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Educación, libertad y verdad

 

Introducción

Han pasado cuarenta y siete años desde el libro de Cristopher Dawson sobre la crisis de la educación occidental[1], treinta y seis años desde el congreso de la Ciudad Católica en Lausana de 1973 sobre la educación[2], treinta desde el libro de Estanislao Cantero[3] y no sé cuántos de las denuncias de las reformas educativas hechas por Julián Gil de Sagredo[4], por no mencionar a Maritain, que en 1941, ya había empleado la expresión de “emergencia pública” para referirse a la situación de la educación moral[5]. Tantos años después de esas llamadas de atención, declarar el estado de emergencia educativa suena a eufemismo bienintencionado y tranquilizador, que  oculta la cruda realidad. La enseñanza no está en una situación de emergencia que exija tomar precauciones extraordinarias ante un peligro, es más bien zona devastada por una catástrofe, ante la cual sólo cabe reunir fuerzas para salvar lo que se pueda. No hace falta haber pertenecido a instituciones pedagógicas diversas durante muchos años, como a mí me ha sucedido, para darse cuenta de ello; cualquiera tiene demasiadas anécdotas y posee sobrados datos para saber que es así.

Mi ponencia, que se titula “enseñanza, libertad y verdad”, tratará de mostrar las raíces de este desastre en tres apartados, que se pueden titular “la verdadera educación”, “la educación liberal” y “la educación en la libertad y en la verdad”, título este último que apenas tiene sentido, pero que remeda el género de las vaguedades que dicen hoy los clérigos cuando tratan de la educación.

 

La educación verdadera

Quizás la teoría más sensata sobre la educación, que alcanzó el hombre con las solas fuerzas de su inteligencia natural, se halle en la Política de Aristóteles, a pesar de que se trata probablemente de un escrito todavía demasiado influido por Platón, cuyas ideas educativas no eran siempre sensatas.

Al indagar sobre la constitución que debería tener la ciudad ideal, Aristóteles empieza por estudiar los fines que debe perseguir el gobierno y los medios que para ese fin se necesitan. Aristóteles considera evidente que ese fin es la felicidad, la cual se alcanza sólo cuando se tiene perfectamente actualizada la virtud y, más concretamente, cuando se ponen en acto las más elevadas facultades, que son las racionales[6]. A este respecto, insiste Aristóteles en que no hay una disparidad entre el fin del gobierno y de los ciudadanos, sino que tanto uno como otros deben buscar las esas virtudes superiores[7]. En una sociedad, donde los ciudadanos participan en el gobierno, como debe ocurrir en la sociedad ideal[8], no es uno el fin del gobierno y otro el de los gobernados, pues tanto la colectividad como los individuos deben perseguir la perfección de la virtud que es donde reside la felicidad. Esta observación es de gran importancia para el asunto de la educación, que Aristóteles trata un poco después en cuanto medio para alcanzar el fin de la ciudad. Porque cabe que se conciba de manera distinta el fin de la comunidad y el de los ciudadanos, como ocurría, por ejemplo, en Esparta, donde los gobernados eran entrenados para la guerra, y el fin del gobierno era la dominación, o la hegemonía sobre otros estados. Dado ese fin dominador del gobierno, se explica que no pueda ser igual que el fin de los individuos, porque, si se educara a los ciudadanos también para la dominación, todos querrían mandar y, como eso produciría luchas internas que acabarían como el poder estatal, es necesario que los gobernados sean educados servilmente, como instrumentos de guerra, y que el gobierno sea despótico[9].

Siendo, pues, las virtudes mas elevadas el fin de la ciudad y de los ciudadanos, el medio que tiene el gobernante para que niños y jóvenes estén en disposición de alcanzarlo es la educación. Para que el hombre adquiera esa disposición, es decir para que se convierta en un hombre de bien, se necesitan tres cosas: la naturaleza, el hábito y la razón[10]. Por naturaleza entiende aquí Aristóteles la naturaleza del hombre[11], que no es fruto de la educación, sino que tiene que darse previamente: no se puede hacer hombres virtuosos de otros animales que no sean los hombres. En cambio, el hábito y la razón se adquieren, son objeto de educación. La educación debe perfeccionar tanto la voluntad como la razón; debe producir en el alumno las virtudes éticas, como la fortaleza o la templanza, que son en cierto modo subordinadas y, luego, debe poner al alumno en disposición de adquirir otras virtudes que se buscan por sí mismas y que son de carácter contemplativo. La educación, que consiste en la actualización de las potencias humanas, debe ser armónica, porque el desarrollo de la voluntad exige la dirección de una razón verdadera, y la razón necesita de la voluntad inclinada al bien para ejercer su operación, tanto en el terreno de la práctica como de la teoría. La educación es, pues, de todo el hombre y no sólo de sus hábitos o de su razón, y no sólo de la razón teórica ni sólo de la práctica, sino de toda ella. El resultado es el hombre educado, que no es el que conoce sólo una disciplina, sino el que es capaz de juzgar correctamente sobre una asunto cualquiera[12].

No insistiré en todo esto, que es bien conocido, pero sí en que la educación no es un medio para obtener hombres: la naturaleza humana es un presupuesto de la educación, ser hombre no es cosa que se haga en la educación. El hombre se hace en la generación y desaparece con la corrupción, pero el que es hombre no puede ser más o menos hombre, ni que sí mismo ni que otro. La substancia no admite el más o el menos, como las disposiciones o las virtudes, que sí pueden ser mayo res o menores y pueden aumentar o disminuir. Podemos volvernos más virtuosos, más fuertes o más sabios, pero no más hombres. Para Aristóteles, como para cualquier persona de sentido común, no contaminada por la verborrea moralizante de nuestros días, hacerse hombre, aprender a vivir o llegar a ser uno mismo, es para el hombre un imposible, no porque sea algo inalcanzable, sino porque ya es todo eso. Nada que sea puede llegar a ser lo que ya es. No podemos llegar a ser hombres o aprender a ser uno mismo o a vivir, porque ya somos hombres, y somos lo que somos, y estamos, en cuanto somos hombres, viviendo. Tales cosas no son operables, no las podemos hacer porque necesariamente son ya así, mientras somos.

