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1990

La praxis democrática

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La praxis democrática en las grandes instituciones del Estado

LA PRAXIS DEMOCRATICA EN LAS GRANDES
INSTITUCIONES
DEL ESTADO
POR
ARMANDO MARCHANTE GIL
l. Presentación.
El enunciado del tema que vamos a tratar parece a primera
vista súficiente para eximir de iniciarlo con algunas puntualiza­
dones de signo doctrinal,
ya que se trata de exponer lo más
sucintamente posible, dada la necesaria brevedad, una «praxis»,
es decir'
c6mo actúan en la realidad unos sistemas políticos que
ponen en su frontispicio
la palabra «demotracia», ante o dentro
de las grandes instituciones del Estado.
La dificultad aparece cuando se examina la infinita variedad
de los sistemas que
se llaman a sí mismos «democráticos». La
primera puntualización debiera ser el establecimiento de unos
signos distintivos que
permitieran deslindar los campos que se­
paran lo que es de lo que no es democracia, puesto que en este
terreno hay demasiada confusión interesada. Para no perder
el
tiempo voy a considerar que son sistemas democráticos aquellos
establecidos como derivación más o menos directa de las ideas
de
los «filósofos» que dieron fundamento doctrinal a los revo­
lucionarios de 1789. En definitiva, los sistemas constitucionales
y parlamentarios con partidos políticos basados en el principio
de «un hombre, un voto».
Sentado lo
anteridr, no parece ocioso fijar unos principios
generales capaces de constituirse en punto de referencia para
darnos la verdadera medida que separa la teoría de la
realidad
vivida diariamente por los componentes de las sociedades regi­
das por
tales sistemas políticos.
Verbo, n6m. 291-292 (1991) 139
Fundaci\363n Speiro

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2. La justificación y funciones del Estado.
Para entrar directamente en materia veamos cuál es, según
la doctrina católica, el fundamento y finalidad del Estado.
Si
acudimos como fuente a la Rerum novarum resulta que «El Es­
tado debe velar por el bien común como misión propia suya».
La Divini illius Magistri reitera que «promover el bien común
temporal es, precisamente, el fin
especifico del Estado» y, para
concluir, el
II Concilio Vaticano afirma en la declaración Dig­
nitatis humanae que «el fin propio del poder civil es cuidar del
bien común temporal».
¿ Qué entendemos los católicos por bien común? También la
respuesta
es clara y reiterada en los documentos pontificios y
conciliares. Pío XI decía en la ya citada Divini illius Magistri
que «el bien común de orden temporal consiste en una paz y
seguridad de las cuales las familias y cada uno de los individuos
pueden disfrutar en el ejercicio de
sus derechos, y, al mismo
tiempo, de la mayor abundancia de bienes espirituales y tempo­
rales que
sea posible en esta vida mortal mediante la concorde
colaboración activa de todos los ciudadanos». Por su parte, el
II .Concilio Vaticano dice en la Gaudium et spes que «el bien
común abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social
con las cuales los hombres, las familias
y las asociaciones pue­
den lograr con
!"ayor plenitud y facilidad su propia perfección».
Antes de seguir adelante quiero fijar
un principio que debe­
mos siempre tener muy en cuenta
al examinar la realidad de
nuestros días. Pío
XII dejó sentado muy claramente en la Benig­
nitas et humanitas que «cuando se merma o perece en la comu­
nidad el sentidd verdadero del bien común, el Estado tiende a
caer en manos de las oligarquías». Punto éste de referencia muy
importante cuando intentemos examinar lo que resultan ser en
la práctica determinadas formas de concebir el gobierno en de­
mocracia.
Para la consecución de ese bien común en determinadas es­
feras de la vida ciudadana, el Estado cuenta con instituciones
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PRAXIS DEMOCRATICA E INSTITUCIONES DEL ESTADO
cuya posición en la escala de ordenación jerárquica de tales en­
tidades debe venir marcada por la importancia relativa de los
fines particulares que tratan de obtener. De tal modo, las gran­
des instituciones del Estado derivan su importancia y esa nota
de grandeza
-siempre en términos variables y relativos-, de
la calidad de los fines particulares a que va encaminada su acti­
vidad como tales instituciones. Claro está que
esa jerarquiza­
ción no es inmutable y puede variar en función de las circuns­
tancias históricas de cada época.
Las funciones del Estado más antiguas en el tiempo han sido
la seguriadd de los ciudadanos, tanto interior como exterior, así
como la justicia y la administración de los recursos comunes.
Más tarde en el tiempo apareció la enseñanza como nuevo obje­
to de la actividad del Estado, a lo que
se ha venido añadiendo
su intervención en la vida económica y social que, a largo del
siglo =, ha adquirido una amplitud muchas veces desmesurada.
Pudiéramos seguir enumerando más facetas de la actividad esta­
tal derivadas de
ese creciente intervencionismo en la vida social
que acabamos de señalar: salud, vida económica y sindical,
de­
portes, comunicaciones, ocio y turismo, medios de comunicaci6n
social, etc.
Como es imposible abarcar todas estas actividades estatales
y, además, debemos ceñirnos a las ·«grandes instituciones» del
Estado, podemos establecer en una primera
aproximación que
esas «grandes instituciones» son las Fuerzas Armadas y Cuerpos
de Seguridad para la defensa extetior e interior; la Magistratura
para la justicia y los Cuerpos administrativos y docentes para el
desarrollo de la administración y la docencia a cargo del Estado.
