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La falacia de la democracia global y la idea irenista de un gobierno mundial

LA FALACIA DE LA DEMOCRACIA GLOBAL Y LA IDEA
IRENIST A DE UN GOBIERNO MUNDIAL
POR
BERNARDDUMONT
1. In t r o d u c c i ó n
San Agustín, en el libro 19, capítulo 13, de La Ciudad de
D i o s define la paz de manera siguiente:
“La paz del hombre mortal y de Dios inmortal, la concorde obedien-
cia en la fe, bajo de la ley eterna. La paz de los hombres, la o rd e n a d a
c o n c o rdia. La paz de la casa, la conforme uniformidad que tienen en
mandar obedecer los que viven juntos. La paz de la ciudad, la o rd e n a-
da concordia que tienen los ciudadanos y vecinos en ordenar y obede-
c e r . La paz de la ciudad celestial es la ordenadísima conformísima
sociedad establecida para gozar de Dios, y unos de otros en Dios. La
paz de todas las cosas, la tranquilidad del orden; y el orden no es otra
cosa que una disposición de cosas iguales y desiguales, que da cada una
su propio lug ar” .
Tal debe ser la paz: obra de justicia hecha posible por la cari-
dad, t ranquilidad del ord e n. La sentencia se aplica a todos, indi-
viduos (la unidad del alma que domina sus pasiones) y
sociedades, desde la más elemental hasta la más compleja. En
toda especie de todo compuesto de partes, la paz coincide con el
o rden justo entre ellas. La aspiración a la unidad del mundo expresa el deseo nostál-
gico del orden tranquilo que el pecado original y sus consecuen-
cias contradijeron. El filósofo Etienne Gilson, en Las metamor f o s i s
de la Ciudad de Dios , mostró cómo esta nostalgia engendró
Verbo,núm. 499-500 (2011), 917-928. 917
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utopías que vienen a pretender superar la dificultad por medio de
una organización racional –racionalista–, y con esto secularizar la
Ciudad del Dios. Gilson se interesa sucesivamente por Ro g e l i o
Bacón (que quería identificar el mundo y la República cristiana
c o n v i rtiendo al número más grande de hombres y eliminando a
los infieles endurecidos), Dante (con su tratado De Mo n a rc h i a
que propone un Imperio universal similar a lo que es la Ig l e s i a
católica en el orden espiritual), Campanella, el abate de S a i n t -
Pi e r r e, Leibniz y, finalmente, Auguste Comte y su religión de la
Humanidad. La conclusión personal de Gilson es que “la ciudad
del Dios no es metamor f o s e a b l e”, y que cada vez que se quiere
remedar la catolicidad, se crean monstruos. Así las utopías
mundialistas son en lo esencial, si n o exc l u s i vamente, herejías cris-
tianas. P e rdura, así, la tentación del Paraíso perdido re c o n s t ru i d o
por la mano de hombr e .
C o n s i d e r o de poca utilidad abordar en el marco de la p re s e n t e
exposición las varias teorías actuales que justifican el acceso a un
gobierno mundial, teorías que constituyen el lugar de con ve r g e n-
cia de las sectas, del capitalismo global y del expansionismo ideo-
lógico nor t e a m e r i c a n o .
Me contentaré, en primer lugar, con atraer la atención sobre
la manera con la cual los autores católicos se inter e s a ron por el
tema; en una segunda parte, intentaré evaluar cómo se pr e s e n-
ta el problema en la situación actual de la Iglesia, con sus
grandes peligros y sus contradicciones, frente a un mundo sobre
el cual se cierne la sombra cada vez más espesa de un Leviatán
u n i v e r s a l .
2. De T a p a relli a Ma ri t a i n
Los teólogos, los juristas y los moralistas católicos se intere-
s a ron por los problemas de la paz pr o p o rcionalmente a las necesi-
dades de su tiempo: condiciones de la guerra justa, derecho de la
colonización, estatuto de los indios, respeto de los pactos. El
trastorno causado por la R e volución francesa no suscitó inmedia-
tamente una nueva reflexión. El jurista y moralista jesuita L u i g i
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Ta p a r elli d’ Azeglio (1793-1862) fue el primero que se p re o c u p ó
seriamente, en el período contemporáneo, del orden interna-
cional. Él mismo se extrañó de que tan pocos autores se hubieran
i n t e resado por eso antes de él.
