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La perenne tentación liberal

 

1. Exordio

En estas Jornadas de la Ciudad Católica hemos afrontado una de las cuestiones nodales de la doctrina social de la Iglesia y, más ampliamente, del pensamiento político católico, la de sus relaciones con la ideología liberal y sus innúmeras concreciones. Adelantando la conclusión, aunque no tanto, pues en puridad estas palabras cierran nuestra reunión, con lo que hemos tenido ocasión de escuchar las sabias reflexiones ora teoréticas ora históricas de quienes me han precedido en el uso de la palabra, y que nos hemos permitido recoger en el título, abrazándolas, hablamos de “una perenne tentación liberal”.

Coinciden en el liberalismo la amplia difusión con la difícil definición. Por un lado consiste en algo profundamente real que, sin embargo, no resulta fácil de asir. Así, por ejemplo, a propósito de las relaciones en absoluto unívocas entre liberalismo y democracia se ha observado que aunque se den unidos en el terreno de los hechos, en virtud de cierta afinidad y consecuencia que guardan en el de las ideas, no puede dudarse que son cosas diferentes[1]. “Democracia” –explica Rafael Gambra– responde a la pregunta “¿cuál es el origen del poder?”, y afirma que éste se halla en el pueblo, en la mayoría empírica; mientras que “liberalismo”, en cambio, tomado en su sentido restringido, responde a la cuestión “¿cuáles son los límites del poder?”, y afirma por boca de Rousseau que deben ser “los mínimos indispensables”, puesto que el hombre es naturalmente bueno y debe dejarse obrar a esa recta naturaleza. Junto a este liberalismo roussoniano, sin embargo, ha habido históricamente otros, como el de Locke y los empiristas ingleses, que llegan a la misma conclusión, pero basándose en que cualquier intervención del Estado que no sea meramente negativa y mínima habría de apoyarse en “ideas”, y éstas, que son forjadas por las mentes individuales, no deben ser impuestas socialmente: “Pero uno y otro –Locke y Rousseau– son liberales, es decir, no inventan el liberalismo, sino que beben en las fuentes de un liberalismo más amplio y profundo, que es precisamente el que nos interesa. Este liberalismo, cuyos orígenes son más remotos, afirma también la neutralidad del orden social y político, su desligamiento respecto de una instancia trascendente del hombre y de la sociedad mismos, su estructura meramente cívica, laica. Frente a la sociedad medieval cristiana –comunidad en una fe religiosa–, el liberalismo afirma la sociedad como coexistencia de grupos o de individuos en la que teorías y creencias religiosas son asunto meramente privado. De aquí que el liberalismo sea, correlativa y negativamente, una tesis del orden religioso-político, y en este sentido Sardá y Salvany tituló un libro El liberalismo es pecado[2].

Si contemplamos el asunto desde la las alturas de la teología se advierte una solidaridad con dos caras: en primer lugar, una solidaridad anagógica, que define la comunión de los santos, que obra presidida por la ley del ascenso y que se activa por el mysterium o sacramentum pietatis; y una solidaridad catagógica, propia de la comunión del pecado, movida según una ley del descenso por el mysterium iniquitatis. Ambos misterios –a través de las repercusiones eclesiales y sociales de los actos de las personas– dan lugar respectivamente al orden social justo y al orden social injusto[3]. Por tanto, el orden social y la Ciudad de los hombres, no resultan en absoluto ajenos al drama que la historia vive entre el polo del amor y del pecado, sino que experimenta una constante seducción por parte de la Ciudad del demonio y una no menos constante atracción de la Ciudad de Dios. Y de cuál sea la opción que tome derivan importantísimas consecuencias para el bien de las almas. Pío XII lo expresó con toda claridad: “De la forma que se dé a la sociedad, conforme o no a las leyes divinas, depende y deriva el bien o el mal de las almas, es decir, del que los hombres, llamados todos a ser vivificados por la gracia de Cristo, en las terrenas contingencias del curso de la vida, respiren el sano y vivificante hálito de la verdad y de las virtudes morales, o, por el contrario, el microbio morboso y a veces mortífero del error y de la depravación”[4].