Se me va a permitir una especial alusión a los medios de
comunicación social, llamados ahora de titularidad, pública que,
ciertamente, no son d-no debieran ser una de las «grandes instiM
tuciones» del Estado y que, además, han sido ya objeto de una
intervención de Angel Maestro. Ahora bien, como
es manifiesto,
los sistemas descritos
más arriba como «democráticos» preten­
den basar su legitimación exclusivamente en los votos de los
ciudadanos,
es decir, en la siempre mudable e influible «opinión
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pública». Pues bien, si esl:O se admite, los medios de comuni­
cación social
se trasmutan, a través de su influencia sobre esa
«opinión pública -a la que a veces llegan a detet1IÚna1'-en la
vetdadeta base del sistema político, y en uno de los medios más
efectivos para la llegada al poder o su mantenimiento en él de
tal o cual grupo. De ahí que los titulares del poder traten por
todos los medios de influit sobre la «opinión pública» mediaute
la propaganda política. Por ello
la tendencia a poseet, utilizar y
manipular los medios de comunicación social en podet de los
gobernantes de
turno es muy fuette y, a veces, itresistible. Ello
explica
la proliferación de tales medios en todos los escalones
de
la actividad pública y el desvío hacia ellos de muchos recur­
sos que estarían mucho mejor empleados en otra parte. Por este
camino tales medios de comunicación social pueden convettirse
en otra de las «grandes instituciones» del Estado, lo que
con­
lleva el riesgo acusado de que todo el funcionamiento del siste­
ma quede distorsionado en su propia base teórica, que debe ser
la libre voluntad de los ciudadanos.
3. El papel de las instituciones del Estado.
Un recto y debido funcionamiento del Estado como gestor
del bien común exige una adecuación de cada una de sus
gran­
des instituciones al fin particular que deben alcanzar dentro de
su parcela de responsabilidad.
En este aspecto, la acción del Es­
tado debiera reducirse a dos cosas: dotarlas de la organización
y medios adecuados para
hacerlas eficaces, y coordinarlas entre

para que cada una se mantenga en la esfera de acción que le
es propia evitando que invada competencias ajenas y, a la vez,
haciendo imposible que cada una
sea invadida por otras instan­
cias, bien del propio Estado o ajenas a él.
Esta armonía entre las instituciones y la debida autonomía
de cada una de ellas,
dentro de su esfera de responsabilidad, que
les permita cumplir fielmente
sus funciones, sería la fórmula
más eficaz para la consecución del bien común al cual, no lo
olvidemos, debe quedar supeditado
el propio Estado.
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PRAXIS DEMOCRATICA E INSTITUCIONES DEL ESTADO
Esta concepci6n entiendo que es una trasposición al propio
cuerpo del Estado del principio
de subsidiariedad, base y fun­
damento de todo orden social según la doctrina y el pensamien­
to
cat61ico. Llama la atención que en unos tiempos en que tanto
se habla de la conveniencia, e incluso de la necesidad apremian­
te de arrebatarle competencias a
un Estado excesivamente cen­
tralizado y uniformizado por aplicaci6n de los principios de la
Revoluci6n francesa, se base esa descentralizaci6n o redistribu­
ción de poderes únicamente en
criterios de distribuci6n territo­
rial como
es el caso del actual Estado español, llamado de las
autonomías, y a nadie
se le ocurra la búsqueda de esa descen­
tralizaci6n en el seno de la propia organizaci6n
del Estado, im­
plantando una autonomía funcional de sus grandes o pequeñas
instituciones.
Muy al contrario, asistimos de hecho -y aquí entramos en
el meollo de la cuesti6n-a un vaciamiento de las potestades
propias de las grandes instituciones estatales que se ven
some­
tidas, cada vez más, a un cdntrol, con ciertos ribetes totalita­
rios, ejercido férreamente por los órganos puramente políticos
que politizan de forma indebida
sus actividades y estructuras.
Este control ahoga la vida de tales instituciones que terminan
por perder de vista el fin propio de su actividad que no
es otro
que
el proporcionar al conjunto de los ciudadanos defensa, jus­
ticia, enseñanza,
administraci6n adecuada de los recursos, etc. Si,
como ocurre en algunos sistemas titulados democráticos,
el ór­
gano político por excelencia que es el Parlamento, se convierte
en mera correa de trasmisión de los partidos políticos quienes,
a su vez, suelen estar en manos de reducidas oligarquías deten­
tadoras de los
potieres públicos, resulta que el final de este pro­
ceso, que bien a la vista está, lleva a aquellas sociedades que lo
padecen a una nueva y peor dictadura que las anteriormente
conocidas. Aquella dictadura de unos pocos que fue pronostica­
da
y temida por quienes se han venido oponiendo desde el si­
glo XVIII a los doctrinarios de la Revoluci6n.
Por tanto, podemos establecer ya, como una primera con­
clusión, que
las grandes instituciones del Estado, situadas en el
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seno de un sistema democrático parlamentario en el que toda la
representación política esté encomendada a los partidos, corren
el riesgo de sufrir una pérdida
más o menos completa de su
propia
y necesaria autonomía. En tales condiciOJ1es es dudoso
que conserven su capacidad para lograr
sus fines, con lo cual es
el propio Estado el que pierde su efectividad, dirigida siempre,
repito, a
la obtención del bien común de sus ciudadanos.
