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La «Ciudad Católica», signo de contradicción

 

"LA CIUDAD CATÓLICA", SIGNO DE CÓNTRADICCIÓN

Jesucristo no sólo es Señor de los individuos, sino de la Sociedad y del universo. Como Verbo encarnado, Creador y Redentor del hombre, es dueño absoluto de su ser y de su actividad, en cualquier aspecto de su vida y en todos los momentos de su existencia.

Es, pues, una obligación esencial del hombre —obligación de que ni Dios mismo puede dispensarlo— reconocer ese dominio o realeza del Señor, lo mismo en el foro social y público que en el individual y privado.

La persona humana, según los designios divinos, manifestados expresamente por la ley natural, ha de ser religiosa, como persona privada y como miembro de la sociedad.

Esto último implica una estructura religiosa de la sociedad política, con un poder político y un Estado que tutela y promueve en forma adecuada el valor religioso considerado esencial al bien común y primordial entre todos los demás valores que lo integran.

La ley de gracia promulgada por Jesucristo, Dios Redentor, ratifica —naturalmente— esos mismos designios de Dios Creador, cuanto a exigir que así la sociedad civil como el individuo reconozcan, adoren y sirvan a su autor, pero precisando que la religión que ha de inspirar la conducta, pública y privada, es la revelada en Jesucristo —que es la Católica—, y que, a tenor de esa revelación, el Estado seguirá obligado a actuar religiosamente, si bien de otro modo, o sea recibiendo de la Iglesia las normas religiosomorales que han de regular su comportamiento, y garantizándole a ésta las condicionas "de orden temporal favorables a su augusta misión.

Así, pues, el ideal divino, en este orden de providencia Sobrenatural, ,es que todos los hombres sean católicos, toda sociedad sea católica; y el Estado, correspondiente a esa sociedad católica, tribute culto a Dios en católico y promueva el bien común temporal concebido en católico; de forma que proceda con entera libertad en cuanto no tiene conexión con el bien sobrenatural de las almas, pero acatando los mandatos y directrices de la Jerarquía Sagrada y respetando el interés religioso en cuantos aspectos lo tienen.

Porque el Estado, según el orden vigente, nada puede lícitamente hacer que de suyo o por su naturaleza cree obstáculos a la eterna salvación de los ciudadanos; y está obligado a prestar cuanto, de serle posible, sea necesario para establecer las condiciones legales que la garanticen.

El laicismo, en que ha venido a parar la progresiva degradación de la fe en los pueblos cristianos, ha hecho imposible hoy en casi todos ellos la realización del ideal divino de la vida política, y, en muchas inteligencias, aun su mera comprensión. Pero tal imposibilidad no destruye el ideal mismo, que pertenece a la entraría del dogma. Les católicos bien formados saben que la misma doctrina católica les dicta prudentes acomodaciones a las circunstancias; pero también saben que no por eso se ha de borrar de sus mentes la luz del ideal, ni han de renunciar al conveniente esfuerzo para aproximarse a él, haciendo cuanto puedan por cristianizar las estructuras del mundo, esto es, de la sociedad civil.

Es, pues, verdadero que no ha de imponerse una determinada forma de relaciones entre el Estado y la Iglesia como la única católicamente válida en cualesquiera circunstancias, pues cada caso exigirá una diferente, y esa será, en concreto, la más agradable a Dios en tal hipótesis; pero es falso que cualquier hipótesis lo sea igualmente, pues, como queda dicho, el ideal divino es la unidad en la fe católica, no sólo ele una u otra sociedad, sino de todo el orbe, la ordenación del poder civil también al fin sobrenatural —que es el único supremo del hombre regenerado por Cristo— y su obligación de secundarlo promoviendo, un orden temporal favorable a la misión de la Iglesia.

Lo Ciudad Católica., según consta por sus estatutos y por las alabanzas que le han tributado venerables prelados de todo el mundo, es una asociación que pretende inculcar en sus miembros la viva conciencia de ese ideal y suministrarles un exacto conocimiento de cuál es la doctrina católica sobre la constitución cristiana del Estado y de la sociedad en orden a actualizarlo.