 

2. Liberalismo y naturalismo

Por aquí tocamos la médula del tema que deseamos exponer. Pues el liberalismo encarna ese naturalismo negador de toda trascendencia y sobrenaturalidad. Es lo que denunció el magisterio social de la Iglesia al articular la “contestación” cristiana del mundo moderno[5]. Y es lo que el pensamiento político tradicional combatió en el terreno de los principios mientras el pueblo cristiano lo sellaba, aquí y allá, con su sangre. Piénsese, a mediados del siglo XIX, en Donoso Cortés, que –tras lo que podríamos llamar su conversión– hace de tal desarrollo un leit-motiv obsesivo[6]. Piénsese, a finales de ese siglo, en el jesuita Henri Ramière, que al alentar la espiritualidad del Apostolado de la Oración quería proponer al mundo el ideal del Reinado de Cristo contra el liberalismo, y el culto al Corazón de Jesús como antídoto contra toda actitud práctica de naturalismo[7]. Liberalismo y naturalismo, que eran quizá los enemigos menos violentos pero los más insidiosos, y aptos para minar, bajo apariencia de prudencia, las convicciones de los católicos, de manera que su intención no era tanto la de combatir “en su radicalidad y coherencia los erro res liberales y naturalistas, cuanto de defender la conciencia católica contra la práctica contaminación, efecto de pretendidas vías medias entre la doctrina católica y los sistemas inspirados en filosofías anticristianas”[8].

Años después, mediando ya el siglo XX, un compañero de orden, el padre Ramón Orlandis, sobre sus huellas, insistía en la necesidad de trabajar sin cesar “para mantener despierta la conciencia católica sobre el peligro de una connivencia práctica, que toma su pretexto del ‘mal menor’, el ‘posibilismo’ o el ‘realismo político’ dejase indefensa la sociedad cristiana ante el ataque desintegrador del orden natural mismo y cegador de la acción de la gracia redentora sobre las realidades humanas, ejercido por medio de los sistemas políticos, expresión práctica de filosofías anticristianas, que ha logrado eficazmente la descristianización de la humanidad contemporánea”[9].

Creo que estas últimas palabras, en el recorte de sus perfiles sintéticos, nos introducen la comprensión de las tendencias dominantes de la realidad contemporánea y, en última instancia, en la singularidad de toda la escuela del pensamiento tradicional. Porque se engarzan en el quehacer de una teología de la historia que resulta de aplicar una comprensión teológica sobrenatural a la corriente de la historia, atendiendo principalmente a las leyes providenciales por las que Dios rige el mundo, a las tendencias e ideales de los espíritus y las sociedades tales como aparecen en la actividad cultural, social y política de los últimos siglos, y a las promesas explícitas de Dios, formuladas ya en el Antiguo, ya en el Nuevo Testamento, y en otras hechas a los santos y autorizadas por la Iglesia[10]. En la base, sin embargo, permanece la captación admirable de la armonía existente entre el orden natural y el sobrenatural enseñada por Santo Tomás de Aquino, quien en la cuestión primera de la Suma teológica esculpió aquella fecundísima sentencia: “Como la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona, es necesario que la razón se ponga al servicio de la fe, como que la inclinación natural de la voluntad rinda obsequio a la caridad”[11]. Pensamiento profundo y fecundo, cuyas consecuencias por lo mismo no se descubren de una sola vez, sino que es preciso ir extrayéndolas poco a poco. En tal conjugación armónica del orden natural y el sobrenatural radica, a mi modo de ver, lo más específico del planteamiento del pensamiento católico tradicional, que ha llevado a sus hombres a unir al cultivo depurado y exigente de las ciencias filosóficas, enriquecidas por el prisma teológico y teológico-histórico, un acendrado sentido sobrenatural que impregna todos sus empeños, dotándolos de un sello especial.

 

3. La doctrina social de la Iglesia y el pensamiento político tradicional

Tras lo anterior se puede comprender ya plenamente la aludida denuncia del naturalismo y del liberalismo. Se puede alcanzar también que naturalismo y liberalismo adquieran especial gravedad en nuestros días, ya que “empapan hasta tal extremos nuestro ambiente” y “nos son tan connaturales” “que escapan constantemente a nuestra observación”, resultando en ocasiones casi imposible reaccionar contra ellos[12]. En el haz de luz que ilumina esa realidad hay que situar, como ya se ha apuntado, la doctrina social de la Iglesia y el pensamiento político tradicional.