Este fenómeno de pérdida de efectividad del Estado
es tanto
más grave cuantd que están cada vez más en tela de juicio las
antiguas
y ya tradicionales justificaciones de los modernos siste­
mas de elección de los gobernantes. Así, Colomer (1), después
de hacer un profundo y detenido estudio de
los sistemas electo­
rales democráticos a la luz de
la teoría matemática de lds juegos,
cuya fundamentación científica
es incontrovertible, al preguntarse
si los métodos de decisión en la democracia representativa son
-éticamente vacíos y si la democracia en sí misma no es mejor
que cualquier otro sistema de elección colectiva, llega a la si­
guiente conclusión:
«Ld que sí parece mostrar con claridad la teoría de la elección
pública
es que entidades como la "voluntad general", la "sobe­
ranía popular" o el '"autogobierne", con las que se quiso legiti­
mar la democracia llamémosle rousseauniana, pertenecen al reino
de la fantasía y no al
de la realidad. Si esto es así, la justifica­
ción de la democracia requiere que
se le dé otro contenido».
El mismo Colomer apunta
entre las posibles ventajas de la
democracia la participación de los ciudadanos, aunque sólo
sea
para imponer limites a las decisiones siempre aleatorias de los
políticos.
Pero si, según hemos visto más arriba y vamds a seguir com·
probando, los métodos de funcionamiento de la llamada demo­
cracia representativa pueden llevar a una verdadera manipulación
y desvío de sus fines de las grandes instituciones del Estado con
pérdida de su funcionalidad y
de su capacidad para la realiza-
(1) JOSEP M. CoLOMER, El arte de la manipulaci6n política, Editorial
Anagrama, Barcelona, 1990.
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PRAXIS DEMOCRATICA E INSTITUCIONES DEL ESTADO
ción del bien común, la situación es grave y habrá que plan­
tearse en serio,
ya en los albores del siglo xxr, si toda la cons­
trucción política que viene desde el siglo
XVIII ha pasado ya,
como lo ha hecho el marxismo, a
engrosat el desván de la his­
toria como un trasto inútil
más.
4. La práctica democrática ante las Fuerzas Armadas.
Sólo hablat de la práctica democrática «en» las Fuerzas Ar­
madas resulta llamativo y chocante puesto que a nadie se le ha
ocurrido todavía
-salvo, quizá, a las corrientes de pensamiento
anarquistas-el dislate de establecer en los ejércitos una orga­
nización regida por principios democráticos. Nadie en su sano
juicio puede concebir un ejércitd basado en tales principios. Para
decirlo con frase de las Reales Ordenanazas españolas, las Fuer­
zas Armadas forman una institución disciplinada, jeratquizada y
unida.
Si esto no es así, nos encontratemos en presencia de una
banda o de una horda pero jamás ante un ejército. Incluso la
necesidad de una mínima disciplina alcanza a las mismas
ban­
das u hordas, de tal modd que sin algún tipo de disciplina y
orden no hay vida social posible ni grupo social que pueda
so­
brevivir. Por eso he preferido titular este apattado como lo he
hecho. Entre los fines fundamentales del Estado, el primero en or­
den cronológico ha sido la necesidad de proporcionat seguridad
y defensa a sus componentes ante cualquier ataque procedente
de otros gtupos sociales. Esta función defensiva ha dado lugar,
siempre y en todas pattes,
al nacimiento de un órgand específico
capaz de realizarla: son
los ejércitos o las Fuerza Armadas en
sus diferentes modalidades a través de la historia. Precisamente
por ello los ejércitos constituyen el
máximo signo de la exis­
tencia
de soberanía y, como queda dichd, su eatácter más uni­
versal es un tipo de organización basado en la unidad, la jerat­
quización y la disciplina. Pero como estos principios no concuer­
dan con las aplicables al gobierno democrático de una
cdmunidad
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política, algunos políticos, que se toman el rábano por las hojas
y que no tienen el menor conocimiento de las cosas, creen ver
en esta disparidad una especie de peligro para
sus apetencias de
poder
y abordan un problema, que no lo es tal, con la única
herramienta intelectual que supone repetir aquella vieja
vacie­
dad de considerar que «el poder militar debe estar supeditado
al poder civil».
Se . trata de la más paladina demostración de la ignorancia
que padecen acerca de lo que
es el poder y su fundamento en
una sociedad bien construida, precisamente aquellos que lo
de­
tentan o aspiran a detentarlo. Y conste que utilizo el verbo de­
tentar en su acepción académica, es decir, «retener uno sin de­
recho lo que manifiestamente no le pertenece». Porque quienes
carecen de la mínima capacidad de discernimientd para saber
distinguir entre los poderes, los órganos, los fines
y los medios
del Estado
y sus actos jurídicos como procedimientos de su ac­
tuación, bien puede decirse que no tienen derecho a gobernar
por muchd que sean votados. En este terreno, como en tantos
otros, habría que exigir una mínima capacidad a los políticos.
Lo que ocurre es que, sabiendo los principios de unidad,
jerarquía
y disciplina no aplicables al normal juego político de­
mocrático, basado las más de las veces en el pacto, la negociación
o
la componenda, llámase como se quiera, algunos políticos poco
avezados no comprenden que esto no quiere decir que tales
principios deban prevalecer siempre y en todas las instituciones
del Estado ni, mucho menos, en las Fuerzas Armadas.
La incom­
prensión de algo tan sencillo puede llevar a dos actitudes igual­
mente
perniciosas y que se registran en algunos de los sistemas
democráticos.
