no que actúen sobre mí”[55]. Es decir, la libertad negativa.

 

5. Liberalismo y libertad negativa

§16. La libertad liberal significa la facultad de todo hombre de obrar según su propia determinación, sin más limitaciones que la libertad de los otros. La escuela liberal ha definido siempre a la libertad como la ausencia de restricciones impuestas por otros a nuestra independencia de elección y acción[56]; libertad que es natural, en el sentido de que el hombre «es» libre, «nace» libre; libertad definida extrínsecamente, como ausencia de obstáculos para el desarrollo de la personalidad; libertad que es negación de coacción como garantía de la espontaneidad del desenvolvimiento de la individualidad. El fundamento de la libertad está en la razón, pero en tanto que no hay un orden que pueda conocerse, la libertad es voluntad, la voluntad por la que cada uno es dueño de sí mismo y configura el mundo a su imagen y semejanza. Para el liberalismo el individuo es un sujeto libre, emancipado, conforme a la idea original del hombre nacido libre, del artículo primero de la francesa Declaración de los Derechos del Hombres y del Ciudadano de 1789.

La versión liberal de la libertad, en este sentido, es «negativa»[57]. Negativa porque se define como ausencia de impedimento y de constricción a la acción, como la situación en la que el individuo tiene la posibilidad de obrar o de no obrar, sin que sea obligado a ello o se lo impidan otros individuos. “Sólo conocemos la libertad –escribe Kant– (tal como se nos manifiesta ante todo a través de la ley moral) como una propiedad negativa en nosotros; es decir, la propiedad de no estar forzados a obrar por ningún fundamento sensible de determinación”[58]. Como se ve, la libertad es un concepto que se restringe a la facultad de opción o de elección, una libertad «de», previa y condicional, en tanto que no habría verdadera libertad si se presentaran obstáculos e impedimentos a la elección libre. Así, Isaiah Berlin sostiene que “ser libre en este sentido quiere decir para mí que otros no se interpongan en mi actividad. Cuanto más extenso sea el ámbito de esta ausencia de interposición, más amplia es mi libertad”[59].

Decir que la concepción liberal de la libertad es negativa es acentuar la indeterminación del fin, la indiferencia del obrar, antes que la contraposición entre libertad y poder (la ausencia de coacción exterior). Berlin confirma que la idea negativa de libertad es indiferente de la acción, es la posibilidad de la acción, no la acción misma[60]. Luego, la libertad se reduce a una condición psicológica, si no se confunde con la fantasía o la imaginación: “El ámbito que tiene mi libertad social o política –afirma Berlin– no sólo consiste en la ausencia de obstáculos que impiden mis decisiones reales, sino también en la ausencia de obstáculos que impidan mis decisiones posibles, para obrar de una manera determinada, si eso es lo que decido”[61]. Por lo tanto, sigue siendo una concepción negativano obstante se diga que ser libre consiste en “determinarse por sí mismo” –que de Ruggiero estima el aspecto positivo de la libertad liberal–, porque esta autodeterminación se realiza contra las exigencias de la vida práctica y en nombre de la propia conciencia. Lo que sugiere es semejante al concepto de individuo autónomo, el individuo que se da su propia ley obedeciendo a su conciencia libre[62].

§17. De Ruggiero –como harán otros liberales más entrado el siglo XX– trata de entender la libertad como una conquista vital. Por eso afirma que no somos libres, no nacemos libres sino que nos hacemos libres; que la libertad no está en el origen, en nuestra naturaleza, sino que se gana en el desarrollo de la vida[63]. Pero la afirmación poco y nada incide en el carácter negativo de la libertad porque el fin permanece indefinido, la acción o inacción siguen siendo irrelevantes, en tanto que el obrar y los fines son objetivamente indistintos y subjetivamente mudables.

Por otra parte, la afirmación de que el individuo se hace libre viviendo trae un problema insoluble al liberalismo, pues ¿cómo sostener la capacidad de autodesenvolvimiento del individuo si él no es ya libre, capaz de desarrollarse por sí? Más aún, si no se es originariamente libre, ¿en qué atributo humano hará radicar el liberalismo la dignidad de la persona, su carácter de fin absoluto? De Ruggiero debería borrar varios pasajes de su Historia, como aquel en el que escribe que “el liberalismo se presenta, ante todo, como el reconocimiento de un hecho: el hecho de la libertad”, porque ese hecho no es perceptible, ya que únicamente se podrá ver el proceso voluntario del hacerse uno a sí mismo. Al menos, tendrá que admitir una libertad originaria, la libertad de conciencia, que permite concebir a la libertad como un valor espiritual, que asiente que el individuo se desenvuelva “por sí propio, trazándose su norma, su medida y su destino”[64].

§18. Un punto conflictivo de particular interés es que esa libertad negativa se dice compatible con el orden social. La libertad para el liberalismo es una condición peculiar de los individuos que se goza y despliega socialmente y que, siendo compatible con la libertad de los otros, no supone aislamiento ni anarquía. Ser libre significa que se puede vivir ordenadamente, porque los hombres son racionales, capaces de entenderse entre sí y de convenir voluntariamente el orden armónico de disfrute de las iguales libertades. El centro de la antropología liberal lo ocupa la racionalidad individual, como la voluntad humana de autodeterminación; como sustento de las acciones encaminadas a maximizar la satisfacción de las necesidades; y, además, como justificación del optimismo en la libertad.

Por ejemplo, la concepción del individuo de John Stuart Mill define a la naturaleza humana como progresiva y apuesta al desenvolvimiento de las capacidades individuales con una confiada seguridad en la medida que se actúe libremente, es decir, en perfecta libertad.

“En proporción al desenvolvimiento de su individualidad, cada persona adquiere un mayor valor para sí mismo y es capaz, por consiguiente, de adquirir un mayor valor para los demás. Ha y una mayor plenitud de vida en su propia existencia, y cuando hay más vidas en las unidades hay también más en la masa que de ellas se compone”[65].

§19. Esta idea liberal es, en su origen histórico, una prevención y/o una reacción contra el creciente poder estatal, contra la lógica del Estado o el poder uniformador de las costumbres y normas sociales; mas, sin embargo, se funda en la misma libertad del individuo y no en el orden natural. Es una libertad que cree posible prescindir de la política porque –afirma Burdeau– las categorías sociales que busca satisfacer el liberalismo no precisan de la política[66]. Habría que corregir el último aserto: los liberales ideológicamente tenían necesidad de que la política no fuera necesaria, que no es sino un modo –negativo también– de necesitar de la política desde que se la sabe –por experiencia– inevitable. Es por tanto una visión ideológica que se vuelve contra el argumento de una sociedad en la que armónicamente se realizan los individuos libres. Cuando se afirma que no hay oposición entre individuo y sociedad[67] se olvida que la revolución demolió la sociedad tradicional (particularmente en Hispanoamérica y en la Europa posrevolucionaria), aquella de las solidaridades naturales y los vínculos orgánicos. Luego, ¿de qué sociedad se habla? No puede ser otra que esa ficticia sociedad de individuos yuxtapuestos, la sociedad como suma de individualidades de la que habla Bentham, o como “concurrencia de individualidades desarrolladas” según Kateb[68], y que Tönnies descalificó llamándola «asociación»[69].

Cuando tardíamente los liberales redescubren que los vínculos comunitarios necesarios para la subsistencia de una sociedad todavía individualista –como ocurre con Ralf Dahrendorf y su concepto de las «oportunidades vitales», que requiere de chances y vínculos, de ocasiones y ligaduras que las afirmen y hagan perdurar[70]–, es para potenciar al individuo y sus intereses y no el bien particular del grupo social. “En el aspecto moral, el liberalismo descansa sobre la convicción de que lo importante es el individuo, la defensa de su integridad, de la ampliación de sus posibilidades, de sus oportunidades vitales. Los grupos, las organizaciones, las instituciones –asegura Dahrendorf–, no son un fin en sí mismo, sino que son un medio para el desarrollo individual. A su vez, el individuo, con sus motivos e intereses es la fuerza impulsora del desarrollo social. En consecuencia, la sociedad tiene que empezar por crear ámbitos de acción, por liberar fuerzas, que, en último término son fuerzas de los individuos”[71].

Más claramente: es la sociedad al servicio de individuo, los vínculos sociales en atención al ensanchamiento de los ámbitos de la libertad individual. Es la pretensión de una sociedad funcional al individualismo; porque eso que se suele llamar «sociedad» no existe como tal.

§20. Ser libre, en este mismo sentido, quiere decir ser dueños de nosotros mismos, como recordaba Sieyès en su proyecto de declaración de derechos de 1789: “Todo hombre es propietario de su persona”[72], dando una nueva base filosófica a la concepción liberal de los derechos: este patrimonio natural del que cada individuo es dueño está constituido por los derechos, esta propiedad de sí mismo y de los frutos de su actividad se traduce como derechos, potestas, “un área de espacio moral alrededor de un individuo”[73].

El individuo, propietario de su persona (§§27-30), es propietario también de los derechos que le pertenecen por naturaleza o le corresponden por reconocimiento legal[74]. La libertad natural, al penetrar en la sociedad tras el pacto constitutivo, y convertirse en objeto de relaciones jurídicas, se traduce en derechos. Para el liberalismo esos derechos son, en principio, «naturales», concepto que tiene un plural significado: en primer lugar, quiere decir que se trata de derechos que derivan o emanan de la misma naturaleza del hombre, en la que se fundan, derechos innatos; en segundo lugar, implica que son derechos anteriores a toda organización político-social, previos a la vida política porque el individuo los poseía con anterioridad a ella (en el «estado de naturaleza»); en tercer lugar, significa que esos derechos no dependen del Estado en su creación: éste sólo los reconoce y sanciona, no pudiendo negarlos porque son el fundamento moral de la vida social. Como decía Sieyès en el Ensayo sobre los privilegios: “la libertad es anterior a toda sociedad, a todo legislador (...) El legislador ha sido establecido no para conceder, sino para proteger nuestros derechos”[75].

La idea original del hombre como propietario de sí mismo, de sus acciones y de los productos o beneficios de esas acciones, configura lo que Macpherson ha llamado el «individualismo posesivo», tesis censurada por los liberales, pero con la que se expresa una idea de suma importancia, por la cual la relación de propiedad ha pasado a ser la más importante de todas por encontrarse en la naturaleza misma del individuo[76]. Luego, el eje de la vida social ya no será la razón, sino el interés.

 

6. De la razón al interés

§21. Para el liberalismo toda construcción social y política tiene como base al individuo racional, libre, autónomo y autosuficiente. El individualismo metodológico comporta una concepción individualista que se adopta como punto de arranque de la visión sociopolítica y se convierte en la finalidad del edificio social y político. Desde el nominalismo de Bentham y el evolucionismo individualista de Spencer al extremo individualismo de Nozick o el racionalismo constructivista de Rawls, el liberalismo ha entendido siempre que la sociedad es sólo una red de relaciones individuales, por lo que el interés público “no es sino los intereses individuales imposibilitados de perjudicarse recíprocamente”, según Constant[77].

La introducción del concepto de interés asociado al individuo echa nueva luz en el imposible bien común del liberalismo.

Locke y sus herederos concibieron el «interés» como la expresión de la moralidad individual, que se convierte en social o común en la medida que los hombres racionales comparten las valoraciones sobre sus intereses. Sostiene Wolin que el liberalismo sustituyó la conciencia individual por el interés, al que se invistió “de la misma inmunidad y santidad porque, como la conciencia, simbolizaba lo más preciado por el individuo, y que debía ser defendido contra el grupo o sociedad”. El interés es individual, el juicio sobre él es subjetivo y no puede imponerse por la fuerza, todo lo que Locke había predicado sobre la conciencia[78].