La doctrina social de la Iglesia aparece vinculada a la teología, y más concretamente a la teología moral, lo que la separa tajantemente de ideologías y programas políticos. Brota de formular cuidadosamente los resultados de la reflexión sobre la vida del hombre en sociedad a la luz de la fe y busca orientar la conducta cristiana desde un ángulo práctico-práctico o pastoral, por lo que no puede desgajarse de la realidad que los signos de los tiempos imponen y que exige una constante actualización del “carisma profético” que pertenece a la Iglesia. En consecuencia, concierne directamente a la misión evangelizadora de la Iglesia. No es irrelevante en modo alguno que en su sentido estricto la doctrina social de la Iglesia se haya desarrollado en la edad contemporánea o que el magisterio eclesiástico haya tenido en ésta el carácter diferencial de ocuparse, de un modo inusitado en siglos anteriores, de cuestiones de orden político, cultural, económico-social etc., ofreciéndonos todo un cuerpo de doctrina centrado en la proclamación del Reino de Cristo sobre las sociedades humanas como condición única de su ordenación justa y de su vida progresiva y pacífica[13].

En cuanto al pensamiento tradicional no es sino la oposición a la revolución, entendida como acción descristianizadora sistemática por medio del influjo de las ideas e instituciones políticas. De consuno la filosofía política clásica y la doctrina social de la Iglesia han consistido en una suerte de “contestación cristiana del mundo moderno”. Hoy, no sé hasta qué punto su sentido histórico –el de ambas, aunque de modo distinto– está en trance de difuminarse, pero en su raíz no significó sino la comprensión de que los métodos intelectuales y, por ende, sus consecuencias prácticas y políticas, del mundo moderno, de la revolución, eran ajenos y contrarios al orden sobrenatural, y no en el mero sentido de un orden natural que desconoce la gracia, mas en el radical de que son tan extraños a la naturaleza como a la gracia[14].

 

4. La oportunidad providencial de la devoción al Sagrado Corazón

La orientación del último magisterio hacia lo humano en tiempos de radical antropocentrismo, ha escrito Canals, “revela que la pérdida de la consciente orientación hacia Dios por parte del hombre de hoy es compadecida por la Iglesia, no ya como proterva rebeldía de la enloquecida sabiduría secular, sino como miseria agobiante y entristecedora que pesa universalmente sobre los hombres de nuestro tiempo”[15].

Porque no sólo para que la evangelización pueda producir sus frutos de perfeccionamiento humano y social, sino incluso para la mera posibilidad y ejercicio del anuncio evangélico, se requiere la atención a las condiciones humanas, a los signos de los tiempos y a la concreta situación de los hombres y de las sociedades. Lo que ocurre es que la atención a las condiciones humanas no puede conducirnos ni a la atenuación del Evangelio ni a cancelar en lo más esencial la tradición apostólica de la Iglesia. En cambio, el apostolado de los santos, “y muy en especial el de los grandes fundadores de la vida monástica y religiosa, nos da siempre un luminoso ejemplo para el ejercicio de esta exigencia de ‘hacerse griego entre los griegos, judío entre los judíos’”[16].

En ese contexto se explica la convicción del autor que venimos siguiendo, vertida en su artículo en cierta medida programático sobre el culto al Corazón de Jesús, y que declara haber adquirido de grandes maestros de espíritu, “de la oportunidad providencial y psicológica del culto al corazón de Cristo en el mundo moderno”. La pérdida del sentido de lo sagrado y lo eterno, con el inmanentismo y la absolutización de la naturaleza y del hombre; el primado de la acción y de la voluntad, a través de sus múltiples expresiones literarias, filosóficas, pedagógicas y políticas etc. son rasgos salientes de la contemporaneidad. En este horizonte, y desde la fe, “la doctrina y espiritualidad centradas en el símbolo del Corazón de Jesucristo concentran para el hombre de hoy la síntesis que muestra el íntegro misterio de la economía redentora y la visión cristiana del universo y de la historia en unidad no escindida, superación radical de escisiones y tensiones antitéticas”[17].

