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Cristiandad, naturalismo y nuevo orden mundial

CRISTIANDAD, NATURALISMO Y NUEVO ORDEN
MUNDIAL
POR
JOHNRAO
“ C uando no hay un modelo”, dicen los Prove r b i o s (11,14), “ e l
pueblo pe re c e”. Lo que la gente realmente necesita, por supuesto,
no es cualquier modelo, sino uno que sea conforme a la ve rdad. Y
al discutir este tema en relación a la naturaleza y sus leyes y el
o rden global, y en relación a los derechos del individuo respecto a
ellos, a nadie sorprenderé aquí hoy si afirmo que creo ese modelo
ve rd a d e r o ya está disponible para ser consultado y como guía efi-
caz. Es el modelo aportado por aquellos a quienes podemos deno-
minar los filósofos de la Cristiandad: un modelo que, por su
sublimidad, en cierto modo está siempre “en constr u c c i ó n ” .
Este modelo comenzó a tomar forma antes de Cristo gracias
al trabajo de los socráticos, en su búsqueda por descubrir el signi-
ficado esencial de las cosas, que ellos creían enterrado bajo el peso
de obstinadas pasiones sociales e individuales y de costumbr e s
a p a ren temente venerables. Tan crucial y valioso para el hombre
fue su trabajo racional, que los P a d res de la Iglesia lo considera-
ron como “ s e m i l l a s” del Logos divino, de la Palabra creadora, que
había sobrevivido incluso tras el pecado original. Los padres insis-
tían en que esas semillas habían apartado al hombre de aceptar sin
cuestionarla la “ n a t u r a l eza tal como es”, azuzando el deseo de una
luz cada vez mayor para comprender las leyes del universo y la
relación del individuo con ellas. Como cristianos firmemente cre-
yentes, estaban convencidos de que la luz aportada por la
Encarnación de la Palabra creadora y redentora en la historia ofre-
cía la iluminación final que los mejores de estos antiguos pensa-
d o res habían ansiado con impaciencia.
Verbo, núm. 499-500 (2011), 817-840. 817
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La investigación conjunta cristiana y socrática sobre la natu-
r a l eza, la ley y el individuo se amplió después con sus desar ro l l o s
históricos: el redescubrimiento de antiguos textos filosóficos y
legales perdidos que ofrecían un esbozo mucho más claro del pen-
samiento g re c o r romano; un movimiento medieval de reforma de
la Iglesia que por un lado insistía en la plenitud del impacto que
la Palabra sobrenatural debía tener en todos los aspectos de la vida
natural social e individual, y por otro emprendía el trabajo pasto-
ral necesario para darle a esto un significado práctico; la Re f o r m a
Católica, con su apelación a utilizar toda la Creación para may o r
gloria de Dios; y el nuevo despertar del espíritu militante de la
Cristiandad en el siglo XIX tras el desastre de la Re vo l u c i ó n
Francesa. Lo que surgió de todos estos desarrollos fue una firme
convicción sobre la unidad y armonía básicas de la persona huma-
na individual con todos los aspectos de la naturaleza y su Cre a d o r
s o b r e n a t u r a l .
Como apuntaba en 1860 el diario jesuita romano La Ci v i l t à
C a t t o l i c a :
“ Dios... estableció un único orden, compuesto de dos par t e s :
la naturaleza elevada por la gracia, y la gracia vivificadora de la
n a t u r a l e za. No confundió ambos órdenes, sino que los coo rd i n ó .
Sólo una fuerza es el modelo y sólo una cosa es a la vez el motivo
principal y último fin de la divina creación: Cr i s t o... Todo lo demás
está subordinado a Él. La finalidad de la existencia humana es com-
pletar el Cuerpo Místico de este Cristo (de esta Cabez a de los ele-
gidos, de este Sa c e rdote eterno, de este Rey del Reino inmor t a l ) ,
sociedad que forman quienes le glorifican eternamente ” .
Por tanto, en última instancia era centrándose en C r i s t o ,
Palabra Encarnada, y contemplando todos los aspectos de la vida
a través de Sus ojos, como debía entenderse la naturaleza como
un todo, y el individuo en par t i c u l a r. Como indicaba claramen-
te la doctrina sobre las semillas de la Palabra, y como confirma-
ba la realidad de la involucración de Dios mismo en su C re a c i ó n
caída, considerar la vida en Cristo implicaba aceptar el va l o r
innato de todos los elementos de la naturaleza, y al mismo tiem-
po reconocer su caída desde su estado originario y la necesidad
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de su reparación y transformación mediante la incorporación a la
historia de la Re velación y de la gracia a través del Sa l vador de la
H u m a n i d a d .
Como insistía el agustino Santiago (Jacobo) de Vi t e r b o
(1255-1308) (arzobispo de Nápoles, seguidor de Santo Tomás de
Aquino [1225-1274] y pionero en el estudio de la eclesiología), el
hecho de que Cristo “informase” la naturaleza situaba a cada uno
de sus elementos en su correcto peldaño dentro de la jerarquía de
va l o res . Adecuadamente ordenados (ordenados en el sentido de
“ o r d e n a c i ó n ”, y ordenados en el sentido de “ m a n d a t o”), cada uno
de estos elementos poseía un sentido más preciso de la necesidad
y la justicia de su peculiar misión natural y sobrenatural, y por
tanto una conciencia más segura de su dignidad innata y una con-
fianza más firme en la dedicación a su ta re a .
En cuanto que es una Fe que predica la necesidad de eva n g e-
lizar la totalidad de la especie humana en Cristo, el catolicismo
s i e m p r e ha alimentado un modelo de unidad básica de la huma-
nidad. En cuanto convencido del valor que encierran las semillas
del Logos, su universalismo sobrenatural se combinó con una
p o d e rosa inclinación a considerar el orden imperial romano como
el modelo natural para la organización política humana. El re d e s-
cubrimiento en la Alta Edad Media de los trabajos científicos de
Aristóteles (con su re velación de los mecanismos reales que dan
forma a un orden cósmico global que los hombres de pensamien-
to pueden aprender a comprender y a aplicar para conducir la
acción humana) pareció confirmar aún más la va l i d ez de ese uni-
versalismo católico. El redescubrimiento medieval de la plenitud de la Ley ro m a-
na despertó también en los católicos la idea de una autoridad
pública imperial que consideraba su derecho a mandar como algo
evidente por sí mismo. Aceptada sólo en estos términos, esta idea
habría “liberado” a cualquier hipotético gobernante cristiano uni-
versal de todos los obstáculos que le impedían aceptar la “ m a j e s-
tad de sus le ye s” y de la paz y el orden asegurados por ellas. P e ro
en el gran siglo XIII, filósofos y teólogos especulativos, re p re s e n-
tantes intelectuales del movimiento reformista de esa época, com-
p re n d i e r on que tenían que digerir esta particular Semilla del
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Logos junto con todas las demás que la naturaleza ofrecía y, sobre
todo, a la luz de las enseñanzas de la Palabra Encarnada por medio
de su Cuerpo Místico.Para ellos, y especialmente en ese particular momento, esto
suponía reflexionar sobre las lecciones de la Ley romana a la vez
que sobre todo aquello que estaban simultáneamente ap re n d i e n-
do gracias a los recobrados textos de Aristóteles. Aristóteles, como
Platón, al estudiar la naturaleza de su propio Estado, la p o l i sg r i e-
ga, vinculó su trabajo a una discusión más amplia sobre la natu-
r a l eza como un todo. Demostró que el derecho de la autoridad
pública para gobernar, y su campo de acción, tenían su raíz en la
innata necesidad del individuo de una unidad fraternal: y no pre-
cisamente para la satisfacción de sus obvias necesidades materia-
les, sino para comunicar a otros seres humanos aspectos esenciales
de su personalidad. En consecuencia, el reconocimiento escolásti-
co de que el Estado, la majestad de sus leyes, y la paz y el o rd e n
que emergían de su autoridad y prestigio, sólo podían hacerse dig-
nas de respeto en la medida en que actuasen al servicio de un bien
común y fraternal, enraizado en las leyes de la naturaleza en gene-
ral, y diferente de cualquier bien par t i c u l a r. La apropiación de la
búsqueda por Aristóteles del “logos” más allá de la esfera del
Estado les permitió así otorgar a la Ley romana una comp re n s i ó n
de su valor y finalidad que los mismos fundadores de la Ciudad
jamás pose ye ro n .
