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Pluralismo y bien común

PLURALISMO Y BIEN COMÚN
POR
DANILO CAsTELIANO (*)
l. Presentación
El año pasado ya hablamos de la cuestión del bien común, y
de los equivocos y errores
que lleva consigo (1). Por tanto, este
año se trata de profundizar el problema. Visto que este congreso
está dedicado al tema del
Pluralismo, es necesario precisar que
de nuevo nos encontramos con puntos de vista a menudo irre­
conciliables. El pluralismo no es simple pluralidad, y la plurali­
dad no siempre hay que entenderla como multiplicidad de diver­
sos naturalmente ordenada
con el propósito de conseguir un fin
(no arbitrario) que, en lo que respecta a la politica, seria el bien
común. En efecto, con frecuencia se habla de pluralidad refirién­
dose a
una multiplicidad de individuos, organizaciones u orde­
namientos co-presentes, pero indiferentes e incomunicados
entre si,
no ordenados y no ordenables. Se trata de microcosmos
presentes y agentes en el caos. Y este caos es un presupuesto y
un requisito de las ideologias. Los partidos (denominados) polí­
ticos contemporáneos
son un buen ejemplo, ya que, cuando no
son meras organizaciones de intereses particulares, ordenan todo
en función de su punto de vista, es decir, de su ideologia, que es
indiscutible y
que incluso se considera fundamento ineliminable
e insuperable.
En otras palabras, se trata de una visión según la
(•) Traducci6n del italiano de C. García.
(1) Cfr. ahora el texto en Verbo, Madrid, nüm. 349-350, noviembre-diciem­
bre 1996.
Verbo, núm. 357-358 (1997), 729-740 729
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cual ordenar el mundo o la sociedad es una asunción sobre la cual
está prohibido hacer preguntas.
La asunción, como la hipótesis, no
admite discusiones. Por consiguiente, esta pluralidad es un plura­
lismo conflictivo; es posible sólo postulando la anarquía de las
asociaciones incluso si éstas se denominan Estados soberanos.
Pero aún hay más. Dicha
pluralidad es sinónimo de pluralis­
mo relativista; es decir, un pluralismo que considera posible un
orden político solamente en virtud de la intervención de las teo­
rfas que (es mejor precisarlo) no son la filosofia de la política,
sino
un diseño ordenador, un proyecto social que prescinde de
la realidad de las "cosas". Incluso sostiene
que la realidad depen­
de de dicho diseño ordenador, porque en el origen de la socie­
dad civil no tendríamos un orden natural, sino sólo una informe
situación de hecho de la
que se sale sólo gracias a una decisión
de la voluntad, empujados por el cálculo. Efectivamente, tanto el
viejo como el nuevo contractualismo no son otra cosa que una
pretensión de crear la sociedad "politica", asignando a la exis­
tencia (proyecto humano)
el primado sobre la esencia (su natu­
raleza), e incluso otorgando a la primera una función constituti­
va respecto a la segunda.
2. De la ideologia fuerte al nihilismo.
Las teorías de Hobbes y de Rousseau constituyen un buen
ejemplo del intento de dar orden, pero un orden arbitrario, a la
sociedad: la
soctalitas y el contrato, la esencia de la experiencia
social y el constitucionalismo abstracto serian ténninos equiva­
lentes.
La constitución del cuerpo pol!tico marcaría el momento
de la asunción de un bien diverso del privado-privado; en efec­
to,
con el contrato social nacería también el denominado bien
público,
. que no es otra cosa que el bien privado del artificial
cuerpo político. Por tanto, el bien público es el bien del Estado,
el cual es otro respecto al bien del hombre individual; como
máximo
es el bien del que sólo el ciudadano, no el hombre, es
participe en cuanto miembro del cuerpo social. Por consiguien­
te,
no se puede hablar de bien común en la perspectiva de las
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ideologfas pol!ticas fuertes, ya que entre privado y público exis­
te
una neta separación, la misma que divide privado y privado.
La concepción racionalista de la propiedad privada ilumina esta
relación/no-relación, que,
en efecto, existe, pero sólo para poner
de manifiesto una absoluta extrañeza; de alú que podamos afir­
mar
que la relación se reduce a la línea fronteriza que las se­
para.
El bien público es virtualmente totalitario, pero de hecho (y
no podfa ser de otra manera) se ha revelado tal también en acto.
Por tanto, sólo
puede tomarse en consideración a si mismo, y a
si mismo lo sacrifica todo.