 

5. La “actualidad” de la idea de Cristo Rey

Si pasamos a la segunda idea-fuerza, la de Cristo Rey, la hallamos tocada también por la “actualidad”. El padre Orlandis hablaba de una “actualidad psicológica” y de una “actualidad providencial”. Psicológica en cuanto de necesidad vital para el alma del género humano; providencial en cuanto confirmada por las promesas de Paray-le-Monial[18].

El profesor Canals, glosando unos textos de Torras y Bages, pone gran énfasis en que éste afirma explícitamente que el sistema inspirador de las constituciones políticas en las naciones modernas es en el fondo el mismo error, en vertiente práctica, que su forma religiosa protestante; así como que, al expresarlo así, se movía en línea de acuerdo profundo con el pensamiento de la Iglesia, manifestado luminosamente en las enseñanzas de Pío IX, y reafirmado y sistematizado con precisión y admirable coherencia conceptual por León XIII. Esta serie de hechos han originado que “la obediencia a Dios antes que a los hombres ya no choca sólo con determinaciones singulares, o con imposiciones idolátricas o de falsas religiones desde los poderes políticos”, pues “nos hallamos ante acciones políticas en lucha contra la idea de Dios y trabajando activamente en la ‘secularización’, en el apartamiento de la vida humana de toda orientación eterna y trascendente, en la educación de los hombres para la ‘muerte de Dio s’ y la autodeterminación de sí mismos”[19].

La razón y la oportunidad de los actos magisteriales contra el liberalismo aparecen así en su esencia, desnudos de toda consideración accidental, para quien se esfuerce en buscar razones en la experiencia histórica y en la situación contemporánea, con la intención de buscar el mejor asentamiento de la doctrina católica. Así, por acudir a un ejemplo relevante, en el Syllabus de Pío IX se enumeraban los erro res filosóficos inmanentistas y hostiles a toda idea de Dios trascendente, soberano y libre creador y salvador del mundo, que se traducían en los sistemas imperantes en el mundo político. Pero la motivación concreta del célebre documento de Pío IX era salir al paso de las conciliaciones que los católicos-liberales habían comenzado a proponer: “En nuestros días, para quien no se empeñe en negar incluso la experiencia para enfrentarse con mayor audacia a la doctrina católica, se hace más patente la intención de aquella proposición 80 que se convirtió en el escándalo del siglo: ‘La Iglesia católica puede y debe reconciliarse con el progreso, con el liberalismo y con la civilización moderna’. Al condenar como errónea esta proposición, es claro que se entendían sus palabras en el mismo sentido con que las utilizaban los que acusaban a la Iglesia de haberse enfrentado indebidamente a aquellas corrientes. Hoy todos entendemos, quienes los propugnan y quienes los combaten, que a mayor ‘modernidad’, ‘progreso’ y ‘liberalismo’, tanta mayor celeridad en la corrupción moral de las nuevas generaciones, menor número de matrimonios y menor estabilidad en los mismos, crecimiento de la plaga del divorcio y del crimen del aborto y disminución de la fe religiosa en la vida social, en la cultura, en la familia y en la vida personal de los hombres de hoy. La corriente propugnada por los falsos profetismos que invitaban a la Iglesia a probar la separación del hombre respecto de Dios, la emancipación de lo que está bajo el cielo, lo terreno, frente al llamamiento de lo sobrenatural y celeste, ha dado sus frutos. Son los frutos anunciados por Pío IX, en sus enseñanzas ratificadas y desarrolladas en los pontificados sucesivo s”[20].

La teología del Reino de Cristo, en palabras del padre Orlandis, afirma que el mundo no podrá hallar una paz verdadera, fruto y exponente de su salud verdadera, sino en el reconocimiento pleno y voluntario de la soberanía de Cristo. Y que el mundo actual, incrédulo y rebelde, sólo podrá ser llevado a reconocer y acatar esa divina autoridad, por la devoción a su Corazón, la confianza en sus promesas y la confianza en sus auxilios[21]. En esa simplicidad, sin embargo, nos libra de las aporías en que suele concluir el catolicismo liberal: el encarnacionismo extremo y humanístico que tiende a concebir como algo divino y evangélico las actuaciones políticas de signo izquierdista, y el escatologismo utilizado para desviar la atención de la vigencia práctica y concreta del orden natural y cristiano[22].

