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El populismo en Hispanoamérica. «Todos somos populistas»

EL POPULISMO EN HISPANOAMÉRICA.«TODOS SOMOS POPULISTAS» Juan Fernando Segovia
«El populismo es una tendencia perpetuadonde las instituciones políticas son
crónicamente débiles» (Kenneth M. Roberts)
1. Cinco notas a modo de presentación
Quiero comenzar este recorrido por el populismo hispa-
noamericano con algunas notas preliminares que delimitan
el sujeto y explican mi aproximación a él. En primer término, es la mía una perspectiva fuertemen-
te ligada a la experiencia argentina, que puede ser el punto
de partida a una comparación y generalización que a gran-
des rasgos intentaré hacer. Aclaro también que mi considera-
ción del populismo es, a juicio de los especialistas, intuitiva y
no científica. Y que me place que así sea, por lo que más ade-
lante diré (1). En segundo lugar, sé de la ambigua red de aprehensión
y de la generalmente negativa, peyorativa, connotación que
se asigna al populismo: para la izquierda marxista o neo-
marxista es un sacrilegio político por la apropiación de las
masas (que les pertenecerían por derecho propio); lo es
también para la derecha liberal, por la quiebra con el siste-
ma republicano (del que funge como perro guardián y tam-
bién traidor); para los sociólogos, como Germani, es una
anomalía aberrante producto de los resabios de una socie-
dad tradicional que se niega a morir y dejar paso a una
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(1) Como es muy difícil exponer en poco espacio y escaso tiempo las
diversas experiencias del populismo en el subcontinente, he optado por
ofrecer una bibliografía final que compense las ausencias de mi exposi-
ción.
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JUAN FERNANDO SEGOVIA
democracia desarrollada –en buen romance, un fascismo
criollo.Pero la historia está llena de sorpresas. Casi medio siglo
después de que se lo denostara, ahora se lo encomia mode-
rada o desembozadamente, adjudicando al populismo una
capacidad constructiva de sujetos heterogéneos, una habili-
dad para la producción de identidades otrora quebradizas,
asimilándolo a la política misma. Frente a estas etiquetas, confieso que no tengo particu-
lar inquina con el populismo y tampoco singular aprecio. Mi
apreciación no se basa en la objetividad del científico natu-
ralista sino que proviene de la indiferencia para con una
realidad que ha probado ser resistente a la sociología políti-
ca y a la misma experiencia cotidiana. La ambigüedad ha llegado a la liquidación del concepto:
«La palabra “populismo” ha sufrido una irónica desventura:
se ha hecho popular» (2), afirma Taguieff. Esta es la tercera
nota preliminar, y que apunta específicamente al renacer
populista o neopopulismo. La época de oro del populismo
fue la de la academia de 1960 y 1970; los estudios posterior-
mente decayeron; pero hay que reconocer que el atractivo
populista ha vuelto con vigor sorprendente. El populismo ha ganado fama no por su extravagancia,
sino por su inasibilidad; el populismo ya no se busca como
lo excepcional, surge en la normalidad, está en lo cotidiano,
en las noticias de cada día y, como se dice, «hasta en la
sopa» (3). Y así no extraña a nadie que tengamos los católi-
cos un Papa populista venido de Argentina (4).
854Verbo, núm. 549-550 (2016), 853-882.
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(2) Pierre-André T
AGUIEFF, «Las ciencias políticas frente al populismo:
de un espejismo conceptual a un problema real», en A
A.VV., Populismo pos-
moderno , Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 1996, pág. 29.
(3) Escribió Alan Knight en 1998 que «los movimientos populistas
–para no mencionar a los regímenes- son totalmente mundanos, hasta
convencionales; no pertenecen a un universo político extraordinario q\
ue
requiere un tipo de análisis o categorización excepcional». Cit. en Carlos
DE LATORRE, «Masas, pueblo y democracia: un balance crítico de los deba-
tes sobre el nuevo populismo», Revista de Ciencia Política(Santiago de
Chile), vol. 23, núm. 1 (2003), pág. 55. (4) Rachel Z
OLL, «Following own path, populist pope coming to
America, at last», en www.pressherald.com, de 30/08/2015.
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Es como si los hispanoamericanos no pudiéramos aban-
donar el populismo, pues a tenor de lo dicho por historiado-
res y científicos de la política, vivimos sumergidos en
experiencias populistas desde las primeras décadas del siglo
pasado. No importa ya si el gobierno es considerado demo-
crático o autoritario, civil o militar, institucional o revolucio-
nario; tampoco interesa que sea de derechas o de izquierdas,
retrógrado o progresista, unipolar o tercerista. Todo lo que
sucede, ocurre bajo el signo del populismo que ha devenido
una dimensión de la acción o del discurso político, que es ya
unidimensional (5).
Tómese, por caso, lo que acontece en Argentina. Aca-
bamos de salir del gobierno populista de los Kirchner –que
llegaron al poder tras el populismo de Menem– y se afirma
que hemos caído en el populismo de Macri. No es de impor-
tancia si aquéllos fueron socialistas y éste es liberal, si los
unos fueron peronistas y este otro un porteñito bien: lo que
en verdad define las políticas y los estilos políticos es el
populismo que los hermana. Un agudo observador ha dicho que «el populismo no se
transmite de una generación a otra, salvo sin duda en
América Latina» (6). No podemos salir del populismo, su
continuidad nos tiene signados. Bueno o malo, el populis-
mo se ha confundido con la política misma hispanoamerica-
na. Lo llevamos en la sangre. Ahora bien, si es así, si verdaderamente en Hispanoamé-
rica vivimos a caballo del populismo variopinto, me parece
que podríamos aventurar –y esta es mi cuarta nota previa–
que esta endémica experiencia puede atribuirse a, por lo
menos, dos causas: la primera, las falsas promesas de la
democracia que todo lo augura y que realiza poco o casi
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(5) Léase, por ejemplo, el ensayo de Michael L. C
ONNIFF, «Brazil’s
populist republic and beyond», en Michael L. C
ONNIFF(ed.), Populism in
Latin America , Tuscaloosa, The University of Alabama Press, 1999, págs.
43-62. Aquí todos, desde 1930, son populistas: los que gobiernan y los
opositores, los liberales y los socialistas, los viejos partidos y los nuevos. Lo
que contrasta abiertamente con su conclusión del breve período populis-
ta brasilero: trece años entre 1951 y 1964. (6) Guy H
ERMET, «El populismo como concepto», Revista de Ciencia
Política (Santiago de Chile), vol. XXIII, núm. 1 (2003), pág. 12.
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nada de lo jurado (7); la segunda, la incapacidad del Estado
–siempre requerido– para alcanzar un desarrollo generaliza-
do y brindar una protección extendida o integral.De la primera causa podríamos deducir que populismo y
democracia están sensiblemente conectados, no como polos
contrapuestos, sino como caras de una misma moneda, por
ejemplo, una poniendo el acento en lo institucional y la otra
en lo popular, una en los derechos y la otra en las acciones.
De la segunda se podría colegir que los hispanoamericanos
tenemos mayor afecto por el Estado que otros pueblos, que
todavía esperamos del Estado la redención o la emancipa-
ción que otras instituciones no pueden darnos (8). La relación entre populismo y democracia no es tan con-
tradictoria como se acostumbra proponer (9), al contrario, el
populismo es una forma de la democracia que acentúa ele-
mentos que el ideal democrático tiende a ocultar: es el lado
plebeyo de la democracia (10). Los límites ideales de la demo-
cracia son puramente formales en el sentido de teóricos; los
límites populistas a la democracia son más bien reales. Los
populismos realmente existentes no proponen –como sostie-
nen algunos– una democracia lisa y llanamente directa, masiva;
de igual manera que las democracias idealmente concebidas
destilan en la práctica sus deformaciones representativas.
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(7) El ex presidente argentino Raúl Alfonsín repitió a lo largo de la
campaña electoral en 1983 el siguiente latiguillo: «Con la democracia no
sólo se vota, con la democracia también se cura, se come, se educa». Y así
lo afirmó ante la Asamblea Legislativa el 10 de diciembre de 1983 al asu-
mir su mandato. (8) Lo he sostenido en otras ocasiones, por ejemplo, en Juan Fernando
S
EGOVIA, «Gobernanza global y democracia: una perspectiva crítica hispa-
noamericana», Verbo(Madrid), núm. 469-470 (2008), págs. 781-805.