El bien público se caracteriza por la
unicidad:
en el interior del Estado lo que cuenta es solamente el
ordenamiento
juridico positivo Oa teoria efectiva), que es el único
y
el último criterio básico; en el exterior del ordenamiento jurí­
dico lo que interesa es solamente la potencia, es decir, la capaci­
dad de hacer efectiva la propia voluntad; entonces el derecho
internacional
no seria otra cosa que la historia de los tratados o,
mejor aún, la historia de las imposiciones.
En· definitiva, el bien público no es otra cosa que la conser­
vación del artificial cuerpo político (esto es, del Estado moderno).
El bien coincide con la sola existencia del Estado que, por el
hecho de existir, garantiza la consecución del objetivo mediante
el cual se
ha dado vida contractualmente al mismo Estado. Sin
embargo, su nacimiento marca el sacrificio del privado,
de una
parte o de todo el privado. De ahi se deduce necesariamente la
igualdad como multiplicidad
de las identidades o el pluralismo
simplemente numérico; asi, el individuo
que se contrae y se sacri­
fica a si mismo
no puede ser otra cosa que uno, un uno abstrac­
to.
La multiplicidad inorgánica de los individuos, por tanto, seria
la
base del Estado, otro respecto a éstos. La igualdad que el
Estado moderno asegura es una mera identidad formal que, ade­
más, se ve contradicha con frecuencia
por los enunciados de
voluntad Oeyes) cuando toman
en consideración las inelimina­
bles diferencias de la experiencia (y podemos encontrar ejemplos
en el Derecho penal, el Derecho tributario, etc).
La igualdad niveladora del Estado moderno anula, y debe
anular, cualquier realidad que ponga en discusión su unicidad.
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En otras palabras, el bien público necesita, como condtcto stne
qua non
para su existencia la eliminación de la pluralidad de la
realidad: la familia, los cuerpos intermedios, etc., se convierten
en emanaciones del Estado, que no tendñan (si la tienen) otra
existencia y otro fin que
el que el Estado moderno les atribuye
(si lo hace, cuando lo hace y
según el modo en que lo haga). Y
al límite esto también
puede ser válido para los individuos: su
existencia,
en algunas teorías, depende del reconocimiento del
ordenamiento jurídico.
La persona humana, por ejemplo, no sería
otra cosa que un centro de imputaciones juridicas, es decir, una
realidad formal y abstracta construida por el ordenamiento jurí­
dico positivo. Por tanto, no sería nada desde el punto de vista del
ser. Su realidad,
su fin, su dignidad sólo existirían si se recono­
ciesen (y .en la medida
en que se reconocieran) . En esta visión
extrema que intenta librarse (como declara Hegel) de la rudeza,
de la fuerza y de la injusticia del estado natural (incluido el pro­
ducido
por el contrato social, si lo consideramos desde el punto
de vista del soberano), desaparece cualquier pluralidad menos la
de los Estados: el bien público es la única y suprema libertad del
Espiritu
que en el Estado (y poi medio del Estado) se expresa
como derecho, como efectividad de la voluntad universal,
no
ligada al capricho del individuo, cuya existencia (como ya se ha
dicho)
depende de su reconocimiento. El bien público, en otros
términos, más
que necesitar el sacrificio del privado, se convier­
te
en el bien único y supremo, en condición fundamental para
una posible existencia del privado.
La Segunda Guerra Mundial ha provocado la crisis de las
ideologías fuertes.
El fracaso de los denominados "regimenes
autoritarios" típicamente modernos, nazismo y fascismo, ha dado
lugar a
un cambio radical que ha ido afirmándose paulatinamen­
te, y que ha encontrado
su plena formalización y realización en
el "personalismo político contemporáneo". Aun permaneciendo
prisioneros de la misma
Weltanscbauung, es decir, la ratio de la
modernidad, la relación entre público y privado ha cambiado
totalmente.
Se ha afirmado la teoria según la cual lo público exis­
te siempre
en función de lo privado. En otras palabras, si el
Estado existe es precisamente para permitir la plena realización
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personal de los ciudadanos. Es un instrumento para alcanzar,
todas, absolutamente todas, las instancias individuales. No
debe
discriminar, porque es el garante de la "libertad negativa" de los
asociados, la cual representarla el bien común. Y seña tal, inclu­
so siendo el más privado de los bienes: la "libertad negativa", es
decir la libertad
no sujeta a ninguna ley (incluida la representada
por la naturaleza humana actualizada), seña el valor máximo que
se tendña que tutelar y promover. Seña entonces la meta del
Estado.
