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La aceleración de la historia y el progresismo católico

LA ACELERACION DE LA HISTORIA
Y EL PROGRESISMO CATOLICO
Por RAFAEL GAMBRA
Diríamos que el hombre de hoy vive en una lucha continua,
sin tregua,
por mantenerse al día en medio de un acontecer his­
tórico cada vez más impetuoso,
que. amenaza constantemente con
superarle u orillarle.
Lucha agotadora, siempre recomenzada, por
sostenerse en lo que Sartre ha llamado "esta arista vertiginosa".
Individual
y colectivamente tenemos la oscura impresión de que
el ritmo acelerado del proceso histórico que nos envuelve requiere
de nosotros un esfuerzo progresivamente intenso para no dejarnos
arrollar en la vorágine de un presente sin memoria. En nuestra
época, los hijos son ya desde antes de la pubertad extranjeros al
mundo
de sus padres, y en muchos casos sólo un inverosímil y hu­
millante esfuerzo de "comprensión" puede retrasar esa abismática
separación espiritual que
el ambiente mismo determina.
Nuestra constante obsesión de mantenernos
al día es equiva­
lente a lo que en
el orden colectivo representan los esfuerzos del
Concilio por adaptar la Iglesia al mundo moderno, o los del Estado
multiplicando sus planes de desarrollo, de modernización, de ac­
tualización, en reajustes diarios. Nadie construye hoy nada
c9n
pretensión de duración ni menos de perennidad. Las leyes, como
las carreteras, se hacen con la conciencia de
que en el momento
mismo de su :puesta en uso requerirán
ya readaptación y ensan­
chamiento. Como en el mito
de Sísifo, el hombre contemporáneo
s~be que nunca logrará asentar el peñasco de su constante esfuer­
zo, y que éste rodará obstinadamente por una ladera cada vez
más alta y empinada.
Fue Daniel Halévy, en su notable ensayo sobre la aceleración
de la Historia, quien nos hizo reflexionar sobre este hecho, por
lo demás evidente. El filósofo belga Marce! de Corte dedica al
mismo el capítulo más importante de su reciente libro H L' H 0'/11!JnitJ
contre lui-m€me", y trata en él de precisar sus causas, tanto en
lo que el hecho tiene de cósmico e inevitable como .en lo que tiene
de humano y libre. ·
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La descripción del fenómeno se hace evidente en los ejemplos
de Marcel de Corte. Los sucesos, los incentivos o solicitaciones del
exterior en un solo año de nuestra vidá. llenarían ampliamente la
vida de nuestros antepasados .. Y esto que reconocemos en nuestras
vidas progresivamente vertiginosas lo descubrimos también en la
Historia general y en
el proceso del saber humano. Si los Cape­
tos tardaron ocho siglos en formar lo que llamamos Francia, en
el siglo pasado un Bismarck o un Cavour realizaron esa misma
obra en diez años con Alemania e Italia; y hoy, en no más tiem­
po que el empleado para redactar una ley, se pretende crear el
Congo como nación, pasando su población
del neolítico y de la
antropofagia al sufragio universal en
un régimen democrático y
constitucional. Del mismo modo, si la física de los cuatro elemen­
tos estuvo vigente dos milenios, la de Newton lo estuvo dos si­
glos, y la de Einstein parece que cumplirá su ciclo en dos dé­
cadas. Paralelamente con esta aceleración de la Historia que
-verti­
ginosa ya en nuestra época-deja atrás los más vigilantes es­
fuerzos de adaptación individuales
y colectivos, encontramos una
clara evolución en
el concepto de la Historia misma desde las
generaciones precedentes a la nuestra.
La actitud que de esta
nueva versión de
la Historia se deriva para los humanos puede
constituir una primera instancia explicativa del fenómeno
de ace­
leración en
el proceso histórico.
La Historia para el hombre premoderno -era en su sentido
objetivo-el conjunto de los hechos pasados, interesantes por su
notoriedad como preparadores del presente; en su sentido subjeti­
vo era un difícil y un tanto conjetural saber -al que se negaba el
mismo carácter de
ciencia-que pretendía _esclarecer o hacer inte­
ligible en conexiones causales esa cuestión objetiva de hechos pre­
téritos.
La Historia para el hombre de hoy es algo completamente
distinto en su significación
y en su dignidad. La Historia se escribe
hoy con mayúscula y representa para la mentalidad actual
una ins­
tancia inapelable.
Se la imagina corno un río sagrado, irreversi­
ble, que en
su fluir constante crea o preforma toda realidad hu­
mana
y la explica en sus raíces dinámicas o genéticas. Cada hom­
bre y cada pueblo no pueden, frente a este flujo creador, más que
aceptarlo y mantenerse
en el sentido de la. corriente procurando
no verse arrollados
por él, como el que sobrenada en una corriente
impetuosa
superior a sus fuerzas. Aceptada esta divinización de
la Historia, toda idea de resistencia frente a su ím,petu se con­
vierte en utópica, irrisoria. Resulta así curioso observar que el
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dictado esencialmente descalificador para cualquier posición no se
cifra hoy en su maldad o falsedad, ni aun en su inconveniencia,
sino en su carácter reaccionario. Reaccionario es el que, incons­
ciente de la absolutividad y del carácter incontenible de la evolu­
ción histórica, trata de oponerse a ella, de actuar por sí contra
esa corriente impetuosa ·en un esfuerzo tan estéril como absurdo.