Por una parte, nace, desde la instancias políticas, una des­
confianza hacia
la institución militar que creen solventar median­
te la aplicación de la fórmula del «sometimiento»
al gobernante
de tumo. Esta fórmula no resuelve nada, puesto que los profe­
sionales que tienen a su
cargd los problemas de la seguridad na­
cional, incluso los más proclives a ese «sometimiento», no dejan
de apreciar la tremenda vulnerabilidad que supone para el eum-
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PRAXIS DEMOCRATICA E INSTITUCIONES DEL ESTADO
plimiento de su función quedar al arbitrio de decisiones basadas
en consideraciones ajenas a los problemas que se tratan de
re­
solver y tomadas, muchas de las veces, por personas cuya in­
competencia para decidir en cuestiones técnicas militares suele
ser total. Mucho
han denunciado algunos defensores de esta fór-'
mula del «sometimiento» lo que llaman «militarización del pen­
samiento político», olvidando que su reverso, es decir, la politi­
zación del pensamiento militar que ellos persiguen,
es completa­
mente imposible, a pesar de los
esfuerzos que a ello dedican ..
Una segunda tendencia anotable es, asimismo, fruto de aque­
lla
desconfianza de que hablaba más arriba. Me refiero al esfuer­
ZcJ que realizan algunos políticos para presentar ante la opinión
pública a los
ejércitos como algo accesorio y de poca importancia
para la vida nacional. El descuido en la organización y en la
dotación de las
Fuerzas Armadas por parte de los responsables
de la cosa pública tiene demasiados ejemplos próximos y lejanos
para que tengamos que detenernos en ninguno de ellos. Conste
que no
se trata sólo de dotaciones materiales sino también, y
ello no en segundo lugar, de lo que llamaría «dotación moral».
Es decir, que cuando se regatea a quienes se esfuerzan y sacrifi­
can por asegurar niveles de seguridad suficientes a la sociedad,
incluyendo en esos niveles la defensa de los intereses
más in­
mediatos de la misma, la mínima estimación y aprecio que se
merecen y a
los que tienen derecho, se está faltando a la justicia
pero, además,
se están poniendo en grave riesgo aquellos bienes.
Para completar el cuadro puedo señalar otro rasgo negativo
que a veces se registra en esta rdación entre Fuerzas Armadas
y fuerzas políticas en un sistema democrático. Curiosamente
quienes abominan de la disciplina militar y tratan de limitarla
al máximo en su recto ejercicio, especialmente en los más bajos
escalones del mando, la imponen de forma sumamente autorita­
ria y a veces violenta en
sus relaciones con quienes ocupan los
más altos escalones de la jerarquía militar, que son precisamen­
te aquellos en los que la disciplina debe ser menos automática.
De ahí, a realizar una selección a la inversa de los mandos su-.
periores buscando no a los más capacitados, sino a los más aco-
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modaticios, va sólo un paso que se franquea con demasiada fre­
cuencia. El precio es, como en otras grandes instituciones del
Estado, la pérdida de eficacia. ·
Claro está que de lo dichd no debe deducirse que un sistema
político democrático
sea incapaz de crear y disponer de unas
Fuerzas Armadas eficientes. Tocio lo contrario. Precisamente un
sistema verdaderamente democrático debe caracterizarse por su
capacidad de encajar
armónicamente todas las piezas necesarias
para
el orden de la comunidad que gobierna. Las Fuerzas Arma­
das tienen su puesto bien delimitado en este tipo de régimen
po­
lítico. Como institución esencial del Estado deben estar situadas
fuera de toda lucha partidista y se les debe respetar su propia
autonomía funcional, coordinando sus necesidades con las del
resto de los cuerpos sociales. A la vez,
se debe ser exigente con
ellas en cuanto al cumplimientd de su misi6n.
Ahota bien, hacer almoneda de sus necesidades en la plaza
pública, intervenir despóticamente en su régimen interior, tratar
de desprestigiarlas por todos los medios posibles
y, a veces desde
el propio Estado, escatimarles consideración
y medios no son
pruebas de amor a la democracia, ahora tan exigido, sino
más
bien secuela de sectarismo ideológico y totalitarismo partitocrá­
tico. Afortunadamente los grandes países democráticos de Oc­
cidente no han caído en esa tentación y por eso disponen de ex­
celentes ejércitos.
La antigua necedad de Clemenceau cuando dijo -i es que
lo dijo--que la guerra era una cosa demasiado seria para dejarla
en manos de militares, puede trasmutarse en algo bastante más
exacto si mantenemos que la vida de una nación no puede dejar­
se exclusivamente en manos de
los políticos de oficio.
* * *
Mutatis mutandis, algo parecido sucede a veces con las Fuer­
zas
de Seguridad, aunque en ellas la demagogia partidista no
suele durar
más que el tiempo necesario para recoger sus frutos
en forma de aumento de la delincuencia
y de la inseguridad so-
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cial. En conclusión, siempre llegamos a lo mismo, es decir, que
la indebida penetración de lo políticd en las instituciones del Es­
tado termina por afectar a
la eficiencia de la cosa pública.
5. La praxis democrática en la Magistratura.
La justicia constituye otro de los fines fundamentales del Es­
tado. Por eso, al igual que los ejércitos, en el Antiguo Régimen
la función de juzgar venfa estrechamente ligada a la figura del
Monarca. Así lo recoge, por ejemplo, todo nuestro teatro clásico.