Esta
teoña ha desembocado en la aceptación por parte de los
Estados de peticiones absurdas que, sin embargo,
han sido con­
sideradas derechos:
el aborto realizado en estructuras sanitarias
públicas y a cargo del Estado,
el suicidio asistido y los servicios
pornográficos
de la televisión estatal son tan sólo algunos ejem­
plos. Pero también la financiación pública de los partidos polí­
ticos
puede incluirse, en última instancia, en la ratio del primado
de lo privado sobre lo público.
De este
modo se asiste a la afirmación máxima del pluralis­
mo,
que se convierte en el pseudo-principio del gobierno; en
efecto, la sociedad está gobernada por una multiplicidad de fines
individuales
que no están ordenados siguiendo una jerarquía vin­
culante para sus miembros
[y, como es sabido, ésta es la defini­
ción de sociedad pluralista
de Hayek (2)], con lo cual nos halla­
mos ante un no-gobierno y ante la ausencia de todo bien,
incluido el bien común. Efectivamente, no podemos considerar
que la anarquía sea el bien común, ni siquiera la que pretende
ser sostenida y garantizada
por el Estado y que es la epifanía de
la "libertad negativa".
Sobre todo tenemos
que tener en cuenta que esta visión que
reduce el ordenamiento jurídico a simple organización está obli­
gada a admitir (como sostiene,
por ejemplo, Rorty) que, en defi­
nitiva, todo
es arbitrario, es decir, el arbitrio es la norma. Y esto
comporta notables dificultades para cualquiera
que sostenga la
tesis de la
teoña ordenadora.
(2) Cfr. F. A. voN HAYEK, Legge, legislazione e liberta, vers. italiana, Milán,
11 Saggiatore, 1986, pág. 200.
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Las ideologías políticas fuertes se hacen insostenibles incluso
para los contractualistas, puesto que, si se identifica el bien
común con la "libertad negativa", ya no es posible reconocerse ni
siquiera en un bien convencional pero planteado como positivo.
El consenso (nos referimos al moderno, es decir, el que se iden­
tifica
con la adhesión a un proyecto cualquiera) ya no es sufi­
ciente para conseguir
un determinado fin, ya que la "libertad
negativa" se caracteriza precisamente
por su negatividad, por la
imposibilidad
de adherir positivamente a cualquier cosa que vin­
cule en el tiempo. La "libertad negativa" necesita la ausencia de
cualquier bien considerado o definido como común. Y esto supo­
ne [como hemos afirmado en otro trabajo (3)] la introducción en
el Estado del bellum omnium contra omnes, no ya como condi­
ción pre-social ( como afirmaban los partidarios del hipotético
estado natural), sino como condición social, y, además, favoreci­
da por el Estado. El conflicto que caracteriza a las sociedades po­
líticas contemporáneas nace precisamente de haber erigido la
"libertad negativa"
en fin del ordenamiento jurídico.
Además, como consecuencia de esta primera dificultad, nos
encontramos
con otro problema: esta visión no consigue garanti­
zar ni siquiera la convivencia como armisticio. En efecto, mien­
tras las ideologías fuertes (aunque sea en nombre de un bien
público erróneamente confundido con el bien común) asegura­
ban la consecución de los fines convencionalmente establecidos
(y, entre ellos, la vida), la ideología nihilista es incapaz de sus­
pender el estado de guerra: la hostilidad frente a los "otros" llega
al
punto de legitimar la supresión del inocente (es lo que suce­
de,
por ejemplo, con el aborto), basándose en la decisión del más
fuerte. Pero, entendámonos bien, esta conclusión es inevitable, ya
que las ideologías políticas fuertes
no pueden contrarrestar las
innovaciones de la
Weltanscbauung en la que se basan. Esto
demuestra la intrínseca contradicción de los presupuestos de los
que parten y la heterogénesis de los fines a los que tienden, que,
(3) Véase D. CAsTEIJ.ANo, La razionalitii della politica, Nápoles, Edizioni
Scientifiche Italiane, 1993,
pág. 145.
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en lo que se refiere al bien común, desembocan en la encalla­
dura
de Scylla (bien público) o de Caribdis (bien privado).
Ninguno de los dos consigue garantizar la convivencia éticamen­
te ordenada
y, sobre todo, ambos tienen que negar la existencia
del bien, o reconocer la imposibilidad de llegar a alcanzarlo,
especialmente
en lo que se refiere al bien común.