T a p a rell i y la “e t n a r q u í a ”
En 1843 aparece su En s a yo teórico de D e recho natural basado
en los hechos . Su libro 6 constituye un ve rd a d e ro tratado de dere-
cho internacional, cuya mitad trata de la “ e t n a rq u í a”, un concep-
to que recobra la unión de naciones independientes bajo el
mismo gobierno, y que es aplicable a una posible sociedad
mundial. Este enfoque de derecho natural es completado, en el
l i b r o siguiente, por una exposición teológica cuyo objeto es la
c r i s t i a n d a d .
Ta p a r elli, coherente con el análisis político aristotélico-tomis-
ta del que es uno de los primeros re n ova d o res, parte del hecho de
que toda sociedad tiene como principio constitutivo, o causa efi-
ciente, la autoridad, ejercida por un príncipe o por distintas ins-
tancias de gobierno. Entonces las naciones tienen entre ellas laz o s
múltiples e intereses convergentes que las constituyen de hecho en
una forma embrionaria de sociedad. P e ro para que ésta se haga
una ve rda dera sociedad estable, le hace falta una autoridad que la
gobierne, la dirija en todo lo que es necesario para su existencia,
para su perfeccionamiento, a su fin último que es la paz y los
i n t e rcambios que ésta permite. Ta p a r elli plantea la siguiente pregunta: ¿cómo puede existir
un jus gentium , es decir un cuerpo de leyes obligatorias para todas
las naciones, si no hay una ve rdadera autoridad para establecer
estas leyes y hacerlas respetar? (l. 6, c. 5, art. 2). Para él, se trata
de una nueva necesidad, ya entrevista por san Agustín, pero en lo
s u c e s i vo urgente a causa del crecimiento demográfico en el
mundo y de la multiplicación de los intercambios. La originalidad de T a p a relli consiste en afirmar que estas
reglas no pueden depender solamente de la costumbre, o de alian-
zas contractuales, pero tampoco de la unidad de espíritu que se
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deduce de la pertenencia común a la cristiandad. Ta p a relli convie-
ne en que una autoridad tiene que ser instituida. P e ro re c h a z a
inmediatamente lo que le parece una incomprensión: esta autori-
dad universal, dice él, no puede ser de la misma naturaleza que la
de un jefe en su comunidad natural. Puede tratarse sólo de una
“ p o l i a rq u í a ”, debido al “hecho primitivo” que es la independencia
de cada una de las sociedades miembro y, por tanto, de la igual-
dad de derecho entre ellas. En ciertas circunstancias, añade,
“esto no impide que [esta autoridad] no pueda con el tiempo y por el
consentimiento de las naciones asociadas, ser modificada en un sentido
más o menos monár q u i c o” (§1 3 6 5 ) .
Sin embargo tal disposición podría sólo ser temporal, ya que
de otro modo acabaría por atentar contra el bien más precioso de
las naciones que es su propia identidad. ¿ Qué forma tomará esta poliarquía? En primer lugar, se esta-
blecerá por vía contractual: la autoridad debe residir en el acuer-
do común de las naciones asociadas, por medio de tratados que
acaban en alianzas o confederaciones. Luego, el gobierno etnárquico que resultará de estos tratados
será ejercido por un “Tribunal federal un ive r s a l”, entendiendo
“ f e d e r a l ” en un sentido etimológico y no en el sentido federalista
actual. Al paso, T a p a relli señala que los arbitrajes de los papas
nunca fueron del mismo orden: ni teocráticos, ni concluidos por
anticipado por un tratado universal, sino libremente confiados al
papa debido a su imparcialidad presunta. La manera de eje rc e r
esta jurisdicción universal consistirá no en imponer una constitu-
ción única a cada una de las naciones soberanas, sino en hacer que
éstas puedan gozar apaciblemente de su orden pr o p i o.
“La etnarquía es sociedad [...] de naciones, es decir de pueblos inde-
pendientes. Como tal [...] la etnarquía debe, ante todo, conservar a las
sociedades agregadas su ser propio, y además pr o m over su perf e c c i o-
namiento; en suma debe cumplir su cargo social como otra sociedad
cualquiera, pero sin olvidar que su acción se ejerce sobre individuos
c o l e c t i v os. Fin general de la etnarquía será, pues, el mismo qu e de
cualquier otra sociedad, es decir, pr o m over en ella el bien común; y
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carácter específico será el mantener a cada nación de las asociadas su
ser pr o p i o” (§ 1368).
“ Gobernar no significa ejecutar una cosa por sí mismo, sino significa
s o b re todo procurar que otros actúen según su naturaleza y sus calida-
d e s ” (§ 1 3 8 9 ) .