Al advenimiento de los sistemas democráticos, en los que, al
menos teóricamente, la soberanía pasa a manos del pueblo, pasa
también
con ella la justicia que vendría a emanar de la «voluntad
general».
Ahora bien, si partimos de la base, ya indicada más arriba,
de que actualmente la justificación de la democracia no puede
basarse en esa pretendida existencia de una «voluntad
general»,
dado que lds sistemas establecidos para la elección de gobernan­
tes en determinados
regúnenes que se

dicen democráticos han
ocasionado el secuestro por los partidos políticos de la soberanía
popular, resulta que otra gran institución del Estado, que
es la
Magistratura, puede
tener dificultades graves en su función de
impartir justicia a los ciudadanos. Aparece la posibilidad de que
los jueces puedan ser desviados
de su función propia para ser
puestos al servicio de los partidos y no de los
ciupadanos. Evi­
dentemente, que exista tal posibilidad no
quiere decir que se
ponga en acto, pero lo bueno
serla que nd existiese ni siquiera
como posibilidad.
Aquí
es inevitable la alusión a la tan traída y llevada división
de poderes para cuyo estudio detallado
me remito a las Actas de
la XXVII Reunión de amigos de la Ciudad Católica celebrada
en 1988 y
al estupendo estudio sobre Montesquieu de Juan Va­
llet de Gdytisolo. En tal concepción el poder judicial aparece
cómo una de las piezas fundamentales del equilibrio que se bus­
ca, si bien, como señala Vallet, el mismo Montesquieu indica que
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la función judicial resulta, por decirlo así, invisible y nula en
cuanto
poder político.
¿ Qué ocurre en la práctica de los regímenes que conocemos
comd democráticos?
¿ Cómo respetan o plantean la necesaria in­
dependencia de los encargados de la administración de justicia,
llámase
poder judicial o llámase de otra manera? No puede afir­
marse que todos los regímenes llamados democráticos respeten
la independencia de la justicia.
Si puede decirse que las diversas
Constituciones tratan
al menos de dar esa apariencia de respeto.
La propia española de 1978 no se queda atrás y en su título VI
presenta al que denomina Poder judicial rodeado de las que pa­
recen máximas garantías de independencia frente a los otros po­
deres del Estado.
Pero así como los caminos del Señor son infinitos, también
lo son las triquliíuelas de los políticos, y de los partidos en que
se agrupan, para extender su afáo de poder y de dominación a
todas
las instituciones sociales -y no sólo a las del Estadd-­
logrando mediatizar así toda la vida de la nación hasta sus más
alejados confines.
En el caso de la administración de justicia o del poder judi­
cial
-llámase como se llame-la vía de penetración es muy
clara y doble. Por arriba
se trataría de obtener el dominio o la
máxima influencia posible sobre
el órgano encargado del gobier­
no de la Magistratura; por abajo se trataría de facilitar el acceso
a la carrera judicial de personas cuya ideología asegurase unas
posiciones afines al partido en el
poder; esta posible manipula­
ción política puede verse facilitada
si previamente se está en
presencia de asociaciones de jueces basadas no en
la defensa de
los valores propiamente profesionales sino en posiciones de signo
político.
De todo ello hay abundantes ejemplos en los sistemas demo­
cráticos, aunque
se debe reconocer que, afortunadamente, la exis­
tencia de un alto nivel de responsabilidad profesional y de sen­
tido de la justicia y del derecho en los profesionales de la justi­
cia hace sumamente
difícil para el poder político la interferencia
en la administración de justicia. Una vez más se demuestra que
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PRAXIS DEM0CRATICA E INSTITUCIONES DEL ESTADO
unos cuerpos sociales que tienen conciencia de su función y sen­
tido de la responsabilidad son el mejor antídoto contra la
tiranía
de una reducida oligarquía política.
No faltan, sin embatgo, los problemas.
Los conflictos entre
el Presidente de los Estados Unidos y las Cámaras a la hora de
nombrar miembros del Tribunal Supremo, cuya independencia una
vez nombrados está aboslutamente garantizada; las dificultades
que encuentra en Italia el Consejo de la Magistratura y los proble­
mas existentes en España en relación con el Consejo General del
Poder Judicial son buena muestra de ello.
Acerca de este último, su Presidente, el señor Hernández
Gil, dijo en el acto de apertura del actual año judicial que «en
cuanto órgano el Consejo
es todo él de naturaleza judicial, in­
dependientemente de 1a procedencia de sus miembros, si bien
sus competencias, aun siendo considerablemente mayores que en
otros países, no le atribuyen total autonomía en la función de
gobierno».
La insuficiencia que denuncia el señor Hernández Gil puede
venir dada por la existencia del
Mfoisterio de Justicia ---mya
supresión ha sido solicitada por instancias atendibles---- o también
por la fórmula de elección de los consejeros. Como
es sabido, el
procedimiento parlamentario para la elección de los vocales del
Consejo que, en
definitiva, ha terminado por reproducir en su
seno la composición partidista del Parlamento, fue objeto de un
recurso de inconstitucionalidad y también de un conflicto de
competencias entre el propio Consejo y las Cortes,
por conside­
rar el Poder Judicial que el Legislativo
se inmiscuía en sus fun­
ciones. Ambos recursos fueron rechazados, pero
el Tribunal
Constitucional tuvo que reconocer que una de las razones de la
existencia del Consejo General del
Potler Judicial era privar al
gobierno de las funciones que más podrían servirle para influir
sobre los tribunales. En la misma sentencia se decía que con el
nuevo sistema ( nombramiento por las Cortes de los vocales del
Consejo designados entre jueces y magistradds) se corre el ries­
go «de frustrar la finalidad señalada en la norma constitucional
si las cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas, olvidan el
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A"RM.ANDO MARCHANTE GIL
objetivo perseguido ... y distribuyen los puestos a cubrir entre
los diversos partidos en proporción a
la fuerza parlamentaria de
éstos. La lógica del Estado de partidos -sigue diciendo-em­
puja a actuaciones de este género, pero esa misma lógica obliga
a mantener al
margen de la lucha de partidos a ciertos ámbitos
de poder y, entre ellos, señaladamente, el poder judicial».