En segundo lugar, la apertura, llena de Fe y de Razón, de los
principales de estos filósofos de la Cristiandad a todo lo que sus
ojos podían ve r, les indicaba claramente que el mundo en el que
vivían carecía de una única autoridad pública universal. Era una
sociedad corporativa multiforme, en cuyo modus opera n d ii n f l u í a
todo el abanico que va desde las naciones a los gremios. Para lide-
rar al conjunto de la sociedad, cualquier Estado cristiano un ive r-
sal que actuase en una atmósfera semejante habría tenido que
negociar constantemente con esta intrincada red de entidades cor-
p o r a t i v as, que re p resentaban instancias de control de los hom bre s
y protegían costumbres locales consagradas en innumerables
declaraciones orales y escritas de derechos y privilegios. Como ese
o r den corporativo estaba ahí, y como era claramente funcional y
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a p reciado por los hombres, esto significaba también que tenía que
ser aceptado como un mensaje válido procedente de la naturale-
za. Y que ese mensaje relacionado era que la sociedad tenía que
plasmar el espíritu de fraternidad individual de formas d ive r s a s .
La autoridad pública de un Estado romano universal no podía
actuar por su cuenta al servicio del bien común. Finalmente, una profunda fe cristiana enseñaba a estos pro-
f e s o r es de la Cristiandad que complejo orden natural sólo podía
c o m p r ender plenamente su bien común asimilando las lecciones
de la Re velación de la Palabra de Dios Encarnada. Esta
Re velación confirmaba el valor de la Razón, y ambas, conjunta-
mente, facilitaban mucho a los defensores de este elaborado bien
común la conducción moral. P e ro la enseñanza concreta política
y social más significativa que la Fe en sí misma ofrecía a la socie-
dad era que todo lo que se hiciese por el bien común tenía que
hacerse en última instancia en beneficio de las personas lib re s ,
distintas e individualmente consideradas. Ellas eran las joyas en
la corona de Cristo; ellas y sólo ellas podían vivir eternamente
con Dios. Aun si la búsqueda del bien común les exigía en oca-
siones sacrificios personales temporales, esos mismos sacrificios
tenían en cierta medida que servir a su mayor bien individual y
e t e r n o. En suma, nuestros filósofos de la Cristiandad nos p re s e n t a b a n
un modelo de orden universal complejo consistente en leyes natu-
rales inmutables que reflejaban una jerarquía de va l o res y que al
mismo tiempo contribuían a perfeccionar a las personas como
individuos distintos, con todas sus par t i c u l a res diferencias. El re s-
peto por la ley natural implicaba inevitablemente respetar lo que
podrían denominarse “ d e rechos naturales”, en la medida en que
uno reconocía que estos “ d e r e c h o s” eran siempre contingentes;
contingentes, esto es, en la medida en que acepten y obedezcan el
plan divino de un Creador del universo que concedió a los indi-
viduos un papel tan re l e vante en el drama de la ve rdad situada en
primer lugar. En el nivel humano más inmediato, se demostraba que esta
obra de Dios, esta obra maestra estética, implicaba un delicado
equilibrio de leyes naturales y positivas, de Estado, corporaciones
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e individuos libres. Ese equilibrio vital resultaba dramática, por-
que siempre se veía afectado por la aparición en la historia de
individuos nuevos y distintos, y porque podía ser trastocado por
s e res libres capaces de una inter f e rencia pecaminosa en el Plan de
Dios cada momento de cada día. Sólo podía ser realizada p ro p i a-
mente bajo la conducción continua de las enseñanzas y la gracia
( c o r r ectoras y transformadoras) provenientes de Cristo en su
Cuerpo Místico. La clave de la armonía en el salón de baile de la
Cristiandad consistía (para todos los participantes en esta autén-
tica y dramática danza de la vida –el individuo, el Estado y una
multifacética sociedad corporativa–): en abrirse a sí mismos al
“sentido de lo u nive r s a l”; en “no separar la bondad del poder”; en
a p r e n d e r , como decía Gil de Roma (Egidio Romano) (c. 1243-
1316), otro seguidor de Santo Tomás, que, de todas las fuerzas de
la vida, “el amor y la caridad tienen la máxima fuerza unificadora
y comunicadora ” .
Uno de los más importantes pensadores y militantes católicos
del siglo XIX, Luigi T a p a relli d’ A zeglio (1793-1862), editor de L a
Civiltà Ca t t o l i c a y autor de un texto fundamental sobre la ley
natural, el En s a y o teórico de derecho natural apoyado en los hechos,
e x p r esó exactamente los mismos temas en tiempos modernos.
También él creía que los fines universales de la misión de cristia-
na implicaban sólo en muy última instancia una opción p re f e re n-
te por una sociedad política global. Es más, estaba convencido de
que la facilidad de las comunicaciones y la interdependencia eco-
nómica estaban fabricando en su tiempo esa sociedad global
mucho más que nunca antes. Según T a p a relli, en la medida en
que esa sociedad llegase a existir y funcionase correctamente, su
p roc edimiento de operación estándar reflejaría los principios
a n t e r i o r es. Inevitablemente, necesitaría una autoridad pública,
estatal. P e ro la autoridad internacional estaría obligada a trabajar
por el bien común de sus partes constitutivas, a saber, naciones
distintas con sus propios Estados y sus complejos órdenes corpo-
r a t i v os, compuestos de individuos destinados a compartir la vida
eterna con Dios. No podría haber un bien común universal que
al mismo tiempo no permitiese a esos ladrillos de la sociedad
internacional expresar sus innatas necesidades de fraternidad, que,
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de nuevo, lejos de ser puramente materiales, eran culturales, espi-
rituales e inagotables en su trascendencia.En otras palabras: para ser justificable, un orden moderno
global tenía que respetar la ley sobrenatural tanto como la natu-
ral, así como la misión y dignidad innatas de cada uno de sus ele-
mentos constitutivos. Y todos los aspectos de ese orden –la
autoridad internacional pública, los Estados nación, las corpora-
ciones y los individuos– tenían que estar siempre dispuestos a ser
reparados y transformados en C r i s t o. Esos elementos constituti-
vos y sus aspiraciones nunca podrían aceptarse “tal cual”, deján-
doles vagabundear libremente por donde pudiesen. Si se ignoraba
cualquiera de estos principios, a dve rtía T a p a relli, entonces las des-
e n f renadas pasiones nacionales de la parte más poderosa del cre-
ciente orden internacional, guiada puramente por los dictados de
la Ma c h t p o l i t i k , definiría inevitablemente la unidad global según
sus desordenados y no reconducidos caprichos.