Esta teoría de la educación como saber práctico que se aplica al hombre, niño o joven, cuyas potencias no se ha desarrollado y que necesita de la sociedad para alcanzar su perfeccionamiento, se funda en el conocimiento de la naturaleza de las cosas, del sujeto al que apunta la educación, de sus capacidades y del fin al que puede aspirar dentro del orden del universo. De ello resulta, en resumen, que el sujeto sobre el cual recae la educación es el niño y el joven, cuyas facultades están en potencia, y que, como ser sociable por naturaleza, necesita la ayuda de sus semejantes para empezar a desarrollar esas capacidades; que la instancia suprema que se ha de ocupar de la educación es el gobierno de la ciudad; y que el fin es la felicidad. La educación aristotélica, basada en el conocimiento sólo natural del orden del universo no apunta como fin de la vida y consiguientemente de la educación más que a la felicidad terrena.

El conocimiento natural del orden del universo, en que se apoyaban las concepciones paganas de la pedagogía, como la de Aristóteles, fue completado y perfeccionado por la Revelación, que la Iglesia está encargada de custodiar. Bajo esta nueva luz, la educación, como todo lo que se refiere a la acción humana, adquirió un horizonte de una amplitud que no logró avizorar filosofía pagana alguna, por razonable que fuera. No hay mejor guía que la encíclica Divini illius magistri de Pío XI, para comprender el sentido católico de la educación y la transformación que supuso de la educación clásica. El primer perfeccionamiento, introducido por esta nueva perspectiva sobrenatural sobre la educación aristotélica, se refiere a su fin, que deja de ser la felicidad terrena, para convertirse en “el fin sublime para el que ha sido creado el hombre”. El segundo es que ya no es suficiente el saber adquirido por las facultades naturales del hombre, sino que, “en el orden actual de la Providencia, o sea después que Dios se nos ha revelado en su Unigénito Hijo, único que es camino, verdad y vida, no puede existir educación completa y perfecta, si la educación no es cristiana”[13]. Por ello mismo, en tercer lugar, la competencia suprema acerca de la educación recae, no sobre el gobierno de la ciudad, sino sobre la Iglesia. “El mismo Dios –dice la encíclica– ha hecho a la Iglesia partícipe del divino magisterio y, por beneficio divino, inmune del error; por lo cual es maestra, suprema y segurísima, de los hombres y lleva en sí misma arraigado el derecho inviolable a la libertad de magisterio”[14]. Derecho de la Iglesia que “comprende a todas las gentes, sin límite alguno, según el mandato de Cristo: Enseñad a todas las gentes; y no hay potestad terrena que pueda legítimamente disputar o impedir su derecho”[15]. Lo cual, por supuesto, no impide que también la familia y el Estado tengan responsabilidades en la tarea educativa, aunque siempre subordinados al orden sobrenatural al que pertenecen los derechos de la Iglesia. En fin, el sujeto de la educación no es sólo la naturaleza en potencia, sino la naturaleza caída e inclinada al pecado[16]. Estas cuatro transformaciones –que no negaciones– determinan una nueva concepción de la educación, que deja de ser sólo actualización de potencias, para convertirse en colaboración con la gracia para alcanzar la salvación del hombre caído pero redimido[17].

De esta concepción de la educación, apoyada en la consideración de la naturaleza y de la Revelación para situar al hombre en el conjunto del orden real y saber así cuál es su fin, surgió la maravillosa obra docente de la Iglesia a través de los siglos. Sus logros se han mantenido hasta el s. XX, en las escuelas cristianas para los c re yentes y, en las misiones, para los que no lo son, como una isla en medio de la tempestad desatada por la educación laica y des-arraigada de toda cultura que denunciara Christopher Dawson.

La encíclica de Pío XI, surgida del contacto con el error, como todas las clarificaciones eclesiásticas, va dirigida precisamente contra esa pedagogía laica. Lo dice en los primeros párrafos: se opone a la pretensión que las modernas teorías pedagógicas tienen de lograr por medio de la educación la felicidad terrena, fundándose “en todo o en parte, sobre la negación u olvido del pecado original y de la Gracia y, por lo tanto, sobre las fuerzas solas de la naturaleza humana”[18] y dejando en el olvido a Dios y el fin último al que está llamado todo ser humano. De ahí las innumerables teorías pedagógicas modernas, cuya incesante agitación pone de manifiesto cómo hierran en lo principal, que es el fin mismo de la educación. Más concretamente, se refiere a “esos sistemas actuales de varios nombres, que apelan a una pretendida autonomía y libertad ilimitada del niño y que disminuyen o aun suprimen la autoridad y la obra del educador, atribuyendo al niño una preeminencia exclusiva de iniciativas y una actividad independiente de toda ley superior natural y divina, en la obra de su educación”. Tales métodos de educación cometen el error de fundarse “en todo o en parte, sobre la negación u olvido del pecado original y de la Gracia y, por lo tanto, sobre las fuerzas solas de la naturaleza humana”[19].

En otras palabras, la encíclica se enfrenta a una pedagogía que parece retornar a la pedagogía pagana, en cuanto deja de lado el pecado original, busca la felicidad sólo terrena por medios mera-mente humanos y entrega al Estado la dirección suprema de la educación, pero no constituye un verdadero retorno, porque pre-coniza el método de conferir al niño una autonomía y libertad de iniciativa completas.