Luego en el centro de la vida social y política están los intereses, que desplazan el bien. Y el concepto de interés remite a lo que el individuo entiende y quiere para sí, es decir, a los «deseos»[79]. El interés es el egoísmo natural rectificado por la razón. “Es la ‘naturalidad’ del egoísmo lo que proporciona el único motivo aceptable y todopoderoso de la acción humana. Al perseguir cada uno sus propios intereses se inician los emprendimientos cooperativos, para provecho recíproco de cada uno”[80]. Lo que se contrapone al interés es la pasión; el interés es racional en su egoísmo, la pasión es ciega en sus tendencias irracionales; por lo tanto, “en la búsqueda de sus intereses los hombres se suponen firmes, constantes y metódicos, por oposición al comportamiento de los hombres que se ven castigados y cegados por sus pasiones”[81].

§22. El mundo moral pasó a ser gobernado por el interés, así como el mundo físico estaba regido por el movimiento. El interés es lo que mueve al individuo y, como tal, no puede ser malo, puesto que es lo que dirige y conduce los asuntos humanos. La moralidad del interés es consecuencia de que ocupa una zona intermedia de la acción humana que concilia la potencia destructora de las pasiones y la relativa ineficacia de la razón. “En efecto –escribe Hirschman–, se veía al interés participando de la mejor naturaleza de cada una de aquellas categorías, como la pasión de amor a sí mismo elevada y contenida por la razón, y como la razón dotada de dirección y fuerza por esa pasión”[82].

Al ser constante, el interés otorga previsibilidad a la acción humana y elimina la incertidumbre; hace posible un «orden» que congenia espontáneamente el beneficio privado con el interés público. Si la vida económica regida por el deseo incrementa las riquezas, la vida política que estimula ese deseo material vuelve constantes las acciones de los individuos y favorece la estabilidad de las instituciones[83].

§23. La primacía de los intereses de los individuos conlleva la inexistencia de un bien común, que, a lo sumo se identifica con aquellos intereses individuales agregados, lo que supone una sociedad en la cual las relaciones sociales no son más que conexiones meramente individuales. Para el liberalismo de ayer y de hoy sólo hay individuos guiados por sus intereses que, puestos a marchar juntos, dictan para sí reglas comunes. Los individuos son prioritarios; la sociedad es secundaria y accesoria, pues “la identificación del interés del individuo es previa e independiente a la construcción de cualquier lazo moral o social entre individuos”[84].

La vinculación «contractual» de los individuos entre sí (§24) supone el previo reconocimiento mutuo de iguales derechos para protección de sus intereses: los hombres se vinculan jurídicamente y, no obstante mantener una posición de independencia los unos de los otros, es la sociedad la que rompe con el hermetismo de los individuos.

Como consecuencia lógica de haber puesto al interés en el corazón de la vida individual y colectiva, el liberalismo degenera hacia formas utilitaristas[85], pues el interés individual traducido en derechos (naturales, positivos, convencionales) significa un Estado de derecho sin un fin común y con el sólo propósito compartido de proteger esos derechos[86]. Es el viejo dogma liberal de Locke[87] que perdura hasta nuestros días, y que se convierte en la tesis de un Estado liberal sin funciones (pues carece de fines) pero con atribuciones, sin voluntad y finalidad propias pero con competencias; atribuciones y competencias que se reducen al motivo de su invención: la garantía de la libertad individual, de los derechos e intereses de los individuos[88].

No puede ser de otra manera ya que si el «interés general» no es más que la suma de los intereses individuales, se da por descontado que éstos se arreglan espontánea o naturalmente, por un proceso de mano invisible como pretendía Adam Smith[89], y producen también espontáneamente ese interés general. Es cierto que la base de ese excedente o rédito adicional es el contrato, pero la ley también colabora a su producción, componiendo o arreglando lo que los intereses individuales no pueden hacer cuajar. Cuando los procesos de mano invisible son alterados por la intervención del Estado, ya no se hablará de interés general sino de «interés público»[90], que en un principio puede identificarse con lo que el Estado debe hacer en tanto que excede a la posibilidad de las capacidades de los individuos en el sistema natural de libertad[91], no obstante que, con el paso del tiempo –y más allá de las teorías e ideologías–, deviene interés estatal[92].

 

7. Sociedad contractual, derechos individuales y orden espontáneo

§24. El concepto liberal de sociedad no tiene ninguna connotación comunitaria: los socios ingresan a ella en su carácter de propietarios actuales o potenciales; es una sociedad en la que predominan las relaciones mercantiles, las vinculaciones de naturaleza económica, una sociedad que se mantiene unida no por elementos extraños, en principio, a la voluntad de los individuos, sino en virtud de la propia voluntad individual y sus intereses manifestada a través de contratos. La sociedad es «consenso»[93], un «plebiscito cotidiano» formado, mantenido y renovado permanentemente por las voluntades individuales[94]. De acuerdo a la formulación de Gray, la sociedad liberal es “la sociedad de hombres libres, iguales ante el rule of law, ligados entre sí por el respeto a los derechos de los otros y no por compartir un propósito común”[95].

El vínculo interindividual que materializa la sociedad fue siempre figurado a través del contrato: los hombres se relacionan por medio de contratos que son la manifestación de su voluntad. La sociedad liberal es, entonces, «contractual» y a través de ella nace la «civilización del contrato» montada sobre la autonomía de la voluntad[96], es decir, el culto a la voluntad, según la idea del hombre propietario de sí mismo, pues el individuo entra a la vida social dotado de derechos, especialmente del derecho de propiedad (§§27-30).

La racionalidad tanto como los intereses se expresan existencialmente en los derechos individuales, y por el ejercicio de sus derechos los individuos establecen las características del mundo. Los derechos individuales son opciones individuales dentro del ordenamiento social, pues, siendo negativos, no fijan ni establecen cómo deben ser ejercidos sino que limitan al poder, poder que se asienta en ellos, de los que toma su legitimidad. No importa, según se dijo, el ejercicio que el individuo haga de las libertades que le permiten sus derechos, sino que éstos estrechan y delimitan lo que el ordenamiento social tiene permitido. “Los derechos no determinan un ordenamiento social –escribe Nozick– sino que establecen los límites dentro de los cuales una opción social debe ser hecha excluyendo ciertas alternativas, fijando otras, etcétera. (...) Los derechos no determinan la posición de una alternativa o la posición relativa de dos alternativas en un ordenamiento social; ellos funcionan sobre un ordenamiento social para limitar la opción que puede producir”[97].

§25. Por otra parte, la sociedad liberal tiende a ser considerada como un sistema naturalmente armónico o autorregulado: los hombres que traban relaciones voluntarias y ejercen libremente sus derechos producen natural y espontáneamente una armonía de todos los intereses. Esta idea se originó en la economía, en lo que Adam Smith (§23) llamó el «sistema natural»; pero pronto fue trasplantada a toda las expresiones interindividuales, entre otras razones, porque los propios liberales veían en la sociedad el terreno de las relaciones mercantiles.

La hipótesis del orden espontáneo se explica así: los intereses de los diferentes individuos se satisfacen en un sistema de competencia social similar al mercado; y a través de este mecanismo competitivo se produce de una manera espontánea, no deliberada, una trama de relaciones justas y equilibradas por el imperio de leyes y de principios armonizadores, como las explicaciones de «mano invisible», resultado que está más allá de la voluntad de cada uno de los participantes. Escribía John Stuart Mill: “En tanto [los hombres] están cooperando, sus fines se identifican con los demás; hay un sentimiento, temporalmente al menos, de que los intereses de los demás son sus propios intereses”[98].

El argumento de Mill es similar al principio adoptado por Adam Smith para explicar el funcionamiento de la economía: el mejor bien social resulta de la búsqueda del provecho individual, del propio interés; el desarrollo y el progreso sociales devienen del desarrollo y del progreso de los individuos[99]. Al identificarse el progreso social con el progreso o desarrollo de los individuos, tal mejoramiento social se contabiliza por el mayor beneficio individual. Se trata, en realidad, y a pesar de sus defensores, de un sistema sin previsibilidad ni normalidad, es decir, sin normas sociales, porque la «norma» –si aún puede seguir usándose este concepto– que ha de prevalecer es la libre conducta individual, la de la espontaneidad individual, que repudia toda regularidad, toda autoridad. Un sistema social y político que adopta como eje ordenador a individuos que actúan libre y espontáneamente, sin más límite que sus particulares racionalidades, sus intransferibles decisiones, sus propios intereses y sus singulares ideas sobre el bien y el mal, es un no sistema, una no sociedad que privilegia la imprevisibilidad y en la que lo normal o habitual es la ausencia de patrones fijos y establecidos de conducta; en otras palabras, el relativismo de índole subjetivista del que mana una «espontánea anarquía»[100].

El liberalismo, sin embargo, hace derivar de tal hipótesis la ideología de la armonía social, que no es responsabilidad de los gobernantes, ni designio de nadie, sino el resultado del espontáneo desarrollo de las fuerzas económicas y sociales, no alterado por la presencia de la autoridad o del poder. Pues si la sociedad liberal es a-estatal o despolitizada –siempre que la política se reduzca a lo estatal–, no requiere del Estado ni de la política propiamente dicha para organizarse y funcionar. La sociedad trabaja espontáneamente –en el doble sentido de marchar de manera natural y azarosa– y se regula a sí misma por los convenios individuales –que son adaptación a las reglas del orden– de los que resulta el mejor rendimiento social. Sin embargo, implica también que, a raíz de la distinción esbozada por Locke entre Estado y sociedad, el Estado es concebido como un mecanismo, una construcción artificiosa de los hombres, lógica y ontológicamente posterior a la sociedad y subordinado a ella.

§26. Adviértase que hay un claro paralelismo entre la concepción liberal de la economía y la idea la sociedad, en tanto los fenómenos económicos son idénticos y coextensivos con los fenómenos sociales[101]. La economía posee en sí su propia regulación natural; la sociedad se regula a sí misma por los acuerdos voluntarios, contractualmente. En ambos casos, un proceso de mano invisible permite conjugar el interés individual con el interés colectivo, ya se trate del mercado o de la espontaneidad social. La política únicamente aporta la ley y los jueces –que son su boca muda de la ley– entendidos como la coerción inevitable que corrige desarreglos sociales también inevitables.

Por demás, al igual que sucede con el mercado, el orden espontáneo de la sociedad es invisible. Dice Hayek: “No podemos ver ni de otra manera percibir intuitivamente la existencia de esa estructura de comportamientos significativos que caracterizan a cualquier orden. Hemos de limitarnos a establecer mentalmente su existencia aprehendiendo de las relaciones que entrelazan entre sí a sus distintos elementos. Y es a tal realidad a la que se pretende aludir el carácter abstracto de este tipo de órdenes”[102]. Esto es, la naturaleza abstracta del orden espontáneo lo hace imperceptible porque naturalmente los individuos se comportan según sus desconocidas reglas; luego, no es un orden «real» sino «racional», no un orden de la realidad que la razón descubre sino un orden que la razón «pone» en una serie de comportamientos cuya relación no es en principio aprehensible. Hemos retornado a Kant (§7) y a la invención racional de lo real.

Igualmente, así como el mercado solo funciona en un régimen basado en la propiedad privada de los medios de producción, también la sociedad logrará los beneficios naturales del conjunto si se sostiene en la propiedad privada.