Sí, la ve rdadera visión que sería necesaria para dirigir una
Cristiandad universal vino a nosotros a través de una unión entre
el Depósito de la fe, r e velado, y la Razón humana, abierta a todos
los datos naturales de la Creación. P e ro precisamente porque tal
visión ve rdadera implicaba reconducir y transformar los mensa-
jes que nos envían nuestras poderosas pasiones caídas y su impac-
to sobre nuestros cuerpos y nuestras mentes, ha sido muy difícil
asegurar su triunfo. Por tanto, los mitos que halagaban los deseos
sociales e individuales no rectificados se abrieron paso en las
c a b e zas y los corazones de los hombres. Y, por desgracia, gene-
ralmente han sido ellos los que han aportado el modelo que re a l-
mente sirve de guía al pueblo, y en ese proceso le han conducido
a la pe rd i c i ó n .
La moderna sociedad occidental vive –o, mejor, muere– por
versiones relacionadas del mismo mito naturalista básico, cuy o s
d i versos aspectos fueron tomando cuerpo en un dilatado espacio
de tiempo muy pequeño, que comenzó con el nacimiento de la
e m p resa socrática y siguió hasta el presente. Este mito describe el
d e s p e r tar de Occidente como una comprensión cada vez más pro-
funda de la naturaleza en toda su plenitud. Como resultado de ese
d e s p e r t a r , afirma que el hombre occidental se ha hecho capaz no
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sólo de comprender las leyes de la naturaleza, sino también la
esencia del Estado, de la sociedad y de la persona humana indivi-
dual. Al descubrir las leyes del orden natural y político, y con ellos
la dignidad y los derechos del hombre, se supone que la sociedad
occidental moderna encontró la auténtica clave para la armonía
social e individual. Se convirtió simultáneamente en defensor de
la ley y el orden, por un lado, y de la plenitud de los derechos de
la libertad y la diversidad humana, por otro. Fu e ron tan impor-
tantes las consecuencias, que uno podría alimentar la esperanza de
que el león durmiese junto el co rd e ro, ambos escuchando juntos
apaciblemente “la música de las esferas ” .
P e ro el precio que Occidente tuvo que pagar por aceptar y
difundir este mito es demasiado alto: más alto que el pagado por
los antiguos egipcios, que más bien explicaban soberbiamente su
sistema político y social haciendo re f e rencia a la vida de O s i r i s ,
Isis y Ho rus. A pesar del noble tono de sus proclamas, el natura-
lismo subyacente a las diversas formas del mismo mito básico
moderno garantiza que no puede comprender las ve rdaderas le ye s
del universo y de la sociedad natural, ni el carácter real de la dig-
nidad, la libertad y la especificidad únicas de cada persona huma-
na. Y lejos de abrir los oídos del hombre a “la música de las
e s f e r a s ”, garantiza la creación de sistemas sociopolíticos que insen-
sibilizan a sociedades e individuos ante toda elevada considera-
ción espiritual y estética. Así como Calgaco lamenta las consecuencias de la campaña de
Agrícola en la antigua Britania, la mítica sociedad occidental
moderna “ c rea un desierto y lo llama paz”. Sea como fuere, como
los mitos naturalistas pasan, el que ha guiado nuestro mundo ha
sido un mito inteligente, duradero y en gran medida triunfante. Más que abordar directamente la cuestión del fraude en sí
mismo y de sí mismo, me gustaría aproximarme a ella consideran-
do la que considero razón básica de su éxito: la adopción de una
estrategia inventada en el principio mismo de la búsqueda del
Logos, cuyo principal logro fue la transformación de la justifica-
ción de la pasión y de la voluntad en un modelo apa re n t e m e n t e
basado en elevados principios. Esta estrategia la desar ro l l a ro n
sofistas profundamente antisocráticos, y su principal expositor fue
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el gran retórico Isócrates (436-338 aC) en sus numerosas disputas
con Pl a t ó n .
Para Isócrates no se podían criticar, transformar ni posible-
mente rechazar las experiencias y preocupaciones emocionales y
sensuales del hombre corriente. El hombre era la medida de todas
las cosas, e incuestionablemente correcto en su apreciación urgen-
te, con el sentido común, de la importancia de obtener rique z a s ,
poder y fama, que como é l o bv i a m e n t e sabía, hacen la vida hermo-
sa. El único problema del individuo medio era t é c n i c o: no podía
relacionar unas con otras sus justificables, obvias y de sentido
común experiencias, ni entender por tanto cómo explotarlas y
satisfacerlas mejor regular y ampliamente. Sus esfuerzos para
explicar sus reacciones a los problemas diarios, tanto en sí mismo
como en los demás, demostraban ser “inútiles”. Lo que le faltaba
al hombre común eran las palabras eficaces y los argumentos per-
filados con ellas. Sólo el experimentado retórico, el maestro de las
palabras, podía aclarar toda la profundidad de los sentimientos y
experiencias inmediatos, mostrar dónde se originaban, y animar a
la gente a hacer realidad sus promesas. En consecuencia el Bien y
la V e rda d sólo eran en última instancia “explicaciones apr o p i a d a s”
de la realidad, y desarrollos de esas obvias reacciones del sentido
común a la cr u d eza de la vida diaria, en sí mismas guías absoluta-
mente infalibles a la posesión de la Be l l ez a .
P e ro ¿cómo podía saber el hombre corriente que el re t ó r i c o
estaba “hablando adecuadamente” sobre la realidad? La r e s p u e s t a
a esta cuestión también era obvia. El consejo del maestro de la
retórica no sólo debería “sonar corr e c t a m e n t e” (claro, consistente
y autoafirmativo) en respuesta al sentido personal medio de la ve r-
dad obvia de sus propias preocupaciones, y adonde, más o menos,
apuntan. Además, se probaría a sí misma coronándose con un
c l a ro éxito material. Por consiguiente, la necesidad de Isócrates de
subrayar la simplicidad, la lucidez, la armonía entre el pr o p ó s i t o ,
la confianza y los logros materiales de s u salumnos, contrastándo-
los con los en última instancia estrafalarios e incomp re n s i b l e s
rodeos de los socráticos y con su autocrítica, sus amargas y sus fra-
casos prácticos. Sin embargo, Isócrates comprendió que Platón había situado
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la discusión sobre la naturaleza, el Estado y el individuo en un
plano tan superior que el retórico se veía ahora obligado a re c o n-
ducir su argumento a casa mediante una “f i l o s o f í a”, un modelo
que también sonaba universal y noble. Of reció ese modelo filosó-
fico cuando buscaba el principio fundacional de la sociedad grie-
ga y la misión que le correspondía. Los que esbozó en su discusión
s o b r e el Helenismo fueron: el conocimiento de las “ p a l a b r a s” en
cuanto tales, más que comprender el Logos o la “P a l a b r a” que hay
tras las cosas, y la necesidad de difundirlas hacia el este. La plenitud del destino helenista futuro requeriría dos cosas
simultáneamente. Por un lado sería crucial mantener un constan-
te respeto por los “buenos viejos tiempos” de la fundación del
espíritu griego y de las instituciones que influían en él. Por ot ro ,
sería necesario definir una población leal, obediente a cualquier
h é roe vigoroso que pudiese guiar ese espíritu al cumplimiento de
su misión contemporánea. Más aún, las instituciones que plas-
man el espíritu de los “buenos viejos tiempos”, el hombre fuer t e
que influye sobre ellas, y las poblaciones obedientes a su f i a t
debían ser impulsadas a cumplir sus papeles políticos adecuados
a través del genio cr e a t i vo retórico, que comprendía la esencia del
helenismo a través de su conocimiento vital y su habilidad con
las “ p a l a b r a s ” .