 

El liberalismo educativo

Frente a la concepción cristiana, que perfecciona la pedagogía natural de Aristóteles, se sitúa la pedagogía moderna, cuyo máximo inspirador es Rousseau. El autor del Emilo no era un educador que vertiera en sus teorías el fruto de su experiencia. Había ejercido el oficio docente de diversas maneras a lo largo de su azarosa vida, pero, en su obra pedagógica, se presenta a sí mismo como incapaz de ejercer la profesión de preceptor de nadie y declara que su teoría educativa se refiere a un sujeto de su invención, indeterminado e irreal, al que dio el nombre de Emilio[20]. En otras palabras, Rousseau se propone ofrecer un método educativo nuevo que deja de lado toda su experiencia y cualquier relación con una realidad contrastada. Eso no quiere decir que en el Emilio, no haya agudas observaciones sobre el desarrollo del niño y justificadas críticas a las costumbres decadentes que prevalecían en la educación dentro de los estratos más elevados de la sociedad francesa del XVIII. Pero todo ello no es usado más que para hacer verosímil una concepción educativa que parecer proceder, más bien, de una rebelión interior contra todo lo que quedaba de la sociedad y la cultura tradicionales.

El núcleo de las doctrinas pedagógicas de Rousseau no entronca tampoco con una teoría sobre el orden de las cosas en el mundo y del puesto que en él corresponde al hombre. No pretende, como la filosofía de Aristóteles, o de otras concepciones realistas, apoyarse en ninguna doctrina metafísica, para determinar los fines del hombre y los consiguientes medios educativos, que pongan al niño o al joven en el camino de alcanzarlos. Y es que Rousseau, en sus desordenadas lecturas de autodidacta, había llegado a la conclusión de que los sistemas metafísicos de su tiempo eran no sólo incompatibles entre sí[21], sino que además no decían más que insensateces.

Descartes había empezado por prescindir del conocimiento sensible y de todo lo que aprendido con anterioridad, con lo cual introdujo una radical desconfianza acerca de las dos fuentes originarias de conocimiento que reconocía Aristóteles: el conocimiento sensible y las opiniones con autoridad diversa mantenidas por los demás hombres. Creyó Descartes que podría establecer a priori una metafísica enteramente racional e indiscutible; pero pronto, sobre sus mismas bases, surgieron innumerables sistemas filosóficos enfrentados entre sí. De esa confrontación, que Kant llamó el escándalo de la filosofía, tenía que nacer, en muchos espíritus, la desconfianza de todo saber intelectual acerca de la realidad en su conjunto. De ella fue consciente Rousseau, mucho antes que el propio Kant.

Jamás los hombres dados a la metafísica descubrieron una verdad, y han llenado la filosofía de insensateces que causan rubor en cuanto son despojadas de esas palabras tan grandilocuentes con que vienen disfrazadas[22].

Y de manera similar le resultaba escandalosa a Rousseau la polémica de las religiones reveladas, exacerbada por la proliferación de sectas protestantes, de la cual deduce que ninguna es merecedora de más crédito que a otra[23]. Rousseau prescinde, pues, de las dos guías que en el pensamiento clásico servían para dirigir la vida humana: la metafísica y la Revelación. Y no sólo p rescinde, sino que las convierte en la fuente de los males que padece el hombre, de manera que vienen a jugar el papel que el cristianismo atribuye al pecado original.

Tras esta eliminación radical de la confianza en la metafísica y en la Revelación, desaparece la posibilidad de que conocimiento alguno acerca del orden del universo pueda servir de fundamento para la teoría de la educación. No queda más guía, para la propia vida y para la ajena, que lo que el hombre pueda hallar en su interior. Y ahí, en la conciencia del hombre, es donde Rousseau busca tanto el fin de la vida humana hombre como los principios morales a que debe atenerse.

El fin consiste en ser lo que se es, es decir en ser hombre[24], o si se prefiere, en ser uno mismo[25], en vivir[26] o en ser libre[27], todo lo cual equivale a dejarse llevar de la espontaneidad natural, sin las trabas procedentes del mundo externo. Las aspiraciones del hombre no han de situarse en una supuesta felicidad futura, a costa de una vida sacrificada, cosa de la que se mofa Rousseau[28], sino que reside en la vida presente y en la consecución de la libertad, entendida como realización hic et nunc de los deseos naturales[29].

La norma moral, que a tal fin apunta, se halla también en el interior del hombre. Pues en la conciencia reside el puro sentimiento del bien[30], que es regla segura para dirigir la propia vida en cualquier circunstancia. Según Rousseau “es suficiente que me consulte acerca de lo que quiero hacer: todo lo que siento que es bueno, lo es; todo lo que siento que es malo, es malo”[31]. Ahora bien, para que se ponga de manifiesto ese sentimiento moral, sólo ha de evitarse que los deseos sean inflamados, tergiversados o desviados, por las costumbres, la filosofía y la religión organizada que transmiten maestros, filósofos y sacerdotes[32]. Los prejuicios filosóficos y religiosos, que la sociedad impone a la mayoría de los hombres, les hacen concebir la esperanza de una felicidad remota e inalcanzable, que es en realidad la fuente de toda la infelicidad humana. Las buenas costumbres, la filosofía y la religión, bajo la pluma de Rousseau, pasan de ser orientación para la existencia humana a ser raíz de todo extravío.