No se puede describir mejor cómo, aun respetando la letra
de
la Constitución, puede violarse el principio de división de
poderes tan vinculado a la democracia representativa.
Oaro ejem­
plo de cómo la praxis democrática tiene poco que ver a veces
con sus formulaciones teóricas.
Un Magistrado tan poco; vinculado a posiciones conservado­
ras como
es el Presidente del Tribunal Superior de la Comuni­
dad de Madrid, señor Auger, ha recordado que
la legitimación
democrática del
poder judicial no se basa directamente en la vo­
luntad popular ni en la opinión de la mayoría, pues una de las
funciones de los jueces es la defensa de los ciudadanos frente a
las posibles extralimitaciones de los poderes públicos o privados.
En cierto modo, esta distorsión en el funcionamiento de la
justicia afecta a todos los países de Europa
Occidental, como
puede comprobarse si
se estudian las sentencias del Tribunal
Europeo de Derechos Humanos, conocido popularmente por
el
Tribunal de Estrasburgo. Refiriéndose a Francia, un informe de
dicho Tribunal afirma que «además de llegar con un retraso
in­
justificado las sentencias de las diversas jurisdicciones, peor aún
es que luego no se ejecutan ... los veredictos no llegan a los des­
tinatarios; las decisiones de los Tribunales se desprecian; no
llegan
al 30 % las multas y sanciones judiciales que se llegan
a cobrar; los daños
y perjuicios a los particulares no se resarcen,
en
tanto que las Corporaciones locales se burlan de los Tribu­
nales administrativos
y del Consejo de Estado».
A la vista de todo ello podemos concluir que la práctica de
las democracias partitocráticas, tal
y como las conocemos en
Europa, no parece asegurar
un adecuado funcionamiento de la
administración de justicia. Por decirlo con palabras del profesor
Jiménez de Parga dirigidas al Parlamento europeo «la adminis-
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PRAXIS DEM0CRA.TICA. E INSTITUCIONES DEL ESTA.DO
tración de justicia, pieza básica de las organizaciones jurídico­
políticas que aspiran a dar amparo a ciudadanos libres merecen
una atención más urgente que la regulación de la producción o
del
movimientd de mercancías. Pues, si el Parlamento europeo
cooperase, de alguna forma, en solucionar el presente caos de
la
justicia, creo que su cotización subirla considerablemente por­
que la acción aislada de cada uno de las Estados está sirviendo
para poco».
6. La praxis democrática en los Cuerpos administrativos y
docentes. :¡
El Estado precisa para el desarrollo de sus funciones admi­
nistrativas y docentes de unos Cuerpos de funcionarios especial­
mente dedicados a ellas. Aunque cada uno de estos campos pre­
senta características específicas, sí pueden encontrarse factores
comunes en el comportamiento hacia estos Cuerpos de quienes,
en los sistemas de partidos, tienen a su cargo
la gobernación del
Estado.
Sobre estas instituciones actúan el peso de tradiciones
· muy
distintas, según los
países de que se trate, lo que hace difícil
reducirlos a un común denominador en cuanto a sus caracterís­
ticas íntimas. Hay naciones, como Francia, en los que la admi­
nistración tiene una gran tradición de eficacia que proviene del
Antiguo
Régimen y que, dado su gran peso específico y su alto
nivel de formación, ha venido quedando siempre a salvo
de las
apetencias políticas de los gobernantes de turno. Por poner un
caso ilustrativo pensemos, por ejemplo, en
la institución de los
prefectos, plenamente profesionalizada. Gracias a esta situación
del conjunto de la administración del Estado, en un régimen
políticamente tan inestable
comd lo fue la IV República, el fun­
cionamiento de lo que
se dado en llamar la maquinaria estatal
apenas
se resentía de la falta de un gobierno.
En general, los sistemas democtáticos han ido hacia una
acen­
tuación de la profesionalidad de los administradores públicos,
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ARMANDO MARCHANTE GIL
forzados muchas veces por la propia presión de los funcionarios
que seguían un proceso de sindicación en defensa de sus intere­
ses profesionales, entre los cuales
figuraba, muy en· primer lu­
gar, quedar a salvo de las contingencias políticas. Aunque en
nuestros país
se haya puesto de moda entre determinados polí­
ticos tachar de corporativismo nefando a este proceso
de auto­
defensa de los funcionarios, me parece que precisamente lo que
nos ha faltado ha sido una mayor dosis
de espíritu de cuerpo
que hubiera evitado la aparición de un nuevo corporativismo
ideológico propiciado por los partidos políticos,
éste sí nefando,
pues quita a la función pública neutralidad y eficacia.
