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El pueblo de Dios. Síntesis apretada de un lugar común conciliar

EL PUEBLO DE DIOS
SÍNTESIS APRETADA DE UN LUGARCOMÚN CONCILIAR
Bernard Dumont
1. Introducción
A primera vista, el tema del «Pueblo de Dios» en el II
Concilio del Vaticano y en su posteridad no tiene sino una
relación ocasional con los demás abordados en esta
Reunión. El concepto de «Pueblo de Dios» es de orden teo-
lógico y sólo guarda relación analógica con el de pueblo al
que se han referido las demás intervenciones. Es cierto es que el Pueblo de Dios del Antiguo Testa-
mento era un pueblo verdadero, en el sentido común del
término, aunque tuviera una identidad y una cohesión en su
vocación excepcionales. En este sentido puede servir de
modelo o de referencia, en distintos modos, para considerar
lo que es, o debe ser, un pueblo en general, por oposición a
una sociedad contractual y utilitarista. La vocación creadora
de una identidad espiritual en el tiempo es un don –de los
que Dios no se arrepiente ( Rom., 11, 29)– que puede resul-
tar de la historia, es decir de los caminos de la Providencia,
o puede constituir una elección explícita (por signos
estruendosos) como en el caso del pueblo judío. Se lee así
en el Deuteronomio: «Porque eres un pueblo consagrado a
Yahveh, tu Dios, quien te ha escogido para que constituyas
pueblo de su propiedad entre todos los pueblos que existen
sobre la faz de la tierra. No se ha prendado de vosotros
Yahveh y os ha elegido porque seáis más numerosos que
todos los demás pueblos, pues sois el más insignificante de
todos ellos; sino que, por el amor de Yahveh a vosotros y por
guardar el juramento que juró a vuestros padres, os sacó
Yahveh con potente mano y os rescató de la casa de esclavi-
tud, del poder de Faraón, rey de Egipto» ( Dt., 7, 6-8).
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No obstante, el Pueblo de la promesa y de la espera de
Cristo no era, por definición, sino una preparación y una
figura que ha encontrado su realización en la Iglesia, cuer-
po de Cristo. Más allá de las analogías posibles se ha opera-
do por tanto una mutación: al Pueblo de Dios del Antiguo
Testamento, que es un pueblo entre los demás, aunque ele-
gido para una misión especial, sucede el verdadero Pueblo
de Dios, en el que ya no hay «judío ni gentil», porque desde
entonces es a todos a los que el Apóstol dice: «Si vosotros
sois de Cristo, descendencia sois, por tanto, de Abrahán,
herederos conforme a la promesa» ( Gal., 3, 28-29). El pue-
blo judío, sin embargo, subsiste, con su vocación propia,
aunque la mayoría de sus miembros estén en la infidelidad;
sin que obste a que el Pueblo nuevo trascienda a todos los
pueblos de la Tierra, no para reducirlos al olvido, sino para
convocarlos a la unidad en Cristo: «Enseñad a todas las gen-
tes» (Mt. , 28, 19). Por eso llegará el día en que volverá el
«olivo silvestre» ( Rom., 11, 24) y entonces «Dios será todo en
todos» (1 Cor., 15, 28). Es cierto que la estructura de la Iglesia, con sus cuatro
«notas», esto es, los signos que permiten reconocerla, es
muy rica de enseñanzas para todos los pueblos de la Tierra.
Es la gloria de un pueblo auténtico que está unido por su
vocación (analogía de la unidad y la santidad de la Iglesia),
que no se piensa único y encerrado en sí mismo sino herma-
nado con los otros pueblos (catolicidad) y que practica con
todos la caridad del ejemplo y de las obras (apostolicidad).
Podrían desarrollarse otras analogías, principalmente desde
el punto de vista de la teología de la Historia, a propósito de
la caída y elevación de ciertos grandes pueblos. Pero ese no
es nuestro tema. Debemos referirnos en cambio al concep-
to de Pueblo de Dios como lugar común en el II Concilio
Vaticano y a la utilización que del mismo se ha hecho en el
último medio siglo que le ha seguido. Por ello, tras considerar cuándo y cómo ha aparecido el
tema en cuestión, veremos a qué ha servido y a qué terrenos
ha afectado, para finalmente examinar en qué sentido han
evolucionado las cosas con el discurrir del tiempo, sea para
ponerles freno (como con Juan Pablo II y Benedicto XVI),
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sea para servir a la revolución política (teología de la libera-
ción primero y teología del pueblo después).