 

8. Propiedad pri vada y self-ownership

§27. La conexión de todos los elementos desgranados en los puntos anteriores se encuentra en el siguiente pasaje de von Mises: “La enseñanza esencial del liberalismo es que la cooperación social y la división del trabajo sólo pueden lograrse en un sistema donde los medios de producción sean de propiedad privada, es decir, dentro de una sociedad de mercado o capitalista. Todos los otros principios del liberalismo –democracia, libertad personal del individuo, libertad de opinión y de prensa, tolerancia religiosa, paz entre las naciones– son consecuencias de este postulado básico. Solamente pueden concretarse dentro de una sociedad basada en la propiedad privada”[103].

No es ningún descubrimiento que los liberales han privilegiado la propiedad privada en todas sus formas y en todo tiempo; lo reconocen sus ideólogos al igual que sus críticos. El derecho de propiedad privada ha sido para el liberalismo el derecho elemental del que depende una vida individual libremente desenvuelta. “La manera de ser de la vida humana –decía Locke– trae necesariamente como consecuencia la propiedad particular”[104].

Siendo la propiedad privada el derecho básico de todo individuo, se sustituye al bien común tanto como que la jerarquía de los bienes se invierte: los espirituales quedan supeditados a los materiales, de donde el interés general o público, en el liberalismo, se identifica con el provecho económico de los individuos, es decir, su interés material por la previsión individual y la protección estatal. Y esto no requiere de mayor probanza. La doctrina católica ha denunciado constantemente el materialismo en el que se desbarranca la sociedad liberal. Sin embargo, el argumento liberal fluye, casi siempre, a un testimonio superior y que ya hemos mencionado (§20): la propiedad de sí mismo (self-ownership).

§28. No desconozco que algunos liberales rechazan esta afirmación, por considerarla un tinte racionalista que pervierte el concepto de libertad negativa[105]. Sin embargo, sigue siendo una tesis de escuela, que se remonta a Hobbes y Locke, como demostró Macpherson, mal que les pese a ciertos liberales. Y, en las últimas décadas ha sido reflotada y vigorosamente discutida a partir del libro de Robert Nozick[106].

En principio, según Nozick, el derecho de propiedad no expresa la posesión de una cosa externa, sino la tenencia de derechos teóricamente separables de esas cosas. Es en este sentido que los derechos de propiedad se ligan a la autonomía individual. “Los derechos de propiedad son considerados como derechos para determinar cuál opción, entre una clase especificada de opciones posibles relativas a algo, será realizada. Las opciones admisibles son las que no cruzan el límite moral de otro: usando nuevamente un ejemplo –afirma Nozick–, el derecho de propiedad sobre un cuchillo no incluye el derecho de colocarlo entre las costillas de otro contra su voluntad”[107].

De aquí que el derecho de la propiedad de uno mismo sea una de las tantas formas de que puede recubrirse la idea de autonomía moral. El ser propietario de mi persona me da el derecho a discernir entre las diferentes opciones admisibles desde un punto de vista moral y, es lo que permite «decidirme». Nozick podría haber optado por repetir a Kant y exponer el principio universal a priori del derecho, concibiendo al individuo como un entramado de libertades, en el que la libertad (arbitrio) de cada uno se armoniza con la de los demás, según una ley general de libertad; pero se mantendría en un plano abstracto que requeriría de ulteriores precisiones para derivar de ese principio los derechos y las libertades concretas. Podría también haber seguido a Locke y explicado esa autonomía a través de un conjunto de derechos naturales que caracterizan la libertad o el estatus de hombre que importa el derecho a tener derechos; pero el procedimiento hubiera sido igualmente abstracto. Por eso el camino de Nozick difiere del de Locke y Kant.

§29. No obstante que en Locke podría haber encontrado los primeros rasgos del principio de la propiedad de uno mismo[108], lo que preocupa a Nozick es derivar de tal principio una norma moral de la que extraer una concepción de la propiedad y de los derechos. Esa normal moral es la que indica que, como propietarios de nosotros mismos, solamente nosotros podemos dar un sentido a nuestra vida, o mejor dicho, descubrir el misterio de la vida. Según Nozick lo que da sentido a la vida es la capacidad de la persona para labrar su vida de conformidad a un plan general, pues “únicamente un ser con la capacidad de modelar así su vida puede tener, o esforzarse por tener, una vida llena de sentido”[109]. La teoría de los derechos que se sigue de esta norma los caracteriza como «procesales» en tanto que derivados de esa propiedad de sí mismo, pues para quien parte de ella es obvio que diseñar un plan de vida y perseguirlo requiere de los recursos indispensables para tener éxito; es decir, ser dueño de uno mismo es empezar a hacerse propietario de las cosas externas necesarias para ratificar la autonomía frente a los demás y de los derechos a esas cosas; realizarse como fin y no esclavizarse como medio de los otros individuos.

La norma moral de Nozick es semejante a la explicada por Mill en su ensayo Sobre la libertad o por Kant en su Metafísica de las costumbres: indica que nadie puede decidir sobre nuestra vida salvo nosotros mismos; que nuestra capacidad para diseñar planes de vida importa la de establecer nuestros fines y adoptar las decisiones que nos permitan alcanzarlos. Nozick lo dice categóricamente al final de su libro: “Que se nos trate con respeto, respetando nuestros derechos, nos permite, individualmente o con quien nosotros escojamos decidir nuestra vida y alcanzar nuestros fines y nuestra concepción de nosotros mismos, tanto como podamos, ayudados por la cooperación voluntaria de otros que posean la misma dignidad”[110].

La importancia que asigna Nozick a esta prescripción moral es fundamental: la gravitación moral de esa capacidad humana de imaginar la propia existencia y de actuar de acuerdo al plan general de vida que cada uno quiere vivir, le otorga a nuestra individualidad un sentido, un significado, colma la vida de motivos que la hacen merecida y anhelada[111]. Esto es lo que Nozick explorará en otra de sus obras: si no hay nada más que esta vida, si después de ella no hay ninguna otra realidad, debemos entender que somos los creadores de nuestra propia vida, que ésta tiene para nosotros un carácter sacro[112], pero de una sacralidad profana.

Dicho de otra forma: Nozick está repitiendo y radicalizando la misma idea que ronda el concepto liberal de libertad, esto es: que el individuo es libre, nace libre, nadie le da la libertad porque naturalmente ya la posee. Este clásico concepto Nozick lo explica con el principio de la propiedad de uno mismo: somos propietarios de nuestra libertad porque lo somos primero de nosotros mismos; por eso somos también dueños de nuestros derechos. Cada cual es un individuo propietario, con libertad de decisión para entrar en relaciones de intercambio con otros individuos. Lo que ha cambiado –de Locke a Nozick– son las circunstancias históricas pero no la naturaleza del argumento: si la primera idea liberal se imponía frente al abuso del poder del absolutismo y las pretensiones de acoger los derechos como simples concesiones regias, esta teoría de la propiedad de sí mismo refuerza la capacidad de configurar nuestra propia vida frente al Estado de bienestar contemporáneo y su catálogo de políticas de redistribución de riqueza.

§30. Nozick afirma la propiedad de uno mismo para extraer de ella, más allá de las exigencias morales a las que se somete la sociedad liberal, un corolario político-económico: la condición de ser propietarios de nosotros mismos exige una sociedad de mercado libreen la que cambiamos y transferimos cosas y bienes necesarios para vivir, valiéndonos de nuestras condiciones y capacidades sin la intervención de ningún poder coactivo que interfiera los cambios, porque eso importaría violar la premisa de la cual se está partiendo: la autonomía moral que demanda que se me trate como fin y no como medio.

El liberalismo tiende –con tendencia ideológica, no como propósito de gobierno– a una sociedad de propietarios; en principio, ya cada individuo es dueño de sí mismo y con eso gana el título a ser ciudadano de la república liberal. Pero si sólo me poseo a mí mismo, ¿cómo puedo desarrollar mi original plan de vida? Necesito poseer derechos que me permitan acceder a la propiedad de medios de vida. Retornamos así a la afirmación de von Mises con la que abrí esta sección (§27). Y lo que se declaraba era procesal se ha vuelto esencial, pues como sostiene Gray “la conexión entre la propiedad y las libertades básicas en estos casos es constitutiva y no solamente instrumental”[113]. Pues, en buen romance, no hay libertad ni libertades sin propiedad privada. Luego, para ser libres hay que ser propietarios.

Y la propiedad nos conduce necesariamente al pluralismo, porque “el argumento central que liga a la propiedad privada con la propiedad de sí mismo apela al carácter privado de la propiedad como a un vehículo institucional para la toma descentralizada de decisiones”, pues solamente puede llamarse plenamente liberal la descentralización de las decisiones “al nivel de los individuos”, esto es, que cada individuo actúe según sus propios valores permitiendo constricciones mínimas de los otros individuos[114]. El liberalismo, por lógica consecuencia, conduce al pluralismo.

 

9. Neutralidad y pluralismo

§31. Siguiendo con Nozick, éste autor enuncia una tesis común a los liberales: el Estado o el gobierno tiene que ser “escrupulosamente neutral entre sus ciudadanos”[115]. La neutralidad del poder político es el resultado del individualismo, de una sociedad de poderes-derechos repartidos, que no acepta otra autoridad que establezca valores o fines a perseguir más que el propio individuo. La idea de la neutralidad, cara al liberalismo y realzada en los últimos tiempos[116], es una herencia del subjetivismo moderno que sostiene el carácter relativo e individual del bien, su carácter privado. Siendo así, nadie puede imponer a los individuos ninguna valoración. “Interesarse por la autonomía individual –dice Scanlon– es interesarse por los derechos, las libertades y otras condiciones necesarias para que los individuos logren sus propios designios e intereses, y para que hagan efectivas sus preferencias al modelar sus propias vidas y al contribuir a la formación de la política social. Entre estos derechos están los que protegen a la gente de diferentes formas de intervención paternalista”[117].

O, como pretende Dworkin, la neutralidad es la consecuencia de la igualdad o su expresión, y la moral del liberalismo se forma entorno a “una teoría de la igualdad que exige la neutralidad oficial frente a las teorías de lo que es valioso en la vida”[118].

Como quiera que sea, la neutralidad tiene un fundamento metafísico en el nominalismo individualista; un fundamento ético en el subjetivismo moral; y un fundamento político en el pluralismo que atiende ora a la diversidad de sujetos individuales que producen valores, ora a la pluralidad de concepciones sobre los valores[119]. Incluso podría aducirse un fundamento epistemológico, como en el caso de Bruce Ackerman[120].

§32. De acuerdo con Ackerman, el principio de la neutralidad es un principio liberal fundamental, y que se define del modo que sigue: “Ninguna razón es buena razón si requiere del titular del poder para afirmar: (a) que su concepción del bien es mejor que la declarada por cualquiera de sus ciudadanos, o (b) que, independientemente de su concepción de lo bueno, él es intrínsecamente superior a uno o más de sus conciudadanos”.

La neutralidad, en este planteo epistemológico, demanda la nulidad de todo intento de establecer que una idea es superior a otra, que una idea verdadera. Por ello Ackerman destaca que el principio de neutralidad no puede ser defendido ni atacado desde una perspectiva filosófica, pues toda concepción filosófica no es neutral respecto del bien. La justificación del liberalismo depende, entonces, de la web of talk, de la red o la trama del discurso, que debe basarse, necesariamente, en “el realismo acerca de la corrosividad del poder; el reconocimiento de la duda como un escalón del conocimiento moral; el respeto a la autonomía de las personas”. En suma, la estructura central del liberalismo se erige sobre el scepticism concerning the reality of trascendent meaning, el escepticismo relativo a la actualidad o veracidad de todo significado, propósito o explicación trascendente. En este mismo tono arguye Ackerman que la dura verdad es que “no hay ningún significado moral escondido en las entrañas del Universo”[121].