(9) Lo habitual en la literatura es la afirmación del populismo como un
enemigo de la democracia; lo raro es que se afirme su carácter democrático
y su colaboración en el establecimiento y perdurabilidad de las democracias
latinoamericanas, como hace Michael L. C
ONNIFF, «Introduction», en CONNIFF,
Populism in Latin America , cit., pág. 7.
(10) Rectifico a Alberto A
DRIANZÉN, «Estado y sociedad: señores, masas
y ciudadanos» [1990], en María Moira M
ACKINNONy Mario Alberto PETRONE
(comp.), Populismo y neopopulismo en América Latina. El problema de la
Cenicienta, Buenos Aires, Eudeba, 1999, págs. 279-300. El autor dice, ate-
niéndose al Perú y a sus prejuicios neomarxistas, que el populismo es el
lado plebeyo de la oligarquía, porque es igualmente autoritario y elitista.
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El enemigo del populismo en Hispanoamérica son los
regímenes militares, opuestos por lo general a los intereses
populares –que entienden anárquicos o demagógicos– y
que combaten aplicando restricciones políticas y medidas
económicas liberales. Tengo la impresión –va aquí la nota final– que el popu-
lismo es la más de las veces una «enfermedad académica»,
una suerte de hábito de rotulación de realidades políticas
complejas que se intentan encasillar con etiquetas inventa-
das por la sociología política. Quiero decir: una cosa es la realidad que se estudia y otra
la manía académica habituada a rotular. La realidad no debe
verse con los anteojos de la ciencia, sino que, como manda el
principio del realismo, esa realidad debe ser aprendida en lo
que ella es, pues lo que es enseña el método adecuado a su
aprehensión intelectual. Pero los profesionales hoy parten
de aprenderse las etiquetas para leer lo real (11). El problema básico de la academia es que hay muchas eti-
quetas para el populismo, diseñadas en diferentes momentos
y al calor de variadas ideologías o teorías. Y a pesar de ello
–quizá por ello mismo– el sujeto sigue escapándoseles, por-
que es o parece ser inasible. Cuál es la esencia, la substancia
específica del populismo, no lo sabemos (12). Un cientista
político invencible contestaría: no sabemos lo que es pero
«existen patrones de procedimiento relativamente estabiliza-
dos» (13).
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(11) Por caso, Gerardo A
BOYCARLÉS, «Populismo, regeneracionismo
y democracia», Postdata(Buenos Aires), vol. 15, núm. 1 (2010), págs. 11-
30, como otros cientistas políticos en esta materia, distingue entre lo ónti-
co (la realidad) y lo ontológico (perteneciente al discurso) y ubican al
populismo ¡en lo ontológico! Lo «extra-discursivo», es decir, la realidad y
su dinámica, no dan cuenta de lo político, como afirma Alejandro
G
ROPPO, Los dos príncipes: Juan D. Perón y Getulio Vargas. Un estudio compara-
do del populismo latinoamericano , Córdoba, Ed. de la Universidad Nacional
de Villa María, 2009, pág. 81. (12) Según Guy H
ERMET, «El populismo como concepto», loc. cit.,
pág. 6, el tesoro imposible de encontrar del populismo es «su ausencia
radical de definición», «su deficiencia teórica extrema como concepto». (13) Julián M
ELO, «Los tiempos del populismo. Devenir de una catego-
ría polisémica», Colombia Internacional (Bogotá), núm. 82 (2014), pág. 76.
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2. Los usos del populismoNada invento si digo que hay un uso vulgar del término
populismo y que hay otro uso académico, aunque éste sea,
como ya apunté, tan diverso.
En el uso corriente el vocablo populismo se aplica a acti-
tudes demagógicas –no necesariamente a decisiones políti-
cas– de halago y/o de concesión de preferencias al pueblo,
a las políticas a favor de los trabajadores o más generalmen-
te de las masas, al discurso en nombre del pueblo. Es un uso
descriptivo y como las conductas o discursos que describe
son vagas, en tanto cubren un alto rango, el vocablo tam-
bién está cargado de vaguedad. El uso científico padece de similar defecto, pero, ade-
más, hasta el intento reciente de rehabilitación por Laclau y
otros, el término tiene una carga negativa y su empleo es,
como se dijo, peyorativo. En general, se puede decir que es
compartida la valoración del populismo que describiera
Guido Di Tella hace medio siglo. Para el teórico argentino,
el populismo suele ser visto como un proceso «bastante des-
deñoso, en tanto implica la connotación de algo desagrada-
ble, algo desordenado y brutal, algo de una índole que no
es dable hallar en el socialismo o en el comunismo, por
mucho que puedan desagradar estas ideologías» (14). A jui-
cio de la academia, nos pueden desagradar muchas cosas,
pero el populismo nunca podrá gustarnos. Ernesto Laclau invirtió los términos: el populismo pasó
de ser un sistema perverso a ser un constitutivo de toda polí-
tica –en su esencial dimensión discursiva– porque es el
modo de dar identidad unitaria a ese sujeto disperso que lla-
mamos pueblo.
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(14) Torcuato S. D
ITELLA, «Populismo y reforma en América Latina»,
Desarrollo Económico (Buenos Aires), vol. 4, núm. 16 (1965), págs. 391-425
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3. El populismo y su historiaEl populismo no es una planta exótica que los hispanoa-
mericanos importamos de Rusia; tampoco es un hongo que
apareció sorpresivamente después de una noche de lluvia.
Las primeras interpretaciones del populismo –funcionalis-
tas, marxistas, liberales, etc.– rara vez buscaron las razones
históricas particulares del populismo, sus causas vernáculas
o nacionales salvo en el corto plazo; las sustituyeron por
marcos teóricos –sociedades en transición, modernización,
articulación antagónica, desarrollo, dependencia, discurso
configurador de identidad, etc.– que hacían las veces de una
explicación universal. Por encima de todas las cosas, no se miraba en la historia
particular con la hondura requerida para descubrir en el
mismo proceso de democratización –sea orientado a una
república de libertades, sea dirigido a un paraíso colectivista–
la semilla ya sembrada del populismo. O cuando se lo hacía,
era con la anteojera populista ya puesta. El hecho histórico es conocido para reproducirlo en
detalle. El subcontinente hispanoamericano estaba sumido
en una crisis de legitimidad política por lo menos desde la
I Guerra Mundial y una crisis económica más antigua; emer-
gieron a la vida pública nuevos actores que presionaron en
busca de una incorporación política y un reconocimiento
económico-social; comenzaron a ponerse en práctica proce-
sos de modernización, de desarrollo industrial (sustitución
de importaciones) o de capitalismo dependiente; las nuevas
medidas económicas produjeron cierta movilidad social y
una fuerte urbanización y las organizaciones sindicales pasa-
ron a tener mayor presencia; los sistemas políticos seguían
las viejas prácticas del caciquismo, el personalismo y el frau-
de; el desarrollo del aparato estatal, incipiente, cobró enton-
ces fuerza. La entreguerra y la II Guerra Mundial, operaron
la muerte y transfiguración de las democracias hispanoame-
ricanas, como ocurriera en Europa. Se reforzaron los socia-
lismos vernáculos. Los derrumbes de las experiencias nazi y
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fascista no parecieron tal: la intelligentsiade izquierda per-
manecía alerta a dónde y cómo se replicaban «los fascis-
mos».
