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Orden tradicional, orden universal y globalización

ORDEN TRADICIONAL, ORDEN UNIVERSAL YGLOBALIZACIÓN
Apuntes para una breve introducción al problema
POR
DANILOCASTELLANO
1. Orden es sustantivo de origen incierto y pluralidad de sig-
nificados. Los diccionarios, generalmente, dicen que el o rd e n
c o r r esponde a una disposición racional de las cosas. Las cosas,
c i e r tamente, siempre están ordenadas cuando se disponen según
un criterio. P e ro no todo criterio consiente disponer las cosas
según un auténtico orden, el que viene llamado orden natural.
Este orden no depende de las elecciones humanas, de las co nve n-
ciones, de la disposición de las cosas según un criterio vo l u n t a r i s-
ta cualquiera. Depende más bien de la naturaleza y del fin de las
mismas cosas, que el hombre encuentra, individua, conoce, pero
no se la atribuye. Bajo un cierto ángulo puede decirse que una
biblioteca está ordenada cuando los libros se disponen según una
r a t i o (por ejemplo según el orden alfabético de autores, o según el
o rden cronológico de su publicación o incluso según un o rd e n
temático). El orden de la biblioteca puede ser un orden absoluta-
mente subjetivo (dispuesto por ejemplo por el propietario) o
puede ser un orden convencional (adoptado por una pluralidad
de bibliotecas, sobre todo por las estatales). El criterio que se
adopta permite usar la biblioteca con una cierta facilidad: es,
pues, un orden funcional, pero no natural, aunque sin embargo
indispensable. Pues si la biblioteca, en efecto, no estuviese o rd e-
nada, sería propiamente un depósito de libros, un simple conjun-
to de volúmenes. Tampoco la página de un libro (y menos aún un
l i b ro) es un conjunto desordenado de palabras. Sólo el orden de
Verbo, núm. 499-500 (2011), 811-816. 811
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las palabras permite objetivar el pensamiento y comunicarlo. El
o rden de las palabras, en este último caso, es condicio sine qua non
para permitir a las palabras tener un significado y una función.
Más aún que el orden que transforma un depósito de libros en
una biblioteca, el orden de las palabras transforma un conjunto de
signos en un orden lógico. En defecto de esto desaparece la comu-
nicación humana, esto es, en la que no sólo están concernidas las
sensaciones o la mera utilidad, sino la que reclama el pensamien-
to, es decir en la que está empeñada la racionalidad y que le exige
un p ro n u n c i a m i e n t o.
2. El orden lógico, sin embargo, para ser ve rdaderamente tal,
debe ser orden ontológico. No es posible, por ejemplo, el uso del
singular y del plural de modo casual ni convencionalmente o
s o b r e otros presupuestos. El único presupuesto requerido para
este uso es la acogida del ente, de uno o más entes, que funda el
p e n s a m i e n t o . La unidad y la multiplicidad no dependen, de
hecho, de otra cosa que de la realidad que la inteligencia humana
encuentra y, por ello, no inventa. Así, por ejemplo, el orden de la
fisiología ni se atribuye ni se constr u ye. Es simplemente descu-
b i e r to, conocido. Tanto que de este orden depende el des ord e n ,
que comúnmente se llama enfermedad, efectiva pero no real. La
fisiología, esto es, el orden natural del organismo, es por tanto la
condición para poder conocer la patología, es decir, una situación
d e s o r denada del organismo, a veces causa de su disolución.
3. La cuestión alcanza re l e vancia en muchos planos, sobre
todo en el político-jurídico. Las teorías constructivistas, en efecto,
han pretendido ordenar la vida social según reglas co nve n c i o n a l e s .