Todo este cuerpo de enseñanza, potenciado de modo extraordinario a través del establecimiento por Pío XI, en Quas primas, de la festividad litúrgica de Cristo Rey, se resume en la necesidad más urgente de este tiempo, la de “sobrenaturalizarlo todo”, esto es, sanar y elevar por la gracia redentora la totalidad de las realidades humanas en todas sus dimensiones individuales y sociales y en su despliegue histórico. Exigencia que a su vez se concreta, por un lado, en la necesidad de “sentir con la Iglesia”, y por el otro lleva a la insistencia de la confianza en la gracia y en la misericordia de Dios.

 

6. La tradición católica ante la hegemonía liberal

Se ha escrito que, así como entre las civilizaciones históricas sólo algunas como la grecolatina o la judeocristiana se nos ofrecen con una transparencia intelectual y afectiva que nos permite compartir su anclaje eternal, otras por el contrario nos parecen opacas, misteriosas o ajenas. Los árabes de Egipto enseñan hoy las pirámides como algo que es ajeno a su propia cultura y comprensión, mientras que nosotros, en cambio, mostramos una vieja catedral o el Partenón con un fondo emocional de participación. Pues bien, “el día en que nuestras catedrales –o la Acrópolis de Atenas– resulten para nosotros tan extrañas como las pirámides para los actuales pobladores de Egipto, se habrá extinguido en sus raíces nuestra civilización”[23].

La incomprensión moderna o “extrañeza”, de origen liberal, hacia el fenómeno de la unidad religiosa signa indeleblemente la agonía de nuestro modo de ser y rubrica el fracaso de nuestro proyecto comunitario, en el sentido más restringido del término[24]. Ahora bien, de las ruinas de esa civilización sólo ha surgido una disociación –“disociedad”– que, si sobre vive entre estertores y crisis, es a costa de los restos difusos de aquella cultura originaria, e incluso de las ruinas de esas ruinas[25]. El caso español es, en este punto, particularmente relevante por la pertinaz y secular resistencia a la secularización mudada ahora en acelerada adhesión[26].

En el origen de este cambio se hallan implicados variados estratos teológicos, filosóficos culturales, sociales y políticos que, en su interacción, se han mostrado como especialmente disolventes: “No podría, pues, pensar que no hay relación entre los procesos políticos de los últimos años y la ruina de la fe católica entre los españoles. Afirmar esta conexión, que a mí me parece moralmente cierta, entre un proceso político y el proceso descristianizador, no me parece que pueda ser acusado de confusión de planos o de equivocada interpretación de lo que es en sí mismo perteneciente al Evangelio y a la vida cristiana. Precisamente porque aquel lenguaje profético del Magisterio ilumina, con luz sobrenatural venida de Dios mismo, algo que resulta también patente a la experiencia social y al análisis filosófico de las corrientes e ideologías a las que atribuimos aquel intrínseco efecto descristianizador. Lo que el estudio y la docilidad al Magisterio pontificio ponen en claro, y dejan fuera de toda duda, es que los movimientos políticos y sociales que han caracterizado el curso de la humanidad contemporánea en los últimos siglos, no son sólo opciones de orden ideológico o de preferencia por tal o cual sistema de organización de la sociedad política o de la vida económica [...]. Son la puesta en práctica en la vida colectiva, en la vida de la sociedad y de la política, del inmanentismo antropocéntrico y antiteístico”[27].

Tras haberse consumado la separación de la Iglesia y el Estado, con el refuerzo en modo alguno inocente de las propias jerarquías eclesiásticas, hoy se haya incoada la separación de la Iglesia y la sociedad[28]. Es, por tanto, nuestra época una suerte de contra-cristiandad en la que las ideas, costumbres e instituciones trabajan en contra de lo cristiano. En esta situación, la coyuntura empuja a muchos a salvar lo que se puede de un viejo navío naufragado. Mientras otros se esfuerzan por recordar que los despojos que van a la deriva pertenecieron a un buque cuyas dimensiones, características, etc., es dable conocer. Y todo debe hacerse. Pero lo que no se puede olvidar es que sin el acogimiento de una civilización coherente todos los restos que se salvan, de un lado, están mutilados, desnaturalizados, y –de otro– difícilmente pueden subsistir mucho tiempo en su separación. Así la clave no puede hallarse sino en la incesante restauración-instauración (¿cómo no recordar el memorable texto de San Pío X?) de la civilización cristiana, que además no podrá ser ajena –exigencias de la pietas– a la Cristiandad histórica. La sustitución del ideal de Cristiandad por el de una laicidad pretendidamente no laicista, según el paradigma del “americanismo”, no solamente quiebra la continuidad (por lo menos en el lenguaje) del magisterio político de la Iglesia, sino que se muestra peligrosamente equívoca y gravemente perturbadora, al poner a los católicos ante la contradicción de una democracia aceptada como cuadro único de la convivencia (en puridad coexistencia) humana, pero inaceptable como fundamento del gobierno. Democracia “real” con la que necesariamente ha de terminar chocando la Iglesia; aunque, al retorcer hechos y argumentos buscando el acomodamiento, no llegue a rearticularse el derecho público cristiano[29].