Se dirá quizás que Rousseau, hombre de su tiempo, admite un cierto conocimiento de la religión y del orden del universo cuando, en la profesión de fe de un vicario saboyano, describe el desvaído saber llamado religión natural, o teísmo[33], que surge de la ingenua y sentimental contemplación de las bellezas naturales y se pretende ajeno a cualquier re velación y a cualquier iglesia, o secta religiosa. Este conocimiento, sin embargo, no proporciona directamente precepto alguno que pueda servirnos de orientación en la existencia. Sólo tiene el papel de encarnar en el hombre la bondad divina. Pues, si de ese dios nebuloso sabemos sólo que es bueno y que nos ha hecho libres a su imagen y semejanza, tendremos que adquirir conciencia de nuestra superior dignidad natural[34] y habremos de admitir que en el interior de todo hombre reside la ley a que deben acomodarse nuestros actos.

La conocida doctrina de Rousseau sobre la bondad natural del hombre es, en el fondo, una divinización del hombre, y su teoría de que la maldad procede de la civilización es una “demonización” del cristianismo. El teísmo no es más que un parche incoherente, que sirve para transferir al hombre el atributo divino de la bondad y sus derechos de legislador universal. Bastará, luego, con eliminar ese parche y declarar la soledad de la vida humana, para que se opere la transmutación de todos los valores, para que el hombre se haya transformado en dios, y sus actos se vuelvan esencialmente buenos, o inocentes, ya que nada habrá, fuera de la vida, para juzgarlos[35]. Ese paso lo dará Nietzsche, un siglo después, cuando una mayor decadencia del pensamiento y de las costumbres lo permitan.

La educación que se sigue de esta concepción de la felicidad y del hombre es de todos conocida. Se trata de una educación puramente negativa, que debe dedicar todos sus esfuerzos a preservar el instinto o la conciencia sentimental de lo bueno y de lo malo para el hombre, sirviendo de valladar contra la adquisición de hábitos y contra los engaños de la metafísica y la religión, inventados por la sociedad humana. No me resisto a la tentación de citar estos conocidos párrafos, que nos dan idea del “método” educativo de nuestro autor: 

La primera educación debe ser, pues, puramente negativa, la cual no consiste ni en enseñar la virtud ni la verdad, sino en librar de vicios el corazón y el espíritu del error. Si pudierais no hacer nada, ni dejar hacer nada, si lograrais tener sano y robusto a vuestro alumno hasta la edad de doce años, sin que supiera distinguir su mano derecha de la izquierda, desde vuestras primeras lecciones se abrirían lo ojos de su entendimiento a la razón sin baches ni preocupaciones[36].

El único hábito que se debe dejar adquirir al niño es el de que no contraiga ninguno: (….) no acostumbrarle a presentar una mano más que otra (…) a dormir o a hacer tal o cual cosa a una hora más que a otra. (…) Preparad de lejos el reino de su libertad (…) poniéndole en condiciones de ser siempre dueño de sí mismo, y de hacer todas las cosas según su propia voluntad así que la tenga[37]

En resumen: por su declarada hostilidad a la Iglesia, a la filosofía y a las costumbres, Rousseau viene a achacarles lo que para el cristianismo era efecto del pecado original. Al mismo tiempo, como nada queda por enseñar, concibe la educación, no como transmisión de cultura, sino más bien como agricultura, de modo que el oficio de maestro consistirá sólo en evitar las plagas que puedan dañar la planta del sentimiento naturalmente bueno en el niño y el joven.

Estas doctrinas educativas de Rousseau han tenido una influencia enorme en esa agitación pedagógica de que hablaba Pío XI. Muchas de las máximas educativas que oímos hasta la saciedad proceden de él. ¿Quién no reconoce como parte del acervo pedagógico común las máximas según las cuales el padre o maestro debe ser “un camarada del niño y ganarse así su confianza, participando incluso de sus diversiones”[38] o la de que el niño “nunca aprenderá nada de memoria”[39] u otras como lo de aprender a ser uno mismo y similares? Su obra también tuvo gran repercusión sobre los más conspicuos filósofos. Empezando por Kant, que le sigue en numerosos puntos de su ética, de su teoría de la religión y de sus consideraciones pedagógicas, entre otras cosas. Hasta el punto de que no pequeña parte de su obra viene a ser una fundamentación filosófica de teorías contenidas en los ensayos y escritos novelados de Rousseau. Y, a través de Kant, se puede decir que no sólo la pedagogía, sino casi toda la filosofía que ha prevalecido hasta hoy, tienen importantes elementos de Rousseau.

La teoría pedagógica de Rousseau no es cristiana, pero no a la manera en que no es cristiana la educación pagana, sino a la manera de lo que se ha construido contra el cristianismo. Por eso, el resultado no es un retorno a la educación realista y de sentido común que se hallaba entre las filosofías ajenas al cristianismo, como lo fue la de Aristóteles. Al presentar la encíclica de Pío XI, ya he indicado las críticas que merecen las pedagogías modernas nacidas de Rousseau. Cabe ahora preguntarse qué objeciones pondría la razón natural a todo ello y, principalmente, qué diría Aristóteles.

Si nos atenemos a la terminología aristotélica, carece de sentido proponer, como finalidad de la vida humana, ser hombre o vivir, porque el hombre, como toda substancia, no es capaz de serlo más o menos, como tampoco es más o menos viviente. Aristóteles pone la naturaleza humana como presupuesto de la educación, pero la educación atañe sólo a los hábitos y a la razón. Tampoco ser uno mismo es objeto de acción posible alguna, pues lo que es necesario no puede hacerse y cada cosa es lo que es. Semejante máxima viene a presentar como objetivo de la acción la realización del principio de identidad que es un principio teórico no operable[40].