Ahora bien, del plano cognitivo hemos descendido al moral y de éste extraemos consecuencias políticas. En efecto, de los dichos de Ackerman deriva una posición en términos de legitimidad: “Una estructura de poder es ilegítima si ella únicamente puede ser justificada a través de una conversación en la cual alguna persona (o grupo) debe afirmar que él es (o que ellos son) la autoridad moral privilegiada”[122]. La pluralidad de las concepciones sobre lo bueno es irreductible y el Estado o la agencia de poder no puede argüir a favor de la moralidad preferente de una de ellas, cualquiera que sea. Juzgar sobre lo bueno y lo malo, sobre las materias morales, no es asunto de la autoridad sino competencia de los individuos, es, por tanto, relativo[123].

§33. Lo que no se discute, empero, es el pluralismo. En Kant y en Mill, como en todo el viejo liberalismo racionalista y satisfecho, el individualismo procuraba un deseable pluralismo en modos de vida y experiencias morales que condujo al actual pluralismo con rasgos de fragmentación irrefrenable, pluralismo que no se quiere metafísico ni moral, sino político que, siendo querido, amenaza no obstante a la misma sociedad política haciendo imposible la convivencia. El pluralismo, ya no como ideal sino como hecho social, ha desbordado la privacidad de las doctrinas particulares y genera conflictos en la vida pública. Esto es lo que pretende enfrentar John Rawls cuando escribe que, “dado el hecho del pluralismo razonable, los ciudadanos no pueden estar de acuerdo acerca de ninguna autoridad moral, así se trate de un texto sagrado o de una institución. Tampoco se ponen de acuerdo acerca del orden de los valores morales, ni acerca de los dictados de los que algunos consideran la ley natural”[124]. No es, por ende, una condición social pasajera o una situación esporádica de la sociedad, “es una característica permanente de la cultura pública de la democracia”, el “inevitable resultado de la libre razón humana”, según apostilla Rawls[125].

La idea de que una racionalización holística o sistémica, como la de Parsons o la de Easton, no tiene ya sentido por su exagerado optimismo y su contraste con una realidad pluralista a ultranza, da lugar al constructivismo político esperanzador. Si somos capaces de diseñar los procedimientos de consenso, sobre vendrá el acuerdo a pesar del pluralismo y sin mengua de éste. “Entonces –escribe Rawls– adoptemos el punto de vista constructivista para justificar los términos justos de la cooperación social tal como se derivan de los principios de la justicia en que se hayan puesto de acuerdo los representantes de los ciudadanos libres e iguales, imparcialmente situados”[126].

Nótese, al pasar, que el liberalismo constructivista no ha salido del «parroquialismo»[127], sigue mirándose el ombligo, haciendo teorías universales basadas principalmente en la experiencia democrática yanqui, en los va lores políticos de una democracia constitucional que, por exitosa, funge de modelo para todo el orbe[128]. Y tal experiencia, además, se quiere hacer pasar por «moral» en el sentido de que el modus vivendi de la sociedad norteamericana es más que un estilo: es un régimen constitucional de virtudes públicas, superior a otras formas de moral, porque alienta virtudes morales de cooperación, socialmente ventajosas[129]. Esto es, la doble moral que siempre se ha atribuido a la sociedad norteamericana: una moral pública que no se sustenta en las virtudes personales, que prescinde de ellas o bien le son indiferentes. Es una versión hodierna del viejo acertijo kantiano: “no es la moralidad la que condiciona una buena constitución –escribía Kant–, sino al contrario: una buena constitución dará como resultado la formación moral del pueblo”[130].

§34. Según ello, como no es posible llegar a un acuerdo en cuestiones éticas, relativas al bien, ni tampoco en cuestiones de principios, que tocan a la verdad, el pluralismo es una invitación a un arreglo razonable, descartando las dificultades teóricas y concentrándose en el uso de la razón práctica kantiana que habilitará los procedimientos del consenso entre los ciudadanos. Es decir, el pluralismo tiene necesidad de prescindir de la verdad; no la niega en su escepticismo –posiblemente haya algo verdadero y como tal inmutable–, pero no se interesa por ella para construir el acuerdo político, porque es un impedimento para el consenso[131].

Luego, hay que concentrarse en el pluralismo razonable, es decir, en aquellas doctrinas que, siendo diversas, están dispuestas a ofrecer términos comunes de acuerdo y cooperación y a cumplirlos; pluralismo razonable de personas que se guían no por ideas del bien general sino por la necesidad de cooperar en el mundo social en condiciones de libertad e igualdad[132]. Vivir en una sociedad pluralista demanda de las personas el guardar en su pecho sus concepciones sobre lo bueno para poder establecer un consenso sobre aquello que convienen y aceptan en común como justo, esto es, como lo que nos permite cooperar.

El resultado es la idea de la «justicia modular», la justicia como un módulo que, siguiendo a Rawls, “encaja en varias doctrinas comprensivas razonables y que puede ser sostenida por ellas, las cuales perduran en la sociedad a la que regula”[133]. La justicia política, que ha descartado ya la verdad, ahora desecha el bien, los principios éticos, para contentarse con una solución pragmática del desacuerdo al que naturalmente lleva el pluralismo. Abandonar el propio punto de vista, buscar uno que sea independiente y que permita la cooperación por medio de ideas afines, tal la tarea del constructivismo político a lo Rawls. “El criterio –insiste Rawls– no consiste en que los bienes primordiales sean justos en función de las concepciones comprensivas del bien relacionadas con tales doctrinas, mediante el logro de un equilibrio entre ellas, sino que sean justos para los ciudadanos libres e iguales, como personas que tienen esas concepciones del bien”[134].

Rawls, como Hobbes, privilegia al Estado como paraguas protector de la individualidad; pero, como Rousseau, demanda –al exigir la postergación de las ideas sobre el bien y las concepciones sobre la verdad– que nos veamos a nosotros mismos sólo como ciudadanos, que nos transformemos en ciudadanos de una democracia que nos entrega, a cambio, la posibilidad de cooperar civilizadamente. Es un argumento típicamente gnóstico que prohíbe, en la vida pública, ir más allá de lo convenido como adecuado y conveniente a fines inmediatos, prohíbe el preguntarse públicamente por la verdad y el bien ante la prioridad de la práctica[135]. Rawls lo justifica del siguiente modo: el constructivismo político “no critica las explicaciones religiosas, filosóficas o metafísicas de la veracidad de los juicios morales o de su validez. La razonabilidad es su norma de lo correcto y, dados sus objetivos políticos, no necesita ir más allá”[136]. Es decir, la prohibición de preguntar se formula como el desinterés de la teoría que pone la política por encima de la verdad[137] y, por lo mismo, no solamente la sociedad democrática y liberal renuncia a la verdad sino que, además, la teoría vive en la opinión, se hace ideología.

§35. Si se practica un balance de lo dicho hasta aquí, tendremos que una sociedad liberal, individualista y pluralista, únicamente es posible por la interdicción de la verdad y la separación pública entre la justicia y el bien, entre el derecho y la moral[138]. Así se ha sostenido desde Locke hasta Rawls. En todo caso, la sociedad liberal no tiene más necesidad que de una moral cívica –como estaba ya en Locke y que Rawls hace consistir en virtudes políticas–, es decir, funcional al liberalismo. Toda otra demanda de bienes es devuelta al mundo del individuo. ¿Qué otra cosa se quiere decir con doctrinas comprensivas razonables, en el lenguaje de Rawls, sino aquellas que no se oponen a los propósitos políticos de la sociedad liberal?

Lo que cada uno cree, lo que cada uno considera bueno o verdadero, ante las cuestiones políticas fundamentales debe ser postergado. Lo razonable –si queremos alcanzar un consenso– es que tales concepciones “se dejen a un lado en la vida pública”[139]. El bien interfiere con lo justo, las exigencias privadas de una vida buena o desarrollada no pueden trasladarse de inmediato a la razón pública; ésta es como un cernidor que sólo deja pasar, en pos de la cooperación, aquellas concepciones del bien que no son conflictivas con la idea de una justicia política. Luego, el pluralismo liberal es una política sin moral, una justicia inmoral, completamente autorreferencial, “puramente procedimental”. Lapidariamente afirma Rawls que “lo justo lo especifica el resultado del procedimiento”, pues “no existe un criterio previo formado con el cual haya que comprobar el resultado”[140].

El pluralismo se ha convertido en el criterio rector de la política y también de la moral: hay una moral pluralista que no quiere ser relativista y que huye de sus propias consecuencias en pos del convencionalismo, es decir, del consensualismo ético. Luego la justicia es lo que resulte del consenso entre los participantes[141]. “El pluralismo –escribe Kekes– centra su atención en los valores como constituyentes de la buena vida. Son buenos por la satisfacción personal y el mérito moral que poseen. Estos componentes de realización de lo bueno dependen de la comprensión de las posibilidades que razonablemente podemos evaluar”. Esto es, la e valuación de las posibilidades conduce a una elección de los valores realizables para evitar el conflicto. Luego, los valores éticos son “opcionales” y, por cierto, la justicia lo será, porque lo más importante es la libertad de que dispongamos para construir nuestra propia vida, porque nuestros semejantes se beneficiarán de todas nuestras experiencias vitales[142].

 

10. Conclusión

§36. Entre el viejo y el nuevo liberalismo se pueden observar cambios, como sucede a toda ideología con el paso del tiempo. Pero son superficiales, si se quiere de enfoque o teóricos, siempre con el objetivo de re n ovar la vitalidad de la ideología. El paso del tiempo no ha significado, sin embargo, ningún cambio respecto de repudio liberal por la tradicional noción de bien común. En el texto que he ofrecido creo que se comprueba que de Hobbes y Locke a Nozick y Rawls, el bien común no tiene cabida en el liberalismo, salvo que lo confundamos con el interés general o el bienestar colectivo u otro concepto semejante, que los liberales están dispuestos a emplear, en algunos casos a duras penas.

Es que la incompatibilidad entre los extremos que he considerado está en la raíz del liberalismo. Como han señalado Ferry y Renaut, es propio de los siglos XVIII y XIX que las declaraciones liberales de derechos se piensen a partir de “una esencia abstracta del hombre”, y que esta “idea indeterminada del hombre en su calidad de hombre”, constituya un “valor superior a todas las determinaciones que haya impreso en él la época, la categoría social o la sujeción universal”[143]. Habría que aclarar, no obstante, que se trata de una abstracción selectiva, que toma del hombre lo que es necesario a la ideología. Y tal perspectiva deformada de lo que es la persona humana perdura en los intentos de remozamiento del liberalismo en el siglo XX.

Es decir, se trata de un individualismo metodológico, de una unidad primaria y última de análisis y construcción. Kant fue quien, en sede filosófica, mejor definió esta idea abstracta (moral, optimista y racional) de la naturaleza humana liberal cuando, al exponer el principio universal a priori del derecho, lo entiende como un entramado de libertades, en el que la libertad de cada uno se armoniza con la de los demás, según una ley general de libertad). Así[144] se hace comprensible la máxima liberal que afirma que “cada hombre es el mejor juez de su propio interés” (Bentham) pues, como ser racional y moral, es él el único capacitado para comprender ese interés, afianzarlo y perseguirlo. Es por ello que el liberalismo decimonónico sostendrá que la “lógica del interés personal” conduce a la armonización de esos intereses, de tal modo que cuando un individuo se ocupa de sus propios asuntos contribuye a los intereses del conjunto (A. Smith) o a la utilidad común (Bentham)[145]. En el siglo XX Hayek y otros prosélitos del orden espontáneo han continuado esta vertiente ideológica.