Laudable pretensión que no es sino la obligada reacción de nobles espíritus católicos, amantes de Cristo y de su Iglesia, ante las enseñanzas y cálidas exhortaciones de León XIII, Pío XI y Pío XII. Pues estos ilustres Pontífices nada han recomendado más vivamente a los fieles que el conocimiento y difusión del pensamiento social y político de la Iglesia y la participación en la vida pública, precisamente para encarnarlo en ella. Si los católicos no conocen la doctrina de la Iglesia en este punto y no descienden a la arena para propagarla y aplicarla y en las estructuras y actividades de las asociaciones culturales, profesionales y políticas, serán los enemigos de Dios los que se apoderen de los resortes de influencia y de mando para plasmar y regir la sociedad civil a su gusto y en oposición al ideal de la redención cristiana.

Todo católico está obligado a procurar con todas sus fuerzas el reinado social de Jesucristo, para que el orbe no sea únicamente, ni principal y mayoritariamente, ciudad de Satanás, sino, al revés, la Ciudad de Dios.

La Ciudad Católica proclama en sus estatutos y en sus manifestaciones públicas: congresos y escritos autorizados, que no es un partido político o asociación, militante, como tal, por una opción política concreta; aunque cada uno de sus miembros, según los mandatos y recomendaciones de la Santa Sede, pueda y aun deba adscribirse a cualquier grupo de ideario ortodoxo donde, a su parecer, mejor se realicen sus posibilidades de acción provechosa al bien común de su patria, del mundo y de la Iglesia.

Como tal, La Ciudad Católica no tiene otra finalidad que fomentar en sus miembros el conocimiento del ideal católico sobre la estructura y funcionamiento de la sociedad civil y el entusiasmo por actualizarlo.

Los, medios utilizados son:

1º El estudio de los documentos del magisterio eclesiástico que, en parte, se coleccionan y comentan en el libro Pour qu’il règne (recientemente traducido al castellano y distribuido por la editorial Fax), y el uso de la revista Verbe, donde se presentan y explican, así eventuales enseñanzas pontificios y episcopales como otros diversos trabajos e informaciones en armonía con el fin pretendido.

2º La celebración de congresos, nacionales e internacionales.

3º La difusión capilar de la sana ideología católica mediante fraternales contactos de los miembros de La Ciudad Católica entre sí y con amigos y familiares.

El método más practicado para el ordinario estudio de los documentos mencionados y el desarrollo, del espíritu de celo por el reino de Cristo es la formación de los posibles grupos o células, de escaso número de miembros cada una, la lectura y comentario, con adecuado diálogo, en reuniones periódicas, y el cultivo de la vida sobrenatural por los medios corrientes hoy en la Santa Iglesia.

En los Congresos y Asambleas se presentan lecciones o ponencias redactadas por especialistas selectos, se dialoga sobre ellas y se anima a todos al trabajo por el reino de Dios.

Por supuesto, La Ciudad Católica está siempre en comunicación con la Jerarquía Sagrada, siempre a su vista, siempre atenta a sus orientaciones y a sus paternales advertencias. Porque, si bien no es una Asociación de Acción Católica, y por eso mismo no necesita como éstas la autorización episcopal, tiene muy asentado en la conciencia que los católicos ni en privado ni en público, ni en particular ni colectivamente, hacen nada que, en el aspecto dogmático y moral, no caiga bajo la jurisdicción eclesiástica.

No se necesita mandato alguno para hacer el bien, aunque sea enseñar al que no sabe, como bien lo proclamó el gran Pío XII; pero sí se ha de estar pronto a oír, acatar y poner en práctica las amonestaciones, mandatos, directrices y recomendaciones de la autoridad eclesiástica cuando ésta juzgue conveniente intervenir, y aun hasta en determinadas ocasiones se habrá de procurar su previa anuencia y hasta aprobación para prevenir deslices, evitar malas inteligencias y adelantarse a maliciosas interpretaciones. Todo lo cual observa con solicitud La Ciudad Católica.