Evidentemente Rousseau y todos los que le han seguido por ese camino, no entienden esas máximas como acabamos de decir. Lo que pretenden es proclamar la autonomía del hombre, que halla en su propia dignidad la finalidad de la acción, siguiendo los dictados del sentimiento de la moralidad, lo cual se logra sin el concurso del conocimiento metafísico de lo real, sin ayuda de la filosofía en general, sin necesidad de las doctrinas re veladas, ni de su interpretación por parte de la Iglesia. A esto quizás contestaría el aristotelismo que eso del sentimiento no existe. Las afecciones del alma serán conocimientos sensibles o racionales, deseos inferiores o superiores, hábitos adquiridos buenos o malos en todas esas facultades, y pasiones diversas que acompañan a todo ello. Pe ro no hay entidad psicológica alguna, distinta de las anteriores, que sea eso que desde la ilustración se llama sentimientos. Menos aún existe el sentimiento como fuente a priori no racional y evidente de la valoración moral o de determinación legítima de la acción. Porque  la determinación de lo moralmente bueno y malo procede, en la concepción realista, del conocimiento natural del orden de las cosas del mundo, entre las cuales nos hallamos nosotros mismos.

Desde esta misma perspectiva aristotélica, son de prever los resultados de la concepción pedagógica de la modernidad. Quizás se puede presentar ese resultado con la terminología de la Física. En un lugar de esa obra[41], en el cual se ocupa del movimiento, Aristóteles dice que la enseñanza y el aprendizaje son un solo movimiento que se da en dos sujetos: en el motor, en cuanto mueve, y en lo que es móvil, en cuanto es movido, o, para nuestro caso, en el maestro, en cuanto enseña, y en el alumno, en cuanto aprende. El término del movimiento es, en el que enseña, haber producido el saber y, en el que aprende, poseer el saber. Un solo movimiento con la misma finalidad que es la actualización de las potencias del discípulo. En la doctrina de Rousseau sobre la educación, el preceptor se conforma con mantener alejado al alumno de los obstáculos que proceden de la cultura, las costumbre, la filosofía o las iglesias, para que se produzca una educación, que no se concibe como un movimiento en dos sujetos, sino en uno sólo, como el crecimiento de una planta. Se supone que la espontaneidad del alumno hace todo por su propia cuenta, y que adquiere, desde sí mismo, todo el conocimiento que necesita para su perfección en esta vida.

Pero resulta que no es así, que un hombre plantado no florece, ni da frutos, y que, si no se cultivan sus capacidades, se agostan.

Los casos de niños salvajes, conocidos en tiempos relativamente recientes, vienen a apoyar esta crítica al método didáctico de Rousseau. De hecho, fueron como él dice “mantenidos con vida” por alimañas, sin “hacer nada” por educarles antes de los doce años. Y de hecho ni se “abrían los ojos de su entendimiento” ante lección alguna, como pretende el párrafo arriba citado, ni eran capaces de llevar la más mínima vida social. Funcionalmente eran, en realidad, unos retrasados mentales.

Sin llegar a esos extremos, ¿qué ocurre con los jóvenes que se han sometido a las teorías pedagógicas modernas en la línea del Emilio, pero sin sus extravagantes exageraciones? Lo que ocurre es que el alumno, carente de la suficiente actualización de sus capacidades propias de cada momento, desarraigado, sin cultura, sin hábitos ni  costumbres y sin conocimientos suficientes, se convierte en un ser desvalido, inútil ya para recibir una la enseñanza que corresponde al hombre educado y capaz de juzgar por sí mismo de que habla Aristóteles. Inepto ya para encaminarse a la actualización de sus facultades más elevadas, no podrá acceder al fin natural del hombre, pero sí puede ser utilizado para otros fines, por parte del preceptor o del Estado, como de hecho ocurre. El propio Rousseau lo reconoce, en una página del Emilio cargada de consecuencias que su autor no parece haber sopesado muy bien. No por haber sido demasiado citada, podemos dejarla aquí de lado: 

Ya podéis daros cuenta de que seguís un camino opuesto al de vuestro alumno, que cree que siempre es él el dueño, pero debéis serlo vosotros de verdad. No hay ninguna sujeción más completa como la que posee todas las apariencias de libertad, ya que de este modo está cautiva la voluntad misma. ¿No está a vuestra disposición un pobre niño que nada sabe, que lo ignora todo?[42]

Lo que debiera haber sido un movimiento, en que el educador actualiza la capacidad del educando, y que tiene un mismo fin en uno y en otro, se convierte en un movimiento de instrumentalización, en que el discípulo ya no es movido para adquirir una virtud y una perfección de las que quizás es ya incapaz, sino como instrumento inferior al servicio de los fines del que educa. Tal es el resultado de la pedagogía negativa, que anula la posibilidad de reacción por parte del alumno, pues, convencido de que hace las cosas por propia voluntad, pero carente de la capacidad judicativa del hombre educado, hace en realidad lo que otro desea y juzga por él. Ya no se trata de un movimiento en dos sujetos para un mismo fin, sino de uno de los sujetos, el educador, que emplea al o t ro como medio para la realización de sus fines.

Desgraciadamente, estas previsiones que desde el realismo clásico se podían hacer sobre los resultados de la educación negativa, son hoy una realidad. Los viejos profesores se enfrentan a jóvenes sometidos a una pedagogía que alienta el examen de la propia personalidad como medio para volverse auténticamente ellos mismos y cultiva la desconfianza hacia la religión y hacia cualquier verdad. Escépticos y desarraigados, pero atiborradas sus bocas de lugares comunes, esos jóvenes son cajas de resonancia de lo políticamente correcto, están convencidos de gobernar el mundo con su voto, pero son en realidad la más fácil presa concebible para cualquier ideología o superstición. “Pasotas”, hedonistas, ludópatas, “librófobos”, “juergólatras” y, no por ello menos ingenuamente simpáticos, en su mayor parte ya sólo son aptos para aprender una técnica que les permita “ganarse las habichuelas”, pero resultan irrecuperables, con las solas fuerzas naturales, para una educación entendida a la manera aristotélica. Aunque la gracia todo lo puede.