§37. Ahora bien, en línea con Hobbes, los liberales deben llegar a la conclusión que expuso von Mises: el Estado es coerción, es decir, limitación a la libertad. “El Estado –escribe von Mises– es esencialmente un aparato de compulsión y coerción. El rasgo característico de sus actividades consiste en imponerse a las personas por medio de la intimidación o de la fuerza, para obligarlas a comportarse de una manera diferente a la que ellas desearían”[146]. Sin embargo, mientras Hobbes veía en ello el precio a pagar por vivir en sociedad de un modo seguro y salvar nuestras vidas, el economista austríaco lo formula desde una perspectiva negativa: vale más, para el desarrollo de la individualidad, la espontaneidad de la libertad que el orden coactivo estatal.

Y entre Hobbes y von Mises, no hay duda de que la razón asiste a Hobbes: el Estado debe necesariamente ser un aparato de represión para posibilitar si no la convivencia, al menos la coexistencia, la seguridad. Pero una afirmación tan brutal se da de narices con el liberalismo, porque ¿cómo admitir que sólo somos libres bajo la necesaria represión del poder? La gran pregunta de los liberales, de Locke a nuestros días, es la que repite Rawls: “¿Cómo es posible que haya una sociedad estable y justa cuyos ciudadanos libres e iguales están profundamente divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales, conflictivas y hasta inconmensurables?”[147]. Más derechamente: cómo es posible vivir socialmente con individuos que no son amigos y viven en conflicto.

La respuesta de Rawls es que podemos vivir en sociedad siempre que nos pongamos de acuerdo en los procedimientos y en un mínimo de justicia compartida, política, que no se identifique con ninguna de esas doctrinas conflictivas, pero que todas puedan ver en ese mínimo un vínculo común que facilite el consenso. Es decir: no hay que preguntarse qué es la política y para qué vivimos de un modo político; basta con un planteo de constructivismo racionalista –artificio teórico al que recurre Rawls para evadir el contractualismo– del que se deriven instrumentos consensuales e instituciones y ritos procedimentales[148]. Esto es, la democracia constitucional que nos legaran los Estados Unidos de América.

§38. Ahora bien, esta tensión interna al liberalismo me sugiere algunas reflexiones finales. La primera me lleva a aplaudir el aserto de Koselleck que Castellano ha reiterado en sus estudios.

Pues, en efecto, la libertad de conciencia y de crítica, exaltada por la Ilustración, lleva inevitablemente, según Koselleck, a la guerra civil dentro del Estado. “La guerra civil, que fue eliminada por el Estado, resurge de nuevo inesperadamente; y ello, precisamente, en el ámbito privado interno, que el Estado hubo de conceder al hombre en cuanto que tal hombre. Domina en él la libertad absoluta, el «bellum omnium contra omnes»”. El recurso de suponer a todos los individuos siendo partes de la soberanía, hace que ésta gane un imperio indisputado; la tal soberanía de los individuos racionales constituye, a juicio de Koselleck, “el modelo de una forma estatal para la cual se legaliza la guerra civil, bien que de modo puramente espiritual, y se convierte en fundamento de la legitimidad”[149].

Castellano vuelve sobre este punto y al considerar la objeción de conciencia, el instituto jurídico que hace de la conciencia individual el juez de la ley, llega a similar conclusión que Koselleck: es la “garantía del ejercicio de la anarquía” pues conserva un hipotético derecho del estado de naturaleza “dentro de la sociedad civil contractualista”, lo que no puede llevar sino a la “disolución de la comunidad estatal”[150]. Y lo mismo cabría decir, de modo general, de los derechos humanos como exacerbación del individualismo, fundados en la libertad negativa[151]. Para Castellano, con el liberalismo la sociedad se convierte en tribu porque los derechos individuales, en los que se plasma la libertad negativa, institucionalizan el «principio de la guerra», pues el estado de naturaleza (su ficción) subsiste ahora al interior del Estado que se convierte en procurador de la anarquía, en garante de la guerra. Guerra que “decreta la muerte del bien común”[152].

§39. La segunda reflexión final tiene que ver con la causa de esta anarquía liberal. La raíz de todas estas dificultades se encuentra en la negación del orden del ser, en el nominalismo seguido del convencionalismo, que obliga a imaginar racionalmente cómo es la realidad, partiendo de una noción racionalista-mecanicista de la naturaleza física[153], y llegando a la concepción de la naturaleza humana como una individualidad, esto es, un individualismo tenaz en doctrina y ferozmente intolerante y disolvente en la práctica. Dejo la palabra a de Ruggiero: “El homo novus, que ha repudiado toda mediación eclesiástica en pro de sus intereses ultraterrenos, mantiene también esta intolerancia en la organización de su vida terrena. Quiere ser su propio crítico, su propio juez, su propio abogado, su propio administrador, su propio gobernante”[154].

Desde la perspectiva liberal el orden social es imposible en la misma medida que no, existe propiamente naturaleza humana, pues eso que llamamos hombre es un hacerse progresivo que carece de meta o fin, tiene un futuro abierto[155]. El individualismo progresista (§5) fue la creencia de John Stuart Mill: la libertad hace al individuo un ser moldeable según su propio querer, un sujeto proteico que se manifiesta tal en tanto distinto y original[156]. El legado ha sido recogido y la utopía del autodesarrollo individual ha pasado al personalismo del siglo XX[157].

¿Cómo es posible sostener que existe un orden social si se niega todo orden en la persona? ¿De qué manera puede implantarse un orden en la sociedad partiendo del supuesto de la libertad negativa, de que el individuo libre no está sometido a ningún orden pues es un ser en «libre desarrollo», un ser que se autodetermina? Rafael Gambra ya lo había advertido al criticar la deriva nihilista en el existencialismo: “Si no hay un orden inmutable de causas ni de normas, habrá el hombre de escoger su destino en la soledad y en el abandono; pero será en este escoger donde cada hombre cree su propia personalidad, porque su ser es personal, esto es, un proceso acumulativo de autocreación”[158].

O la política liberal traiciona la ideología y retoma el camino hobbesiano de la supremacía estatal, o bien exalta la libre autodeterminación y acaba en la anarquía. Ambas tendencias convive n en el liberalismo y se manifiestan en las sociedades hodiernas, con esa mezcla bizarra de imposición y libertad negativa que produce un desorden permanente, un conflicto interminable entre seguridad y libre manifestación de la voluntad del yo.

§40. En todo caso, ayer y hoy, la libertad humana es la celebración del no orden a consecuencia de la negación del bien y la celebración de un individualismo vitalista con tintes escépticos[159]. Pues si el bien –aquello que todo hombre apetece– es el fin del movimiento, el reposo del ser, la negación del bien es la apoteosis del movimiento incesante y de la insaciable búsqueda. No hay un telos que sea el bien, sino objetivos mudables, propósitos cambiantes, que certifican la prioridad de la búsqueda, de la exploración y la experimentación de la propia vida como una libre construcción. Lo decía Rousseau: “Le repos et la liberté me paraissent incompatibles[160].

Todo ello por esa enfermedad que el pecado de soberbia de la modernidad desplegó como peste y que llega hasta el día de hoy. “Sustituyeron el amor de Dios –escribió Carl L. Becker– por el amor de la humanidad; la vicaria expiación, por la perfectibilidad del hombre con su propio esfuerzo; la esperanza de inmortalidad en el otro mundo, por la esperanza de pervivir en la memoria de las generaciones futuras”)[161].

El liberalismo ha construido su propia teodicea, la del no ser, la del hacerse: hacerse tanto del individuo como de la sociedad desde la libertad que es y que somos, desde el progreso que es y que somos. Movimiento sin fin que es la negación del bien de la persona y de la comunidad política, del bien común.

 

[1] La incompatibilidad ha sido puesta de manifiesto por algunos politólogos, por caso Bruce DOUGLASS, “The common good and the public interest”, en Political Theory, vol. 8, n.º 1 (febrero 1980), págs. 103-117, aunque pobre en fundamentos.

[2] Así, Stephen HOLMES, “La estructura permanente del pensamiento antiliberal”, en Nancy L. ROSENBLUM (dir.), Liberalism and the moral life, 1991, que se cita en la versión española: El liberalismo y la vida moral, Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, 1993, págs. 258-259; y José SANMARTÍN, “El bien común como idea política. John Stuart Mill, los liberales y sus críticos”, en Foro Interno, n.º 6 (2006), págs. 125-153.

[3] Louis DUMONT, Essais sur l’individualisme: une perspective anthropologique sur l’idéologie moderne, 1983, que se cita de la versión española: Ensayos sobre el individualismo, Alianza, Madrid, 1987, pág. 95.

[4] Cornelio FABRO, La crisi della ragione nel pensiero moderno, al cuidado Marco NARDONE, Forum, Udine, 2007, pág. 49.

[5] FABRO, La crisi della ragione nel pensiero moderno, cit., pág. 44.

[6] FABRO, La crisi della ragione nel pensiero moderno, cit., pág. 41. Al intelecto los nominalistas lo entienden en clave bíblica, como el estimulante orgullo de la subjetividad humana.

[7] Así, Guido DE RUGGIERO, Storia del liberalismo europeo, 1925, que se cita en su versión española: Historia del liberalismo europeo, Ed. Pegaso, Madrid, 1944, págs. XVII y sigs., XXIX y sigs.

[8] Georg JELLINEK, The declaration of the rigts of man and citizen, Henry Holt and Co., Nueva York, 1901, especialmente c. VIII.

[9] Otto GIERKE, Natural law and the theory of society 1500 to 1800, Cambridge U.P., Cambridge, 1934.

[10] Cf. John Neville FIGGIS, Churches in the Modern State, Longmans, Green and Co., Londres, 1888; A. Taylor INNES, Church and State. A historical handbook, 2.ª ed., T. & T. Clark, Edinburgo, 1880, págs. 111 y sigs.; P. Matteo LIBERATORE, La Chiesa e lo Stato, 2.ª ed., Stab. Tipografico di Francesco Giannini, Nápoles, 1872; etc.

[11] Escribía Philip SCHAFF, Church and State in the United States or the American idea of religious liberty and its practical effects, G. P. Putnam’s Sons, Nueva York y Londres, 1888, pág. 83: “Dios tiene grandes sorpresas en su tienda. La Reforma no es la última palabra que Él ha dicho, de ningún modo. Podemos aguardar confiada y

esperanzadamente por algo mejor que Romanismo y el Protestantismo. Y la América libre, donde todas las iglesias se mezclan y rivalizan con las otras, puede convertirse en el principal teatro de esa reunión de la Cristiandad como voluntad de preservar cada elemento verdaderamente cristiano y valioso en los varios tipos que él ha asumido en el curso de las edades, y hacerlos más eficaces de lo que eran en su separación y antagonismo”. Anticipaba el teólogo protestante la peste que llega al día de hoy. Cf. Charles W. WENDTE, Freedom and the Churches, American Unitarian Association, 1913.

[12] DE RUGGIERO, Historia del liberalismo europeo, cit., págs. 409 y sigs.; Philip SCHAFF, The progress of religion freedom, Charles Scribner’s Sons, Nueva York, 1889.