Este cuidado de estar siempre a la vista de la Santa Sede y de los Prelados, aconsejada por solventes teólogos y provista en su zona directiva de personas bien formadas en la doctrina católica que especialmente le afecta y ha de ser conocida, propagada y actualizada por sus miembros, es postulado vital de La Ciudad Católica.

Por esto, hasta el presente, y pese a la guerra que le hacen; así los enemigos conscientes del reinado social de Jesucristo como las comparsas de inconscientes colaboradores, nada se le ha podido probar contra la ortodoxia, ni en la teoría ni en la práctica.

Se le han lanzado, es cierto, algunas acusaciones, y se le han formulado y orquestado ciertas preguntas inspiradas por la desconfianza, pero las acusaciones son totalmente falsas y las preguntas, con sus armónicos de maliciosas sugerencias, carecen de sólido fundamento y aparecen manifiestamente tendenciosas, como puede verse en Verbe, números 127 y 129, y en dos opúsculos de Madiran que, a mi juicio, son decisivos: Les machinations contre La Cité Catholique y La Cité Catholique aujourd’hui.

Informations Catholiques internationales, número 114, pergeñó un dossier tan inconsciente como injurioso que el mismo Ousset refutó eficazmente, como puede verse en la misma revista, número 118, obligada por la ley a publicar esa contundente refutación.

En un artículo de Punta Europa, 68-69, tuvimos nosotros el placer y el honor de contribuir a demostrar la falsedad de tales imputaciones.

Últimamente se ha sembrado la alarma contra La Ciudad Católica, dando a entender que su manera de concebir la estructura del Estado no es quizá la única cristiana y, por lo mismo, parece un abuso tratar de preferirla a las demás; que, por ventura, sobrevalora el imprimatur de sus propios escritos y la autoridad de los documentos contenidos en Pour qu'il règne; que quizá no guarde la conveniente norma al interpretar las enseñanzas del Magisterio eclesiástico; que, pues no es A. C., no tiene mandato para enseñar la doctrina católica; que propagar esa doctrina en lo social y en lo político no es medio más eficaz, ni siquiera tan eficaz, como propagar el Evangelio, cuya predicación es el deber primordial de la caridad cristiana; que no se debe canalizar el celo de los cristianos en favor de una acción ante todo política; que, en fin, la acción de la Ciudad Católica no puede ser lo que dicen sus estatutos sin descender a lo particular y existencial y traducirse en opciones políticas concretas y partidistas.

Madiran y Ousset, en los escritos citados, dan buena cuenta de semejantes objeciones e insinuaciones, y, en mi opinión, quien las lea con espíritu imparcial quedará plenamente satisfecho.

Aquí, pues no dispongo de más espacio, sólo diré:

1º Cuanto a las estructuras concretas del Estado, determinables, ciertamente, por las diversas circunstancias, existen muchas formas concordes con la razón y la fe, en cada caso, a lo menos como mal menor; pero sólo hay una esencia común a todas las que pueden llamarse cristianas y un ideal de régimen político, que es el descrito al principio de este trabajo.

Esa esencia común y ese ideal es lo que promueve La Ciudad Católica como asociación, dejando a cada cual su responsabilidad en cuanto individuo y ciudadano para actuar donde estime conveniente, dentro de la ortodoxia y de la disciplina establecida por la Iglesia.

2º No hace falta mandato alguno para enseñar al que no sabe la doctrina católica, ni para exhortado a que la ponga en práctica, con tal que se sepa lo que se enseña, no se actúe en la clandestinidad, ni en el sistemático aislamiento de la autoridad eclesiástica, ni en actitud de rebeldía contra sus eventuales intervenciones. Condiciones todas que cumple La Ciudad Católica.