Por su parte la situación anímica de los alumnos, tal como la describe Derrick, no es más alentadora:

En todo el mundo, los jóvenes están entrando en las universidades y colleges por razones que tienen poco que ver con la pura vocación para los estudios superiores. Se convierten en estudiantes casi a desgana, forzados por sus profesores o sus padres, para cualificarse en un trabajo mejor pagado o, sencillamente, como modo de retrasar el gran problema de qué hacer con la vida, alargando entretanto, unos años más, la irresponsabilidad de la niñez. Pero la oferta y la demanda están dolorosamente desequilibradas, y aun cuando la universidad se pliegue a vender aquello que los jóvenes desean, es inevitable la existencia de mucha tensión y amargura[43].

 

La educación en la libertad y en la verdad

La Iglesia se ha enfrentado a esta corriente hasta mediados del siglo pasado. Luego, como en todas la demás esferas, la invasión modernista vino a trastocar el orden pedagógico de la escuela católica. Defecciones educativas anteriores entre cristianos de renombre ya hacían preludiar ese desenlace. Por poner un solo ejemplo, baste recordar el librito de Maritain sobre la educación en la encrucijada, escrito en 1943[44]. En ella, con ciertos remilgos cristianizantes, se conforma con dar la razón a la “las concepciones modernas de la educación, desde Pestalozzi, Rousseau y Kant”, porque han constituido el redescubrimiento de la verdad fundamental según la cual el agente principal y factor dinámico no es el arte del profesor, sino el principio interno del dinamismo de la naturaleza y de la mente del alumno[45]. La tarea del profesor, que deben ante todo respetar la identidad misteriosa del niño[46], se reduce a “procurar una liberación de las energías interiores del agente principal de la educación”, que es el alumno, para que “crezca en eso que podríamos llamar la vida de la mente”. En consonancia con su ideal de un humanismo futuro que superará dialécticamente las antinomias de épocas pretéritas, rechaza Maritain tanto la educación que llama despótica (que, sin decirlo, no es sino la de la educación cristiana), como la educación anárquica o liberal, y propone una síntesis recurriendo a su leitmotif de la distinción entre individuo y persona. La educación consiste en el desarrollo y liberación de la persona, pero no con el fin de que prevalezcan las inclinaciones del individuo o “ego” material, como hace la educación anárquica, ni tampoco sustituyendo la personalidad genuina de cada uno por una personalidad prefabricada, como hace la educación despótica[47].

Para avanzar en la autoperfección no es necesario copiar un ideal. Lo que hay que hacer es que Otro te guíe a donde no quieres ir y dejar que el amor divino, que llama a cada uno por su nombre, te moldee y haga de ti una persona original, no una copia[48].

En otras palabras, la educación no debe ser heterónoma, no debe inculcar desde fuera la virtud en el joven, sino que debe dejarle que despliegue su personalidad auténtica y –eso es lo nuevo– dejar que la vocación o la gracia produzcan en él la perfección cristiana. Se trata del mismo esquema de la pedagogía liberal, pero con un cambio, para darle visos de doctrina católica: la enseñanza es autorrealización de la persona del discente, pero su crecimiento se debe no a un sentimiento natural, como en Rousseau, sino a la gracia que parece concederse universalmente a todos los hombres, sin necesidad de esencial colaboración por parte de predicadores o maestros.

Lo malo de semejante síntesis es que la combinación de contrarios quita su sentido a la mitad de las piezas que integran la explicación católica de la educación. No se ve aquí ni rastro del pecado original, ni la necesidad de que N. S. nos ofreciera su modelo de vida y su enseñanza, ni tampoco de que la Iglesia eduque y corrija.

Por otra parte, en lo que atañe a los derechos de la Iglesia y a sus relaciones con el Estado, no aparece por parte alguna la obligación que éste tiene de someterse en materia de educación a la preeminencia eclesiástica. Pío XI destacó que “la extensión educativa de la misión de la Iglesia comprende todas las gentes”[49], sean o no fieles, y abarca “toda disciplina y enseñanza humana”[50], por lo cual “no hay potestad terrena que pueda legítimamente disputar o impedir su derecho”[51], de modo que en materia educativa ha de aplicarse también el principio según el cual la sociedad civil y el Estado están sujetos a Dios y a su ley natural y debe respetarse el orden que Dios ha establecido entre la potestad civil y la eclesiástica[52]. Sin negarlo explícitamente, Maritain reduce todo ello a que “la potestad civil reconozca la dignidad de la persona” y al “principio del pluralismo” que garantice “la autonomía de los distintos grupos” y “la libertad académica”[53]. Para respetar la diversidad de inclinaciones personales Maritain viene a convertir en doctrina lo que para la Iglesia sólo era admisible como situación de hecho en las naciones divididas por la variedad de creencias[54], es decir, viene a mantener lo que hoy ha dado en llamarse “sana laicidad” del Estado.

De todos es conocido el importante papel del personalismo en la crisis modernista que ha padecido la Iglesia. Su influjo, como era de esperar, también se ha dejado sentir en el terreno educativo, desde la declaración Gravissimum educationis momentum del Concilio Vaticano II, hasta los tiempos recientes, en que han proliferado los escritos de eclesiásticos sobre cuestiones pedagógicas. En todos ellos resuenan los ecos de la incoherente síntesis maritainiana.

Lo más llamativo, en tales documentos, es la ausencia, o completo olvido, del derecho de la Iglesia a enseñar y dirigir toda educación y para todos los hombres. Es más, la mencionada doctrina que se denomina de la “sana laicidad”, esconde no sólo el olvido de tal derecho, sino también su negación implícita, pues califica de “sana” la indiferencia religiosa de la educación estatal. Sirva de ejemplo el texto siguiente:

La sana laicidad de la escuela, como de las demás instituciones del Estado, no implica cerrarse a la Trascendencia y mantener una falsa neutralidad respecto de los valores morales que están en la base de una auténtica formación de la persona[55].