Esfuerzo, además, esencialmente nocivo o perverso, porque
la His­
toria, en su imagen mayuscular e hipostasiada, es un fluir valioso
por sí mismo que discurre por vías de
progreso hacia términos de
superación y plenitud.
Esta noción, hoy generalizada, es lo que Marce! de Corte
llama el "mito de la Historia", profundamente relacionado con el
hecho descrito de la aceleración en el devenir histórico. El mito
es, en todas las épocas y civilizaciones, la versión imaginativa y
concreta de una idea o sistema de ideas, y constituye el vehículo
por el que tales ideas obran en la mente del hombre medio -no
intelectual-y el cauce por el que influyen en el proceso histórico.
En el hombre primitivo, mito y sistema explicativo de la reali­
dad, coinciden, porque su pensamiento es todavía imaginativo o
pre-lógico. De aquí que .pueda decirse que el pensamiento cientí­
fico racional procede del mito, refiriéndose a los orígenes de la
cultura humana, tanto como que el mito procede del pensar ra­
cional, aludiendo al posterior mecanismo de evolución en la cul­
tura histórica.
El mito de la Historia es prolongación en nuestra época de lo
que fue hasta p,rincipios de siglo el mito del progreso, y uno y
otro son consecuencia -mitificación o popularización- de la con­
cepción racionalista del universo, sistema de ideas que, sin el
intermedio del mito, no podría actuar sobre el hombre medio ni
sobre el ambiente y el proceso histórico concreto. A su vez, el
mito de la Historia en su papel de interrilediario mental-dinámico
es causa principal del fenómeno
de aceleración de la Historia.
Condición de todo mito
para su difusión y afianzamiento es que
responda a exigencias psicológicas humanas en general, o de una
época en particular. Según Marce! de Corte, el mito de la Histo­
ria
responde hoy -en la época de la sociedad de masas y del es­
tatismo-a las tendencias y pasiones humanas más extendidas.
El débil, el indolente y el cobarde justifican en el mito su inacción
o su falta de resistencia frente a la in justicia apelando a las exi­
gencias de un devenir incontenible; el fuerte o el ambicioso, por
su parte, justifican su pasión de mando,
y su mismo mandato,
como producto de la necesidad histórica. El gobernante actual, el
dictador o el "hombre fuerte" de cualquier situación, no se sien-
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ten ya en la necesidad de buscar justificaciones legales o morales
a su mandato, sino que lo afirman como puro poder en tanto que
p·roducto
de la Historia en su proceso creador.
¿ Cómo ha podido operarse en nuestra Edad esta trasposición
en el concepto de la Historia por cuya virtud el hombre mismo
y su espíritu parecen haberse reasumido dentro de un proceso
considerado antaño como su
obra o como ,el escenario de su lucha
vital? El impulso histórico de todos los tiempos y la inspiración
literaria fueron siempre el enfrentamiento -victorioso o trágico-­
del hombre o del grupo con la suerte, las fuerzas o los aconteci­
mientos adversos. Los héroes de la tragedia antigua o de la mo­
derna nos aparecen siempre como "reaccionarios" frente a su des­
tino histórico. El mismo pueblo griego antiguo,
para el que un
destino superior e ineludible ,pesaba sobre los hombres, hacía con­
sistir
la vida de éstos en una afirmación de su libertad contra la
ciega fatalidad que le rodea. F"ara los griegos, la Necesidad ( rm,m­
ke) o el Fatum (la ley de la diosa Adrastea) un destino superior
sin mezcla de providencia alguna, rige los acontecimientos gene­
rales que envuelven la vida del hombre. Frente a él, la acción hu­
mana no puede
si no estrellarse. Esquilo, por ejemplo, hace decir
" Agamemnón: "Todo se cumple según el Destino, todo según el
designio de los Hados". Una férrea ley natural, que hunde sus
raíces
en el decreto impla.cable de los dioses, dispone el acontecer
del universo.
Pero junto a este determinismo, fatalista, el griego, inverosí­
milmente, afirmaba la libertad, y de esta desesperada "gigantoma­
quia" por encontrar un sitio a la libertad nació nuestra herencia
cultural. Dos fueron los caminos
de esta difícil lucha por conci­
liar libertad y necesidad bajo la bóveda de un mismo firmamento.
U
no está representado por la tragedia. La tragedia griega canta
el horror y la rebeldía del hombre frente a las fuerzas desatadas
de la Naturaleza, que
no puede dominar. El héroe trágico se re­
bela, impotente, contra la fatalidad que le aprisiona; pero en esta
estéril rebelión
afirma su íntima acción y la libertad que habita
en su seno. "La vida -en frase de Píndaro-es una sombra efí­
mera que se heroiza viviéndola".