2. La aparición del término en su sentido modernoLa expresión se usaba en su sentido tradicional ya antes
del Concilio, como testimonia por ejemplo la publicación
del libro de un benedictino, Dom Anscar Vonier, en 1937,
titulado The People of God. Pero es verdaderamente en tiem-
pos del Concilio cuando irrumpió, por las razones que vamos
a recordar, y en particular para hacer de menos a la doctri-
na de la encíclica Mystici Corporis(1943). El desafío era,
como el propio Concilio en general, teológico y político a la
vez. La Iglesia se había presentado con frecuencia durante
el siglo XIX como una societas perfecta, es decir, un todo cohe-
rente que poseía los medios de su existencia y desarrollo, por
simetría con las sociedades políticas, y con voluntad de auto-
nomía respecto de los Estados. Era la época, atacada por el
liberalismo católico, de la política de la «fortaleza asediada».
Ahora bien, esta presentación, además de que podía correr
el riesgo de poner a la Iglesia en pie de igualdad con los
Estados, era sobre todo jurídica y tendía a reforzar la imagen
de la jerarquía –y la práctica del clericalismo– en detrimento
de otros aspectos. Pío XII, con su Mystici Corporis, restableció
el equilibrio, en el sentido de una comprensión teológica
profunda del carácter sobre todo sobrenatural de la Iglesia,
ciertamente humano-divino, en el que la Cabeza es Cristo, el
Alma el Espíritu Santo y cada cristiano una piedra del edifi-
cio que se mantiene unido. Pío XII, que no hacía en verdad
sino explicitar lo que siempre se había profesado, se vio esta
vez criticado por no haber insistido sino en el aspecto místico,
olvidando a los ojos de algunos la relación con lo temporal.
Hay que comprender, pues, a la luz de lo que ha seguido, la
razón de esta oposición por parte del medio liberal. El acen-
to anterior, que insistía en la realidad jurídica, obstaculizaba
la aceptación completa del orden social y político moderno.
Pero la visión demasiado religiosa de Pío XII tampoco ofrecía
mayores posibilidades para ello, al no atender a la apertura
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más que benévola respecto del mundo exterior en la que los
liberales soñaban participar. Y, sobre todo, la reafirmación
de la identidad entre la Iglesia (católica) y el Cuerpo (místico)
de Cristo constituía un obstáculo a sus pretensiones ecumé-
nicas, pues la encíclica calificaba a los disidentes de ordena-
dos al Cuerpo místico y no –como hará el Concilio– de
miembros en comunión imperfecta (1).La introducción del «Pueblo de Dios» en el debate con-
ciliar corrió a cargo del obispo de Bressanone (2), con un
motivo que traducía la intención de sus inspiradores: « […]
para que los cristianos tomen conciencia y prueben una
alegría íntima de su dignidad y de su elección por la Gracia
de Cristo en este mundo». La proposición provocó la críti-
ca de los cardenales Siri y Bueno Monreal, pues la noción
era a sus ojos inusitada, imprecisa e inadecuada para dar
razón del carácter jerárquico de la Iglesia. Pero nadie les
escuchó y de inmediato aparecieron las diferentes «venta-
jas» de la expresión: para los más tradicionales permitía
mostrar la continuidad entre la promesa y el cumplimiento;
mientras que para los más abiertossuponía un avance del
ecumenismo, pues el Pueblo de Dios supera las fronteras de
la Iglesia Católica y autoriza a calificar de Iglesias a las
comunidades cismáticas o heréticas, así como incidía en el
sentido en el que comprender las relaciones entre la Iglesia
local y la Iglesia universal, con el reflejo inmediato en la
liturgia y su asamblea celebrante, la «promoción» de los lai-
cos, la «función profética del Pueblo de Dios», las relacio-
nes con el judaísmo… Desde entonces el asunto siguió su
curso en todas las direcciones de la «revolución copernicana»,
según la imagen del padre Emmanuel Lanne, popularizada
por Yves Congar. Este último llegará a hablar también de
«pueblo mesiánico».
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(1) «Pues, aunque por cierto inconsciente deseo y aspiración están
ordenados al Cuerpo místico del Redentor, carecen, sin embargo, de tan-
tos y tan grandes dones y socorros celestiales, como sólo en la Iglesia
Católica es posible gozar. Entren, pues, en la unidad católica». (2) Georges D
EJAIFVE, SJ, L’Eglise dans le monde de ce temps. Constitution
«Gaudium et Spes». Commentaires du schéma XIII , París, Mame, 1967, pág.
859.
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El primer texto salido del Concilio en el que se recogía
la expresión que nos interesa es Sacrosanctum concilium, la
constitución sobre la liturgia (4 diciembre de 1963), en el
número 41: «Por eso, conviene que todos tengan en gran
aprecio la vida litúrgica de la diócesis en torno al Obispo,
sobre todo en la Iglesia catedral; persuadidos de que la prin-
cipal manifestación de la Iglesia se realiza en la participa-
ción plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las
mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la misma
Eucaristía, en una misma oración, junto al único altar
donde preside el Obispo, rodeado de su presbiterio y minis-
tros». Este breve parágrafo, que está preñado de consecuen-
cias, ilustra el éxito de la campaña en favor del término.