P e ro la “f i l o s o f í a ”, tal como la definía Isócrates, constituye un
c í r culo gigante, manipulado por el retórico que, mediante el uso
inteligente de palabras e imágenes evocadoras, toma el control de
los asuntos familiares del hombre corriente o del Estado y los lleva
donde él quiere. La experiencia del sentido común se p ro n u n c i a
como la base infalible para la acción simplemente porque la expe-
riencia que evoca está “llena de sentido común” arbitrariamente
definido y constituye por tanto una base infalible para el trabajo
del hombre. La obtención de riquezas y de poder demostraría la
adecuación de la comprensión del retórico sobre la vida hermosa,
y su condición de guía para que el hombre corriente cumpla su
p rom esa, porque la posesión de riquezas y poder se presenta como
incuestionable y axiomática prueba de que la belleza realmente ha
sido conseguida. El respeto por los “buenos viejos tiempos”, hom-
b r es fuertes y poblaciones obedientes son esenciales porque negar
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a p recio a cualquiera de estos elementos arrancaría la “bella” ima-
gen retórica que mantiene unidas las antiguas raíces con las espe-
ranzas presentes y con el destino futuro, la popularidad de masas
y el poder de la élite. Y todos esos aspectos del “ m o d e l o” eran
esenciales, dado que la experiencia los había demostrado necesa-
rios para construir la carrera de un maestro de las palabras, cuyo
éxito personal servía para garantizar la va l i d ez de su unión.
Puede aceptarse el hecho de no cuestionar en absoluto la
“experiencia o bv i a”, el “sentido común”, el “éxito”, la “misión his-
t ó r i c a ” y la consistencia de los instrumentos que exige su re a l i z a-
ción, a menos que conduzca al argumento inaceptable de que la
experiencia obvia, el sentido común, el éxito, la misión histórica
y sus herramientas vitales eran algo pr o b l e m á t i c o. Isócrates, como
apunta Werner J a e g e r, convierte en una virtud abandonar toda
i n ves tigación más profunda del significado de la vida una vez que
ha definido lo que para él parece ser un “punto de vista” re t ó r i c a-
mente bello con una oportunidad de obtener un resultado exito-
s o . Ese “punto de vista”, aunque atractivo y potencialmente útil,
d e b e ser aceptado como si fuera la V e rdad misma. Con esto, el
debate se acabó. El cierre se ha conseguido. Hay que moverse para
cumplir la gran promesa, o enfrentarse a la ira del retórico y a la
ultrajada naturaleza cuya inerrante voz él ha proclamado infalible-
mente ser. Y el retórico e sp o d e r o s o . Él sabe que sus palabras llevan “ e l
anillo de la ve rd a d”. Está seguro de que puede contar con el apoyo
de las pasiones del “sentido común” inmediatamente experimen-
tado, ya sea individual, familiar o colectivo, en su exigencia de ser
inmediatamente satisfechas. Siente el comprensible y atávico
miedo universal a que la aceptación de la autocrítica socrática
paralizaría la acción rápida, impidiendo el aprovechamiento de las
o p o r tunidades favorables para satisfacer los deseos y haciendo que
los hombres “ p i e rdan el tre n” del éxito, quizás hasta el mismo
momento de la muerte. El retórico, con su maestría con las pala-
bras, puede pintar la profunda y vitalista opción “ o - o” ofrecida al
h o m b re por los Sofistas y los Socráticos en todos sus dramáticos
c o l o r es, aunque claramente inclinada para ventaja suya. Tras orga-
nizar hábilmente el cuadro a su gusto, cualquier socrático que
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apele al hombre normal a lógicas y dolorosas búsquedas del alma,
a las posibles expensas de satisfacer la pasión urgente, se convier-
te en diana fácil para su abuso re t ó r i c o.
Un filósofo platónico se prestaría a sí mismo demasiado fácil-
mente a la acusación de re p resentar tanto un idealismo demencial,
i n d i f e r ente a las exigencias obvias de la naturaleza humana, como
una oposición cínica a los éxitos de los “hombre s re a l e s”, a los que
él no puede emular, a quienes envidia amargamente y a quienes
en consecuencia querría destr u i r.
Platón argüía que el retórico triunfador puede convencerse a
sí mismo para pensar que es superior a su audiencia “ c a rente de
p a l a b r a s ”, pero simplemente es más “ g ru e s o ” que él. Sus palabras
p a r ecen un insoportable e inacabable ritmo de rock en una habi-
tación llena de hedonistas impresionables, pero musicalmente
ignorantes. No consiguen elevarse, del mismo modo que cual-
quier herramienta que utiliza el hombre, más que Dios, como la
medida de todas las cosas, se queda miserablemente corta en sus
p r etensiones. Cualquiera que responda a la opción “ o - o” enf re n-
tándose a él eligiendo al retórico estaría pues votando por una
mediocridad y ceguera eternas. Por desgracia, justo a causa de las
patentes malas artes del retórico para mantener su poder sobre el
vulgo, el patético resultado de esa elección equivocada podría
quedar oculto para siempre para sus víctimas. La falsa retórica de
los “ f i l ó s o f o s ” necesitaba sólo hacer dos cosas: 1) inventar conti-
nuamente con entusiasmo “ n u e va s” variantes superficiales de los
eslóganes ya probados que mantienen a los hombres pensando
que la plenitud de la brillante promesa de la vida vacía se encuen-
tra a la vuelta de la esquina; y 2) taladrar constantemente en la
embotada mente de la población el miedo a la impotencia con
“final muer t o” que aseguraría la búsqueda socrática de una finali-
dad más p ro f u n d a .