El otro camino de la libertad consistió para los griegos en una
distinta forma de heroísmo, ésta de carácter íntimo y personal,
cuyo instrumento es el saber o la FilosDfía. Se trata del esfuerzo
del sabio que conoce la ley inalterable del universo y se refugia
en
sí mismo para alcanzar la autarquía interior y la indiferencia
ante
el acaecer exterior. El sabio gobierna su propio ánimo con
el mismo dominio con
el que los dioses rigen el acontecer exte-
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LA ACELERACION DE LA HISTOJ?IA
rior del universo. Esta actitud -que c1,.dminará en estoicismo­
conoce antecedentes remotos en el pensamiento griego: "Lo sa­
bio -decía Heráclito-_estriba en conocer la mente que en todo
gobierna a todo". Para Anaxágoras, "la vida del sabio es la me­
ditación y
la libertad que de ella emana".
El hombre antiguo, el cristiano muy especialmente, y todo hom­
bre hasta nuestra edad, concebía
la propia vida como un afirma­
marse a sí mismo, en fidelidad a las comunidades que formaba
o a las que se sentía vinculado, y · un resistir a las presiones y
acontecimientos del exterior. que les fueran. adversos. La idea de
una evolución inexorable y de una Historia con leyes e imperati­
vos absolutos le era por completo extraña. Adoptaba la misma
actitud
del enfermo que lucha espontánea y naturalmente por so­
brevivir,_ por muy convencido que esté de que el término de la
vida es la muerte, de que sus esperanzas sean pocas, o de que la
vida se haya reno.vado a trav~s de él en 1a·s nue:vas generaciones.
Como observa sagazmente Marce! de Corte, los antiguos distin­
guían dos tiempos en los que el hombre, de diversa mánera, se
sentía inmerso. Uno
es el tiempo ~rsonal, de la propia vida o
de las comunidades en que vivía: tiempo continuo y
-diríamos­
del que cada uno se siente responsable como de algo interior y pro­
pio. Otro exterior y discontinuo --esencialmente ájeno por univer~
sal y trascendente-que incide sobre el tiempo interior como el
huracán sobre el árbol que resiste arraigado en tierra. Es el tiem­
po de los grandes :acontecimientos humanos o extrahumanos -ca­
taclismos, invasiones, cambios climatológicos, descubrimientos re~·
volucionarios, etc.-, sucesos inconexos entre los que ninguna re­
lación puede encontrarse generalmente,
y frente a los que hombres
y grupos históricos procuran enfrentarse adaptándose o resistien­
do. Pero siempre sobre la base de la propia supervivencia, esto es,
del triunfo del tiempo interior y de su continuidad. Ese tiempo
exterior universal -que ca'incide con el Fatum o Dické de los
griegos~ es esencialmente trascendente a la vida de los seres hu­
manos -individuos o grupos-, y su sentido, que encierra la es­
catología de la Historia, pertenece sólo a Dios.
Llegamos aquí al factor determinante __,y con él a la esencia­
del mito de la Historia: que actúa hoy, consciente o inconsciente­
mente, en todas las mentalidades: la consideración y la actitud
vital
del hombre ha saltado desde su tiempo interior y local al
tieinpo absoluto o histórico, pretendiendo sustituir a Dios por la
razón humana en
la interpretación de ese devenir superior que
es la Historia Universal. El hombre se desinteresa entonces por
la suerte concreta de las pequefias comunidades históricas y aun
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por la afirmación de su propia significación personal -cuya per­
vivencia
contra-corriente le parece imposible o desdeñable-para
situa~se en el plano del acontecer universal cuyas leyes cree cono­
cer y a cuyo ritmo procura adaptarse y aun adelantarse continua­
mente,
así como al sentido histórico y las formas de vida y con­
vivencia que engendre su evolución. Ser avanzado en ideas y ac­
titudes es el dictado más deseable para el hombre contemporáneo.
Aquí radica precisamente
la virtualidad del mito de la Histo­
ria sobre el hecho efectivo de la aceleración del proceso histórico,
y ello en térm,inos visiblemente vertiginosos en nuestro tiempo;
el devenir histórico --de suyo acumulativo e irreversible-- choca­
ba en épocas pretéritas con la resistencia de hombres y grupos,
que se enfrentaban
-con fortuna a veces, sin ella en otras--con
su dinamismo transformador. El ritmo del acontecer histórico era
entonces una resultante
del entrecruzamiento dinámico. de los gran­
des hechos
del tiempo exterior con la resistencia conservadora y
"reaccionaria" de los hombres y los grupos concretos, esto es,
con un tiempo interior y trama viial. Desaparecida la noción y
la realidad de esta resistencia por la acción del mito de la Histo­
ria sobre las mentes, la Historia cobra entonces un ritmo de trans­
formación vertiginosa en el que todo cambio se aplaude universal­
mente por ser cambio, y el apresuramiento o anticipación de las
estructuras se convierte en la ocupación habitual de la hoy lla­
mada "sociedad de masas", esto es, de una sociedad homogénea,
carente de grupos históricos y aun de personalidades diferenciadas.