3º Efectivamente, para captar el verdadero sentido de los documentos pontificios y episcopales y no sobrevalorarlos es necesario considerar los adjuntos de lugar, tiempo y personas y el objetivo del legislador y maestro; pero esta resabida norma no supera la competencia de los miembros directivos de La Ciudad Católica y de sus consejeros, y nada se aduce probativo de que no la observen.

Por otra parte, ningún error concreto se ha podido señalar a La Ciudad Católica, en cuanto asociación, sobre este punto.

Es, pues, innecesario insistir en justificarla. Pero no será ocioso preguntar cómo es posible, sin prejuicios ni apasionamientos, quizás inconscientes, suscitar tales sospechas contra una corporación tan respetable que ni ha sido sorprendida hasta el presente en error sobre la materia ni da paso alguno sin la orientación de directivos tan cultos, bien formados y capacitados para entender los textos del magisterio eclesiástico en lo que atañe a La Ciudad Católica, y, sobre todo, dóciles y adictísimos a la Santa Sede y a los Prelados.

Con mayor necesidad habría de recomendarse a los adversarios de La Ciudad Católica que guarden las reglas de la sana hermenéutica para no subestimar esos mismos documentos que dicen sobrestimar los de La Ciudad Católica, pues de tal manera los relativizan a su tiempo que vienen a negarles todo sentido permanente: nada válido para hoy contienen ni el Syllabus, ni Inmtortale Dei y Libertas, ni Quas primas, ni las enseñanzas de Pío XII.

Por añadidura, hacen tabla rasa de todos los teólogos clásicos en la materia, como Belarmino y Suárez. El Cardenal Pies es un ultramontano Obispo de una insignificante diócesis provinciana. Cavagnis y Ottaviani no cuentan. Et sic de ceteris. En cambio, los colaboradores de Tolérance et Communauté humaine son los auténticos representantes del pensamiento actual de la Iglesia, con Maritain, Vialatoux, Latreille y sus afines.

Gracias a Dios, somos muchos los teólogos que no participamos de esa opinión, y no creó que entre los Obispos de todo el orbe hallarán una docena de patronos. Desde luego ni un solo texto pontificio pueden citar a su favor.

4º Enseñar y actualizar la doctrina católica en lo social y en lo político es enseriar y actualizar el Evangelio, en el que sus principios se contienen, y debe reputarse un apostolado necesario y recomendado por los Papas. Por lo demás, ese apostolado no es incompatible con otros, y, pues no todos podemos hacerlo todo, lo más santo será hacer cada uno lo que Dios, por su aptitud y por las circunstancias del momento y la dirección de sus superiores y prudentes consejeros, le dé a entender. Y será gran predilección divina escoger a uno para promover el reinado social de Jesucristo, sin el cual todos los demás apostolados, v. gr., la predicación, administración de sacramentos; educación cristiana de la juventud…, pueden quedar, en mayor o menor grado, dificultados y aun impedidos, como se prueba, desgraciadamente en la misma Francia, por lo que atañe a la educación en las escuelas.

Pese a ciertos alucinados, el ideal de la Iglesia no es vivir la vida de las catacumbas, de las checas y campos de concentración y trabajos forzados… San Pablo encargaba a Timoteo que todos pidieran, suplicaran y dieran gracias a Dios; fin de que tocara el corazón de los gobernantes y los inclinara a actuar de modo que los fieles pudieran vivir en tranquilidad y paz. Esas oraciones ha dirigido y dirige a Dios la Santa Iglesia en todo tiempo, mientras ha proclamado y proclama como un ideal el régimen de Estado Católico, y pro aris et focis lo ha defendido y lo defiende donde aún es viable.