El siglo XX hispanoamericano lo fue de crisis. Por más
de cincuenta años, los diversos países del continente sufrie-
ron la alternancia de gobiernos civiles y militares, que no
coinciden necesariamente con los dispares ciclos económi-
cos de prosperidad y estancamiento. La generalizada demo-
cratización de los años 1980 pareció poner fin a ambas
secuencias. Sólo pareció. En la historia del populismo latinoamericano (15), se
suele hacer mención a los precursores, al proto-populismo,
encarnado por José Batlle y Ordóñez en el Uruguay –que
domina el escenario político desde fines del siglo XIX
hasta la tercera década del XX (16)–, Hipólito Yrigoyen en
Argentina (1916-1922) y Arturo Alessandri en Chile (1920-
1925) (17). Luego, viene el período del populismo clásico,
las décadas del 30 al 50 del pasado siglo: Getulio Vargas en
Brasil (1930-1945) (18), Luis Sánchez Cerro en el Perú
(1931-1932), Lázaro Cárdenas en México (1934-1940),
Juan Domingo Perón en Argentina (1946-1955) (19), Rómulo
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(15) Cfr. C
ONNIFF, «Introduction», loc. cit., págs. 10-14; Raimundo FREI
y Cristóbal ROVIRAKALTWASSER, «El populismo como experimento político:
historia y teoría política de una ambivalencia», Revista de Sociología
(Santiago de Chile), núm. 22 (2008), págs. 117-140; y M
ELO, «Los tiempos
del populismo. Devenir de una categoría polisémica», loc. cit., págs. 71-98.
(16) Batlle, líder del Partido Colorado, fue presidente interino en
1899 y luego presidente constitucional en dos períodos: 1903-1907 y 1911-
1915. Es el típico presidente masón: fuertemente anticlerical, quiso hacer
del Uruguay un emblema universal de libertad. (17) También se ha incluido al peruano Víctor Haya de la Torre, fun-
dador en 1924 del APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana),
no obstante que sus banderas eran continentales, indoamericanas. (18) Es decir, el período de la dictadura, pues Vargas volvió democrá-
ticamente al gobierno por el período 1951-1954. Algunos consideran
populistas a los presidentes Joâo Goulart (populista revolucionario),
Jânio Quadros (populista de derechas), Juscelino Kubitschek, etc. (19) El triunfo del peronismo produjo una ola de regímenes populis-
tas que trataron de imitarlo con dispar éxito: Manuel Odría en el Perú
(1948-1956), Gustavo Rojas Pinilla en Colombia (1953-1957) y Marcos
Pérez Jiménez en Venezuela (1952-1953 y 1953-1958). Incluso Ibáñez en
Chile. Un rasgo común: todos eran militares.
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Betancourt en Venezuela (1945-1948) Carlos Ibáñez del
Campo en Chile (1952-1958) (20), y José María Velasco
Ibarra en Ecuador (1952-1956) (21). Anómalos, por tardíos,
pero pertenecientes al ciclo clásico son los gobiernos de
Luis Echeverría en México (1970-1976), el tercer gobierno
de Perón en Argentina (1973-1976), y los de Fernando Be-
laúnde Terr y en Perú (1963-1968 y 1980-1985). Final-
mente, a mediados de los 80, advino el neopopulismo,
emparentado con el neoliberalismo y la globalización, que
cubriría un arco temporal extenso hasta el presente.Prácticamente todos los países de Hispanoamérica tuvie-
ron líderes, partidos y gobiernos populistas, con la excep-
ción tal vez de Chile, según la opinión de Drake (22); de
Bolivia y quizá Colombia. Al menos estas tres naciones serían
las que menos padecieron del populismo: en algunos casos
por un sistema político más estable (Chile); en otros por su
marcada inestabilidad (Bolivia); y en otros por un biparti-
dismo fuertemente arraigado (Colombia).
4. El populismo clásico y el líder carismático
Casi todas las interpretaciones del populismo coinciden
en que es esencial la existencia de un liderazgo carismático
–según la tipología de Max Weber–, es decir, una especie de
sacerdote pagano dotado del don de encantar serpientes. El
líder es exigido por una masa popular desarticulada, no ins-
–––––––––––– (20) La dictadura de Ibáñez (1927-1931) tiene rasgos de un reformis-
mo popular de derechas. Su segundo gobierno, iniciado en 1952, contó
con el apoyo de socialistas y comunistas y de los sindicatos por éstos mane-
jados; lo abandonaron años después por la crisis económica, causando su
caída. Se dice que fue un caso efímero. (21) En verdad, Velasco Ibarra gobernó más de una vez: 1934-1935,
1944-1947, 1952-1956, 1960-1961 y 1968-1972. Para algunos no sería un
populista, pues el verdadero era el comerciante Assad Bucaram, líder de
la Concentración de Fuerzas Populares en las décadas de 1950 y 1960, agi-
tador de los suburbios de Guayaquil. Cfr. Ximena S
OSA-BUCHOLZ, «The
strange career of populism in Ecuador», en C
ONNIFF, Populism in Latin
America , cit., págs. 138-156.
(22) Paul W. D
RAKE, «Chile’s populism reconsidered, 1920s-1990s»,
en Ibid. , págs. 63-74.
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titucionalizada, con bajo nivel de organización o como quie-
ra que se diga. En algunos casos (Perón o Velasco Ibarra), el
líder es el hombre inédito, que surge en un momento
excepcional; en otros, es el político conocido (Cárdenas,
Belaúnde o Vargas) capaz de capear el temporal y reencau-
zar la política en un nuevo sentido. El líder es un dispensa-
dor de esperanza en tiempos críticos para los desheredados
y los excluidos.Pero no se trata de cualquier liderazgo, sino el carismá-
tico, el que encanta con su discurso y va embargando lenta-
mente el alma del pueblo; el que sabe captar o inventar las
necesidades populares y representar su drama en el gobier-
no; el que se dirige en directo a las masas eliminando toda
intermediación institucional; el que sabe excitar las emocio-
nes de los sectores bajos y se alimenta de ellas; el que se
reproduce a sí mismo, no dejando lugar a sucesores que
corrompan su obra; etc. Todo esto caracterizaría al líder
populista, o más bien su caricatura o la de su discurso, pues
cuando se atiende al hombre en privado suele resaltarse su
temperamento de personas sencillas, honestas y frugales,
trabajadoras y sacrificadas, que poco dicen de esa descrip-
ción de un «redentor» o «hechicero» (23). Ahora bien, ¿significa esto que existe un lazo místico
entre líder y pueblo? En principio así sería: el carisma del
jefe eleva las emociones hasta hacer perder la razón; pero
hay que estar atento a los aparatos a los que recurre el líder,
quiero decir: los medios de influencia y los mecanismos de
«fascinación». Porque el liderazgo no es sólo la figura fasci-
nadora del jefe; es también el resultado de un conjunto de
recursos aplicados para obtener el apoyo del pueblo y que
consolidan al líder (24). Todo líder populista formó –o al menos intentó formar–
un partido, recurrió con insistencia a los discursos públicos,
procuró encuentros personales con la masa, y cuando alcan-
–––––––––––– (23) Cfr. Michael L. C
ONNIFF, «Epilogue. New research directions»,
en C
ONNIFF, Populism in Latin America, cit., págs. 191-193.
(24) En esto los estudios más recientes sobre «clientelismo» resultan
interesantes, como también los que desnudan a los partidos políticos
como máquinas electorales antes que expositores ideológicos.
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zó el poder instrumentó un sistema gubernativo de infor-
mación. A la atracción personal del líder y a la retórica
seductora se suman una indiscutida capacidad de mando y
un conocimiento del país como pocos, según se ha recono-
cido a Perón, Velasco Ibarra, Belaúnde o Cárdenas; y tam-
bién, un ingenio poco habitual para hacerse siempre más
popular (25).La capacidad de mandar, en muchos casos fue aprendi-
da en los cuarteles; muchos de estos líderes eran militares
de profesión, de donde puede provenir ese hábito del trato
directo con el pueblo (26). Y el conocimiento del país real
es producto de un esfuerzo por ello: por eso los viajes, los
informes, las reuniones y el trato directo, del que se habló. No es necesario llegar al gobierno para ser un líder popu-
lista: se lo puede ser de un partido o un movimiento que fra-
case, como se comprueba con Víctor Haya de la Torre en el
Perú (27); o en el caso del colombiano Jorge Eliecer Gaitán,
muerto en 1948 a las puertas del poder. El mestizo Gaitán,
«el hombre que era un pueblo» –como dicen sus biógrafos–,
el artífice del Bogotazo, radicalizando su liberalismo, enfren-
tó a la tradicional oligarquía en nombre del pueblo, bregan-
do por la participación popular, movilizando las masas, etc. Además, el líder populista, revestido de salvador o
redentor, sacia al pueblo en sus necesidades, al menos así lo
ven los sectores que lo apoyan; ofrece sacrificio, trabajo,
pero también una suerte de paraíso el final de la jornada.