Otra tendencia general
en los sistemas democráticos, acelera­
da, al menos en Europa, cuando han llegado
al poder las corrien­
tes ideológicas izquierdistas,
teñidas del marxismo en mayor o
menor
gradd, ha sido el aumento del número de servidores de
la función pública como lógica derivación de la atribución al Es­
tado de un número cada vez mayor de competencias y responsa­
bilidades dentro de lo que se ha venido persiguiendo como un
ideal:
el Estado del bienestar. Este aumento ha llevado apare­
jado ineludiblemente una disminución de la calidad profesional
del funcionario. Tal fenómeno se ha agravado por los diversos
intentos de descentralización territorial que han dado lugar
al
nacimiento de nuevas burocracias sin disminución apreciable de
las antiguas.
Otra nota distintiva de lo que viene siendo la vida demo­
crática en este terrend es aún más garve: me refiero a la ten­
dencia de los partidos políticos a considerar la Administración
como un predio propio en el cual entrar a saco para pagar ser­
vicios y adhesiones de los ciudadanos ideológicamente afines.
Por arriba ampliando cada vez más
aquellos puestos de la Ad­
ministración ocupados por políticos y no por funcionarios ; o
bien flanqueando a los funcionarios por figuras tan increíbles
como, por ejemplo, los llamados, con toda impropiedad, «asesores
ejecutivos».
Se trata de personas cuyo único título suele ser el
de amigos del poncio de turno. Por abajo, es experiencia diaria
la aparición en las administraciones locales y regionales de un
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PRAXIS DEMOCRATICA E INSTITUCIONES DEL ESTADO
cúmulo de personas «contratadas» pertenecientes casi siempre
al circuid íntimo del político contratante.
La facilidad con que se evitan las barreras existentes para
seleccionar a quienes
se van a dedicar a la administraci6n pú­
blica
y la «colocación» de parientes y amigos, son causa no sólo
del aumento del gasto público, sino de
la desmoralización de los
funcionarios de carrera, lo que es mucho
m.is grave. Se ha des­
virtuadd el viejo principio de que la función crea el órgano y
ahora se· crean órganos que no tienen ningnna función más que
la de cobrar del presupuesto. Por eso insisto en que lo que viene
faltando, de verdad,
es un corporativismo eficaz frente a estas
corruptelas.
Naturalmente que hay ramas de la administración en
las que
estas actuaciones han sido más difíciles y limitadas, precisamente
por su mayor solera y cohesión.
En tal caso la presi6n política
se ha dirigido a la eliminación o marginación de aquellos cuer­
pos de élite que presentaban la mayor resistencia
al virus de la
politización o del clientelismo.
El resultado viene siempre a ser
el mismo: al desmontar, puentear o reducir oompetencias de
esos cuerpos de funcionarios de élite la eficacia, seriedad y fun­
cionamiento del conjunto de
la Administración pública se ha
visto seriamente dañada.
Una función especialmente delicada
es la docente, sometida
por los sistemas partitocráticos a incesantes reformas cuyo re­
sultado suele ser el caos educativo. Aunque los cuerpos docentes
por su propia naturaleza han ofrecido una mayor impermeabilia­
zación
al «clientelismo» de los partidos, es innegable que deter­
minados
sectarismos que se intentan imponer a la sociedad bus­
can ante todo la vía de la educación para obteoer sus fines con
toda seguridad.
Cuando
el partido más fuerte, mejor organizado o conside­
rado el menos malo
por una parte de la población a la hora de
las votaciones llega al poder, el sistema democrático no sufre.
Pero
si ese partido no se conforma con gobernar a la nación,
sino que
en· el fondo de su ideología anida el designio, encubierto
o declarado, de «transformar» esa sociedad, dirigirá sus máximos
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ARMANDO MARCHANTE GIL
esfuerzos a dominar por todos los medios y a someter a sus
deseos la parte de la administración pública que tiene encomen­
dada
la tarea educativa. El resto es fácil figurárselo, pues en el
conocido repertorio entra siempre el ataque a la
enseñanza libre,
el control ideológico de las enseñanzas impartidas por el siste­
ma educativo estatal, y la indeterminación aparente del tipo de
educación que se propone dar. Esta praxis la tenemos diaria­
mente ante los ojos.
Afortunadamente, en este terreno
las sociedades saben de­
fenderse mejor y crear alternativas al propio Estado en el campo
docente que permiten limitar todo intento totalitario a eso: un
intento.
7. Los medios oficiales de propaganda en la democracia.
Y a he indicado al principio los motivos que me llevan a in­
cluir en esta exposición a los medios oficiales de comuuícación
social, cuya denominación breve y exacta sería «medios de la
propaganda oficial».
En un sistema político democrático que, de verdad estuviese
fundamentado en la libre expresión de las opiniones de los ciuda­
danos y de los grupos sociales, no tendría sentido
la existencia
en
poder de entidades oficiales de medios de comunicación so­
cial. Esto ocurre en las más puras democracias como puede ser,
por ejemplo, Suiza.
Desgraciadamente esto no es siempre así, y, en algunos paí­
ses de la Europa occidental, nos encontramos con la sorpresa de
que el Estado posee grandes y poderosas cadenas de radio y
te­
levisión, no ya a su servicio, sino al servicio de los gobernantes
de tnrno. Esta situación contradice de plano los principios
de­
mocráticos en que dicen fundamentarse tales sistemas; aunque
la costumbre hace olvidar algo tan obvio, no por ello deja de
ser menos cierta esa eóntradicción. Es decir, que los ciudadands
pagamos con nuestros impuestos, bien directamente o bien a
tra­
vés de la publicidad que se nos propina, unos medios cuya acción
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PRAXIS DEMOCRATICA. E INSTITUCIONES DEL ESTADO
va dirigida directamente a mediatizar nuestra propia libertad de
elección. Enorme contradicción.