[13] Ernst TROELTSCH, Die Bedeutung des Protestantismus für die Entstehung der Modernen Welt, 1925, que se cita de la versión española: El protestantismo y el mundo moderno, FCE, Méjico, 1979, pág. 96, afirma que las ideas luteranas de libertad y de gracia se transforman, con el idealismo alemán, en las “de personalidad autónoma y de comunidad de los espíritus con arraigo en la historia, todo ello con el trasfondo de un teísmo que acoge en sí la inmanencia”.

[14] TROELTSCH, El protestantismo y el mundo moderno, cit., págs. 39-40.

[15] El liberalismo persiste en su perspectiva racionalista aun en la posmodernidad aparentemente antirracionalista. Cf. Gerald F. GAUS, Contemporary theories of liberalism. Public reason as post-Enlightenment project, Sage Pub., London, 2003, con particular referencia a Rawls, Berlin, Gray y Habermas.

[16] John DUNN, Western political theory in the face of the future, Cambridge U.P., Cambridge, 1988, págs. 29-32.

[17] TROELTSCH, El protestantismo y el mundo moderno, cit., pág. 48.

[18] TROELTSCH, El protestantismo y el mundo moderno, cit., pág. 19.

[19] Benjamin CONSTANT, Mélanges de littérature et de politique, Imprimerie-Librairie Romantique, Bruselas y Londres, 1829, t. I, pág. II.

[20] Heinrich A. ROMMEN, Der Staat in der Katholischen Gedankenwelt, 1935, citado en su versión española: El Estado en el pensamiento católico, IEP, Madrid, 1956, pág. 205.

[21] Cf. Paul HAZARD, La pensée européenne au XVIIIe siècle [1946], Fayard, París, 1979, págs. 275 y sigs.

[22] Ernesto RENAN, Averroès et l’averroïsme. (Essai historique), que se cita de la versión española: Averroes y el averroísmo. (Ensayo histórico), Lautaro, Buenos Aires, 1946, pág. 18.

[23] Cf. Richard RORTY, “La contingencia del yo”, en Contingency, irony and solidarity, 1991, citado en su versión en español: Contingencia, ironía y solidaridad, Paidós, Barcelona, 1991, págs. 43-62.

[24] Cf. John PASSMORE, The perfectibility of man [1970], 3.ª ed., Liberty Fund, Indianapolis, 2000.

[25] Cf. Henry Grady WEAVER, The mainspring of human progress, Talbot Books, s/l, 1953.

[26] Cf. Danilo CASTELLANO, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, Edizione Scientifiche Italiane, Nápoles, 2007.

[27] Roberto MANGABEIRA UNGER, Knowledge & politics, 1975, que se cita de la versión española: Política y conocimiento, FCE, Méjico, 1985, págs. 48-56.

[28] De donde, en el mismo liberalismo conviven la fe en el individualismo y la confianza en el Estado. Cf. DE RUGGIERO, Historia del liberalismo europeo, cit., pág. 471.

[29] Jean Jacques ROUSSEAU, Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité parmi les hommes [1775], en The political writings of…, Cambridge, 1915, V. I, pág. 141.

[30] Immanuel KANT, Kritik der reinen Vernunft, 1781, citado de la versión española: Crítica de la razón pura, Librería General de Victoriano Suárez, Madrid, 1928, 2.ª parte, 1.ª división: analítica trascendental, pág. 171.

[31] “Pero en esto justamente consiste el experimento para comprobar la verdad del resultado de aquella primera apreciación de nuestro conocimiento a priori de razón, a saber: que éste se aplica sólo a los fenómenos y, en cambio considera la cosa en sí misma, si bien real por sí, como desconocida para nosotros”. KANT, Crítica de la razón pura, cit., del Prólogo a la 2.ª ed., pág. 17.

[32] William T. BLUHM, Force or freedom? The paradox in modern political thought, 1984, que se cita de la versión en español: ¿Fuerza o libertad? La paradoja del pensamiento político moderno, Labor, Barcelona, 1985, págs. 129-130. Cf. UNGER, Política y conocimiento, cit., págs. 36-42.

[33] Isaiah BERLIN, “Introducción”, en Four essays on liberty, 1969, que se cita de la versión española: Cuatro ensayos sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1988, pág. 58, es contundente: “La idea de que tiene que haber respuestas últimas y objetivas para las cuestiones normativas; verdades que pueden demostrarse o intuirse directamente; que es posible en principio descubrir una estructura armónica en la que sean compatibles

todos los valores; que hacia esta única meta es hacia la que tenemos que dirigirnos, y que nosotros podemos descubrir un único principio fundamental que configura toda esta concepción y que, una vez encontrado, éste regirá nuestras vidas; toda esta vieja y casi universal creencia sobre la que se basan tanto pensamiento y acción tradicionales y tanta doctrina filosófica, a mí me parece que no es válida y que a veces ha conducido (y todavía sigue conduciendo) al absurdo, en teoría, y a consecuencias bárbaras, en la práctica.”

No obstante que el concepto es vago y equívoco, que pareciera valer más para las ideologías totalitarias o el liberalismo racionalista (“Dos conceptos de libertad”, en IDEM, págs. 224-225 y sigs.) que para la filosofía católica tradicional, lo cierto es que a Berlin le tiene sin cuidado el plano en el que se plantea la cuestión de los primeros principios y de las verdades objetivas: sea en metafísica, en moral o en política; tampoco le importa si se argumenta a nivel de la teoría o de la praxis; todo intento de mostrar un orden es falso, fantasía de «fanáticos rígidos», que no han advertido que la experiencia enseña que sólo hay individuos y que éstos son su libertad. Esta es la única aserción positiva y valedera para la metafísica, la moral y la política liberales.

[34] John RAWLS, Political liberalism, 1993, citado según la versión en español: Liberalismo político, FCE, Méjico, 1999, pág. 43.

[35] Jeremy BENTHAM, Introduction to the principles of moral and legislation [1781], Batoche Books, Kitchener, 2000, c. I, § IV.

[36] Jean-Marie BENOIST, Les outils de la liberté, 1985, que se cita por la versión española: Los instrumentos de la libertad, Ed. Atlántida, Buenos Aires, 1987, pág. 93.

[37] Robert NOZICK, Anarchy, State and utopia, 1974, que se cita de la versión española: Anarquía, Estado y utopía, FCE, Méjico, 1988, págs. 44-45.

[38] La bibliografía es abundante, pero puede consultarse básicamente: Wendy MCELROY, “The culture of individualist anarchism in late nineteenth-century in America”, en The Journal of Libertarian Studies, vol. 5, n.º 3 (verano 1981), págs. 291-304; David GORDON, “Contemporary currents in libertarian political philosophy”, en Lectures on Liberty, vol. 4, n.º 1 (1981), págs. 7-35; William O. REICHERT, “Toward a new understanding of anarchism”, en The Western Political Quarterly, vol. 20, n.º 4 (diciembre 1967), págs. 856-865; y Murray ROTHBARD, The ethics of liberty, New York University Press, Nueva York, 1998.

[39] DUNN, Western political theory in the face of the future, cit., págs. 32-35.

[40] Un ponderado rastreo del origen de la ideología individualista y su evolución en el s. XIX, en Albert SCHATZ, L’individualisme économique et social, L. Armand Colin, París, 1907. También, Steven LUKES, Individualism, ECPR Press, University of Essex, 2006, págs. 19 y sigs.

[41] Cf. Carlos EGÜES, “Las declaraciones de derechos en perspectiva ideológica”, en Carlos EGÜES y Juan Fernando SEGOVIA, Los derechos del hombre y la idea republicana, Depalma, Mendoza, 1994, págs. 16-21.

[42] Georges BURDEAU, Le libéralisme, 1979, citado en su versión española: El liberalismo político, Eudeba, Buenos Aires, 1983, págs. 74 y sigs.

[43] Pi e r re MANENT, Histoire intellectuelle du libéralisme, 1987, que se cita en la versión española: Historia del pensamiento libera l, Emecé Ed., Buenos Aires, 1990, pág. 9.

[44] DUNN, Western political theory in the face of the future, cit., pág. 32.

[45] Kenneth J. ARROW, “Methodological individualism and social knowledge”, en The American Economic Review, vol. 84, n.º 2 (mayo 1995), págs. 1-9.

[46] NOZICK, Anarquía, Estado y utopía, cit., págs. 45-46.

[47] DUNN, Western political theory in the face of the future, cit., págs. 33-34.

[48] Cf.: Norman BARRY, voz «Individualismo», en Nigel ASHFORD y Stephen DAVIES (dir.), A dictionary of conservative and libertarian thought, 1991, que se cita en su versión española: Diccionario del pensamiento conservador y liberal, Nueva Visión, Buenos Aires, 1992, págs. 157-161; DUMONT, Ensayos sobre el individualismo, cit., passim; y LUKES, Individualism, cit., págs. 49 y sigs. Una versión más breve en Steven LUKES, “Types of individualism”, en Philip pág. WIENER (ed.), Dictionary of the History of Ideas, Charles Scribner’s Sons, Nueva York, 1973-1974, V. 2, págs. 594-604.

[49] Immanuel KANT, Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, 1785, que se cita de la versión en español: Fundamentación de la metafísica de las costumbres, 3.ª ed., Espasa-Calpe, Madrid, 1967, págs. 83 y 94.

[50] NOZICK, Anarquía, Estado y utopía, cit., pág. 41-43.

[51] RAWLS, Liberalismo político, cit., pág. 59. Para el cruce de opiniones entre Habermas y Rawls remito a mi libro Habermas y la democracia deliberativa. Una «utopía» tardomoderna, Marcial Pons, Madrid, 2008, c. V.

[52] RAWLS, Liberalismo político, cit., págs. 86-99.

[53] La discusión del alcance de la autonomía en el liberalismo, en Jack CRITTENDEN, “The social nature of autonomy”, en The Review of Politics, vol. 55, n.° 1 (invierno 1993), págs. 35-65.

[54] Friedrich A. HAYEK, Law, legislation and liberty, 1976, que se cita de la versión española: Derecho, legislación y libertad, Unión Ed., Madrid, 1985, pág. 76, define al orden como “un estado de cosas en el cual una multitud de elementos de diversa especie se relacionan entre sí de tal modo que el conocimiento de una parte espacial o temporal del conjunto permite formular, acerca del resto, expectativas adecuadas o que, o que, por lo menos, gocen de una elevada probabilidad de resultar ciertas”. Es evidente, dice Hayek, que el orden humano responde a esta concepción del orden tomada de las ciencias naturales: conservando de la definición agustiniana solamente la diversidad o multiplicidad, el concepto de orden se constituye en base a la regularidad, la previsibilidad y la funcionalidad que han desplazado la «recta disposición» y el «fin ordenador ». Pues, según afirma Hayek (ÍDEM, 99), “las normas que gobiernan un orden espontáneo (...) son siempre independientes de cualquier fin concreto.” Sin embargo, contra Hayek, un orden que carece de fin no es un orden sino un conglomerado de partes o individualidades que persiguen una heterogeneidad de fines de suyo irreductibles.

[55] BERLIN, “Dos conceptos de libertad”, cit., págs. 207 y 208-209.

[56] Es clásica y reiterada la idea de Locke. Cf. John LOCKE, Two treatises of government [1688], Londres, 1768, II, IV, §§ 21-22.

[57] Punto en el cual Danilo CASTELLANO ha argumentado con acierto, especialmente en Racionalismo y derechos humanos, Marcial Pons, Madrid, 2004, cap. I, págs. 29 y sigs.