De Sánchez Cerro decía una popular canción: «Cuando suba
––––––––––––
(25) Escribe Ilán S
EMO, «El cardenismo revisado: la tercera vía y otras
utopías inciertas» [1993], en M
ACKINNONy PETRONE, Populismo y neopopu-
lismo en América Latina, cit., pág. 241, que «Cárdenas construye lealtades
con un principio más elocuente y eficaz: ver para creer. Se deja ver y abor-
dar en 961 actos políticos diseminados a lo largo del país». Lo mismo
podría decirse de Perón y otros. (26) Así, Cárdenas, Perón, Velasco Alvarado, Ibáñez y muchos otros.
Lo que poco tiene que ver con los regímenes populistas militares (que se
vieron en la década de 1970), de los que habla Alain Touraine. (27) Fundado en 1930, el APRA fue proscripto en 1931 y hasta 1956.
El partido no gobernó por entonces salvo el corto período de Bustamante
y Rivero de 1945 a 1948. Fue un modelo continental por su organización
política y también por su ideología, que anticipa la tercera posición de
muchos líderes y fuerzas populistas.
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Sánchez Cerro / no vamos a trabajá / pues nos va a llové todito /
como del cielo el maná» (28).
Este tipo de liderazgo es visto por los democráticos como
un peligro porque supone un nivel mínimo de instituciona-
lidad: el líder siempre está dispuesto a pasar por encima de
las instituciones –si no las ha pasado ya–, a usar del pueblo
contra el sistema y a plebiscitarse él mismo. El liderazgo
populista propende a la unidad en torno al líder represen-
tativo quien tendría la potestad de separar a los réprobos de
la masa del pueblo. En otros términos, el populismo es un
veneno porque celebra la uniformidad, la unanimidad, y
repudia el pluralismo y los cauces institucionalizados, de
modo que el distinto se convierte en enemigo del pueblo.
La democracia, en cambio, festeja la tolerancia (29). Otro rasgo lo hace inaceptable para las democracias: la
personalización de las relaciones políticas, esto es, el estilo
personalista del liderazgo populista que lo hace pasar por
sobre las instituciones en razón de las deficiencias de ellas
para canalizar las demandas populares. No hay un solo líder
populista que no haya tratado de establecer lazos más o
menos personales con el pueblo, a espalda de la institucio-
nalidad democrática. El jefe y su pueblo son de carne y
hueso. Las democracias que se dicen no enfermas de populismo
dan muestras, también, de usar recursos similares. Cualquiera
puede traer a la memoria líderes democráticos que usan y
abusan de los medios, que ofrecen al pueblo ventajas y pro-
meten años dorados, que inflaman las almas con el llamado
a la unidad nacional, a la democracia o a la libertad, etc. Y
los marxistas y sus secuaces tampoco pueden protestar, pues
–––––––––––– (28) Steve S
TEIN, «The paths to populism in Peru», en CONNIFF,
Populism in Latin America , cit., pág. 100. En Argentina se celebraba el día
de descanso que el gobierno peronista concedía tras las manifestaciones
populares, el famoso «Mañana es San Perón». (29) Carlos
DE LATORRE, «Velasco Ibarra y la Revolución Gloriosa: la
producción social de un líder populista en Ecuador en los años cuaren-
ta», en M
ACKINNON YPETRONE, Populismo y neopopulismo en América Latina ,
cit., pág. 326, concluye sus invectivas con una más: «El maniqueísmo
populista no sólo niega el derecho a disentir, sino que también transfor-
ma a un solo individuo en la fuente de toda virtud».
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siempre han celebrado el personalismo político (de Lenin
en adelante hasta Fidel y el Che) y trabajado por construir
la «vanguardia del proletariado» y el «partido de la revolu-
ción». De los liderazgos mágicos, deberían callar unos y
otros (30).
5. El pueblo en el populismoEl pueblo del populismo, se dice, no es real; hace alu-
sión a una entidad sin contornos y de naturaleza vaga; un
ente nebuloso e ilimitado, indefinible; un todo sin conteni-
do (31). Además, tomando una distinción clásica, reactuali-
zada por Taguieff y Laclau, la plebs del populismo –siempre
parcial (los pobres, los excluidos)–, entendida como el con-
junto de los menos privilegiados, emerge a la vida pública
reclamando para sí la representación del populus–el todo
numérico ideal (la comunidad política toda) (32)–, esto es,
del conjunto de los miembros de la comunidad. Es el líder quien hace el todo de la parte. Pues al compo-
ner, decide quién es el pueblo y quién no, porque el pueblo
–––––––––––– (30) Se me contestará: hay un socialismo real y otro normativo.
Replico: lo mismo sucede con la democracia, están las perfectas ideales y
las degradadas reales. Ahora bien, ¿por qué no permitirlo al populismo y
pensar que el populismo «normativo» es mucho mejor que los populis-
mos «realmente existentes»? La academia tiene una contrarréplica: el
populismo «nunca ha sido un término con potencia normativa, no ha
sido un objetivo por seguir. Ha funcionado más bien como límite, como
un freno para otro tipo de experiencias consideradas positivas (por ejem-
plo, la democracia). Así M
ELO, «Los tiempos del populismo. Devenir de
una categoría polisémica», loc. cit., pág. 91. Ahora bien, para no tener
potencia normativa, ¡qué larga y productiva carrera ha hecho! Sin ánimo
de una disputa estéril, señalo que se ha sugerido que el populismo gober-
nante es siempre un populismo sucio (pues en esencia es un reclamo, una
queja, una protesta; es decir, es radicalmente impolítico o anti-gobierno).
Así Pierre O
STIGUY, «Exceso, representación y fronteras cruzables: “insti-
tucionalidad sucia”, o la aporía del populismo en el poder», Postdata
(Buenos Aires), vol. 19, núm. 2 (2014-2015), págs. 345-375. (31) Roberto G
ARCÍAJURADO, «Sobre el concepto de populismo»,
Estudios (México), vol. X, núm. 103 (2012), pág. 19.
(32) T
AGUIEFF, «Las ciencias políticas frente al populismo», loc. cit.,
págs. 73-74; Ernesto L
ACLAU, La razón populista , Buenos Aires, FCE, 2005,
págs. 108, 110, 155 y 191.
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en el populismo es «una parcialidad que quiere funcionar
como la totalidad de la comunidad» (33), esto es, según obser-
va Laclau, «el pueblo, como opera en el discurso populista,
nunca es un dato primario sino que es una construcción» (34).
Este proceso de construcción importa exclusiones, «la patria
nueva» impone la exclusión de los «anti-patria» o de la oli-
garquía, la expulsión de los no asimilables. Por ejemplo:
«Braden o Perón»se gritaba en Argentina en 1945; o «Una sola
ideología, contra la oligarquía» , decía un slogan de la campaña
electoral de Abdalá Bucaram en 1996. Sin embargo, no todas las conceptualizaciones del popu-
lismo distinguen un pueblo del otro, la masa sin discrimina-
ción de los sujetos que componen un colectivo selecto. Las
primeras teorías sobre el populismo –e incluso algunas
actuales– siguen remitiendo al pueblo como un todo, a un
sujeto heterogéneo en sí pero que el líder es capaz de com-
poner y unir (la comunidad), aunque en la búsqueda de la
unidad opere un nivel de selección y, por ende, de exclu-
sión. Lo que revelaría que no hay pueblo sin líder, que no
existe tal masa unificada sino en función de la capacidad de
asignación que se reconoce al líder. En verdad, se repite el
mito hobbesiano de la unidad del poder estatal capaz de
hacer un pueblo de una multitud (35). Pero en el contexto histórico del populismo clásico jue-
gan otros factores. Por caso, las escisiones ideológicas suelen
ser decisivas. Los liberales protestan contra esta política divi-
sora y maniquea del populismo que posterga los derechos
individuales en aras de los reclamos populares, burlando las
constituciones y sus garantías. Los socialistas variopintos afir-
man que ese pueblo populista es una caricatura del verdade-
ro proletariado. Los populistas insistentemente recalcan
que, en un mundo bipolar –el de la segunda posguerra–, su
política es anti-imperialista y fuertemente nacional. Los libe-
rales quieren democracias al estilo americano; los socialistas
–––––––––––– (33) L
ACLAU, La razón populista , cit., pág. 108.