Otros autores
se han dado cuenta de la existencia de esta difi­
cultad, pero
han seguido siendo prisioneros de la ideología con­
tractual
y, en cualquier caso, de la misma ratio del "personalismo
politice contemporáneo", aunque haya sido
revisada y corregida
acentuando
el derecho y la necesidad de la aportación de la ini­
ciativa privada a la satisfacción recíproca de las propias necesi­
dades.
El problema del orden, desde siempre cuestión esencial
para la filosofía
de la politica, ha sido y es el centro de la refle­
xión de diversos pensadores contemporáneos,
en particular de la
denominada 'escuela austñaca" (4). A pesar
de la diversidad (a
veces radical)
de posiciones respecto a dicha escuela, también
otros autores como Voegelin y Strauss,
han llamado la atención
sobre algunos temas fundamentales de la experiencia politica,
entre ellos el del
bien común como cuestión estrechamente
dependiente del orden.
Sin embargo, parece que en algunos autores se ha reafirma­
do, aunque en una versión actualizada, la tesis "liberal", según la
cual el
bien común coincide con la ltbettad como valor supremo,
no con el bien. Si aceptáramos, por ejemplo, la definición de bien
común propuesta por von Hayek, tendñamos que decir que el
(4) El libro de R. CUBBODU, O liberalismo della scuola austriaca. Menge,;
Mises, Hayek (Nápoles-Milán, Morano editore, 1992) es útil, sobre todo filológica­
mente, para comprender la
posición de Menger, Mises y van Hayek, y algunos
aspectos del contemporáneo debate "interno" del liberalismo.
Se
dir1a que la escuela austriaca ha llevado al liberalismo del optimismo al
pesimismo, aunque dicho pesimismo no sea más que una variante del optimismo
de la modernidad. Del racionalismo absolutamente voluntar'lStico se habría pasa­
do al "racionalismo moderado"', que parece ser, al menos en parte, más "abierto"
a la realidad. Sin embargo,
fachada, ya que se trata de un rechazo aprioristico a aceptar lo que la hace real­
mente "comprensible",
es decir, la finalidad y el orden de las "cosas", entendidas
desde un punto de vista filosófico.
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bien común "consiste en un orden abstracto que en una sociedad
libre
debe dejar indeterminado el grado en que serán satisfechas
las múltiples necesidades particulares" (5).
Esta visión del
bten común se inscribe y desarrolla dentro de
la visión de la politica
como acuerdo sobre los medios exclusi­
vamente. Según
van Hayek, lo que haña posible la paz es, por
tanto, el orden; seña precisamente el acuerdo de los individuos
a
propósito de los medios, no de sus fines (6). Por tanto, la pol1-
tica tendña como fin un no-fin, puesto que tendña que conside­
rar (como hemos
dicho) sólo el problema de los medios. Por el
contrario, los objetivos
señan una cuestión privada. La reducción
del ordenamiento jurídico a organización es coherente. Pero
dicha reducción comporta
no pocas dificultades (por ejemplo,
¿cómo
se pueden justificar los Códigos? ¿Cuál es la naturaleza y
el
fin de las leyes?), y sobre todo cae en una aporía: la politica,
de ciencia y arte arquitectórúco, pasa a ser concebida como una
mera actividad cñtica y de control (del poder, de las opiniones).
El bien común se convierte en un cuerpo extraño a su naturale­
za y a sus finalidades.
(5) HAYEK, cit., pág. 323.
Entre ven Hayek, Voegelin y Strauss existen algunas divergencias de fondo
respecto a este tema.
En efecto, el primero considera que, en última instancia, el
orden puede representar dos aspectos que se contraponen: entre el orden
espontáneo y el orden organizado
existe una diferencia radical, y solamente el
orden espontáneo
podr1a denominarse orden politice. Efectivamente, éste no
tiene una finalidad propia; mejor dicho, su finalidad
residif1a en permitir (o garan­
tizar
la posibilidad de) conseguir más fines. El orden organizado, sin embargo,
tendría un
fin propio, y nos parece que se puede deducir que por eso podría dar
lugar a sistemas totalitarios. Para Voegelin, sin embargo, el orden poHtico plantea
necesariamente
la cuestión del fundamento óntico del orden mismo, ~mediado'"
existencialmente por la conciencia en la historia. En efecto, es la conciencia la
que "expresa" el orden político a través de la "representación". Por tanto, el
orden y
la historia son dos dimensiones [transcendente (aunque hay quien pien­
sa que
la transcendencia de Voegelin es puro método: cfr., p. ej., G. F. LAMI,
lntroduziane a Eric Vaegelin, Milán, Giuffré, 1993, pág. 165) e inmanente] de la
realidad que se manifiesta en la conciencia y por medio de la conciencia. Para
Strauss, al estar el orden político anclado al bien, no sólo transciende la historia,
sino que de alguna manera
se contrapone a ella.