 

7. Conclusión

El padre Ramière, al estudiar el ejercicio de nuestra unión con el Corazón de Jesús, incluye en noveno y último lugar, “la autoridad ejercida con el espíritu del Corazón de Jesús”. Voy a permitirme recordar algunos de los conceptos allí vertidos, porque completan el itinerario que he pretendido seguir en esta intervención: “De poco seguirían los medios de acción expuestos hasta aquí si no los secundase aquel resorte que mueve todas las sociedades humanas, que es la autoridad. Sin el auxilio y aun contra la voluntad de las autoridades humanas, fundó Cristo su Iglesia, y la propagó sin el concurso y ayuda de la ciencia y demás medios humanos. Pero esto fue un milagro, y no está Dios obligado a estar haciendo siempre milagros. Mas aun cuando quisiera re n ovar ahora los milagros de entonces en la reforma del pueblo cristiano, y convertir al mundo a despecho de las potestades de la tierra, no sería completa su victoria ni entera su dominación, quedando por conquistar estas potestades. Es pues necesario que todo poder se someta al poder de Dios. No nos limitamos aquí a la autoridad suprema de las naciones, pues hablamos de la autoridad en general. Comprendemos la que rige las familias, como la que gobierna las ciudades, la que preside una comunidad religiosa como la que impera en las sociedades civiles y políticas. En este sentido, es evidente que el concurso de la autoridad es necesario para el establecimiento del reino de Cristo en la tierra. En cualquier esfera que la autoridad se ejerza, alta o baja, noble o plebeya, religiosa o política, hay que tomar por norma el espíritu del Corazón de Jesús, para poder cumplir una misión tan difícil como esta, y superar los obstáculos que en nuestros días encuentra el que ha de regir a los hombres”[30].

 

[1] Rafael GAMBRA, Eso que llaman Estado, Madrid, 1958, pág. 216.

[2] Ibid., pág. 217. El famoso libro de Sardá que se cita se publicó originalmente en 1886 en Barcelona

[3] Giovanni CANTONI, “La contrarrevolución y las libertades”, Verbo (Madrid), n.º 283-284 (1990), págs. 737 y sigs.

[4] PÍO XII, Alocución en el cincuenta aniversario de Rerum novarum, 1 de junio de 1941.

[5] Jean MADIRAN, L’héresie du XX siècle, París, 1968, pág. 299. Puede verse también mi libro La constitución cristiana de los Estados, Barcelona, 2008.

[6] Pueden verse, por todos, los textos que he editado –con motivo de haberse cumplido en 2009 el bicentenario de su nacimiento– en los Anales de la Fundación Elías de Tejada (Madrid), correspondientes al año 2010, bajo el título “Donoso Cortés, ¿pensador español e europeo?”, a las págs. 99-180.

[7] Henri RAMIÈRE, S. J., Les doctrines romaines sur le libéralisme envisagées dans leurs rapports avec le dogme chrétien et avec les besoins des sociétés modernes, París, 1870; ID., Le Coeur de Jésus et la divinisation du chrétien, Tolosa, 1891.

[8] Francisco CANALS, “Para sobrenaturalizarlo todo: entrega al amor misericordioso del Corazón de Jesús”, Cristiandad (Barcelona) n.º 644-645 (1984), pág. 457.