Para algunos, propugnar con la Cité Catholique la estructura cristiana de la sociedad civil, manifestada en el Estado Católico; es desnaturalizar el mismo reinado social de Jesucristo; porque el Estado Católico facilita la acción apostólica de la Iglesia, y el reino de Dios, en el orden sobrenatural, lleva como algo esencial la Cruz, que es dolor, lucha penosa contra el espíritu del mal. Pero la verdad es que entre el ideal del reinado social de Jesucristo y el misterio de la Cruz no existe oposición alguna; no sólo porque tal ideal nunca se realizará con perfección, y habrá margen siempre para mortificantes conflictos entre ambas potestades con el consiguiente sufrimiento de los miembros del cuerpo místico, sino porque, aun en el caso de realizarse, no desaparecerán las limitaciones humanas ni la pugna entre "caro" y "spiritus" —en la plenitud del sentido paulino—, que son el origen del dolor y de la lucha en que la cruz consiste.

Así que abusan del tópico quienes sostienen que los paladines del Estado Católico, como elemento constitutivo del imperio social de Jesucristo, tienen una visión demasiado temporal de la realeza ,del Salvador, como si aspiraran a una situación terrena mezcla de teocracia y de milenarismo con felicidad plena en este mundo. Sólo aspiran a que se respeten los derechos de Dios y de su Iglesia, y de ese respeto, que es justicia; fluya la paz, que es su fruto y don tan del deseo de Cristo, Príncipe de la Paz.

La Ciudad Católica, con no menor derecho que cualquier facultad Católica de Teología, o cualquier Asociación de Acción Católica, al estudiar y enseñar la doctrina de la Iglesia puede y debe considerar las instituciones concretas, para juzgar si en ellas ,se actualiza; como el moralista examina los casos reales, y como los Papas y los Obispos dictaminan sobre los hechos particulares en cuanto conformes o no con las exigencias de los principios.

Lo que no puede hacer, según sus estatutos la definen, es tomar parte, como tal Ciudad Católica, en la vida pública cual si fuera un partido más con su programa preciso sobre la forma del Estado y sobre los aspectos concretos de la política, aunque sus miembros puedan y deban inscribirse en el que juzguen con-. Teniente, dentro de las normas religioso morales dictadas por la Iglesia.

***

Desgraciadamente, aun en los medios católicos y hasta entre teólogos, existe hoy un ambiente laicista. La degradación de la fe cristiana en las conciencias ha provocado el descenso de la temperatura religiosa y se ha perdido prácticamente la ilusión por promover los valores sobrenaturales y, en concreto, el dulce imperio de Cristo y de su Iglesia en el mundo, mientras se ha desarrollado el amor de lo temporal, que es fin del Estado, y, sobre todo, el apetito de lo material.

Por otra parte, el pluralismo religioso de casi todo el mundo, y en particular del Occidente, combinado con esa atonía de la fe en lo supraterreno, ha engendrado en muchos católicos una actitud de indiferencia respecto de todas las religiones, y los que son hipersensibles ante cualquier dificultad contra la conveniencia de todas ellas en igualdad de derechos carecen de entusiasmo para procurar por todos los medios legítimos la unidad religiosa católica en su propia patria y en el orbe, a pesar de ser ella el ideal divino.

Para cohonestar esa situación psicológica propenden a buscar y excogitar doctrinas filosóficas y teológicas que mengüen, cuanto más mejor, los derechos de la verdadera religión y de la Iglesia y justifiquen como norma no ya práctica y prudencial, sino ideal, la igualdad absoluta de todas las religiones ante la ley, aun en la sociedad en que no se profesara más que la católica, la separación entre ambas potestades y el laicismo del poder civil. Con tal que no haya positiva persecución del catolicismo están satisfechos.

Pero ya se ve que, conforme a la doctrina permanente de los Papas, una cosa es lo que la prudencia exige como mal menor y bien posible en circunstancias adversas y otra es el orden que Dios desea como ideal, por cuya realización todos los católicos han de hacer Io posible tratando de modificar las situaciones que a él se oponen y de crear las que lo exigen o favorecen. Y ese orden, descrito en este artículo, es el objetivo de La Ciudad Católica para honra suya y bien de la Iglesia.

GUERRERO, S. J.