(34) Ibid., pág. 48.
(35) En verdad, no se trata sino de un viejo axioma de la filosofía polí-
tica clásica: es la autoridad la que acaba de dar forma, en su operación, a
esa materia que es el pueblo.
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según el modelo soviético o cubano; los populistas sostienen
«la tercera posición» (36).Este llamado a un pueblo real y nacional es una respues-
ta al abstracto igualitarismo demoliberal, puramente formal,
que entendía resolver la cuestión cuantitativa o electoral-
mente (el pueblo de los ciudadanos o de los votantes); pero
es también una contestación anclada en historias concretas
de, como hoy se dice, «exclusión social»: exclusión econó-
mica (postergados y desprotegidos por el Estado), exclusión
política (infra-representados por las elites y sin voz parla-
mentaria), exclusión cultural (europeización, afrancesamiento,
desnacionalización). Que de estos datos reales se construya
una mistificación del pueblo redimido no es sino la conse-
cuencia de la mítica igualdad de todos en todo del liberalis-
mo democrático y de lo que se ha llamado «la traición de las
oligarquías» (37). Los críticos del populismo suelen ver solamente una
cara del problema: la negación del otro, esto es, lo que es
opuesto al pueblo populistamente redefinido (38). Pero, al
mismo tiempo, han confirmado el carácter multiclasista de
los movimientos o partidos populistas, hábiles a la hora de
establecer alianzas entre las clases sociales de las que eran
incapaces los demoliberales. Ese policlasismo, sumado al
ingreso a la vida política de los sectores marginados, llevó a
concebir una «era aluvial» nunca antes vista, como José Luis
Romero dijo de la época de Perón, pero que también podría
decirse de Vargas o del gaitanismo (39).
–––––––––––– (36) «Ni liberales ni marxistas, somos peronistas», canturreaban los segui-
dores de Perón. (37) S
EGOVIA, «Gobernanza global y democracia: una perspectiva crí-
tica hispanoamericana», loc. cit., pág. 789.
(38) Escribe Gerardo A
BOYCARLÉS, «El nuevo debate sobre el populis-
mo y sus raíces en la transición democrática: el caso argentino», Colombia
Internacional (Bogotá), núm. 82 (2014), págs. 37-38: «Autoconcebidos
como representantes de la nación en su conjunto, los movimientos popu-
listas desarrollarán una débil tolerancia hacia sus circunstanciales oposito-
res, que, estigmatizados como la “antipatria”, quedarán expuestos a ser
expulsados del demos legítimo».
(39) José Luis R
OMERO, Las ideas políticas en Argentina [1946], 4.ª ed.,
4.ª reimp., Buenos Aires, FCE, 1983, págs. 167 y sigs.
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Por eso el populismo es ajeno, en principio, al análisis
clasista, pues la experiencia enseña que puede haber un
populismo burgués y de clases medias –como indicó Ianni–
y también un populismo popular, de los trabajadores (40),
un populismo de la clase dominante y otro de la clase domi-
nada, como sugirió Laclau (41). Aunque el discurso se diri-
ja al pueblo trabajador con preferencia (Haya de la Torre
era llamado «el padre de los trabajadores» y a Perón se lo cono-
cía como «el primer trabajador» ), las políticas ensamblan bene-
ficios para diversas clases. Veamos un caso. En el Ecuador de la década de 1940,
Velasco Ibarra se valió conscientemente de la contraposi-
ción de pueblo y oligarquía (42), que resultó políticamente
útil: pueblo son los pobres, con exclusión de la oligarquía,
de los ricos, aunque no incorpora a los indígenas y los
negros. Sólo en los años noventa del pasado siglo, las mino-
rías raciales excluidas demandaron su pertenencia al pueblo
ecuatoriano, pero –como ocurre con el multiculturalismo–
sin renunciar a su singularidad cultural (43). Es decir: aquél
no tuvo una visión completa del pueblo, pero éstos quieren
ser igual a los demás sin dejar de ser distintos. En los hechos, de acuerdo a las circunstancias, el concep-
to de pueblo muestra una elasticidad necesaria para acomo-
darse a las nuevas realidades. En Venezuela se cultivó una
imagen benevolente y paternalista del pueblo: eran las masas
virtuosas de ignorantes que sostenían la democracia (44). En
–––––––––––– (40) Véase el libro compilado por Octavio Ianni que se cita en la
bibliografía y la apreciación de María Moira M
ACKINNONy Mario Alberto
P
ETRONE, «Introducción. Los complejos de la Cenicienta», en MACKINNON
Y
PETRONE(comp.), Populismo y neopopulismo en América Latina, cit., pág. 27.
(41) Ernesto L
ACLAU, Política e ideología en la teoría marxista. Capitalismo,
fascismo, populismo [1977], 3.ª ed., Madrid, Siglo XXI, 1986.
(42) La oligarquía designaba a los «argollas»que conservaban el poder
por el fraude electoral; pueblo equivalía a los ciudadanos a quienes no se
respetaba en las elecciones. (43)
DE LATORRE, «Masas, pueblo y democracia: un balance crítico de
los debates sobre el nuevo populismo», loc. cit., pág. 59.
(44) El populismo venezolano encarnó en la Acción Democrática,
partido centrista con tendencias socialdemócratas, es decir, de centro-
izquierda, que se formó a comienzos de la década de 1940 y gobernó
durante varios períodos. Sus figuras más representativas fueron Rómulo
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su segundo gobierno Carlos Andrés Pérez buscó disciplinar
esas masas por el Estado y el mercado pues creyó que el
Caracazo (1989) había sido la irrupción de las masas desorga-
nizadas e incivilizadas. Esa masa inculta pero virtuosa comien-
za a su vez y desde entonces a percibir a las elites como la
corrupción enquistada en el Estado, la oligarquía contraria a
los intereses del pueblo; de donde algunos coligen la imposi-
ble alianza entre un populismo de fines y un liberalismo de
medios (45).Los casos que he expuesto vienen a demostrar que este
pueblo imaginado o construido suele ser más real que el
pueblo de las democracias, pues al menos remite a hombres
de carne y hueso, que integran alguna categoría social y no
a la masa indiferenciada y anónima de los votantes que úni-
camente se identifican en un padrón. Además, si antaño el
pueblo del populismo era dilatado, cuyos contornos linda-
ban con lo «nacional» (de ahí el nexo denunciado entre
populismo y nacionalismo), hoy –cuando campea el neopo-
pulismo– pareciera tomar los límites del comunitarismo, de
las identidades minoritarias o infrarrepresentadas y, por lo
mismo, asociarse a formas de multiculturalismo e indigenis-
mo, entre otras. Lo que prueba la inutilidad de los análisis clasistas y la
existencia de diferentes clases o capas sociales de las que se
nutre el populismo. ¿Qué sectores del pueblo hacen triun-
far al líder o lo apoyan? Generalmente se ha apuntado a las
masas urbanas y los sindicatos (46), pero hay sobrados casos
de líderes apoyados en las capas rurales (Cárdenas en México,
––––––––––––
Betancourt (1945-1948 y 1959-1964) y Carlos Andrés Pérez (1974-1979 y
1989-1993). Cfr. Steve E
L L N E R, «The heyday of radical populism in
Venezuela and its aftermath», en C
ONNIFF, Populism in Latin America, cit.,
117-137. (45) De hecho, el presidente Pérez, que fue destituido en 1993 antes
de concluir su mandato, debió soportar un golpe de Estado en 1992, lide-
rado por Hugo Chávez, que alcanzaría la presidencia venezolana en 1998.
Sus seguidores lo veían como la encarnación del caudillo popular a\
ntioli-
gárquico, según dice
DE LATORRE, «Masas, pueblo y democracia: un balan-
ce crítico de los debates sobre el nuevo populismo», loc. cit., pág. 60.
(46) En cambio el sindicalismo no fue decisivo en la alianza del car-
denismo y tampoco en el PRI.