[9] Ibid., pág. 458. Sintentiza Canals en ese párrafo lo desarrollado por el padre Orlandis en varios de sus escritos y, en particular, “Sobre la actualidad de la fiesta de Cristo Re y” (1945) y “¿Somos pesimistas?” (1947), publicados originalmente en la revista Cristiandad y recopilados en el volumen Pensamientos y ocurrencias, Barcelona 2000.

[10] Véase, de nuevo, Henri RAMIÈRE, S. J., Les espérances de l’Église, París-León, 1861.

[11] Suma teológica, I, 1, 8, ad 2. Cfr. Jesús GARCÍA LÓPEZ, “Verdad racional y orden natural en el Reino de Cristo”, Cristiandad (Barcelona) n.º 644-645 (1984), págs. 451 y sigs.

[12] Ramón ORLANDIS, S. J., “El porqué de esta revista”, Cristiandad (Barcelona), número de prueba (1943). Puede verse en el volumen Actualidad de la idea de Cristo Rey, Barcelona, 1951, págs. 55 y sigs.

[13] Francisco CANALS, “La doctrina social de la Iglesia”, Verbo (Madrid) n.º 255-256 (1987), págs. 639 y sigs.

[14] Miguel AYUSO, La cabeza de la Gorgona. De la hybris del poder al totalitarismo moderno, Buenos Aires, 2001, págs. 107 y sigs.

[15] Francisco CANALS, “El culto al Corazón de Cristo ante la problemática humana de hoy”, Cristiandad (Barcelona) n.º 467 (1970), págs. 3 y sigs. Puede verse también en el volumen del autor Política española: pasado y futuro, Barcelona, 1977, págs. 254 y sigs.

[16] IDEM, “Comunión eclesial con Roma y solidaridad cristiana europea fruto de una evangelización benedictina de siglos”, Cristiandad (Barcelona) n.º 600-601 (1981), págs. 56 y sigs.

[17] IDEM, “El culto al Corazón de Cristo ante la problemática humana de hoy”, cit.

[18] Ramón ORLANDIS, Pensamientos y ocurrencias, cit., págs. 105 y sigs.

[19] Francisco CANALS, “El ateísmo como soporte ideológico de la democracia”, Verbo (Madrid) n.º 217-218 (1983).

[20] IDEM, “Para sobrenaturalizarlo todo…”, cit., pág. 460.

[21] Ramón ORLANDIS, S. J., “El arco iris de la ‘Pax Romana’”, Cristiandad (Barcelona) n.º 54 (1946). Se encuentra también en los volúmenes, ya citados, Actualidad de la idea de Cristo Rey y Pensamientos y ocurrencias, respectivamente en las págs. 95 y sigs. y 117 y sigs.

[22] Francisco CANALS, “Sobre la actitud del cristiano ante lo temporal”, Cristiandad (Barcelona) n.º 356 (1960). Puede verse también en el libro Política española: pasado y futuro, cit., págs. 211 y sigs.

[23] Rafael GAMBRA, “Razón humana y cultura histórica”, Verbo (Madrid) n.º 223-224 (1984), págs. 305 y sigs.

[24] IDEM, “Comunidad y coexistencia”, Verbo (Madrid) n.º 91-92 (1971), págs. 51 y sigs.

[25] Marcel DE CORTE, “De la société à la termitière para la dissociété”, L´Ordre Française (París) n.º 180 y 181 (1974), págs. 5 y sigs. y 4 y sigs. respectivamente. Cfr. también José Antonio ULLATE, “Algunas consideraciones para la acción política en disociedad”, Verbo (Madrid) n.º 487-488 (2010), págs. 643 y sigs.

[26] Miguel AYUSO, Las murallas de la Ciudad, Buenos Aires, 2001, págs. 149 y sigs.

[27] Francisco CANALS, “Reflexión y súplica ante nuestros pastores y maestros”, Cristiandad (Barcelona) n.º 670-672 (1987), págs. 37 y sigs.

[28] Thomas MOLNAR, The Church, Pilgrim of Centuries, Michigan, 1990.

[29] Miguel AYUSO, La constitución cristiana de los Estados, cit., págs. 11 y sigs.

[30] Henri RAMIÈRE, S. J., L’apostolat du Sacré Cœur de Jésus, Tolosa, 1868. La traducción está tomada de la edición castellana de la segunda parte, Alianza de amor con el Corazón de Jesús, Bilbao, 1901, págs. 301 y sigs.