Ta p a r elli pasa rápido sobre otros aspectos, la diplomacia, que
tiene una función preparatoria, y la implantación de una organi-
zación militar, necesaria para forzar a los p rovo c a d o res de distur-
bios. Evoca también dos excepciones. La primera es el derecho de
resistir a órdenes eventualmente injustas del Tribunal universal; la
segunda es la posibilidad de cada una de las partes contratantes de
retirarse de la etnarquía, que no tiene pues carácter obligatorio: de
no ser así la independencia de las naciones no significaría nada. Este conjunto se sitúa en el terreno del derecho natural pur o ,
y así se queda en lo abstracto, ya que en la realidad concreta la
influencia de Cristo es universal. El jesuita aborda en el libro V I I
el tema de la cristiandad, e insiste en decir que si los dos puntos
de apoyo del derecho natural son la justicia y la benevolencia, su
respeto necesita de la religión para ser facilitado. Sin embargo, la
separación conceptual rígida entre orden natural y orden de la
gracia le conduce a una posición sorprendente en cuanto a la
l i b e r tad religiosa:
“La etnarquía no tiene per seel derecho de dictar a las naciones asocia-
das las opiniones de ninguna de ellas en particular respecto de dogmas
religiosos, sino únicamente de garantizar a todas el orden político,
impidiendo que por causa de religión los súbditos levanten tumultos, o
los Príncipes violenten conciencias” (§ 1382).
La doctrina desarrollada en este gran tratado de derecho natu-
ral sirvió de base para el desarrollo ulterior de la reflexión teológi-
ca sobre las condiciones de la guerra y de la paz, desgraciadamente
en un contexto poco fa vo r a b l e .
Ya T a p a rel li, que escribía en los años anteriores a las re vo l u-
ciones de 1848, no se hacía ninguna ilusión sobre las opor t u n i d a-
des de concretar la doctrina que desarrollaba. Él se contentaba,
pues, con poner principios válidos por sí mismos.
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La desgracia quiso que al mismo tiempo en que el papado iba
a vérselas con la guerra moderna, y poco después mundial, y por
consiguiente a prestar particular atención a la unión de los pue-
blos, la doctrina de la Ilustración estuviese siempre sea más acti-
va, y, como si esto no bastara, el liberalismo católico se esfor z a s e
por integrar esta doctrina errónea en un envoltorio cultural cató-
lico, aquí como en otros sectores. La doctrina nacida de las Luces lleva dos máscaras: el j a c o b i-
n i s m o , que quiere imponer la República universal a cañonazos y
s i r ve de soporte para el belicismo y para el nacionalismo exacer-
bado; y el p a c i f i s m o, que procura imponer la democracia y el libre-
cambismo al mundo entero (eventualmente, allí también, a
c a ñ o n a z os). El liberalismo católico opta mayoritariamente por la
segunda versión, la predicada por el presidente estadounidense
W o o d r ow Wi l s o n .
Ma rit ain y el gobierno mundial
En la operación del paso del núcleo doctrinal elaborado por
T a p a relli al wilsonismo católico, encontramos necesariamente
los medios del “modernismo social”: el americanismo, la demo-
cracia cristiana, el Sillon. Será después de la condena de éste por
san Pío X cuando Sangnier se hará un militante internacionalis-
ta y creará, en 1926, la Internacional democrática. Don St u rzo
se lanzará en un sentido paralelo, en un texto titulado C o m u n i t à
i n t e r nazionale e diritto di guerra (1928), donde pide la limita-
ción de soberanía de los Estados y la creación de una fuerza de
coacción mundial. Al mismo tiempo, la política de Pío XI se traduce, junto a las
grandes condenas del comunismo y del nacionalsocialismo, en
una profesión solemne de la re a l eza de Cristo, lanzada al mundo
en dos encíclicas memorables: Quas primas(1926) y, antes, Ub i
a rcano (1922), “ s o b re la paz de Cristo por el reino de Cr i s t o”. Pe ro
la manera en que esta doctrina se va a desplegar ad intraa c e n t ú a
f u e r temente su carácter ir re a l .