Indica igualmente el sentido general en el que se extraerán
las numerosas implicaciones de la nueva terminología: el
teocentrismo va a ceder el paso a una forma de antropocen-
trismo. La verdadera consagración de la nueva manera de
presentar el Pueblo de Dios se va a producir, sin embargo, en
las constituciones Lumen gentium(cuyo capítulo II se titula
precisamente «El pueblo de Dios», completado por otro
capítulo IV, «Los laicos») y Gaudium et spes. A partir de ahí el
«Pueblo de Dios» se convertirá en una expresión banal reci-
bida comúnmente en otros documentos como designación
ordinaria de la Iglesia (3). Pensemos por ejemplo en el Credo
del Pueblo de Dios de Pablo VI (1968). El Catecismo de la Iglesia
Católica (1992), también denominado Catecismo del Pueblo
de Dios, ilustra la perpetuación de este uso, sin que resulte
evidente qué aporta de nuevo para la comprensión (cfr. §§
751 a 870). Si bien es cierto que Juan Pablo II intentó mini-
mizar el alcance del concepto, sobre todo ante el uso que
del mismo hacían los teólogos de la liberación.
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(3) Dos ejemplos entre muchos. Se lee en el núm. 8 de la Declaración
sobre la educación cristiana, Gravissimum educationis: «Siendo, pues, la
escuela católica tan útil para cumplir la misión del pueblo de Dios y para
promover el diálogo entre la Iglesia y la sociedad humana en beneficio de
ambas, conserva su importancia trascendental también en los momentos
actuales». O incluso el Decreto sobre el ministerio y la vida de los sacer-
dotes, Presbyterorum ordinis , donde la expresión se halla dieciséis veces: «El
Pueblo de Dios se reúne, ante todo, por la palabra de Dios vivo, que con
todo derecho hay que esperar de la boca de los sacerdotes» (núm. 4), etc.
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3. Las «expectativas» del medio liberal-católicoAntes de volver a leer esos textos debe añadirse una
observación sobre las «expectativas» del medio liberal-cató-
lico de la época, especialmente el de tendencia progresista,
respecto del estatuto de los laicos en la Iglesia. Es claro, de
una parte, que sufría desde antiguo el clericalismo, con el
matiz autoritario que le había dado Pío XI, así como que
seguía los rasgos particulares propios de las diferentes situa-
ciones nacionales. Se trataba, en Francia como en otros
lugares, de prohibir cualquier iniciativa abiertamente católi-
ca de los laicos si éstos no habían recibido un «mandato»
episcopal: consecuencia de la concepción abusiva de una
Acción Católica convertida en un corsé para el uso electoral
y en un medio para mantener lo que se ha denominado la
equidistancia , o peor, de permitir la libertad del oportunismo
como disciplina colectiva bajo dirección episcopal o pontifi-
cia. Si bien el clericalismo no sólo no ha desaparecido des-
pués del Concilio, sino que al contrario se ha agravado
aunque por otras vías, esta situación anterior supuso el
terreno fértil en el que iba a arraigar la idea de una emanci-
pación del laicado y su inserción en la temática del «Pueblo
de Dios». A su vez los teólogos-vedettes de los años inmedia-
tamente anteriores al Concilio elaboraron toda una teología
del laicado, en primer término Yves Congar, autor sobre
todo de un libro publicado en 1954 y titulado Jalons pour une
théologie du laïcat . Hay que recordar además que la elaboración
de este tema había comenzado, paradójicamente, durante
los años anteriores a la guerra, en el seno de los movimien-
tos de Acción Católica, con la iniciativa de los capellanes y
algunos teólogos, y con la colaboración –si hablamos de
Francia– de intelectuales como Emmanuel Mounier y
Jacques Maritain, o de activistas como Marc Sangnier. En
teoría severamente controlados por el Episcopado, los orga-
nismos de la Acción Católica se independizaron entonces,
convirtiéndose en focos de experimentación y difusión de
las ideas del catolicismo abierto. La aceptación de la «mano
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tendida» por los comunistas en la época del Frente Popular
(1936 para Francia), la guerra de España, después la Resis-
tencia en Francia y en Italia sobre todo, finalmente el naci-
miento y crisis de los curas obreros serán otras tantas ocasiones
favorables para un clima muy particular, en el que los teólo-
gos (como el padre Marie-Dominique Chenu, O. P.) se
harán promotores de un laicado lanzado a hacer oír su voz
así como a participar en la «construcción de un mundo
nuevo» al lado de los marxistas y, por tanto, a afirmar su
total libertad de acción política. Antes incluso de que el plu-
ralismo de opciones fuera refrendado por el Concilio, la
coyuntura política favorecerá la aparición de partidos tanto
demócrata-cristianos como progresistas (los llamados en
Italia cattto-comunisti ).