En mi opinión, pudiera juzgarse el grado de autenticidad
democrática de
un sistema político estableciendo una relación
inversa entre él y la posesión de medios de comunicación por
parte de entidades públicas. Tanto
más democrático es un país
cuanto menor
es el número de medios de comunicación social
en manos públicas. Ustedes mismos pueden poner los ejemplos
pertinentes. Mientras que en Suiza, Alemania o los Estados Unidos no
existen tales medios, en Gran Bretaña la
BBC disfruta de un
amplio grado de autonomía.
Por el contrario, en Italia se ha lle­
gado a rizar el
rizd y los partidos políticos se han repartido los
diversos canales de
la RAI. La situación española es sobrada­
mente conocida para insistir en ella pero para tener una idea del
volumen que suponen estos medios diré que el llamado Ente
Público RTVE en 1990
ha aprobado un presupuesto de 197.753
millones de pesetas para TVE
y 22.800 millones para RNE.
Añadamos en el cálculo las diversas emisoras de radio
y televi­
siones llamadas autonómicas
y podemos apreciar lo que cuesta
esta tremenda máquina de propaganda en manos del partido que
ocupa el poder en cada momento.
Cabe alegar que esto no es así y que lo que realmente se
está haciendo es prestar un servicio público. La realidad es muy
otra
y lo testimonia entre otros Ramón Colom, persona que
ocupó importantes puestos en RTVE, quien dice: «El Estatuto
de RTVE
es perverso porque favorece que la televisión pública
esté al servicio de los políticos
y no al de los ciudadanos». Y,
otro testigo de excepción,
la antigua Directora General de RTVE,
Pilar Miró, ha escrito:
«La garantía de objetividad a la hora de
elegir un Director General (de RTVE)
es imposible desde el
preciso momento en que un gobiernd disfruta de mayoría
abso­
luta».
Si, de verdad, un sistema político para ser democrático debe
fundamentarse en la libre expresión de
los ciudadanos, lo pri­
mero que tienen que hacer los que
se adornan con ese nombre
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ARMANDO MARCHANTE GIL
es renunciar a la posesi6n de medios de comunicaci6n social o
bien
-y esto es más difícil-poner en manos de instancias so­
ciales neutrales políticamente los medios de comunicaci6n · de
titularidad públíca.
De otra forma, tales medios van camino de
convertirse en otra de las grandes instituciones del Estado,
pero
no a su servicio.
8. Conclusión.
Después de este
ya largo recorrido podemos apreciar que las
grandes instituciones del Estado no gozan, precisamente, de la
autonomía necesaria para el cumplimiento de sus fines en algu­
nos de los sistemas que ponen en su frontispicio la palabra «de­
mocracia». Esto da lugar a una
pérdida de eficacia del conjunto
del Estado
y alimenta una creciente desconfianza de los ciuda­
danos hacia el propio sistema político cuya ineficacia va en
aumento.
El fen6meno señalado se da especialmente en aquellos regí­
menes donde los partidos políticos han invadido zonas de la vida
social que no les corresponden, anulando o mediatizando las com­
petencias de otras organizaciones sociales o del propio Estado
que, como tales, deben estar exclusivamente al servicio del bien
común y no de apetencias o intereses sectoriales o ideol6gicos.
En casos muy extremos estos vicios repetidos y con tenden­
cia a aumentar, podrían incluso poner en tela de juicio la justi­
ficaci6n moral de un sistema que
dice fundamentarse en valores
cuya realizaci6n práctica no
se ve por ninguna parte. Si la pra,
xis desmiente los principios democráticos aducidos se corre el
serio riesgo de que
se produzca o un rechazo larvado del sistema
político que, según el
ya citado Colomer, puede plasmarse en un
sentimiento de decepci6n y fraude ante la política que aboca
en
el desinterés de los ciudadanos por la cosa pública. Ello es muy
grave. Todo esto quiere decir que estamos todavía lejos de una
verdadera democracia cuyos caracteres esenciales fueron fijados
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PRAXIS DEMOCRATICA E INSTITUCIONES DEL ESTADO
por Pablo VI en la carta que envió en 1963 a las Semanas So­
ciales de Francia. Según d Pontífice, en una democracia debe
haber un equilibrio entre la representación nacional y los pode­
res de los gobernantes; implica cuerpos intermedios libremente
formados que sean consultados en cuestiones
de su competencia ;
un cuerpo electoral informado lealmente y capaz de juzgar la
política de
sus mandatarios; derechos y deberes netamente for­
mulados cuyo ejercicio esté debidamente protegido; jueces de
independencia bien garantizada para que cumplan con imparcia­
lidad su deber, a la luz y bajo la responsabilidad de su conciencia
y, por último, leyes fundamentales respetadas por todos que
aseguren la continuidad de la vida nacional.
Desgraciadamente, según hemos podido apreciar en nuestro
recorrido, estamos en presencia de una praxis que no siempre
realiza las condiciones señaladas para que podamos hablar de una
verdadera democracia. El camino para obtenerla
es largo y en
él encontraremos muchas resistencias y dificultades;
lo mejor
que podemos hacer
es comenzar a recorrerlo cuanto antes.
Muchas gracias.
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