Los adversarios de la Cristiandad se aferraron a esa antigua
defensa de “la naturaleza tal como es” para sus propósitos. Lo que
suponía era un desmantelamiento de la misión rectificadora y
transformadora de la Palabra en la Historia, de la plenitud del
mensaje de Cristo y Cristo-continuado-en-el-tiempo: su Cu e r p o
Místico, la Iglesia católica. P e ro semejante empresa también tenía
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que conve rtirse en un ataque a todo el proyecto socrático, cuy o s
fines implícitos y cuyos enemigos eran, mutatis mutandi, los mis-
mos que los de los cristianos. Esto suponía dejar como guía para
la acción humana aquello contra lo que los socráticos habían
luchado desde el principio de la búsqueda del Logos: confiar sólo
en los datos aportados por la pasión “ o bv i a” y por la primera
i m p res ión. Y esto inevitablemente terminó sirviendo a los intere-
ses de las voluntades “he ro i c a s” en la sociedad, justificadas por
inteligentes “ ve n d e d o res de palabras” por su lealtad a los “ p r i n c i-
pios fundacionales ” .
Es más, justo porque la re volución socrática no concedió a
Isócrates la oportunidad de acelerar el retorno a una vida no juz-
gada sin una explicación adecuadamente noble para hacerlo,
nadie, tras haber experimentado el esfuerzo infinitamente ma yo r
de transformar el mundo en Cristo, podía retirarse del plano
superior en el que el argumento de la Iglesia se había formulado
sin un ampuloso titular de portada disfrazado de modelo teológi-
co o filosófico. Ese titular adoptó dos formas básicas. La primera
a p a rec ió a finales del siglo XIII y la segunda un poco después.
Ambos “ t i t u l a r e s - m o d e l o ” funcionaron durante un largo periodo
de tiempo persiguiendo, a veces amistosamente, a veces de forma
m a r cadamente hostil, el mismo fin anticatólico y antisocrático,
hasta que finalmente el último logró el papel dominante. Ambas
se expr e s a ron en una variedad de matices que “ f u n c i o n a r o n” para
audiencias diferentes. Ambas jugaban con el deseo del hombre
caído de ser liberado de un mensaje religioso y racional que bus-
caba limitar la satisfacción de sus variadas pasiones inmediatas, al
tiempo que respondían a la necesidad post-cristiana de pa re c e r
v i rtuoso mientras se continuaba con una carrera de pecado. El “t i t u l a r - m o d e l o ” número uno criticaba la perspectiva cató-
lico-socrática por haber traicionado la fundación y la misión cris-
tiana ve rdaderas. Éstas debían enseñarse a través de la sola
Escritura, y sólo podrían recuperarse mediante el retorno a esa
Iglesia apostólica pobre, humilde, básicamente descarnada, que
según insistían estos autores era una exigencia de la Sa g r a d a
Escritura. Los escritos de autores como Marsilio de Padua (c.
1270-1342), Guillermo de Ockham (c. 1288-1348) y, por últi-
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mo, Ma rtín Lu t e r o (1483-1546), no pueden ayudarnos, pero sí
mostrarnos a dónde conducía todo esto: a un orden natural no
juzgado, gobernado sólo por el triunfo de la voluntad más fuer t e .
Todos estos escritores repudiaban a una Iglesia guiada por el P a p a
con músculo práctico, que buscase corregir y transformar las cosas
en Cr i s t o . Todos ellos, de diferentes formas, despojaban a la natu-
r a l eza de las herramientas precisas para juzgar la acción social e
i n d i v i d u a l . Para Marsilio y Guillermo, cualquier esfuerzo cor re c t o r, al
i n t e rferir con la actividad del único Defensor de la Paz, el
Emperador Romano, el agente heroico a quienes ellos confiaban
la misión de asegurar un retorno a los principios cristianos funda-
d o r es, era la principal causa del desorden en la naturaleza. P a r a
Marsilio, la ley, natural o positiva, consistía en fuera lo que fuese
que un hombre tenía que hacer para no ser ahorcado por el empe-
rador; Guillermo insistía en los límites de la Razón y en la incom-
parable importancia de la Divina Voluntad en el conocimiento
todas las ve rdades, y luego hacía imposible para nosotros, en la
vida práctica política y social, conocer cuál pudiera ser esa vo l u n-
tad salvo a través de la voluntad natural de las autoridades existen-
tes. Lu t e r o, que no podía contar con la ayuda imperial par a vo l ve r
al “intento original” de la fundación cristiana, atribuyó ese poder
al soberano local, que se convirtió así en un “obispo de necesi-
d a d”. Y a través de su doctrina y de la depravación absoluta de la
n a t u r a l e za, dejó el mundo en torno a nosotros co nve rtido en una
jungla, y a cualquiera que quisiera guiarlo, sin instrumentos cla-
ros para hacerlo. Como dice Philip Hughes, gran historiador
inglés de la Iglesia:
“Es rendirse a la deses peración… en nombre de una simplici-
dad ma yo r, donde la ‘ s i m p l i c i d a d ’ se presenta como el camino de
r e g reso a la ve rdad primitiva y a la vida buena... Todas estas fu erz a s
anti-intelecualistas y anti-institucionales que asolaron la I g l e s i a
m e d i e v al durante siglos y entorpecieron su labor estaban ahora
estabilizadas e institucionalizadas en la nueva Iglesia cristiana re f o r-
mada. La entronización de la voluntad como la suprema facultad
humana; la hostilidad a la actividad de la inteligencia en asuntos
espirituales y en doctrina; el ideal de una perfección cristiana que
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es independiente de los sacramentos e independiente de la ense -
ñanza autorizada de los clérigos; la santidad alcanzable a través de
las autosuficientes actividades espirituales de uno mismo; la nega-
ción de la ve rdad de que la Cristiandad, como el hombre, es un ser
social... Todas las teorías burdas y oscurantistas engen dradas por el
degradante orgullo que procede de una ignorancia deliberada, el
orgullo de hombres ignorantes porque son incapaces de ser sabios
si no es a través de la sabiduría de los demás, tienen a hora su opor-
t u n i d a d .
Lu t e ro, pese a que transfería el control de la jungla de la natu-
r a l eza a los domadores de leones políticos, era realmente un puen-
te para el “ t i t u l a r - m o d e l o ” número dos, en la que los héroes que
p rovocan el retorno a los principios fundadores eran los mismos
retóricos: los hombres de letras, los pre d i c a d o res, los ideólogos
p rof éticos que empujaban a los hombres a la destrucción de los
ídolos aterrorizándoles con la idea de encadenar sus accio nes libre s .
P e r o este segundo mito se diferenciaba del primero en que aban-
donaba completamente la cuestión de la fundación cristiana, y
rechazaba la perspectiva católico-socrática por traicionar las ense-
ñanzas fundamentales de la Ma d re Na t u r a l eza , cuyos principios
básicos se decía que estaban allí a disposición de cualquiera con
suficiente sentido común para comprenderlos. La elección ahora
era entre, por un lado, el catolicismo y el desorden antinatural,
indefenso, destrozado por la pobreza que su modelo aseguraba, y,
por otro, la Ma d re Na t u r a l e za, con la paz, la for t a l eza y las rique-
zas que apo rt a b a .