Algunos autores elaboraron, en el período entre las dos gue-
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rras mundiales, una reflexión consecuente de la de Ta p a relli, tales
como el P. Yves de Br i è re, S.J., y P. Thomas Delos, O.P.. P e ro otra
vez es Jacques Maritain quien va a servir de piloto, debido a su
posición social (filósofo de influencia internacional, “ c o n ve rt i d o”
a la democracia, hombre de redes instalado en los Estados U n i d o s
durante la Segunda Guerra mundial, luego embajador de F r a n c i a
ante el Vaticano y miembro de la comisión de la Unesco que tiene
misión de redactar la Declaración universal de los derechos huma-
nos). Maritain precisará su posición, según su método habitual,
por una sucesión de conferencias hechas en los Estados Unidos a
p a r tir de 1939, recuperadas y completadas una vez “ e x i l i a d o” en
Roma. Estos textos son publicados en inglés en 1951 y traducidos
en francés y en español el año siguiente bajo el título El hombre y
el E s t a d o . Maritain había estado, durante sus años americanos, en
e s t rec ho contacto con el mundo intelectual y los ambientes del
p o d e r . Tu vo particularmente relación con Mo rtimer Ad l e r, inte-
lectual judío que tenía la particularidad de ser tomista, y con
R o b e r t Ma y n a r d Hutchins, rector de la U n i versidad de Chicago,
amigo del precedente y como él atraído por el tomismo aunque
fuera ar re l i g i o s o . Ahora bien, es en torno a los dos personajes, y
luego a una veintena de otros intelectuales u hombres de poder,
donde se elaboró un proyecto de constitución mundial. Este
“ Grupo de Chicago”, más categóricamente denominado
“Comittee to frame a world constitution”, había efectuado algu-
nas propuestas. Un capítulo de El hombre y el Es t a d oc o n s t i t u y e un
comentario de éstas, bajo el título “El problema de la unificación
política del mundo”. Maritain se esfuerza por mostrar que un
W o rld gove r n m e n t se integra perfectamente a la concepción ar t i s-
totélico-tomista de la “sociedad per f e c t a” (es decir constituido en
unidad viable estable), tal como era común en la tradición de
Aristóteles y de santo Tomás. El orden internacional anterior des-
cansaba, escribe él, en una pluralidad de “sociedades per f e c t a s”, es
decir de comunidades políticas autosuficientes, que se re s p e t a b a n
mutuamente en nombre de las exigencias de la justicia y de la
equidad, o por lo menos que se equilibraban mutuamente. P e ro
los Estados-naciones del siglo XX pe rd i e ron su autosuficiencia: no
gozan ya de la “ p e r f e c c i ó n” y necesitan unos de otros. El re s u l t a-
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do es que este nuevo estado de incompletitud les conduce sea a
aumentar entre ellos los riesgos de guerra, sea a pasar a un nive l
superior de organización, con el fin de reencontrar la autosufi-
ciencia, al precio de abandonar la soberanía.
“P ero cuando los cuerpos políticos par ticulares, nuestr os pretendidos
E stados nacionales, llegan al momento en que son incapaces de lograr la
autosuficiencia y de garantizar la paz, retroceden definitiv amente del con-
cepto de sociedad perfecta, y entonces cambia el panorama necesariamen -
te: puesto que es la comunidad internacional la que en lo sucesiv o pasa a
ser la sociedad per fecta, las obligaciones de los cuerpos políticos par ticu-
lares habrán de cumplirse, para con el todo, no sólo sobre una bas\
e moral,
sino también sobre una base jurídica: no sólo por la vir tud del derecho
natural y del jus gentium, sino también en virtud del derecho positivo que
habrá que establecer la sociedad mundial políticamente organizada \
y cuy o
gobierno tendrá que poner en vigor” (op. cit, p. 224). El Estado mundial
deberá gozar de poder legislativo, ejecutivo y judicial, “ con la fuerza coac-
tiv a necesaria para imponer la ley ” (ibid.,p. 225).
C o n f r ontado con ciertas objeciones de miembros del grupo de
Chicago, Maritain añade que no se trata de constituir un
S u p e resta do que tendría hacia los Estados un comportamiento del
mismo orden del de éstos respecto de las sociedades que adminis-
tran. Reencontramos a T a p a relli, pero en menos claro y aun de
manera bastante desconcertante. A una “visión puramente guber-
n a m e n t a l ” Maritain pretende oponer una “teoría de la plenitud
política de la organización mundial”. Todavía rechaza la idea de
imponer por la fuerza el nuevo estatuto: éste debe establecerse para
responder a los deseos de los Estados en pérdida de independencia.