A estas preparaciones del terreno tocantes al estatuto de
los laicos –considerado no sólo a través del prisma de la
reducción del poder excesivo de los clérigos, sino sobre
todo del de la emancipación de la «política de Cristiandad»–
se añadirán paralelamente otras tendencias, sea en el marco
de la fase más arriesgada del Movimiento litúrgico, o tam-
bién en el del movimiento ecuménico (otro terreno privile-
giado de Yves Congar). Hay que añadir a estos antecedentes intelectuales un
dato humano: muchos de los obispos participantes en el
Concilio provenían de las filas de la Acción Católica y habían
en buena medida participado más o menos en las activida-
des políticas de izquierda, entre otros un tal Giovanni
Battista Montini. Tenían igualmente el recuerdo doloroso
de las condenas pronunciadas por Pío XI (contra el ecume-
nismo, en 1928, con la encíclica Mortalium animos) y sobre
todo por Pío XII (el fin de la experiencia de los curas obre-
ros, la encíclica Humani generisde 1950, la condena de toda
participación en los movimientos marxistas, etc.). Es claro
que un buen número albergaba manifiestamente sentimien-
tos de revancha.
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4. El Pueblo de Dios en los documentos conciliaresPero, como ya se ha dicho, hay que esperar a los capítu-
los II y IV de Lumen gentium para la implantación del nuevo
concepto de Pueblo de Dios. El capítulo II no es un texto
revolucionario y se sitúa tras un recordatorio doctrinal deu-
dor en gran medida de Mystici Corporis. Recuerda la doctri-
na de San Pablo al decir que la Iglesia es «el nuevo Israel,
que caminando en el tiempo presente busca la ciudad futu-
ra y perenne (cfr. Heb.13,14)» (núm. 9). Así pues, a la defi-
nición tradicional, reforzada incluso por Pío XII, se añade la
nueva presentación, lo que resulta sorprendente desde el
punto de vista de la composición. La doctrina expuesta es de
hecho la de la comunión de los santos (aunque en ella no se
encuentre la expresión), es decir, la doctrina de la unidad
entre todos los miembros del Cuerpo, más allá de la diversi-
dad de estados y funciones. Nada nuevo. A partir del pará-
grafo 10 se encuentra la opción de comenzar por evocar lo
que es común a todos los miembros antes de hablar de la
jerarquía y de su función ministerial, opción que se ha soli-
do presentar no sin exageración, salvo al ver en ella una
suerte de signo, como revolucionaria. Se trata de la jerar-
quía en el capítulo siguiente (el 3). A lo sumo hay un inciso
ambiguo: «Hay, en efecto, entre sus miembros una diversi-
dad, sea en cuanto a los oficios, pues algunos desempeñan
el ministerio sagrado en bien de sus hermanos, sea en razón
de la condición y estado de vida, pues muchos en el estado
religioso estimulan con su ejemplo a los hermanos al tender
a la santidad por un camino más estrecho» (núm. 13). De las
dos direcciones inherentes a la función mediadora del sacer-
dote, aquí sólo se señala el servicio a los fieles, pero no la ora-
ción en nombre de los fieles. Pero el equilibrio se restablece
más adelante (en el número 28 del capítulo 3). Este capítu-
lo 2 sobre el Pueblo de Dios, además, dedica dos parágrafos
a los no católicos, cismáticos, herejes, judíos, mahometanos
(núms. 15 y 16). Pero unos y otros no se integran en el Pueblo
de Dios sino en el deseo.
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El capítulo IV, «Los laicos», viene a completar el cuadro.
No aparece realmente en él nada susceptible de revolucio-
nar la Iglesia, salvo de vez en cuando fórmulas que van a ser
ampliamente explotadas, pero que pueden entenderse en
continuidad con los discursos pontificios de la primera
mitad del siglo XX, con las ideas de reconquista de la socie-
dad por los católicos: así, por ejemplo, los laicos «están lla-
mados por Dios, para que, desempeñando su propia
profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a
la santificación del mundo como desde dentro, a modo de
fermento» (número 31). Se encuentra igualmente una pro-
hibición del clericalismo, que no será seguida en lo que
tenía de bueno, sino que por el contrario servirá a numero-
sos desórdenes, desde la creación de jerarquías paralelas
locales que dictan sus leyes al clero hasta el Somos Iglesia:
«Por su parte, los sagrados Pastores reconozcan y promue-
van la dignidad y responsabilidad de los laicos en la Iglesia.
Recurran gustosamente a su prudente consejo, encomién-
denles con confianza cargos en servicio de la Iglesia y denles
libertad y oportunidad para actuar; más aún, anímenles
incluso a emprender obras por propia iniciativa. Conside-
ren atentamente ante Cristo, con paterno amor, las iniciati-
vas, los ruegos y los deseos provenientes de los laicos [119].