He dicho que el mito es en una sociedad evolucionada el inter­
mediario entre la teoría y los hechos concretos, por cuya media­
ción
las concepciones del universo actúan sobre las mentes y, con
ellas, sobre el devenir histórico. El mito de la Historia o· de la
evolución histórica ha originado en las mentalidades de nuestra
época una actitud que la caracterología designa como resig,,acwn
previa ante esa evolución, y ella es causa de que el hombre mo­
derno haya
perdido el mundo concreto de sentido y de limite a
cuya guarda
y enriquecimiento consagraba su vida el hombre de
antaño.
El hecho es de observación inmediata, diaria. Y o conozco de
cerca una pequeña comarca profundamente diferenciada en su ca­
rácter y en su historia por hallarse enclavada entre altas monta­
ñas que la separan de países muy diferefltes. Esta comarca, celo­
sísima
en otro tiempo de sus costumbres y privilegios, registra en
sus anales la resistencia contra romanos, contra cimbrios y godos,
contra árabes
... En tiempos todavía cercanos, contra los franceses
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de ambas francesadas, la revolncionaria y la nap<;>leónica ... De es­
tas luchas, aquellos hombres salieron unas veces milagrosamente
vencedores; otras, vencidos; otras, en fin, sufriendo una lenta
pe­
netración histórica como el proceso de romanización. Pero en todo
caso, esa comarca pudo conservar hasta nuestros días una persona­
lidad colectiva bien notoria en costumbres, instituciones, carácter
y
ambiente, frntos de una continuidad dotada de sentido, esto es,
de una afirmación y una resistencia histórica. Hoy se enfrenta esa
misma comunidad --como tantas otras-con un nuevo peligro de
índole muy diferente a las invasiones, epidemias o hambres de la
antigüedad: su rápida despoblación como consecuencia de un cam­
bio de condiciones económicas desfavorable para la vida en el campo
y particularmente en las zonas montañosas. Este peligro es, co­
munitariamente, más grave que todas las pestes e invasiones del
pasado, porque sup<;>ne una rápida y total emigración de la p<;>bla­
ción raíz, es decir, la desaparición misma de la comunidad histó­
rica. Frente a ese peligro,
la conciencia de su gravedad y el anhelo
de reacción es tan acusado como en ocasiones pretéritas. Sin em­
bargo, si
se habla allí con cualquiera de los más interesado$ en
la supervivencia de la comarca, se recibe siempre una respuesta
desconcertante, que hubiera resultado inverosímil
en labios de sus
antepasados. "El hecho es inevitable -se nos dirá-: el mundo
marcha por otros cauces, y frente a
eso no se puede luchar. Estos
pueblos acabarán fatalmente en campamentos para las brigadas
que de tiempo
en tiempo vengan desde los grandes centros fa­
briles para las cortas periódicas de arbolado". Un antepasado de
este hombre jamás se hubiera puesto en el punto de vista de los
cinibrios o de los árabes, ni se hubiera creído en el secreto fatal
de la Historia. Antes, al contrario, su mente no habría tenido otro
cauce que la afirmación de su propia supervivencia y la confianza
en la ayuda divina, de modo semejante a como el enfermo se
agarra siempre a la posibilidad, ixir remota que sea, de cura­
ción, y no acepta de antemano -salvo casos desesperados-la
fatalidad del morir ni el curso estadísticamente previsible de su
padecimiento.
Naturalmente, cuando
el mito del incontenible devenir de la
Historia se ha instalado en los corazones humanos, toda causa de
resistencia está de antemano
perdida: la idea misma de resistir
pierde su sentido.
La mejor arma de cualquier ejército consiste
-como bien se sabe-en introducir en las filas enemigas la con­
vicción de
la inanidad de su esfuerzo, al igual que el secreto de
las más inverosímiles victorias estriba en poseer la seguridad del
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triunfo. La mística del marxismo -y el secreto de su poder deci­
sivo--radica precisamente en la convicción de que la dialéctica
de la Historia obra a su favor ; de que su acción puede apresu­
rarla,
pero,, en el peor de los casos, el triunfo vendrá por sí mis­
mo; de que cualquier acción contrarrevolucionaria es esencialmen­
te reaccionaria ( es decir, inútil y absurda). Cuando el mito de la
Historia es ya de común aceptación,
el ritmo del devenir histórico
se
acelera en los mismos términos de un río cuyas aguas, conte­
nidas o graduadas hasta determinado momento por una presa,
irrumpen violentamente al romperse el dique que las contenía.