Notamos que Maritain identifica independencia y soberanía, y
toma este último concepto en el sentido absoluto que le confirió la
modernidad, no en el sentido jurídico tradicional. Sólo le queda
fijar los jalones: el filósofo propone la creación de un “Consejo
c o n s u l t i v o supranacional” abierto (es decir, inclusivo de los sov i é-
ticos) que elaboraría una propaganda destinada a preparar las men-
tes, a aplicarse a “una labor continua y profunda de educación e
ilustración, debate y estudio […] para fomentar la idea federal”
( op. cit., p. 240). Maritain conviene en efecto que debe pre e x i s t i r
un pueblo, antes de soñar con dotarlo de instituciones.
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Maritain rechaza pues la idea de un Su p e restado dotado de
una soberanía absoluta, y respecto de eso es interesante leer la
nota presente en la edición francesa en la cual evoca los miedos
suscitados por el Big Bro t h e r .La acogida de tales obras, escribe él,
demuestra “el miedo atroz que un Estado persona supra-humana,
y por ello robot perfecto, engendra en el corazón de los hombr e s” ;
p e r o este miedo no debe impedir, por el contrario, un esfuerzo
por tornar este mundo “habitable para la justicia y la ve rd a d e r a
l i b e r t a d” (n. 14, p. 234 ed. francesa).
La concepción de Maritain no podría ser entendida sin lo que
le da vida, y que desarrolla en otra parte de El hombr e y el Estado,
en el capítulo sobre “La carta democrática ”. Una fórmula basta para
medir el grado de admiración que el autor tiene por el sistema
dominante, hasta lo ridículo: “El poder civil ostenta la mar ca de la
majestad: per o no porque repr esente a Dios, sino porque repr esen-
ta al pueblo…” (p. 153). Es todo su pensamiento político, progr e-
sivamente precisado desde 1926, el que se encuentra en segundo
plano. La democracia univ ersal y la “nueva cristiandad pr ofana” se
identifican, lo que puede recordarnos una de las metamor fosis utó-
picas de la Ciudad del D ios denunciadas por Etienne G ilson.
Llegamos así a lo que constituye el corazón del pr o b l e m a :
principios que derivan más o menos abstractamente del d ere c h o
natural clásico vienen unirse con el sistema moderno que es su
a n t í d o t o.
3. Hoy, frente al Leviatán
Desde el principio, la doctrina propuesta al mundo entero por
voces católicas o supuestamente tales varió muy poco, de T a p a re l l i
a Benedicto XVI pasando por el concilio. La encíclica Pacem in
t e r r i s m ezcla visión westfaliana moralizada y deseo de ver instau-
rada una autoridad mundial, lo que está en armonía con el mile-
narismo de su autor, Juan XXIII:
“ Que en las asambleas más previsoras y autorizadas se examine a fondo
la manera de lograr que las relaciones internacionales se ajusten en
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todo el mundo a un equilibrio más humano, o sea a un equilibrio fun-
dado en la confianza re c í p roca, la sinceridad en los pactos y el cumpli-
miento de las condiciones acordadas. Examínese el problema en toda
su amplitud, de forma que pueda lograrse un punto de arranque sóli-
do para iniciar una serie de tratados amistosos, firmes y fecundos” (n.
118). “Y como hoy el bien común de todos los pueblos plantea p ro b l e-
mas que afectan a todas las naciones, y como semejantes pr o b l e m a s
solamente puede afrontarlos una autoridad pública cuyo poder, estr u c-
tura y medios sean suficientemente amplios y cuyo radio de acción
tenga un alcance mundial, resulta, en consecuencia, que, por imposi-
ción del mismo orden moral, es preciso constituir una autoridad públi-
ca general” (n. 137).
Por eso, si los documentos conciliares se mostraron admirado-
res de todo lo que provenía del “mundo de este tiempo”, re s u l t a
a s o m b roso comprobar que sólo existe un único obiter dictuma l
tema, en un escondrijo de Gaudium et Sp e s:
“Las instituciones internacionales, mundiales o regionales ya existentes
son beneméritas del géne ro humano. Son los primeros conatos de echar
los cimientos internaciones de toda la comunidad humana para solucio-
nar los gravísimos problemas de hoy…” (GS, 84-3).
Sólo fue en el período post-conciliar cuando se efectuó una
vuelta que hace pensar en la cinta de Moebius: la aspiración tra-
dicional a una organización de las relaciones entre naciones con
vistas a la paz, es insertada cada vez más claramente en el o rd e n
mundial de inspiración wilsoniana, que es su caricatura, y cuyo
resultado lógico es el Su p e restado mundial. Vemos esto desde el
discurso de Pablo VI en la ONU, en 1965:
“ V o s o t ros constituís una etapa en el desarrollo de la humanidad: en lo
s u c e s i v o es imposible r e t ro c e d e r, hay que av a n z a r. Constituís un
puente entre pueblos, sois una red de relaciones entre los Estados.