En cuanto a la justa libertad que a todos corresponde en la
sociedad civil, los Pastores la acatarán respetuosamente» (4). En total, lo que Congar ha celebrado como una «revolu-
ción copernicana», provocando su entusiasmo, parece hasta
ahora muy exagerado. A lo sumo puede decirse que algunas
fórmulas dar pie a una interpretación coherente con el
clima general del acontecimiento conciliar. ¿Qué decir del otro gran texto conciliar, Gaudium et spes?
Allí el discurso es bien diferente, no solamente por su
estilo lírico –hoy en desuso– sino también por sus ambicio-
nes. En primer lugar, el Pueblo de Dios, del que el Concilio
afirma que es «testigo y guía de la fe» (3.1), se presenta
–––––––––––– (4) En las circunstancias presentes, la nota 118, inserta poco antes de
este pasaje, con cita de Pío XII, adquiere un sentido que debe apreciarse:
«En las batallas decisivas, es muchas veces del frente, de donde salen las
más felices iniciativas».
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como solidario del mundo. Para poder ejercer esta solidaridad
debe primeramente «escrutar los signos de los tiempos» (3.1.):
«El Pueblo de Dios, movido por la fe, que le impulsa a creer
que quien lo conduce es el Espíritu del Señor, que llena el uni-
verso, procura discernir en los acontecimientos, exigencias y
deseos, de los cuales participa juntamente con sus contempo-
ráneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de
Dios» (11.1). Podrá también «juzgar bajo esta luz los valores
que hoy disfrutan la máxima consideración y enlazarlos de
nuevo con su fuente divina» (11.2). Lo que abre un largo desa-
rrollo sobre la «dignidad eminente» de la persona humana y
la «legítima autonomía de las realidades temporales». Pero es
en el capítulo IV –«Misión de la Iglesia en el mundo contem-
poráneo»– donde se encuentra lo que incumbe al Pueblo de
Dios (el texto emplea aparentemente de manera indiferente y
equivalente esta expresión junto con la de la Iglesia). Y a par-
tir de ahí, del número 40, se manifiesta más netamente el espí-
ritu conciliar, que parte de una celebración de las aspiraciones
del mundo (pero, ¿qué es concretamente este «mundo»?) a la
libertad, la dignidad, la organización, las conquistas materia-
les…, y propone perfeccionarlas en nombre de lo que Pablo
VI llamará, en su Discurso a la ONU de octubre de 1965, peri-
cia en humanidad que la Iglesia ofrece al resto del mundo. Se
trata entonces de un intercambio de servicios, los que la
Iglesia toma del mundo (núm. 44) y los que le aporta al
mundo (núm. 43). Aquí se sitúa el lugar del Pueblo de Dios,
llegando sin embargo la aportación principalmente a través de
los laicos, que deben implicarse en el mundo, ya que –se lee
en el número 43.1– no hacerlo sería un «grave error de nues-
tro tiempo» y un «escándalo»: «Cuando actúan, individual o
colectivamente, como ciudadanos del mundo, no solamente
deben cumplir las leyes propias de cada disciplina, sino que
deben esforzarse por adquirir verdadera competencia en
todos los campos. Gustosos colaboren con quienes buscan
idénticos fines» (núm. 43.2). Este fragmento, como otros, podría interpretarse de otra
manera a como lo ha sido, pero lo cierto es que ha servido
para justificar la colaboración con los no cristianos, inclui-
dos los ateos, para construir un mundo más justo, etc.
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Una expresión que había sido utilizada por Pío XII, la
consecratio mundi , va a volver a utilizarse, en definitiva, pero
en un sentido que facilita la transición. Se encuentra en el
número 34 de Lumen gentium, a propósito del sacerdocio
común de los laicos. Se dice ahí que la vida de los fieles,
cuando es conforme a la Ley de Cristo, es testimonio de Él,
y por tanto «profética», dando culto a Dios: «De este modo,
también los laicos, como adoradores que en todo lugar ac-
túan santamente, consagran el mundo mismo a Dios». La
potencialidad de una nueva interpretación es grande. El
padre Chenu (5) cita a este respecto a Pío XII: «La consecra-
tio mundi es esencialmente la obra de los mismos laicos, de
hombres que se involucran íntimamente en la vida econó-
mica y social, y participan en el gobierno y las asambleas
legislativas» (6). Aunque apunta el cambio de sentido: «Hace
no tanto la expresión habría parecido banal […], más “pia-
dosa” que doctrinalmente estructurada. Hoy adquiere un
sentido firme, en desidad técnica como en alcance eclesial:
feliz efecto de una toma de conciencia de la Iglesia como
comunidad de cristianos comprometidos en el mundo, en
reacción contra el corte entre la Iglesia y la sociedad civil
que había sido provocado por múltiples causas» (7). Inserción en la Historia, signos de los tiempos y profetis-
mo, participación en la transformación del mundo, fin de la
Cristiandad… Ahí tenemos lo esencial de la nueva misión
confiada al «Pueblo de Dios» para los «nuevos tiempos».