Pero si el mito es intermediario entre la tebría y el acaecer
histórico a través de la imaginación de los hombres, ¿ cuál fue la
teoría inspiradora del mito de la Historia, de su devenir inconte­
nible? A mi juicio, y sin llegar a duda, se trata del racionalismo,
que es el acontecimiento intelectual que caracterizó a la Moderni­
dad y constituyó a la vez una teoría filosófica, una concepción del
universo, y, en ciertos aspectos, una religión para el hombre mo­
derno.
El racionalismo debuta con la modernidad en el sistema carte­
siano,
y se extiende, bajo modalidades y sistemas diversos, a lo
largo de toda nuestra Edad. Aunque su esencia y su designio prn­
fundo no siempre sean conscientes para sus autores, el racionalis­
mo constituyó
un esfuerzo gigantesco por sustituir la visión teo­
centrista del universo
por otra en que el hombre y su razón
se constituirían en el centro y clave del mismo. El mundo deja
de ser un conjunto de seres contingentes que reclaman la exis­
tencia de
un Ser Necesario, oara trasladar esa condición de ser ne­
cesario desde Dios al mundo· en que vivimos. No es que el ra­
cionalismo adjudicase la necesidad a cada una de las cosas reales
existentes,
ya que esto pugna con la experiencia, pero sí al mundo
universo considerado como unidad. N esotros
vemos unas cosas
como necesarias
y otras como contingentes. Un teorema matemá­
tico, si lo he comprendido, me aparece como algo necesario por­
que se refiere a relaciones entre esencias.
En cambio, las cosas
existentes en
la naturaleza o acaecidas en el tiempo me aparecen
como contingentes. Según la concepción racionalista, la contingen­
cia no es algo real, sino
un defecto de nuestro modo de ver las
cosas de nuestra capacidad de conocer. En ,un conocimiento adecua­
do, perfecto, de las cosas de la naturaleza, éstas se verían tan ne­
cesarias
-como cualquier proposición ffiatemática. Porque el uni­
verso
es en sí necesario, tiene una estructura racional, y su clave
se halla escrita en signos matemáticos. Laplace acertó a expresar
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la tesis general del racionalismo en una forma muy gráfica: ,rs¡
una inteligencia humana potenciada -dice--llegase a conocer el
estado y funcionamiento de todos los átomos que componen el
universo, éste le aparecería con la claridad de un teorema mate­
mático :
el futuro sería para ella predecible y el pasado deducible."
Es decir, para el racionalismo la realidad no se halla asentada so­
bre unos datos creados contingentes, que podrían ser otros cliferen­
tes; ni en su desenvolvimiento hay tampoco contingencia
-indeter­
minación o azar~, sino que la existencia es un desarrollo necesario,
algo de naturaleza racional que, conocido
en sí mismo, se identifica
con su propia esencia. La realidad no es una cosa _contingente que
recibió
La -existencia y necesita un ser necesario como causa,
sino que, en_ su ser total, es un ser necesario, algo que descansa
en sí mismo y se explica por sí. t
Esta concepción intenta así sustituir la anterior visión teocen­
trista del universo -a Dios mismo como causa y explicación de
cuanto
es---1 por la razón, que concibe como la estructura íntima de
la realidad toda y el instrumento adecuado para penetrarla absolu­
tamente, sin residuo.
El mundo queda así desprovisto para el racio­
nalista de todo misterio y de toda instancia sobrenatural inasequible
para la razón: sólo existían
problemas susceptibles de ser afron­
tados racionalmente.
El racionalismo, como concepción del universo, inspiró en su
primera época el mito del progreso indefinido. Como mito, el wo­
gresismo constituia a modo de bandera e ideal último para hombres
y grupos que no poseían intelectualmente la idea recionalista en su
esencia e implicaciones, pero que compar.tían la actitud vital de tal
ideología. Según este
núto ambiental, la humanidad debe avanzar
siempre en un progreso, en cuyo término se hallará el conocimien­
to omnicomprensivo o total de la realidad, es decir, esa visión de
las cosas que nos pintaba Laplace, en
la que todo aparece con la
evidencia de lo necesario. No es que el progresismo crea en la po­
sibilidad práctica de que los hombres lleguen alguna vez a ese es­
tado, pero cree
en la posibilidad teórica, porque la realidad tiene
en
sí una estructura racional, necesaria, y la marcha del saber hu­
mano debe ser un constante
aproximarse a ese ideal cognoscitivo.
l..,as ciencias oscuras -la Teología y la Metafísica-que no se
asientan en inmediatas inhliciones racionales no son más que cons­
trucciones arbitrarias que la imaginación humana levanta-sobre sec­
tores de la realidad a los que aún no
ha llegado la luz de la cien­
cia, pero cuya vigencia irá siendo paulatinamente restringida por
el
progreso del saber científico. Como todo mito, el del progreso en-
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!raña algo de fe para quien lo afirma, al igual que el propio racio­
nalismo conserva en su profesión por los hombres algo de paradó­
jicamente religioso que provoca adhesiones tan dogmáticas como
las de una fe profunda. Nadie, en efecto, ha alcanzado la omnis­
ciencia
-término del progreso---ni el desarrollo científico ha al­
canzado nunca los límites de las supremas y resolutivas causas : su
aceptación implica nn acto de fe no menor que el de quien espera
la resurrección de la carne.