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––––––––––––(47) Mineros, campesinos y clases medias fueron la base del Movi-
miento Nacionalista Revolucionario que entre 1952 y 1964 gobernó
Bolivia. Sin embargo el gran aliado era la Central Obrera liderada por
Juan Lechín. De todos modos, antes que populista, el MNR fue más bien
antioligárquico. (48) Un estudio pendiente es el de las fuerzas electorales anti-popu-
listas: en el caso de Cárdenas era el mismo callismo del PNR; en el pero-
nismo, la mezcolanza meramente opositora de todos los partidos de la
Unión Democrática; por el contrario, Velasco Ibarra formó en el Ecuador
una Alianza Democrática que rejuntaba a todos los partidos que en
Argentina enfrentaron a Perón; etc. (49) Las interpretaciones del populismo venidas de algunos sectores
de la izquierda destacan el rol activo del Estado en circunstancias históri-
cas de crisis del modelo capitalista y de la burguesía local, que producía
clases populares disponibles y manipulables. Lo aplicaron especialmente
al peronismo (Murmis, Portantiero), y a la experiencia de Brasil
(Weffort). Los intelectuales de izquierda señalaron la manipulación de las
masas adormecidas por las prebendas y la tendencia al autoritarismo de
los gobiernos populistas, pero la conclusión es cuestionada por otros
escritores izquierdistas que afirman la racionalidad de las masas, es decir,
su capacidad para defender los intereses de clase. Para Brasil, véase
Francisco W
EFFORT, «El populismo en la política brasileña» (1967) y para
la Argentina, Juan Carlos T
ORRE, «Interpretando (una vez más) los oríge-
nes del peronismo» [1989], ambos en M
ACKINNON YPERRONE, Populismo y
neopopulismo en América Latina , cit. págs. 135-152 y 173-195. En general,
T
AGUIEFF, «Las ciencias políticas frente al populismo», loc. cit., págs. 47-51.
Torrijos en Panamá) (47) e incluso otros que triunfan sobre
los partidos gobernantes con alianzas de partidos diversos y
hasta contrapuestos (Velasco Ibarra, por caso) (48).
6. El populismo y el Estado
Lo que escandalizó a los liberales de la época del popu-
lismo clásico fue la conformación de un aparato estatal que
regulaba e intervenía como actor, en los ámbitos económi-
co-sociales, aunque sin grandes innovaciones en el plano
político-institucional. Y, se sabe, para los socialistas clásicos,
este Estado social o asistencialista es el enemigo de la clase
trabajadora pues adormece su potencialidad revolucionaria;
en todo caso, espuria alianza estatal-popular (49). El Estado populista no fue un pasivo espectador del
movimiento económico-social ni un mero agente de control
de ese tráfico; no fue débil, sino fuerte. Es la época del
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––––––––––––(50) Véase Alan K
NIGHT, «Cardenismo: ¿coloso o catramina?» [1994],
en M
ACKINNONy PERRONE, Populismo y neopopulismo en América Latina , cit.
págs. 197-230. Dicho sea de paso, México parece ser el único caso de iden-
tificación de Estado y partido (el PRI desde 1946 hasta Echeverría en los
años de 1970, por lo menos). Afirma Alain T
OURAINE, «Las políticas nacio-
nal-populares» [1987], en Ibid., pág. 345, que la fortaleza del Estado-par-
tido mexicano es tal que, absorbiendo la política, no deja espacio a un
movimiento populista autónomo.
Estado Nôvo brasilero, del Estado activo del cardenismo, del
Estado social peronista, centrado preferentemente en la pro-
tección de los trabajadores y sus familias (regulación de la
jornada de trabajo, descanso dominical, salario mínimo, asis-
tencia social, reglamentación de formas especiales de traba-
jo, etc.), que con el tiempo se abre al Estado de bienestar. De acuerdo a la explicación del populismo como moder-
nización, ese papel del Estado es clave. Por ejemplo, Gino
Germani afirmó que el populismo latinoamericano es una
fase de transición de la sociedad tradicional (agraria) a la
moderna (industrial), motorizada por una configuración
singular, que calificó como «movimiento nacional popular»,
multiclasista, movilizador de las masas, hasta el punto de
sobrepasar la capacidad integradora del Estado que se vio
envuelto en una puja por la redistribución. De aquí el surgi-
miento de liderazgos carismáticos que toman la conducción
del aparato estatal para establecer políticas de satisfacción
de las demandas populares y promover la industrialización. Los casos de la Argentina del primer Perón y el Brasil de
Vargas son hasta cierto punto gemelos. El Estado fue en
ambos casos receptor de las protestas del pueblo y, al mismo
tiempo, un instrumento con el que establecer la solidaridad
nacional; y ambos propósitos se perseguían mediante las
políticas estatales. El Estado devino agente del desarrollo
nacional, aunque no siempre fue capaz de cortar la depen-
dencia externa –o no quiso hacerlo. Similar fue en el México
de Cárdenas, se lo vea como una continuidad o radicaliza-
ción de la tradición estatista-revolucionaria o como una rup-
tura con ésta (50). La activación del papel del Estado cumple también una
función ideológica genérica, al redireccionar y organizar las
reformas que se hicieron necesarias desde la crisis de 1929-
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––––––––––––(51) Por cierto que los préstamos ideológicos pueden ser variados,
aunque las formas políticas sean menos: el nacional fascismo, la socialde-
mocracia reformista, los socialismos nacionales y no muchos más. (52) John D. F
RENCH, «Los trabajadores industriales y el nacimiento
de la República Populista en Brasil: 1945-1946» [1989], en M
ACKINNON Y
PERRONE, Populismo y neopopulismo en América Latina , cit. págs. 59-77.
(53) Como dice W
EFFORT, «El populismo en la política brasileña», loc.
30, de ahí que los llamados populismo adoptaran una terce-
ra posición o una tercera vía frente al liberalismo capitalista
y el socialismo colectivista (como sucede con el cardenismo,
el aprismo o el peronismo) (51). Se trata de un intento de
hacer racional la intervención y la regulación estatales en la
producción y en la distribución de riqueza en el mercado
interno y a veces el externo (el IAPI peronista). La mejor
expresión de esta postura es la de Haya de la Torre: «La
peruanización del Estado» .
Pero como he analizado en mi estudio sobre Perón, la
apuesta al Estado, a los planes económico-sociales, a la orga-
nización técnica y al control socio-económico, importa des-
cubrir el «lado racionalista del liderazgo carismático», esto
es, la apuesta por mecanismos que funcionan con su propia
racionalidad –según se cree– dirigiendo la realidad y domi-
nando la impulsividad y la impaciencia tanto de la sociedad
como del líder. Cárdenas y Perón pueden señalarse como
los mejores ejemplos. Sin embargo, las diferencias existen: en el México de
Cárdenas, el Ecuador de Velasco Ibarra y el Perú de Velasco
Alvarado, la reforma agraria –en razón del fuerte compo-
nente rural de las alianzas populistas en estos pueblos–
ocupó un lugar central, lo que no aconteció en otros países.
El dato es importante respecto de la formación y permanen-
cia de las alianzas populistas, pues el sector agrario o rural
siempre fue secundario en relación al urbano.
De hecho, los casos muestran cierta disparidad: en
Argentina bajo Perón o en el México de Cárdenas, se dijo
ya, existían sindicatos libres o relativamente independientes
que apoyaron a los líderes. Incluso es el caso del Brasil de
Vargas (52). Por tanto, estos populismos fueron en la reali-
dad una alianza de distintos sectores en la que los trabajado-
res tuvieron un rol fundamental (53). Lo que no quita que
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––––––––––––
cit., pág. 143, la nueva estructura política «ya no es más la expresión inme-
diata de una sola clase social». (54) En los tres casos, las fuerzas obreras y sus organizaciones son pre-
existentes; lo que los líderes populistas vienen a darles es mayor cohesión y
unidad. La influencia de estos líderes sobre las organizaciones sindicales
fue diferente en cada caso, pero el más singular es el del peronismo por la
identidad que se produjo entre las fuerzas políticas y las obreras. Debe
observarse, no obstante, que en ningún caso se llegó a un sindicalismo esta-
tal. Este paso se produce con posterioridad –en Argentina, con los gobier-
nos militares de 1960– cuando el Estado necesitó del apoyo sindical para
imponer sus planes de gobierno, concediéndoles un poder económico que
antes no tuvieron (p. e., la propiedad de las obras sociales sindicales). (55) A
BOYCARLÉS, «El nuevo debate sobre el populismo», loc. cit., pág. 42.
los líderes buscaran controlar los sectores obreros poniendo
mano en los sindicatos mediante la designación de sus diri-
gentes o por prohibiciones a los opositores u otro tipo de
políticas similares (54).