5. Algunas consecuencias de la opción terminológica
Examinar de modo exhaustivo las consecuencias resul-
tantes de esta opción lingüística inicial nos llevaría demasia-
do lejos. Baste mencionar, entre las interpretaciones que se
alejan más de la doctrina católica, la ecuménica abierta por
–––––––––––– (5) Marie-Dominique C
HENU, Peuple de Dieu dans le monde , París,
Editions du Cerf, 1966. Este pequeño libro reúne los artículos sobre Lumen
gentium publicados durante e inmediatamente después del Concilio.
(6) P
ÍOXII, Discurso al Congreso Mundial de Apostolado Seglar , 5-13 de
octubre de 1957. Véase C
HENU, op. cit., pág. 70.
(7) Ibid. , pág. 71.
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el «hallazgo» del padre Congar, según el cual la Iglesia de
Cristo «subsiste en la Iglesia Católica» (Lumen gentium,
número 8), o incluso el movimiento por el que se ha termi-
nado creando en la práctica una doble legitimidad entre las
dos ramas simultáneas de un mismo Pueblo de Dios, judíos y
cristianos. Debe también indicarse la tendencia para borrar
las diferencias entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio
común de los fieles, llegando en la práctica a identificar
sacerdote (católico) y pastor protestante, fenómeno agrava-
do en el terreno litúrgico, sea con las «eucaristías domésti-
cas» del primer período postconciliar, en el curso de las
cuales sacerdote-presidente y la asamblea «concelebran»,
sea con la aparición de formas de culto sin sacerdotes (8),
sea incluso con el movimiento subversivo nacido en el
mundo germánico, Wir sind Kirche, en continuidad con el
surgimiento de las primeras comunidades de base. Estas interpretaciones y actividades se manifestaron
desde el inicio del período conciliar y no han cesado. La
reacción institucional se limitó, sin cuestionar jamás las
opciones iniciales, a limitar sus «derivas». Sólo en 1985, con
ocasión del Sínodo extraordinario reunido en el vigésimo
aniversario del fin del Concilio, se apuntó la rectificación,
con el término de la Iglesia-comunión, impulsado por el car-
denal Ratzinger, que era consciente de los desórdenes intro-
ducidos. Esto nos lleva a la manera en que las distintas
asambleas sinodales se han dirigido para amortiguar el
movimiento. La práctica de muchos sínodos diocesanos
oscilará entre el debate democrático y el procedimiento
consultivo controlado. La llegada de Jorge Mario Bergoglio
y su equipo de apoyo ha dado lugar a una tercera solución:
creación de las condiciones de promoción e impulso del
«debate democrático», «transparencia» frente a los medios y
–––––––––––– (8) Llamadas en Francia ADAP ( Assemblées dominicales en l’absence de
prêtre). La evidente deriva protestante obligó a la Congregación para el
Culto Divino a aprobar una Instrucción sobre la materia, Redemptionis
Sacramentum (2004), en la que por ejemplo se lee: «Hay que evitar con
todo cuidado toda forma de confusión entre reuniones de oración de este
tipo y la celebración de la Eucaristía. En consecuencia, los obispos dioce-
sanos deben evaluar con prudencia si debe distribuirse la sagrada comu-
nión en el seno de tales reuniones» (núm. 165).
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voluntad autoritaria que impone una línea preestablecida.
Esta original concepción de la sinodalidad se inscribe así,
en esta nueva etapa, en la larga serie de equilibrios preca-
rios que ha conocido la aplicación del concepto de
«Pueblo de Dios» en el sentido conciliar del término y en
realidad hace aparecer su carácter abstracto aunque
modulable. En Evangelii gaudium (2013) hallamos setenta
alusiones al «pueblo de Dios» y hace incluso de él el sujeto
colectivo de la evangelización: «[…] Este sujeto de la evan-
gelización es más que una institución orgánica y jerárqui-
ca, porque sobre todo es un pueblo en marcha hacia Dios»
(núm. 111).
6. Consecuencias político-ideológicas
Vayamos ahora a las consecuencias propiamente político-
ideológicas. Pueden recordarse dos, disímiles en apariencia
y que sin embargo manan de la misma fuente: la inserción
de los católicos en el sistema político llamado democrático y
la teología de la liberación con su epígono hoy familiar
constituido por la teología del pueblo. La aceptación de la secularización de las sociedades occi-
dentales y occidentalizadas viene considerada como un hecho
positivo. El padre Chenu lo explica en su comentario de la
consecratio mundi que, dice, «debe comprenderse de manera
que no implica la sacralización del mundo» y sin que, por
tanto, «el mundo salga de su orden temporal» (9). Se refiere
a Edward Schillebeeckx, para quien lo profano y lo tempo-
ral «no se sacralizan sino que se santifican por esta presen-
cia [la de los cristianos comprometidos en el mundo], por
la vida teologal de Cristo y sus fieles» (10). Así, por el hecho
de que los católicos participen en todas las estructuras exis-
tentes (políticas, económicas, sindicales, etc.), y de que par-
–––––––––––– (9) M.-D. C
HENU, op. cit. , pág. 94. La cita está tomada, según el autor,
de un informe particular preparatorio de la discusión en la comisión de
septiembre de 1964. (10) Ibid., pág. 95, nota. La cita procede de una conferencia del
padre Schillebeeckx de 1964.