En los tiempos de su vigencia, el mito del progreso inspiró en
las mentalidades -más o menos confusamente-- la idea de un fu­
turo luminoso dirigido por la razón y llamado a enterrar a un
ayer sombrio que fue obra de la creencia ciega, de poderes irra­
cionales. Sin embargo,
el mito del progreso tenía algo de pasivo
y confiado, al modo de la Ilustración, aquel primer racionalismo
prerrevolucionario que se limitaba a esperar el advenimiento de .la
época de las luces por la misma paulatina superación en las men­
tes
de "la superstición y la rutina". El progresista profesa el mito
de la razón y espera
en ella -se cree quizá en el secreto del de­
venir histórico-, pero no adopta todavía una postura activa hacia
el futuro ni
se, siente llamado a_ intenrenir en su curso. Es amigo
de las innovaciones y no muestra ningún apego hacia la estabilidad
ni hacia las formas y valores pretéritos, pero no es todavía un re­
volucionario.
El segundo gran mito que el racionalismo moderno engendró
y difundió en los espíritus fue
el de la revolución. Este reconoce
su origen remoto
en la idea roussoniana de que la sociedad histó­
rica, creada y mantenida por las viejas creencias y supersticiones,
constituye un obstáculo para el progreso de la razón y de la hu­
manidad. Que éstas
se ven ahogadas en un mundo donde la bon­
dad natural
del hombre naufraga en la superstición y la hipocresía
que un ambiente irracional le imponen.
El origen _próximo del mito revolucionario y de su difusión
en la mentalidad contemporánea hay que buscarlo en la idea mar­
xista
de un posible apresuramien,to de la dialéctica de la Historia
mediante la acción revolucionaria de una clase o de un partido Esta
difícil armonización entre el determinismo de un proceso económi­
co cuyo sentido y leyes se conocen, y la libre acción de un grupo,
otorga
al espíritu revolucionario actual su fuerza y la seguridad en
su destino: su empuje, el ejercerse a favor de la corriente misma
de la Historia, otorga la garantía de un éxito final y la potencia­
ción inmensa que emana de la dialéctica de los hechos.
El mito de la revolución supone en todo caso una exigencia de
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ruptura con el pasado que se imagina como un conjunto de órde­
nes Superados, y también con el presente, en el que ve una estruc­
tura estancada que dificulta el alumbramiento final de una nueva y
luminosa realidad. Supone también, en su aspecto positivo,
Ja idea
de que la raz9n y la técnica pueden edificar, sobre las ruinas de
ese mundo decaído, la futura Ciudad del Hombre, el paraíso sobre
la Tierra, definitivamente adaptado a las necesidades humanas. El
término revolución se presenta hoy como el más sugestivo para el
hombre medio contemporáneo: Significa, en el fondo, no ya la ra­
zón (o el hombre) transformándose por el progresO' en Dios o en
la clave del universo, sino el hombre mismo actuando como· Dios
en la construcción técnica de un mundo nuevo según la medida
humana.
Todos los partidos nuevos triunfantes en las naciones actua­
les, especialmente en aquellas que irrumpen en el panorama palí­
tico por nueva creación, se titulan revolucionarios y acusan de con­
trarrevolucionario al partido dominante hasta el momento, el
cual,
en su
día, se tituló también revolucionario. En la perpetua ebulli­
ción política de los países hispanoamericanos, hace no más
de cua­
renta años, los gobiernos eran siempre liberales o progresistas, y
llamaban revolucionarios, con sentido peyorativo, a los insurgentes.
Hoy no existe gobierno que no reclame para sí el nombre de re­
volucionario o de super-revolucionario como
el título más hono­
rable.
Pero uno y otro mito -el ya caduco del progreso y el actual
de la
revolución-poseen una base común y más amplia: el mito
de la Historia, que otorga a ésta
el carácter de un flujo inconte­
nible y sagrado que, encaminándose siempre hacia metas de mayor
racionalidad, es aplaudido por el progresista y apresurado por la
acción del revolucionario.
ResuJta curioso observar cómo hoy, cuando el mito de la revo­
lución
ha anulado por completo al mito del progreso en la mente
de los hombres, y cuando la realidad de la aceleración de la His­
toria va superando al propio mito de la Historia, reaparece la pa­
labra y la idea pregresista precisamente en el seno de la Iglesia
católica, por inverosímil que ello parezca.
Hoy, en efecto, se enfrenta dentro de la Iglesia y a su actitud
tradicional un llamado jirogresismo católico, que reconoce sus orí­
genes en los ya antiguos movimientos de la democracia cristiana
y del liberalismo católico. Precisamente cuando la Iglesia católica
abriga muy sentidas ilusiones ecumenistas y espera el acercamiento
a Roma de las iglesias separadas, la opinión en su seno de la ac-
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titud católica tradicional y de la progresista se hace tau radical y ad­
quier
formas tan agrias, que hubiera dado lugar a un peligroso cis­
ma si no fuera por el hecho de que tal oposición no se refiere al
orden puramente dogmático, aunque pueda rozar el dogma de la
Comunión de los Santos y la concepción comunitaria de la Iglesia.