En él viene a admitirse: 1) que la escuela es una institución del Estado, 2) que su laicidad es sana, lo cual quiere decir que es sana su indiferencia respecto de las diversas religiones que no es lo mismo que ser neutra, porque debe ser 3) abierta a la trascendencia, sin especificar, lo cual significa que debe promover las diferentes formas del hecho religioso (las diversas religiones), 4) mientras que los valores morales que forma la auténtica personalidad parecen constituir una unidad. En todo ello se percibe la remota influencia de la teoría de la universalidad de la ley moral autónoma, junto a la “opcionalidad” de las creencias religiosas, que se hallan en Rousseau y después en Kant. Por lo menos, cabe esa interpretación, aunque las últimas frases permiten otras, como ocurre en tantos documentos eclesiásticos recientes.

Por otra parte, se olvida que la Iglesia tiene derecho a juzgar sobre todos los contenidos de la educación y no sólo sobre la enseñanza religiosa. La exigencias de la Iglesia parecen restringirse siempre a la enseñanza de la religión y ello con matices netamente similares a la concepción maritainiana: se insiste en el carácter unilateral de la educación como desarrollo de la personalidad del educando, con lo cual se merma la importancia de la acción del maestro para inculcar hábitos y dar conocimientos, corrigiendo las inclinaciones del orgullo juvenil. En otras palabras, confundiendo lo natural con lo sobrenatural, la enseñanza religiosa se presenta sólo como autorrealización de una de las inclinaciones del hombre. Además, en consonancia con las tendencias ecuménicas, se defiende la religión in genere, sin recordar nunca el derecho exclusivo de la Iglesia. Todas estas omisiones parece que se quieren suplir insistiendo en aspectos secundarios de la religión, como son su valor cultural o su utilidad para la convivencia y para una ambigua paz, que son puestos de relieve por cuanto coinciden con la ideología imperante. He aquí un ejemplo en se concentra buena parte de todo eso:

Será útil recordar que en el centro de tal enseñanza [de la religión] está la persona humana a la que hay que promover, ayudando al muchacho y al joven a reconocer el elemento religioso como factor insustituible para su crecimiento en humanidad y en libertad [religión como autorrealización de las inclinaciones naturales]. El profesor de religión se preocupará, en consecuencia, por hacer madurar las profundas «preguntas de sentido» que los jóvenes llevan dentro de sí, mostrando cómo el Evangelio de Cristo ofrece una respuesta verdadera y plena [opción posible dentro de la pluralidad], cuya fecundidad inagotable se manifiesta en los valores de fe y de humanidad expresados por la comunidad creyente y enraizados en el tejido histórico y cultural de las poblaciones de Europa [valor cultural]. El proceso didáctico propio de las clases de religión deberá caracterizarse, entonces, por un claro valor educativo, dirigido a formar personalidades juveniles ricas de interioridad, dotadas de fuerza moral y abiertas a los valores de la justicia, de la solidaridad y de la paz, capaces de usar bien de su propia libertad [valor para la convivencia][56].

La educación, tal como es presentada hoy por muchos eclesiásticos, siguiendo los pasos de Maritain, es el resultado de querer combinar la doctrina de la Iglesia con las doctrinas pedagógicas inspiradas en Rousseau. La impensable unidad de los contradictorios sólo se puede realizar con palabras ambiguas, como ambiguas y equívocas son las palabras de las últimas citas. De igual carácter son los contenidos enseñados en las clases de religión[57], sobre todo en lo que atañe a las doctrinas más conflictivas de la Iglesia, como son las que se refieren a su relación con los poderes públicos. La vaguedad sistemática tiene muchos peligros, porque, unas veces, sirve de puente para pasar inadvertidamente de la verdad al error; otras, produce el hábito intelectual del pensamiento voluntariamente oscuro, que huye por principio de todo juicio tajante; y, en fin, las más de la veces, provoca disgusto, cuando no desprecio, sobre todo en la apasionada juventud .

Un periodista le espetó hace unos años al entonces presidente de la Conferencia Episcopal, Mons. Blázquez, lo siguiente: “lo cierto es que millones de jóvenes que han recibido una educación católica, sin embargo, se alejan de la Iglesia apenas han terminado sus estudios” y Blázquez tuvo que admitirlo. Si las demás enseñanzas eclesiásticas son hoy del mismo tenor que las que acabo de presentar, no apruebo, pero sí comprendo a esos jóvenes.

 

[1] DAWSON C., La Crisis de la educación Occidental, Rialp, Madrid 1962.

[2] CLÉMENT M., THIBON G., TRÉMOLET DE VILLERS J., PENFENTENYO M. DE, OUSSET J., La Educación de los Hombres, Speiro, Madrid 1974.

[3] CANTERO E., Educación y Enseñanza: Estatismo o Libertad, Speiro, Madrid 1979.

[4] GIL DE SAGREDO J., Educación y subversión, Fuerza Nueva editorial, Madrid 1973.

[5] MARITAIN J., La Educación en la Encrucijada, Segade C. y Garrido J.M., Palabra (trads.), Madrid 2008, pág. 129.

[6] Pol. VII, 13, 1331b38. Cf. Et. Nic. X, 7.

[7] Pol. VII, 15, 1334a11.

[8] No se confunda esta participación con el régimen democrático tal como hoy se entiende.

[9] Pol. VII, 14, 1333b5 ss.

[10] Pol. VII, 13,  1332a38.

[11] Que además debe tener, según Aristóteles, ciertas disposiciones naturales que no se dan siempre en el hombre.