(6) Cfr. HAYEK, cit., pág. 188.
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3. Contradicciones.
Sin embargo, tenemos que tener en cuenta que la concep­
ción de la política como mera actividad cñtica y de control
es
absurda. No porque no tenga que ser cñtica o porque deba ale­
jarse del deber de controlar
el ejercicio del poder. Al contrario.
Debe reconocer
que dicho control y actividad cñtica son verda­
deramente posibles sólo si (y
en la medida en que) el poder está
ordenado positivamente hacia un fin, y a un fin no convencional,
porque si no es así será siempre arbitrario. En efecto, un poder
político que dependa absolutamente del consenso (entendido
modernamente) del
que es súbdito del poder deja de ser poder
político: o es imposición ilegítima o es imposición legítima por el
mero
hecho de ser aceptada, y sólo para el que la acepta (como
es sabido, éste es el problema que afrontó y resolvió Rousseau
con una fictto). Pero, en el caso de que no haya aceptación, ¿es
posible todavía el ejercicio del poder? Por ejemplo, si los impues­
tos o el servicio militar
no fuesen aceptados, ¿seña aún legítimo
imponerlos? En otros términos,
un ordenamiento juñdico que se
reduzca a organización, ¿en
qué se funda para legitimar sus
órdenes? Y
eso no es todo. Al no reconocer positivamente las razones
y la naturaleza del poder, seguirá siendo contrapuesto a los indi­
viduos, será siempre algo extraño e incluso enemigo.
Al máximo
podrá ser considerado
un mal menor, pero siempre un mal. Su
control estaña limitado al procedimiento, que, además, ofrece
garantías relativas, puesto
que regulaña los abusos, pero no los
eliminaña. Y esto es lo
que sucede con el Estado de dere­
cho
(J), donde nada se puede hacer contra la ley, y todo es posi­
ble
con la ley (entendida como mera orden del soberano). O tam­
bién
es lo que sucede en el caso del aborto, al que se puede
llegar "legítimamente" (se trata, como es obvio, de una "legitimi­
dad"
de derecho positivo) en el respeto, y sólo en el respeto, de
(7) De la amplia literatura sobre el ~Estado de derecho", véase el volumen
AA.W.,
El Estado de derecha en la España de hoy, Madrid, Actas editorial, 1996.
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un procedimiento. Sin embargo, dicho procedimiento no repre­
senta verdaderamente
un límite a la decisión (poder) del indivi­
duo, sino sólo
un límite a su modo de afirmarse.
Por tanto,
se pierde el auténtico ejercicio crítico y de control
que, en efecto, sólo es posible en positivo, es decir, conociendo
la esencia y el fin del poder. En otras palabras, dicho ejercicio es
imposible
en presencia del pluralismo subjetivista de los fines.
Por el contrario, necesita (y en este caso el poder se convierte en
autoridad) que se pueda definir el bien común, el bien no con­
vencional, sino real;
un bien que no depende de las opiniones de
los asociados, sino
que sea intrinseco a la naturaleza humana. En
resumen: ese
bien que es común porque, al ser propio de todo
hombre, es
común a todos los hombres.
4. Orden y bien común.
No se insistirá nunca lo suficiente sobre la necesidad de defi­
nir positivamente la naturaleza del
poder (y, por tanto, su fm),
para
poder criticarlo y controlarlo de verdad. De hecho no es
suficiente (como hemos afirmado antes) la aceptación
de las
reglas del juego;
pueden ser útiles para reglamentar el conflicto,
pero no consiguen eliminarlo. Para transformar el conflicto en
controversia es necesario algo más, y diverso, que un procedi­
miento. Hay
que llegar, aunque sólo sea dialécticamente (enten­
diendo dialéctica en sentido clásico, no en sentido moderno), a
distinguir
el bien y el mal, lo justo y lo injusto; en definiti\'a, se
trata de poder alcanzar la verdad. En el sector social, es necesa­
rio
poder llegar a la verdad política, que, por consiguiente, no
puede ser ni un artificio ni mero arte para hacer triunfar en últi­
ma instancia a la anarquía.