La perplejidad inicial surge espontánea: si el mito del pro­
greso
y la actitud progresista nacieron de la concepción raciona­
lista de universo, concepción esencialmente anti-teocéntrica, de ins....
piración profundamente antirreligiosa, ¿ cómo puede adaptarse y re­
surgir en un llamado
progre.so católico-, aparente con.trad>ictio in ter­
minis? La Iglesia católica, en efecto, ha resultado hasta aquí inmu­
ne al mito de la Historia y a sus dos formas progresista y revo­
lucionaria
por razones distintas a las que en otro tiempo oponían
las comunidades históricas y políticas a tal mentalidad. Si éstas se
oponían a la subsunción de su propio tiempo histórico en un tiempo
universal por razones naturales emanadas de su
sentido de conser­
vación, la Iglesia había de oponerse, aún más radicalmente, por ra­
zones sobrenaturales.
La posesión de una verdad teológica abso­
luta y la concepción
de uu fin y una norma moral esenciales para
el hombre no parecen conciliahles con la nocióu del flujo perma­
nente de la Historia y del imperativo
de esencial evolución del ser
humano,
de sus formas de vivir y de relacionarse. Por eso mismo,
la Iglesia romana ha sido durante los tres últimos siglos un re­
ducto del tiempo vivido,
de· su ritmo humano, pausado, frente a
1a inaudita aceleración del tiempo exterior, vencedor de las mentes
y de las corporaciones humanas a través del mito de la Historia.
Su estructura profundamente diferencíada y autonomista, su espí­
ritu sanamente cortservador, su coherencia y continuidad, su espon­
tánea aversión
al cambio repentino, su sentido de estabilidad supra­
histórica, hicieron
de ella un refugio de paz y un faro de orienta­
ción
y serenidad. Un europeo del siglo xv1 que renaciera en nues­
tros días, sólo
en la Iglesia podría reconocer su mundo, los valo­
res y las formas que respetó,
el sentido de la existencía: todo lo
demás del horizonte
humano le resultaría tan ajeno y desconocido
como la superficie del planeta Marte.
Llegó, sin embargo, un momento en que la aceleración de la
Historia en el mundo extra-eclesiástico separó a la Iglesia del lla­
mado "mundo moderno", con un contraste cada vez más acentua­
do de espíritu, lenguaje y estructuras. Surge entonces en muchos
cristianos y eclesiásticos
una im.preSión de malestar ante un mundo
exterior
vertiginoso que parece escapar de su ·eSféra de compren­
sión y de influencia; un· mundo con el que ya ni siquiera se dia-
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LA ACELERACION DE LA HISTORIA
loga. Surge asimismo el cansancio de una ¡permanente actitud de
oposición y de lucha, junto al anhelo de un "arreglo de cuentas"
con el mundo circundante que permita a la Iglesia situarse en el
como un poder más en posición normal, respetada y aun influyen­
te. En efecto : en un mundo que sólo valora la eficacia en la ac­
ción, que sólo conoce problemas económicos -Y sociales en cuanto
económ-icos~, que sólo aspira a producir más en un ambiente pro­
gresivamente tecnificado,
¿ qué sentido puede tener la vida contem­
plativa o el sacrificio expiatorio? "En una mentalidad racionalista
y organizadora, ¿ qué valor puede otorgarse al misterio y a la gra­
cia?
En una "sociedad de masas" en que sólo existen individuos­
número frente a Estado tecnocrático, ¿ qué lugar conceder a los ri­
tos, la comunión de las almas, la unción del sacerdote? En una mo­
ral de situación o de eficacia,
¿ cómo mantener la rigidez preceptiva
de una moral de principios o de re-ligación?
La tentación es entonces demasiado fuerte, y a ella responde
por entero el llamado progresismo católico. Todo el problema se
reduce
para él a un retraso de la Iglesia católica que no ha evo­
lucionado según el ritmo de los tiempos y
ha dejado de responder
a las exigencias de la Historia. Bastará entonces con un arreglo
de
pesas y medidas con el mundo moderno para que una Iglesia
debidamente dispuesta vuelva a dialogar con ese mundo y ocupe
en él un puesto de ¡xxler --110 ya rector-, pero sí respetado y
nunca más en situación de lucha y condenación de ese mundo.
La labor consistirá en minimizar la fe y la moral reduciéndola
a lo que haya de
estiinarse esencial, en limar cuantas aristas rocen
a la mentalidad y formas de yjda modernas para demostrar al mun­
do de hoy que ser católico viene a ser lo mismo que no serlo, y
que tal profesión en nada choca con las exigencias de la yjda ac­
túal. Consistirá asimismo en limitar la vida religiosa al interior de
las conciencias, abandonando toda pretensión comunitaria de que
la fe informe jurídica o políticamente la vida de los pueblos.