Sin embargo, en este período clásico del populismo no
se llegó a una estatización de la economía, como sucederá a
partir de las décadas de 1960 y 1970. Eran economías mix-
tas, fuertemente pragmáticas, economías nacionales, con
sectores de libre mercado y otros de actividad público-esta-
tal o regulada por el Estado; y, en general, constreñidas por
la presión internacional y las restricciones externas. Lo que
también habla de la pluralidad de orientaciones populistas
según los lugares y los momentos (nacionalistas, revolucio-
narias, desarrollistas, reaccionarias, clasistas, progresistas,
democrática antioligárquica, etc.)
7. Movilización o participación: un punto decisivo de la rela-
ción populismo y democracia
Poco se concede a favor del populismo clásico. En ciertos
casos se admite que fueron mecanismos de integración en el
molde estatal: «En Argentina en particular y en América
Latina en general, los populismos clásicos constituyen un
hito insoslayable en los procesos de homogeneización e inte-
gración política, social y territorial que son supuestos del
Estado moderno» (55).
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––––––––––––(56) D
E LATORRE, «Masas, pueblo y democracia: un balance crítico
de los debates sobre el nuevo populismo», loc. cit., págs. 58-59.
(57) Germani distingue la movilización populista de la integración
democrática; la primera es una suerte de proceso psico-sociológico por el
que ciertos grupos acrecientan sus demandas de reconocimiento y la
defensa de sus derechos sin una respuesta correlativa del sistema político;
la otra es la participación legítima de las masas por los medios institucio-
nales –los partidos políticos– dentro del régimen político existente. En
Europa, la incorporación se efectuó mediante un tipo de movilización
que respetaba de las reglas del régimen, que para Germani es el «mode-
lo de integración», que acaba en la consolidación de una democracia
representativa. América Latina –especialmente la Argentina que tenía a la
vista– optó por un mecanismo diferente, el «proceso de movilización»,
por el cual las masas intervienen en la vida pública a través de formas no
institucionales, al no haber instrumentos políticos adecuados para incor-
porarlas (anomia). La movilización supone el reclutamiento y la manipu-
lación de las masas por los líderes –la «disponibilidad» de las masas
marginales– que se valen de éstas para el logro de sus propósitos. Cfr.
Gino G
ERMANI, Política y sociedad en una época de transición. De la sociedad tra-
dicional a la sociedad de masas [1962], 4.ª ed., 4.ª reimp., Buenos Aires,
Paidós, 1979, especialmente el cap. 9, págs. 326-353.
Esa incorporación, no obstante, no siempre se juzga
políticamente correcta. En el Ecuador, por ejemplo, se dice
que la incorporación ha sido «para apoyar a líderes», esto es
por aclamación y otras celebraciones rituales del pueblo.
«Estos tipos de participación litúrgica fueron vistos como
más importantes que el voto y el respeto a las instituciones
de la democracia liberal. Al basar la democracia en formas
plebiscitarias de aclamación al líder, se dificultó consolidar
estos regímenes, por lo que la historia política del Ecuador
se basa en el ciclo régimen populista-golpe de Estado» (56). Un panorama continental diría que la experiencia es
generalizable. Argentina o Perú no le van en zaga a Ecuador.
Pero este análisis vuelve a transformar al populismo, conver-
tido ahora en resorte de una participación informal, esto es,
de la movilización de las masas (57). Además, mal que les
pese a los sociólogos, la movilización no es exclusiva del
populismo, las democracias también recurren a ella en
diversos momentos. La dificultad estriba en la aclaración de
una serie de cuestiones. Primero, ¿cuál es el camino «racional» para la participa-
ción de las masas? Según los entendidos, debería ser la
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––––––––––––(58) Gino G
ERMANI, Authoritarianism, fascism and national populism,
Nueva Jersey, Transaction Books, 1978, ed. en castellano: Autoritarismo,
fascismo y populismo nacional , Buenos Aires, Temas, 2003. Sostiene
ahora Germani que la movilización no consiste en un mero aumento
de los niveles de participación popular, es una participación anormal
que viene exigida por el cambio sufrido por las sociedades en transi-
ción. (59) Para una puesta al día de este aspecto, véase Robert S. J
ANSEN,
«Populist mobilization: a new theoretical approach to populism»,
Sociological Theory (Washington), vol. 29, núm. 2 (2011), págs. 75-96.
democracia misma, que integra al pueblo en diversos niveles,
especialmente mediante los sindicatos y los partidos políticos
como instrumentos de la autoconciencia popular. Luego, la
salida populista será siempre «irracional», pues contiene ele-
mentos autoritarios y totalitarios. Sin embargo, se abre aquí
la segunda cuestión: Gino Germani, que ha resuelto de aquel
modo la primera, se plantea si la racionalidad democrática
era posible en las condiciones históricas del surgimiento del
populismo y responde que no, pues atendiendo al caso
argentino, ni las condiciones económicas y sociales, ni las
posibilidades educativas y tampoco las alternativas políticas,
hacían viable la integración de las masas recurriendo a los
mecanismos habituales de la democracia. Entonces, el popu-
lismo, aun siendo una anomalía, no es tan irracional como
en principio se afirmó.
La contradicción entre la teoría y la realidad hizo que
Germani revisara su concepción y así sostuvo, en obra pos-
terior, que el populismo constituía una forma de «democra-
tización fundamental» caracterizada por la movilización
heterónoma de las masas excluidas de los procesos socio-
económicos de una sociedad en cambio (58). El sociólogo
ítalo-argentino descubrió finalmente las virtudes del popu-
lismo como una forma de participación que, no obstante,
es contradictoria («disruptiva») del sistema político ya por
exceso ya por defecto (59). Como se aprecia, ni aun lo bueno del populismo es tal.
Debería concluirse, entonces y de acuerdo a la academia,
que éste ha producido «sociedades de masa, precariamente
cohesionadas, que sobreviven gracias a frágiles e inestables
equilibrios, meros regímenes de sustitución para sobrevivir
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––––––––––––(60) Así, M
ACKINNON YPETRONE, «Introducción. Los complejos de la
Cenicienta», loc. cit., pág. 43.
(61) Hay otros aspectos que deberían ser estudiados mejor: en el
populismo clásico, la relación entre formación castrense y liderazgo polí-
tico; en el neopopulismo, el vínculo de las dirigencias políticas y cultura-
les con el paganismo poscristiano; en ambos, el papel que juegan los
oportunistas, aduladores y secuaces de turno. Poco sabemos también del
rol de los católicos y de la jerarquía eclesiástica.
JUAN FERNANDO SEGOVIA
las crisis» (60). Pero la sentencia, me parece, falla en la apre-
ciación de los hechos y en la fundamentación en derecho.
8. Final. El pan populismo y la política de lo inespecífico
El término «populismo» y sus variadísimas interpretacio-
nes que buscan darle un significado tienen un claro origen:
el fenomenal desconcierto de los intelectuales liberales,
marxistas y socialistas ante el surgimiento de movimientos,
fuerzas y líderes políticos que daban al traste con las leyes
del desarrollo histórico en la que creían, por ejemplo, la
evolución hacia la república verdadera, la organización
autónoma del pueblo, la inevitable crisis del capitalismo, la
conciencia de clase de las masas, la necesidad de la revolu-
ción como paso al socialismo, y otras por el estilo. Esto explica por qué la mayor parte de los estudios son
sociales, de clase, económicos, laborales, pero muy pocos
son políticos e ideológicos (no sólo discursivos) de los popu-
listas y sus opositores. He aquí un defecto de los especialis-
tas en populismo, uno de tantos (61). La carrera y la suerte del populismo son conocidas: nace
como término peyorativo y su uso se vuelve positivo, prime-
ro constreñido a ciertos casos específicos y luego generaliza-
do a las experiencias políticas hispanoamericanas más
diversas. Cuando se nos dice que no debemos buscar un
concepto inmanente o absoluto del populismo –«el populis-
mo en estado puro»–, se quiere significar que abandonemos
todo anhelo platónico y se nos invita a que pensemos en la
inespecificidad del populismo que únicamente puede
entenderse cuando nos valemos de sofisticados arsenales
teóricos «para entender que el populismo se instala en el
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––––––––––––(62) Como piensa Alejandro G
ROPPO, «El populismo y lo sublime»,
Studia Politicae (Córdoba: Argentina), núm. 2 (2004), pág. 40.