En otros términos, han hecho del derecho el conjunto de normas
p o s i t i v as. Alguna doctrina ha considerado, es cierto, que la orga-
nización del Estado sea en sí un ordenamiento y que éste, a su ve z ,
sea condición del de re c h o. Se ha pensado (y todavía se piensa),
por lo mismo, que el ordenamiento sea la condición del de re c h o
y no éste condición de aquél. Con el resultado de crear una plu-
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ralidad de ordenamientos y, por ello, una multiplicidad de dere-
chos que, en ocasiones, han permitido (y hasta hoy permiten)
pisotear el derecho en nombre de las normas (positivas). Se han
c reado, así, los campos de concentración y de exterminio por el
o rdenamiento “jurídico” nazi; se ha permitido y se permite la eli-
minación del todavía no nacido ad nutumpor los padres y, en par-
t i c u l a r , por la madre (aborto procurado); se ha legalizado la
s u p resión de vidas humanas (inocentes) para dar solución al
(falso) problema del aumento de la población (supresión de las
niñas y, antes aún, de los hijos no primogénitos). El orden c re a d o
por estos ordenamientos es un orden aunque solamente funcio-
nal. Sin embargo, es un orden contrario al orden exigido por la
justicia: es, propiamente, un desorden o rd e n a d o. Sería como si
p ret endiésemos hacer de la patología la regla y fundamento de la
fisiología, o si pretendiésemos hacer de la lógica formal el pr e s u-
puesto del pensamiento, o si pretendiésemos sustituir la metafísi-
ca con la lógica. Por ello, no podemos confundir el orden con el
o rden público. Es de desear que el orden público se cor re s p o n d a
con el orden. Sin embargo, ese no es todavía el orden, el o rd e n
natural, exigido por la auténtica política y la ve rdadera juridici-
dad. Este orden natural es negado también por las teorías que,
aun no siendo constructivistas, parten –para su elaboración– de
asunciones que pueden re p resentar la fenomenología del conflic-
to, nunca completamente ausente de la convivencia, aunque
e x p r ese de ella el aspecto patológico y no el fisiológico. La polito-
logía, por ejemplo, permanece prisionera de una visión del o rd e n
como fenomenología y como resultado provisional de un p ro c e s o.
Exc l u y e la posibilidad misma de la fundación ontológica de la
vida asociada. Se declara pagada por la efectividad contingente de
un orden impuesto, no se preocupa de su legitimación: el hecho,
en efecto, legitima para esta doctrina el de re c h o.
4. Como se ve, el orden bajo muchos aspectos es un pr o b l e-
ma, como es un problema la tradición. Esta no es siempre y
necesariamente la t r a d i t i oclásica, esto es, el transmitir lo que
m e r ece ser transmitido y, por tanto, r e q u i e re una v a l o r a c i ó n
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racional. Con frecuencia se la confunde con la simple costum-
b re y, por tanto, se convierte en simple moda, que está en la base
de la modernidad y no de la tradición. Incluso prescindiendo de
su acepción histórico-sociológica, que lleva a identificar la tradi-
ción con la conservación, debe notarse que para diversos autor e s
la t r a d i t i o coincide con la i n s t i t u t i o, es decir, con el patrimonio
c r eado por las instituciones (artificialmente constituidas), pri-
mariamente con la costumbre creada por el Estado sobre todo a
través de su ordenamiento jurídico. La tradición, en este caso,
vendría a coincidir con una fuerza ordenadora en función de
principios asumidos al origen de la vida asociada y transmitidos
en el interior de y por las instituciones. Sería propiamente una
praxis de vida conforme a las normas y a los ordenamientos. Se
olvida, sin embargo, que la tradición no sigue al caos, a la anar-
quía, al estado de naturaleza. Es más bien la regla para juzgar el
caos, para impedir el surgimiento de la anarquía, para evitar caer
en el error de la admisión de la existencia de lo que nunca ha
existido, no existe, ni existirá. Así, en la cultura en que está
ausente sea la aproximación auténticamente filosófica a las cues-
tiones puestas por la experiencia social, sea el constr u c t i v i s m o
político-jurídico tal como fue elaborado por la cultura eur o p e a
de inspiración sobre todo protestante, la tradición se identifica,
en la mejor de las hipótesis, con la identidad de un pueblo, que
re p r esentaría el criterio para juzgar toda novedad. En otras pala-
bras, no sería la racionalidad el criterio de la tradición, sino la
tradición el criterio de la racionalidad. Como se dijéramos:
“ N o s o t r os aquí lo hacemos así”. Esta sería la tradición que per-
mite evitar los conflictos. El “ n o s o t ros aquí lo hacemos así” sería
también el criterio sobre la base del que juzgar lo que es legíti-
mo y lo que no lo es. En otras palabras, la praxis sería justifica-
ción de la teoría, el hacer pr e valecería sobre el ser, la historicidad
s o b re la metafísica. La identidad, incluso la que se entiende
como elección va l o r a t i va común, lleva sin embargo, y sobre
todo, a considerar válido lo que se comparte. Debe notarse, no
obstante, que no siempre lo que se comparte es válido: no es el
consenso, de hecho, el que crea el valor; es el va l o r, al contrario,
el que reclama el consenso.