[58] Immanuel KANT, Metaphysik der Sitten, 1797, que se cita en la versión española: La metafísica de las costumbres, Tecnos, Madrid, 1989, primera parte: “Principios metafísicos de la doctrina del derecho”, pág. 33.

[59] BERLIN, “Dos conceptos de libertad”, cit., pág. 193. Afirma Berlin que se trata de una «libertad de», es decir, de una no interferencia “en mi actividad hasta un cierto límite, que es cambiable, pero siempre reconocible” (IDEM, pág. 196).

[60] BERLIN, “Introducción”, cit., págs. 43-44.

[61] BERLIN, “Introducción”, cit., pág. 41.

[62] DE RUGGIERO, Historia del liberalismo europeo, cit., págs. 346-347.

[63] DE RUGGIERO, Historia del liberalismo europeo, cit., pág. 351.

[64] DE RUGGIERO, Historia del liberalismo europeo, cit., págs. 355 y 461-462.

[65] John Stuart MILL, On lilberty [1859], en Essays on politics and society, University of Toronto Press/Routledge and Kegan Paul, Toronto y Buffalo, 1977, V. I, pág. 266.

[66] BURDEAU, El liberalismo político, cit., págs. 40 y sigs. y 128.

[67] BURDEAU, El liberalismo político, cit., pág. 77.

[68] George KATEB, “La individualidad democrática y el significado de los derechos”, en ROSENBLUM, El liberalismo y la vida moral, cit., pág. 210.

[69] Robert NISBET, The sociological tradition, 1966, citado de la versión española: La formación del pensamiento sociológico, Amorrortu, Buenos Aires, 1977, I, págs. 71 y sigs.

[70] Ralf DAHRENDORF, Life chances: approaches to social and political theory, 1979, que se cita en la versión española: Oportunidades vitales, Espasa Calpe, Madrid, 1983, pág. 53: “Las ligaduras determinan el elemento de sentido y de la integración, mientras que las opciones acentúan el objetivo y el horizonte de la acción. Las ligaduras configuran los puntos de referencia y, con ello, los elementos de la acción; las opciones exigen elecciones y, por lo tanto, se abren hacia el futuro”.

[71] DAHRENDORF, Oportunidades vitales, cit., pág. 132.

[72] Citado en Carlos SÁNCHEZ VIAMONTE, Los derechos del hombre en la Revolución francesa, UNAM, México, 1956, pág. 195. Que tiene su antecedente en Locke: “Me refiero –escribe– a la propiedad que los hombres tienen sobre sus personas y sus bienes”. LOCKE, Two treatises of government, cit., II, XV, § 173; ver también V, §§ 26 y 44, etc.

[73] NOZICK, Anarquía, Estado y utopía, cit., pág. 65.

[74] Hago la distinción, pues en el liberalismo hay una corriente iusnaturalista que, con Locke, afirma que los derechos individuales son naturales, junto a otra utilitarista o positivista –la de Bentham y la de Constant– para la que los derechos son instituciones legales positivas. Lo que une a ambas es la condición natural del individuo como ser libre.

[75] Emmanuel Joseph SIEYÈS, Essai sur les privileges, 1788, que se cita en su versión española: “Ensayo sobre los privilegios”, en ¿Qué es el estado llano?, IEP, Madrid, 1950, pág. 23.

[76] Cecil B. MACPHERSON, The political theory of the possessive individualism. From Hobbes to Locke, citado de la versión española: La teoría política del individualismo posesivo. De Hobbes a Locke, Fontanella, Barcelona, 1970, pág. 16.

[77] Benjamin CONSTANT, Principes de politique, 1815, que se cita de la versión inglesa: Principles of politics. Applicable to all governments, Liberty Fund, Indianapolis, 2003, l. XV, c. 4, pág. 327. En forma coincidente Bentham escribió: “La comunidad es un cuerpo ficticio compuesto de personas individuales que se consideran sus miembros constituyentes, por así decirlo. Así, pues, ¿cuál es el interés de la comunidad? La suma de los intereses de los diversos miembros que la componen”. Introduction to the principles of moral and legislation, cit., I, § IV.

[78] Sheldon WOLIN, Politics and vision, 1960, que se cita de la versión española: Política y perspectiva, Amorrortu, Buenos Aires, 1973, págs. 362-364. Cf. John LOCKE, A letter concerning toleration [1689], en Four letters on toleration,Ward, Lock, and Tyler, Londres, 1870, págs. 2-41.

[79] Véase el excelente análisis de WOLIN, Política y perspectiva, cit., págs. 356-367.

[80] Paul HELM, voz «Naturaleza humana», en ASHFORD y DAVIES (dir.), Diccionario del pensamiento conservador y liberal, cit., pág. 234.

[81] Albert O. HIRSCHMAN, The passions and the interests: political arguments for capitalism before its triumph, 1977, citado de la versión española: Las pasiones y los intereses, FCE, Méjico, 1978, págs. 60-61.

[82] Hirschman, Las pasiones y los intereses, cit., pág. 50.

[83] Todo esto ha sido muy bien analizado por HIRSCHMAN, Las pasiones y los intereses, cit., passim.

[84] Alisdair MACINTYRE, After virtue, 1984, citado de la versión en español: Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 2001, pág. 307.

[85] Utilitarismo que no varía aunque el interés se defina como un propósito moral personal, que se le asocie a ciertos estándares socialmente aceptados, se lo refiera a las prerrogativas de los individuos concedidas por ley o las costumbres sociales, porque siempre nos referimos a «bienes» (intereses) individuales, a lo que los individuos conciben como bueno y útil para sí. Cf. DOUGLASS, “The common good and the public interest”, cit., págs. 107-110.

[86] John GRAY, Liberalism, 2.ª ed., University of Minnesota Press, Minneapolis, 1989, págs. 12-13.

[87] LOCKE, Two treatises of government, cit., II, VII, § 87; IX, § 124; etc.

[88] BURDEAU, El liberalismo político, cit., págs. 43, 46, 137.

[89] Adam SMITH, An inquiry into the nature and causes of the wealth of nations, 1776, Liberty Classics, Indianapolis, 1981, l. I, c. II; l. IV, c. II, etc. En el último lugar citado (V. I, pág. 454), afirma Smith que cada individuo “lo que se propone, desde luego, es su propio interés y no el de la sociedad. Pero la consideración de su propia ventaja le inclina a preferir naturalmente, o, mejor aún, necesariamente, aquel uso que es el más útil a la sociedad”.

[90] Concepto altamente equívoco, aún cuando se lo define como lo que es “verdaderamente bueno para el pueblo en su totalidad”, de acuerdo a Walter Lippmann reinterpretado por DOUGLASS, “The common good and the public interest”, cit., pág. 114. Porque, ¿qué es el pueblo para el liberalismo sino la suma de los individuos?

[91] SMITH, An inquiry into the nature and causes of the wealth of nations, cit., l. IV, c. IX. El sistema de la libertad natural concede todo al interés individual y reduce al Estado a tareas sumarias (vol. II, págs. 687-688). A mi juicio, estas tareas elementales constituyen el interés público.

[92] Quiero decir que, en principio, el liberalismo distingue lo privado de lo público, reduciendo el ámbito de éste al menor posible; pero lo público no se asimila a lo común sino a lo estatal o gubernamental. El problema del liberalismo en el siglo XX ha sido la inflación de lo estatal y la conversión del orden espontáneo en uno deliberado, es decir, planificado e impuesto por el poder del Estado. Cf. Friedrich A. HAYEK,The road of serfdom, 1944, citado en la versión española: Camino de servidumbre, 2.ª ed., Alianza, Madrid, 1985. Sobre los avatares del liberalismo, remito a Juan Fernando SEGOVIA, “Reacomodamientos ideológicos del siglo XX”, en Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada, Madrid, año VI (2000), págs. 199-239.

[93] “Y en la política liberal la esencia de la legitimidad no es la tradición sino el consentimiento”. José Guillerme MERQUIOR, Liberalism, old and new, 1991, citado de su versión española: Liberalismo viejo y nuevo, FCE, Méjico, 1993, pág. 41.

[94] RENAN define la nación así: es un plebiscito de todos los días, cotidiano, fórmula que resume parcialmente su pensamiento, pero que expresa con acierto la idea de una sociedad consensual, basada en la libre voluntad. Ernest Renan, Qu’est-ce qu’une nation?, 1882, citado en su versión española: ¿Qué es una Nación? Cartas a Strauss, Alianza, Madrid, 1987, parte III, pág. 83.

[95] GRAY, Liberalism, cit., pág. 12.

[96] Para el caso francés, cf. André-Jean ARNAUD, Les origines doctrinales du Code civile français, L.G.D.J., París, 1969, págs. 197 y sigs.

[97] NOZICK, Anarquía, Estado y utopía, cit., pág. 168.

[98] John StuartMILL, Utilitarianism [1863], en Essays on ethics, moral and society, University of Toronto Press/Routledge and Kegan Paul, Toronto y Buffalo, 1969, pág. 231.

[99] El más acérrimo defensor del orden espontáneo en el s. XX ha sido Friedrich A. HAYEK. Cf. The constitution of liberty, 1959, citado de la versión en español: Los fundamentos de la libertad, 5.ª ed., Unión Ed., Madrid, 1991, c. 2 y 4; y Derecho, legislación y libertad, cit., especialmente vol. I, c. II. También Norman BARRY, “The tradition of spontaneous order”, en Literature of Liberty, vol. 5, n.º 2 (1982), págs. 7-55; y Ezequiel GALLO, “La tradición del orden espontáneo: Adam Ferguson, David Hume y Adam Smith”, en Libertas, vol. 4, n.º 6 (mayo 1987), págs. 131-153, para una visión de conjunto.

[100] Hayek, por caso, para evitar esta espontánea anarquía presupone que un orden espontáneo requiere de que los actores se adapten a las normas impersonales que, sin embargo, no es preciso que sean públicas ni conocidas por los individuos. Cf. Derecho, legislación y libertad, cit., págs. 88-93.

[101] WOLIN, Política y perspectiva, cit., pág. 322.

[102] HAYEK, Derecho, legislación y libertad, cit., pág. 80.

[103] Ludwig VONMISES, Omnipotent government [1947], Libertarian Press, Inc., Spring Mills, PA., 1985, pág. 48. Cf. Ludwig VON MISES, Liberalism. The classical tradition [1927], Liberty Fund, Indianapolis, 2005, págs. 1-3.

[104] LOCKE, Two treatises of government, cit., II, V, § 34.

[105] Por caso, BERLIN, “Introducción”, cit., págs. 62-63 y 65-67, “Dos conceptos de libertad”, cit., págs. 204-205 y 214-215; etc.

[106] Cf. John CHRISTMAN, “Self-ownership, equality and the structure of properties right”, en Political Theory, vol. 19, n.º 1 (febrero 1991), págs. 28-46; Robert LEFEVRE, The philosophy of ownership, 1966, 2.ª ed., Rampart College, Colorado, 1971, c. IV-VII; Michael OTSUKA, “Self-Ownership and equality: A Lockean reconciliation”, en Philosophy and Public Affairs, vol. 27, n.º 1 (invierno 1998), págs. 65-92; etc.

[107] NOZICK, Anarquía, Estado y utopía, cit., pág. 272.

[108] Además de los pasajes referidos en la nota 72, véase LOCKE, Two treatises of government, cit., II, V, § 26; XV, § 173; etc.

[109] NOZICK, Anarquía, Estado y utopía, cit., pág. 60.

[110] NOZICK, Anarquía, Estado y utopía, cit., pág. 319.