[12] Par. An. I, 1, 639a4.

[13] PÍO XI, Divini illius magistri, § 5.

[14] Ibid. § 11.

[15] Ibid. § 14.

[16] Ibid. § 34.

[17] Ibid. § 58.

[18] Ibid. § 36.

[19] Ibid. § 36.

[20] ROUSSEAU J.J., Emilio, F. L. Cardona (trad.), Bruguera, Barcelona 1971, pág. 83.

[21] ROUSSEAU J.J., Confessions, Gallimard, París 1963, t. I, l.VI, pág. 369.

[22] ROUSSEAU J.J., Emilio, op. cit., pág. 388.

[23] ROUSSEAU J.J., Emilio, op. cit., pág. 417 y sigs.

[24] ROUSSEAU J.J., Emilio, op. cit., pág.123.

[25] ROUSSEAU J.J., Emilio, op. cit., págs. 65 y 398.

[26] ROUSSEAU J.J., Emilio, op. cit., pág. 71 y sigs.

[27] ROUSSEAU J.J., Emilio, op. cit., pág. 108.

[28] “¿Qué habrá que pensar, pues, de esa inhumana educación que sacrifica el tiempo presente a un porvenir incierto, que carga con cadenas de toda especie a un niño, y lo tortura preparándole para una lejana época, para una lejana felicidad, la cual tal vez no disfrutará jamás?” (ROUSSEAU J.J., Emilio, op. cit., pág. 121).

[29] “Padres (…), tan  pronto como puedan [vuestros hijos] gozar del placer de la existencia, haced que disfruten de él, y cuando les llegue la hora en que Dios los llame, no mueran sin haber disfrutado de la vida” (ROUSSEAU J.J., Emilio, op. cit., pág. 122).

[30] “¡Conciencia, conciencia!, divino instinto, inmortal y celeste voz, guía segura de un ser ignorante y limitado, pero inteligente y libre, juez infalible de lo bueno y de lo malo, que haces al hombre semejante a Dios” (ROUSSEAU J.J., Emilio, op. cit., págs. 410-11).

[31] ROUSSEAU J.J., Emilio, op. cit., pág. 404.

[32] ESon los …filósofos con su preceptos, los sacerdotes con sus exhortaciones los que envilecen su corazón” (ROSSEAU J. J., Emilio, op. cit., pág. 89).

[33] ROUSSEAU J.J., Emilio, op. cit., págs. 415-16.

[34] ROUSSEAU J.J., Emilio, op. cit., pág. 393.

[35] ¿Acaso la impúdica presentación de sus mil miserias personales, que hace Rousseau en las Confesiones, repugnante remedo de las del Santo de Hipona, no son, al fin y al cabo, sino una soberbia manifestación del propio ser, o de la vida auténtica, como algo más allá de lo cual no hay instancia que pueda juzgarlo?

[36] ROUSSEAU J.J., Emilio, op. cit., pág. 142.

[37] ROUSSEAU J.J., Emilio, op. cit.,pág. 100.

[38] ROUSSEAU J.J., Emilio, op. cit., pág. 84.

[39] ROUSSEAU J.J., Emilio, op. cit., pág. 169.

[40] Es, por otra parte, extremadamente peligroso jugar teóricamente con la idea de que los caracteres esenciales del hombre, su humanidad, su libertad, su vivir, su “autoidentidad”, son adquiridos por la educación, como si fueran capaces de más o de menos. Verdad es que estas expresiones parecen tomarse en un sentido diferente por parte de los padres de la pedagogía moderna, pero no es menos verdad que frecuentemente toman el hacerse hombre o el adquirir la libertad, su dignidad o su libertad en un sentido más literal. Si la esencia del hombre se adquiere por la educación dominadora, detentada por un poder político en el sentido que pronto presentaré, se colige que no son propia y enteramente hombres quienes no son capaces de adquirir la esencia humana, bien por estar arraigados en una cultura clásica, bien porque están sometidos a una religión o a unas costumbres superadas. Que haya humanos inferiores a los hombres, en cuanto hombres, porque no han llegado a adquirir conciencia de su dignidad personal, de la de su clase, raza o ideología, casa bastante bien con la eliminación fría y sistemática de los oponentes a la ideología de turno en los regímenes modernos, desde las atrocidades de la Revolución Francesa, hasta las depuraciones soviéticas.

[41] Fís. III, 3.

[42] ROUSSEAU J.J., Emilio, op. cit., pág. 180.

[43] DERRICK C., Huid del escepticismo. Una educación liberal como si la verdad contara para algo, M. González (trad.), Encuentro, Madrid 1997. En 1953, R. Gambra preveía ya esta inadaptación. Cf. Eso que llaman Estado, Montejurra, Madrid 1958.

[44] Sólo catorce años después de la encíclica de Pío XI.

[45] MARITAIN J., La Educación en la Encrucijada, pág. 55.

[46] Ibid., pág. 27.

[47] Ibid., pág. 58.

[48] Ibid., pág. 59.

[49] PÍO XI, Divini illius Magistri, § 14.

[50] Ibid., § 11.

[51] Ibid., § 14.

[52] Ibid., § 27-9.

[53] MARITAIN, J., La Educación en la Encrucijada, págs. 128-9.

[54] PÍO XI, Divini illius Magistri, § 50

[55] La «emergencia educativa», según Benedicto XVI. Discurso a la asamblea diocesana de Roma. 22-06-2007.

[56] Discurso del santo padre Juan Pablo II a un simposio internacional sobre la enseñanza de la religión católica en la escuela. Lunes 15 de abril de 1991.

[57] Cf. JESTIN L., “Quarante années de “déficiences” catéchetiques”, Catholica, n.º 103, 2009, págs. 89-101.