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ticipen «en católicos», como quería Maritain, el mundo se
encuentra santificado incluso en lo que tiene de profano.Se supone que el Pueblo de Dios, disperso en la masa de
los hombres, ha de convertirse en la levadura que hace fer-
mentar la masa. Es fácil comprender entonces que el profe-
tismo (o la utopía) casa bien con la desaparición de la
visibilidad (la kenosis). Tales ideas han conocido versiones
distintas según los períodos, desde el enterramientodel pri-
mer decenio posterior al Concilio, con su abandono rabioso
de todos los signos y manifestaciones públicas de pertenen-
cia cristiana, hasta la política episcopal de una Iglesia que se
presenta «de paso» en el seno de un país de Cristiandad
inmemorial con su lenguaje especioso: «La Iglesia que está en
Francia o en España», etc. La aceptación general del laicis-
mo, la adhesión explícita a la separación de la Iglesia y el
Estado (y el lamento de haberla resistido en el quicio entre
los siglos XIX y XX) son algunas de las consecuencias de la
extraña manera de concebir el carácter misionero del
Pueblo de Dios que acaba de evocarse. Es también una con-
tradicción, puesto que el Pueblo supuestamente en movi-
miento de éxodo permanente pretende al mismo tiempo
que sus miembros se integren –se encarnen– en su medio
para darles un alma (o un suplemento de alma…). En fin,
mientras que los cristianos pierden su visibilidad social en el
anonimato, o al menos en el pluralismo de los «estilos de
vida» y de los «valores» privados, vuelven a ser pueblo
–«hacen Iglesia»– en el seno de «comunidades celebrantes»,
lo que confiere a la liturgia una función social tanto más
deseada que se ha reorientado en esta dirección por las
reformas de la misa de 1969-1970 (11). Este comunitarismo del éxodo no se ha desarrollado
sino dentro de la teología de la liberación en los territorios
o condiciones sociales que se prestaban a la acción revolu-
cionaria, condiciones evidentemente bien diferentes de las
de los países occidentales desarrollados económicamente.
–––––––––––– (11) Puede consultarse, como ejemplo tardío de esta tendencia post-
conciliar, la producción colectiva típica de un grupo de reflexión prepara-
torio del sínodo de una diócesis francesa (Le Mans): https://ccbfsarthe.
files.wordpress.com/2011/04/brainstorming.pdf.
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El Pueblo de Dios se convierte, en la representación ideoló-
gica cristiano-marxista, en animador del proletariado mun-
dial, vanguardia del pueblo que se hace cargo de su propia
liberación, etc. Son sabidas las manipulaciones de la Sagrada
Escritura realizadas por la teología de la liberación para
reinterpretar los conceptos revolucionarios en términos de
inspiración cristiana. Como el pueblo judío prisionero en
Egipto y resignado a su suerte de esclavo tomó conciencia
de su identidad y se convirtió en un verdadero pueblo que
se libraba de sus cadenas, así debe ocurrir con los pueblos
oprimidos y sin tierra de Hispanoamérica. En definitiva, a
causa de la acusación lanzada contra la connivencia de la
jerarquía eclesial y los «poderosos», se llega a oponer como
contradictorios el Pueblo de Dios y la Iglesia institucional,
«carisma» y « poder», en palabras de Leonardo Boff (12). El
Pueblo de Dios no es un hecho sino una praxis. Es lo que
significa el título de otro libro del mismo autor, E a Igreja se
fez povo (13), y la Iglesia se hizo Pueblo. Pero entonces
«Pueblo de Dios» no es más que una representación ideoló-
gica, una denominación tomada del lenguaje sagrado para
designar de otra manera la toma de conciencia revoluciona-
ria y/o mesiánica de un grupo humano que se presenta
como o está oprimido (14). La «teología del pueblo» a la que se adhiere Jorge Mario
Bergoglio no es sino una rama de la teología de la liberación,
posterior al fracaso del recurso a la lucha armada en el conti-
nente hispanoamericano. Aunque expresada en términos
menos brutales y con otros medios de acción, brota sin
embargo de la misma inspiración inicial y de un mismo méto-
do de razonamiento, simplemente más adaptado a la coyun-
tura posterior a la desaparición de la Unión Soviética (15).
–––––––––––– (12) Cfr. su libro Igreja, carisma e poder (Petrópolis, Vozes, 1981).
