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Glosas a la Pacem in terris

GLOSAS A LA "PACEM IN TERRIS"

Libertad de cultos (*)

S. S. Juan XXIII, en Pacem in terris, nos dice que: "entre los derechos del hombre hay que reconocer también el que tiene de honrar a Dios según el dictamen de su recta conciencia y profesar la religión privada y públicamente."

Algunos han querido deducir que estas palabras abrían de par en par las puertas a la libertad de cultos privada y pública; sin embargo, los que así lo han entendido olvidan demasiadas cosas. Juan XXIII no se remite al "dictamen de su conciencia", sino al "dictamen de su recta conciencia"; "recta", es decir, según su significación latina, justa. Recta o justa, naturalmente, conforme al orden del universo que preside la Encíclica. No sincera, subjetivamente bien intencionada, sino recta, justa conforme al orden objetivo del universo. Además, las citas que Juan XXIII hace de Lactancio y de la Encíclica Libertas de León XIII aclaran aún más cuál es el pensamiento de nuestro actual Pontífice.

Releamos su cita de la Libertas: "Esta verdadera y digna libertad de los hijos de Dios, que mantiene alta la dignidad de la persona humana, es mayor que cualquier violencia e injusticia y la Iglesia la deseó y amó siempre. Esta libertad la reivindicaron intrépidamente los apóstoles, la defendieron con sus escritos los apologistas y la consagró un número ingente de mártires con su propia sangre".

¿Es que los apóstoles, los apologistas y los mártires reivindicaron, defendieron y consagraron con su sangre precisamente por la libertad de cultos o, por el contrario, más exactamente lo hicieron por la libertad de dar culto al único Dios verdadero conforme a la única verdadera Religión?

León XIII, en la citada Libertas, aclaró cuál es la recta conciencia en el derecho de honrar a Dios: "Y si se pregunta cuál es la religión que hay que seguir entre tantas religiones opuestas entre sí, la respuesta la dan al unísono la razón y la naturaleza: la religión que Dios ha maridado, y que es fácilmente reconocible por medio de ciertas notas exteriores con las que la divina Providencia ha querido distinguir para evitar un error que, en asunto de tanta trascendencia, implicaría desastrosas consecuencias. Por esto, conceder al hombre esta libertad de cultos de que estamos hablando equivale a concederle el derecho de desnaturalizar impunemente una obligación santísima y de ser fiel a ella, abandonando el bien para entregarse al mal. Esto, lo hemos dicho ya, no es libertad, es una depravación de la libertad y una esclavitud del alma entregada al pecado". Y, consecuentemente, líneas después añadió: "Siendo, pues, necesaria en el Estado la profesión pública de una religión, el Estado debe profesar la única religión verdadera, la cual es reconocible, con facilidad, singularmente en los pueblos católicos, puesto que en ella aparecen como grabados los caracteres distintivos de la verdad. Esta es la religión que deben conservar y proteger los gobernantes si quieren atender con prudente utilidad, como es su obligación, a la comunidad política".

La libertad absoluta de cultos y de conciencia ya había sido condenada en 1832 por Gregorio XVI en la Encíclica Mirari vos y fue rechazada en las proposiciones 15, 77, 78 y 79 del Syllabus de Pío IX

León XIII, en la misma Libertas, advirtió paternalmente: "La libertad de cultos es muy perjudicial para la libertad verdadera, tanto de los gobernantes como de los gobernados. La religión en cambio, es sumamente provechosa para esa libertad, porque coloca en Dios el origen primero del poder e impone con la máxima autoridad a los gobernantes la obligación de no olvidar sus deberes, de no mandar con injusticia o dureza y de gobernar a los pueblos' con benignidad y con un amor casi paterno. Por otra parte, la religión manda a los ciudadanos la sumisión a los poderes legítimos como a representantes de Dios y los une a los gobernantes no solamente por medio de la obediencia, sino también con un respeto moroso, prohibiendo toda revolución y todo conato que pueda turbar el orden y la tranquilidad pública, y que al cabo son causa de que se vea sometida a mayores limitaciones la libertad de los ciudadanos.

No obstante, la tolerancia puede moderar la aplicación práctica dimanante de lo expuesto.

El concepto de tolerancia lo expone también León XIII en Libertas, y de ellos se ocupa extensamente Pío XII en su discurso de 6 de diciembre de 1953, al V Congreso Nacional de la Unión de Juristas Católicos Italianos: "¿Puede Dios, al cual, por otra parte, sería posible y fácil reprimir el error y la desviación moral, preferir en algunos casos el "no impedirlo", sin incurrir en contradicción con su perfección infinita? ¿Puede ocurrir que, en determinadas circunstancias, Dios no dé a los hombres mandato alguno, no imponga deber alguno, no dé, por último, derecho alguno de impedir y de reprimir lo que es erróneo y falso? Una mirada a la realidad da una respuesta afirmativa. La realidad enseña que el error y el pecado se encuentran en el mundo en amplia proporción. Dios los reprueba, y, sin embargo, los deja existir. Por consiguiente, la afirmación, el extravío religioso y moral debe ser siempre impedido cuanto es posible, porque su tolerancia es en sí misma inmoral, no puede tener valor en su forma absoluta incondicionada. Por otra parte, Dios no ha dado ni siquiera a la autoridad humana un precepto semejante absoluto y universal, ni en el campo de la fe ni en el de la moral. No conocen semejante precepto ni la común convicción de los hombres ni la conciencia cristiana, ni las fuentes de la revelación, ni la práctica de la Iglesia. Aun omitiendo en este momento otros textos de la Sagrada Escritura tocantes a esta materia, Cristo, en la parábola de la cizaña, dio el siguiente aviso : Dejad que en el campo del mundo la cizalla crezca junto con la buena semilla en beneficio del trigo. El deber de reprimir las desviaciones morales y religiosas no puede ser, por tanto, una última norma de acción. Debe estar subordinado a normas más altas y más generales, las cuales en determinadas circunstancias permiten e incluso hacen a veces aparecer como mejor camino no impedir el error, a fin de promover un bien mayor.."

Prácticamente reduce Pío XII a dos principios la aplicación de la tolerancia: "Primero: lo que no responde a la verdad y a la norma moral no tiene objetivamente derecho alguno ni a la existencia, ni a la propaganda, ni a la acción. Segundo: el no impedirlo por medio de leyes estatales y de disposiciones coercitivas puede, sin embargo, hallarse justificado por el interés de un bien superior y más universal".

Su efectividad la expone así: "Si después esta condición se verifica en el caso concreto —en la quaestio facti"—, debe juzgarlo, ante todo, el mismo estadista católico. Este en su decisión deberá guiarse por las dañosas consecuencias que surgen de la tolerancia, comparadas con aquellas que mediante la aceptación de la fórmula de tolerancia serán evitadas a la Comunidad de los Estados; es decir, por el bien que, según uno prudente previsión, podrá derivarse de esa fórmula de tolerancia a la misma Comunidad como tal, e indirectamente al Estado miembro de ella. En lo que se refiere al campo religioso y moral, el estadista deberá solicitar también el juicio de la Iglesia. Por parte de la cual, en semejantes cuestiones decisivas, que tocan a la vida internacional, es competente, en última instancia, solamente Aquel a quien Cristo ha confiado la guía de toda la Iglesia: el Romano Pontífice".

J. V. de G.

 

Notas

(*) Sobre este tema véase lo dicho por el Padre Guerrero, S. I., en VERBO, núm. 14, pág. 63.