(63) Como opina T
AGUIEFF, «Las ciencias políticas frente al populis-
mo», loc. cit. , págs. 29 y 53.
(64) Creo, por mi parte, que los problemas para definir al pueblo vie-
nen de una causa anterior: el atomismo de los gobiernos revolucionarios
del independentista siglo XIX, al que sigue el atomismo nominalista de la
ciencia política del siglo XX. «Cuando una sociedad está atomizada, sin
grupos secundarios, asociaciones intermedias o corporaciones, sostiene el
autor [Zermeño], en los hechos delega su unidad a la institución estatal
y está inerme frente a ella». M
ACKINNON YPETRONE, «Introducción. Los
complejos de la Cenicienta», loc. cit., pág. 35.
(65) Resulta asombroso, por caso, que los mismos que entienden a la
política como «conflicto» acusen a los liderazgos populistas de «conflicti-
vos». (66) Aníbal V
IGUERA, «Populismo y neopopulismo en América Latina»,
Revista Mexicana de Sociología (México), núm. 55 (1993), afirma en pág. 50:
«Partimos de la idea de que no se trata de definir ontológicamente “qué
EL POPULISMO EN HISPANOAMÉRICA. «TODOS SOMOS POPULISTAS»
vasto campo de toda experiencia posible» (62), o que es una
dimensión de la acción política sujeta a todo tipo de sincre-
tismos (63).
Pero no es necesario seguir este consejo. Porque el popu-
lismo no es una lejana constelación celestial; son estos mis-
mos académicos los que nos insisten en que es la política a la
que cotidianamente asistimos.
Como su mismo nombre lo indica, el populismo es pri-
mero que nada una degeneración ideológica del pueblo.
Una muestra clara es la dificultad que se tiene a la hora de
definir al pueblo del populismo: ¿ populuso plebs ?, ¿masas
indiscriminadas o sectores sociales señalados?, ¿ciudadanos
o gente común?, ¿pueblo o nación o Estado? (64). Este factor viene precedido y continuado por métodos
que sólo han conseguido enredar más el problema del
populismo, por caso: la combinación de etiquetas ideológi-
cas para describir los hechos (fascismo, totalitarismo,
bonapartismo, autoritarismo, nacionalismo, cesarismo
etc.); los inconvenientes en torno a los diversos modos de
liderazgo (democrático, populista, autoritario, carismáti-
co) (65); la formalización de usos lingüísticos como instru-
mentos analíticos (por ejemplo, movilización, masa,
clientelismo, etc.) y la construcción de cambiantes mode-
los conceptuales (66); y podríamos seguir.
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El populismo resulta inasible e inespecífico por los defec-
tos de la misma ciencia política que lo estudia, caracterizada
por la renuncia a una comprensión metafísica de la política
en virtud del rechazo a toda metafísica en nombre de la
ciencia; por la adopción de un marcado historicismo socio-
lógico anclado en momentos de cambio generalizado no
explicables con los instrumentos analíticos clásicos; por
incubar una señalada teleología historicista (una filosofía de
la historia), definida por la inevitabilidad de la democracia,
ora la liberal, ora la socialista (67); etc. En el fondo se trata de una ciencia que no comprende la
política porque está amasada sobre la ideología moderna
que cree al hombre naturalmente libre y que convierte en
convencional toda comunidad y autoridad políticas. Por
esto el populismo tiene que ser presentado como el hijo
deforme de una democracia utópica. Lo único que ha varia-
do con el paso del tiempo es que esa deformidad ayer se la
vio como defecto y hoy se la presenta como cualidad o méri-
to, hasta convertirse en el criterio reductivo de toda política. Hemos alcanzado ahora el paroxismo del populismo: es
sinónimo de la misma política o algo inevitablemente conte-
nido en ella. Así lo hace Laclau –el gurú del populismo–, al
decir que «no existe intervención política que no sea hasta
cierto punto populista» (68). De donde se podría colegir
que la crisis de la política es causa de la aparición del pan-
populismo (69). Una vez que el populismo se ha convertido
––––––––––––
es” el populismo, sino de construir categorías generales que revelen una
verdadera utilidad científica a la hora de analizar e interpretar las caracte-
rísticas generales de la región como las de los distintos casos nacionales».
Lo que sea que pudiera ser la esencia del populismo es sustituida por un
«tipo-ideal» weberiano o una «definición operativa» hobbesiana, procedi-
miento propio del nominalismo, construido a base de una sintomatología
que depende de cada observador/médico. Por eso T
AGUIEFF, «Las cien-
cias políticas frente al populismo», loc. cit., págs. 53-54, aconseja al cientí-
fico el uso de la navaja de Ockham. (67) Lo ha notado T
AGUIEFF, «Las ciencias políticas frente al populis-
mo», loc. cit. , págs. 40 y sigs.
(68) L
ACLAU, La razón populista , cit., pág. 192.
(69) Lo que, por cierto, parece ser la tendencia actual, pues a Laclau
se han unido algunos discípulos que –no sin críticas al maestro– acaban
afirmando que «en el populismo se haya implicada una forma de expe-
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en la categoría explicativa de la política todo es populismo,
todo es populista (70). Entonces el populismo deviene en
una convención lingüística, en una de esas verdades moder-
nas «pegadas con saliva», como gustaba decir don Rubén
Calderón Bouchet.Tengo para mí –como he dicho– que el populismo no
deja de ser una etiqueta seudo científica que censores y
admiradores aplican a discreción según sus amores y sus
tirrias, acomodándola a éstos. Pero si nos sacudimos de enci-
ma la manía académica y evitamos los nombres vacíos o con-
fusos, podríamos descubrir que siendo el populismo un
concepto controvertido y controversial –a pesar de contar
más de medio siglo de carrera–, lo mejor es no emplearlo
(71). Porque, al final, parece que tenía razón Isaiah Berlin
cuando dijo que el populismo era como el zapato de la
Cenicienta: cabe en muchos pies, aunque los de la dueña
todavía no se encuentran (72).
––––––––––––
riencia subliminal, propia de momentos políticos históricamente excep-
cionales y de una alta potencialidad subjetivadora, esto es, de formación
de identidad». Así, G
ROPPO, «El populismo y lo sublime», loc. cit., pág. 45.
La categoría central en el populismo, para Groppo, es lo sublime como
irrupción de lo heterogéneo en un determinado orden. Ahora bien, si los
sujetos del proceso político no son ontológicos sino pura conciencia o psi-
quismo (como parece plantear el colega), y si la realidad es construcción
de esa psique, todo será heterogéneo u homogéneo según lo vea el cons-
tructor. Lo sublime sería entonces sinónimo de arbitraria construcción
del sujeto que se construye a sí mismo. (70) Esto explica la capacidad de adaptación de los populismos, su
«reflexividad», que los hace compatibles con el autoritarismo y la demo-
cracia, el socialismo y el liberalismo, la derecha y la izquierda, la econo-
mía de mercado o las estatistas. (71) Muchos intentos de alcanzar un núcleo explicativo mínimo apli-
cable a todo populismo –en más o en menos–, no son sino tareas ahistó-
ricas, que llegan a conclusiones aplicables también a la Atenas de Pericles,
a la Roma de César, a las repúblicas italianas del Renacimiento o a los
comuneros de Castilla del siglo XVI. Así ocurre con M
ACKINNON YPETRONE,
«Introducción. Los complejos de la Cenicienta», loc. cit., págs. 44-46: los
populismos –afirman– emergen en una situación de crisis, poseen una
dimensión participativa y son ambiguos. (72) La referencia está en diversos autores; yo la he tomado de
Alexandre D
ÉZÉ, «Le populisme ou l’introuvable Cendrillon. Autour de
quelques ouvrages récentes», Revue de Science Politique (París), vol. 54,
núm. 3 (2004), págs. 189-190.
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11. BibliografíaIndico aquí una literatura –especialmente libros y revis-
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rir diversas lecturas históricas y teóricas, clásicas o actuales,
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