(13) Edición española: Y la Iglesia se hizo pueblo, Santander, Sal Terrae,
1986. (14) Véase sobre el tema Cláudio Roberto Santos C
RUZ, Une nouvelle
interprétation de l’eschatologie chrétienne en Amérique latine à partir du Concile
Vatican II et des Conférences du CELAM à Medellín, Puebla et Santo Domingo ,
París, UCO/L’Harmattan, 2004. (15) Cfr. la buena síntesis de Juan Carlos S
CANNONE, SJ, «Perspectivas
eclesiológicas de la “Teología del Pueblo” en la Argentina», en la Biblioteca
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Esta teología elaborada en la Argentina manifiesta ante nues-
tros ojos, con los discursos y los actos del papa Francisco, la
mayor parte de los signos que la caracterizan. Es además
sobre lo que insisten repetidamente sus adeptos a través de
diversos órganos de prensa, tales como La Civiltà cattolicao
Il Regno . Digamos que parece que se llega a una suerte de
síntesis de contrarios (y no de contradictorios), en la medida
en que las corrientes que fueron subversivas se instituciona-
lizan. Se pasa entonces del modelo de la revolución popular
más o menos violenta al del despotismo ilustrado, alcanzan-
do la integración en el sistema dominante.
7. Conclusión
Al término de esta breve síntesis puede concluirse que si
la nueva fortuna de la expresión «Pueblo de Dios», relanza-
da hace medio siglo, no ha aclarado la realidad interna de
la Iglesia del nuevo día –como prueba el hecho de que se le
haya buscado un sustituto, no necesariamente más eficaz,
con la noción de Iglesia-comunión–, ha alimentado en cam-
bio muchos desórdenes, permitiendo en particular el tras-
torno de la unicidad católica de la Iglesia de Cristo a partir
de la distinción especiosa entre Pueblo de Dios (el todo) e
Iglesia Católica (como parte, ciertamente la más acabada,
pero no exclusiva). Pero es sin duda en el terreno político
en el que el nuevo concepto ha servido, de una parte, para
permitir la dispersión de los católicos en el seno de los par-
tidos que componen la modernidad política (bajo pretexto
de ser levadura para la masa del mundo), la aceptación del
laicismo (con su separación entre vida religiosa individual y
vida colectiva «neutra») y finalmente –en muchos casos– el
abandono de la fe cristiana; y, de otra parte, la democratiza-
ción de la vida intra-eclesial, en nombre de una promoción
de los laicos que ha consistido sobre todo en la creación de
contra-poderes sin fundamento teológico, la legitimación
––––––––––––
Católica Digital ( www.geocities.com/teologialatina/ ). Cfr. Igualmente Carlos
María G
ALLI, «Il ritorno del popolo di Dio. Ecclesiologia argentina e rifor-
ma della Chiesa», Il Regno-Attualità, núm. 5 (2015).
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del libre examen, la ingobernabilidad, que han obligado a
distintos intentos de reorganización de eficacia desigual en
cuanto que le principio permanece, pero suficientemente a
contra-corriente como para hacer aullar contra la involución
y el regreso del clericalismo. Respecto a la interpretación
más radical, tras haberse situado en posición instrumental
respecto del comunismo tercermundista, reaparece última-
mente en el centro mismo de la Iglesia para alienarse con las
exigencias de la cultura dominante atea. La aventura termi-
na pues en la vía muerta.En cuanto a saber que podría retirarlo, para una mejor
comprensión de lo que es un pueblo auténtico, de la elabo-
ración del concepto de Pueblo de Dios tal y como se la ha
llevado a cabo en el período postconciliar, podría decirse
que hay ciertos elementos que han sido utilizados, pero que
provienen simplemente de la tradición del Pueblo original y
se encuentran en mayor o menor medida en la historia y la
vida de los pueblos dignos de este nombre: el sentido del
honor, la fidelidad a la herencia recibida, la humildad y la
voluntad de vivir y por tanto de durar. En cuanto a «la uni-
dad del Espíritu por el vínculo de la paz» ( 1Ef., 4, 3), el bien
supremo de toda comunidad humana, cómo aspirar a él
mejor que recitando la oración del Ubi Caritas:
«Ubi caritas et amor, Deus ibi est.
Congregavit nos in unum Christi amor.
Exsultemus, et in ipso jucundemur.
Timeamus, et amemus Deum vivum.
Et ex corde diligamus nos sincero.
Ubi caritas et amor, Deus ibi est.
Simul ergo cum in unum congregamur:
Ne nos mente dividamur, caveamus.
Cessent iurgia maligna, cessent lites.
Et in medio nostri sit Christus Deus.
Ubi caritas et amor, Deus ibi est.
Simul quoque cum beatis videamus,
Glorianter vultum tuum, Christe Deus:
Gaudium quod est immensum, atque probum,
Saecula per infinita saeculorum. Amen».
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