Por tanto, el pensamiento liberal, aunque haya nacido con la
fmalidad de controlar el poder,
no consigue ni puede conseguir
su intento, porque al poseer una visión negativa del poder, sólo
puede contener sus efectos.
En realidad, si vamos más allá de las teorías elaboradas con
la intención de resolver el problema
de la convivencia planteado
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necesariamente por la experiencia, el pensamiento liberal y tam­
bién el pensamiento democrático moderno caen prisioneros de
un mismo error de fondo: el de atribuir a la libertad valor de fin,
y
no de medio. Pero al atribuir a la libertad valor de fin, están
obligados a terminar
en una aporía: el bien común, como hemos
afirmado antes, está identificado
con la "libertad negativa" que no
sólo no puede ser el bien (en cuanto, en este caso, debe nece­
sariamente presentarse como formal
y, por tanto, caracterizada
por la vaciedad de la nada), sino que acaba por hacer imposible
esa convivencia
que existe en los hechos y que querría conseguir
y tutelar; convivencia que, sin embargo, sólo es posible en un
orden justo.
Ahora bien, la justicia, como
por ejemplo la salud, no es una
creación del hombre. La justicia implica un orden que transcien­
de al Estado, es decir, a la comunidad politica. Y el Estado está
subordinado a este orden,
de alú que el Estado no sea nunca
soberano (8), en cuanto que para conseguir su fin, que es ayudar
a los hombres a vivir
bien (es decir, lo más cerca posible de su
naturaleza), debe reconocer como superior a él precisamente al
orden de la
humana naturaleza. En otros términos, tiene que
reconocer que su fin es la persecución del bien del hombre, que,
como señala Aristóteles
en las primeras páginas de su Ética a
Nlcómano (9), además de ser el bien para el individuo, es el bien
(8) Es oportuno ser rigurosos con· ta terminología. El conocido padre
dominico Santiago Ramirez, en su ensayo Pueblo y gobernantes al seroicio del
bien común (Madrid, Euramérica, 1956), usa en algunas ocasiones una termi­
nología "moderna", a
pesar de que el contenido de su pensamiento es "clá­
sico". Así,
reconoce al Estado (sólo lingüísticamente) la característica de la
soberanía, en lugar de la realeza (pág. 63). Tal comportamiento puede des­
pistar. Siguiendo
con el ejemplo anterior, se puede decir que el Estado moder­
no pretende, coherente aunque absurdamente, ser soberano, pero esta pre­
tensión no puede ser una (o la) pretensión de la comunidad po11tica. En
efecto, la
comunidad está subordinada al derecho y a las finalidades intrinse­
cas de la naturaleza humana. Cicerón lo demuestra perfectamente cuando
escribe que "Res publica [est] res popul~· populus autem non omnis hominum
coetus quoquo modo congregatus sed coetus multitudinis iuris consensu et uti­
litatis communione sociatus" (De Re public_a, 1, 39).
(9) ARISTÓTELF.S, Ética a Nicómano, 1, 1094 b.
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para la ciudad. Por consiguiente, el bien común no es ni el bien
público ni el privado, sino el bien como actualización de la natu­
raleza humana, que, por supuesto, no puede realizarse sin liber­
tad, pero que no se reduce a la libertad. El bien común es lo que
une, reconociendo la diversidad. Desde este punto de vista, el ser
común es afirmación de pluralidad.
Además, es este bien
común el que consiente una distin­
ción neta entre el Estado (es decir, el auténtico poder pol!tico que
es propiamente autoridad) y cualquier otra organización. Por
tanto, lo
que caracteriza al Estado es la realeza y no la sobe­
ranía.
Todo esto significa que el Estado es, si, instrumental, pero no
es instrumental respecto a cualquier fin; como hemos afirmado
antes, el Estado tiene
un fin propio, insustituible. Dicho fin, insis­
timos, es propio del Estado. Pero el Estado
no es la única reali­
dad, aunque sea la sociedad necesaria para
que las otras socie­
dades
puedan alcanzar sus objetivos naturales. De alú que un
Estado, ordenado según la naturaleza, reconozca la pluralidad.
Dicho reconocimiento, que no es constitutivo, sino revelador, es
indispensable para conseguir el bien común, ya que para vivir
bien
es necesario vivir y vivir en sociedad.
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