Estaríamos tentados de decir que vuestra característica refleja en cier-
ta medida en el orden temporal lo que nuestra Iglesia Católica quiere
ser en el orden espiritual: única y univ e r s a l ” .
Juan Pablo II se mostró evanescente y en la práctica se opuso
de diversos modos a las presiones de la ONU y a la extensión de
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la democracia americana por la fuerza. Pe ro Benedicto XVI ha
recuperado la antorcha, con la misma contradicción entre princi-
pios sacados de la filiación neotomista y la manera de pensar en
su aplicación en el marco de la cultura democrática dominante.
Leemos en la encíclica Caritas in ve r i t a t e(2009), n. 41:
“[…] la articulación de la autoridad política en el ámbito local, nacio-
nal o internacional, es uno de los cauces privilegiados para poder orien-
tar la globalización económica. Y también el modo de evitar que ésta
mine de hecho los fundamentos de la democracia”. Más lejos, en el n°
57, a propósito de la subsidiaridad: “[…] es un principio pa rt i c u l a r-
mente adecuado para gobernar la globalización y orientarla hacia un
ve rd a d e ro desarrollo humano. Para no abrir la puerta a un peli gro s o
poder universal de tipo monocrático, el gobierno de la globalización
debe ser de tipo subsidiario, articulado en múltiples niveles y planos
d i ver sos, que colaboren re c í p rocamente. La globalización nece sita cier-
tamente una autoridad, en cuanto plantea el problema de la consecu-
ción de un bien común global; sin embargo, dicha autoridad deberá
estar organizada de modo subsidiario y con división de poderes, tanto
para no herir la libertad como para resultar concretamente eficaz ” .
Esta contradicción entre principios más bien tradicionales y
su aplicación en un marco radicalmente contaminado, no es ori-
ginal. Sólo es una faceta de la aceptación de principio del sistema
“ d e m o c r á t i c o ” dominante, limitando la crítica sólo a los aspectos
accidentales, en una perspectiva reformista. A este título, no es
una innovación del Concilio, sino solamente el fruto de una incli-
nación continua en la historia política de la Iglesia de los tiempos
re v olucionarios, una historia profundamente marcada por el indi-
f e ren tismo político que obstaculizó constantemente la crítica de
las instituciones intrínsecamente atadas a la We l t a n s c h a u u n g
moderna (o cuando esta crítica operaba respecto del principio, a
extraer las consecuencias prácticas). Sin embargo, claro, el “ e s p í r i-
tu del Concilio” no hizo más que acentuar y generalizar la tenden-
cia, al mismo tiempo que se aumentaba la hostilidad para con la
religión y la moral cristianas en los organismos supranacionales.
Es una situación paradójica acentuada entre una teoría que puede
a p a rec er utópica y una realidad en contradicción flagrante con las
esperanzas mantenidas.
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Conviene por otra parte medir las consecuencias de esta situa-
ción. La más grave consiste sin duda en haber encarcelado a los
católicos en una retórica de colaboración de que hoy se ve el re s u l-
tado negativo, ya que la ONU y las organizaciones asociadas
resultan máquinas de guerra contra la Iglesia, ya se trate de e xc l u i r
las r e p resentaciones diplomáticas del Vaticano, de difundir pro-
gramas expresamente hostiles hacia la moral cristiana o aun de
obtener una “paz de r e l i g i o n e s” por medio del re c h a zo de todo
“ p ro s e l i t i s m o ”. Entonces, cambiar los términos de un discurso
sostenido desde hace un siglo resulta muy difícil, tanto más en
cuanto que este discurso descansa a su vez sobre los p re s u p u e s t o s
erróneos del “wilsonismo católico”, mezcla sabia de democratismo
y de buenos sentimientos que tiende regularmente a nutrir discur-
sos vacíos y justificar la cuerda con que los católicos serán aho rc a-
dos. Y tanto más cuanto que todo está relacionado en la doctrina
específica del Concilio, desde la canonización de la libertad de
religión y de los derechos humanos hasta el personalismo filosófi-
co y el ecumenismo sin fronteras… Se trata de una prisión lógica
de la que se puede escapar sólo por una cura de realismo, o mejor,
una ve rda dera m e t a n o i a .
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