La idea es antigua y ronda la mente humana desde la crisis no­
minalista del siglo ·x1v, que cerró la armonía medieval entre la fe
y la razón y fue anuncio de la Modernidad. Haciendo del hecho
religioso algo puramente subjetivo
y declarando inaccesible para
la razón el orden sobrenatural, se otorga autonomía al pensamien­
to y se seculariza el orden político. El prot,stantismo sacó las con­
secuencias de tal doctrina con su. teoría de la justificación por la
fe (virtud infusa) y del libre examen, afirmando que ninguna auto­
ridad humana puede mediar entre el alma y Dios y que la Iglesia
sobra. La obra de Maritain traslada, después de cuatro siglos.
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RAFAEL GAMBRA
esta mentalidad al campo católico mediante su teoría p•ersonalista,
consumando así cuanto, más o menos tímidamente, propugnaron
las democracias cristianas.
Esto, y un lenguaje aséptico en el que
los términos derecho, paz y toleran,cia hagan intercambiables los
mensajes
cristianos con los de la ONU o de la Cruz Roja Inter­
nacional,
com,pletarán esta apertura de la Iglesia hacia el mundo
moderno
y el ideal progresista de nna fácil y provechosa "puesta
al día" del catolicismo.
La actitud progresista católica no consiste, por lo tanto, en
en,cajar los hechos de una sociedad concreta que ha dejado de ser
cristiana o que vive extrovertida ,por la vorágine tecnocrática, ni
siquiera en adaptarse en lo posible a ella. Se trata más bien de in­
corporarse a su espíritu, a sus estructuras, a su mentalidad, de dar­
los como buenos, de aceptarlos
corno cristianos, como dice Mari­
tain en frase que recuerda --en fondo y en forma-a otra bien
conocida de Sartre: "El Sacro Imperio medieval (la cristiandad)
fue liquidado de hecho, primero
por los tratados de Westfalia ( en
que terminaron las guerras de religión), finalmente por Napoleón
(que consumó la Revolución francesa).
Pero subsiste todavía en la
imaginación como un ideal retrospectivo. Ahora nos toca a nos­
otros liquidar ese
ideal'". Para este enterramiento del catolicismo
constantiniano,
de la Contrarrefor'JIM., o de la cr:istiandad comuni­
taria, los católicos progresistas tienen una
pTenda o subsidio que
entregar a
-la sociedad laica para alcanzar la deseada reconciliación
de la Iglesia con el mundo moderno y hacerse perdonar un pasa­
do de prejuicios y anatemas: esa prenda es España
o, más exacta­
mente, la unidad religiosa que los españoles preservaron hasta este
siglo, y que, tras breve eclipse, redimieron mediante indecibles
sufrimientos y martirios en la lucha de 1936-39. Al igual que los
aliados tras la última guerra mundial compraron la coexistencia
con el mundo soviético
al precio de entregar a éste media Euro­
pa, así estos cristianos quieren utilizar a España como
boúc émi­
sai,-e para obtener su saldo de cuentas con el mundo actual y sus
poderes. Que nadie recele en ese mundo que su actitud entraña una
hipótesis táctica para alcanzar una tesis que se mantiene de hecho
en algún país.
Si tal país existe, se entrega en prenda de sincera
conversión y se le impone una laicización artificial, si preciso fuere.
De esta nneva actitud de la Iglesia surgirá, según ellos, no
sólo la paz y
el diálogo con el mundo moderno, sino el ecumenis­
mo católico que acabe con
el recuerdo de las luchas de religión
e incluso con las mismas diferencias religiosas.
No se trata en ellos
de un sano espíritu ecumenista que tienda una mano caritativa a
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iglesias como las orientales, separadas más por razones históricas
que dogmáticas. Se trataría más bien de diluir las diferencias con
p,rotestantes, con judíos, con otras religiones, con los deí:Stas ... ,
siempre difuminando y ensanchando los límites, el perfil, de la
Iglesia, que así, a fuerza de querer serlo todo, acabaría por no
ser nada.
El progresismo católico ignora la grandeza de la Iglesia en
esta hora y su signifi'.cación histórica frente a un mundo lanzado
al vértigo de la revolución continua por el mito de la Historia y
la ruptura de los diques humanos que contenían antaño la acelera­
ción del proceso histórico. Al propugnar su incorporación a esa
dinámica y a su ritmo, desconoce la misión providencial de la Igle­
sia que ha mantenido el sentido de la continuidad y de los límites
en un tiempo interior o continuo,
y librado así a los hombres de la
completa incoherencia
y de la corrupción. Iguora también el sen­
tido
del silencio de Cristo que rehusa responder desde la Cruz: a
quienes le dicen que se salve a sí mismo y que, durante su vida,
se niega a dialogar con quienes le hablan :procurando tentarle, y con
el diablo, que le ofrece la posesión de toda la Tierra.
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