Desgraciadamente, quienes optaron por la Ma d re Na t u r a l e z a
e n c o n t r a r on que su comprensión por el sentido común de sus
principios fundamentales les conducía en muchas d ire c c i o n e s
opuestas. Algunos la vieron como una máquina, llena de “ley e s
n a t u r a l e s ” obvias, acorazadas, a menudo reductibles a una única
“ l l a v e” mágica de carácter económico, biológico o sexual. O t ro s
v i e ron en ella el reino de la diversidad, el campo de juego para un
sinfín de pasiones y sueños, de los cuales un número siempre cre-
ciente debían ser protegidos como “ d e rechos naturales” claro s
como el cristal. P e ro aunque las opciones p re f e renciales por la “ley
n a t u r a l ” o “el derecho natural” parecían en total contradicción, en
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realidad ambas se reducían a obstinadas decisiones similares que
no aceptaban corrección alguna de ningún “juez” externo que
pudiese limitar o rechazar su deseo de manipular la naturaleza tal
como creían conveniente. Ya fuese con un carácter propio de una
máquina o con un carácter libertino, ambos reflejaban un desdén
por el “Logos de las cosas”, bien expresado en la historia tempra-
na del “titular modelo” número dos a través de la carrera del
humanista renacentista Pi e t ro Aretino (1492-1556). Sin límites
por convención, dominado por el instinto, sojuzgado por su natu-
r a l eza, cumpliendo su destino con la agilidad de un acróbata,
incluso fiel a su esencia íntima, su misteriosa v i rt ù: esta era la ima-
gen compulsiva que el hombre del Renacimiento creaba de sí
m i s m o . En ningún otro hombre de esta época es la imagen más
p e r filada que en Pi e t ro Are t i n o ... el primer bohemio. “Soy un
h o m b r e libre”, escribió Aretino: “No necesito copiar a P e t r a rca o
a Bocaccio. Mi propio genio es suficiente. Dejad que otros se pre-
ocupen sobre el estilo y dejen entonces de ser ellos mismos. Si n
m a e s t ro, sin modelo, sin guía, sin artífice, voy a trabajar y ganar-
me la vida, el bienestar y la fama. ¿Qué más necesito? Con una
buena pluma y unas pocas hojas de papel, me río del U n i ve r s o” .
Cualquiera que tuviese ansias por descubrir la ley y el o rd e n
natural bajo estas circunstancias tenía que matizar su “ m o d e l o”
para seguir de una u otra manera el igualmente obstinado conse-
jo de J e a n - Jacques Rousseau (1712-1778). La ley y el orden, para
Rousseau, venían a través de la construcción de la sociedad natu-
ral y virtuosa. P e ro la virtud natural no era algo constr u i d o
mediante la repetición de nimias acciones diarias “buenas” alaba-
das por el mundo exterior. Más bien se alcanzaba entrar en ese
estado ontológico de ser un “hombre natural” liberado. R o u s s e a u
alcanzó esta condición natural y virtuosa a través de sus
C o n f e s i o n e s (publicadas póstumanente en 1782). En ellas, re ve l a-
ba al mundo sus sentimientos más profundos, apasionados e irra-
cionales y su influencia en sus acciones, sin consideración por el
efecto que esa r e velación podría tener sobre la opinión pública y
s o b r e su propia fama y fortunas. Así pues, habiendo aceptado su
p rop io ser, se convirtió en virtuoso, y dejó de avergonzarse de
actos que otros consideraban re p rensibles; hechos que sin embar-
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go sí serían censurables si los hiciesen hombres que buscasen la
alabanza del mundo exterior, artificial, “o b j e t i vo”. Una vez que ya
era virtuoso, Rousseau no podía permitirse ningún juicio p o s t -
m o r t e m racionalista sobre la autenticidad de su bondad, pr o f u n-
damente sentida. Toda “vista atrás” desembocaba en un re n ova d o
a b r a z o a las normas injustificables de una artificiosidad y una
duplicidad que matan el alma. Su derecho a ser natural no se traducía sólo en la virtud, sino
también transformaba a Rousseau en el hombre corriente. La natu-
r a l eza poseía integridad. Era toda de una pieza, honesta y buena, y
no podía ayudar sino hablando con una única voz. En consecuen-
cia, otros que sinceramente se despojaban de los obstáculos que
había en el camino de su derecho a expresar sus sentimientos natu-
rales espontáneos inevitablemente serían indistinguibles de
Rousseau, y estarían unidos fraternalmente a él. Es ese carácter
indistinguible lo que aseguraba que los distintos amantes de su
muy leído Nu e va El o í s a (1761) realmente sólo se amaban a sí mis-
mos en otras personas, y del profesor de su influyentísimo ensayo
s o b re educación, el Em i l i o (1761), podía decir Rousseau que ase-
guraba tanto su cumplimiento en el niño como incluso su re e l a b o-
ración completa en la imagen del tutor, y todo al mismo tiempo. Y al revés: quien no fuese como Rousseau, quien criticase los
sentimientos y acciones espontáneas del hombre corriente, quien
no se apiadase de él en sus sufrimientos, se r e velaba como alguien
antinatural. Por tanto no podía ser ni libre, ni virtuoso, ni leal. De
hecho, ni podía ser considerado humano, ni merecía ninguna
consideración fraterna. Carol Blum describe bien la situación al
comentar el planteamiento de Rousseau sobre sí mismo como el
“animal espectador” que contempla el sufrimiento de esos ser e s
tan sin sentido:
“Al animal espectador se le negó una agradable piedad al con-
templar el sufrimiento animal porque el animal que sufría era malo
y por tanto no merecía simpatía. Puesto que Rousseau sabía que la
humanidad era, como él, buena, se vio obligado a la terrible pero
inevitable c omprensión de que las criaturas que le habían tratado a
él con tan pocas entrañas en el fondo no eran personas, de que la
c l a ve del miserio era que ‘mis contemporáneos no eran sino sere s
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mecánicos en lo que concierne a mí, que actuaban sólo por impul-
so y cuyas acciones yo podía calcular simplemente con las leyes del
m ov i m i e n t o’. Él estaba ahora realmente solo, único ser humano
lanzado entre una muchedumbre de autómatas; la especie humana
existía sólo en él” .