[111] NOZICK, Anarquía, Estado y utopía, cit., pág. 60.

[112] Robert NOZICK, The examined life. Philosophical meditations, 1989, que se referencia en su versión española: Meditaciones sobre la vida, Gedisa Barcelona, 1992 Como ya se discierne, se trata de una perspectiva inmanentista y existencialista, que se alinea con Hobbes y John Stuart Mill, anticipada ya en Anarquía, Estado y utopía, cit., pág. 307, al caracterizar al Estado mínimo como un marco para cualquier utopía existencial que los individuos quieran vivir en forma consentida.

[113] GRAY, Liberalism, cit., pág. 63.

[114] GRAY, Liberalism, cit., pág. 64. De acuerdo a Gray las libertades negativas están recubiertas y sostenidas por la propiedad como libertad positiva. IDEM, págs. 65-66.

[115] NOZICK, Anarquía, Estado y utopía, cit., pág. 45.

[116] Cf. Tracey ROWLAND, “The liberal doctrine of State neutrality: a taxonomy”, en University of Notre Dame Australia Law Review, n.º 2 (2000), págs. 53-66.

[117] T. M. SCANLON, “Los derechos, las metas y la justicia”, en Stuart HAMPSHIRE (comp.), Public & private morality, 1978, que se cita de la edición en español: Moral pública y privada, FCE, Méjico, 1983, pág. 117. Según Scanlon la prohibición de imponer valores constituye “la base moral objetiva” del liberalismo.

Scanlon está contra el liberalismo «neutralista» y se lo considera partidario de un liberalismo «valorativo o de valores». La posición de Scanlon, compartida entre otros por Galston, es contraria a la idea de que el liberalismo es neutral acerca de las concepciones del bien.

Según Galston el liberalismo implica una idea del bien que se promueve en sus políticas públicas y su concepto de la justicia, por lo que el Estado no debe adoptar una posición neutral frente a diferentes maneras de vida, sino que debería estar diseñado para patrocinar o favorecer valores y políticas característicamente liberales. El concepto liberal de justicia proporciona la visión no instrumental (es decir, no neutral) del bien humano; bien humano que se identifica a través de siete elementos: la vida, el desarrollo normal de las capacidades básicas, la satisfacción de los intereses y propósitos, la libertad, la racionalidad, la sociedad humana y la satisfacción subjetiva. A juicio de Galston las políticas liberales se entretejen de una manera compleja con la práctica de las virtudes liberales –en todo caso, cívicas–, de modo que la sociedad liberal debe engendrar ciertas virtudes en los ciudadanos para asegurar la correcta operación de las instituciones liberales. William A. GALSTON, Liberal purposes: goods, virtues and diversity in the liberal state, Cambridge U.P., Cambridge y Nueva York, 1991.

Sin embargo, el lector atento habrá advertido que no hemos salido del terreno de lo subjetivo y que, aun reformada en términos de valores, la ideología liberal se aferra a la subjetividad del bien. Luego, se afirme o se niegue la neutralidad del liberalismo, subsiste el hecho del pluralismo que demanda la no intervención en las valoraciones individuales, que no es sino la otra cara de la moneda de la neutralidad. Cf. William A. GALSTON, Liberal pluralism, Cambridge U.P., Cambridge y Nueva York, 2004.

[118] Ronald DWORKIN, “El liberalismo”, en HAMPSHIRE (comp.), Moral pública y privada, cit., pág. 165.

[119] Cf. Steven WALL y George KLOSKO (ed.), Perfectionism and neutrality. Essays on liberal theory, Rowman and Littlefield Publishers, Lanham: Maryland, 2003.

[120] Bruce ACKERMAN, Social justice in the liberal state, Yale U.P., New Haven, 1980. Una posterior defensa en el artículo de Bruce A. Ackerman, “What is neutral about neutrality?”, en Ethics, vol. 93, n.º 2 (enero 1983), págs. 372-390.

[121] ACKERMAN, Social justice in the liberal state, cit., págs. 368-369. Descarnada afirmación que vuelve templada la de Ludwig von Mises, Liberalism, cit., pág. XXII: “Pero no obstante lo elevada que pudiera ser la esfera en la que están emplazadas las cuestiones políticas y sociales, aun ellas se refieren a asuntos que están sometidos al control humano y que consiguientemente deben ser juzgados de acuerdo con los cánones de la razón humana. En estas cuestiones, no menos que en toda otra de nuestros asuntos mundanos, el misticismo es únicamente un mal. Nuestros poderes de comprensión son muy limitados. No podemos esperar a descubrir los últimos y más profundos secretos del universo”.

No obstante, la de Ackerman es una toma de posición filosófica, influida por corrientes lingüísticas o alguna de las filosofías del lenguaje hodiernas; por lo tanto no es neutral frente a los valores, aunque principalmente trate de explicar cómo se producen éstos. En este sentido, se ha sostenido que el liberalismo expresa nuestra moral común por la capacidad de dar razones y de recibirlas; de modo que la moral se convierte en el arte de la discusión y el bien queda atrapado en las palabras o es sustituido por el diálogo. Cf. Stephen MACEDO, “Liberal virtues, constitutional communities”, en The Review of Politics, vol. 50, n.º 2 (primavera 1988), págs. 217-219.

[122] ACKERMAN, Social justice in the liberal state, cit., págs. 10-11.

[123] Cf. Maria BAGHRAMIAN, Relativism, Routledge, Taylor and Francis Group, Londres & Nueva York, 2005, c. 10, págs. 232 y sigs.

[124] RAWLS, Liberalismo político, cit., pág. 107.

[125] RAWLS, Liberalismo político, cit., pág. 57. Lo que recuerda la carta X de El Federalista, cuyo autor es Madison, sobre la necesidad de las facciones en las sociedades modernas. Cf. The Federalist [1787-1788], The Gideon Ed., Liberty Fund, Indianapolis, 2001, págs. 42-49.

[126] RAWLS, Liberalismo político, cit., pág. 107.

[127] Ya lo denunciaba Alasdair MACINTYRE, “The privatization of good: an inaugural lecture”, en The Review of Politics, vol. 52, n.º 3 (verano 1990), págs. 344-361.

[128] “Más bien es el éxito de la práctica compartida por esas personas razonables y racionales [sic] lo que justifica que digamos que existe en esto un orden de razones”. RAWLS, Liberalismo político, cit., pág. 126.

[129] RAWLS, Liberalismo político, cit., págs. 189-190.

[130] Immanuel KANT, Zum ewigen Frieden. Ein philosophischer Entwurf, 1795, que se toma de la versión inglesa: Perpetual peace. A philosophical essay, George Allen & Unwin Ltd., Londres, 1917, págs. 153-154.

[131] RAWLS, Liberalismo político, cit., pág. 105.

[132] RAWLS, Liberalismo político, cit., págs. 67-69 y toda la Conferencia II.

[133] RAWLS, Liberalismo político, cit., pág. 37.

[134] RAWLS, Liberalismo político, cit., pág. 60.

[135] Cf. Eric VOEGELIN, Wissenschaft, Politik und Gnosis, 1959, que se cita en la versión española: Ciencia, política y gnosticismo, Rialp, Madrid, 1973, págs. 21-66.

[136] RAWLS, Liberalismo político, cit., pág. 132.

[137] Lo ha dicho tajantemente Richard RORTY, “La prioridad de la democracia sobre la filosofía”, en Gianni VATTIMO (comp.), La secularización de la filosofía, Gedisa, Barcelona, 1992, págs. 31-61.

[138] Cf. Lyle A. DOWNING and Robert B. THIGPEN, “Virtue and the common good in liberal theory”, en The Journal of Politics, vol. 55, n.º 4 (noviembre 1993), págs. 1.046-1.059.

[139] RAWLS, Liberalismo político, cit., pág. 35.

[140] RAWLS, Liberalismo político, cit., pág. 87. Argumento que se sostiene en la distinción entre lo razonable (la justicia) y lo racional (el bien), pero que contradice el aserto según el cual: “Como ideas complementarias, ni lo razonable ni lo racional pueden existir lo uno sin el otro”. IDEM, pág. 70. Y es contradictorio porque si no hay un criterio valorativo o ético previo que permita comprobar el resultado justo, ¿cómo es que se complementan el bien y la justicia, la moral y la política?

[141] Cf. Juan Fernando SEGOVIA, “La crise de la justice politique dans la société post-libérale”, en Catholica, n.º 106 (invierno 2009-2010), págs. 37-39.

[142] John KEKES, The morality of pluralism, Princeton U.P., Princeton: NJ, 1993, págs. 27-28.

[143] Luc FERRY y Alain RENAUT, Philosophie politique 3: Des droits de l’homme à l’idée républicaine, PUF, París, 1985, pág. 61.

[144] KANT, La metafísica de las costumbres, cit., primera parte, págs. 33-34.

[145] DE RUGGIERO, Historia del liberalismo europeo, cit., págs. 14-15.

[146] MISES, Omnipotent government, cit., pág. 46.

[147] RAWLS, Liberalismo político, cit., pág. 137; véase también pág. 29.

[148] RAWLS, Liberalismo político, cit., conferencia III. Véase Catriona MCKINNON, Liberalism and the defense of political constructivism, Palgrave MacMillan, Nueva York, 2002, cuya conclusión (pág. 149) es nítida y favorable a Rawls: la de éste es una versión de la justicia política liberal “que escapa del criticismo en virtud de su explicación constructivista de los principios de derecho como aquellos que no pueden ser rechazados por personas políticamente razonables al responder a los problemas de la justicia, y, en virtud de su caracterización de una justicia orientada por el razonamiento práctico, como íntimamente conectada con la auto-estima de los seres razonables”.

[149] Reinhart KOSELLECK, Kritk un Krise, 1959, que se cita de la versión española: Crítica y crisis del mundo burgués, Rialp, Madrid, 1965, págs. 202-203.

[150] Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, Edizione Scientifiche Italiane, Nápoles, 1993, págs. 35 y 43.

[151] Cf. CASTELLANO, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., págs. 10, 14-15, 17-18, 67-68, 73, 105-106, 115-116; Racionalismo y derechos humanos, cit., págs. 25-27, 82-85, 113, 139-140.

[152] CASTELLANO, La razionalità della politica, cit., pág. 145.

[153] HAZARD, La pensée européenne au XVIIIe siècle, cit., págs. 280 y sigs.

[154] DE RUGGIERO, Historia del liberalismo europeo, cit., pág. LXV. Similar juicio en BURDEAU, El liberalismo político, cit., págs. 32-33.

[155] GRAY, Liberalism, cit., pág. 10.

[156] Cf. MILL, On liberty, cit., c. 3.

[157] Cf. CASTELLANO, L’ordine politico-guiridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., passim; y Juan Fernando SEGOVIA, “El personalismo, de la modernidad a la posmodernidad”, en Verbo, n.º 463-464 (marzo-abril 2008), págs. 313-337.

[158] Rafael GAMBRA, El silencio de Dios, 3.ª ed., Librería Huemul, Buenos Aires, 1981, pág. 29.

[159] “No hay vida buena, sólo vidas que no son malas. (...) La vida que no es la buena vida es buena en sí misma”. KATEB, “La individualidad democrática y el significado de los derechos”, cit., pág. 208.

[160] ROUSSEAU, Considérations sur le gouvernement de Pologne [1771], c. I, en The political writings of…, cit., vol. II, pág. 426.

[161] Cf. C. L. BECKER, The Heavenly City of the Eighteenth Century philosophers, New Haven, 1932, pág. 130.