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5. No hay duda de que el orden natural o tradicional en sen-
tido clásico es universal. Como observó, por ejemplo, Aristóteles,
lo que es justo por naturaleza no conoce ni tiempo ni región. La
u n i v ersalidad del orden tradicional viene dada por su naturale z a
o, mejor, por la naturaleza de las cosas que expresa. No deriva de
un proceso racionalista de universalización. No es un p ro d u c t o
que se sobrepone a las cosas; al contrario es un “ d a t o” que se
impone a la inteligencia. Su fundamento realista le impide perse-
guir utopías, sean éstas proyectos de paz perpetua o las modernas
declaraciones de los derechos del hom bre .
El orden universal racionalista postula siempre la reductio ad
u n u m , sea la del viejo Estado moderno, sea la que se dice impues-
ta por el mercado, sea la del llamado nuevo orden mundial. El
o rden universal racionalista no admite ni la pluralidad ni la auto-
nomía: su vocación es uniformizadota y, por eso, vir t u a l m e n t e
totalitaria. Esto no es propio sólo de las formas claramente orien-
tadas a imponer a los ciudadanos pensar y querer como piensa y
como quiere el Estado o las realidades supranacionales, sino tam-
bién de las diversas formas de republicanismo que, en última ins-
tancia, imponen pensar y querer por normas. En t re el orden natural (clásico) y el orden racionalista hay,
pues, una radical diferencia también en lo que respecta a la uni-
versalidad: el primero es universal porque está fundado sobre la
n a t u r a l e za común, mientras que el segundo lo es porque se impo-
ne por la voluntad dominante (esto es, por el soberano de turno)
a las cosas. Más aún: el primero admite la diversidad en el re s p e-
to de lo que es común, el segundo reclama la unicidad y el con-
formismo absoluto.
6. En lo que atañe a la globalización debe notarse, para empe-
z a r , que también se presenta como un fenómeno ambiguo. En
efecto, puede verse como un proceso de uniformización mundial
tendente a instaurar un modelo social y político único (en este
sentido actúa hoy el llamado Occidente, en particular la cultura y
política de los Estados Unidos de América) y puede, al contrario,
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ser vista como un intento de superación de las soberanías estata-
les que nacieron con el fin de (o, mejor, para intentar) poner
o rden sobre la base de un presupuesto deso rd e n a d o. En otras pala-
bras, la globalización, según este segundo significado, podría
re p resentar el renacimiento –por un parte– del auténtico de re c h o
internacional (con el consiguiente abandono de la teoría de los
equilibrios elaborada en Westfalia en 1648) y –por otra– del dere-
cho como determinación de lo que es justo (con el consiguiente
abandono de la teoría según la cual el derecho encuentra su ori-
gen en el Estado). Por eso, es necesario aclarar qué se entiende por globalización,
ya que no bastan para darle significado las definiciones genéricas
para las que constituiría un fenómeno de crecimiento pr o g re s i vo
de las relaciones y de los intercambios a nivel mundial en di ve r s o s
ámbitos, cuyo efecto principal es una decidida convergencia eco-
nómica y cultural entre los diversos países del mundo.
Esta clarificación será, en parte, fruto de esta XLVIII Re u n i ó n
de amigos de la Ciudad Católica, llamada a considerar la cuestión
bajo distintos ángulos, esto es, bajo ángulos ve rd a d e r a m e n t e
humanos (éticos, políticos, jurídicos, etc.), que la globalización
contemporánea u olvida (privilegiando, generalmente, aquellos
económicos) o, peor, propone con criterios nihilistas, que son la
negación del ve rd a d e ro orden y de la auténtica tradición, y que no
pueden –por tanto– fa vo recer el positivo proceso de un ive r s a l i z a-
ción según un orden humano que es, antes aún, orden divino.
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