Rousseau estaba convencido de que el mundo no-virtuoso y
no humano a su alrededor era obstinadamente hostil al esfuerzo
por per f e c c i o n a r l o. El deber del hombre corriente (Rousseau) era
transformar ese mundo en él mismo, o bien hacerlo desapa re c e r
antes de que le hiciese más daño. De nuevo, la cuestión de un
posible vicio inicial que arruinase el valor de su entero argumen-
to no podía ni imaginarse; el sincero, virtuoso, libre y liberado
h o m b r e corriente estaba necesariamente libre de er ro r. No se per-
mitía ninguna discusión sobre el fundamento y la justificación de
esta ve rdad subyacente. Era un presupuesto evidente por sí
m i s m o . Una duda sobre su posición significaría en efecto permi-
tir al mundo farsante de los hipócritas influir sobre él una vez
más. Era o uno u otro: la virtud natural o el vicio de dudar de sí
mismo en toda su plenitud. Los intentos católicos de combatir estos dos “ t i t u l a re s - m o d e-
l o ”, con sus elevados “ re t o r n o s” a sus re s p e c t i v os principios fun-
dacionales, fueron ir re g u l a res. La Reforma Católica supuso un
e s f u e r zo enorme para recobrar el reconocimiento de la necesidad
de aceptación, corrección y transformación de todo en la natura-
l eza en Cristo y por medio de Cristo, el único medio por el cual
la ley natural y la suprema dignidad del individuo, sus “ d e re c h o s
n a t u r a l e s ”, si se quiere, podían sostenerse con firmeza. Sin embar-
go, como señalé aquí el año pasado, los católicos, en el siglo
XVIII, estaban tan intimidados por los argumentos y los éxitos de
sus oponentes que también ellos, a todos los efectos, habían aban-
donado su modelo basado en la Palabra a cambio de una
Cristiandad “ p r á c t i c a” y moralista que parecía más en línea con la
apelación a un retorno de las enseñanzas del “sentido común
n a t u r a l ”. Fue sólo la revisión de toda la Tradición Católica bajo el
impacto de los cambios re volucionarios lo que llevó a un desper-
tar serio y militante en el siglo XIX. Esa meditación supuso una
n u e v a comprensión de lo que el hombre natural, caído, con su
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p e rcepción incorrecta de la naturaleza, de sus leyes y sus de re c h o s ,
h i zo realmente a la sociedad. Escuchemos de nuevo a T a p a re l l i
d’ A ze g l i o :
“Comenzando por las palabras ‘ s oy libre’ y su espíritu de inde-
pendencia de nuevo cuño, los hombres comenzaron a creer en la
infalibilidad de cualquier cosa que les pareciese natural, y a llamar
‘ n a t u r a l e z a ’ a cualquier cosa enferma y débil; a querer que se jalea-
sen la enfermedad y la debilidad, en vez de curarlas; a suponer que
jalear la debilidad hace a los hombres más sanos y felices; a con-
c l u i r , finalmente, que la naturaleza humana (concebida como
enfermedad y debilidad) posee los medios para hacer al hombre y
a la sociedad felices en la tierra, y todo esto sin fe, sin gracia, sin
autoridad ni comunidad sobrenatural... puesto que la ‘ n a t u r a l e z a’
nos p ro p o rci ona el sentimiento de que debe ser así.
”La ve rdad es que el universo es obra de una sabiduría infini-
ta cuya naturaleza no puede cambiar ningún hombre, aunque
puede ser libre de negarla. La naturaleza negada por el hombre a
través del pensamiento y la doctrina la niega luego también el hom-
b re en la práctica. La lucha de un hombre con la naturaleza es una
guerra demencial contra Dios, en la cual el ser mortal no puede
esperar el triunfo; es más, está seguro de la derrota. Conceder, por
tanto, a todos los hombres la libertad de librar esta guerra, de ve n-
dar sus ojos de modo que no puedan ver sus llagas y sus derr o t a s ;
conceder la libertad del error para oprimir la v e rdad, puede ser el
delirio momentáneo de intelectos cegados y el suicidio de socieda-
des frenéticas; pero no puede ser nunca la base duradera de la civi-
lización, ni la esperanza fundacional de una nueva socied ad” .
Al abordar esta pesadilla en relación al “principio pro t e s t a n t e”
de la independencia individual respecto a la autoridad social, sub-
yacente al desarrollo completo del atomismo naturalista moder-
no, T a p a relli insistió reiteradamente en que conduciría a un
d e s o r den social que sólo podría ser controlado mediante el triun-
fo de la voluntad del más fuerte. El hombre siempre necesita el
o rden para vivir. Y lo que esto significaba era que en la sociedad
naturalista e individualista que pisaba los talones del p ro t e s t a n t i s-
mo, “la voluntad creaba de re c h o” :
“ Digá moslo pues francamente: toda unidad social colapsa y
tiene que ser reconducida en cuanto el principio protestante se
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i n t roduce y reina en su interior. Y las razones se reducen a una.
Admitiendo el principio luterano, es imposible tener una idea v e r-
dadera de lo re c t o. Los protestantes pueden muy bien ser capaces,
por incoherencia lógica o por accidente, de admitir algunos princi-
pios de derecho en su sociedad. P e ro esto será consecuencia de un
hábito, de un accidente, de una falta de razonamiento, de la hones-
tidad natural en sus inclinaciones, o de otras condiciones fo rt u i t a s
p ropias de este o aquel individuo. P e ro la naturaleza del principio
p rotestante, esa naturaleza que antes o después termina pro d u c i e n-
do sus inevitables efectos, convierte en absolutamente imposible la
idea de derecho, y, en consecuencia, la unidad social. ”... No, si no hay más unidad es por este demonio destr u c t o r.
La mente se liberó, con el libre pensamiento, del yugo de un Di o s
que habla al hombre; con el criticismo individual, del yugo de la
razón; con la soberanía popular, de toda autoridad; con el der e c h o
al suicidio, del yugo de todos los miedos. Cualquier sociedad (la
comunión del alma con Dios en la Iglesia, del pueblo con su prín-
cipe en la p o l i s, de una mujer con su esposo en la familia, del cuer-
po con el alma en el individuo) resulta devastada en cuanto los
l a z os sociales se enfrentan al impulso de una pasión, o a un ‘ d e re-
c h o ’, o al deseo de placer. Cualquier sociedad queda devastada en
su primera entidad de gobierno. Se la lanza en manos de los insen-
satos, cuya voluntad es arbitraria. Ésta es la consecuencia última del
principio protestante de independencia. ”... La fuerza. Digámoslo directamente. Repitámoslo con
audacia. La fuerza es el único instrumento social que deja en pie el
p rotestante que desea ser lógico. Y puesto que sólo los medios de
s a l vación generan un derecho en la sociedad, en l a sociedad pr o t e s-
tante el derecho es la fu erz a” .
Y, por desgracia, el orden asocial en el cual “el poder crea dere-
c h o ” fue uno en el que la “liber t a d” y los “d e rechos naturales” que
se garantizaban al hombre no eran sino una licencia para los fuer-
tes para oprimir a los débiles:
“ Y la v erdad es que esta libertad, como cualquier otra libertad
ilimitada no circunscrita por nada, no es más que el privilegio con-
cedido a los fuertes para asesinar a los débiles. En este caso, se agre-
de la liber tad del partido fuerte, puesto que se le concede la
posibilidad arbitraria de abusar de su facultad, y se agrede la liber tad
del par tido débil, que sigue siendo la víctima indefensa de ese abuso ”.
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¿ Qué significaron estas exposiciones para el orden global
mundial que T a p a relli veía emerger rápidamente en su p ro p i o
tiempo? Ya hemos explicado lo que él temía que sucediese: que
sería dominado por las pasiones de la nación con la voluntad más
f u e r te. Ésta utilizaría su voluntad para definir la naturaleza, las
l e y es de la naturaleza y los derechos naturales y la libertad en cual-
quier sentido que le apeteciese. Dado su re c h a zo a permitir cual-
quier corrección y transformación en Cristo de su definición, sus
juicios globales se presentarían como formulaciones que sus débi-
les víctimas tendrían que aceptar sin r e c h i s t a r. Cualquiera que las
criticase sería estigmatizado como insoportable enemigo del
o rden natural obvio, de la paz y de la liber t a d .
Todos los pensadores del despertar del siglo XIX católico esta-
ban convencidos de que “la música de las esferas” que se oiría bajo
esas circunstancias serían los delirios de los enfermos mentales o
los golpes de tambor aún más innobles de los libertinos y los cri-
minales agitando las pasiones y los temores entre los “hombr e s
n a t u r a l e s ” a los que estarían oprimiendo. Cuál de estos enfoques
lograría la victoria final, no podían decirlo. Sin embargo, avista-
ron un orden mundial criminal y buscador del placer, incluso leal
al concepto fraudulento de la libertad y de los derechos de los
cada vez más aburridos “hombres naturales”, y trabajando con
una mezcolanza de capitalismo, socialismo, tecnología científica
a v anzada, burocracia y dictadura carismática. La visión de
Veuillot de lo que él denominaba el Imperio del Mundo r e s u m e
muy bien esta predicción de un pragmatismo gris, global y mate-
rialista y de una burocracia socialista.
“ En todas partes el c onquistador [del mundo] encontrará una
cosa, siempre la misma, la única cosa que la guerra y la voluntad de
la Re volución jamás habrán suprimido: la burocracia. En todas
p a r tes la burocracia le habrá preparado el camino; en todas par t e s
le esp eran con una ansiedad servil. Él se sostendrá a sí mismo sobre
ellos. El Imperio universal será el Imperio administrativo por exc e-
lencia. Ampliando sin fin esta preciosa maquinaria, la llevará a un
punto de incomparable poder. Así perfeccionada, la administración
satisfará simultáneamente su propio genio y el designio de su maes-
t ro al ap licarse a sí misma a dos tareas principales: la realización de
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la igualdad y del bienestar material en un grado inaudito; la supre-
sión de la libertad en un grado inaudito” .
Los hombres gobernados por este sistema serán oprimidos
mucho más fácilmente que en cualquier momento del pasado.
Esa facilidad será debida, no tanto al hecho de que nuevas armas
darían a su dictador instrumentos de control jamás soñados,
como a la triste realidad de que el estupefacto homb re - m á q u i n a
a p robaría sus cadenas, y una i n t e l l i g e n t s i ade escaso brillo las ben-
deciría. Los hombres producidos por la civilización moderna
serían totalmente distintos de los hombres de las edades p re c e-
dentes. “Estos poderes que el hombre de hoy posee”, escribió
Veuillot, “le poseen a él también; le comprometen en debilidades
tan desmedidas como su orgullo, debilidades que consiguen cam-
biarle completamente”. Irónicamente, también le convierten en
“demasiado poderoso para probar el sabor del placer”. El hombre
se convierte así en un ser incapaz incluso de comenzar a desear el
destino que Dios quiere para él. El Imperio universal esclavizará
a esas criaturas suministrándoles sus más banales necesidades.
“La policía se encargará de que uno se divierta y de que sus
riendas nunca dañen la piel. La administración dispensará al ciuda-
dano de todo cuidado. Fijará su situación, su habitación, su vo c a-
ción, sus ocupaciones. Le vestirá y le asignará la cantidad de aire
que debe re s p i r a r. Le habrán eleg ido a su madre, le habrá elegi do a
su esposa temporal; le quitará a sus hijos; le cuidará en la enferme-
dad; enterrará e incinerará su cuerpo, y dispondrá sus cenizas en
una caja con su nombre y su número ” .
Y a medida que el tiempo avanzó, la tarea se hizo cada vez más
sencilla. El declive de la imaginación humana implicaría la des-
t rucción del sabor de una diversidad de place re s .
“ Pe ro ¿por qué habría él de cambiar lugares y climas? Ya no
habrá lugares o climas distintos, ni ninguna curiosidad en ninguna
p a r te. El hombre encontrará en todas partes la misma temperatura
moderada, las mismas costumbres, las mismas normas administra-
t i v as, e infaliblemente la misma policía haciéndose cargo de él. En
todas partes se hablará la misma lengua, las mismas bayaderas bai-
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larán en todas partes el mismo baile. La vieja diversidad será un
re c u e rdo de la vieja libertad, un ultraje a la nueva igualdad, un
ultraje aún mayor a la burocracia, que podría resultar sospechosa
de ser incapaz de establecer la uniformidad en todas partes. Su
orgullo no lo sufrirá. Todo se hará a imagen de la capital del
Imperio y del Mu n d o ” .
El pluralismo es la variante dominante en el mito naturalista
occidental básico, que hace peligrar al pueblo en nuestra p ro p i a
época. En buena medida ha construido un universal Imperio del
M u n d o . Más aún, el pluralismo tiene uno de los principales “ t i t u-
l a re s ” jamás inventados, que envuelve todos los puntos p ro p u e s-
tos por Isócrates en su batalla con Platón. Esto está respaldado, en
su patria, los Estados Unidos, con r e f e rencia a la voluntad de los
f u n d a d o r es del Imperio universal. Hace especial énfasis en la
opción “ o - o”: o bien pluralismo, con paz, orden, prosperidad y
l i b e r tad, o bien el campo de exterminio brutal, sin sentido, totali-
tario, belicista, genocida, hambriento, que se asegura para todo
modelo que busque el Logos de las cosas, con el Catolicismo en
c a b e za de la lista del eje del mal. El león duerme junto al co rd e ro
en el paraíso pluralista, con todos los derechos naturales que la
mente humana enloquecida puede imaginar adquiriendo d e re c h o
de ciudadanía en su orden amante de la naturaleza sin peligro de
molestar a la ley natural. El pluralismo es así el Defensor de la paz
de Marsilio por exc e l e n c i a .
El problema básico con el pluralismo es que la ley y el o rd e n
natural y los derechos naturales que asegura no son adecuados
para los seres humanos. No hay habitación para las herramientas
que permiten clarificar cuáles son la ley y los derechos. No pue-
den ser “ re c o n c i l i a d o s ” uno con otro sólo por dos raz o n e s .
P r i m e r o, porque el pluralismo se ha asegurado la victoria de la
voluntad de los contemporáneos más fuertes en la jungla animal:
el materialismo no rectificado e individualista, tal como lo inter-
p ret an los autores norteamericanos. Y, en segundo lugar, por q u e
su bestia victoriosa no admite crítica a sus principios fundamen-
tales, lo que le permite proclamar que el planeta entero disfruta de
su paz y orden en perfecta libertad y felicidad.
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Nu e s t r o problema básico, como católicos, es convencernos a
n o s o t r os mismos, y también a los demás, de que el modelo que
p r esenta es un mito fraudulento; de que es solamente la última
versión de un relato inventado en tiempos muy antiguos para jus-
tificar el pecado original, y su uso como piedra de toque del
o r den. En el análisis final, no tiene nada racional que decirnos
s o b r e la naturaleza, la ley natural y los derechos naturales.
Como dice Louis V e u i l l o t :
“ El orgullo feroz es cabalmente el genio de la Re volución; ha
establecido un control en el mundo que sitúa a la razón fuera de
combate. Tiene horror a la razón, la amordaza, va a cazarla y si
puede matarla, la mata. Prueba con la divinidad del Cr i s t i a n i s m o ,
su realidad intelectual y filosófica, su realidad histórica, su r e a l i d a d
moral y social: no quiere a ninguna de ellas. P o rque es su razón, y
es la más fuerte. Ha puesto una venda de impenetrables sofismas
ante el ro s t ro de la civilización europea. No puede ver el cielo ni
escuchar el tr u e n o” .
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